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Cuando se despertó en su casa a la mañana siguiente, Gurney se sentía ansioso y estaba exhausto. Notaba una profunda sensación de quemazón en el brazo derecho y una rigidez dolorosa en todo el cuerpo. Las ventanas del dormitorio estaban abiertas y el aire era frío y húmedo.
Madeleine ya estaba levantada, como de costumbre. Le gustaba despertarse con los pájaros. Parecía haber un ingrediente secreto en la primera luz del alba que le daba energía.
Gurney se notó los pies fríos y sudorosos. El mundo era de color gris al otro lado de las ventanas. Hacía mucho tiempo que no tenía resaca, pero en ese momento se sentía como si la tuviera. Había pasado una noche muy agitada, con los recuerdos de lo que había sucedido en el sótano de Kim. No paraba de darle vueltas a lo que había descubierto después de su caída, pero no lograba concluir nada coherente. Los múltiples dolores le impedían pensar con claridad. Al final se había quedado dormido justo antes del amanecer. Dos horas más tarde, se despertó. Se sentía tan agitado que supo que no podría volver a conciliar el sueño.
Necesitaba organizar sus ideas y averiguar qué había sucedido. Una vez más, repasó todo lo que había ocurrido, en busca de cualquier detalle, por pequeño que fuera.
Recordaba haber bajado con cautela por la escalera, utilizando su linterna para iluminar no solo los peldaños, sino también las zonas del sótano situadas a izquierda y derecha. No había percibido sonido o movimiento alguno. Cuando todavía le quedaban varios escalones por descender, trazó con el haz de luz de la linterna un amplio arco en torno a las paredes para localizar el cuadro eléctrico. Era una caja de metal gris, montada en una pared, no muy lejos del arcón que habían encontrado apenas dos días antes siguiendo un rastro de sangre. Las manchas oscuras todavía se veían sobre los peldaños de madera y en el suelo de cemento.
Recordaba haber bajado al siguiente peldaño; entonces oyó y notó el sorprendente crujido y el escalón cedió bajo su pie. El haz de su linterna se movió en un amplio arco mientras él se protegía la cara con las manos en un acto reflejo. Sabía que estaba cayendo, que no podía detener el golpe, que iba a hacerse daño. Medio segundo después, chocó con los brazos, el hombro derecho, el pecho y un lado de la cabeza contra el suelo del sótano.
Se oyó un grito desde lo alto de la escalera. Después dos preguntas: «¿Estás bien? ¿Qué ha pasado?».
Por un momento, Gurney se había quedado aturdido, incapaz de responder. Luego, por algún lugar, no sabía procedentes de dónde, oyó lo que parecían las pisadas de unos pies que corrían, que tal vez chocaron con una pared, que tal vez tropezaron y corrieron otra vez.
Había tratado de moverse. Pero el susurro, tan cercano, lo había detenido.
Fue un sonido febril, más animal que humano. El silbido de aquellas palabras era como vapor que escapara entre unos dientes apretados.
El impacto fue tan desconcertante que apenas recordaba cuánto tiempo había transcurrido -¿treinta segundos?, ¿un minuto?, ¿dos?, ¿más?- antes de que Kim regresara con su minilinterna, cuya luz era más brillante que cuando la había empleado para examinar el arcón.
La chica empezó a bajar por la escalera al mismo tiempo que él se levantaba con dificultad. Un dolor intenso le recorría desde la muñeca hasta el codo. Las piernas le temblaban. Gurney le dijo a la chica que se quedara donde estaba, que solo iluminara la escalera. Se acercó lo más deprisa que pudo. Por el mareo casi perdió dos veces el equilibrio. Cogió la linterna de Kim, se volvió y examinó el suelo del sótano.
Bajó dos escalones más y volvió a iluminar el suelo. Otros dos escalones… y por fin consiguió iluminar el espacio completo del sótano: suelo, paredes, columnas de soporte de acero, vigas del techo. Seguía sin haber rastro de la persona que le había susurrado. No había nada patas arriba o en desorden, ningún movimiento que no fuera el de las sombras siniestras de las columnas que se desplazaban a través de las paredes de bloques de hormigón cuando inclinaba la pequeña linterna.
Desconcertado y con cierto alivio, descubrió que no había huecos, escondites o rincones oscuros donde un hombre pudiera esconderse de la luz. Al margen del arcón, el sótano no ofrecía ninguna oportunidad aparente para ocultarse.
Le preguntó a Kim -que mantenía un silencio nervioso, asomada en lo alto de la escalera- si había oído algo después de que él hubiera caído.
– ¿Como qué?
– Una voz…, un susurro…, ¿algo parecido?
– No, no. ¿Qué quieres decir? -preguntó la chica, un tanto alarmada.
– Nada, solo… -Negó con la cabeza-. Probablemente solo estaba oyendo mi propia respiración. -Luego preguntó si el ruido de pisadas que corrían lo había provocado ella.
Kim dijo que sí, que probablemente sí, que seguramente corrió, al menos pensaba que lo había hecho, tal vez se había tropezado con las prisas. En realidad no podía recordarlo por el pánico. Puede que hubiera ido a tientas hasta el dormitorio, para coger la linterna que guardaba en la mesita de noche.
– ¿Por qué lo preguntas?
– Solo para comprobar algo -respondió él vagamente.
No quería hablarle sobre la posibilidad de que el intruso hubiera subido por la escalera, desde el sótano, mientras Kim iba de camino a su dormitorio, de que se hubiera aprovechado de la oscuridad para ocultarse. No quería decirle que quizás en algún momento el intruso había estado a unos centímetros de ella y que tal vez había pasado por su lado para salir de la casa.
Sin embargo, al margen de adónde hubiera ido, al margen de cómo podría haber salido -suponiendo que no estuviera escondido en el arcón-, ¿qué sentido tenía todo aquello? Para empezar, ¿para qué estaba en el sótano? ¿Sería Robby Meese? Era posible, desde luego, pero, en tal caso, ¿qué pretendía?
Gurney no dejaba de darle vueltas a todo eso mientras permanecía al pie de la escalera, iluminando el arcón con la linterna, tratando de decidir qué hacer.
En lugar de averiguar qué contenía el arcón sin más luz que la que tenía en la mano, llamó a Kim para pedirle que accionara el interruptor que estaba en lo alto de la escalera, aunque sabía que no habría ninguna diferencia inmediata. Enfocando con el estrecho haz de luz alternativamente al arcón y al cuadro eléctrico principal, Gurney se acercó hasta la caja gris. En cuanto abrió la puerta metálica, vio que el diferencial principal estaba en posición de apagado. Subió la palanquita de plástico.
La bombilla desnuda del techo del sótano se encendió. Lo que sonó como un motor de nevera empezó a zumbar arriba. Oyó que Kim decía: «Gracias a Dios».
Gurney miró a su alrededor: no había más escondite posible que el arcón.
Se acercó a él. Las ganas de descubrir la verdad se impusieron a su miedo. Decidió que era mejor no levantar la tapa, sino volcar el arcón. Lo agarró y tiró hacia un lado. Estaba vacío, así que no le costó nada. Lo abrió de una patada.
Kim estaba a medio camino de la escalera, observando, como un gato asustado. Su mirada se detuvo en el escalón roto.
– Podrías haberte matado -dijo, con los ojos muy abiertos, como si acabara de reparar en ello-. ¿Se ha roto sin más?
– Sin más -dijo él.
La chica, horrorizada, examinó el escalón. Gurney descubrió algo ingenuo en su gesto, algo que le provocó ternura. Aquella chica que estaba preparando un ambicioso documental sobre el impacto terrible del asesinato parecía sorprendida por la idea de que la vida pudiera ser peligrosa.
Siguiendo su mirada, él también se fijó en la madera rota. Reparó en que alguien había serrado el escalón por ambos lados, algo que a ella le había pasado desapercibido.
Cuando se lo señaló a Kim, ella torció el gesto con aparente perplejidad.
– ¿Cómo puede ser?
– Otro pequeño misterio.
Tendido en su cama, mirando al techo y masajeándose el brazo en un esfuerzo vano por hacer menguar el dolor que sentía, intentaba recordar cualquier detalle de la noche anterior.
Aquel escalón serrado debía de ser cosa del intruso del susurro; Kim era probablemente la víctima elegida; y quizás él se había interpuesto en su camino.
Preparar una trampa serrando un poco uno de los peldaños parecía tan de película que costaba pasar por alto este detalle. Las marcas de la sierra, fácilmente detectables, dejaban claro que aquello no había sido un accidente. Era tan obvio, que se podía deducir que las marcas en sí estaban hechas para ser descubiertas. En ese sentido, formarían parte de la advertencia.
Quizá también elegir un peldaño de los últimos de la escalera fuera una suerte de aviso. Tal vez había querido darle un susto, para que tuviera una mala caída, pero no tan mala como podría haber sido desde un peldaño superior. No una caída fatal. Todavía no.
El mensaje implícito podría ser: «Si no haces caso de mis advertencias, las próximas serán más violentas. Más dolorosas. Más letales».
Pero ¿de qué estaban avisando a Kim? La respuesta obvia debería proceder de su documental sobre los asesinatos, porque era lo más nuevo e importante de su vida. Quizás el mensaje era: «Para, deja de hurgar en el pasado, o las consecuencias serán terribles. Hay un diablo enterrado en el caso del Buen Pastor, y será mejor que no lo despiertes».
¿Significaba eso que el intruso estaba relacionado con la historia del Buen Pastor? ¿Era alguien con mucho interés en que las cosas se quedaran como estaban?
¿O todo era cosa, como Kim había insistido, de Robby Meese?
¿Resultaba creíble que todo lo que le había pasado y que había turbado su paz se debiera a aquel exnovio patético? ¿Tan amargado se sentía por el final de su relación con Kim? ¿De verdad todo -las veces que habían entrado en su casa, las bombillas aflojadas, los cuchillos desaparecidos, las manchas de sangre, el cuchillo en el arcón del sótano, el peldaño serrado, incluso el susurro demoniaco- podía tener su origen en unos simples celos? ¿Era todo por puro despecho?
Por otro lado, aunque aquello fuera obra de Meese, puede que le guiara una motivación más oscura y enferma que el resentimiento. Quizás estaba advirtiendo a Kim de que, o volvía con él, o aquel resentimiento se transformaría en algo realmente espantoso. Podía convertirse en un monstruo, en un demonio.
Tal vez Meese estaba incluso peor de lo que Kim creía.
Aquel susurro, sin duda, era propio de alguien con graves problemas psicológicos.
Sin embargo, eso planteaba una posibilidad más. La que más asustaba a Gurney. Una posibilidad que apenas se atrevía a considerar: puede que no hubiera existido ningún susurro.
¿Y si lo que «oyó» hubiera sido el resultado de su caída, una especie de minialucinación? ¿Y si el «sonido» fuera simplemente un efecto secundario de sacudir su cabeza apenas sanada? Al fin y al cabo, el silbido bajo de los acúfenos en sus oídos no era algo real; como le había explicado el doctor Huffbarger, se trataba de una mala interpretación cognitiva de una agitación neuronal desplazada. ¿Y si la amenaza susurrada -con toda su ardiente furia- no se sostuviera en el mundo real? La idea de que las visiones y los sonidos pudieran no ser nada más que los vástagos de tejidos magullados y sinapsis interrumpidas le provocó un escalofrío.
Quizás esa inseguridad inconsciente, respecto a que de verdad hubiera existido ese susurro, hizo que no se lo mencionara al patrullero que había acudido al apartamento de la chica poco después de que descubrieran que habían serrado el peldaño. Y lo mismo le pasó con Schiff, cuando este llegó, media hora después.
Era difícil descifrar la expresión de Schiff. Una cosa estaba clara: no parecía muy contento. Continuó mirando a Gurney como si sintiera que faltaba una parte de la historia. Después, escéptico, había vuelto su atención a Kim, a la que le hizo una retahíla de preguntas para establecer el lapso de tiempo en el cual podía haberse producido aquel acto de vandalismo.
– ¿Así es como llama a esto? -lo interrumpió Gurney la segunda vez que usó el término-. ¿Vandalismo?
– Por ahora sí -dijo Schiff sin la menor pasión-. ¿Tiene algún problema con eso?
– Una forma dolorosa de vandalismo -respondió Gurney, frotándose lentamente el antebrazo.
– ¿Quiere una ambulancia?
Antes de que pudiera responder, Kim dijo:
– Voy a llevarlo a urgencias.
– ¿En serio? -preguntó Schiff, con los ojos clavados en Gurney.
– Me parece bien.
Schiff lo miró un momento, luego se dirigió al oficial de patrulla que estaba de pie al fondo:
– Tome nota de que el señor Gurney rechaza el transporte en ambulancia.
Gurney sonrió.
– Bueno, ¿cómo vamos con esas cámaras?
Schiff dio la impresión de que no había oído la pregunta.
Gurney se encogió de hombros.
– Ayer habría sido un buen día para instalarlas.
Hubo un destello de rabia en los ojos del policía. Echó un último vistazo al sótano, murmuró algo respecto a recoger huellas del cuadro eléctrico al día siguiente, preguntó sobre el arcón caído de costado y miró en su interior.
Finalmente, recogió el peldaño serrado, se lo llevó arriba y pasó los siguientes diez minutos examinando las ventanas y las puertas del apartamento. Le preguntó a Kim si había recibido alguna comunicación inusual en los últimos días, o cualquier mensaje de Meese. Le dijo que tal vez necesitara entrar en el apartamento al día siguiente. Luego se fue, seguido por el agente de patrulla.
