172547.fb2 Defensa cerrada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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Capítulo 3

Las mantas y las tiendas de campaña llegaron finalmente a eso de medianoche. Para entonces casi todos estaban calados hasta los huesos y unas toallas les hubieran resultado mucho más útiles. El alcalde propuso que plantaran las tiendas enseguida, pero la gente estaba más que harta y le dijeron que las plantara él solito, que para eso lo habían elegido. Unos cuantos se ofrecieron a ayudarlo, pero se machacaron los dedos con los martillos, porque en la oscuridad no veían las piquetas. De modo que lo dejaron correr. Al final, todo el mundo se acomodó como pudo. Algunos se refugiaron en sus coches, otros se envolvieron en mantas y unos pocos, los más temerarios, optaron por volver a sus casas.

Nosotros nos refugiamos en la ferretería de mi cuñado, junto con su mujer, su hija, la familia de su hermano y un montón de aldeanos recogidos al azar en la plaza con la honorable intención de ofrecerles cobijo.

La compañía, la charla y los recuerdos sísmicos exorcizaron el terror de la noche y yo empecé a echar de menos el jalvá que preparaba mi madre cuando invitaba a los vecinos a casa. La única nota discordante era Jristos, el hermano de mi cuñado, que sermoneaba a éste sotto voce porque, según él, por la mañana echaría a faltar la mitad del material, que se lo robarían para reparar sus casas, que siempre se aprovechaban de él y medio pueblo le debía dinero, mientras que él, su hermano, no había dejado de cobrar ni un refresco a pesar de todo el jaleo.

Son ya las diez de la mañana y el día ha sacado a la luz lo que la noche había estado ocultando. En apariencia, nada ha cambiado. Jora sigue siendo lo que era. Sin embargo, del interior de las casas emergen llantos y lamentaciones, no en coro sino como arias aisladas, porque ha llegado un comité de expertos para evaluar los daños, provocando los más tristes clamores cada vez que declaran inhabitable un edificio.

La casa de mi cuñada recuerda un paisaje de Bosnia después de la guerra. La pintura se ha desconchado y ha dejado los ladrillos a la vista. La araña catedralicia ha perdido la mitad de sus lágrimas y cuelga descabalada y torcida. Una parte del techo ha invadido las vitrinas del aparador y los escombros han pasado a formar parte de lo expuesto: un jarrón en forma de rosa abierta, tres bandejas de plata y un par de candelabros dorados estilo Murano. El televisor ha salido intacto del trance y nos contempla con gesto apagado. Eleni, mi cuñada, ha ido a buscar un cepillo y se afana en silencio por limpiar el tresillo color hígado, como si fueran vísperas de Navidad.

– Déjalo, mamá -se impacienta su hija-. No vendrá de eso.

Eleni se revuelve y la fulmina con la mirada.

– ¿Sabes cuánto tiempo llevaba deseando tener un tresillo como éste? ¡Míralo ahora! ¡Míralo! -chilla, como si su hija tuviera la culpa del terremoto.

– Eleni, ¿por qué no esperas a que pasen los del comité? -sugiere su marido, temeroso de enfurecerla aún más-. Si ven la casa arreglada, podrían negarnos las doscientas mil dracmas de la subvención.

– Además de declararla habitable -apostilla la hija.

Eleni la observa con expresión resuelta, que no admite discusiones.

– Yo no pienso marcharme de mi casa, aunque se me caiga encima.

Adrianí hace lo único sensato. Sin decir palabra, se acerca a ella y la abraza. Eleni la rodea con los brazos, apoya la cabeza en el pecho de su hermana, pierde todo su empecinamiento y se echa a llorar ruidosamente.

Justo en ese momento de fraternales abrazos se presenta el subteniente, estropeando la emotiva escena. Se queda de pie en la puerta del salón y, gorra en mano, me mira indeciso.

– ¿Qué ocurre? -pregunto.

– Perdone, sé que no es buen momento, pero… ¿podría acompañarme fuera?

– ¿Ahora?

– Sí. Quisiera enseñarle algo.

Me contagia su indecisión y miro de reojo a Adrianí, que sigue abrazada a Eleni y asiente imperceptiblemente con la cabeza. Por lo visto piensa lo mismo que yo: sería preferible que me marchara porque allí estoy de más.

– Vámonos -digo al subteniente.

