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«Taimado: disimulado, ladino, marrullero, avisado…» La lista de sinónimos es más larga que la de criminales buscados por la policía. «…Artero, hipócrita, malévolo, pérfido, calculador…»
El diccionario se me cae de las manos. Me quedo dormido, taimadamente satisfecho por la metedura de pata del secretario general, mucho más evidente tras el asesinato de Lukía Karamitri. Es la primera noche que duermo como un bendito, sin sobresaltos ni pesadillas. Hasta digiero sin problemas los últimos tomates rellenos que sobraron de la comida con Uzunidis. Desde las siete de la tarde hasta las diez y media de la noche, hora en que nos acostamos, Adrianí fue un ángel. Preparó verdura para cenar, una comida que me encanta pero que ella odia profundamente, porque la verdura cruda le provoca una reacción alérgica en las manos cuando la lava.
Por la mañana me despierto optimista y de buen humor, con ganas de ir al trabajo pronto para cerrar el expediente de Kosmás Karamitris. Como en los buenos tiempos, mi aparición en el pasillo de la tercera planta es saludada por cámaras, micrófonos y un pelotón de periodistas que me obstaculizan la entrada en el despacho.
– Paciencia, muchachos, el señor Guikas pronto hará declaraciones -digo apartándolos para pasar.
– ¿Es cierto que Kosmás Karamitris es el asesino de Kustas y de su mujer? -grita alguien a mis espaldas.
– Tened un poco de paciencia, chicos.
– Has salido con bien del aprieto -susurra Sotirópulos al pasar por su lado-. Me debes una.
En realidad no le debo nada, porque no le había pedido nada. Hizo lo que hizo por iniciativa propia, aunque es de esos que se ofrecen voluntariamente con la esperanza de ponerse medallas. Con las prisas, me he olvidado de pedir mi café y el cruasán, pero de momento no pienso salir del despacho, porque los de fuera me están acechando como cuervos. Me dispongo a redactar el informe para Guikas cuando Dermitzakis me interrumpe.
– Mandás ha llegado de la cárcel y está con la parejita. Entre todos intentan terminar el retrato robot del asesino de cabello blanco.
– Bien. Quiero verlo en cuanto acaben.
– También tengo la orden de registro.
– Ve con Vlasópulos a registrar el despacho de Karamitris, yo he de redactar el informe del jefe.
Estoy seguro de que no encontrarán nada, de manera que no vale la pena perder el tiempo con este asunto. Me centro en el informe. No sé cómo meter los tres casos -Petrulias, Kustas y Karamitris- en un folio y medio, la extensión máxima para que Guikas lo memorice. Estos informes me recuerdan los resúmenes de libros y películas, aunque en este caso el desenlace no se produce en la pantalla sino en la cárcel de Koridalós.
Ahora es Stratopulu quien me interrumpe. Me había olvidado de ella por completo. Lleva el bolso colgado del hombro, un maletín en la mano derecha y una pequeña bolsa de plástico en la izquierda.
– Aquí tiene, teniente -dice y deja la bolsita de plástico encima de mi escritorio.
– Muchas gracias, señora Stratopulu. Siento haberle causado molestias.
– No se preocupe, nos conviene mantener buenas relaciones con la policía. En nuestro trabajo, los roces con las autoridades portuarias son frecuentes. Si usted quisiera interceder a nuestro favor, sería de gran ayuda. -Me dedica una gran sonrisa y se va.
Últimamente el curso de mis investigaciones me lleva a deber favores a diestro y siniestro. Abro la bolsa de plástico y saco una camiseta azul marino enrollada como un pergamino. La extiendo y aparece el pasaporte de Jristos Petrulias. Mi primer pensamiento es que se preparaba para salir del país. Se hizo a la mar para confundir las pistas y, en cuanto terminara de arreglar sus asuntos, se esfumaría sin dejar rastro.
