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Capítulo 49

Me pregunto si he jugado bien mis cartas. El problema es que sólo tenía dos: la fotografía y la hoja de la agenda de Kalia. Me faltaba el as, y he tenido que usar la baza de los sondeos. Si el ministro se ha tragado el anzuelo, su reacción lo delatará. Estoy seguro de que estuvo con Kalia la noche en que ella murió. La versión del oficial de guardia de la comisaría de Níkea, según la cual el acompañante de Kalia era un yonqui que se asustó y decidió borrar sus huellas, no me convence en absoluto. A un yonqui no se le ocurriría limpiar la copa y la botella ni quitar la foto de su marco, sino que saldría huyendo a ciegas, tropezando con los muebles. Sólo una mente serena que tiene en cuenta las consecuencias se entretendría en borrar huellas. Y la mente serena fue la del ex ministro, no la de algún drogata atolondrado.

«Cópula.» Según el Liddell-Scott, existen tres acepciones: «1. Encuentro, atadura, ligazón de una cosa con otra. / 2. Unión sexual, acción de copular. / 3. Término que une al sujeto con el atributo».

«Unión sexual, acción de copular», por lo tanto. No creo que el ex ministro se juntara con Kalia para ligar una cosa con otra ni para construir una frase. Buscaba la unión sexual y su perfeccionamiento en las ciencias del coito.

El Diccionario hermenéutico de términos hipocráticos ofrece una sola acepción: «contacto carnal. IX. Epístola 23, pág. 398:… ministerio copulativo…».

Me quedo prendado del ejemplo. Si Hipócrates hubiese añadido la palabra «ex» en su epístola, «ex ministerio copulativo», habría demostrado ser adivino además de médico.

Me tiendo en la cama rodeado de mis diccionarios para relajarme, pero no dejo de pensar en el ex ministro. Me pregunto cuál será su próximo movimiento. Probablemente se pondrá en contacto con Arvanitaki para pedirle que elimine las pruebas de los sondeos. Si Petrulias estuviera vivo, hablaría con él directamente, pero esa puerta ha quedado cerrada. No creo que conozca a Karamitri, puesto que Kustas la mantenía en la sombra, de manera que intentará solucionar el problema por sus propios medios y meterá la pata. Porque, desde el momento en que trate de destruir las pruebas, quedará patente que conocía los tejemanejes de Kustas, con quien había contraído una deuda por haberle conseguido altos índices de popularidad.

Considero la idea de intervenir los teléfonos del ex ministro, el de su casa y el de su despacho. Si decide ponerse en contacto con Arvanitaki, no se atreverá a presentarse en su oficina, sino que lo hará a través del teléfono. No obstante, la idea queda descartada, porque tendría que solicitar permiso para intervenir la línea de un sospechoso, algo que no me concederían en la vida. Prefiero esperar un par de días y después pedir una orden de registro de las oficinas de R.I. Helias. Esta mañana Arvanitaki me dijo que guarda los informes en sus archivos. Si no los encontramos, significará que ha hecho el favor de destruirlos. En tal caso, el ex ministro estará con el agua al cuello. Rezo para que actúe enseguida, porque mañana por la mañana tendré que presentar a Guikas las pruebas encontradas en el almacén de Kustas y, a partir de ese momento, sólo dispondré de unas pocas horas antes de que archive el caso.

He de levantarme de la cama para abandonar estos pensamientos. Adrianí está en la cocina, rodeada de tomates y pimientos decapitados y dispuestos simétricamente, un tomate, un pimiento, color rojo, color verde. Delante tiene una ensaladera con el relleno. Toma un pimiento, lo llena y luego vuelve a colocar la parte superior. A continuación repite el proceso con un tomate. Trabaja a una velocidad sorprendente, como si hubiera aprendido el oficio en una línea de montaje industrial.

– ¿Ya estás preparándolos? -pregunto.

Levanta la cabeza y me sonríe.

– Sí. Mejor dejarlos reposar una noche, así absorben mejor el aceite. Mañana haré el lucio a la espetsiota.

– ¿También pescado?

– No vamos a servir un solo plato. ¿Quieres que nos tome por tacaños?

Claro. Como tampoco le ofreceremos el tradicional sobre, podríamos quedar mal. Adrianí vuelve a su línea de montaje y la observo mientras rellena tres pimientos y dos tomates. En ésas estamos cuando nos interrumpe el teléfono. Contesto desde la sala de estar y descubro que es Kula.

– Señor Jaritos, el director quiere que se persone en el despacho del secretario general a las siete en punto.

Me sorprende, ya que no veo al secretario general del Ministerio más de un par de veces al año.

