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Capítulo 50

Desde anoche me atormenta un dilema: ¿debo contarles a Adrianí y a Katerina que me han apartado del servicio? Por lo general, compartir un problema con alguien es como pedir un préstamo: de momento representa un alivio, pero después hay que pagar a plazos la ayuda recibida. Si confieso en qué trance me hallo, sin duda me sentiré mejor, pero Adrianí se pondrá en pie de guerra para evitarme un posible infarto y me someterá a una auténtica represión. Además, existen otros argumentos adicionales a favor del silencio: Katerina vuelve a Salónica mañana por la noche y no quiero que se preocupe por mí. Al margen de eso, Uzunidis viene a comer hoy sábado, porque mañana estará de guardia en el hospital, y no me parece correcto que le recibamos con un humor más propio de un velatorio.

Sin embargo, todas estas dudas no hacen sino aumentar la rabia que siento. Con los datos que tanto me costó reunir, el secretario general tiene a los dos políticos contra las cuerdas. Evitará que el ex ministro presente su interpelación al Parlamento y, de propina, lo contentará habiéndome apartado del caso. Los políticos cambian de chaqueta, en lugar de ser esclavos de Kustas pasarán a depender del secretario. Me pregunto qué será peor para ellos. Hasta podrían seguir manipulando sus índices de popularidad, para utilizarlos como armas de mayor envergadura. Guikas cierra el caso y se afianza en su carrera hacia el ascenso. En cuanto a mí…, lo dicho, me convertiré en la Kalia del departamento. Tendré que llevar mi cruz hasta el fin, como Kalia tuvo que cargar la suya.

– ¿No te vistes? Son las once. -Adrianí ha aparecido en la puerta del dormitorio. A primera hora de la mañana ya se puso de punta en blanco, como si pensara ir a misa.

– ¿A qué hora viene?

– No concretamos la hora. ¿Piensas recibirlo en pijama?

Me levanto de mala gana y Adrianí lo advierte.

– ¿Qué te pasa? -pregunta alarmada.

– Nada. La pereza del fin de semana.

– Vístete y ven a la cocina a probar el pescado.

– ¿Por qué? ¿Si no me gusta prepararás otro?

– Ay, qué listillo -dice y se va riéndose.

Elijo una camisa limpia, los pantalones de mi traje de vestir y un jersey. No pienso ponerme corbata en honor a Uzunidis. Además, lo más probable es que el comité disciplinario me proponga aceptar una jubilación anticipada para no mancillar mi expediente, de modo que podré prescindir para siempre de los trajes y las corbatas, que odio.

Me afeito rápidamente y me encamino a la cocina, donde me espera Adrianí con un café, tenedor en ristre.

– Prueba esto.

Se le ha ido la mano con la pimienta, pero si se lo digo sufrirá una crisis.

– Delicioso.

– Pero ¿qué pintas son éstas?

Me vuelvo y veo a Katerina vestida con tejanos, un jersey, zapatos planos y sin maquillar.

– ¿Qué pinta tengo? -pregunta a su madre.

– ¿No podías ponerte un vestido?

– ¡Papá, te has olvidado de comprarme el traje de lentejuelas!

Me echo a reír a pesar de mi mal humor.

– ¡Sois insoportables! -protesta Adrianí-. Al menos, tú eres un hombre. Pero mi hija… No sé cómo logra enamorar a los chicos.

A las doce y cuarto suena el timbre. Adrianí me agarra de la mano y me arrastra hasta la sala de estar, donde ha puesto la mesa. Mantel blanco, la vajilla buena que nos regaló mi madrina cuando nos casamos, las copas que ganamos a mitad de precio gracias a los cupones del diario, todo dispuesto con tanta simetría como si mi mujer hubiese medido las distancias con una regla. Sólo los cubiertos son los de diario. Hace años que Adrianí insiste en comprar una cubertería buena, pero yo siempre me he hecho el longuis. Ésta sería la ocasión ideal para machacarme con el tema, pero Adrianí está tan ansiosa por recibir a Uzunidis que ni se le ocurre.

Katerina lo acompaña hasta la sala de estar y allí lo suelta con un «pasa, ya conoces a mis padres», antes de dirigirse a la cocina para dejar la tarta que ha traído el médico.

El recibimiento sería mucho más breve si Adrianí no empezara con sus «por fin» y sus «cuánto nos alegramos», como si hubiésemos estado toda la vida agonizando por su ausencia. Cuando me llega el turno de saludarlo, ambos estamos más tiesos que un palo. Él recuerda mi expresión en la consulta, yo recuerdo la suya, y al final sonreímos algo cohibidos.