Hojeo el pasaporte en busca de un visado para algún país del tercer mundo cuando de pronto cae una fotografía que contemplo con asombro. Cierro los ojos y los vuelvo a abrir para asegurarme de que no estoy viendo visiones. En la foto aparece Petrulias, desnudo hasta la cintura, cubierto sólo por una gorra de marinero y los pelos del pecho. Con la cabeza apoyada en su hombro, Niki Kusta sonríe a la cámara. Su cabello, rubio, le cubre los hombros.
La rubia misteriosa ha estado a mi alcance desde el principio, he hablado varias veces con ella, sólo que durante el proceso se ha cortado el cabello y se lo ha teñido. La Niki Kusta que yo conozco es tan distinta que apenas la reconocería de no ser por su sonrisa infantil, la misma en la foto que en la vida real, y por sus ojos, que brillan juguetones.
Cuando por fin reacciono, al cabo de cinco minutos, voy corriendo al despacho de mis ayudantes, pero ya se han ido.
– Ponte en contacto con el coche patrulla -ordeno a Azanosópulos-. Que Vlasópulos y Dermitzakis se olviden del registro y vayan a buscar a Niki Kusta, en R.I. Helias. Que la traigan aquí.
Lo dejo con la radio y subo corriendo al quinto. Los periodistas están reunidos en la antesala de Guikas, hablando todos a la vez, y la mirada de Kula indica que está a punto de asesinar a alguien. Al verme se abalanzan todos sobre mí.
– ¿Hará declaraciones? -se apresuran a preguntar para cazar la noticia al vuelo.
No respondo para no repetir inútilmente lo mismo y me abro paso hacia el despacho de Guikas.
– ¿Listo? -pregunta al verme-. Esta mañana me tienen harto.
– No, no estoy listo; habrán de esperar un poco más.
– ¿Por qué?
Saco del bolsillo la foto de la pareja y se la muestro.
– El hombre es Petrulias. ¿Y la mujer? -pregunta él. Sabe que es la rubia que buscábamos, pero no conoce a Niki Kusta.
– Es Niki, la hija de Kustas.
Ahora le toca a él quedarse pasmado.
– ¿La rubia que buscábamos? -Yo asiento con la cabeza y él añade-: ¿Qué hacemos ahora?
– Tendremos que posponer las declaraciones hasta que la interroguemos. Vlasópulos y Dermitzakis la traerán a Jefatura. Es posible que esté relacionada con el asesinato.
– De acuerdo, pero no te duermas.
– Si nos retrasamos, haga las declaraciones preliminares y deje esta información para más tarde.
– Será mejor que les comuniquemos también lo de la chica, los impresionará más. -Habla como si Niki Kusta viniera a realizar un sondeo de opinión.
Al atravesar de nuevo las líneas de los periodistas, Sotirópulos me observa con curiosidad y recelo. Regreso a mi despacho y él aparece al cabo de pocos minutos.
– Aquí está pasando algo raro -dice-. Hay novedades, tú no me engañas.
– No me vengas con ésas de que te debo una -lo interrumpo-. No te debo nada, excepto las gracias por haberme ayudado en un momento difícil. En cualquier caso, si quieres un notición, espera en el pasillo.
– ¿Qué notición? -Los ojos le brillan como si fuera un maniaco, o más bien un periodista.
– No voy a decírtelo ahora; si quieres saberlo todo, espera fuera.
Abre la puerta y se sitúa en el pasillo para no perderse ningún detalle. No se lo pierde, porque el notición aparece un cuarto de hora más tarde, custodiado por Vlasópulos y Dermitzakis. Niki Kusta está indignada.
– ¿Qué es esto? -grita-. ¿Cuándo me he negado a contestar a sus preguntas? ¿Era necesario mandar a sus gorilas para que montaran un espectáculo en mi empresa?
– ¿Cuándo te cortaste y te teñiste el pelo?
La pregunta la pilla por sorpresa y vacila un momento, pero recobra la calma enseguida.
– Después de vacaciones. ¿Desde cuándo le interesa mi estilo de peinado?
– No me interesa tu peinado, sino la rubia que acompañaba a Petrulias antes de su muerte.
Le muestro la fotografía y Niki la contempla largo rato, como si quisiera convencerse de que, efectivamente, ella aparece junto a Petrulias.
