172547.fb2 Defensa cerrada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 46

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Capítulo 44

Yannis Stilianidis, el contable de Kustas, ocupa el mismo asiento que ayer ocupó Kelesidis. Sólo le veo la cara, porque el resto del cuerpo queda oculto por tres pilas de libros de contabilidad que están encima de mi escritorio, correspondiente a Los Baglamás, el Flor de Noche y Le Canard Doré, respectivamente. Escojo un libro al azar y empiezo a hojearlo. Las entradas me resultan incomprensibles, pero las repaso con la mirada del experto que se dispone a ordenar la evasión de cincuenta millones. Vlasópulos permanece muy cerca del contable para intimidarlo con su presencia.

– ¿Esto es todo? -pregunto después de una larga inspección silenciosa.

– Sí, señor.

Parece bien dispuesto a ayudarnos. Me traslado a la silla que está junto a él y cruzo los brazos.

– ¿Por qué me mientes? -pregunto tranquilamente.

– No le estoy mintiendo, teniente. Lo he traído todo: libros de ingresos y de gastos, rollos de cajas registradoras, facturas, todo.

– Todo menos la contabilidad secreta de Kustas.

Lo pillo por sorpresa, pero mantiene la calma.

– ¿Qué contabilidad secreta? No sé a qué se refiere.

– Yannis, si intentas hacerte el héroe acabarás metido en un buen lío. Me refiero a los libros secretos de Kustas, en los que registraba sus transacciones ilegales.

– No existen tales libros y, si existen, nunca me habló de ellos.

Vlasópulos lo agarra bruscamente de los hombros y empieza a zarandearlo.

– ¡Conozco otras maneras de hacerte hablar, hijo de puta! ¡Será mejor que nos lo cuentes todo por las buenas!

– ¡Pero si no sé nada! -grita el contable, asustado-. Si existe una contabilidad secreta, no sé dónde está. -No se atreve a mirar a Vlasópulos y me suplica con los ojos que lo ayude.

– Yannis, nosotros no somos de Hacienda. -Sigo empleando un tono tranquilo.

– Ya lo sé.

– Por lo tanto, no perseguimos la evasión de impuestos. Nos interesa otro delito.

– ¿Cuál?

– El blanqueo de tres billones de dracmas anuales, cómo lo hacía Kustas y a quién pertenecía el dinero que blanqueaba. -Me observa con atención y prosigo en el mismo tono-. Tú fuiste su contable, tenías acceso a las facturas y los recibos. Tal vez sospechabas que había negocios sucios, tal vez no. Si nos revelas dónde están los libros secretos de Kustas, nadie te acusará de blanqueo de dinero. En cambio, si prefieres dártelas de duro y por casualidad llegamos a encontrarlos, tendrás problemas. Kustas ha muerto, de manera que no saldrá perjudicado. Sin embargo, a ti podemos acusarte de cómplice.

Mientras hablo, él no deja de enlazar y desenlazar los dedos hasta que al final no sabe qué hacer con las manos.

– Ignoro si Kustas mantenía una contabilidad secreta -farfulla-. De lo contrario, se lo diría.

– Empecemos por el principio. ¿Quién guardaba los libros legales de Kustas?

– Yo.

– ¿Dónde?

– En mi casa.

– ¿Y quién te llevaba los justificantes de las transacciones?

– Uno de sus guardaespaldas.

– ¿Adónde, a tu casa o a la oficina?

– A casa. Todos los lunes por la tarde me traía los justificantes de la semana correspondientes a los tres locales.

– Y aseguras que jamás te mostró su contabilidad secreta.

– Nunca -corrobora tras una breve vacilación.

Vlasópulos vuelve a agarrarlo de los hombros, aunque esta vez lo levanta como si fuera un saco de patatas y lo estampa contra la pared.

– ¡No nos vengas con cuentos, cabrón! -grita y le pega un par de bofetadas-. ¿Nos has tomado por imbéciles? -Dos nuevas bofetadas-. Guardabas los libros en tu casa y te entregaban los justificantes. ¿Pretendes que creamos que nunca viste la otra contabilidad? ¿Quieres tomarme el pelo, desgraciado? -Lo inmoviliza con una mano y se dirige a mí-: Teniente, estamos perdiendo el tiempo. Deje que le pegue una paliza y ya verá cómo canta.

