En el trayecto de vuelta, Dermitzakis recurre a la sirena. Es ensordecedora pero la aguanto porque quiero llegar a tiempo al piso donde está Élena. Aun con la ayuda de la sirena, tardamos tres cuartos de hora en llegar a Evelpidon, torcer por Lefkados y enfilar Kafkasu.
La calle Prinopulu se encuentra a la derecha de Kafkasu, pero nos entretenemos en la entrada porque delante del número 6, que corresponde al bloque de pisos adyacente al que buscamos, están estacionados dos coches patrulla, dos ambulancias y un mogollón de curiosos. Antonópulos no se encuentra en la puerta del número 4, según lo convenido. Lo busco con la mirada y lo localizo junto a los coches patrulla, con los demás espectadores, escuchando los gritos y chillidos de una cuarentona gorda cuyos brazos rechonchos se levantan hacia el cielo con los puños cerrados para precipitarse a continuación sobre su cabeza. Dos enfermeros aparecen en la entrada con una camilla cubierta por una sábana. La mujer suelta un aullido y se abalanza sobre la camilla, pero un par de policías aciertan a detenerla.
Antonópulos advierte mi presencia y se acerca corriendo.
– ¿Qué ha pasado? -pregunto.
– Una familia rusa, en el semisótano. Los han liquidado a todos, en pleno día. Padre, abuela y dos niños, todos muertos. Debe de ser obra de la mafia rusa, ya que el hombre estaba metido en drogas. La mujer se ha salvado porque había ido al supermercado a comprar. Ahora está desesperada.
– ¿Y tú por qué has abandonado tu puesto? -pregunto después de escuchar su informe-. ¿Les faltaba personal y te has ofrecido como refuerzo?
– Sólo me he acercado un momento para ver qué pasaba.
– ¿Y si mientras tanto Élena Kusta se ha largado? -No sabe qué responder y se queda mirándome-. ¿Se ha largado o no? -insisto.
– No lo sé.
– Imbécil.
Los asesinatos de albaneses, árabes y rusos están a la orden del día. Mueren tantos que los expedientes ni siquiera llegan a Jefatura: los cierran las comisarías locales. Aprovechando que los de Jefatura estamos aquí, nos distraen de nuestra labor principal. Me acerco a la puerta para mirar los timbres.
– En el segundo -oigo la voz de Antonópulos a mis espaldas-. El timbre está a nombre de una tal Triantafilidu, lo he comprobado -añade, satisfecho de sí mismo.
– Menos mal que te dio tiempo de hacerlo antes de que se cargaran a los rusos.
Empujo la puerta entreabierta y paso. Dermitzakis pretende seguirme, pero lo detengo.
– Tú quédate con Antonópulos. -Me mira con desazón-. No es necesario que subamos en rebaño, no somos de Antivicio -le explico. Retrocede y yo entro en el ascensor.
No le he indicado que se quedara para evitar llamar la atención, sino para proteger a Élena Kusta. No quiero que un desconocido la vea en la cama con su amante. Mis propias reacciones me irritan, no sé qué me impulsa a mostrarme tan considerado con ella. Quizá me sienta culpable por haber imaginado que era una furcia cuando en realidad es toda una señora. Sin embargo, si se confirma mi primera impresión y la pillo in fraganti con su amante, la señora Kusta-Fragaki será sospechosa del asesinato de su marido. Aun así, me resisto a comprometerla. Será cosa de mi enfermedad, como dice Sotirópulos, tan aficionado a las explicaciones fáciles.
El piso a nombre de Triantafilidu es el último de la derecha. Llamo al timbre y me abre una mujer de unos sesenta años con el cabello blanco, vestida de negro y gris. Blusa gris, falda negra, medias grises, zapatillas negras…, ropa pasada de moda, de la época de los parques y las estatuas limpias. La sorpresa es mutua, porque ni ella esperaba ver a un desconocido ni yo a una vieja en un nidito de amor. A no ser que alquile su piso por horas. Rooms to let para follar.
– ¿Qué desea? -pregunta.
– Soy el teniente Jaritos. Quisiera hablar con la señora Kusta.
La mujer consigue controlar enseguida su sobresalto inicial.
– Se equivoca, aquí no hay ninguna señora Kusta -responde con firmeza.
– Mira, si no me dejas entrar por las buenas, lo haré por las malas.
– Keti, deja pasar al teniente -indica Élena Kusta desde el interior, invalidando mi amenaza.
La sesentona se aparta y me permite entrar en un recibidor pequeño y sin muebles. Kusta, de pie en el umbral de una puerta a la izquierda, me sonríe amablemente.
– Adelante, teniente -indica, apartándose a un lado.
Entro en una sala de estar modesta, amueblada únicamente con una mesa, cuatro sillas y dos sillones en las esquinas. Junto a la mesa, un hombre joven, que rondará los veinticinco años, está sentado en una silla de ruedas, con la cabeza vencida a un lado, como si contemplara un mundo torcido. La lengua asoma por la boca abierta y descansa sobre el labio inferior, mientras sus ojos se mantienen fijos en un reloj de cuco colgado de la pared de enfrente. Lo observo detenidamente, aunque sospecho que él ni se percata de mi presencia. Levanta las manos, que mantenía apoyadas en el regazo, da un par de palmadas y las deja caer de nuevo. Repite la operación sin apartar los ojos del reloj.
