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Me despierto decidido a concederme un día más de margen, lo cual significa que debo desaparecer del despacho. Si no estoy, no informaré a Guikas y, por consiguiente, dejaré las fotos y el contrato de cesión del piso para otra ocasión. Es mi último plazo. Si a lo largo del día de hoy no consigo demostrar la implicación del ex ministro en la muerte de Kalia, entregaré las pruebas a Guikas para que archive el asunto. ¿Cómo divulgar el caso de Kustas con todas sus ramificaciones sin revelar también el papel del ex ministro? Imposible. Cerrarán el caso, tal como Guikas previó desde el principio.
Llamo por teléfono a Vlasópulos para comunicarle que necesito aclarar algunos detalles del caso Petrulias y que llegaré tarde al trabajo. Ni una palabra de Kustas. Evidentemente, corro el riesgo de que Guikas solicite el informe a Vlasópulos, pero no me atrevo a pedirle que no mencione nuestros hallazgos de ayer en el almacén. De todos es sabido que a cualquier buen subordinado le encanta poner la zancadilla a su jefe. Si lo aviso al respecto, informará al director deliberadamente para ganar puntos. Es un riesgo calculado, ya que Guikas sólo acepta informes de los jefes de departamento.
La segunda llamada telefónica es a Markidis.
– ¿Te suena el nombre de Kaliopi Kúrtoglu? -le pregunto.
– No. ¿De qué se trata?
– De una chica que encontraron muerta por sobredosis, hace cinco días, en su domicilio de la calle Inois número 7, en Níkea.
– Seguramente se encargó Korkas. Un momento. -Me deja esperando con el auricular en la mano y vuelve al cabo de cinco minutos-. Es como tú has dicho -confirma.
– ¿A qué te refieres?
– Murió de sobredosis.
– ¡Qué bien, no me mintieron! ¿Algún dato más?
– Encontraron restos de semen en la vagina. Debió de mantener relaciones sexuales treinta minutos o una hora antes de su muerte.
– ¿Por qué no informasteis a la comisaría de Níkea?
– Porque nadie preguntó y el informe aún no ha sido mecanografiado.
– ¿Cuánto tiempo tardáis en mecanografiar un informe?
– ¡Por Dios! -exclama indignado-. La chica era drogadicta y murió de una dosis de heroína pura. ¿Qué importa si se había acostado con alguien? ¿Sabes lo que suponen para nosotros esos yonquis que mueren como moscas a diario? Una sobrecarga de trabajo imposible de manejar. Sólo tengo dos secretarias, una de ellas con baja de maternidad. Te juro que no doy abasto.
– Vale. Cuando esté el informe, mándame una copia.
– ¿A qué viene tanto interés? -pregunta curioso.
– La chica trabajaba en uno de los clubes de Kustas y su muerte tal vez esté relacionada con el asesinato.
Se produce una pausa, después oigo una breve exclamación y se corta la línea.
He dejado la llamada más importante en último lugar. Marco el número del ex ministro y me contestan de su oficina. Pregunto a qué horas recibe al público, sin revelar mi identidad; insinúo, eso sí, que soy un votante en busca de favores. La secretaria me informa de que el señor ministro recibe cada día entre las once y las dos.
Consulto mi reloj. Son las diez. Antes de visitar al ex ministro tengo que averiguar cómo conseguía sus altos índices de popularidad, una información que tal vez me resulte útil.
Niki Kusta se sorprende de verme. Al principio se muestra cohibida, quizás a causa de nuestro último encuentro en mi despacho.
– Necesito tus conocimientos profesionales -le digo.
– ¿Por qué? ¿Piensa realizar un sondeo de popularidad?
– Yo no. Necesito saber si es posible manipular los resultados de los sondeos sobre una personalidad política o un producto comercial.
Niki Kusta se relaja y se echa a reír.
– Claro que sí. Siendo policía, ya sabrá que los trucos siempre son posibles.
– ¿Qué haría si quisiera falsear un sondeo?
– Yo soy analista, teniente, me limito a elaborar los datos que me ofrecen. El truco se produce durante la obtención de estos datos, en lo que llamamos muestreo; por eso es tan difícil detectarlo.
– Es decir, que a ti te entregan la información ya preparada.
– Exactamente.
– ¿Quién la prepara?
– Los responsables del muestreo.
– ¿Quién decide cómo se realiza el proceso?
– La señora Arvanitaki.
– Gracias -digo y me pongo de pie.
– ¿A qué se debe este repentino interés por los sondeos? -pregunta con su habitual sonrisa inocente.
– Quisiera aclarar un punto.
– ¿Relacionado con la muerte de mi padre?
– Tal vez.
La dejo atónita y subo a la tercera planta. La secretaria sesentona lleva el mismo traje ceñido y las mismas gafas de lectura. No se inmuta al verme, porque difícilmente podría ser más hostil que de costumbre.
– Necesito hablar con la señora Arvanitaki. Es urgente y no me importa que esté ocupada -digo bruscamente.
Echa una mirada a la centralita telefónica.
– Está hablando por teléfono. Espere.
Cabe la posibilidad de que no esté hablando, que esta bruja lo haga a propósito para obligarme a esperar y salirse con la suya. Me obliga a esperar cinco minutos. Cuando siente que su ego ha sido vindicado, me permite pasar.