El techo del dormitorio parecía un poco más luminoso ahora; la sábana que cubría a Gurney, un poco más gruesa. Se sentía satisfecho de que su reconstrucción secuencial del caso fuera, hasta cierto punto, completa y ordenada. Su significado, causas, propósitos y motivaciones estaban todavía por determinar, pero al menos empezaba a sentir que se encaminaba hacia algo.
Cerró los ojos.
El ruido del teléfono seguido por unas pisadas le despertó unos minutos más tarde. Respondieron al final del cuarto tono. Oyó la voz de Madeleine, incomprensible, procedente del estudio. Unas pocas frases, silencio, luego otra vez pisadas. Pensó que a lo mejor le estaba trayendo el teléfono. Alguien preguntaba por él. ¿Huffbarger, el neurólogo? Pensó otra vez en su absurda conversación con aquella mujer de su oficina. Dios, ¿cuándo fue eso? ¿Hacía dos o tres días? Le parecía que había pasado una eternidad.
Las pisadas pasaron de largo por la puerta del dormitorio y llegaron a la cocina.
Voces femeninas.
Madeleine y Kim.
Kim lo había llevado en coche a Walnut Crossing después de acompañarlo a la sala de urgencias en Siracusa. No conseguía mover el cambio de marchas manual del Outback sin que le doliera muchísimo el codo. Tal vez se lo había fracturado, así que intentar conducir no parecía algo muy inteligente. Kim se había mostrado encantada de encontrar la excusa perfecta para pasar la noche fuera de su apartamento.
La chica había insistido en que no era prudente que condujera, ni siquiera después de que la radiografía demostrara que no había fractura.
Había algo en su actitud, en su forma de presentarse al mundo, que le hizo sonreír. Podía irse del apartamento tan contenta por hacerle un favor, por compasión, pero nunca por miedo.
Cuando se obligó a salir de la cama, descubrió que le acometían nuevos dolores musculares. Se tomó cuatro ibuprofenos y se dio una ducha caliente.
La ducha y las pastillas obraron, hasta cierto punto, su magia restauradora. Después de secarse, vestirse y acercarse a la cafetera de la cocina para servirse una primera taza, ya se sentía un poco mejor. Flexionó los dedos de la mano derecha y descubrió que el dolor era tolerable. Apretó la taza de café. A pesar del dolor que le produjo, concluyó que podría manejar el cambio de marchas si necesitaba conducir. No sería cómodo, pero no era un inútil.
No había señal de Madeleine ni de Kim en la casa. Oyó un murmullo de voces a través de una ventana abierta junto al aparador. Se llevó la taza a la mesa del desayuno, junto a la puerta cristalera. Entonces las vio, más allá del patio de losas, más allá del manzano descuidado, en la pequeña zona segada del campo a la que Madeleine y él se referían como el césped.
Estaban sentadas en un par de sillas de madera. Su mujer llevaba una de sus chaquetas coloridas. Kim vestía otra parecida, que Madeleine le había dejado. Sostenían sendas tazas de café entre las manos, como si quisieran calentarse los dedos en torno a una llama agradable. Los tonos lavanda, fucsia, naranja y verde lima de las chaquetas brillaban bajo la pálida luz de un sol matinal que empezaba a filtrarse a través del cielo tapado. Sus expresiones sugerían que su conversación, como su ropa, era más animada que el humor de Gurney.
Estuvo tentado de abrir la puerta cristalera para ver si el sol estaba mitigando el frío que aún hacía esos días. Pero sabía que en cuanto Madeleine lo viera le diría que debería salir, le diría que al final iba a quedar una mañana encantadora, le contaría lo dulce que olía todo, en especial la tierra. Y cuanto más hablara ella, extasiada, sobre lo maravilloso que era estar al aire libre, más insistiría él en quedarse dentro. Era una batalla ritual que libraban con frecuencia, casi como si leyeran las frases de un guion. Al final, después de dejar claro que estaba demasiado ocupado para salir, tendría que reconsiderarlo; y una vez fuera, inevitablemente la belleza del día le encantaría y se avergonzaría por haberse opuesto de un modo tan infantil.
En ese momento, no obstante, no tenía ningún deseo de iniciar ese ritual. Así pues, no abrió la puerta. Decidió tomarse una segunda taza de café e imprimió el perfil del Buen Pastor para examinarlo con una mentalidad abierta. Trató de convencerse de que las opiniones de aquellos expertos podían tener una base bastante sólida, e intentó dejar de lado la idea de encontrar allí poco más que una serie de sandeces.
Entró en el estudio y abrió los mensajes de correo de Hardwick en el ordenador de sobremesa: una agradable mejora respecto a la pequeña pantalla de su teléfono móvil. Mientras se imprimía el perfil, abrió el primero de los atestados en los que se había ocupado la tarde anterior.
No estaba seguro de qué estaba buscando. Todavía estaba en la fase en la que lo importante era buscarlo todo, absorber el máximo de datos posibles. Las decisiones sobre lo que era significativo, la búsqueda de patrones, vendrían después.
Antes había tenido demasiada prisa. Necesitaba ir más despacio. A lo largo de los años, había descubierto que uno de los peores errores que puede cometer un detective es centrarse en un posible patrón cuando posee muy pocos datos, porque una vez que se cree que existe un patrón, se tiende a desechar los datos que no encajan en él. Se desprecia cualquier aspecto que no se adecue con la idea preconcebida. Se quiere dibujar un esquema de la situación lo más rápido posible, lo que puede conllevar que se extraigan conclusiones prematuras.
El tiempo dedicado solo a mirar, escuchar y absorber tiene un valor tremendo. Y cuanto mayor sea, mejor será la forma de iniciar una investigación.
¿Iniciar una investigación?
¿Iniciar una investigación sobre qué? ¿A petición de quién? ¿Con qué autorización legal? ¿No supondría eso enfrentarse con Schiff? ¿Y con quién más?
Decidió simplificar la cuestión. Solo le interesaba investigar, privadamente, una serie de hechos. Era una cuestión de verlo como un modesto esfuerzo para responder a unas cuantas preguntas. Preguntas tales como: ¿quién estaba detrás de aquellas «bromas» que habían inquietado a Kim? ¿Qué estaba más cerca de la verdad, lo que Kim le había contado sobre Meese o lo que ella le había contado acerca de ella? ¿Quién había preparado aquella trampa que había hecho que se cayera en el sótano? ¿Se la habían tendido a él o a Kim?
Si el susurro había sido real, ¿quién había susurrado? ¿Por qué estaba acechando en el sótano? ¿Cómo había entrado en la casa? ¿Cómo había salido?
¿Qué significaba aquello de «Deja en paz al diablo»?
¿Y qué tenía que ver todo aquello con la serie de asesinatos de diez años atrás?
Debía empezar revisando todos los informes de incidente, los anexos, los del ViCap, el perfil del FBI, los informes de estatus que había en la carpeta del proyecto de Kim y las notas que había tomado mientras escuchaba los pequeños resúmenes mordaces de Hardwick sobre las víctimas.
Todo eso podía afrontarlo solo. Sin embargo, también sentía una creciente necesidad de sentarse con Rebecca Holdenfield y ahondar más profundamente en el perfil del Buen Pastor. Debía averiguar cómo se recopilaron, analizaron y priorizaron los primeros datos; cómo se examinaron ciertas alternativas teóricas; si hubo consenso; y si su opinión sobre el caso había cambiado con los años. También sentía curiosidad por saber si había hablado con Max Clinter.
Todavía tenía el número de Holdenfield en su móvil. Habían colaborado en los casos de Mark Mellery y Jillian Perry, y suponía que sus caminos podrían volver a cruzarse. Buscó el número en la pantalla y llamó. Le saltó el buzón de voz.
Escuchó un largo mensaje introductorio que daba detalles sobre el horario y la localización de su oficina, su página web y la dirección de correo electrónico a la que podían enviarse las preguntas. El sonido de su voz evocó la imagen de la mujer: dura, cerebral, atlética y ambiciosa. Sus rasgos faciales eran perfectos sin ser bellos. Sus ojos eran asombrosos e intensos, pero carecían de la calidez que los habría hecho hermosos. Era una profesional ambiciosa. Cualquier tiempo que le dejaba libre su carrera principal en el campo de la psicología forense, lo ocupaba con su consulta privada.
Gurney dejó un mensaje lacónico, para que se sintiera intrigada: -Hola, Rebecca. Soy Dave Gurney. Espero que esté bien. Estoy metido en una situación inusual que me gustaría discutir con usted, para conocer su opinión. Está relacionada con el caso del Buen Pastor. Sé lo increíblemente ocupada que está. Llámeme cuando pueda. -Terminó dejando su número de móvil.
Para cualquier otra persona con la que no hubiera hablado desde hacía seis meses, aquel mensaje podría ser demasiado insustancial, impersonal, pero sabía que para Holdenfield nada era demasiado insustancial o demasiado impersonal. Eso no significaba que no le cayera bien. De hecho, podía recordar momentos en que le había resultado inquietantemente atractiva.
Se sintió satisfecho por haber movido pieza con aquella llamada. Volvió al atestado que tenía abierto en la pantalla del ordenador y empezó a leerlo. Al cabo de una hora, cuando estaba a mitad del quinto atestado, sonó el teléfono. Miró al identificador: Albany Forensic Consultants.
– ¿Rebecca?
– Hola, David. Acabo de parar a poner gasolina. ¿En qué puedo ayudarle? -Su voz parecía a la vez brusca y amable.
– Tengo entendido que sabe bastante sobre el caso del Buen Pastor.
– Un poco.
– ¿Alguna posibilidad de que podamos encontrarnos para charlar un rato?
– ¿Por qué?
– Han ocurrido cosas extrañas que podrían estar relacionadas con este caso. Necesito el punto de vista de alguien que sepa de qué está hablando.
– En Internet hay toneladas de material sobre el caso.
– Necesito un punto de vista del que pueda fiarme.
– ¿Cuándo ha de ser?
– Lo antes posible.
– Voy camino del Otesaga.
– ¿Perdón?
– El hotel Otesaga, en Cooperstown. Si quiere verme allí, puedo dedicarle cuarenta y cinco minutos, de la una y cuarto a las dos.
– Perfecto. ¿Dónde puedo…?
– En la sala de reuniones Fenimore. Presento un trabajo de investigación a las doce y media, después habrá una breve sesión de preguntas y luego un poco de cotilleo en el bufé. El cotilleo me lo puedo saltar. ¿Puede estar allí a la una y cuarto?
Gurney abrió y cerró la mano derecha, convenciéndose otra vez de que podía manejar el cambio de marchas.
– Sí.
– Hasta entonces.
Sonrió. Sentía afinidad con cualquiera que estuviera dispuesto a saltarse la parte del cotilleo. Quizás eso era lo que más le gustaba de Holdenfield, el minimalismo de su sociabilidad. Durante un momento, se preguntó cómo se reflejaría eso en su vida sexual. Sacudió la cabeza como para librarse de esa idea.
Volvió a centrarse en el quinto atestado -en la parte en la que salían una serie de fotografías y pies de foto de la escena del crimen y del vehículo- con renovada concentración. Las imágenes mostraban el Mercedes del doctor James Brewster desde múltiples ángulos; había quedado compactado hasta la mitad de su longitud tras chocar contra el tronco de un árbol. Como la mayoría de los otros vehículos, la cápsula de prestigio de cien mil dólares había quedado convertida en algo irreconocible, indescriptible, inútil.
Gurney se preguntó si eso formaba parte del objetivo del Buen Pastor: no solo matar a propietarios ricos, sino también reducir los símbolos de su riqueza a pilas de chatarra sin sentido. La humillación final de los ricos y poderosos. Polvo al polvo.
– ¿Interrumpimos algo? -Era la voz de Madeleine.
Gurney levantó la mirada, asombrado. Su mujer estaba de pie en el umbral del estudio. Kim estaba detrás de ella. No las había oído entrar en la casa. Todavía llevaban puestas aquellas chaquetas tan coloridas.
– ¿Interrumpir?
– Parecías muy concentrado.
– Solo estaba tratando de absorber cierta información.
– ¿Estabas hablando solo?
– ¿Qué?
– ¿O quizás estabas hablando por teléfono?
– Por teléfono. Hace un par de minutos. ¿Qué estáis tramando?
– Ha salido el sol. Va a ser un día precioso. Voy a hacer con Kim una excursión por la colina.
– ¿No estará llena de barro? -Percibió el mal genio en su propia voz.
– Puede ponerse un par de botas mías.
– ¿Vais a ir ahora?
– ¿Hay algún problema con eso?
– No, claro que no. De hecho, yo también tengo que salir un par de horas.
Madeleine lo miró con alarma.
– ¿En coche? ¿Tal y como tienes el brazo?
– El ibuprofeno es un gran invento.
– ¿Ibuprofeno? Hace doce horas te caíste, acabaste en urgencias y tuvieron que traerte a casa. ¿Ahora, un par de pastillas y estarás como nuevo?
– No como nuevo, pero no tan lisiado como para no poder funcionar.
Madeleine lo miró exasperada.
– ¿Adónde has de ir que es tan importante?
– ¿Recuerdas a la doctora Holdenfield?
– Recuerdo su nombre. Rebecca, ¿no?
– Exacto. Rebecca. Psicóloga forense.
– ¿Dónde está?
– Tiene la consulta en Albany.
