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Suena tres veces la sirena del barco y la chimenea asoma por el extremo del cabo. Pronto aparece la proa, la figura blanca se alarga y obstruye la entrada a la pequeña bahía. El navío gira a babor, invierte máquinas y empieza a acercarse lentamente al muelle, al tiempo que va abriendo las bodegas.
Una treintena de pasajeros y cinco o seis vehículos, los restos del verano, están esperando para embarcar hacia El Pireo. Apenas han transcurrido cuatro días desde el terremoto, pero aquí en el puerto, con sus escasas edificaciones y sus dos únicas tabernas en primera línea de mar, nada recuerda su paso. El mar es un espejo, los rayos del sol doran la superficie y dos lanchas rápidas juegan a entrar y salir de la bahía para presumir ante los pasajeros del barco y los aspirantes a pasajeros del muelle, que no les hacen el menor caso.
De no ser por el cadáver del desconocido, nos habríamos marchado hace dos días, para no molestar a la familia de mi cuñada. La casa no había sido declarada inhabitable, pero tenían que volver a montarla desde cero. El tresillo color hígado por sí solo ya exigía una semana de trabajo, y mi cuñada sufría como si se tratara de un familiar ingresado en la unidad de cuidados intensivos. Era una magnífica oportunidad para demostrar nuestra discreción y regresar, por fin, a la paz del hogar. Pero el cadáver la ha echado a perder. ¿Qué insensato cargaría con un fiambre sin identificar? La comisaría local ocupa dos cuartuchos estrechos y el subteniente tiene que hospedar a los detenidos en su despacho, así que metimos el cadáver en el pequeño almacén de la iglesia. Sólo de forma provisional, porque el pope se quejaba y encendía olíbano para disimular el hedor. Entonces empezaron las dificultades. El cuerpo no podía permanecer en la isla, aquí carecían de los medios necesarios para investigar. Llamé a la Dirección General de Hermúpolis, en Siros, pero ellos ya tenían bastante con las secuelas del terremoto. No quisieron ni oír hablar del asunto.
– Al menos, averigüen si ha desaparecido alguien que responda a esta descripción.
El comisario jefe accedió a dedicar cinco minutos a las pesquisas.
– Se han denunciado las desapariciones de un francés, dos ingleses y una holandesa. También de un viejo octogenario con demencia senil. ¿Le sirven?
– No.
– Razón de más para que yo no cargue con el muerto. Sin duda, es uno de los vuestros, que fue a pasar sus vacaciones en la isla y lo liquidaron.
Ante la evidencia de que no iba a sacar nada en claro, llamé a Guikas, el director general de Seguridad de la provincia de Ática, que es mi superior.
– Quería el judío ir al mercado, y resultó que era sábado -se rió él-. Una vez que decides hacer vacaciones, te encuentras con terremotos, cadáveres y Dios sabe qué más.
– Yo siempre voy al mercado en sábado. ¿No se había dado cuenta?… Bueno, ¿qué hago con el cadáver?
– Tráetelo aquí y ocúpate del asunto, ya que te has dejado enredar.
Dudo entre dos respuestas: una, la del funcionario público que pasa de todo; la otra, la del poli masoquista que se deja seducir por los misterios. Prevalece la segunda y llamo al forense Markidis, en Atenas.
– No estoy tan loco como para emprender un viaje de diez horas a una isla que aún está sufriendo terremotos para examinar un fiambre encontrado en el monte -replica-. Envíamelo aquí y ya veré lo que puedo hacer.
Así que ahora estoy en el muelle, de pie junto a Adrianí y nuestras tres maletas, en espera del momento de embarcar. La gente se agolpa junto a la valla, esperando a que abran la puerta. Tienen prisa por llegar al salón, para encontrar mesa donde jugar a las cartas o butacas para ver la televisión.
La furgoneta de Zimios con el féretro llega tarde, justo en el momento en que nos disponemos a embarcar.
– ¿Vamos a viajar con un muerto? ¿No teníamos suficiente con el terremoto? -protesta una gorda cincuentona ataviada con unas mallas verdes, santiguándose.
– Será el que encontraron en el monte después del terremoto -comenta su amiga, de dimensiones similares pero enfundada en unos vaqueros ceñidos.
– ¿Y tienen que meterlo en un ferry? ¿No había otro medio más adecuado?
– Qué esperabas del Estado griego… ¿No has visto qué desastre después del terremoto?
– ¿Por qué las molesta tanto viajar con un muerto? -interviene Adrianí, mientras yo le tiro de la blusa para que se calle, aunque sin resultado.
– Pero ¿qué dice usted? -responde la gorda de verde-. ¡Trae mala suerte, que Dios nos perdone! ¡Y en pleno mar!
