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Lukía Karamitri, reclinada en el respaldo de su asiento y con la boca entreabierta, parece contemplar por el parabrisas las copas de los pinos que bordean ambos lados de la carretera hasta perderse en el horizonte. Su pecho opulento casi roza el volante, mientras que la mano derecha cae lacia sobre el asiento del acompañante. Está vestida con sencillez, blusa amarilla, falda azul y una cazadora roja, como si se hubiera preparado apresuradamente para acudir a una cita inesperada. Inclinado sobre su cuerpo, Markidis la está examinando.
– ¿Qué hay? -le pregunto.
– Tómatelo con calma, acabo de empezar.
Le dejo realizar su trabajo. Unos veinte metros más allá veo el coche patrulla aparcado y en la otra cuneta a un chico de unos veinte años, apoyado en una moto de gran cilindrada. Lleva una cazadora de cuero negro, pantalones de cuero negro y botas de cuero negro. Si no fuera por las gafas negras, lo habría confundido con un sillón de oficina. Al verme, se separa de la moto y me sigue hacia el coche patrulla.
En el asiento posterior está la chica, que apenas habrá cumplido los veinte, ataviada también con una armadura negra. Quizá les hagan descuento por comprar dos prendas iguales de cada. Está estrujando un cigarrillo entre los dedos. Con gesto nervioso se lo lleva a la boca, aspira el humo con fuerza y mira la brasa para comprobar cuánto se ha consumido.
– ¿La encontraste tú? -pregunto.
Asiente con un gesto y empieza a temblar, a punto de estallar en un llanto histérico.
– ¡Tranqui, tía! -grita su amigo-. Vamos, suelta el rollo a ver si terminamos de una vez.
– Llévatelo de aquí -ordeno al agente que ocupa el asiento del acompañante.
Le he alegrado el día. Sale del coche, agarra al chico del hombro y empieza a empujarlo con violencia.
– ¿Cómo te llamas? -pregunto a la chica.
– María… María Stazaki.
– Cuéntame cómo fue, María. Tranquila, tómate el tiempo que precises. Después podrás irte.
Vuelve a fumar con nerviosismo y a examinar la punta del cigarrillo.
– Stratos y yo íbamos a Oropós para tomar el barco -susurra-. Se me ocurrió pasar por Varibobi, porque el bosque es precioso por la mañana. Nos perdimos y no sabíamos volver a la nacional. Vimos el coche aparcado y Stratos me pidió que fuese a preguntar. La mujer estaba… como la ha visto. Golpeé la ventanilla con los nudillos, pero ella no volvió la cabeza. Me pareció extraño.
Empieza a temblar otra vez y se echa a llorar. Temo que no podrá seguir hablando, pero ella consigue farfullar:
– Pensé que le pasaba algo y abrí la puerta del coche… Le toqué el hombro, pero no se movió… Entonces… vi el agujero en la sien. -Solloza violentamente.
– Y te diste cuenta de que estaba muerta.
Asiente con la cabeza.
– Llamé a Stratos. Él también vio que estaba muerta y llamó a la policía.
– ¿Cómo llamó?
– Con el móvil.
– Tranquilízate, María. Ya hemos terminado. Hablaré un momento con tu amigo y podréis marcharos.
Enciende otro cigarrillo. El chico se ha subido a la moto, ha puesto el motor en marcha y se dispone a esfumarse. Mentalmente, nos maldice por haberle tratado con brusquedad.
– ¿A qué hora llamaste a la policía? -pregunto.
– Serían las nueve y media.
– ¿Cuánto rato después de haber descubierto el cadáver?
– No miro el reloj cada dos minutos -responde con aire provocador.
– ¿Cinco minutos? ¿Diez? ¿Una hora?
– Unos diez minutos.
– ¿Visteis pasar a alguien mientras estabais aquí?
– ¿A quién?
Me dan ganas de abofetearlo.
– No sé, precisamente por eso te lo pregunto. Un paseante, un coche, una moto, cualquier cosa móvil que no fuera tu teléfono.
