172547.fb2 Defensa cerrada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 45

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Capítulo 43

Llego a La Flauta Mágica con media hora de retraso. Aunque he pasado un montón de veces por delante del establecimiento, es la primera vez que entro en este lugar lleno de intelectualoides: arquitectos, ingenieros y abogados. La expresión de mi rostro -o mi traje barato- delatan mi condición de poli, y todos se vuelven al mismo tiempo para observarme. Paso de ellos y busco a Katerina. La encuentro sentada en el último de los compartimientos alineados en la izquierda del local, sorbiendo lentamente un café. Me acerco y ocupo la otra banqueta.

– Perdona el retraso -me disculpo.

– No te preocupes: mi padre es policía, y ya sé que los policías no son dueños de su tiempo.

Nos reímos y me relajo un poco. El lugar me resulta desagradable, no puedo evitar pensar en los libros secretos de Kustas y, en general, estoy de mal humor. Si esta mañana hubiese podido prever los acontecimientos de la jornada, no la habría citado para hoy. El camarero se planta a mi lado y, para deshacerme de él, pido un zumo de naranja.

– ¿De qué querías hablar? -pregunto.

Tarda un poco en responder. Acaricia la taza con los dedos y me observa.

– Ya tenía preparado y ordenado mi discursito, pero ahora que estás aquí, no sé cómo empezar -dice con una sonrisa tímida.

– Empieza como quieras -contesto-. ¿Tan difícil te resulta hablar con tu padre?

– A veces, sí. Últimamente, a menudo -susurra.

– Vamos, cuéntame. Te escucharé y hablaremos de lo que quieras. Siempre nos hemos entendido bien tú y yo.

Vuelve a observarme en silencio, como si no estuviera segura de mis intenciones. Después se arma de coraje.

– Bien. Quería preguntarte qué tienes contra Fanis. ¿Por qué lo tratas así?

Estaba preparado para oír protestas, quejas, incluso para una discusión, pero no para una recriminación de este tipo.

– ¿Yo? -exclamo a punto de estallar-. ¿Cómo lo estoy tratando?

– El otro día, cuando fuiste para tus análisis, vio tu expresión y se quedó helado.

– ¿Yo? ¿Mi expresión? Pues será que no se miró la suya.

– No grites.

– ¿Sabes cómo me trató? Como a un paciente sin cartilla…

– No grites.

– … que los médicos no saben cómo quitarse de encima. Apenas me saludó y, encima, ni siquiera me miraba a la cara. Al final…

– No grites.

– … dio sus instrucciones a tu madre, como si yo fuera menor de edad y hablara con mi tutora. ¿Y luego se extraña de mi actitud? ¿Esperaba que le hiciera reverencias?

– Por favor, no grites.

En efecto, estoy gritando y los intelectualoides me miran asombrados. Yo mismo me he colgado el sambenito del poli bruto, pero estoy tan indignado que no me importa.

– Papá, el día anterior Fanis estaba muy contento ante la perspectiva de verte, pero tu comportamiento al entrar en la consulta lo desanimó.

– ¿Mi expresión le desanimó? ¿Y qué pasa conmigo?

– No sé. Yo no estaba allí, pero se lo pregunté a mamá y ella me dijo lo mismo, que tenías cara de querer…

– ¿Qué? ¿Matarlo?

– No. Ponerle las esposas y llevarlo detenido a Jefatura. Fanis se dio cuenta y se cerró en banda, porque temió que montaras una escena y lo comprometieras en el hospital.

Nos miramos en silencio. Intento recordar el rostro de Uzunidis: frío, profesional, la expresión de un médico que no permite que sus pacientes le hagan preguntas. ¿Fue mi actitud lo que provocó su reacción, o la suya la que provocó la mía? Será otro caso sin resolver. Por un lado, porque allí no había ningún espejo donde observar mi expresión, por otro, porque Adrianí ya ha tomado partido por Uzunidis y, diga lo que diga, él tendrá razón.

– ¿Sabes por qué quiero estar con Fanis? ¿Entiendes por qué? -pregunta Katerina.

– Porque te has enamorado. Como te enamoraste de Panos.

– Te equivocas. Conocí a Panos cuando me mudé a Salónica, recién salida del colegio. Fue la primera vez que me alejaba de vosotros; me sentía sola y necesitaba apoyarme en alguien. Quizá por eso elegí a un chico fuerte, para sentirme segura, aunque luego resultó ser un niño mimado. Sabía que no te caía bien y no me importaba. En el fondo, a mí tampoco me caía bien.

