El Mirafiori está tal como lo dejé hace diez días. Por lo visto le molestó que no lo llevara de vacaciones con nosotros y tarda más de cinco minutos en arrancar. Al abandonar la calle Aristokleus para entrar en Aronis, llego a una colina, una reproducción en miniatura del Likabetto. Doy un frenazo y un viejo salta hacia un lado, sobresaltado, en un esfuerzo por salvar lo que le queda de vida.
– ¿Estás ciego, o qué? ¡Como si no tuviéramos bastante con las basuras, tú encima quieres atropellarme! -grita, al tiempo que pega un puñetazo en el parabrisas.
Ahora me fijo en que no se trata de una colina, sino de una montaña de bolsas, cajas de verduras, cartones de pizzas, huesos roídos por los perros, espinas relamidas por los gatos y envases plateados de comida a domicilio. En la cima de la montaña, allí donde la capilla del Likabetto domina el paisaje, se extiende un colchón destartalado; será para montañeros en busca de reposo.
– ¿Qué pasa? ¿Hay huelga de basureros? -pregunto.
– ¿De dónde vienes? ¿De la Comunidad Económica Europea?
– No, he estado de vacaciones.
– Bienvenido a Atenas -dice y me da la espalda.
En la calle Ymitú, las basuras llegan a la altura del entresuelo. Abres la ventana por la mañana y, en lugar de morir envuelto en el aroma del tomillo, como Vembo, te mueres de la peste que despiden las carnes y las frutas descompuestas. Algunos han rodeado con basura los arbolitos que plantó el alcalde para despistarnos. Me recuerdan la pinaza y las piñas con las que rodeábamos los pinos en mi pueblo.
Llego al edificio de Jefatura, en la avenida Alexandras, y subo a la tercera planta, donde está el Departamento de Homicidios. El pasillo está desierto. Antes de entrar en mi despacho, echo un vistazo al otro lado, donde están sentados Vlasópulos y Dermitzakis, los dos subtenientes del departamento.
– ¿De vuelta ya, teniente? -dice Vlasópulos-. ¿Ha regresado por el terremoto o porque nos echaba de menos?
– Lo primero, más un cadáver. En cuanto a lo otro, ni se me ocurriría echaros de menos. Venga, tenemos trabajo.
Me siguen al interior del despacho y ocupan las dos sillas, mientras yo hablo con Markidis, el forense.
– ¿Tenías que llamarme a las nueve? -pregunta, cabreado-. ¿Pensabas que me levantaría en plena noche para hacer la autopsia de tu cadáver?
– ¿Cuándo sabrás algo?
– Ya sé algo, pero no te gustará.
– Me lo imagino.
– Si contabas con las huellas dactilares para establecer su identidad, ya puedes ir despidiéndote.
– ¿Por qué?
– Porque tiene las yemas de los dedos quemadas.
Siento que me da un vuelco el corazón. Tenemos un cadáver sin identificar, con las yemas de los dedos quemadas, que había sido visto en Santorini en compañía de una mujer desconocida. Las cosas van de mal en peor.
– Te he hecho un favor, para que no te quejes -oigo la voz de Markidis al otro extremo de la línea-. Pedí que lo fotografiaran antes de hacerlo pedazos.
– Gracias. Llámame en cuanto tengas noticias.
Cuelgo e informo a mis ayudantes.
– La gente vuelve de vacaciones y trae pastelitos. Usted en cambio nos ha traído un fiambre -dice Vlasópulos.
Dejo pasar el comentario sin añadir nada, como hago siempre que tienen razón.
– Llamad al laboratorio, que se den prisa con las fotos. Y cursad orden para que la policía de la isla cave en la zona del desprendimiento, por si la chica estuviera enterrada junto al hombre.
– Ya pueden ir cavando que no encontrarán nada -afirma Dermitzakis sin titubeos.
– ¿Cómo lo sabes?
– Era un polvo de verano: si te he visto no me acuerdo.
Ojalá tenga razón. Salimos los tres del despacho. Ellos regresan a lo suyo y yo me dirijo al ascensor para subir a la quinta planta, donde está el despacho de Guikas, el director general de Seguridad.
Kula, la modelo uniformada que hace las veces de secretaria, se levanta de un salto al verme.