Madeleine arqueó una ceja.
– ¿Albany? ¿Vas a ir a Albany?
– No. Hoy va a estar en Cooperstown. Hay una especie de simposio profesional… o algo así.
– ¿En el Otesaga?
– ¿Cómo lo sabes?
– ¿Dónde más puede haber un simposio en Cooperstown? -Lo miró con curiosidad-. ¿Ha surgido algo urgente?
– No, no ha surgido nada. Pero tengo algunas preguntas sobre el caso del Buen Pastor. En el perfil del FBI aparecía un libro suyo sobre el asesino en serie, en una nota al pie. Creo que puede que haya escrito artículos específicos sobre el caso.
– ¿No podías hacer las preguntas por teléfono?
– Demasiadas. Demasiado complicado.
– ¿A qué hora estarás en casa?
– Me va a conceder cuarenta y cinco minutos, hasta las dos, así que debería estar en casa a las tres, como muy tarde.
– A las tres como muy tarde. Recuérdalo.
– ¿Por qué?
Madeleine entrecerró los ojos.
– ¿Me estás preguntando por qué deberías recordar algo?
– Lo que quiero decir es si va a pasar algo a las tres en punto, algo que yo no sepa.
– Cuando me dices que vas a hacer algo, creo que estaría bien que lo hicieras de verdad. Si me dices que vas a llegar a casa a las tres, me gustaría poder confiar en que estarás de verdad en casa a las tres. Nada más. ¿Vale?
– Desde luego.
Si Kim no hubiera estado allí, podría haber tardado un poco más en mostrarse de acuerdo, podría haber sido más tenaz y preguntar por qué aquello era tan importante precisamente ese día. Sin embargo, Gurney había crecido en una casa donde ni la menor discrepancia podía airearse delante de un extraño. En su interior tenía arraigada una suerte de rígida reticencia angloirlandesa a mostrarse en público tal como era.
Kim parecía preocupada.
– ¿No debería ir contigo?
– Casi no tiene sentido que vaya yo. Así pues, desde luego, no hay necesidad alguna de que vayamos los dos.
– Vamos -dijo Madeleine, volviéndose hacia Kim-. Iré a buscarte unas botas. Aprovechemos que aún hace sol para subir a la colina.
Al cabo de dos minutos, Gurney, todavía en el estudio, oyó que la puerta corredera se abría y se cerraba con firmeza. La casa quedó sumida en el silencio. Se volvió hacia la pantalla de su ordenador, cerró el documento con las fotos del Mercedes aplastado del doctor Brewster y buscó en Google los términos «Holdenfield» y «Pastor».
El primer resultado fue un artículo de revista con un título desalentadoramente académico: «Patrón de resonancia: deducciones sobre la formación de la personalidad aplicadas a un asesino desconocido (alias Buen Pastor), mediante la utilización de protocolos de modelado bivalentes inductivo-deductivos. R. Holdenfield et al.».
Fue bajando por los resultados, saltándose aquellos en los que los términos de búsqueda habían encontrado cualquier otra cosa, desde una noticia sobre un hombre de Holdenfield, Nebraska, al que había mordido un pastor alemán, hasta el obituario de un trombonista negro llamado Holdenfield y oficiado por un pastor episcopaliano. Al final, contó una docena de páginas relevantes que relacionaban a Rebecca con aquel caso de homicidio. Todas hacían referencia a artículos profesionales.
Las repasó una por una. Sin embargo, en la mayoría de los casos solo se podía acceder a los artículos si estabas suscrito a las revistas que los habían publicado. Y bien pensado, su curiosidad en relación con ellos tampoco era tan alta. Por otro lado, si el lenguaje empleado en su artículo sobre el patrón de resonancia resultaba indicativo, podía concluir que leerse de cabo a rabo todos aquellos textos podía provocarle un terrible dolor de cabeza.
Cooperstown estaba situada al sur de un largo y estrecho lago, en las colinas rurales del condado de Otsego. Dos clases de turismo constituían la seña indicativa del lugar: por un lado, el apacible y adinerado; por el otro, el relacionado con el béisbol; por una parte, una calle principal llena de recuerdos deportivos; por otra, calles laterales tranquilas donde las casas de estilo neogriego reposaban a la sombra de robles centenarios. La América profunda en el centro del pueblo mezclada con tiendas de ropa Brooks Brothers bajo los altos árboles.
Había tardado en llegar a Walnut Crossing un poco más de lo previsto, más de una hora de viaje. De todos modos, llegó al Otesaga mucho antes de la hora prevista para su cita. Puede que, en el fondo, inconscientemente, quisiera oír la conferencia de Holdenfield, o al menos parte de ella.
Finales de marzo no era temporada alta, y menos para un hotel situado junto a un lago. Solo un tercio del aparcamiento estaba ocupado. El lugar, aunque bien cuidado, parecía medio desierto.
Gurney creía que se podía saber lo caro que era un hotel por lo rápida y sonriente que era la persona que acudía a abrirte la puerta. Según ese criterio, concluyó que una habitación en el Otesaga costaría al menos cuatrocientos dólares por noche.
La elegancia del vestíbulo confirmó esa impresión. Gurney estaba a punto de preguntar por la ubicación de la sala Fenimore cuando vio un caballete de madera que sostenía un cartel con una flecha que respondía a su pregunta. La flecha señalaba a un amplio pasillo con paredes de molduras clásicas. El cartel indicaba que la sala estaba reservada ese día para una reunión de la Asociación de Psicología Filosófica de Estados Unidos.
Al final del pasillo, había otro cartel idéntico junto a una puerta abierta. Cuando Gurney se acercó, oyó una salva de aplausos. Al llegar, comprobó que acababan de presentar a Rebecca Holdenfield. La mujer estaba ocupando su lugar al fondo de la sala, en el estrado. Era un espacio de techos altos que bien podría haber dado cobijo a una reunión de senadores romanos.
«No está mal», pensó Gurney.
Habría unas doscientas sillas, casi todas ocupadas. La inmensa mayoría de los asistentes eran varones, y muchos de ellos parecían de mediana edad o mayores. Gurney entró en la sala y ocupó un asiento en la última fila. Se sentía tan fuera de lugar como cuando iba a bodas, funerales o celebraciones por el estilo.
Holdenfield captó su mirada, pero no mostró ningún signo de reconocimiento. Acomodó unos papeles en el atril y sonrió a su público. Su expresión revelaba seguridad e intensidad más que calidez.
Nada nuevo.
– Gracias, señor presidente. -La sonrisa se apagó, la voz era clara y potente-. Estoy aquí para aportarles una idea sencilla. No les pido que estén de acuerdo o en desacuerdo. Les pido que piensen en ello. Lo que les aporto es una nueva visión del papel de la imitación en nuestras vidas, y de cómo afecta a todo lo que pensamos, sentimos y hacemos. En mi opinión, la imitación puede ser un instinto de supervivencia de la especie humana, tan indispensable como el sexo. Es una idea revolucionaria. La imitación nunca se ha clasificado como un instinto: una tendencia a la acción impulsada por la acumulación y descarga de tensión. Pero ¿no es exactamente eso lo que es?
Hizo una pausa. Su público permanecía atento.
– Quizás el hecho más revelador y que se ha pasado por alto respecto a la imitación es que… sienta bien. El proceso de imitación proporciona al organismo humano una forma de placer, una liberación de tensión. En todo lo que hacemos suele haber un sesgo a favor de la repetición, porque sienta bien.
A Holdenfield le brillaban los ojos. Su público parecía extasiado.
– Disfrutamos viendo lo que hemos visto antes y haciendo lo que hemos hecho antes. El cerebro busca un patrón de resonancia porque la resonancia proporciona placer.
Se apartó del podio, para conectar más directamente con sus oyentes.
– La supervivencia de cualquier especie depende de que cada nueva generación sea capaz de replicar los comportamientos de la generación anterior. Esta réplica podría surgir de la programación genética o del aprendizaje. Por ejemplo, las hormigas confían en gran medida en la programación genética de su conducta. Nosotros confiamos en gran medida en el aprendizaje. Los cerebros de los insectos nacen sabiendo prácticamente todo lo que necesitan saber, mientras que los cerebros humanos nacen sin saber prácticamente nada de lo que necesitan saber. El imperativo de supervivencia de los insectos es actuar. El imperativo de supervivencia del ser humano es aprender. El instinto del insecto lo impulsa a través de los actos específicos de su ciclo vital, mientras que nuestro instinto de imitación nos conduce a través del proceso de aprendizaje de cómo actuar.
Por lo que Gurney podía ver, todos los presentes estaban encandilados con sus palabras. En aquella sala, Holdenfield era una especie de estrella del rock.
– En este instinto se hunden las raíces del arte, del hábito, del placer de la creatividad, del dolor de la frustración. Mucho sufrimiento humano resulta de que el instinto de imitación tenga que enfrentarse directamente a recompensas y castigos externos. Consideremos el caso de un padre que pega a un hijo para castigarlo por haber pegado a otro niño. Se enseñan dos lecciones: pegar es una mala forma de tratar la conducta que nos resulta cuestionable (ya que está siendo castigada); y pegar es la forma adecuada de tratar la conducta que consideramos cuestionable (ya que se muestra como modelo de forma de castigar). El padre que pega a su hijo para enseñarle que no pegue, de hecho, le está enseñando a pegar. El potencial daño psíquico es enorme cuando la conducta que se muestra como modelo es la conducta que se castiga.
Durante la siguiente media hora, a Gurney le pareció que Holdenfield solo estaba repitiendo con otras palabras lo que ya había dicho. Aun así, lejos de aburrir a su público, parecía estar extasiándolo más todavía. Paseando y haciendo gestos teatrales, parecía una mujer con un dominio total de aquella gran sala de conferencias.
Finalmente, volvió a su posición detrás del estrado. En su expresión dejaba ver un gesto de triunfo.
– Por consiguiente, les pido que consideren la posibilidad de que el impulso de satisfacer el instinto de imitación sea el ingrediente más importante que falta en nuestra comprensión de la naturaleza del ser humano. Gracias por su atención.
Un fuerte aplauso se extendió por la sala. Un miembro del público de tez rubicunda y pelo blanco se levantó en la fila delantera y se dirigió a sus compañeros asistentes con la voz serena de un presentador de radio de los viejos tiempos.
– En nombre del grupo me gustaría dar las gracias a la doctora Holdenfield por esta estupenda presentación. Ha dicho que quería darnos algo en lo que pensar y, sin duda, eso es exactamente lo que ha hecho. Estamos ante un concepto más que intrigante. Dentro de unos quince minutos tendremos abierto el bar y el bufé. Entre tanto, tienen oportunidad de hacer preguntas y comentarios. ¿Le parece bien, Rebecca?
– Por supuesto.
Las «preguntas» fueron más bien una serie de loas a la originalidad del razonamiento de Holdenfield y expresiones de gratitud por su presencia. Después de veinte minutos de lo mismo, el hombre de pelo blanco se levantó otra vez, dio las gracias a Rebecca, una vez más, y anunció que el bar ya estaba abierto.
– Interesante -dijo Gurney con una sonrisa astuta.
Holdenfield le dedicó una mirada entre reticente y examinadora. Estaban sentados en un pequeño patio con una galería que daba a un césped muy bien cuidado salpicado de arbustos de boj. Brillaba el sol y, más allá del césped, el lago era tan azul como el cielo. Holdenfield lucía un traje chaqueta beis de seda y una blusa blanca del mismo material. No llevaba maquillaje ni joyas, a excepción de un reloj de oro que parecía caro. Se había recogido el cabello, de un castaño rojizo. Sus ojos castaño oscuro lo estaban estudiando.
– Ha venido muy pronto -dijo.
– Ya que venía quería aprender lo más posible.
– ¿De psicología filosófica?
– De usted y de su forma de pensar.
– ¿Mi forma de pensar?
– Tengo curiosidad por cómo llega a sus conclusiones.
– ¿En general? ¿O tiene una pregunta específica que no está formulando?
Gurney sonrió.
– ¿Cómo le ha ido?
– ¿Qué?
– Tiene buen aspecto. ¿Cómo le ha ido?
– Bien, supongo. Ocupada. Muy ocupada, de hecho.
– Parece que da réditos.
– ¿A qué se refiere?
– Fama. Respeto. Aplausos. Libros. Artículos. Conferencias.
Ella asintió, ladeó la cabeza, lo observó, esperó.
– ¿Y?
Gurney miró por encima del césped, al lago reluciente.
– Solo estoy remarcando la notable carrera que ha hecho. Primero un gran nombre en la psicología forense, ahora un gran nombre en la psicología filosófica. La marca Holdenfield está creciendo y brillando. Estoy impresionado.
– No, no lo está. No es tan impresionable. ¿Qué quiere? Gurney se encogió de hombros.
– Necesito algo de ayuda para entender el caso del Buen Pastor.
– ¿Y eso?
– Es una larga historia.
– Cuénteme la versión abreviada.
– La hija de una vieja conocida está produciendo un documental de televisión sobre las familias de las víctimas del Buen Pastor. Quiere que la vigile, que actúe como una especie de tabla de salvación para ella, etcétera. -Mientras Gurney estaba hablando, lo que de verdad significaba aquel etcétera lo estaba devorando por dentro.
– ¿Qué necesita saber?
– Mucho. Es difícil decidir por dónde empezar.
Detectó un tic de inquietud en la comisura de los labios de la psicóloga.
– Por cualquier sitio mejor que por ninguna parte.