– Es mi hijo -dice Élena Kusta a mis espaldas.
Me vuelvo, estupefacto, y Kusta me dedica una sonrisa amarga. El cuco sale del reloj y suelta un «cu-cú» para indicar la media hora. El chico vuelve a aplaudir cuatro veces y grita de alegría.
– ¿Sorprendido? -pregunta Kusta-. Supongo que esperaba descubrir algo distinto.
– Pues sí. -¿Cómo admitir que di crédito a las palabras de Makis y he venido a pillarla con su amante?
– Eso es todo, teniente. Le presento a Stéfanos, mi hijo. Lo tuve a los veinticinco. Ahora le doblo la edad. -Habla con calma, con voz neutra, como si estuviera prestando declaración-. ¿Cómo lo supo? -pregunta-. ¿Cómo supo dónde encontrarme?
– Nos contaron que usted se marchaba de casa todos los martes por la tarde y no volvía hasta la noche. -Aunque es evidente que hemos estado siguiéndola, no me atrevo a decírselo tan abiertamente.
– ¿Quién los informó?
– Lo siento, pero no me está permitido revelar mis fuentes de información.
Kusta sonríe.
– No es difícil adivinarlo. Niki ya no vivía en casa, mi marido está muerto y usted no llegó a hablar con Serafina, la filipina. Sólo quedan los guardias de seguridad y Makis. -Guarda silencio en espera de mi respuesta, pero yo permanezco callado-. De ahí se deduce que fue Makis. ¿Qué le dijo?
Ya no tiene sentido seguir fingiendo.
– Que cada martes por la tarde usted se reunía con su amante.
La sonrisa se convierte en una risa amarga.
– Pobre Makis, no me extraña. ¿Cómo iba a suponer la verdad? Éste ha sido siempre su problema: a pesar de partir de una buena base, ha seguido caminos equivocados hasta llegar a su situación actual.
– ¿Su marido lo sabía?
– Sí, desde el principio. Cuando me propuso matrimonio, le pedí que viniera a mi casa porque quería mostrarle algo. Le presenté a Stéfanos y le expliqué que era un niño autista e hijo ilegítimo.
Seguimos de pie. Kusta se acerca a su hijo y lo abraza por detrás, aunque el chico, ajeno al contacto de su madre, no reacciona y mantiene la mirada fija en el reloj, sin dar palmadas. Tal vez sabe que el cuco tardará en salir o puede que se haya aburrido.
– ¿Cómo reaccionó?
– Aseguró que no le importaba. -Repite las palabras de Kustas con una sonrisa maliciosa-: «No me importa», dijo, como si se tratara de un detalle insignificante. Sugirió que buscara un piso y a una mujer de confianza para que cuidara del niño. Se ofreció a correr con todos los gastos, con una sola condición: que no volviera a ver a mi hijo. «Sabrás que se encuentra bien pero no debes verlo jamás», dijo.
– ¿Y usted aceptó?
– Al principio me negué. Sin embargo, luego pensé que de este modo Stéfanos tendría la vida resuelta, cosa que yo, con mi trabajo de entonces, jamás podría garantizarle. Llamé a Keti, una prima lejana de mi madre que vivía en Katerini, y le pedí que viniera y cuidara de él. -Tras un momento de silencio, vuelve a hablar con pasión, como si estuviera justificándose ante su marido muerto-. No podía vivir sin él. Lo intenté durante seis meses, pero mi vida era un infierno. Un martes por la tarde, sabiendo que Dinos asistía al entrenamiento de su equipo, tomé una determinación: salí de casa y vine a verlo. Me aterrorizaba la posibilidad de que mi marido lo descubriera, pero jamás llegó a enterarse. De manera que, casi todos los martes por la tarde, me escapaba de casa como una ladrona y me reunía con mi hijo. -Respira profundamente y sonríe-. Ahora ya lo sabe todo, teniente. No tengo más secretos.
Soy consciente de ello. Además, sus secretos ya no me sirven de nada, con la excepción de un pequeño detalle que, a estas alturas, casi carece de importancia. Kustas estaba ya metido en sus negocios de blanqueo de dinero o le faltaba poco para iniciarlos, por eso quería alejar a su mujer del chico, para evitar que la relación se convirtiera en un punto débil que sus clientes aprovecharan para perjudicarlo a él. No quería perder a la mujer, pero tampoco convertirse en blanco de amenazas y chantajes.
– Perdone la molestia -farfullo como un idiota, mientras le tiendo la mano. No sé qué más decir.
– Adiós, teniente -responde ella-. Supongo que ahora ya no hará falta que me sigan.
Lo dice sin rencor, sin ánimo de ofender, y esto me avergüenza aún más. Siento el impulso de confesar mi turbación por haber pensado mal de ella, por haber deseado que los acontecimientos desmintieran a Makis. No obstante, ante la tristeza que esta mujer sabe convertir en dignidad, mis complejos de poli se me atragantan y no me permiten pronunciar palabra. Doy la vuelta y me voy.