– Pero ¿qué le ha pasado? ¡Qué mala suerte! ¡Para una vez que decide tomarse vacaciones, va y le toca un terremoto!
– Qué se le va a hacer -respondo con la expresión lúgubre que corresponde a quien se ha visto obligado a interrumpir sus vacaciones, aunque en realidad me alegro de haber vuelto.
– Es el mal de ojo. Alguien le ha echado mal de ojo, yo sé lo que me digo.
– ¿Quién me iba a echar mal de ojo, Kula? Desde luego, el director, no. Él hace vacaciones siempre que le corresponde.
Me dirige la sonrisa de complicidad que suele esbozar cuando bromeo a costa de Guikas.
– También tengo una buena noticia -dice.
Abre el primer cajón de su escritorio y saca una caja de madera tallada, típica de las islas, que parece haber encogido al lavarla. En el centro de la tapa han pintado un corazón atravesado por una flecha. La abro y, en lugar del ajuar de Barbie, descubro un cargamento de peladillas.
– ¿Ha habido boda? -pregunto con cara de ingenuo.
– No, compromiso. Me he prometido. -Rebosante de orgullo, me muestra un anillo que lleva en la mano izquierda.
– Te felicito, Kula. Mi enhorabuena. ¿Quién es el afortunado novio? ¿Algún colega?
– ¿Está loco? -se indigna ella-. Entré en la policía para conseguir un empleo seguro, pero no pienso casarme con un poli. Mi novio es contratista, tiene su despacho en Diónisos.
Qué bajo hemos caído, pienso. Somos peores que los contratistas de obras ilegales, en Diónisos.
– Enhorabuena.
Le doy unas palmaditas en la espalda y me escabullo hacia el despacho de Guikas antes de que se le ocurra pedirme que sea su padrino. Cierro la puerta y mis pies se hunden en la moqueta. Guikas, de espaldas a la ventana, está hablando por teléfono. Da la vuelta para mirarme. Su escritorio tiene forma ovalada y unos tres metros de largo. Parece el mostrador de recepción de un hotel: su límite occidental está marcado por una banderita griega; el oriental, por una estadounidense, y el sudoriental, por la de la Comunidad Económica Europea. La llanura central es un desierto, ya que jamás se ha visto documento alguno en su superficie.
– ¿Qué hay del cadáver que nos has traído? -pregunta a modo de bienvenida.
No le interesa saber cómo me encuentro después del terremoto ni cómo está mi mujer. No piensa felicitarme por mi decisión de interrumpir las vacaciones. Nada de eso.
– Markidis le está practicando la autopsia.
– ¿Qué se sabe?
– Sabemos que no podemos identificarlo por las huellas dactilares. Tiene las yemas de los dedos quemadas.
La noticia no le gusta ni poco ni mucho y, como siempre que algo lo contraría, se enfada con los demás.
– ¿Y tú no fuiste capaz de fijarte un poco? Lo tuviste tres días a tu disposición, en la isla.
– Lo vi cubierto de barro y no lo toqué. Quería entregarlo a Markidis tal como lo encontramos.
Entonces le hablo del filósofo-domador y de la chica que éste había visto en compañía del muerto.
– Pediré que la policía alemana consiga una declaración suplementaria.
– De acuerdo. Hablaré con Hartman para agilizar el proceso. -Descuelga el auricular-. Llame a Hartman, en Munich -ordena a Kula.
Supongo que el tal Hartman será algún homólogo de la policía alemana, uno de tantos conocidos con los que le gusta sorprendernos. Desde que estudió un semestre con el FBI, se las da de experto en relaciones internacionales. Por eso tiene las banderitas encima del escritorio, para iluminar a los ignorantes. En cuanto se entera de algún viaje oficial al extranjero, enseguida se moviliza, ya sea para ocupar el puesto del enviado o, al menos, para formar parte de la delegación. De sus viajes trae nombres de personajes diversos, aunque nadie sería capaz de esclarecer si los conoció en persona o si, simplemente, oyó hablar de ellos. Lo más probable es que los conociera, aunque no creo que ellos lo recuerden; seguramente se devanarán los sesos cada vez que les llama por teléfono.