– Patrón de resonancia.
Ella pestañeó.
– ¿Qué?
– Es un término que ha usado en su presentación de hoy. También lo usó en el título de un artículo de revista que escribió hace nueve años. ¿Qué significa?
– ¿Ha leído el artículo?
– Me intimidó el título tan largo y pensé que el resto me superaría.
– Dios, es usted un artista de la farsa. -Hizo que sonara como un cumplido.
– Así pues, hábleme del patrón de resonancia.
Ella miró otra vez su reloj.
– No estoy segura de tener tiempo suficiente.
– Inténtelo.
– Se refiere a la transferencia de energía entre constructos mentales.
– En el vocabulario de un humilde detective retirado, nacido en el Bronx, eso significaría…
Hubo un destello divertido en los ojos de Holdenfield.
– Es un concepto de sublimación de Freud repensado y revisado: la desviación forzada de energía peligrosamente agresiva o sexual a canales alternativos más seguros.
– Rebecca, los humildes detectives retirados hablan el lenguaje de la calle.
– Vaya, Gurney, es todo un farsante. Pero, bueno, hagámoslo a su manera. Olvídese de Freud. Hay un famoso poema de una chica llamada Margaret que experimenta el dolor cuando ve caer las hojas en otoño. Pero los dos últimos versos son: «Es la plaga por la que el hombre nació, es por lo que Margaret lloró». Es un patrón de resonancia. La emoción intensa que siente al observar la muerte de las hojas en realidad procede de un conocimiento más profundo de su propio destino inevitable.
– Es decir, que la energía emocional en una experiencia puede transferirse a otra sin…
– Sin darnos cuenta de que lo que estamos sintiendo ahora mismo puede que no proceda de lo que está ocurriendo en este momento. ¡Esa es la cuestión! -Había un orgullo particular en la voz.
– ¿Cómo se aplica todo esto al Buen Pastor?
– ¿Cómo? De todas las maneras posibles. Sus acciones, su pensamiento, su lenguaje y su motivación encajan perfectamente en el concepto. Su caso es una de las validaciones más claras del concepto. Esta clase de asesinato, guiado por una misión, nunca trata de lo que parece en la superficie. Por debajo de la motivación consciente del asesino siempre hay otra fuente de energía, una experiencia traumática o un conjunto de experiencias que ocurrieron en un momento muy anterior de su vida. Hay un poso de miedo reprimido y de rabia generada por esa experiencia. A través de un proceso de asociación, el asesino conecta su experiencia pasada con algo que ocurre en el presente, y los viejos sentimientos empiezan a animar sus pensamientos actuales. Estamos hechos para creer que lo que estamos sintiendo ahora es el resultado de lo que estamos experimentando justo en este momento. Si me siento alegre o triste, supongo que es porque algo en mi vida actual está yendo bien o mal, no porque algún elemento de energía emocional ha sido transferido al presente desde un recuerdo reprimido. Suele ser un error inofensivo. Pero no es tan inofensivo cuando la emoción transferida es una rabia patológica. Y eso es exactamente lo que ocurre con cierta clase de asesino: el Buen Pastor es un ejemplo perfecto.
– ¿Alguna idea de qué clase de experiencia infantil proporcionó toda esa energía transferida que hay detrás de los asesinatos?
– Me inclinaría por un terror traumático causado por un padre violento y materialista.
– Entonces, ¿por qué cree que paró después del sexto crimen?
– ¿Se le ha ocurrido pensar que podría estar muerto? -Holdenfield miró su reloj con expresión de alarma-. Lo siento, David, la verdad es que no tengo más tiempo.
– Le agradezco que me haya hecho un hueco en su apretada agenda. Por cierto, durante su estudio del caso, ¿habló con Max Clinter?
– Ja. Clinter. Sí, por supuesto. ¿Qué pasa con él?
– Precisamente, esa es mi pregunta.
Holdenfield suspiró con impaciencia, luego habló muy deprisa: -Max Clinter es un narcisista furioso que cree que el caso del Buen Pastor se centra en él. Cuenta un sinfín de teorías de la conspiración que no tienen sentido. También es un borracho autocompasivo que una noche calamitosa arrasó con su vida y la de su familia. Desde entonces ha estado tratando de conectar todos los datos de cualquier manera rara que se le ocurra, para que la culpa recaiga sobre cualquiera menos en él.
– ¿Por qué cree que está muerto?
– ¿Qué?
– Ha dicho que el Buen Pastor podría estar muerto.
– Eso es: podría.
– ¿Por qué otro motivo podría haber parado?
Holdenfield soltó otro suspiro de impaciencia, más teatral que el anterior.
– Tal vez una de las balas de Clinter le pasara muy cerca…, puede incluso que le diera. Tal vez tuvo una crisis, una descomposición psicótica. Podría estar en un hospital psiquiátrico, o incluso en prisión por algo que nada tuviera que ver con los asesinatos. Hay muchas razones por las que alguien puede desaparecer del mapa. No tiene sentido especular sin pruebas. -Holdenfield se alejó de la mesa-. Lo siento, he de irme. -Saludó rápidamente a Gurney con la cabeza y se encaminó hacia la puerta que separaba la galería del vestíbulo del hotel.
Gurney habló a su espalda.
– ¿Hay alguna razón por la que alguien quiera impedir un nuevo examen del caso?
Se volvió a mirarlo.
– ¿De qué está hablando?
– A la joven que está haciendo el documental que he mencionado antes le han ocurrido una serie de cosas extrañas, cosas que podrían interpretarse como amenazas…, o, cuando menos, como sugerencias hostiles de que se aleje del proyecto.
Holdenfield parecía perpleja.
– ¿Como qué?
– Gente que entra en su apartamento, objetos personales que aparecen en un lugar distinto al que estaban, cuchillos de cocina que desaparecen y vuelven a aparecer donde no deberían, gotas de sangre, luces que se apagan desde el cuadro eléctrico, un peldaño serrado en la escalera del sótano… -Estaba a punto de mencionar la advertencia susurrada, pero su inseguridad lo detuvo-. Hay una posibilidad de que la estén acosando por otra razón, de que las amenazas no estén relacionadas con el caso, pero creo que sí lo están. Deje que le pregunte algo: en el caso de que el Buen Pastor siga en alguna parte, ¿cree que querría impedir que su caso se discutiera en televisión?
Ella negó con la cabeza de manera enérgica.
– Todo lo contrario. Le encantaría. Está hablando de alguien que escribió un manifiesto de veinte páginas y que luego lo envió a los medios más importantes del país. Estos tipos, cuya patología subyacente adopta la forma de una rabia específica contra la sociedad, quieren audiencia. Es algo que desean por encima de todas las cosas. Desean que todo el mundo aprecie la importancia de su misión.
– ¿Se le ocurre alguien más que pudiera querer entrometerse?
– No, no se me ocurre.
– Así pues, tengo un pequeño misterio en mis manos. ¿Supongo que el agente al mando Trout no querrá hablar conmigo?
– ¿Matt Trout? Está de broma.
– Sí, soy así. Dave, el bromista. Gracias por su tiempo, Rebecca.
La expresión perpleja no había desaparecido del rostro de Holdenfield cuando se volvió y entró en el vestíbulo.
Tres adolescentes con camisetas y pantalones rojos estaban dando patadas a un balón en el césped impecablemente cuidado del borde del lago. Al parecer no les importaba que el sol hubiera desaparecido detrás de unas nubes que avanzaban como si quisieran empujar a la primavera otra vez hacia el invierno.
Gurney se levantó de la mesa, frotándose los brazos para deshacerse del frío. Después de la caída de la noche anterior, le dolían todos los huesos del cuerpo. Los acúfenos, de los cuales solo era consciente de manera esporádica, ahora parecían más presentes. Al dirigirse de manera un poco inestable hacia la puerta que conducía al vestíbulo, un joven de uniforme se la abrió con una sonrisa automática y una voz indefinida que desdibujó sus palabras.
– ¿Disculpe? -dijo Gurney.
El joven habló más alto, como un asistente en un asilo.
– Solo le preguntaba si está todo bien, señor.
– Sí, bien, gracias.
Gurney volvió a la zona de aparcamiento. Cuatro jugadores de golf con pantalones lisos tradicionales y jerséis de pico salieron de un enorme todoterreno que le recordó un electrodoméstico de cocina cara. Normalmente, la idea de que alguien hubiera pagado 75000 dólares para conducir una tostadora gigante le habría hecho sonreír. En cambio, en ese momento lo vio como un síntoma más de un mundo decadente, un mundo en el cual los imbéciles codiciosos se conjuraban constantemente para acumular la mayor cantidad de estupideces posible.
Quizás el Buen Pastor tenía un punto de razón.
Se metió en su coche, se sentó y cerró los ojos.
Tenía sed. Miró en el asiento de atrás, donde sabía que había un par de botellas de agua, pero no estaban a la vista; supuso que habían rodado del asiento de atrás y estarían debajo del asiento delantero. Salió, abrió la puerta de atrás y cogió una de las botellas. Se bebió la mitad y volvió a entrar en el coche.
Una vez más, cerró los ojos, pensando que podría despejar la cabeza con una siesta de cinco minutos. Pero una cosa que le había dicho Holdenfield no le dejaba desconectar: «Está de broma».
Se dijo que había sido un comentario hecho a la ligera, que se refería más a que Trout se mostraba inaccesible, y no tanto a su calidad de policía retirado. O tal vez Holdenfield hubiera malinterpretado sus palabras, como si él hubiera pretendido que los presentara y ella hubiera querido librarse con aquella respuesta. En cualquier caso, no tenía sentido darle más vueltas a aquello.
Sin embargo, más allá de todos esos pensamientos, lo cierto es que sentía rabia. Rabia por el pomposo obseso del control que supuestamente se negaría a verle; por Holdenfield, que estaba demasiado inmersa en sus propias prioridades para interceder; por toda la arrogancia del FBI.
Empezó a darle vueltas a la conferencia de Holdenfield, a su concepto de patrón de resonancia del asesino en serie, al perfil del Buen Pastor, al peldaño serrado, a la insistencia de Robby Meese en que Kim Corazon era una loca peligrosa, al estrafalario Max Clinter, al repelente Rudy Getz, a la maldita flecha con emplumado rojo que había aparecido en su jardín. Sin embargo, las palabras de la psicóloga volvían una y otra vez a su mente: «Está de broma».
¿Qué respuesta buscaba? «Por supuesto que le recibirá. Con su asombrosa reputación en la policía de Nueva York, ¿cómo iba a no querer recibirle el agente Trout?»
¡Cielos! ¿De verdad era tan patético? ¿Tanto necesitaba que reconocieran que era un detective estrella? Cuando reconocieron públicamente su labor, se había sentido incómodo. Sin embargo, que no lo tuvieran en cuenta le sentaba incluso peor. En el fondo, ¿quién era él sin esa reputación? ¿Solo otro tipo cuya carrera había terminado? ¿Solo otro tipo que no sabía quién demonios era porque la jerarquía que le había dado su identidad también tenía el poder de ningunearlo? ¿Solo otro expolicía triste, sentado a un lado del camino, que soñaba con los días en que su vida tenía sentido, que esperaba una llamada para volver a la acción?
«Dios, qué mierda de autocompasión. ¡Basta! Soy detective. Quizá siempre lo he sido y de un modo o de otro siempre lo seré. Esto es así, independientemente de los detalles de mi nómina o de lo que diga la cadena de mando. Tengo un talento que me hace ser lo que soy. Y aprovecharlo es lo más importante, no la opinión de Rebecca Holdenfield ni del agente Trout ni de nadie. Mi autoestima, mi razón de ser, depende de mi propia conducta, no de las reacciones de una profiler, con toda su jerga psicológica, ni de ningún federal burócrata al que ni siquiera conozco.»
Se aferró a este pensamiento para calmarse, aunque sabía que había algo un tanto melodramático en todo aquello. De todos modos, cierto nivel de convicción era mejor que nada. Si quería mantener su equilibrio, como para ir en bicicleta, necesitaba impulso. Debía hacer algo.
Sacó el móvil, accedió a su correo electrónico y, una vez más, abrió la serie de atestados que Hardwick le había enviado.
Repasándolos, recordó que la agente inmobiliaria, la que tenía nombre de estrella de cine, se encontraba a solo unos kilómetros de su casa en Markham Dell cuando se convirtió en la cuarta víctima del Buen Pastor.
Markham Dell no estaba lejos de Cooperstown. En el atestado encontró la localización exacta en Long Swamp Road. Había una serie de fotografías del punto en el que habían volado la mitad de la cara de Sharon Stone, del lugar donde su coche había salido del asfalto para caer en el lodo.
Introdujo la dirección en su GPS y cruzó las verjas del aparcamiento del Otesaga. No esperaba hacer un gran descubrimiento, pero sí que sentía que tal vez le sirviera para volver a poner los pies en el suelo y reencontrar un punto de partida.
Visitar una escena del crimen por primera vez, incluso diez años después de los hechos, le producía una sensación que no sabía cómo definir. Llamarlo estimulante podía parecer perverso, pero sin duda aguzaba sus sentidos. Toda escena de la vida cotidiana pasaba de inmediato a un segundo plano.
No era la primera vez que trataba de examinar el escenario de un asesinato cometido hacía mucho. En cierta ocasión, había logrado que un asesino en serie confesara haber asesinado a una adolescente en una zona boscosa cerca de Orchard Beach, en el Bronx, doce años antes.