En la calle nos espera el único coche patrulla de la isla. El suboficial ocupa el asiento del acompañante cediéndome la plaza de honor, en el asiento trasero, en diagonal con respecto al conductor.

Enfilamos la carretera que asciende hacia Palatiní, un pueblo de montaña, la única región agrícola de la isla. La carretera es estrecha y serpenteante; a duras penas caben dos coches que circulen en sentido opuesto.

La lluvia ha lavado el paisaje. El mar se extiende pacíficamente en lo hondo, adentrándose en las cuevas, bocas y calitas que rodean la isla. No siento un amor especial por el paisaje: me harté de la naturaleza y de la soledad que impone durante mi infancia, cuando contaba los días que faltaban para mudarme a Atenas. Sin embargo, la vista es espléndida e imponente.

La voz del subteniente me devuelve a la realidad.

– Sólo faltaban los desprendimientos. Como si no bastara con todo lo demás.

– ¿Por eso me has llamado? ¿Por los desprendimientos?

– No, quiero que vea una cosa. Ya falta poco.

A punto estoy de insultarlo, su reserva me crispa los nervios, cuando el coche tuerce a la izquierda y sigue el curso descendente de una garganta hacia el mar. Mientras bajamos, a la derecha veo que un peñasco se ha desprendido de su base y ha rodado hasta la llanura, a unos cien metros de la bahía.

En el borde de la elevación formada por las piedras y la tierra desmoronada monta guardia uno de los dos agentes de la comisaría. El otro, que conduce el coche, detiene el vehículo junto a su colega.

– Por aquí -indica entonces el subteniente, guiándome hacia la elevación.

Al segundo paso me detengo en seco. De entre las piedras asoma un bulto. Si no fuera por la cabeza, difícilmente lo reconocería como un ser humano.

– Por eso lo he traído aquí -explica el subteniente-. Lo encontraron unos hippies ingleses, de esos que nunca se lavan. Alquilaron habitaciones por aquí, en estos páramos, para drogarse sin que nadie los molestara.

El cadáver está echado de bruces sobre el suelo, con la cara hundida en la tierra. Queda a la vista su cabello negro y corto, y llego a la conclusión de que se trata de un hombre. Alzo la mirada hacia la montaña. La ladera entera se ha desmoronado, como si la hubiesen cortado con un cuchillo.

– No hemos tocado nada -prosigue el subteniente, orgulloso de recordar las lecciones básicas de la academia.

– Aunque lo hubieseis hecho, tampoco hubiese importado. El cadáver ha sido desplazado. Lo habían enterrado allá arriba y, con el desprendimiento, ha quedado al descubierto.

Retiro la rama rota de un arbusto y empiezo a apartar las piedras y la tierra que cubren el cuerpo. Los gusanos se retuercen, sorprendidos, y una lagartija, víctima del desmoronamiento, corre a buscar otro refugio. El subteniente lo observa todo a mi lado.

– Quizá se trate de un accidente, en cuyo caso le he hecho venir hasta aquí inútilmente.

Poco a poco va apareciendo el cuerpo de un hombre. Con excepción de unos calzoncillos, está totalmente desnudo; no lleva ropa, calcetines ni zapatos; nada.

– ¿Accidente? -respondo-. ¿Y qué ha pasado con su ropa? ¿Cree que se la quitó para no arrugarla?

Me mira como si yo fuera aquel bigotudo, Hércules Poirot, que era de Creta aunque lo mantenía en secreto.

– Por eso he recurrido a usted, porque es del Departamento de Homicidios y sabe de esas cosas. Es la primera vez que vemos un cadáver en la isla.

– Ayúdame a darle la vuelta -ordeno al agente que monta guardia. El tipo retrocede un paso. Se pone amarillo cual hoja seca y empieza a temblar de pies a cabeza-. No tengas tanto miedo, que no muerde. Está muerto.

– ¡Karabetsos! -llama el subteniente en tono imperativo, aunque él tampoco se ofrece a mover el cadáver.

Me agacho y agarro al muerto por los pies, para dar buen ejemplo a los demás. Es como si quisiera mover dos columnas de hielo: me resulta imposible levantarlo a causa del rigor mortis. Finalmente, consigo levantarle las piernas y me quedo allí impotente, esperando a que el agente contenga las náuseas. Al cabo se acerca, extiende las manos y sostiene el cadáver por los hombros, volviendo la cabeza hacia el mar.