Stilianidis cierra los ojos para no ver las hostias que le esperan si doy permiso a Vlasópulos para que cumpla su amenaza. Me pregunto por qué se obstina en mantener la boca cerrada cuando, de pronto, recuerdo mi primera visita al despacho de Niki Kusta. Creo haber resuelto el misterio.

– Suéltalo -ordeno a Vlasópulos-. No habla porque va de protector. -Me levanto y me acerco al contable-. ¿A quién quieres proteger, Yannis?

– A nadie -farfulla.

– A Kustas no será, porque ya está muerto. A ti lo que te da miedo es perjudicar a Niki Kusta, ¿no es cierto?

Abre los ojos y me mira. Vlasópulos lo ha soltado pero él sigue pegado a la pared, como si no se diera cuenta de que está libre. Recuerdo cómo miraba a Niki aquel día en su despacho y sé que he acertado.

– Escúchame -prosigo-. Niki Kusta nada tenía que ver con los negocios de su padre, eso queda fuera de toda duda. Vivía lejos de él, trabajaba en algo completamente distinto y lo veía de uvas a peras. Niki no corre ningún peligro.

El chico sigue dudando.

– ¿Es cierto eso? ¿No es un truco para que hable?

– No. Necesitamos los libros para averiguar quién mató a Kustas, pero ni tú ni su hija sois sospechosos del asesinato.

– Kustas tenía un almacén en la calle Kranaú, junto a la iglesia armenia -dice al final-. Cada quince días iba allí a verlo y me ocupaba de dos libros.

– ¿Libros que Kustas traía consigo?

– No. Los guardaba allí, en una caja fuerte. No había facturas ni recibos, sino que él me dictaba las cantidades que tenía que anotar. Las traía escritas en un trozo de papel.

– ¿Nunca te explicó a qué correspondían aquellas cantidades?

– En cierta ocasión admitió que, como todos los hombres de negocios, estafaba a Hacienda. También me ordenó que no mencionara a nadie la cuestión de los libros ni del almacén.

– Y tú obedeciste.

– Ningún contable denuncia a su jefe por evasión de impuestos, teniente. A fin de cuentas, ésta es su labor: escamotear dinero a Hacienda.

Pero Kustas no escamoteaba nada a Hacienda, sino que cobraba comisiones por blanquear dinero. Es posible que Yannis se hubiera dado cuenta, pero no es seguro. De todas formas, Kustas debía de pagarle generosamente para que guardara el secreto.

– De acuerdo, Yannis -concluyo-. Ya no te necesito más, puedes irte.

Stilianidis permanece inmóvil y me mira con recelo: no acaba de creerse que se haya librado tan fácilmente. Observa a Vlasópulos, descubre que él también le sonríe con amabilidad, se levanta y se dirige a la puerta.

– Por favor, no hagan daño a Niki Kusta -añade antes de salir-. Si le pasa algo por mi culpa, les juro que me mato.

Debe de ser la primera vez que reconoce abiertamente su amor por Kusta, y lo hace delante de mí, la persona equivocada y en el momento equivocado.

– No te preocupes, no le pasará nada.

Sale del despacho y cierra la puerta.

– Quiero un coche patrulla -digo a Vlasópulos-. Y un cerrajero de Identificación. Que Dermitzakis averigüe a qué nombre está el almacén de la calle Kranaú. -Sospecho que no figurará a nombre de Kustas.

La llovizna ha cesado. Hoy es un día de nubes y claros. Salimos de la plaza Omonia para desplazarnos de Sofokleus a Menandru, pero la calle Sarrí está colapsada y nos vemos obligados a abandonar el coche encima de la acera. El almacén se encuentra en un sótano, enfrente de la iglesia armenia. La puerta es de hierro y tiene una cerradura de seguridad. Nos disponemos a esperar al cerrajero, que llega al cabo de un cuarto de hora, irritado e indignado.