Al tiempo que conducía despacio por la suave curva hacia la izquierda que separaba Long Swamp Road de la carretera estatal que llevaba hasta Dead Dog Pond, sintió lo mismo que en Orchard Beach. Su mente viajó hasta el pasado, y fue como si todos aquellos árboles jóvenes y pequeños arbustos que habían crecido durante aquellos diez años no lo hubieran hecho.
Las fotos del informe podían guiarle para reconstruir cómo era aquel lugar hace ya algunos años. No había ni edificios ni tablones de anuncios ni postes telefónicos nuevos. La carretera no tenía guardarraíl en el año 2000; tampoco ahora. Tres árboles altos aparecían prácticamente idénticos. La época del año, principios de primavera, era la misma, lo que hacía que las viejas fotos no lo parecieran tanto.
La posición de los árboles altos y las anotaciones y las medidas de ángulo y distancia que acompañaban a las fotografías le permitieron localizar la posición aproximada del coche de Sharon Stone cuando la bala le impactó.
Volvió hasta el cruce con una carretera que conectaba con la autopista estatal. Luego condujo hasta el punto del disparo. Desde allí continuó durante tres kilómetros de ciénagas y marismas, más allá de Dead Dog Lake. Atravesó el pueblo de postal de Markham Dell, y recorrió casi otro par de kilómetros hasta donde Long Swamp Road se unía en un cruce en T con una carretera muy transitada.
A continuación volvió al punto de partida y repitió el proceso, pero esta vez hizo lo que imaginaba que podría haber hecho el Buen Pastor. Primero encontró un buen lugar para aparcar al lado de la carretera, no muy lejos de la ruta de conexión con la carretera estatal, un lugar razonable para que alguien esperara al acecho el paso de un Mercedes, un vehículo popular entre los residentes de fin de semana de Markham Dell.
Gurney salió detrás de un Mercedes negro imaginario, lo «siguió» hasta el principio de una curva larga, aceleró, se metió en el carril izquierdo, bajó la ventanilla del pasajero y, en el punto aproximado indicado en la reconstrucción del accidente, levantó el brazo derecho y apuntó al conductor imaginario.
«¡Bam!», gritó lo más alto que pudo, sabiendo que ningún sonido que pudiera hacer llegaría ni al diez por ciento del estallido del monstruo de calibre cincuenta que había empleado el asesino. Al simular el disparo, pisó los frenos. Se imaginó el coche de la víctima, que se desviaba del arco de la curva, hacia el cenagal, quizás un centenar de metros por delante de él. Simuló que dejaba la pistola en el asiento, que cogía un pequeño animal de juguete del bolsillo de su camisa y lo lanzaba al arcén de la carretera, cerca del sitio donde había visto el Mercedes incrustado en el barro, rodeado de aneas marrones.
Después condujo hacia Markham Dell. Por el camino, consideró todas las opciones disponibles para deshacerse de la pistola Desert Eagle. Pasaron tres coches en dirección contraria, uno de ellos un Mercedes negro. Un escalofrío le recorrió la nuca.
En el semáforo del pueblo, Gurney dio un giro de ciento ochenta grados. Cuando se estaba acercando a Dead Dog Lake, sopesando los pros y los contras que convertían a aquel lugar en un buen sitio donde dejar la pistola, sonó su teléfono. En la pantalla apareció el número fijo de su casa.
– ¿Madeleine?
– ¿Dónde estás?
– En una carretera secundaria cerca de Markham Dell. ¿Por qué?
– ¿Por qué?
Gurney vaciló.
– ¿Hay algún problema?
– ¿Qué hora es? -preguntó ella con inquietante calma.
– ¿Qué hora? No…, oh, Dios… sí, ya veo. Lo olvidé.
El reloj del salpicadero decía que eran las 15.15. Había prometido estar en casa a las tres. A las tres como muy tarde.
– ¿Te has olvidado?
– Lo siento.
– ¿Es eso? ¿Lo has olvidado? -Había una rabia latente en el tono mesurado de su mujer.
– Lo siento. Olvidar no es algo sobre lo que tenga mucho control. No olvido las cosas a propósito.
– Sí.
– ¿Cómo demonios iba a hacerlo? Olvidar es olvidar. No es algo intencionado.
– Te acuerdas de las cosas que te importan. Te olvidas de lo que no te importa.
– Eso no…
– Sí. Siempre culpas a tu memoria. No tiene nada que ver con tu memoria. Nunca te has olvidado de comparecer en un juicio, ¿verdad? Nunca te has olvidado de una cita con el fiscal. No tienes un problema de memoria, David, tienes un problema de interés.
– Mira, lo siento.
– Exacto. ¿Cuándo estarás en casa?
– Estoy de camino. Treinta y cinco o cuarenta minutos.
– Entonces estás diciendo que estarás aquí a las cuatro.
– A las cuatro seguro. Puede que antes.
– Bien, a las cuatro en punto. Solo una hora tarde. Hasta luego.
Había colgado.
A las 15.52 llegó al tranquilo camino que ascendía junto al arroyo y atravesaba un declive en las colinas hasta su casa. Aparcó no muy lejos del camino, en una zona de hierba que había delante de una cabaña que alguien utilizaba ocasionalmente, algún fin de semana.
Había pasado los primeros diez minutos del viaje desde Markham Dell preguntándose por qué Madeleine estaba tan irritada -más irritada de lo habitual- por su olvido, su descuido, su incapacidad de anotar cosas que podrían olvidársele. Sin embargo, el resto del viaje se lo había pasado dándole vueltas a todo aquel asunto del Buen Pastor.
Se preguntó si la oficina de campo del FBI en Albany habría hecho algún progreso que no constara en los archivos de la policía del estado de Nueva York a los que Hardwick tenía acceso. ¿Había alguna forma de averiguarlo sin tener que preguntarle al agente Trout? No se le ocurrió ninguna.
No obstante…, si Trout era tan rígido como todos los demás parecían pensar, Gurney sabía que tendría un punto débil. La experiencia le decía que un hombre tiende a situar sus defensas más fuertes en un determinado lugar para proteger su punto más débil.
Así pues, una manía por el control delataba un terror al caos.
Y eso sugería un camino a la fortaleza.
Sacó su teléfono y marcó el número de Holdenfield: el buzón de voz.
– Hola, Rebecca. Siento molestarla otra vez en un día tan atareado. Pero hay algunas cosas del caso del Buen Pastor que no encajan. De hecho, podría haber un defecto fatal en el enfoque del caso por parte del FBI. Llámeme cuando tenga un momento.
Se guardó el móvil en el bolsillo y condujo hasta lo alto de la colina.
Cuando pasó entre el estanque y el granero, cuando ya se veía la casa en lo alto del prado, Gurney atisbó -apenas visible sobre las puntas dobladas y rotas de la hierba marrón- el manillar y el depósito de gasolina de una motocicleta aparcada junto al coche de Madeleine.
Reaccionó con una mezcla de interés y sospecha. Cuando estacionó a su lado, su interés creció. La motocicleta, en muy buen estado, era una BSA Cyclone, una máquina cada vez más rara que no se había fabricado desde la década de los sesenta.
Le recordó una moto que había tenido hacía muchos años. En 1979, cuando era estudiante de primer año en Fordham y vivía con sus padres en un apartamento del Bronx, Gurney iba al campus en una Triumph Bonneville que ya entonces contaba veinte años. Cuando se la robaron el verano entre el primer y el segundo curso, decidió que ya había soportado suficientes tormentas, vientos gélidos y casi accidentes en el Cross Bronx Expressway para que el aburrimiento del autobús le resultara aceptable.
Entró en la casa por una puerta lateral que conducía a la gran cocina a través de un pequeño pasillo. Esperaba oír voces, quizá la del motorista, pero lo único que oyó fue algo que chisporroteaba en el fuego. Cuando entró en la cocina, le invadió el aroma de cebollas que Madeleine estaba salteando en un wok. Su mujer no levantó la mirada.
– ¿De quién es la moto? -preguntó.
– ¿Estaba en tu sitio?
– No he dicho que estuviera en mi sitio. -Esperó, mirándola-. ¿Y?
– ¿Y?
– ¿Y? ¿De quién es?
– Se supone que no he de decírtelo.
– ¿Qué?
Madeleine suspiró.
– No he de decírtelo.
– ¿Por qué no?
– Porque… alguien quiere que su visita sea una sorpresa.
– ¿Quién? ¿Quién es?
– Es una sorpresa -respondió, un tanto incómoda.
– ¿Alguien ha venido a verme?
– Exacto. -Madeleine bajó el fuego, retiró el wok y ralló las cebollas sobre una capa de arroz esparcida sobre la fuente de horno que había junto a la cocina.
– ¿Dónde está Kim?
– Ella y el visitante han ido a dar un paseo. -Fue a la nevera, sacó un bol de gambas peladas, otro de pimientos y apio picados, y un tarro de ajo troceado.
– Sabes que no me gustan mucho las sorpresas -dijo Gurney.
– Ni a mí. -Madeleine subió el gas, colocó de nuevo el wok sobre el hornillo, vertió la verdura en él y empezó a revolver vigorosamente con la espátula.
Permanecieron un rato en silencio, hasta que él se sintió incómodo.
– Supongo que es alguien que conozco. -De inmediato lamentó la inanidad de la pregunta.
Madeleine lo miró por primera vez desde que había entrado.
– Eso espero.
Dave respiró profundamente.
– Esto es una tontería muy grande. Dime quién ha venido en esa motocicleta y por qué está aquí.
Madeleine se encogió de hombros.
– Kyle. Para verte.
– ¿Qué?
– Ya me has oído. Tus acúfenos no son tan graves.
– ¿Mi hijo? ¿Kyle? ¿Ha venido desde Nueva York en moto? ¿Para verme?
– Para darte una sorpresa. Planeaba estar aquí a las tres, porque es cuando dijiste que vendrías. A las tres como muy tarde. De hecho llegó a las dos, para tener tiempo de sorprenderte si te adelantabas.
– ¿Lo has preparado tú? -Sonó a medio camino entre una pregunta y una acusación.
– No, no lo he preparado yo. Fue idea suya venir a verte. No te ha visto desde que estuviste en el hospital. Lo único que hice yo fue decirle a qué hora estarías aquí, la hora que me dijiste. ¿Por qué me miras así?
– Qué coincidencia que ayer estuvieras sugiriendo que Kyle y Kim podrían hacer buena pareja y que ahora estén dando un paseo juntos.
– Esas cosas pasan, David. Por eso existe la palabra «coincidencia». -Volvió su atención al wok.
Gurney se sentía más molesto de lo que estaba dispuesto a admitir. No le gustaban los cambios de planes, perder la ilusión de que lo tenía todo controlado. Tampoco ayudaba que su relación con Kyle, su hijo, que ya tenía veintiséis años, fruto de su primer matrimonio, resultaba desde hacía tiempo algo conflictiva. Además, los ibuprofenos que se había tomado para el pinzamiento del nervio de su brazo estaban perdiendo su efecto. Otra vez empezaba a dolerle todo y…
Trató de que su voz no dejara entrever la hostilidad y la autocompasión que sentía.
– ¿Sabes adónde han ido a caminar?
Madeleine sacó el wok del fuego y añadió su contenido al arroz y a las cebollas de la bandeja del horno. No respondió hasta que limpió el wok, volvió a ponerlo en el fuego y añadió más aceite.
– Les sugerí el camino de la cumbre, el que lleva hasta el sendero que conduce al estanque.
– ¿A qué hora se han ido?
– Cuando nos hemos enterado de que llegarías una hora tarde.
– Ojalá me hubieras hablado de esto.
– ¿Habría cambiado algo?
– Por supuesto que habría cambiado algo.
– Interesante.
El aceite del wok estaba empezando a humear. Madeleine fue al armarito de las especias, volvió con jengibre en polvo, cardamomo, cilantro y una bolsita de anacardos. Puso el extractor al máximo, echó un puñado de anacardos en el wok, una cucharadita de té de cada una de las especias y empezó a removerlo todo.
Señaló con la cabeza hacia la ventana de al lado del fuego.
– Están subiendo la colina.
Gurney se acercó y miró al exterior. Kim y Kyle estaban ascendiendo por el sendero de hierba, a través del prado, ella con un impermeable de Madeleine de color chillón, y Kyle con vaqueros gastados y una chaqueta de cuero negra. Parecía que se estaba riendo.
Gurney los observó. Madeleine lo miró fijamente.
– Antes de que lleguen a la puerta -dijo-, podrías poner una cara más agradable.
– Solo estaba pensando en la moto.
Madeleine volcó la picada de anacardos y especias del wok en la fuente de horno, sobre el resto de los ingredientes.
– ¿Qué pasa?
– Una moto clásica de hace cincuenta años restaurada y en estado impecable no es barata.
– ¡Ja! -Madeleine puso el wok en el fregadero y dejó que corriera el agua-. ¿Desde cuándo Kyle ha comprado cosas baratas?
Dave asintió vagamente.
– La única vez que vino a esta casa fue hace dos años, para alardear de su maldito Porsche amarillo recién comprado con su bono de Wall Street. Ahora es una BSA cara. ¡Dios!
– Tú eres su padre.
– ¿Qué significa eso?
Madeleine suspiró, mirándolo con una combinación extraña de exasperación y compasión.