– ¿Dónde la ha encontrado? -La voz le tiembla tanto como la mano con que sostiene la fotografía.
– En un armario debajo del timón del velero que alquilasteis, junto con estos objetos.
Saco la camiseta azul marino y el pasaporte de Petrulias de la bolsa de plástico. Ella tiembla cada vez más y está a punto de echarse a llorar.
– ¿Podemos hablar a solas? -pregunta con voz quebrada.
A lo mejor confesará antes si estamos solos, de manera que dirijo un ademán a Vlasópulos y Dermitzakis para indicarles que salgan del despacho.
– Adelante, te escucho.
– ¿Qué espera oír? Mantenía relaciones con Jristos Petrulias.
– Eso ya lo sé, y también que Petrulias murió por orden de tu padre. Lo que sigo sin saber es qué papel desempeñabas tú en todo este asunto. Explícate.
Saca un pañuelo y se enjuga las lágrimas. Después esboza su habitual sonrisa infantil, que en esta ocasión está teñida de amargura.
– Yo soy hija de Kustas -susurra-. Por eso he salido con vida.
– ¿A qué te refieres? Niki, hasta aquí hemos llegado. Ya nos has mentido bastante. Dime cómo te viste involucrada en la muerte de Petrulias. ¿Fue un favor que hiciste a tu padre?
Se sienta en la silla y me observa un rato en silencio.
– Conocí a Jristos a principios de enero -empieza-. Pasó por el despacho, ya no recuerdo por qué, y estuvimos un rato charlando. Cuando salí del trabajo, lo encontré en la calle, según él por pura casualidad, aunque no estoy muy segura. Me propuso que fuéramos a tomar algo y acepté. No tuvo que insistir mucho, en nuestro tercer encuentro ya entablamos relaciones de pareja. -Calla, cierra los ojos y suspira profundamente-. Era un hombre muy seductor. Sabía ser tierno y divertido a la vez, me cautivó enseguida. -Guarda silencio de nuevo. La descripción de Petrulias sirve para aplazar el punto más escabroso-. Pasaron cuatro meses. Nos veíamos a diario y pasábamos los fines de semana en su casa o en la mía. A mediados de mayo me llamó mi padre para decirme que quería verme. Me extrañó, porque hablábamos muy pocas veces. Por lo general, yo llamaba a casa y hablaba con Élena o con Makis. Nos vimos aquella misma noche y me ordenó sin rodeos que dejara a Jristos. No sé cómo se había enterado, pero lo sabía todo: el tiempo que llevábamos juntos, adónde íbamos, todo. Le respondí que no pensaba abandonar a Jristos y que no tenía derecho de inmiscuirse en mis asuntos. Entonces empezó a insultarlo, dijo que era un árbitro corrupto, un mafioso, que estaba metido en la mierda hasta el cuello y que cualquier día encontraría su cadáver en un vertedero. Discutimos y, desde entonces, se cortó la escasa relación que existía entre nosotros. Cuando se lo conté a Jristos, él se rió y me explicó que, en alguna ocasión, había trabajado con mi padre, pero que la relación había sido tan tensa que desde entonces mi padre le tenía ojeriza. En realidad, la explicación sobraba. Mi padre había hablado de Jristos de un modo que no dejaba dudas con respecto a este odio. A finales de mayo decidimos realizar un crucero por las islas durante las vacaciones de verano. No se lo conté a nadie, ni siquiera a Élena o a Makis, sólo les comenté que pensaba irme de vacaciones. Por supuesto, mi padre imaginaría con quién, pero no me importaba. Vivíamos contentos, nos sentíamos muy felices, hasta que un día…
En ese punto se interrumpe bruscamente. Comprendo que alude al día del asesinato y yo también guardo silencio, esperando. Niki Kusta, temblando como una hoja, se muerde el labio para contener las lágrimas.