– Ah, claro, el mar. ¡Qué tonta soy! Claro, la mala suerte no nos afecta en tierra firme. -Su veneno cae en gotas dulces, como si lo hubiese espolvoreado con azúcar.
– Si le parece bien, hágale compañía usted, no seré yo quien se lo impida -propone la de los vaqueros. Cruza la entrada y entra en el barco al tiempo que Zimios, con la ayuda de un marino, baja el féretro de la furgoneta y lo deposita en el suelo. Las gordas detectan la operación y salen corriendo hacia la primera cubierta, pero quedan encalladas en la escalerilla, que es demasiado estrecha para sus caderas.
– Ya estamos, teniente. Buen viaje -grita Zimios, y acto seguido sube a la furgoneta para irse.
El barco está prácticamente vacío. Adrianí busca dos sillas de plástico en la popa, a resguardo del sol, y tomamos asiento. Los bancos están ocupados por turistas que, metidos en sus sacos, duermen a pierna suelta. En el suelo, frente a nosotros, Anita y su inglés intercambian caricias desvergonzadas. Por un instante el inglés vuelve la cabeza y nuestras miradas se cruzan, pero parece que mi cara no le resulta familiar.
Adrianí saca hilos y aguja y empieza a bordar. La observo y me pregunto dónde piensa colocar la nueva obra de arte. Siempre ha tenido la manía de bordar pero, desde que Katerina se fue a estudiar Derecho a Salónica, se siente sola y la cosa se ha convertido casi en una obsesión. Pronto deja la aguja, su mirada planea sobre la espuma que forma la hélice y se le escapa un profundo suspiro.
– ¿Qué te pasa? -pregunto.
– Estoy pensando en Eleni. ¿Qué estará haciendo ahora?
– Limpiar el tresillo o ayudar a Sotiris a colgar la lámpara.
Me mira de reojo, porque ya sabe qué estoy pensando.
– Es una araña.
– Claro. Como las arañas que cuelgan de la catedral.
– Ya estamos, tú y tu mala leche. Me pregunto qué opinión tendrás de nuestra casa.
Mejor que no lo sepa. Anita y el inglés se han hartado de caricias y se han quedado abrazados y quietecitos, como los árboles fosilizados de Eubea. Me agacho y busco el diccionario en el bolso de Adrianí. Empiezo a hojearlo hasta dar con la voz «Vibrar: agitarse, sacudirse, trepidar; en el amor: conmoverse, excitarse, arrebatarse». Harto de pasiones, sigo buscando para ver si encuentro algo referido a los terremotos cuando oigo una voz a mi lado:
– ¿Qué han hecho con el cadáver?
Alzo la vista y descubro a Anita. Observo al inglés y lo veo dormido panza arriba y con la boca abierta.
– Está en la bodega. ¿Quieres verlo?
– No. Ya lo he visto dos veces, me parece suficiente.
Adrianí levanta la mirada de su labor, nos observa, llega a la conclusión de que una mujer con esa pinta no tendrá el menor interés por un poli y vuelve a su cometido.
Anita, sin embargo, no se da por vencida. Echa un vistazo al inglés, que sigue durmiendo con la boca abierta, y me contempla de nuevo, algo indecisa.
– Di lo que sea -la animo.
– Hugo me dijo algo antes de marchar.
– ¿Qué te dijo?
– Que había visto al tipo antes de que lo mataran.
– ¿Dónde?
– En Santorini. Iba con una chica.
– ¿Qué chica?
– No lo sé. Pero sería de aquí, porque hablaban en griego.
Vamos de mal en peor. Ojalá hubiese sido una extranjera a la que el tipo se hubiese ligado en Santorini.
– ¿Por qué no la mencionó en su declaración?
– Porque estuvo esperando más de una hora para declarar y ya estaba harto. Si hubiese mencionado a la chica, lo habrían retenido más tiempo. Tenía ganas de terminar con el asunto.
– ¿Por qué? ¿Tenía que dar de comer a los leones? -Tarda casi medio minuto hasta visualizar al filósofo-domador con el pendiente, y se echa a reír.
– No se deje engañar por su aspecto. Es un genio -dice.
– Si eso fuera cierto, me habría hablado de la chica. ¿Tienes su dirección en Alemania?
– No. Sólo ha sido una amistad de verano, de esas que en otoño se olvidan.
Tal vez no quiere dármela para no meterlo en líos. El inglés abre los ojos y se despereza. Anita me deja y vuelve corriendo a su lado, por si la echa de menos.
– ¿Será un crimen pasional? -pregunta Adrianí.
Con tantos asesinatos como se cometen a diario en Atenas, yonquis que acuchillan por una dosis, albaneses que degüellan por una mísera esponja, rusos mafiosos que matan por un coche destartalado, y ella aún piensa que todos son crímenes pasionales. Resultado del verbo «vibrar», como diría Dimitrakos.