– ¿No es evidente? Quiere que estés orgulloso de él. Tienes razón en que lo intenta de una forma que no funciona. Creo que no os conocéis muy bien…
– Supongo que no. -Dave vio que su mujer ponía la bandeja en el horno-. Todo este lujo…, todo este rollo de marcas…, supongo que me hace pensar en ese gen materialista que heredó de su madre. Era muy buena ganando dinero en su trabajo como agente inmobiliaria, y aún mejor era a la hora de gastárselo. No dejaba de decirme que estaba perdiendo el tiempo siendo policía, que debería ir a la Facultad de Derecho, porque se gana mucho más dinero defendiendo criminales que atrapándolos. Y ahora Kyle va a la Facultad de Derecho…
– ¿Estás enfadado porque crees que quiere defender a criminales?
– No estoy enfadado.
Ella le lanzó una mirada de incredulidad.
– A lo mejor estoy enfadado. No lo sé. Parece que últimamente todo me saca de quicio.
Madeleine se encogió de hombros.
– No te olvides de que es tu hijo el que ha venido a verte hoy, no tu exmujer.
– Exacto. Ojalá…
Lo interrumpió el sonido de la puerta lateral al abrirse. Oyó la excitada voz de Kyle en el pasillo.
– Ni hablar, ¡es demasiado raro! O sea, es lo más enfermizo que he oído.
El chico entró el primero en la cocina, sonriendo de oreja a oreja.
– Hola, papá. ¡Me alegro de verte!
Se saludaron con un abrazo torpe.
– Yo también me alegro, hijo. Es un largo viaje hasta aquí en moto, ¿eh?
– En realidad ha sido perfecto. Había poco tráfico en la 17. Desde allí hasta aquí las carreteras son ideales para ir en moto. ¿Te gusta?
– Creo que nunca había visto una tan bien restaurada.
– Yo tampoco. Me encanta. Tú tenías una moto, ¿verdad?
– No tan bonita.
– Espero que pueda conservarla así. La compré hace solo dos semanas en la Exposición de Motos Clásicas de Atlantic City. No pensaba comprar nada, pero no pude resistirme. Nunca había visto una tan bonita, ni siquiera la de mi jefe.
– ¿Tu jefe?
– Sí, medio he vuelto a Wall Street; trabajo a tiempo parcial para algunos tipos de la empresa que quebró.
– Pero ¿sigues en Columbia?
– Claro, desde luego. Tengo toneladas de libros para leer. El primer año está pensado para echar a los que no están motivados. Estoy tan ocupado que me vuelvo loco, pero qué demonios.
Kim cruzó el umbral de la cocina con una sonrisa para Madeleine.
– Gracias por la chaqueta. La he colgado en el lavadero. ¿Está bien?
– Bien, pero me muero de curiosidad.
– ¿Sobre qué?
– Estoy tratando de imaginar qué es lo más enfermo que has oído.
– ¿Qué? ¡Oh! ¿Me has oído decir eso? Kyle me estaba contando algo…, puaj. -Miró al chico-. Díselo tú, yo ni siquiera puedo repetirlo.
– Eh, oh…, es sobre un trastorno peculiar que tiene alguna gente. Podría no ser el mejor momento. Necesita cierta explicación. ¿Quizá después?
– Vale, luego te lo pregunto. Me pica la curiosidad. Entre tanto, ¿queréis una copa o un aperitivo? ¿Queso, galletas, aceitunas, fruta…?
Kyle y Kim se miraron y negaron con la cabeza.
– Yo no -dijo él.
– No, gracias -contestó la chica.
– Entonces, poneos cómodos. -Madeleine hizo un gesto hacia los sillones situados en torno a la chimenea, en el otro extremo de la sala-. Son casi las cinco. He de terminar algunas cosas. Cenaremos a las seis.
Kim preguntó si podía ayudar en algo. Cuando Madeleine le dijo que no, se disculpó y se dirigió al cuarto de baño. Gurney y Kyle se acomodaron en un par de sillones orejeros situados uno frente al otro. Delante había una mesita de café de cerezo, frente a la chimenea.
– Bueno… -empezaron a la vez, y a la vez se rieron.
Gurney tuvo una idea extraña: Kyle había heredado la boca y el cabello negro de su madre, pero tenerlo delante era como mirarse en un espejo mágico que parecía devolverle una imagen restaurada de sí mismo, un espejo capaz de eliminar un par de décadas de desgaste físico de un plumazo.
– Tú primero -dijo Gurney.
Kyle rio. Tenía la boca de su madre, pero los dientes de su padre.
– Kim me estaba hablando de este asunto de la tele en el que te has metido.
– No me he metido directamente en la parte de la tele. De hecho, me gustaría permanecer lo más alejado posible.
– ¿Qué otra parte hay?
Una pregunta simple, pensó Gurney, que trató de responder con la misma concreción.
– El caso en sí, supongo.
– ¿Los asesinatos del Buen Pastor?
– Los asesinatos, las víctimas, las pruebas, el modus operandi, la lógica del manifiesto, la premisa de investigación.
Kyle parecía sorprendido.
– ¿Tienes dudas con algo de eso?
– ¿Dudas? No lo sé. Quizá siento cierta curiosidad.
– Pensaba que todo ese material del Buen Pastor se había analizado exhaustivamente hace diez años.
– Quizá me genera dudas el hecho de que nadie tenga dudas. Además de otras cosas extrañas que han estado ocurriendo.
– ¿Como el ex de Kim, ese loco que saboteó su escalera?
– ¿Es así como describió lo ocurrido?
Kyle frunció el ceño.
– ¿Hay otra forma?
– ¿Quién sabe? Como he dicho, siento cierta curiosidad. -Hizo una pausa-. Por otro lado, tal curiosidad puede que no sea más que una suerte de indigestión mental. Ya veremos. Hay un agente del FBI con el que me gustaría hablar.
– ¿Y eso?
– Estoy casi seguro de que sé tanto como la policía del estado, pero nuestros amigos federales acostumbran a guardarse algún que otro detalle. Y creo que ese puede ser el caso del individuo que dirigía la investigación.
– ¿Y crees que podrás sacarle algo?
– No sé, tal vez no, pero me gustaría intentarlo.
Oyeron el estruendo de un cristal al romperse.
– ¡Maldita sea! -gritó Madeleine, al otro extremo de la estancia, levantando la mano del fregadero y mirándosela.
– ¿Estás bien? -preguntó Gurney.
Ella cortó un trozo de papel de cocina del rollo que había en la isla. El rollo se volcó y cayó al suelo. Madeleine no hizo caso de eso ni de la pregunta y empezó a secarse la mano.
– ¿Necesitas ayuda? -Dave se levantó y fue a mirarle la mano a su esposa. Cogió el rollo de papel de cocina y volvió a ponerlo en la encimera-. Déjame ver.
Kyle lo siguió.
– ¿Por qué no vuelven a sus asientos, caballeros? -dijo ella, torciendo el gesto e incómoda por la atención-. Creo que puedo ocuparme de esto yo sola. Es solo un poco de sangre, nada serio. Lo único que necesito es agua oxigenada y una tirita. -Dibujó una sonrisa fría y salió de la cocina.
Ellos se miraron y se encogieron de hombros.
– ¿Quieres un café? -preguntó Gurney.
Su hijo negó con la cabeza.
– Estaba tratando de recordar… Se convirtió en un caso del FBI por el tipo de Massachusetts, ¿no? ¿El cirujano?
Gurney pestañeó.
– ¿Cómo demonios te acuerdas de eso?
– Se habló mucho del tema.
A Gurney le conmovió la idea de que Kyle hubiera prestado atención a algo que pertenecía al mundo en el que su padre era un experto.
– Claro -dijo Gurney, sintiendo una pequeña cuchillada de una emoción desconocida-. ¿Estás seguro de que no quieres café?
– Bueno, va. Si tú tomas.
Mientras se filtraba el café, se quedaron mirando por la puerta cristalera. El sol amarillo de la tarde proyectaba sus rayos inclinados sobre el prado.
– Bueno -dijo Kyle después de un largo silencio- ¿qué opinas de este asunto en el que se ha metido?
– ¿Kim?
– Sí.
– Es una gran pregunta. Supongo que todo depende de cómo quede el programa.
– Por cómo me lo explicó, da la impresión de que habla en serio cuando dice que quiere hacer un retrato sincero de las personas implicadas.
– Lo que ella quiere y lo que quiera RAM son dos cosas diferentes.
Kyle pestañeó; parecía preocupado.
– Desde luego, menuda la que liaron en su momento. Veinticuatro horas de mierda, semana tras semana.
– ¿Te acuerdas de eso?
– Era lo único que hacían. Los asesinatos se produjeron justo después de que yo me fuera de casa de mamá para vivir en la casa de Stacey Marx.
– Cuando tenías… ¿quince años?
– Dieciséis. Era la época en que mamá empezó a salir con Tom Gerard, el tipo de la inmobiliaria. -Una emoción brillante destelló en sus ojos-. Mamá y Tom.
– Bueno -dijo Gurney con presteza-, ¿recuerdas la cobertura televisiva?
– Los padres de Stacey tenían la tele puesta todo el día. RAM News todo el tiempo, Dios. Aún me acuerdo de las reconstrucciones.
– ¿De los asesinatos?
– Sí. Un presentador con voz dramática leía una narración basada muy vagamente en los hechos, mientras aparecía algún actor conduciendo un coche negro brillante por una carretera solitaria. Repasaban todo el caso (hasta el disparo y el coche que se salía de la carretera). La palabra «recreación» destellaba en la pantalla medio segundo, en letra pequeña. Era telerrealidad sin realidad. Día tras día. Sacaron mucho partido de esa bazofia, deberían haberle pagado algo al Buen Pastor.
– Ahora lo recuerdo -dijo Gurney-. Todo formaba parte del circo de RAM.
– Hablando de circo, ¿alguna vez viste Cops? Fue un programa de mucho éxito que emitían también por aquella época.
– Vi parte de un episodio.
– No creo que te lo dijera nunca, pero había un capullo en el segundo curso del instituto que sabía que estabas en el Departamento de Policía de Nueva York y que siempre me preguntaba: «¿Es eso lo que hace tu padre, echar abajo las puertas de las caravanas?». Un capullo integral. Yo le decía: «No, capullo, no es eso lo que hace. Y, por cierto, capullo, no es solo un poli, es un detective de Homicidios». Detective de primera clase, ¿verdad, papá?
– Sí.
Kyle le pareció muy joven, casi un niño. Notó una opresión en el pecho. Apartó la mirada y la dirigió hacia el granero.
– Ojalá el artículo de la revista New York hubiera salido entonces -dijo-. Eso habría hecho que cerrara la bocaza rápidamente. ¡Ese artículo era fantástico!
– Supongo que Kim te ha dicho que el artículo lo escribió su madre.
– Sí, lo hizo cuando le pregunté cómo es que te conocía. Le gustas.
– ¿A quién?
– A Kim. Al menos a Kim, a lo mejor también a su madre. -Kyle sonrió. Otra vez pareció un muchacho de dieciséis años-. Esa placa dorada de detective las encandila, ¿eh?
Gurney consiguió reír un poco.
Una nube desfiló lentamente delante del sol; el prado pasó del dorado a un tono beis grisáceo. Por un segundo, algo en ese tono le recordó la piel de un cadáver. De un cadáver en particular. Un sicario dominicano cuya tez bronceada se había vaciado de sangre en una acera de Harlem. Se aclaró la garganta, como para deshacerse de la imagen.
Entonces reparó en un zumbido grave en el aire. Se hizo más alto y pronto reconoció el sonido de un helicóptero. Al cabo de medio minuto pasó cerca, pero solo pudo verse parcialmente y de manera fugaz detrás de las copas de los árboles de la cumbre. El característico sonido pesado del rotor se desvaneció y todo quedó otra vez en silencio.
– ¿Hay una base militar aquí cerca? -preguntó Kyle.
– No, solo los embalses que abastecen la ciudad.
– ¿Embalses? -preguntó, pensativo-. ¿Crees que el helicóptero es de Seguridad Nacional?
– Seguramente.
Estaban sentados a la mesa que separaba la zona de cocina de la de asientos situada junto a la chimenea. Habían empezado a comer. Kim y Kyle habían alabado con entusiasmo el plato de gambas con arroz y especias de Madeleine. Gurney había ofrecido un eco ensimismado de sus comentarios, después de lo cual siguieron comiendo durante un rato sin hablar.
Kyle rompió el silencio.
– Esta gente que has estado entrevistando, ¿tiene mucho en común?
Kim masticó reflexivamente y tragó antes de hablar.
– Rabia.
– ¿Todos? ¿Después de tantos años?
– En algunos es más obvio, porque lo expresan más directamente. Pero creo que la rabia está presente en todos ellos, de una forma u otra. Es inevitable, ¿no?
Kyle frunció el ceño.
– Pensaba que la rabia era una fase del duelo que al final se superaba.
– No si no hay un cierre emocional.
– ¿Porque nunca pillaron al Buen Pastor?
– Nunca lo pillaron, nunca lo identificaron. Y después de la loca persecución de Max Clinter, simplemente se evaporó en la noche. Es una historia sin un final.
Gurney torció el gesto.
– Creo que a la historia le falta algo más que un final.
Hubo un breve silencio en torno a la mesa. Todos lo miraron, expectantes.
– ¿Crees que el FBI se equivocó? -lo incitó Kyle.
– Eso es lo que quiero descubrir.
Kim parecía desconcertada.
– ¿Se equivocaron? ¿En qué?