Al principio la conversación se desarrolla torpe y entrecortada, y nos limitamos a comentar los caprichos del tiempo, tema en el que nos ponemos inmediatamente de acuerdo, por lo cual callamos. Después Uzunidis habla del tráfico, que siempre es pesado los sábados por la mañana, porque los atenienses salen a comprar zapatos. Todos nos reímos a la vez y volvemos a callar. De repente, el esfuerzo de comportarme como un buen anfitrión me resulta insoportable y siento que me abandonan las fuerzas. Menos mal que pronto nos sentamos a la mesa, llega el lucio y empiezan los cumplidos. Uzunidis dice que sus padres viven en Veria, en el norte, que él está solo en Atenas, que echa mucho de menos la comida casera… Adrianí le dirige una sonrisa radiante y se olvidan de mí.

Tal vez no me preocuparía tanto de no ser por los dos miembros del Parlamento. Nadie te sanciona ni te obliga a aceptar la jubilación anticipada por excederte en tus funciones. Exceso que, en realidad, no debería calificarse como tal. En el curso de mi investigación de dos crímenes, interrogué a un diputado que andaba metido hasta el cuello en el asunto. ¿En qué consiste mi presunto exceso? Lo malo es que no sé hasta dónde está dispuesto a llegar el secretario general. Si me ha apartado del caso para darle carpetazo sin problemas, mi posición no es tan mala y seguramente me libraré con una amonestación verbal. En cambio, si pretende aprovecharse del punto débil de los políticos, me obligará a retirarme para que estén en deuda con él. ¿Cómo vamos a subsistir con mi mermada pensión? La casa, el alquiler, los estudios de Katerina, que aún tardará al menos un par de años en terminar su doctorado… ¿Qué le diré a mi hija? ¿Tienes que abandonar los estudios porque tu padre es un cretino que decidió meterse con los políticos para descubrir el asesino de un tal Kustas, propietario de una lavandería de dinero? Menuda pérdida. El que lo mató en realidad nos hizo un favor a todos. Tendré que buscar trabajo en una de esas agencias de guardias de seguridad privados que contratan a ex policías, y acabaré protegiendo la casa del Kustas de turno.

– ¡Papá!

Desde luego, más vale que no cuente con el apoyo de Guikas, porque me he ganado su enemistad. Si lo tuviera de mi parte, tal vez intercedería a mi favor. Es evidente que desde su puesto se halla en disposición de ejercer cierta influencia.

– Papá, ¿no oyes? ¡Te están hablando!

Aparto la mirada de mi plato y veo tres pares de ojos que me observan fijamente. Adrianí me está fulminando con una mirada de mamá que regaña en silencio a su hijo por los malos modales que muestra en la mesa. Katerina espera a salir de su sorpresa para enfadarse después. Sin embargo, la mirada más sobrecogedora es la de Uzunidis, que me contempla con la misma expresión helada del día de mi revisión médica, como si deseara despacharme rápidamente para no verme más. Lo he estropeado todo. Ahora ya habrá llegado a la conclusión de que me cae mal y de que soy tan grosero que no tengo el menor empacho en demostrárselo en mi propia casa. Después no habrá quién convenza a Katerina de que la frialdad en el trato nace de él y no de mí.

– Lo siento, ayer ocurrió una cosa en el trabajo que me tiene preocupado.

– Tú siempre pensando en el trabajo. -Adrianí inicia las hostilidades-. ¿No podrías ser más amable con nuestros invitados? ¿Qué ha pasado esta vez? ¿Se te escapó alguna menudencia?

De pronto siento que me ahogo. Todo me ahoga: el secretario general, Guikas, el ex ministro y sus fotos de pacotilla, el dinero blanqueado por las mafias y que a nadie le importa un pito, la injusticia de mi situación…, todo. Es como si una mano me apretara el cuello. Si no grito, creo que moriré asfixiado. Mi voz, sin embargo, no sale con la fuerza de un grito, sino con la dificultad del estertor.

– Me han apartado del servicio.

Oigo una especie de campanilla. Es el tintineo que produce el tenedor de Adrianí al caérsele en el plato. Uzunidis se vuelve para dirigir a Katerina una mirada en la que la inquietud ha sustituido a la gelidez. Quizá tema que se desmaye, pero mi hija es la más fuerte de todos nosotros.

– ¿Cómo ha sido? -pregunta tranquilamente-. ¿Por qué te han apartado del servicio?