– No vimos a nadie, esto estaba desierto. ¿A quién se le iba a ocurrir pasearse por el bosque a esas horas? Sólo a nosotros. -Y a Karamitri, que acabó con un agujero en la cabeza, pienso-. Aunque recuerdo haber visto un coche de camino hacia aquí.
– ¿Iba o venía?
– Iba en dirección a Atenas. Un Toyota Corolla. Nos lo encontramos a unos quinientos metros de aquí.
– ¿Te fijaste en la matrícula?
– No.
– ¿En el conductor?
– Sí.
– ¿Quieres contármelo de una vez? -le digo, enfadado.
– Lo vi bien porque conducía con la ventanilla bajada. Un tipo de cabello blanco.
– ¿Blanco? -Lambros Mandás, el portero de Los Baglamás, me había dicho que el asesino de Kustas tenía el cabello blanco-. ¿Le viste la cara?
– No me dio tiempo. En cuanto nos divisó pisó el acelerador y desapareció.
Llamo a uno de los agentes del coche patrulla.
– Toma sus datos para que vengan a Jefatura a prestar declaración. Después pueden irse.
Si no se trata de una mera casualidad, el asesino de Kustas y el de Karamitri son la misma persona. El hecho de haber acelerado cuando vio a la pareja refuerza esta posibilidad.
Markidis ha terminado y está recogiendo sus bártulos.
– ¿Qué hay? -pregunto.
– Le dispararon a quemarropa en la sien derecha. ¿Ves? -Se inclina para señalarme el orificio de la bala. Ha quedado la huella de la boca del cañón. El agujero es redondo y el cabello de alrededor aparece seco y chamuscado. A simple vista se aprecia la grasa negra de la bala, que salió por la sien izquierda, chocó contra el cristal de la ventanilla y rebotó. La encontraréis dentro del coche.
– ¿Cuándo murió?
– Hace un par de horas, como máximo.
Consulto el reloj. Son las once.
– ¿Hay señales de lucha?
– No.
– ¿Qué tipo de arma emplearon?
– A primera vista, diría que una treinta y ocho. Te lo confirmaré después de la autopsia.
A lo lejos aparece la ambulancia que viene a llevarse el cuerpo. Aparca junto al coche patrulla, y los dos enfermeros se acercan empujando la camilla. Llamo a Dimitris, de Identificación.
– Buscad la bala, tiene que estar dentro del coche.
Si la mataron con una 38, el asesino de cabello blanco es el mismo que acabó con Kustas. Sin embargo, en vez de resolver el enigma, esta posibilidad lo complica aún más. El tipo se cargó a Kustas porque era el cerebro de la operación. ¿Por qué eliminar a Karamitri? Hay algo que no acaba de encajar en toda esta historia. Aunque, si fue el mismo que mató a Petrulias, es posible que se trate de una operación de limpieza para borrar huellas. Pero esto sólo nos lo confirmaría el propio asesino o la rubia que acompañaba a Petrulias, que ni sabemos quién era ni dónde se encuentra.
La ambulancia se aleja y se cruza con un Nissan plateado que se detiene delante de mí. Se abre la puerta y aparece Kosmás Karamitris.
– Me avisaron hace media hora. ¿Es verdad? -pregunta alarmado.
– Sí. Alguien disparó a su esposa a bocajarro. ¿Dónde lo han localizado?
– En mi despacho.
– ¿A qué hora se marchó esta mañana?
– A las ocho y media, como siempre.
– ¿Su mujer estaba en casa?
– Sí, aún no se había levantado.
El asesino, pues, sabía los horarios de Karamitris o bien lo vigiló para controlar cuándo se iba de casa. Después, llamó a su mujer y la citó aquí. ¿Por qué salió Lukía Karamitri al encuentro de un desconocido? ¿O acaso conocía al asesino, como en el caso de Kustas? Si así fuera, estaba más involucrada en sus negocios de lo que quiso reconocer.
Dimitris se acerca con una bolsita de plástico que contiene una bala.
– La hemos encontrado, teniente. Es del calibre treinta y ocho. Seguro que es la misma arma con la que liquidaron a Kustas.
– ¿A Kustas? -interviene Kosmás Karamitris, sorprendido-. ¿Qué están diciendo? ¿Que a mi mujer la mató la misma persona que asesinó a Kustas?