– Salir de Mitropóleos ha sido una proeza -protesta. Es el mismo cerrajero que nos abrió las oficinas de Greekinvest. Echa un vistazo a la cerradura-. No es difícil aunque me llevará un rato. -Tarda diez minutos en abrir la puerta y los tres entramos en el almacén.

Es un sótano grande. Contra la pared de la derecha se alzan tres pilas de embalajes de cartón. Cerca de la pared de la izquierda veo un gran escritorio con una silla giratoria, teléfono y fax. La caja fuerte se halla junto al escritorio y llega a media altura de la pared. El cerrajero la estudia, saca las herramientas y se pone manos a la obra. Vlasópulos se dedica a registrar los cajones del escritorio.

No me quedan más que las cajas en la otra pared. Dos de las pilas están marcadas con el nombre SOFREC. Abro las dos primeras cajas y descubro dos tipos distintos de quesos en sus correspondientes envoltorios. Las cajas de la tercera pila son más altas y llevan el sello de Tripex. En la primera, hay seis botellas de vino tinto, probablemente provisiones para Le Canard Doré. Me desentiendo de las cajas y me acerco a Vlasópulos.

– Aquí no hay nada, están vacíos -comenta él, señalando los cajones del escritorio.

No importa, no esperaba encontrar nada allí. La caja fuerte es la única baza que nos queda para averiguar los secretos de Kustas, y el cerrajero aún no ha descubierto cómo abrirla. Me acerco y me planto a su lado. ¿Y si no lo consigue?, me pregunto. Por lo visto intuye mi preocupación, porque levanta la cabeza y me sonríe.

– No se preocupe -me tranquiliza-. He traído dinamita. Si no logro abrirla, la volaremos.

Transcurre otro cuarto de hora. Vlasópulos y yo estamos desesperados. De pronto, el cerrajero da cuatro vueltas a la llave en la cerradura, acciona la palanca y la puerta se abre.

– Listo, teniente -anuncia antes de retirarse.

Dentro de la caja fuerte hay tres estantes. El superior es, en realidad, otra caja fuerte.

– Todavía no has terminado -indico al cerrajero, señalando la caja. Vlasópulos se agacha por encima de mi cabeza para ver mejor.

– Ésta es pan comido -dice el cerrajero y va en busca de sus herramientas.

En el segundo estante están los libros que Stilianidis ponía al día quincenalmente. Los hojeo sin prestar mayor atención, porque están llenos de números que no entiendo.

– Toma -digo a Vlasópulos-. Para nuestros especialistas.

En el último estante encuentro una carpeta bastante voluminosa. La llevo al escritorio, me siento en la silla giratoria y la abro. Está llena de resguardos de transferencias bancarias, todas en divisas alemanas, que oscilan entre los cincuenta mil y los trescientos mil marcos. Las transferencias se realizaban por medio de una cuenta en divisas del Banco Jónico, y siempre a la misma entidad: Unibank, de Vaduz. No tengo la menor idea de dónde queda Vaduz, un nombre que me evoca una ventosa. Como titulares de las cuentas figuran Sofrec y Tripex.

Hasta aquí, todo me resulta comprensible sin ayuda de ningún experto. Se trata de empresas fantasma que enviaban dinero negro y recuperaban capitales blanqueados. Kustas tenía una cuenta en divisas y, a través de ella, movía el dinero de sus clientes. Ellos introducían el capital inicial en Grecia, ya fuera efectivo dentro de bolsas o a través de diversas transferencias, luego Kustas lo pasaba por la tintorería de sus empresas y finalmente lo devolvía limpio y planchadito. Los vinos y los quesos no eran más que tapaderas. Lo más probable es que el crédito a Greekinvest saliera de la misma cuenta del Banco Jónico.

Por eso no quería que su hijo se ocupara del club: prefería pagar toda una serie de terapias de desintoxicación antes que meterlo en el ojo del huracán. Pienso en Makis con su cazadora de piel, sus botas camperas y su mirada esquiva, y la imagen me deprime.

– Ya está -anuncia el cerrajero, y vuelvo a acercarme a la caja fuerte.

