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Vlasópulos y Dermitzakis encierran a Karamitris en la sala de interrogatorios. Lo dejo en paz para que tome una sauna de angustia y me encamino a mi despacho. Si quisiera seguir el protocolo al pie de la letra, debería informar a Guikas, sin embargo prefiero interrogar a Karamitris primero.
El teléfono suena cuando estoy en la puerta y me apresuro para contestar. Es Adrianí.
– ¿Qué ha pasado? Dijiste que volverías pronto -pregunta ansiosa.
– Me quedo. Se han producido cambios. -Y le cuento lo sucedido.
– Se lo tienen merecido -replica con cierto rencor-. Ahora que se las arreglen ellos solitos. -Habla como si el departamento fuera el responsable de que Lukía Karamitri esté muerta-. ¿Llegarás tarde?
– Yo qué sé, no tengo la menor idea.
– Bueno, ven cuando puedas. -Hoy todo me sale bien. El ministro me retira la sanción y Adrianí me concede permiso indefinido.
El teléfono vuelve a sonar y esta vez es mi hija.
– ¿Qué hay de nuevo, papá?
– ¿Has tenido un buen viaje?
– Olvídate de mi viaje y cuéntame qué ha pasado. -Vuelvo a referir la historia desde el principio-. Ya te dije que no se atreverían a sancionarte -añade al final, satisfecha.
– ¿Qué hago con los Lexotanil? -pregunto para pincharla un poco.
– Guárdalos. Como siempre te lo tomas todo tan a pecho, pronto volverás a necesitarlos.
Cuelgo y llamo a Dermitzakis.
– Que la parejita que encontró el cadáver de Karamitri hable con el dibujante de Identificación. Quiero un retrato robot del asesino.
– Por lo que dicen, sólo lo vieron de refilón.
– Ya se acordarán de más detalles cuando se pongan en ello. Si es necesario, llama a Mandás. Aunque él vio al asesino de noche, seguro que algo recordará. Y quiero una orden de registro del despacho de Karamitris.
Me levanto para dirigirme a la sala de interrogatorios pero el teléfono me interrumpe de nuevo. Me sorprende oír la voz de Élena Kusta.
– Acabo de enterarme por las noticias de la muerte de la ex mujer de Dinos, teniente. ¿Cree que yo también estoy en peligro? -Su voz suena preocupada.
– No, señora Kusta, no lo creo. Lukía Karamitri estaba involucrada en los negocios de su marido. Usted, no.
Se produce una breve pausa.
– ¿Es cierto que Dinos se dedicaba a blanquear dinero negro? -pregunta al final.
Preferiría no disgustarla, pero no tiene mucho sentido mentir, ya que en pocos días estallará la bomba públicamente.
– Sí, en efecto.
– ¿Y afirma que no estoy en peligro?
Cuelga el teléfono antes de darme la oportunidad de explicarle que el blanqueo de dinero no guardaba relación directa con las dos muertes. Kustas y Karamitri murieron por otras causas. Cuando Vlasópulos y yo entramos en la sala de interrogatorios, Karamitris está sentado a la cabecera de la mesa. Vlasópulos se sitúa a su lado, como hizo con Yannis, el contable de Kustas.
– La noche que mataron a Kustas yo estaba en casa con Lukía. Ya se lo dije cuando me preguntó -afirma al vernos.
– Lo recuerdo -respondo y me siento a su lado.
– Por desgracia, Lukía ya no se halla con nosotros para confirmarlo.
– No es preciso. Te creo.
Se sorprende y el alivio se apodera de él.
– Esta mañana salí de casa a las ocho y media. Lukía acababa de despertarse. Llegué al despacho a las nueve y cuarto; pregúnteselo a mis empleados si desea confirmarlo.
– Lo haré, aunque estoy seguro de que es cierto.
Al descubrir que confío en sus palabras, recobra el ánimo y levanta la voz.
– ¿Por qué me ha traído hasta aquí, entonces?
Me inclino hacia él y lo miro fijamente a los ojos.
– Te he traído aquí para que me hables del tipo del cabello blanco.
– ¿A quién se refiere?
– Al que contrataste para que matara primero a Kustas y luego a tu mujer.
Su mirada se torna gélida y se dirige a mí tuteándome, como muestra de su indignación.
– ¿Que yo ordené la muerte de Kustas y de mi mujer? ¿De qué estás hablando? ¿Te has vuelto loco?