En alguna parte oí que el elefante es el animal más lento, hasta que echa a correr. A mí me sucede lo mismo. Primero, me reprimía para no hablar, pero en cuanto abro la boca, ya no hay quien me pare. Empiezo por el cadáver de Petrulias en la isla y termino con mi visita al secretario general. Mi confesión confirma la validez de esa famosa frase policial: habla, te encontrarás mejor. Cuando termino, me siento tranquilo y aliviado.

– ¿Te han apartado del servicio por haber interrogado a un diputado? -pregunta Katerina, incrédula.

– A un ex ministro.

– Aunque sea un ex ministro.

– Ya decía yo que bajo la Junta se vivía mejor -irrumpe Adrianí-. Al menos, entonces el Estado respetaba a la policía.

– ¡Piensa antes de hablar, mamá! -grita Katerina, indignadísima-. No la respetaba. ¡La usaba para torturar a la gente!

– ¿Acaso tu padre torturó a alguien, alguna vez? -La pobre imagina que si lo hubiera hecho se lo diría.

– ¿Qué tiene que ver esto?

– Sí tiene que ver. Por eso lo han apartado del servicio.

– La Junta nada tiene que ver con eso -dice Uzunidis en tono sereno, y se dirige a mí-: ¿Sabe? Cuando entré a trabajar en el hospital, todos mis compañeros se desvivían por ayudarme. Yo estaba en la gloria. Sin embargo, al cabo de seis meses empezaron a distanciarse; me evitaban, chismorreaban a mis espaldas y me miraban de soslayo. Yo me devanaba los sesos para adivinar la causa, hasta que un día el director me llamó a su despacho y me preguntó si aceptaba sobres de los pacientes. Entonces imaginé que ésa era la razón de mi aislamiento: «El que diga que acepto sobres, es un embustero», protesté indignado. «Haces bien en no aceptarlos», respondió el director, «pero haces mal en presumir de ello. Más vale que piensen que los aceptas.»

– ¿Te pidió que rechazaras el dinero pero que fingieras que lo aceptabas? -pregunto estupefacto.

– Lo mismo pregunté yo. ¿Sabe qué me contestó? «Te lo digo por tu propio bien. Si no, te harán la vida imposible y acabarán pagándolo tus pacientes.»

– ¿Qué hiciste? -pregunta Katerina.

– Una pequeña variación sobre el tema -responde él riéndose-. Sigo rechazando dinero bajo mano y guardo silencio sobre el tema. Sencillamente, les dejo suponer que acepto esos dichosos sobres.

Yo nunca llegué a comprender lo que el médico dedujo en tan poco tiempo: que la diferencia no se establece entre lo moral y lo inmoral, sino entre las apariencias. El ex ministro cobraba de Kustas pero lo disimulaba. El médico no cobra de los pacientes pero finge que sí. El primero aparenta ser moral, el segundo aparenta ser inmoral. También yo debí pretender que no había descubierto el papel del ex ministro en la empresa de blanqueo de dinero, así adoptaría la imagen de un policía sensato y fuera de problemas.

Adrianí, que había estado conteniendo el llanto, se levanta de repente y sale de la habitación. Sé que irá a la cocina para llorar a sus anchas. En realidad, no la angustian tanto los problemas que esta situación conlleva como la injusticia de la que he sido objeto. Quiero salir tras ella para consolarla pero Katerina me retiene.

– Déjala, es mejor que se desahogue -dice.

En efecto, vuelve poco después con una sonrisa en los labios. Debe de haberse lavado la cara, porque no hay huellas de lágrimas. Lo mejor de mi confesión es que el ambiente resulta mucho más relajado y pronto nos encontramos inmersos en una conversación animada. Cuando hacia las seis de la tarde el médico y Katerina deciden salir a dar una vuelta, ya hemos intercambiado promesas de no dejar de vernos cuando ella se vaya. Me equivoqué con el ex ministro y me equivoqué con el médico. Los subestimé a los dos. Adrianí va a la cocina y Katerina se prepara para salir.

– ¿Qué edad tiene ese secretario general que te ha apartado del servicio? -pregunta Uzunidis cuando nos quedamos solos.

– Unos cuarenta y cinco.

– Tuve un profesor de psiquiatría en la universidad. ¿Sabes qué nos decía?

– ¿Qué?

– Pobres de nosotros cuando la generación contraria a la Junta empiece a operar. Ahora sé que se equivocaba.

– ¿Por qué?

– Porque la generación contraria a la Junta nunca se ha dedicado a la medicina, sino a la política. Éste es nuestro drama.

No sé a qué drama se refiere. Entonces les pegábamos nosotros, ahora nos pegan ellos. Esto es todo.