– Empieza por la lista de desaparecidos -indica, como si yo pretendiera empezar por la última hornada de reclutas-. Averigua si alguno coincide con la descripción de la víctima.
– Sí, señor. En cuanto tenga las fotografías.
– Dado que este caso va para largo, tengo otra cosita para ti, para que no te aburras.
Toma una carpeta del escritorio y me la ofrece como si fuera un regalo de cumpleaños.
– Ha llegado esta mañana, de la Brigada Antiterrorista.
– ¿Qué tienen que ver ellos en todo esto?
– La víctima es un tal Kustas. Un desconocido le disparó cuatro tiros a bocajarro con una treinta y ocho, en la avenida Atenas, cuando salía del trabajo. Al principio creímos que se trataba de un atentado terrorista, pero parece que es un caso de ajuste de cuentas.
Sujeto la carpeta bajo el brazo y me dispongo a salir del despacho.
– Mantenme informado -grita Guikas a mis espaldas.
– En cuanto averigüe algo.
Es lo único que le importa: convocar a la prensa y hacer declaraciones. En el ascensor, me siento desfallecer. Esta mañana se me olvidó tomar el café y el cruasán de costumbre. No me parece apropiado empezar la jornada con el estómago vacío y pulso el botón de la primera planta, donde está la cantina.
– Bienvenido, teniente -dice Aliki, la camarera.
Me entrega un cruasán envuelto en celofán. Después toma un cacito, echa dos cucharadas de café y una de azúcar, vierte agua caliente de la cafetera, lo mete en la batidora y empieza a agitar la mezcla. Pronto el café empieza a echar espuma debido a este trato abusivo. Lo saca de la batidora, añade leche evaporada de una lata y me lo sirve. Se acabaron los tiempos del auténtico café griego. Ahora es como nosotros: griego ma non troppo.
– ¿Te lo han cargado a ti? -oigo una voz a mis espaldas.
Me vuelvo y veo que Stellas, uno de los oficiales de la Antiterrorista, señala la carpeta que llevo bajo el brazo.
– ¿De qué va este caso?
Se ríe.
– Si quieres mi opinión, ya puedes archivarlo.
Es el segundo caso que me sugieren que archive.
– Primero le echaré un vistazo.
– No sacarás nada en limpio: un ajuste de cuentas entre bandas. Lo liquidaron y se esfumaron. Vete a saber dónde están.
– Te llamaré si necesito algo.
– ¿Para qué? Ya te lo he contado todo. El resto lo encontrarás en el informe.
Me siento tras mi escritorio, muerdo un trozo del cruasán y abro la carpeta. Ante mis ojos aparece una foto. Las baldosas de una acera y el contorno de un cadáver dibujado con tiza sobre ellas. Parece que le dispararon de frente y la víctima cayó de espaldas, con el brazo derecho extendido al costado, como si hubiese estado durmiendo una noche de julio y hubiese dejado caer el brazo fuera de la cama, lejos de su cuerpo, para no pasar calor. La pierna derecha está extendida y la izquierda, doblada. Junto a la silueta se ven las ruedas de un coche estacionado y la parte inferior de la puerta del conductor, abierta.
Siguen dos fotografías más, hechas desde distintos ángulos. En la primera se ve con claridad el coche, un vehículo de gran cilindrada, un Audi o un BMW, probablemente. La cuarta foto es distinta. Es de un hombre que rondará los cincuenta y cinco; lleva un bigote fino y está tendido sobre una camilla, con los ojos cerrados. Es el cadáver de Kustas en el hospital.
Antes de abrir el informe forense, leo el de la Brigada Antiterrorista. Ronstantinos Kustas era un personaje conocido de la noche ateniense. Era dueño de dos clubes nocturnos, uno de altos vuelos en la avenida Poseidón, cerca de Kalamaki, que se llama Flor de Noche; y otro más popular, en la avenida Atenas, a la altura de Jaidari: Los Baglamás [1]. También poseía un restaurante de lujo en Kifisiá, el Kanandré, nombre extraño donde los haya.