– No estoy diciendo que se equivocaran en nada. Solo estoy diciendo que es una posibilidad.
La expresión de Kyle mostró un mayor entusiasmo.
– ¿Dónde podría residir esa equivocación?
– Por lo poco que sé en este momento, es posible que se equivoquen en todo.
Miró a Madeleine, cuyo rostro dejó ver una serie de emociones en conflicto, pero demasiado sutiles para que él las identificara.
Kim parecía alarmada.
– No lo entiendo. ¿Qué quieres decir?
– No me gusta hablar así, pero todo el caso da una impresión inestable. Como un edificio muy grande con cimientos débiles.
Kim negó con la cabeza.
– Pero cuando dices que podrían estar equivocados en todo, ¿qué demonios…?
El teléfono de Gurney empezó a sonar en su bolsillo.
Lo cogió, miró quién llamaba y sonrió:
– Tengo la sensación de que me van a preguntar lo mismo dentro de cinco segundos. -Se levantó de la mesa y se llevó el teléfono a la oreja-. Hola, Rebecca. Gracias por llamar.
– ¿Un defecto fatal en el enfoque del FBI? -Había un punto de rabia en su voz-. ¿Qué significa eso?
Gurney se alejó de la mesa en dirección a la puerta cristalera.
– Nada concluyente. Solo preguntas. Podría ser un problema o no, según las respuestas.
Se quedó de pie dándoles la espalda a los demás, mirando hacia las colinas del oeste y los restos morados de la puesta de sol, pero sin llegar a registrar la belleza de lo que estaba viendo. Se concentró en su objetivo: que lo invitaran a una reunión con el agente Trout.
– ¿Preguntas? ¿Qué preguntas?
– En realidad, tengo unas cuantas. ¿Tiene tiempo de escucharlas?
– La verdad es que no. Pero siento curiosidad. Adelante.
– La primera es la más importante. ¿Alguna vez ha tenido dudas sobre el caso?
– ¿Dudas? ¿Como cuáles?
– Como de qué se trataba.
– Lo que está diciendo no tiene sentido. Sea más concreto.
– Usted, el FBI, la comunidad de psicólogos forenses, criminólogos, sociólogos… Menos Max Clinter, todos parecen estar de acuerdo en todo. Nunca he visto un nivel tan conveniente de consenso respecto a lo que, en esencia, es una serie de crímenes sin resolver.
– ¿Conveniente? -El tono era mordaz.
– No estoy queriendo dar a entender que haya nada corrupto. Solo parece que todos, con la notoria excepción de Clinter, se sienten perfectamente a gusto con el hilo narrativo existente. Lo único que estoy preguntando es si este acuerdo es tan universal como parece, y lo segura que está usted personalmente.
– Mire, David, no tengo toda la tarde para esta conversación. Vaya al grano y dígame qué le molesta.
Gurney respiró hondo, tratando de calmar su enfado ante la irritación de Holdenfield.
– Lo que me preocupa es que hay muchos elementos en el caso, y, sobre todo, que todos deben ser interpretados de una manera en concreto para que apoyen el hilo narrativo general. Tengo la impresión de que es ese hilo narrativo lo que guía la interpretación de sus elementos, no al revés. -Estuvo tentado de añadir: «No de la forma en que debería llevarse a cabo un análisis sensato, objetivo y fiable», pero se contuvo.
Holdenfield vaciló.
– Sea más específico.
– Cada dato, cada indicio, cada hecho plantea preguntas obvias. Las respuestas de todas ellas parecen proceder de la premisa, y no al revés.
– ¿A eso lo llama ser más específico?
– Vale. Preguntas. ¿Por qué solo Mercedes? ¿Por qué solo negros? ¿Por qué detenerse en el sexto? ¿Por qué una Desert Eagle? ¿Por qué más de una Desert Eagle? ¿Por qué los animalitos de plástico? ¿Por qué viernes y sábados por la noche? ¿Por qué el manifiesto? ¿Por qué la combinación de un frío argumento racional con un lenguaje muy religioso? ¿Por qué la rígida repetición de…?
– David -intervino Holdenfield, exasperada-, todas esas cuestiones se examinaron y se discutieron minuciosamente. Todas y cada una de ellas. Las respuestas son claras, tienen perfecto sentido, forman una imagen coherente. La verdad es que no entiendo qué pretende.
– ¿Me está diciendo que nunca se planteó una investigación alternativa?
– Nunca hubo base para ninguna. ¿Cuál es su problema?
– ¿Se lo imagina?
– ¿Imaginarme?
– Al Buen Pastor.
– ¿Puedo imaginármelo? No lo sé. ¿Es una pregunta significativa?
– Creo que sí. ¿Cuál es su respuesta?
– Mi respuesta es que no estoy de acuerdo en que sea significativa.
– Creo que no puede imaginarlo. Yo tampoco. Podría haber contradicciones en el perfil que impiden siquiera imaginarnos una cara. Por supuesto, podría ser una mujer. Una mujer lo bastante fuerte para empuñar una Desert Eagle. O puede que sean varias personas. Pero, por ahora, dejaremos eso de lado.
– ¿Una mujer? Eso es absurdo.
– No hay tiempo para discutirlo ahora mismo. Tengo una última pregunta para usted. Entre todo el consenso profesional, ¿usted o alguno de sus colegas psicólogos forenses, o alguien de la Unidad de Análisis de la Conducta, estuvo alguna vez en desacuerdo sobre algo en la hipótesis del caso?
– Por supuesto que sí. Hay opiniones diversas, diferencias sobre dónde centrar la atención.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo, el concepto de patrón de resonancia hace hincapié en la transferencia de energía de un trauma original a una situación actual, lo cual provoca que la manifestación actual sea esencialmente un vehículo inanimado que toma vida del pasado. La aplicación del paradigma de instinto de imitación da a la situación actual una mayor validez de por sí. Es una repetición de un patrón pasado, pero tiene vida y energía propias. Otro concepto que podría aplicarse es el de la teoría de transmisión transgeneracional de la violencia, que es un modelo tradicional de conducta aprendida. Hubo un amplio debate sobre todas esas ideas.
Gurney se rio.
– ¿Qué es lo que tiene gracia?
– Puedo imaginarlos mirando una palmera en el horizonte y debatiendo sobre el número de cocos que puede que tenga.
– ¿Qué quiere decir?
– ¿Y si la palmera en sí es un espejismo, una alucinación colectiva?
– David, si alguien está delirando en esta conversación no soy yo. ¿Ha acabado con sus preguntas?
– ¿Quién se beneficia de la hipótesis vigente?
– ¿Qué?
– ¿Quién se beneficia de la…?
– Ya le he oído. ¿Qué demonios quiere decir?
– Me parece que hay una relación un poco extraña que conecta lo que sabemos del caso con los puntos débiles de la metodología del FBI y la dinámica curricular de la comunidad forense.
– No puedo creer que diga tal cosa. Es insultante, debería colgarle. ¿Quiere explicarse mejor?
– Rebecca, todos nos engañamos alguna vez. Dios sabe que yo lo hago. No pretendo insultar a nadie. Cuando usted analiza el caso del Buen Pastor, ve una historia sencilla de un esquizofrénico paranoico y brillante que da una salida trágica a su rabia sepultada. Lo hace mediante ataques a símbolos de riqueza y poder. Por mi parte, no estoy seguro de lo que veo, tal vez un caso en el que nadie debería estar tan seguro como todos parecen estarlo. Nada más. Solo pienso que se ha llegado a demasiadas conclusiones y que se han abrazado demasiado deprisa.
– ¿Y eso adónde le lleva?
– No sé adónde me lleva. Pero ha despertado mi curiosidad.
– ¿Curiosidad como la de Max Clinter?
– ¿Eso es una pregunta real?
– Oh, desde luego que es una pregunta real.
– Al menos Max comprende que el caso no está tan claro como creen usted y sus colegas del FBI. Entiende que podría haber otra conexión entre las víctimas, más allá del hecho de que tuvieran un Mercedes.
– David, ¿qué tiene contra el FBI?
– En ocasiones se dejan llevar por su forma de hacer las cosas, por su forma de tomar decisiones, por su obsesión por el control, por sus rutinas.
– Lo más importante es que son muy buenos en lo que hacen. Son listos, objetivos, disciplinados, receptivos a las buenas ideas.
– ¿Eso significa que pagan sus horas de asesoría sin quejarse?
– ¿Se supone que esta es otra observación que no pretende resultar insultante?
– Solo digo que tendemos a ver lo bueno de la gente que ve lo bueno de nosotros.
– David, es usted tan hipócrita que sería un excelente abogado.
Gurney se rio.
– Eso está bien, me gusta. Le diré algo: si fuera abogado, no me importaría tener al Buen Pastor de cliente, porque me da la sensación de que el conocimiento que el FBI tiene del caso es tan sólido como el humo que se lleva el viento. De hecho, estoy bastante ansioso por probarlo.
– Ya veo. Pues buena suerte.
Había colgado.
Gurney se guardó el teléfono en el bolsillo. El tono inusualmente agresivo que había empleado hacía eco en su cabeza. Poco a poco, su mirada se desvió hacia el paisaje. Lo único que quedaba del crepúsculo era una mancha morada en el cielo gris, como un hematoma que se oscurecía por encima de la silueta de las colinas.
– ¿Quién era? -preguntó Kim detrás de él.
Se volvió. La chica, Madeleine y Kyle permanecían sentados a la mesa, con los ojos fijos en él. Parecían preocupados, sobre todo Kim.
– Una psicóloga forense que ha escrito un libro sobre el caso del Buen Pastor y que ha asesorado al FBI en otros casos de asesinos en serie.
– ¿Qué estás…? ¿Qué estás haciendo? -Había algo extraño en su voz, como si estuviera furiosa y tratara de disimularlo.
– Quiero saber todo lo que haya que saber del caso.
– ¿Por qué has dicho que puede que todos estén equivocados?
– Puede que no estén equivocados. Puede que, simplemente, se apoyen en hechos poco sólidos.
– No sé de qué estás hablando. Ya te he dicho que Rudy Getz va a estrenar mi documental con la serie de entrevistas de prueba que hice con Ruthie Blum. Quiere usar la película tal cual la grabé con mi propia cámara. Dice que potencia la realidad. Te lo dije, te dije que va a emitir el programa a escala nacional, en RAM News Network. ¿Y ahora me estás diciendo que está todo mal, o que podría estar todo mal? No sé adónde quieres llegar con todo esto. No tiene nada que ver con lo que te pedí. Estás poniendo todo patas arriba. ¿Por qué?
– No he puesto nada patas arriba. Solo trato de entender qué está pasando. Nos han ocurrido cosas inquietantes, a ti y a mí, y no quiero…
– Eso no es motivo para lanzarse de cabeza contra el proyecto, destrozarlo, tratar de probar que todo está mal.
– El único sitio donde caí de cabeza fue en tu sótano. No quiero que nos engañen otra vez.
– ¡Pues vigila al idiota de mi novio…! Al idiota de mi exnovio -se corrigió.
– Supongamos que no fue él. Supongamos…
– ¡No seas estúpido! ¿Quién más podría haber sido?
– Alguien que conoce el proyecto y que no quiere que lo completes.
– ¿Quién? ¿Por qué?
– Dos preguntas excelentes. Empecemos por la primera. ¿Cuánta gente sabe en qué estás trabajando?
– ¿Cuánta gente? ¿Tal vez un millón de personas?
– ¿Qué?
– Al menos, un millón. Tal vez más. El sitio web de RAM, comunicados de noticias de Internet, correo electrónico masivo a todas las emisoras y periódicos locales, páginas de Facebook de RAM, mi propia página de Facebook, la página de Facebook de Connie, mi cuenta de Twitter… Dios, hay muchos, todos los futuros participantes, todos sus contactos…
– Así pues, prácticamente cualquiera podría tener acceso a la información.
– Por supuesto. Máxima exposición. Lo antes posible. Ese es el objetivo.
– Vale. Eso significa que necesitamos abordar la cuestión de un modo diferente.
Kim lo miró, dolida.
– No hemos de abordarlo para nada, no tal como dices. Dios, Dave… -Empezaron a saltársele las lágrimas-. Este es un momento crítico. ¿No lo ves? No puedo creerlo. Mi primer episodio va a emitirse dentro de un par de días, y tú estás al teléfono diciéndole a la gente que todo el caso del Buen Pastor es…, es… ¿qué? Ni siquiera puedo entender qué les estás diciendo. -Negó con la cabeza, secándose las lágrimas de los ojos con las yemas de los dedos-. Lo siento… No… No… ¡Mierda! Disculpadme -dijo, y salió corriendo.
Al cabo de unos segundos oyeron un portazo en el cuarto de baño.
Gurney miró a Kyle, que había apartado la silla un palmo de la mesa y parecía estar estudiando un punto en el suelo. Madeleine lo observaba con esa sutil preocupación que resultaba tan inquietante.
Levantó las palmas de las manos en un gesto de duda.
– ¿Qué he hecho?
– Piénsalo -le respondió su mujer-. Lo averiguarás.
– ¿Kyle?
El chico levantó la mirada y se encogió de hombros ligeramente.
– Creo que la has asustado.
Gurney frunció el ceño.
– ¿Por sugerir por teléfono a alguien que el FBI podría estar equivocado?
Kyle no respondió.
– Has hecho más que eso -dijo Madeleine con voz calmada.
– ¿Qué exactamente?
Ella no hizo caso de la pregunta y empezó a llevar algunos de los platos de la cena al fregadero.
