172547.fb2 Defensa cerrada - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 8

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Capítulo 6

Sopla uña suave brisa y el mar está teñido de oro, pero la contaminación que entra por la ventanilla me irrita la nariz, para recordarme que no estoy a bordo de un barco sino dentro de un coche patrulla que avanza por la avenida Poseidón, con Dermitzakis al volante. Atenas apesta a basuras; la costa, a emisiones contaminantes. A lo largo y ancho de las playas, la gente chapotea en el agua o toma el sol inhalando todo tipo de gases. Una mujer alta y huesuda intenta arrastrar a su hijo fuera del agua, y él se resiste debatiéndose cual pez que ha mordido el anzuelo. En el coche de delante, un cebado lobo de mar lleva su zódiac en la baca, con la noble intención de soltarla en las aguas de Várkiza o de Porto Rafti.

Nos dirigimos a la casa de Dinos Kustas, en Glifada. De todas formas, yo no tenía nada mejor que hacer. El caso del cadáver de la isla va para largo. Tardaremos al menos una semana en encontrar a quien pueda identificarlo, si es que al final aparece alguien. No tenía sentido ir a Los Baglamás, donde Kustas fue asesinado, porque a estas horas el club estaría cerrado. La casa de la víctima era nuestra única tabla de salvación. Cuando un caso se tuerce de entrada, ya no hay quien lo enderece.

Dermitzakis sale de la avenida Poseidón y aparca delante del Flor de Noche, el otro club de Kustas. Yo le había propuesto que fuéramos por la avenida Vuliagmenis, el camino más corto, pero él prefirió la avenida Litoral porque así podría pasar por el Flor de Noche. Como todos los clubes nocturnos que sólo aspiran a sacarte la pasta, es una somera construcción de cemento armado pintada de blanco. El camino de acceso está cubierto de grava y sobre la entrada se erige una gran estructura metálica, que supera al propio edificio en altura, donde figuran los nombres de los artistas, un catálogo luminoso más largo que la lista electoral de la segunda circunscripción de Atenas. Dermitzakis llama a la puerta un par de veces, en vano. El Flor de Noche está cerrado, como todas las flores nocturnas a la luz del día.

– Nada -dice, decepcionado.

– Lo suponía, pero estabas tan entusiasmado que no quise desilusionarte.

Enfilamos la avenida Rey Jorge, entramos en la calle Lazaraki y torcemos a la izquierda en Fibis con dirección a la plaza de las Ninfas. La casa de Kustas se encuentra en la calle Psarón, paralela a Fibis. Se diría que se halla atrincherada tras un alto muro de cemento armado que han decorado con un bonito adorno de barrotes de hierro y alambre de espino en lo alto. La verja de entrada, de dos hojas, está reforzada con gruesas planchas metálicas. Junto a la casa, la puerta del garaje también está cerrada. Llamo al timbre y, en el acto, se ilumina una pequeña pantalla. Por lo visto sólo abren si les gusta tu jeta.

– ¿Quién es? -pregunta una voz femenina.

– Teniente Jaritos, del Departamento de Homicidios.

No debo de haberla impresionado, porque no recibo respuesta alguna. Tras unos minutos de espera se entreabre la verja. En el mismo instante, un hombretón ataviado con uniforme de guardia nos cierra el paso.

– ¿Me enseñan la documentación, señores? Debería cachearles, pero si son policías no será necesario.

– Si te atreves a tocarme, te encerraré hasta que tu patrón pague la fianza -respondo bruscamente.

Se amilana y no insiste en ver la documentación.

A diferencia del exterior, el interior recuerda el patio de una casucha de emigrantes donde, en vez de tomates y pepinos, hubieran plantado estatuas: un discóbolo, una cariátide, una estatuilla cicládica, un sátiro y tres más de estilo desconocido, todas de arcilla. Después de atravesar el cementerio de estatuas y subir tres escalones, nos encontramos ante la puerta de la casa. Una mujer asiática, de esas que han sustituido nuestros potajes de judías por platos de soja, nos espera en el salón para conducirnos a una sala de estar sumida en la penumbra. Abre un poco las persianas, lo justo para que alcancemos a distinguir las siluetas y no choquemos al avanzar. La luz que se cuela por la rendija traza en el suelo una línea divisoria entre Dermitzakis y yo.