– Seguro. Lo estranguló, lo desnudó para quedarse con su ropa de recuerdo, fue a buscar un pico y una pala, le cavó la tumba y lo enterró.
– ¿Por qué no? ¿Tan inverosímil te parece?
– Qué quieres que te diga. A aquel poli de la tele que tanto te gusta seguro que le parecería más que verosímil. -Es el protagonista de una serie que Adrianí ve por las tardes. Todas las tardes.
– Ya no la veo -replica ella-. Ni tampoco Resplandor. Ahórrate los comentarios.
Me sorprende, pero no lo demuestro.
– Ya era hora. Has tardado tres años en darte cuenta de que es un impostor.
Me echa una indignada mirada de reproche, recoge el bordado, levanta el culo junto con la silla y va a sentarse unos cinco metros más allá, al sol.
En momentos como éste no me importa en absoluto que se enfade, porque así me deja en paz. El caso del cadáver sin identificar me resulta cada vez más sospechoso. Empiezo a arrepentirme de no haberlo enviado a Hermúpolis, a la Sección de Objetos Perdidos. Si el tipo anduvo realmente con una chica, y si la chica era griega…, ¿dónde está ella ahora? ¿Por qué no denunció la desaparición de su amigo? Cabe la posibilidad de que también esté enterrada en el monte, en la parte que no se desmoronó con el terremoto. Si el alemán me lo hubiese contado en su momento, habría ordenado que excavaran toda la zona, para asegurarnos. Ahora me veré obligado a cursar la orden desde Atenas, y quién sabe si harán bien el trabajo. Si no encontramos a la chica, una de tres: o se habían separado antes del crimen, o ella estaba involucrada en el asunto, o se esconde porque tiene miedo. No veo la solución. Para colmo de males, he de contactar con la policía alemana, informarles de que busquen al filósofo-domador y preste declaración complementaria. Y todo porque le dio pereza quedarse diez minutos más en la comisaría.
Sumido en mis pensamientos, el rítmico sonido de los motores me arrulla y al final me quedo dormido. No sé por cuánto tiempo, pero al despertar descubro que anochece. Tardo más de un minuto en darme cuenta de que el barco está detenido en alta mar. Busco con la mirada a Adrianí, pero su silla está vacía. Anita y el inglés también han desaparecido.
Me levanto para ir a buscar a mi mujer. La encuentro sentada en una de las butacas del salón, viendo en la tele a un tipo de treinta y tantos, vestido con chaqueta verde, camisa marrón y pantalones granate. El tipo habla con una cuarentona que llora y se agita mientras, en el extremo derecho de la pantalla, alguien perora a través de una ventanita. La sala es un pandemonio de gente que fuma, juega a las cartas y habla a gritos. No logro oír lo que dicen en la tele, pero Adrianí es sorda y ciega a las interferencias. Para ella sólo existen las palabras del treintañero. Le toco el hombro, da un respingo de pájaro espantado, descubre que soy yo y vuelve a concentrarse en la pantalla.
– ¿Ya estás despierto?
– ¿Por qué nos hemos detenido?
– Problemas técnicos, al menos eso nos han dicho.
– ¿Una avería?
– ¡Pues claro! -salta un tipo canoso de al lado-. ¡Qué se puede esperar de estos cacharros! Ya me ha pasado varias veces en este cascarón.
– ¡Ya decía yo que traía mala suerte viajar con un muerto! -La gorda de las mallas se planta delante de mí con aire triunfal: su profecía se ha cumplido.
La mala suerte dura aún noventa minutos, y llegamos a El Pireo con tres horas de retraso. Allí está la ambulancia, con el enfermero y el conductor hartos de esperar. Me ocupo de que se lleven el cadáver y luego me uno a Adrianí en la cola de los taxis. Pasa uno cada cinco minutos. A esas horas no hay guardias urbanos y el tráfico es un caos. Consideré la idea de llevar el Mirafiori a la isla, pero está tan escacharrado como el barco y ya no está para muchos trotes. Ya somos los primeros de la cola y llega nuestro turno, pero esto no significa nada: los de atrás son más rápidos, nos adelantan y ocupan el coche. Otro taxista, que ya lleva a una pareja, busca más pasajeros.
– ¿Adónde? -me pregunta.
– A Pangrati.
– No me conviene -responde, entra en su taxi y arranca.
– ¿Por qué no le muestras la placa? Así no tendría más remedio que llevarnos -se indigna Adrianí.
– ¿Estás loca? ¿Quieres que me llamen fascista?
– ¿Y qué? ¿Acaso te importaría si te llamaran rojo? ¡Ay, cómo cambian los tiempos! -añade con un suspiro de pesar.
Fachas, rojos y liberales, todos se han ido. Sólo quedamos tres maletas y nosotros dos, esperando malhumorados que algún taxista despistado nos lleve a casa.