No contesto porque, de repente, se me ocurre una nueva posibilidad. ¿Y si estuviera equivocado? ¿Y si el que mató a Kustas y a Lukía Karamitri no fuera de la mafia sino un tercero a quien le convenía quitarlo de en medio? Con la excepción de la muerte de Kalia, que tal vez fue casual, al margen de que el ex ministro estuviera con ella o no, los otros dos crímenes fueron cometidos siguiendo el mismo patrón.
– Quisiera que me acompañara a mi despacho -indico a Karamitris-. De todas formas, tiene que prestar declaración.
– Me han dicho que vaya al depósito de cadáveres para identificar el cuerpo.
– Eso no corre prisa, es un simple trámite. Además, ya lo he reconocido yo.
Me mira extrañado pero no puede negarse.
– Vámonos -accede.
– ¿Le importaría que primero registrásemos su casa?
Esto ya empieza a mosquearlo más.
– ¿Me consideran sospechoso? -pregunta.
Me encojo de hombros.
– En los casos de asesinato, el entorno inmediato de la víctima siempre se considera sospechoso hasta que se demuestra lo contrario -contesto sin precisar más-. Si acepta el registro voluntariamente, significará que no tiene nada que ocultar.
Vacila un poco y al final termina aceptando.
– De acuerdo, pero quisiera estar presente.
Reúno a Vlasópulos y a Dermitzakis, que fueron a buscar posibles testigos presenciales, un trámite que ha resultado inútil. Karamitris va por delante en su coche y nosotros lo seguimos.
Vlasópulos y Dermitzakis inician el registro sin más demoras, mientras Karamitris y yo nos sentamos en los sillones cubiertos con la tela verde brillante. Echo un vistazo a mi alrededor y observo que nada ha cambiado desde mi última visita: la misma imagen de decadencia mal disimulada.
– Mis empleados pueden atestiguar que llegué al despacho a las nueve y cuarto, como de costumbre -dice Karamitris.
– No me cabe la menor duda. -Ya sé que el asesino es el tipo de cabello blanco, pero no pienso compartir esta información con él.
– Entonces, ¿por qué llevan a cabo este registro?
– Porque tal vez hallemos alguna prueba que facilite la investigación.
La prueba aparece al cabo de diez minutos en manos de Vlasópulos.
– Mire, teniente.
Me entrega un pagaré sin fecha por valor de quince millones de dracmas. La firma resulta legible y compruebo que es la de Karamitris.
– ¿Qué es esto? -pregunto mostrándole el cheque.
– Un pagaré.
– Ya veo que es uno de los pagarés que utilizaba Kustas para chantajearte. ¿Cómo ha llegado a tus manos? -Enseguida añado, antes de darle tiempo a responder-: Cuidado, no me mientas, porque investigaré tus cuentas bancarias y sabré si has pagado.
– Llegó por correo -farfulla él.
– ¿Por correo? ¿Me estás tomando el pelo?
– No, es la pura verdad. Llegó por correo anteayer.
– ¿Dónde está el sobre?
– Lo tiré a la basura.
– ¿Qué hay del otro pagaré que firmaste a Kustas, el de los veinte millones?
– No lo sé. El sobre sólo contenía éste.
Las piezas empiezan a encajar. Ofuscado pensando en la mafia y en los capos de la noche, tenía la solución delante de mis narices y no la veía. Ya sospeché de él la primera vez que hablamos, pero las operaciones de blanqueo de Kustas me despistaron.
– Bueno, creo que tendrás que acompañarme a Jefatura para darme muchas explicaciones -le digo.
– El cheque llegó por correo, se lo juro.
– No me vengas con cuentos. ¿Quién iba a regalar un pagaré de quince millones, y encima por correo ordinario, ni siquiera por mensajero? Buscad el otro -ordeno a Vlasópulos.
Por más que buscan, no logran dar con él. El otro cheque tenía que ver con su compañía discográfica, de manera que seguramente estará en su despacho. El vehículo de Karamitris queda aparcado delante de su casa y nos vamos todos en el coche patrulla.