El pavimento es de mármol y está cubierto de alfombras, no por completo sino en puntos escogidos: bajo el tresillo color azul marino, bajo la mesa redonda con sus cuatro sillas y bajo los dos sillones altos de madera, en los que podrían haberse acomodado el rey Arturo e Ivanhoe, separados por el pedestal sobre el que estaba el teléfono. Me acerco a la ventana y miro por la rendija que tuvo a bien abrir la filipina. Ahora entiendo por qué el jardín anterior mide dos palmos. En la parte posterior, un vergel espacioso se extiende hasta la calle de atrás, sembrado de parterres floridos y de alguna que otra palmera. El muro protector rodea toda la propiedad aunque, en lugar de foso y puente levadizo, este castillo tiene piscina, tumbonas y sombrillas.

Oigo un maullido y me vuelvo. Un gato se acerca contoneándose majestuosamente. Es tan blanco que, de no ser por sus ojos, lo hubiese confundido con el mármol. Se parece más a un cordero que a un gato, como si lo hubiesen tratado con hormonas. Se detiene delante de nosotros y sigue maullando, molesto con nuestra presencia. Al contemplarlo de cerca, descubro dos manchas grises en la frente, por encima de los ojos.

– Quieto, Michi -dice una voz femenina, y alzo la vista.

En la entrada aparece una mujer que ronda los cincuenta, con cuerpo de treintañera y una belleza cansada. Lleva una blusa negra y unos pantalones de lino blanco que le ciñen las caderas. Su rostro me resulta familiar y me devano los sesos para recordar de qué la conozco.

Sonríe sin tenderme la mano.

– Soy Élena Kusta [2], teniente.

– Jaritos. Le presento al subteniente Dermitzakis.

– Perdonen que les haya hecho esperar, pero su visita me ha sorprendido.

No se trata de un reproche, sino de una justificación. El gato, inmóvil, la mira a los ojos como se contemplan los enamorados durante el primer mes de su relación, antes de empezar a tirarse los trastos a la cabeza. Kusta se agacha para acariciarlo. Sigo devanándome los sesos para recordar de qué la conozco. Ella se percata y se echa a reír.

– Intenta recordar de qué me conoce, ¿verdad? No es el único. A todo el mundo le pasa lo mismo. ¿Le gusta la revista, teniente?

Estoy a punto de responder que no, que sólo me gusta el cine, cuando de pronto caigo en la cuenta. Poco después de ingresar en el cuerpo, me destinaron a la guardia de personalidades políticas y tuve que custodiar a uno de los ministros de la Junta Militar al que le apasionaba la revista. Ahora ya la recuerdo. En aquella época ella no se llamaba Kusta, sino Fragaki. Llevaba un vestido de lamé negro, con un profundo escote que dejaba la mitad de sus pechos al descubierto y un corte en la falda que enmarcaba sus piernas como si se tratara de un telón. Ella ostentaba ambas joyas y la gente la aclamaba. «¡Qué mujer, qué mujer!», murmuraba el ministro, embobado pero también con cierto aire de tristeza, como si lamentara que no fuera comunista para poder encerrarla en un cuarto de Jefatura y hacer con ella lo que quisiera.

– Usted es Élena Fragaki -afirmo.

Se alegra de que la haya recordado y esboza una leve sonrisa de vanidad.

– Cuando me casé, hace ya quince años, dejé el teatro. Por eso me halaga que aún se me recuerde. Es un pequeño consuelo -añade con cierta amargura.

Su recuerdo me ha bloqueado y no sé por dónde empezar. Ella comprende mi desconcierto y me echa una mano.

– Si han venido para interrogarme, ya hablé con sus colegas de la Antiterrorista. Lo encontrarán todo en mi declaración.

– ¿Le importaría contarlo de nuevo? Preferiría oírlo de su boca.