Al darle la vuelta, una segunda oleada de bichos y hormigas huye despavorida. El cadáver queda tumbado de espaldas con un golpe sordo. El agente lo suelta al instante, echa a correr hacia el árbol más cercano y empieza a frotarse las palmas de las manos contra el tronco. Yo permanezco de pie ante el cadáver, contemplándolo. Es de un hombre joven, de aproximadamente un metro setenta y cinco de estatura. Tiene los ojos abiertos y la vista clavada en el cielo, en el sol, como si le sorprendiera volver a verlo. Las mejillas ya están medio comidas, y un gusano sigue hurgando, impertérrito, en la nariz, cual obrero del metro que hiciera horas extras. A primera vista no se advierten señales de violencia, aunque no es necesario. La desnudez del cadáver basta para convencerme de que se trata de un asesinato.

El subteniente se da la vuelta y echa a correr hacia el coche patrulla. Abre el maletero y saca una sábana blanca. La desdobla, se acerca, cubre el cadáver y suelta un suspiro de alivio.

– ¿Cómo lo transportamos? -pregunto.

– Muy fácil. Haré venir a Zimios, que tiene una furgoneta con la que transporta mercancías del puerto. Lo difícil será encontrar un lugar donde guardarlo. En la isla no hay instalaciones adecuadas ni material de ningún tipo. Incluso la sábana es de mi casa. Después tendré que tirarla y no sé a qué cuenta meterla para justificar el gasto.

Sus problemas administrativos me traen sin cuidado.

– ¿Dónde están los que encontraron el cadáver?

– Allí.

Señala una construcción de dos pisos a diez metros de las piedras de la playa. En la planta baja hay una taberna. Arriba, cinco o seis habitaciones en fila, con las puertas y ventanas pintadas de azul celeste. Delante de la taberna han dispuesto unas mesas. Un rubito con perilla está sentado en una silla, con los pies apoyados en otra. Lleva el clásico uniforme del turista barato: vaqueros cortos. Por lo demás, está desnudo y descalzo. Sobre la barriga sostiene una guitarra, cuyas cuerdas va arañando, aunque sus rasgueos apenas llegan hasta mis oídos.

– Por suerte, siempre se quedan por aquí. Nunca van a Jora -me informa el subteniente.

– Veamos qué pueden decirnos.

Al acercarnos, veo salir de la taberna a una chica joven, morena, con el cabello recogido muy tirante y reseco por el salitre. Desde esta distancia, no aparenta más de dieciocho años. Lleva el sujetador de un bikini, pantalones cortos y sandalias. Se aposta detrás del rubito y empieza a frotarle la espalda. No sé si le está masajeando o frotándolo para quitarle la mugre, pero él parece disfrutarlo, porque deja la guitarra y levanta la cabeza. La chica se agacha y le da un beso en los labios. Él da por concluido el beso y vuelve a arañar la guitarra, ocupación que, por lo visto, considera más seria.

Me deprimo al pensar que habré de recurrir a mi deficiente inglés para entenderme con ellos. Llegamos a su altura, pero como si no existiéramos. El rubito sigue arañando la guitarra y la chica masajeándole la espalda. De cerca, parece un poquito mayor, sobre unos veinticinco años.

– You found the dead? -pregunto de corrido, porque ya venía ensayando la frase por el camino.

El muchacho alza la vista a medias y me contempla con cierto fastidio, como si hubiese interrumpido una importante conversación con Beethoven. La joven sigue con lo suyo.

– No, Hugo did and then he called us. Anita, would you fetch Hugo, dear?

La chica abandona sus trabajos manuales y va a llamar a Hugo, mientras el rubito vuelve a su guitarra.

Miro al subteniente. Él menea la cabeza con ademán fatalista.

– ¿Qué me va a contar? Yo lo sufro a diario.

– What's your name? -pregunto al de la perilla. Mientras pueda formar frases de esta longitud, todo irá bien. A partir de las cinco palabras, empiezo a trabarme.

– Jerry… Jerry Parker…

Anita aparece en las escaleras que bajan del primer piso, acompañada de Hugo. El tipo mide casi dos metros, tiene la cabeza afeitada, unos bigotes que bajan hasta la barbilla y un pendiente de aro en el lóbulo de la oreja izquierda. Viste una chilaba estampada con ramas: es un drogata. Si llevara una pelliza, sería domador de fieras.