– ¿Y Uzunidis? -Lo siento, no consigo llamarle Fanis-. ¿Qué pasa con él?

Mi hija estudia el fondo de la taza mientras intenta organizar sus pensamientos.

– El otro día le dije que estoy terminando la bibliografía y la próxima semana vuelvo a Salónica.

– ¿Y por qué no me lo habías comentado?

– Porque siempre que me voy se os cae la casa encima. Prefiero avisaros en el último momento. ¿Sabes qué me contestó Fanis?

– ¿Qué?

– Dijo que lo entiende, pero que él tiene sus pacientes y sus guardias, de manera que no le será fácil ir a verme a menudo. «Quizá logre algún fin de semana libre, pero no te enfades si volvemos a vernos en Atenas, en Navidad.» -Se detiene para observar qué efecto me causan sus palabras. Ante mi silencio, prosigue-: Es lo que me gusta de él. Me quiere, pero también le importa su trabajo y no piensa sacrificarlo por mí. Esto significa que nunca me pedirá que abandone los estudios por él. Panos, por el contrario, se había pegado a mí como una lapa.

Siempre me he sentido orgulloso de que mi hija se pareciera más a mí que a su madre, pero ahora empiezo a comprender que tampoco se parece a mí. Me sale muy bien lo de investigar crímenes, descubrir los móviles y analizar los métodos, pero soy incapaz de analizarme a mí mismo, hasta tal punto que muchas veces no sé qué me pasa, no entiendo mis reacciones ni sé qué espero de los demás. Katerina, por el contrario, se conoce y se analiza como si ella misma fuera uno de los textos que estudia. De pronto, me asalta la imagen de Élena Kusta con su hijo. La imagino volviendo a casa después de sus funciones teatrales y corriendo para llegar junto a la cama del autista y cerciorarse de que estaba dormido. O saliendo a hurtadillas de casa de Kustas para pasar un par de horas con el niño. Me molesta que Élena Kusta se interponga entre mi hija y yo, pero la imagen está ahí y me resulta imposible ahuyentarla.

– ¿En qué piensas? -pregunta Katerina, devolviéndome a la realidad-. Te he cansado con mis historias.

– No, en absoluto, cariño. Lo que me cansa es este caso que no consigo resolver.

– ¿Cuál? ¿El caso Kustas?

– Sí. -Prefiero no hablar de Élena Kusta ni de su hijo autista y recurro a otra explicación-. Quiero encontrar la contabilidad clandestina de Kustas y no sé dónde. Esta tarde hemos registrado su casa, pero no hemos hallado nada.

– ¿Por qué no se lo preguntas a su contable?

La miro sorprendido. ¿Cómo es posible que me haya olvidado de Yannis, el contable de Kustas, que trabaja en R.I. Helias? Quizá porque lo relacionaba más con la hija que con el padre.

– Durante un seminario de derecho mercantil, el profesor invitó a un inspector de Hacienda. En un momento dado, el inspector bromeó diciendo que los contables conocen todos los secretos de los empresarios, desde la existencia de una amante hasta la contabilidad clandestina.

– Katerina, creo que acabas de resolver un gran problema.

– Al menos he resuelto algo. -Se ríe-. Aunque no sea el problema que me preocupa -añade con cierta amargura.

– ¿Piensas casarte con él? -pregunto.

– ¿Con Fanis?

– Sí. ¿Piensas casarte con él?

– Ahora hablas como mamá -observa, y se pone seria-. Primero he de terminar el doctorado y buscar algún trabajo. De momento, el matrimonio no entra en mis planes.

– Oye, ¿por qué no invitas al médico a comer con nosotros el domingo?

Me observa durante una fracción de segundo para asegurarse de que no le estoy gastando una broma y después se muestra radiante de alegría. A punto está de darme un beso, pero se contiene para que no hagamos el ridículo y se limita a estrechar mis manos entre las suyas.

– No sabes qué alegría me das.

– ¿Porque invito a Fanis a comer?

– No, porque he logrado convencerte.

Ya en la calle, rodea sus hombros con mi brazo. Llegamos al Mirafiori como una parejita de enamorados que acaban de comprar su primer cacharro y se disponen a celebrarlo.