– Después de Santorini, nos dirigimos a la isla donde…, donde encontraron el cadáver. Habíamos atracado en el muelle y, hacia las seis de la tarde del segundo día, aparecieron dos hombres que subieron a bordo sin ser invitados. Uno de ellos dijo a Jristos que tenían que hablar a solas. Cuando volvieron, Jristos estaba pálido como un fantasma. «Busca a tu padre», gritó mientras lo obligaban a bajar al muelle. «Los ha mandado él para matarme.» En ese momento me desesperé y quise correr tras ellos, pero uno de los desconocidos me fulminó con la mirada. Hubiese seguido adelante, a pesar de todo, de no haber sido por Jristos. «No me sigas», gritó, «llama a tu padre.» Lo metieron en un coche. Intenté llamar al móvil de mi padre, pero lo tenía desconectado. Una hora después desistí y empecé a buscar a Jristos como loca. No lo encontré a él ni a los otros tres.
– ¿Tres? Acabas de decir que eran dos. -Según el informe forense de Markidis, los asesinos habían sido dos.
– Eran tres. El tercero conducía el coche. Un hombre de cabello blanco.
– ¿Cabello blanco? -Me pongo de pie de un salto.
– Sí. Pregunté en las tiendas y en las cafeterías, pero nadie los había visto. -Se echa a llorar, incapaz de seguir conteniéndose. Sigue hablando entre sollozos-: Volví al barco y pasé toda la noche intentando hablar con mi padre. A última hora de la tarde siguiente Élena me dijo que estaba en Lárisa por cuestiones de trabajo, aunque su móvil seguía desconectado. Por la mañana Jristos aún no había vuelto. Fui al puerto para esperar el primer barco de línea, con la absurda esperanza de que esos tipos se lo hubiesen llevado a El Pireo. Vi que embarcaban con el coche, pero cuando descubrí que Jristos no estaba con ellos, entonces comprendí que nunca más volvería a verlo. Recogí nuestras pertenencias, llamé a la empresa para decir que el señor Petrulias había caído enfermo y había sido trasladado a Atenas, subí al barco y regresé.
– ¿Por qué no lo denunciaste a la policía?
Niki respira profundamente. Consigue contener los sollozos y sonríe con amargura.
– En cuanto llegué a Atenas, fui a ver a mi padre y se lo conté todo. «Te advertí que le dejaras, que era un hijo de puta y alguien acabaría cargándoselo, pero no me hiciste caso», se limitó a decir con indiferencia. Lo amenacé con ir a la policía. «Adelante», respondió, «¿cómo vas a demostrar que estoy implicado en el asesinato? ¿Simplemente porque él te lo dijo? El día en que lo mataron, yo estaba en Atenas y después fui a Lárisa. Tengo una veintena de testigos. En el futuro me darás las gracias por haberte librado de ese cabrón.» Ésas fueron sus últimas palabras. ¿Qué iba a contar a la policía? No tenía pruebas, teniente, sólo la acusación de Jristos, y él estaba muerto. Además, aunque la hubiese tenido, ¿cómo denunciar el asesinato de Jristos sin revelar la participación de mi padre? Ni me veía capaz de mandarlo a la cárcel, ni su encarcelamiento me hubiese devuelto a Jristos. Aquélla fue la última vez que hablé con mi padre. Al día siguiente me corté el pelo y me lo teñí, porque no soportaba siquiera verme en el espejo. Tenía la sensación de que Jristos aparecería a mi lado en cualquier momento. -Vuelve a suspirar y añade casi con alivio-: Ahora ya sabe la verdad, teniente.
– ¿Por qué se llevó Petrulias el pasaporte?
– Yo también llevaba el mío. Pretendíamos ir a la isla de Sainos y desde allí cruzar a Turquía.
Tal vez tú planearas ir a Turquía, pero Petrulias proyectaba huir, pienso. No sé si debo detenerla, ya que su versión de la historia coincide con lo que he averiguado en mis investigaciones. Por otra parte, relatada así, entre lágrimas y sollozos, no parece una invención. Además, en el fondo la fotografía habla a su favor: si tienes intención de matar a alguien, no te dejas retratar con tu víctima.
– ¿Por qué no me contaste todo esto cuando te interrogué después de la muerte de tu padre? Él ya no corría peligro de ir a la cárcel.