– ¿Ha comentado el motivo?

– No. Sólo ha dicho que vaya usted allí.

– Bien, Kula, muchas gracias.

Cuelgo el teléfono y trato de ordenar mis pensamientos. Que soliciten mi presencia a las siete de la tarde no es buena señal. Voy al dormitorio y saco del cajón de la mesilla tres sobres: el que contiene los negativos de las fotografías del ex ministro y los otros dos. Mejor me los llevo, nunca se sabe.

– He de salir -aviso a Adrianí, de camino ya hacia la puerta.

– Dime a qué hora piensas volver para tenerte preparada la cena.

– No lo sé. Me ha llamado el secretario general.

Son casi las seis y media, hora punta. El lento avance del tráfico me sienta fatal, porque me deja tiempo para pensar en la reunión. Si sólo quisieran información, Guikas habría encontrado el modo de excluirme de esta visita, ya que le preocupa conservar el monopolio de los contactos con la dirección política del Ministerio. ¿Querrá asegurarse de que no hemos logrado avances sustanciales en el caso Kustas para tener la excusa de cerrarlo? En ese caso, a Guikas le conviene mi presencia como chivo expiatorio: ya que no he conseguido solucionar el caso, a él no le queda más remedio que archivarlo. Yo aparezco como un inútil, ellos cumplen con su deber y… asunto concluido. La idea no me gusta en absoluto pero no veo qué puedo hacer. A fin de cuentas, sigo sin encontrar al asesino. Si hubiera seguido el consejo de Stellas, de la Brigada Antiterrorista, yo mismo habría archivado el expediente y ahora no tendría que cargar con este fracaso.

Encuentro a Guikas acomodado en uno de los sillones de la antesala del secretario general y me siento a su lado.

– La has cagado -sisea como una serpiente, fulminándome con una mirada venenosa.

– ¿Yo? ¿Qué he hecho yo?

– Ya te enterarás. Sólo te digo una cosa: no puedo respaldarte en esto. Tendrás que arreglártelas por ti mismo.

No me da tiempo a responder: la puerta se abre y una secretaria nos invita a pasar.

El despacho del secretario general del Ministerio parece haber sido decorado con objetos de segunda mano, como si hubieran renovado el del ministro y destinado los muebles viejos al secretario. Se trata de un espacio relativamente pequeño y abigarrado. El secretario, que parece atrapado detrás de su enorme escritorio, no se levanta ni tiende la mano para saludarnos, sino que se limita a señalar los dos sillones colocados frente al escritorio. Guikas se sienta con el cuerpo vuelto hacia el secretario, casi dándome la espalda.

El ataque frontal se inicia con una salva de artillería pesada.

– Señor Jaritos, siempre lo he tenido por un oficial muy eficiente, pero hoy me ha defraudado.

– ¿Por qué razón, señor secretario?

– ¿Quién le ha dado permiso para chantajear a un miembro del Parlamento, a un ex ministro, ni más ni menos? ¿Quién se lo ha autorizado?

– Puntualicemos: no lo he chantajeado.

– Le amenazó para conseguir información. Si deseaba conocer la índole de su relación con Konstantinos Kustas, podría habérselo preguntado al señor Guikas o incluso a mí mismo. El pobre hombre temblaba de indignación cuando me llamó para asegurarme que sólo conocía a Kustas por frecuentar su restaurante. Ha decidido presentar una interpelación al Parlamento, solicitando que el ministro explique su comportamiento.

¡Qué hijo de puta! En cuanto se aseguró de que no habían más fotos incriminatorias, llamó al secretario general para evitar que siguiera incordiándolo.

– ¿No le comentó nada de la fotografía? -pregunto como por casualidad.

– ¿Qué fotografía?

Saco los tres sobres del bolsillo. Separo el que contiene la película y se lo doy al secretario general. Los otros dos me los reservo, para no quemar todos los cartuchos de una sola vez. El secretario sostiene la película a contraluz para examinar los negativos, y al instante deja caer la película como si le quemara los dedos.

– ¿Qué es esto? -pregunta.

– Los negativos de unas fotografías en las que aparece el señor ex ministro en la cama con una de las chicas que trabajaban en Los Baglamás, uno de los clubes de Kustas. Las encontramos en un almacén donde Kustas guardaba sus archivos secretos. La chica murió de una sobredosis, y tengo razones para suponer que el señor ex ministro estaba con ella en el momento de su muerte.

– ¿Cree que la mató él?

– Aún no tengo pruebas en este sentido. No obstante, Kustas chantajeaba al señor ex ministro, y ésta es la otra razón por la que quise hablar con él.