– Karamitris, fuiste inteligente, lo reconozco. Por supuesto, los negocios sucios de Kustas obraron a tu favor. Cuando descubrí que lo había matado un hombre con el cabello blanco, supuse que se trataba de algún mafioso. Y seguiría suponiendo lo mismo si no hubieras cometido el error de ordenar la muerte de tu esposa.
Karamitris ha empezado a temblar.
– Te equivocas -masculla-. No contraté a nadie para matar a Kustas ni a Lukía.
– Lo de Kustas lo entiendo -prosigo con calma-. Te tenía agarrado por el cuello, y te amenazaba con cortártelo en cualquier momento. Imaginaste que si lo eliminabas tendrías tiempo para buscar los pagarés, como, en efecto, ha sucedido. Si te hubieras conformado con esto, es muy posible que nunca hubiésemos llegado a resolver la muerte de Kustas, porque nuestras investigaciones se centraban en las mafias. Por desgracia, la avaricia te cegó. Al ver con qué facilidad te habías librado de Kustas, se te ocurrió deshacerte también de tu mujer y quedarte con las empresas que estaban a su nombre: la empresa de sondeos, la tienda de artículos deportivos y el restaurante chino.
– ¿Por qué iba a matar a Lukía? Era mi esposa, ya compartíamos los bienes que recibió tras la muerte de Kustas.
– Porque os llevabais como el perro y el gato, Karamitris. Lo vi con mis propios ojos. ¿Es preciso que te recuerde lo que me dijiste aquel día, en tu casa? Que no podías divorciarte porque Kustas no te lo permitía. Y ella te llamó «cantante de poca monta», no se me ha olvidado. Os llevabais de pena y, tras la muerte de Kustas, temiste que fuera ella quien pidiera el divorcio. A lo mejor incluso te comunicó su intención de hacerlo, y te apresuraste a matarla antes de que iniciara los trámites. Eres el instigador de ambos crímenes, confiésalo y acabemos con esta historia.
Se diría que el miedo le da alas, porque se levanta de un salto y empieza a gritar:
– ¡Yo no he matado a nadie, cono! ¡Queréis cargarme dos asesinatos porque no sois capaces de encontrar al verdadero culpable!
– Ya lo encontraremos, no te preocupes -interviene Vlasópulos-. Pero esto no cambiará la situación. Tú cumplirás cadena perpetua como instigador.
De pronto me invade la sensación de que algo se me escapa desde el principio de la investigación, un detalle que me llamó la atención y luego se me olvidó. Me devano los sesos para recordarlo.
– No soy instigador de nada -insiste Karamitris-. En mi vida he visto a ese tipo de cabello blanco del que habláis.
– ¿Cómo explicas, entonces, que encontráramos en tu casa el pagaré de quince millones? -pregunto.
– Ya te lo he dicho. Vino por correo.
– ¿Cuándo?
– Anteayer.
– ¿Cómo? ¿Por correo normal, certificado, cómo?
– No lo sé. Lo encontramos en el buzón. El destinatario era Lukía.
– ¿Y el remitente?
– No figuraba el nombre del remitente ni llevaba sello. Alguien puso el sobre en el buzón y se largó.
– ¿Qué chorradas son éstas? -Vlasópulos lo agarra por las solapas y lo obliga a ponerse en pie, sacudiéndole con violencia-. Primero dices que llegó por correo, luego que alguien lo echó en el buzón. ¿Nos has tomado por imbéciles? ¿Quién va a dejar un pagaré de quince millones en un buzón?
– No sé quién lo dejó. Por extraño que parezca, así sucedió.
– ¿Dónde está el otro pagaré que firmaste para Kustas, el de veinte millones? -pregunto.
– Lo ignoro, de verdad. En el sobre sólo había un pagaré, os lo juro. Hace apenas una hora registrasteis mi casa y no lo encontrasteis. Si queréis, registrad mi despacho; tampoco lo encontraréis allí.
– No lo encontraremos porque lo has roto -dice Vlasópulos y lo empuja contra la pared.
– Entonces, ¿por qué no rompí los dos?
– No lo sé -contesto-. A lo mejor el otro era para pagar al asesino. Sus honorarios por matar a Kustas, librarte de tu mujer y encontrar los cheques.
– ¿Es eso, mamón? ¿Por eso no lo rompiste? ¡Habla! -grita Vlasópulos, golpeándolo contra la pared.
– ¡No tenéis ningún derecho a tratarme así! ¡No he cometido ningún delito! ¡Quiero hablar con mi abogado!