Le hago la misma pregunta para empezar con buen pie:

– What's your name?

– Hugo Hofer.

– You found the dead?

– Yes -responde.

A partir de este momento, empieza lo bueno y lo malo. Lo bueno, porque es alemán y su inglés es peor que el mío, hecho que me sube la moral. Lo malo, porque debido a su pésima pronunciación, no entiendo ni una palabra.

Recurro al subteniente:

– ¿Has entendido algo?

Él se encoge levemente de hombros.

– Ni pío.

– Oigan… Se lo traduzco yo para que lo entiendan -interviene Anita en un inesperado griego impecable.

A punto estoy de darle un par de tortas.

– ¿Eres griega?

– Sí. Anna Stamuli.

Un inglés, un alemán y una griega. Suspiro con alivio para mis adentros. Al menos, en lo que a golfos se refiere, cumplimos los requisitos de Maastricht. Algo es algo.

– ¿A qué esperas para contarnos lo que pasó? ¿Es que quieres que te lo saque a la fuerza? -le pregunto, bastante cabreado.

– Ayer pasamos la noche a la intemperie, por miedo al terremoto. Era imposible acercarse a la playa, las olas eran enormes. A eso de las diez hubo una réplica y, de repente, la montaña se partió en dos. Jamás había visto nada igual. Llegamos a temer que nos aplastara de un momento a otro. Por suerte, nos salvamos por los pelos. Esta mañana, a eso de las nueve, Hugo se marchó con la moto hasta Jora para ver qué había pasado. A los dos minutos volvió y nos pidió que lo acompañáramos. Fuimos y vimos el cadáver. Luego Hugo se acercó con la moto a la comisaría, para avisaros. Esto es todo.

Claro y conciso, ni una palabra de más.

– Tenéis que venir a comisaría a prestar declaración -indico.

– Ya veo, me toca hacer de intérprete. Aunque no sé de qué va a servir. Ese hombre lleva más de tres meses muerto. -Me mira a los ojos y esboza una sonrisa irónica-. Si se ha fijado en su cuello, habrá visto que hay señales de lucha -añade.

– ¿Cómo lo sabes? -pregunto curioso.

– Estudio medicina en Londres. Jerry es matemático, es mi pareja. A Hugo lo conocimos aquí. Está haciendo su doctorado en filosofía y vino a la isla en busca de soledad.

– ¿Por qué no has dicho que eres griega desde el principio?

– Porque me he dado cuenta de cómo nos miraba. Seguro que pensó que éramos unos drogadictos.

Mantiene la misma sonrisa irónica. Sabe que me ha pillado en falta y me mira por encima del hombro.

– Ven a señalarme las marcas -respondo-. Después, tú y el alemán nos acompañaréis a comisaría para la declaración.

– Hugo, they want you to sign a statement. I'll show them the scars on the neck of the body and then I'll go with you.

– Okay -dice el filósofo-domador de fieras.

Emprendemos el camino de vuelta a la montaña desmoronada. El agente, apoyado en el árbol donde se había limpiado las manos, fuma de espaldas al cadáver. Me acerco y retiro la sábana.

– Muéstramelas.

Ella se arrodilla junto al cuerpo.

– Aquí, ¿lo ve? -señala.

Me agacho para mirar. Es cierto: en el lado izquierdo del cuello, el que da hacia la montaña, se ven algunos arañazos, casi imperceptibles. Trago saliva y me enojo conmigo mismo. Al haberle encontrado desnudo, he dado por sentado que se trataba de un asesinato y no he investigado más. Debo reconocer que la chica tiene razón, pero su expresión me irrita y me callo.

Se oye el petardeo de una moto que viene a detenerse detrás de nosotros. Me vuelvo y veo a Hugo montado en una motocicleta antigua, de las que usaban los alemanes en la segunda guerra mundial. Sin duda, debió de heredarla de su abuelo nazi.

– Podemos ir en coche. Estarás más cómoda -propongo a la chica.

La misma sonrisa irónica.

– Prefiero la moto. Si os acompaño en el coche patrulla, los del pueblo pensarán que me habéis detenido por consumo de drogas.

Se sienta detrás del alemán y la moto arranca con un ruido ensordecedor.