– ¿Por qué lo chantajeaba? ¿Qué tenía contra él?

– Kustas utilizaba sus establecimientos como tapadera para dedicarse al blanqueo de dinero. -Le expongo la defensa en zona alineada por Kustas. Guikas se ha vuelto noventa grados y me observa con los ojos entornados. Sé que me guardará rencor hasta el día de mi jubilación, pero por el momento ésta es la menor de mis preocupaciones. El secretario general ha apoyado la barbilla en las manos y ha cerrado los ojos.

– Y hay más -añado y le sirvo los otros dos sobres de postre.

Abre los ojos con dificultad y escoge el sobre mayor, el que contiene los documentos de la cesión del piso. Al ver el nombre del diputado, que es de su mismo partido, ya no sabe qué hacer con los papeles y se los da a Guikas. Luego abre el sobre con las dos fotografías de la isla, que enseguida entrega también a Guikas. Son como dos amiguetes que se van pasando las instantáneas de las últimas vacaciones, primero uno y luego el otro.

– ¿Qué significa todo esto? -pregunta el secretario general.

– La primera es una foto de la isla donde fue asesinado Petrulias. En la segunda aparece el lugar donde enterraron su cadáver. En cuanto a su significado, estoy convencido de que fue Kustas quien ordenó la muerte de Petrulias. Alguien más estaba al corriente y lo chantajeaba. Por eso llevaba quince millones la noche de su muerte.

– ¿Quién lo chantajeaba?

– Todavía no lo sé. Quizá los mismos asesinos, para sacar dinero. Quizá la rubia que acompañaba a Petrulias, cuya pista se ha perdido.

– ¿Desde cuándo dispone de estos datos?

– Desde anteayer por la tarde.

– ¿Por qué no informó enseguida a su superior? Encontró pruebas que implican a personalidades políticas y las guardó en secreto.

– Además, ya te había advertido que no hicieras ningún movimiento sin informarme antes -añade Guikas, hundiéndome más en mi tumba.

– Sólo hace dos días que las encontré. Pensaba entregárselas.

– Las entrega hoy, porque lo he convocado y tiene que salir del aprieto. De lo contrario, tal vez las habría retenido un par de semanas más.

Éste es mi punto débil. Debí informar a Guikas enseguida pero decidí correr un riesgo y ahora tengo que pasar auténticos apuros para salir indemne. Hasta el momento, yo era la estrella de la representación, el equivalente a Karteris, el cantante de Los Baglamás. Ahora estoy a punto de convertirme en el equivalente de Kalia para el departamento.

– Quise investigar los datos antes de presentar un informe completo al señor director.

– ¿Cómo pensaba llevar a cabo sus investigaciones? ¿Chantajeando también al diputado que recibió el piso de Kustas?

– Me han asignado dos asesinatos, además de un negocio de blanqueo de dinero. Creí que mi deber era resolverlos.

– Su deber consiste en informar a sus superiores cuando sus investigaciones conciernen a personalidades políticas. Su deber consiste en pedir instrucciones. Hace muchos años que pertenece al cuerpo, sabe perfectamente cuáles son las normas. Usted tomó iniciativas sin informar a nadie, un comportamiento muy poco profesional, teniente.

– Los constructores del Titanic eran también profesionales, señor secretario general, pero el mundo lo salvó Noé, un simple aficionado.

Su tez adquiere una tonalidad verdosa que recuerda las manzanas ácidas.

– Entregue los expedientes al señor Guikas -me ordena, conteniendo la ira-. Considérese apartado del servicio. Deberá someterse a un consejo disciplinario por haberse excedido en sus funciones.

– No he cometido ningún exceso. Si investigo dos asesinatos relacionados entre sí, me considero en la obligación de analizar todas las posibilidades.

– Desde luego, pero también tiene la obligación de actuar dentro de los límites de sus funciones. Usted no es Noé y nosotros no hundiremos el arca para complacerlo. Hemos terminado.

Claro que hemos terminado. Ya han visto los negativos, los documentos y las fotografías de la isla. ¿Qué más podrían decir? Me levanto y me encamino a la puerta sin pronunciar palabra. Los del comité disciplinario pensarán que estoy loco. Yo mismo me he puesto la soga al cuello, en lugar de haber entregado las pruebas -y la responsabilidad- a Guikas. Así habría actuado cualquiera para dormir con la conciencia tranquila. Basta con dar un paseo por los archivos para ver la montaña de casos sin resolver y admitir que soy un idiota.

– Quiero los expedientes en mi escritorio el lunes por la mañana -oigo la voz de Guikas a mis espaldas.

No contesto, ni le miro siquiera. Abro la puerta y salgo del despacho.