Se encoge de hombros.
– Para mí, su muerte fue su castigo. Si hubiera hablado, sólo habrían cambiado las vidas de Élena y de Makis, que nada sabían de lo sucedido. Makis, sobre todo, ya tiene bastantes problemas y no quería agravar su situación.
– ¿Fuiste tú quien envió las fotos a tu padre?
Me mira sorprendida.
– ¿Qué fotos?
– Una de la isla y otra del lugar donde enterraron a Petrulias. Las encontré en una caja fuerte de tu padre. ¿Las enviaste tú?
– ¿Cree que estaba en condiciones de fotografiar paisajes? -pregunta con amarga ironía.
– No sé, tal vez sí, para chantajearlo…
– ¿Por qué razón? De haber querido dinero, lo habría conseguido sin recurrir al chantaje.
Es cierto. Kustas habría pagado con mucho gusto sólo para calmarla.
– Quiero que veas el retrato robot del hombre de cabello blanco, y después podrás irte, aunque tal vez te llame para una declaración suplementaria.
Se encoge otra vez de hombros.
– Llámeme cuando quiera y aquí estaré. No es preciso que mande a sus ayudantes para ponerme en evidencia.
Llamo a Dermitzakis por la línea interior para ver cómo van con el retrato robot.
– Ya casi está, lo tendrá en cinco minutos.
Los cinco minutos se convierten en quince, que pasamos en silencio. Niki Kusta permanece sumida en sus pensamientos mientras yo intento esbozar el informe para Guikas. Transcurrido el cuarto de hora, aparece Dermitzakis con el retrato robot. El dibujante ha trabajado sobre fondo negro para destacar el cabello blanco. Es el rostro de un hombre de unos cincuenta años que me resulta totalmente desconocido.
– ¿Es éste el tipo de cabello blanco? -pregunto a Kusta, mostrándole el dibujo.
Ella lo contempla largo rato.
– En líneas generales, se le parece -responde al final, dudosa.
– ¿Alguna observación? ¿Alguna corrección?
– No, sólo lo vi de pasada cuando arrancó el coche.
– Bien. Puedes irte.
Al menos ya sabemos qué aspecto tiene, a grandes rasgos. Llamo a Guikas y le transmito la información que acaba de proporcionarme Niki Kusta.
– ¿Crees que se halla involucrada? -pregunta él.
– Investigaré al respecto, aunque dudo que encuentre algo que desmienta su declaración, que por otra parte confirma lo que ya sabíamos. La única novedad es la implicación del tipo de cabello blanco, cuyos rasgos ya conocemos.
– Tenemos que encontrarlo. Envía su retrato a las comisarías, y hazme llegar una copia para los medios de comunicación. Con un poco de suerte es posible que demos con él.
– A lo mejor; siempre que no esté en Moscú tomándose unos vodkas.
Cuelgo el teléfono y trato de poner en orden los datos que me ha proporcionado Niki Kusta. Estoy convencido de que su relación con Petrulias no fue casual y que él la tenía planeada: primero se ligó a la hija de Kustas, después le jodió el equipo de fútbol para presionarlo y, cuando Kustas no cedió a su coacción, se largó con el dinero y con la hija. Calculó mal, no contó con la intransigencia de Kustas. Él no iba a ceder, ni siquiera por su hija, tal vez porque no podía. El dinero no era suyo, sino de sus compinches, que no se andan con chiquitas. Cuando pienso en Kustas se me ponen los pelos de punta. Mató al novio de su hija, empujó a su hijo a la droga y alejó a su segunda mujer de su niño inválido. Y todo eso por unos cuantos centenares de millones libres de impuestos.
Pese a todo ello, sigo sin recordar ese detalle que se me escapa. Mi olvido debe de haberlo ofendido y habrá decidido marcharse para siempre. Sólo soy consciente de que debo enseñar el retrato robot a alguien, pero ¿a quién? Los únicos que vieron al asesino de Kustas fueron Niki, el portero del club y la pareja que encontró el cadáver de Karamitri, y ellos ya han dicho cuanto sabían de él.