– Con mucho gusto. Es tan poco lo que puedo decir, que no tardaremos ni un minuto. -Cruza las piernas, pero el pantalón no se comporta como aquel vestido y no me permite admirar sus atributos-. Dinos salió de casa alrededor de las once. Según me comentó, pensaba pasar primero por el restaurante y después por Los Baglamás. Normalmente, cuando iba a ambos sitios, no regresaba antes de las tres, de modo que miré un rato la televisión y luego me acosté. Debían de ser las cuatro cuando sonó el teléfono y alguien me comunicó que mi marido había muerto. No sé nada más.

– ¿Su marido trabajaba todas las noches?

– Sí, excepto cuando íbamos a salir. Aunque, por lo general, sólo visitaba uno de los clubes.

– ¿Tenía alguna razón especial para visitar los dos aquella noche?

– No lo sé, teniente. Dinos nunca me hablaba de sus negocios. -De nuevo advierto un matiz de amargura en su voz; no sé si es el disgusto de Élena Kusta porque su marido la mantenía apartada o el de Élena Fragaki, que se vio obligada a abandonar las candilejas y los aplausos para enclaustrarse en su Alcatraz particular.

– ¿El restaurante al que se refiere es el Kanandré, en Kifisiá? -Dermitzakis se suma así al interrogatorio. Tiene el nombre del restaurante anotado en un papelito y lo pronuncia con dificultad.

– ¿Cómo ha dicho? -Kusta se echa a reír.

– Kanandré. Así está escrito.

– Le Canard Doré, subteniente. El Pato de Oro. Mi marido eligió un nombre francés porque la cocina es francesa. Si lo oyera pronunciarlo de esta manera se levantaría de la tumba.

La sola ocurrencia parece asustarla. Dermitzakis se ha ruborizado hasta las cejas y yo estoy furioso.

– Los policías nos defendemos un poco en inglés -digo, pensando en mis esfuerzos idiomáticos-. Pero desde luego no sabemos francés. El Estado no nos paga clases de francés para que leamos correctamente los rótulos.

– Yo tampoco lo hablo, pero he oído el nombre tantas veces que ya lo he aprendido. Si usted supiera francés, se daría cuenta de que mi pronunciación deja mucho que desear. -Su sinceridad me desarma y pienso que me cae simpática.

– ¿Tenía enemigos su marido? -pregunto para volver a nuestro tema.

– ¿Usted no?

– ¿Cómo?

– Me refiero a enemigos, colegas que codicien su puesto y estén dispuestos a ponerle la zancadilla, malhechores que deseen matarlo. ¿No los tiene? Hace quince años que abandoné el teatro y aún hoy siguen rumoreando a mis espaldas que me acostaba con el productor para ganar más dinero o que llevaba vestidos provocativos para conquistar a los espectadores ricos. Llevo quince años casada con el mismo hombre y no han dejado de llamarme puta.

Ha conseguido turbarme de nuevo, pues yo era de los que compartían esa opinión cuando la veía en el escenario.

– No me refería a eso -me defiendo, como si pidiera un perdón tardío para mis pecados.

– Ya sé qué le interesa saber: si tenía enemigos dispuestos a matarlo, padrinos de la noche, protectores…

– Sí. Al menos esto he deducido al ver su casa, que parece una fortaleza.

– No, teniente. De nuestra casa sólo se deduce que Dinos tomaba medidas y sabía protegerse.

– Voy a salir. Me llevo el coche -oigo una voz a mis espaldas.

Al volverme, veo a un hombre joven, de apenas treinta años, alto y sin afeitar. Viste vaqueros, botas negras con espuelas y una camisa estampada. Sin embargo, lo que más llama la atención de su aspecto son los ojos, de una mirada turbia y apagada, incapaz de fijarse en nada. En cuanto se centra en un punto, salta a otro.

– A tu padre no le gustaba que usaras el coche.

Élena habla con voz dulce y amistosa, casi como si se disculpara.

– Mi padre está muerto. Dame las llaves.

– Sabes que no puedo.