– Hablarás con tu abogado cuando hayas confesado -replico.
El interrogatorio prosigue un par de horas más, en el mismo tono. Por mucho que lo presionamos, Karamitris insiste en declararse inocente, mientras yo me esfuerzo en vano por recordar el detalle que se me ha pasado por alto. Al final, Vlasópulos y yo salimos de la sala de interrogatorios.
– Enciérralo en una celda con algún ratero -le digo-. Si pasa una mala noche, tal vez confiese. Entretanto, registraremos su despacho, aunque no creo que encontremos el otro pagaré. Seguro que lo ha destruido, por eso nos da vía libre a su oficina.
Entro en el ascensor y no respiro libremente hasta encontrarme en el despacho de Guikas. Está reunido con Stellas, de la
Brigada Antiterrorista. A éste también le conviene aprender una lección. Los casos no se cierran sin investigarlos.
– ¿Qué noticias nos traes? -pregunta Guikas.
– Aún no hemos encontrado al asesino, pero hemos cazado al instigador de ambos crímenes.
– ¿Quién es? -pregunta, y se levanta de un salto temiendo que se trate de alguno de los diputados.
– Kosmás Karamitris, el marido de Luida Karamitri. Primero dispuso la muerte de Kustas, quien lo chantajeaba con dos pagarés por un valor total de treinta y cinco millones. Después dispuso la de su mujer, para quedarse con las propiedades que Kustas había puesto a nombre de ella.
– ¿Por qué, si estaban casados? -interviene Stellas. Sería un buen abogado para Karamitris.
– Porque los dos querían divorciarse. Al parecer, Lukía iba a dar el primer paso, Karamitris se acojonó y contrató a un asesino antes de que ella tramitara la petición de divorcio.
– ¿Hay pruebas? -pregunta Guikas.
Le doy el pagaré que hemos encontrado en casa de Karamitris.
– Es uno de los dos documentos que Karamitris había firmado a favor de Kustas.
– ¿Cómo llegó a sus manos?
– Según él, lo metieron en el buzón de su casa, dentro de un sobre.
Ambos se echan a reír.
– Prepárame una nota para la prensa. Aunque no hayamos detenido al asesino, tenemos al instigador. Eso bastará para afirmar que hemos resuelto ambos casos. El de Petrulias ya estaba resuelto.
– Tendrá la nota mañana por la mañana.
– Te felicito, lo has hecho muy bien -añade Guikas cuando ya llego junto a la puerta. Es la primera vez que me felicita, seguramente le resulta más fácil que disculparse por haberse mostrado dispuesto a apartarme del servicio.
– Desde luego, los de Homicidios sois de una pasta especial -comenta Stellas riéndose-. No os rendís fácilmente.
Por eso conseguimos detener a algunos asesinos, mientras que vosotros no cazáis ni a un terrorista, pienso, pero decido callarme la boca.
Salgo del despacho de Guikas hinchado como un pavo. Llamo a Dermitzakis para preguntarle si ya han terminado el retrato robot del asesino.
– La parejita está ahora mismo con el dibujante, pero no creo que acaben hoy -dice él.
– ¿Has pedido que traigan a Mandás de la cárcel?
– No, pensé que era mejor esperar hasta ver qué sale del retrato robot.
– Que lo traigan, no perdamos tiempo. ¿Tenemos ya la orden de registro?
– Mañana por la mañana.
Me parece que ya está todo. Me dispongo a marcharme cuando suena el teléfono.
– Stratopulu al habla -dice una voz femenina-. ¿Se acuerda de mí, teniente? -El nombre me suena, pero no logro recordar de qué-. De la agencia San Marín, alquilamos el velero al señor Petrulias -añade al advertir mi vacilación.
– Por supuesto, ahora la recuerdo. -¿Es éste el detalle que se me escapaba? No, se trata de otra cosa que sigo sin recordar.
– El velero ha estado en uso. -Lástima, pensaba alquilarlo para recorrer las islas del mar Jónico-. Ahora, sin embargo, volvemos a disponer de él y nos han entregado algunas pertenencias del señor Petrulias. Al parecer, las había guardado en un armario bajo el timón y a nadie se le ocurrió mirar allí. ¿Quiere que se las lleve?
– Si no le es molestia…
– Se las dejaré en Jefatura mañana a primera hora, antes de ir al despacho.
– Muy amable, señora Stratopulu.