Arvanitaki está estudiando unos informes mecanografiados.
Son las once de la mañana, pero va vestida como si se dispusiera a asistir a una recepción: un conjuntito azul oscuro, un pañuelo azul celeste en el bolsillo de la chaqueta, una blusa blanca y gran profusión de joyas.
– ¿Qué le trae por aquí, teniente? -pregunta con una sonrisa tensa.
– Necesito que me aclare algunos interrogantes que han surgido en el curso de las investigaciones.
La sonrisa desaparece de su rostro. Parece que mi introducción no le ha gustado en absoluto.
– ¿En relación con Greekinvest?
– También con R.I. Helias. Le doy mi palabra de que nuestra conversación no saldrá de aquí -le prometo y acto seguido tomo asiento.
– De acuerdo, aunque no sé de qué secretos podríamos hablar usted y yo.
Decido prescindir de la ironía porque se esfumará en cuanto oiga lo que tengo que decir.
– Señora Arvanitaki, usted se encarga de los sondeos de popularidad de dos diputados, uno del Gobierno y otro de la oposición. -Le doy los nombres del ex ministro y del diputado que recibió el piso de regalo.
– Sí.
– ¿Quién le encargaba la realización de estos sondeos?
Arvanitaki intenta escabullirse.
– Eso es información reservada, teniente.
– Escuche, he venido como amigo y le he asegurado mantener nuestra conversación en secreto. ¿Prefiere que la llame a declarar en Jefatura?
Suspira y responde a regañadientes:
– Todos los encargos provenían de Greekinvest, nuestra empresa madre.
– ¿Cómo llegaban a sus manos?
– Por fax.
– ¿Cabe la posibilidad de que estos sondeos estuvieran…, digamos…, manipulados?
– ¿Manipulados? -repite extrañada-. ¿A qué se refiere?
– De tal modo que el proceso del sondeo determine los resultados.
Reflexiona un poco, y cuando empieza a hablar parece sopesar sus palabras.
– Las empresas de sondeos son compañías privadas, teniente. Ofrecen unos servicios y tienen la obligación de obedecer los deseos de sus clientes. Si el cliente quiere un sondeo objetivo, los resultados serán objetivos. Si pretende obtener un resultado determinado, el sondeo se lo proporcionará. Evidentemente, las empresas tienen que preservar su reputación, para lo cual toman ciertas precauciones.
– ¿De qué tipo?
– Si afirman que el sondeo se ha realizado a partir de una muestra representativa, los resultados son objetivos. Si la palabra «representativa» no figura en el informe, se entiende que los resultados tal vez no sean tan objetivos.
– ¿Qué es una muestra representativa?
Arvanitaki sonríe.
– Tomemos el ejemplo de un partido político. Si la muestra proviene de todo el territorio nacional, es representativa. Pero si sólo proviene de las circunscripciones tradicionalmente inclinadas a votar por ese partido político en concreto, los índices de popularidad serán elevados, aunque en absoluto representativos.
– ¿Qué ocurría en el caso de los dos diputados?
Arvanitaki vuelve a suspirar.
– El cliente determinaba el modo en que debíamos realizar el sondeo.
– ¿Es decir?
– Solicitaba que encuestáramos a los asistentes de los mítines políticos de dichos diputados, o sus respectivas circunscripciones.
– Y puesto que a los mítines acuden los amigos del político y los electores de su circunscripción suelen ser afines a él, los índices de popularidad aparecían siempre inflados.
– En efecto.
– ¿Y cómo es posible que el ex ministro resulte más popular que el jefe de su partido?
– Me pone en un aprieto, teniente.
– Yo me encuentro en la misma situación, señora Arvanitaki.
– ¿Tengo su palabra de que nada de esto transcenderá? -La ironía ha desaparecido, ahora el tono es más bien de súplica.
– La tiene. Los datos quedarán entre usted y yo.
– En teoría, recurriría a una muestra representativa en lo que al jefe del partido se refiere, y la compararía con una muestra no representativa de la circunscripción del ex ministro. En tal caso, el índice de popularidad de éste sería siempre más elevado que el de su jefe.
– ¿Y esto no constituye una estafa?
– Yo diría que se trata más bien de un truco, teniente.
Puesto que hoy en día es imposible vivir sin trucos, las estafas han quedado abolidas. Algo que no puede comprender Niki Kusta con su sonrisa infantil.
– ¿Y si alguien descubre el ardid?
Por primera vez se ríe espontáneamente y sin inhibiciones.
– ¿Quién iba a investigar, teniente? Normalmente, los que reciben altos índices de popularidad se vanaglorian en público y los que pierden denuncian los sondeos como falsos, pero ninguno tiene pruebas para demostrarlo, porque las guardamos nosotros. Y, ya que los perdedores tienden a rehuir cualquier investigación, la gente nos cree a nosotros y no a ellos.
Como no tengo nada más que preguntar, me levanto. Ya sé cómo conseguía Kustas fabricar políticos con carisma. Sé, además, cómo se manipulan los sondeos y me felicito por no prestarles nunca atención.
Antes de salir del despacho, Arvanitaki me recuerda mi promesa una vez más y yo le reitero mi palabra de guardar el secreto. En la antesala, la secretaria, inclinada sobre sus papeles, libra una lucha silenciosa consigo misma para evitar mirarme.