Hasta su negación resulta dulce. Por un instante, la mirada del joven se anima y se clava en los ojos de ella. Tengo la sensación de que pretende atacarla y me dispongo a impedírselo. No obstante, la mirada vuelve a apagarse y se aparta de Kusta; acto seguido el hombre da media vuelta y se encamina a la puerta.

– A mi marido no lo asesinaron los padrinos de la noche, teniente -dice Élena, dirigiéndose a mí-. Sé que sus colegas así lo creen, pero se equivocan.

– Chorradas. -El hijo cambia de opinión y regresa-. Pues claro que lo mataron ellos. Atrincherada aquí dentro, con tus piscinas y tus filipinas, tú no te enteras de lo que pasa en la calle. Él lo sabía pero se hacía el duro, con sus matones de pacotilla.

El chico no me cae bien, pero lo que dice suena lógico. Mucha gente paga para estar tranquila. Sin embargo, al recordar las heridas de Kustas, la idea de que fueran infligidas por un profesional sigue sin encajar con todo esto.

– ¿Sabes si tu padre había recibido amenazas de los mañosos? -pregunta Dermitzakis.

– Yo no sé nada. Doy mi opinión, porque me parece la más razonable. Pero no me pregunten nada más porque no estoy al corriente. -El mozalbete parece haber perdido todas sus ínfulas y trata de recoger velas.

– De todas formas, tendrás que declarar. Si sabes algo, éste es el momento de decirlo.

– No vi ni oí nada; no sé nada. Escríbanlo tal cual y lo firmaré. -Tiene prisa por marchar antes de que le hagamos más preguntas.

– Es Makis, el hijo del primer matrimonio de Kustas -explica ella-. No le tengan en cuenta el mal humor, lo ha pasado mal. Estuvo en un centro de desintoxicación. -Hace una pausa para ver cómo reaccionamos y, al no observar nada, continúa-: Espero que no vuelva a caer. Ha estado limpio durante los últimos seis meses.

– ¿Su marido tenía más hijos? -pregunto.

– Una hija más joven, Niki. Los dos hermanos no se parecen en nada. Niki fue a la universidad, hizo un master en Inglaterra y trabaja en R.I. Helias, una empresa de sondeos.

Dermitzakis saca un pequeño bloc y anota el nombre. Espero que lo haya escrito correctamente, no tengo ganas de volver a quedar en ridículo.

– ¿Qué le lleva a suponer que a su marido no lo mató la mafia sino otra persona?

– Nada en particular. Sencillamente me parece poco probable. ¿Hemos terminado? -pregunta con impaciencia-. Tendrán que disculparme, pero aún no me he repuesto del golpe.

Sin esperar mi contestación, nos deja y se dirige a la puerta. El gato se levanta y la sigue, con la cola tiesa como una antena.

La filipina nos acompaña a la salida, donde la releva el guardia de seguridad, que nos conduce hasta la verja de la calle. Se las da de vigilante serio y taciturno, pero algo me dice que es una pose para esquivar mi mirada.

Ya en la calle, Makis nos espera apoyado en el coche patrulla.

– ¿Quieren saber si mi padre tenía enemigos? -Me mira a los ojos, pero enseguida su mirada baja a la altura de mi cinturón.

– ¿Los tenía?

– Sí. Esa que está ahí dentro. -Señala hacia el Alcatraz-. Todo cambió el día en que ella llegó. Sabía que mi padre la quería con locura y se aprovechaba de la situación. Sólo le importaba su dinero.

Un taxi libre pasa por la calle. Makis lo para y sube al coche, que se aleja antes de que pueda hacerle más preguntas. El tipo nos ha soltado el cuento de la mujer que mata a su marido para quedarse con el dinero y se larga. No sé si su estrategia ha sido eficaz. He de meditar la cuestión, y la verdad es que Élena Kusta me resulta simpática.


  1. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a> La diferente grafía de los apellidos de las esposas e hijas corresponde a que se ha respetado el genitivo griego. Por ejemplo, Niki Kusta significaría Niki de Kustas; Adrianí Jaritu, Adrianí de Jaritos. (N. de la T.)