Kustas salió de Los Baglamás a las dos y media de la madrugada del miércoles pasado. Al portero del club le pareció extraño que saliera solo, sin sus guardaespaldas, pero Kustas comentó al saludarlo que no se iba, que sólo quería acercarse al coche para buscar algo. En el momento de abrir la puerta del vehículo, alguien se acercó a él por detrás. El portero no llegó a distinguir sus facciones en la penumbra. Sólo recuerda que llevaba vaqueros y camiseta. Debió de dirigirse a Kustas, porque éste se volvió para hablar con él. A continuación, el portero oyó disparos y vio que Kustas caía al suelo. El asesino corrió hacia su cómplice, que le esperaba en una moto con el motor en marcha. Subió al asiento trasero y se alejaron a gran velocidad. Todo el asunto no duró más de un minuto. El portero se acercó a Kustas, vio que estaba ensangrentado y corrió a avisar a la policía y a una ambulancia. Kustas murió antes de llegar al hospital.
Abro el informe forense. La autopsia fue practicada por Kirilópulos. No es tan experimentado como Markidis, aunque ¿cuánta experiencia se precisa para localizar cuatro heridas mortales de un arma del calibre 38? Dos de las balas perforaron el corazón; la tercera, el pulmón derecho. Las tres balas salieron por la espalda. La cuarta fue disparada al abdomen y se alojó en el hígado.
Descuelgo el auricular y llamo a Markidis.
– Sobre la autopsia de Kustas que realizó Kirilópulos…
– ¿Qué pasa? Ya os hemos enviado el informe.
– Lo he leído, pero me gustaría ver el cadáver.
– Imposible, lo hemos mandado a enterrar.
Releo el informe forense. Hay algo que no encaja. Los matones profesionales actúan con mano firme, saben dónde disparar. Una bala, quizá dos para asegurarse, y asunto zanjado. Éste parece haber tirado a ciegas: dos balas en el corazón, una en el pulmón derecho, otra en el hígado. A primera vista, el trabajito no parece obra de un profesional. De serlo, era un paleto o un chapucero.
La carpeta incluía un informe más. Habían encontrado la moto en la calle Leonidu, en Jaidari, cerca de la delegación local de Hacienda. Una Yamaha de 200 centímetros cúbicos, matrícula AZO-526, que había sido robada dos días atrás en Marusi. Un tal Papadópulos la había comprado para su hijo hacía apenas un mes, como premio por haber aprobado el examen de ingreso a la universidad.
Miro por la ventana, pensativo. El robo de la motocicleta habla de un trabajo profesional; los disparos, no. ¿Conocía Kustas al asesino y se acercó para hablar con él? ¿O tal vez el asesino sabía su nombre y lo llamó? Detengo mis pensamientos, ya que es demasiado pronto para llegar a una conclusión.
Si la Brigada Antiterrorista está en lo cierto, la única esperanza de averiguar algo se encuentra en los bajos fondos de la ciudad. Levanto el auricular y llamo a Vlasópulos.
– Nos han endilgado otro asunto: Kustas.
– ¿Por qué se han deshecho de él los de la Antiterrorista?
– Porque no fue un atentado. Ellos sólo se ocupan de la crème de la crème.
– Un cadáver sin identificar y otro que todos conocemos de sobra. Buena combinación -dice riéndose.
– Averigua si corre algún rumor que debiéramos conocer.
– Ya me enteraré.
En el balcón de enfrente, la chica está tendiendo ropa. Lleva minifalda y, al agacharse para sacar la ropa de la palangana, se le ven las braguitas de tela azul brillante. Hasta el año pasado, allí vivía una vieja con su gato. Un día, al llegar a mi despacho, vi el balcón abierto y un féretro en la habitación. Dos viejas se inclinaban sobre él. Al poco rato llegaron los de la funeraria y se llevaron el féretro. Las viejas lo acompañaron hasta la puerta de la calle. Dos meses después, una pareja ocupó el piso de la vieja. La chica y un tipo alto y melenudo con una moto de 1.000 centímetros cúbicos. No sé qué fue del gato. Tal vez viva de las basuras que se amontonan alrededor de los árboles.
<a l:href="#_ftnref1">[1]</a> Pequeño instrumento de cuerda, originario de Oriente Próximo, que forma parte de los instrumentos tradicionales que acompañan las canciones del género rebética. (N. de la T.)