En la caja interior, Kustas guardaba tres sobres amarillos. El primero contiene fotocopias de los documentos de una transferencia de propiedad inmobiliaria que habla por sí sola. Un piso de cuatro habitaciones, a nombre de Konstantinos Kustas, quien a su vez lo transfiere a uno de esos diputados con alto índice de popularidad.

Al abrir el segundo sobre, caen de su interior dos fotografías de la isla en la que se produjo el terremoto cuando Adrianí y yo estábamos de vacaciones. La primera es una postal parecida a las miles de postales que se venden en cualquier quiosco o tienda de recuerdos; una fotografía idílica, hecha desde el mar, que abarca la isla entera. La segunda, en cambio, es obra de un aficionado. En ella aparece una colina, un lugar que no recuerdo haber visto ni me suena de nada. Al observarla con mayor detenimiento distingo la bahía con la pensión donde se alojaban Anita, su amigo inglés y el filósofo-domador de fieras, y ato cabos: es el lugar donde enterraron a Petrulias antes del desprendimiento que reveló el cadáver.

Contemplando la fotografía empiezo a ordenar mis pensamientos. Ahora ya comprendo por qué Kustas llevaba encima quince millones la noche de su muerte: alguien sabía dónde estaba enterrado Petrulias y lo chantajeaba. Por eso las dos fotos. Kustas conocía al asesino, que era la misma persona que lo extorsionaba. Por eso quiso responder cuando le habló, junto al coche. Sin embargo, las fotos confirman algo más: que Kustas ordenó la muerte de Petrulias. ¿Por qué, si no, iba a ceder al chantaje?

Abro el último sobre, que contiene una película revelada y la fotografía en color de un hombre desnudo tumbado en una cama, con el rostro vuelto hacia la cámara, los ojos cerrados y la boca entreabierta. Evidentemente, está gimiendo de placer, ya que una mujer, también desnuda, está sentada encima de sus caderas, con la cabeza echada hacia atrás, los ojos abiertos y el semblante inexpresivo. La mujer es Kalia y el hombre que yace bajo ella no es otro que el ex ministro cuyos índices de popularidad superan a los del jefe de su partido.

Resulta que el diputado ha salido más beneficiado que el ex ministro, pienso, puesto que le tocó un piso de cuatro habitaciones, mientras que todo un ex ministro tuvo que conformarse con Kalia. Es el destino de los sementales de tres al cuarto. Ésta es la razón por la que Kustas tenía R.I. Helias. Si se descubría el blanqueo de dinero, echaría mano de sus políticos para que influyeran en el cese de las investigaciones. No obstante, como su condición pública no bastaba, aumentaba su prestigio con falsos sondeos. Sin embargo sospecho que Kustas no se detenía ahí. Debía de apuntar mucho más alto. Si no cambiaba el Gobierno, el célebre diputado pronto llegaría a ministro. Si cambiaba el Gobierno, el ex ministro tan popular pondría rumbo rápido hacia el puesto de primer ministro. Y Kustas tenía una fotografía de este nuevo primer ministro recibiendo los favores de Kalia, aparte de que su hija analizaba los resultados de los falsos sondeos. Ahora ya sé quiénes quisieron dar carpetazo al caso Kustas: el diputado y el ex ministro.

Sé también de qué hablaron Kustas y Kalia la noche del asesinato. Es obvio que la envió a varios amigos suyos para que se divirtieran con ella, hasta que la chica se hartó. Por eso discutieron. Además, la propia Kalia aludió a esa situación la segunda vez que hablamos, cuando dijo que lo único que podía pedirle Kustas es que se abriera de piernas, aunque no para él sino para otros a los que Kustas manipulaba.

Pero ¿por qué no se llevó el asesino los quince millones sino que prefirió matarlo? No tengo la respuesta a eso. Resuelto un misterio, aparece otro. ¿O tal vez ocurra que el asesino y el chantajista no son la misma persona? En ese caso, quizá Kustas esperaba al chantajista para darle el dinero, pero el asesino llegó antes y se lo cargó. Es la única explicación posible y, sin embargo, no me acerca a la identidad del asesino.