– ¿Qué he hecho que sea tan espantoso? -insistió Gurney, lanzando su pregunta a un punto intermedio entre su mujer y su hijo.
– No has hecho nada espantoso, nada de manera intencionada -respondió Kyle-, pero… creo que Kim se ha llevado la impresión de que estás frenando en seco su proyecto.
– No solo acabas de decir que podría haber un fallo en alguna parte -añadió Madeleine-, has dejado entrever que todo estaba completamente equivocado. No solo eso, sino que vas a demostrarlo. En otras palabras, que planeas hacer trizas el caso.
Gurney respiró hondo.
– Había una razón para eso.
– ¿Una razón? -Madeleine parecía divertida-. Por supuesto. Siempre tienes una razón.
Cerró los ojos un momento, como si la paciencia fuera más fácil de encontrar en la oscuridad.
– Quería que Holdenfield se enfadara lo suficiente para que se pusiera en contacto con el agente al mando del FBI, un tipo que se llama Trout, y que este se cabreara lo suficiente como para ponerse en contacto conmigo.
– ¿Por qué iba a hacer eso?
– Para descubrir si de verdad sé algo del caso capaz de dejarlo en evidencia. Así tal vez podría averiguar si Trout sabe algo relevante que no se ha hecho público.
– Bueno, si tu estrategia era cabrear a la gente, ha sido todo un éxito. -Madeleine señaló el plato de su marido, todavía repleto de gambas y arroz-. ¿Vas a comerte eso?
– No. -Oyó el tono a la defensiva en su propia voz y añadió-: Ahora mismo no. Creo que voy a salir un rato a tomar el aire. Para despejarme.
Se alejó de la mesa, fue al lavadero y se puso una chaqueta fina. Al salir por la puerta lateral comprobó que ya estaba anocheciendo. Oyó que Kyle le decía algo a Madeleine en voz baja y en tono tentativo. No pudo entender bien sus palabras, solo dos: «papá» y «enfadado».
Sentado junto al estanque, vio cómo la tarde dio paso rápidamente a la oscuridad. Una estrecha franja de luz de luna detrás de un cielo tapado proporcionaba una sensación muy tenue e incierta del mundo que lo rodeaba.
El dolor de su antebrazo había vuelto. Iba y venía sin más, sin que pudiera hacer nada por evitarlo. Se sentía frustrado por eso y por la actitud de Holdenfield. Y después estaba cómo había actuado él mismo con Kim.
La noche nublada, con sus insondables formas negras y sus bordes mal definidos, parecía ser una suerte de metáfora del mundo tal como lo veía él en ese momento.
Era consciente de dos cosas que se oponían entre sí. En primer lugar, su éxito como detective siempre se había basado en su objetividad, fría y rigurosa. En segundo lugar, ahora sentía que su objetividad era cuestionable. Sospechaba que la lentitud de su recuperación, la sensación de vulnerabilidad y la impresión de ser dejado de lado, por irrelevante, lo llenaban de una agitación y una rabia que fácilmente podían turbar su buen juicio.
Se frotó el antebrazo, pero de poco servía: era como si la raíz del dolor estuviera en otra parte, tal vez en un nervio pinzado en la espalda, y su cerebro no supiera dilucidar dónde ubicar la inflamación. Le sucedía lo mismo que con los acúfenos: su cerebro malinterpretaba una alteración neuronal como un minúsculo sonido de eco.
Aun así, a pesar de las dudas sobre sí mismo, de la incertidumbre, podría poner la mano en el fuego por que había algo disparatado en el caso del Buen Pastor, algo que no encajaba. Su sentido para percibir la discrepancia nunca lo había defraudado y no pensaba…
Un sonido de pisadas que parecía proceder de la zona del granero interrumpió sus pensamientos. Vio una pequeña luz que se movía en el prado, entre el granero y la casa. Era la luz de una linterna de alguien que bajaba por la senda del prado.
– ¿Papá? -dijo Kyle.
– Estoy aquí -contestó Gurney-. Junto al estanque.
El haz de la linterna se movió hacia él y lo encontró.
– ¿Hay animales aquí, de noche?
Gurney sonrió.
– Ninguno que tenga interés en conocerte.
Kyle llegó al banco al cabo de un momento.
– ¿Te importa que me siente?
– Por supuesto que no. -Gurney se movió un poco para dejarle más sitio.
– Vaya, está muy oscuro. -Oyeron un ruido procedente del otro lado del estanque-. ¡Oh, mierda! ¿Qué demonios ha sido eso?
– Ni idea.
– ¿Estás seguro de que no hay animales en el bosque?
– El bosque está lleno de animales: ciervos, osos, zorros, coyotes, linces rojos…
– ¿Osos?
– Osos negros. Por lo general son inofensivos. A menos que tengan oseznos.
– ¿En serio que hay linces rojos?
– Uno o dos. A veces, cuando subo la colina, veo alguno, iluminado por los faros.
– Vaya. Es muy salvaje. Nunca he visto un lince rojo.
Se quedaron en silencio unos instantes. Gurney estaba a punto de preguntarle en qué estaba pensando cuando Kyle continuó: -¿De verdad crees que hay más cosas en el caso del Buen Pastor de lo que la gente cree?
– Podría ser.
– Parecías bastante seguro al teléfono. Creo que eso es lo que ha molestado tanto a Kim.
– Sí, bueno…
– ¿Qué crees que se le ha pasado por alto a todo el mundo?
– ¿Cuánto sabes del caso?
– Como te he dicho antes de cenar, todo. Al menos todo lo que salió en la tele.
Gurney negó con la cabeza en la oscuridad.
– Tiene gracia, no recuerdo que estuvieras tan interesado.
– Bueno, lo estaba. Pero no hay razón para que lo recordaras. O sea, nunca estabas allí.
– Estaba cuando venías los fines de semana. Al menos los domingos.
– Estabas físicamente, pero siempre parecías…, no sé, como si tu cabeza te mantuviera atado a algo importante.
– Y… supongo que… después de que te liaras con Stacey Marx… no venías cada fin de semana.
– No, supongo que no.
– Después de que rompieras, ¿mantuviste el contacto con ella?
– ¿Nunca te lo conté?
– Creo que no.
– Stacey se enganchó a las drogas. Entraba y salía de rehabilitación. Bastante hecha polvo, la verdad. La vi en la boda de Eddie Burke. ¿Te acuerdas de Eddie Burke?
– Más o menos. ¿El chico pelirrojo?
– No, ese era su hermano Jimmy. No importa. Stacey está fatal.
Otro silencio. Gurney sentía que su mente funcionaba lenta, desconcentrada, inquieta.
– Hace mucho frío aquí -dijo Kyle-. ¿Quieres volver a la casa?
– Sí, subiré dentro de un minuto.
Ninguno de los dos se movió.
– Bueno…, no has terminado de decir qué es lo que te inquieta del caso del Buen Pastor. Parece que eres la única persona que tiene un problema con él.
– Quizás ese es el problema.
– Eso es demasiado zen para mí.
Gurney soltó una risa aguda y corta.
– El problema es la pasmosa falta de pensamiento crítico. Todo el asunto está demasiado bien empaquetado, es demasiado simple y demasiado útil para demasiada gente. No ha sido cuestionado, discutido, puesto a prueba, desgarrado y pateado. Creo que hay demasiados expertos poderosos e influyentes a los que les gusta cómo está, como un libro de texto de asesinatos en serie cometidos por un psicópata de manual.
– Pareces cabreado -dijo Kyle después de un breve silencio.
– ¿Alguna vez has visto cómo queda alguien al que le han disparado con una bala expansiva de calibre cincuenta en un lado de la cabeza?
– Muy mal, supongo.
– Es la cosa más deshumanizante que se pueda imaginar. El Buen Pastor se lo hizo a seis personas. No solo las mató. Las destrozó y las convirtió en algo patético y horrible. -Gurney apartó la mirada a la oscuridad antes de continuar-. Esas personas merecen más de lo que han recibido. Merecen un debate más serio. Merecen que se formulen algunas preguntas.
– Entonces, ¿cuál es el plan? ¿Encontrar cabos sueltos y tirar de ellos?
– Si puedo…
– Bueno, es en eso en lo que eres bueno.
– Lo era. Ya veremos.
– Tendrás éxito. Nunca has fallado en nada.
– Por supuesto que sí.
Otro breve silencio.
– ¿Qué clase de preguntas?
– Hum. -Gurney estaba pensando en sus propios defectos.
– Solo quería saber qué clase de preguntas tienes in mente.
– Oh, no lo sé. Algunas cuestiones bastante amorfas sobre qué tipo de personalidad se corresponde con el lenguaje empleado en el manifiesto, sobre la logística de los crímenes, acerca de la elección del arma. Y muchas preguntas menores, como por qué todos los coches eran negros…
– O por qué todos estaban construidos en Sindelfingen.
– ¿Por qué todos…? ¿Qué?
– Los seis coches estaban construidos en la planta de Mercedes de Sindelfingen, en las afueras de Stuttgart. Probablemente no significa nada. Solo es un pequeño detalle un tanto extraño.
– ¿Cómo demonios sabes una cosa así?
– Te dije que presté mucha atención.
– ¿Ese detalle de Sindelfingen salió en las noticias?
– No. Los años y los modelos de los coches sí salieron en las noticias. Ya sabes, traté de averiguar algunas cosas. Me pregunté qué podían tener en común los coches, además de la marca y el color. Mercedes tiene un montón de plantas de montaje por todo el mundo, pero esos seis coches procedían de Sindelfingen. Solo es una coincidencia.
Aunque estaba muy oscuro para verle la cara, Gurney se volvió hacia Kyle.
– Todavía no entiendo por qué…
– ¿Por qué me molesté en mirar eso? No lo sé. Supongo que…, supongo que me interesaban un montón de esas cosas… como crímenes…, asesinatos…, cosas así.
Gurney no sabía qué decir, se sentía anonadado. Diez años antes su hijo había estado jugando a detective. ¿Y desde cuánto tiempo antes? ¿O después? ¿Y por qué demonios no se había enterado? ¿Cómo podía ser que no se hubiera fijado en eso?
«Joder, ¿tan inabordable era? ¿Tan perdido estaba en mi profesión, en mis pensamientos, en mis prioridades?»
Sintió que las lágrimas acudían a sus ojos y no supo qué hacer.
Tosió y se aclaró la garganta.
– ¿Qué hacen en Sindelfingen?
– La gama más alta. Eso explicaría algo, tal vez. Supongo que si el Buen Pastor buscaba los modelos más caros de Mercedes, bueno, esa es la planta donde los hacían.
– Aun así es interesante. Y te tomaste tiempo para descubrirlo.
– Bueno, ¿quieres subir a la casa? -dijo Kyle después de una pausa-. Parece que quiere llover.
– Dame un minuto. Ve yendo tú.
– ¿Quieres que te deje la linterna? -Kyle la encendió, alumbrando pendiente arriba, hacia las matas de espárragos.
– No, no te preocupes. Conozco bien los obstáculos que hay en el camino.
– Vale. -Kyle se levantó despacio, tanteando la regularidad del terreno de delante del banco. Hubo una pequeña salpicadura al borde del estanque-. ¿Qué demonios era eso?
– Una rana.
– ¿Estás seguro? ¿No hay serpientes?
– Pocas. Pequeñas e inofensivas.
Kyle pareció pensarlo durante un rato.
– Vale -dijo-. Te veo en la casa.
Gurney lo observó, o más bien observó el haz de la linterna que se movía gradualmente por la senda del prado. Por fin se recostó en el banco, cerró los ojos e inspiró el aire húmedo. Se sentía vacío por dentro.
Abrió los ojos al oír una ramita que se partía entre los árboles, detrás del granero. Unos diez segundos después, oyó de nuevo el mismo sonido. Se levantó del banco y escuchó. Aguzó la vista para tratar de ver algo entre las manchas y espacios negros que lo rodeaban.
No percibió nada. Caminó pisando con precaución desde el banco hasta el granero, que estaba a unos cien metros. Una vez llegó a la esquina de la gran estructura de madera, anduvo muy despacio, rodeándolo por el borde de hierba. Se paró varias veces a escuchar. Pensó en sacar la Beretta calibre 32 de la cartuchera del tobillo. Sin embargo, descartó la idea, tampoco había que exagerar.
El silencio de la noche parecía absoluto. La condensación en la hierba estaba empezando a penetrar por sus zapatos y a filtrarse en los calcetines. Se preguntó qué esperaba descubrir, por qué se molestaba en rodear el granero. Miró pendiente arriba, hacia la casa. La luz ámbar de la ventana le pareció seductora.
Decidió tomar un atajo, pero trastabilló en un tocón y cayó; otra vez aquel dolor eléctrico entre el codo y la muñeca. Cuando entró en la casa, se dio cuenta, por la expresión de Madeleine, de que tenía un aspecto desaliñado.
– He tropezado -explicó, mientras se alisaba la camisa-. ¿Dónde están todos?
Ella pareció sorprendida.
– ¿No has visto a Kim fuera?
– ¿Fuera? ¿Dónde?
– Ha salido hace un rato. Pensaba que quería hablar en privado contigo.
– ¿Ha salido sola con esta oscuridad?
– Bueno, aquí no está.
– ¿Dónde está Kyle?
– Ha subido a hacer algo.
Su tono sonó demasiado extraño.
– ¿Arriba?
– Sí.
– ¿Va a quedarse a pasar la noche?
– Parece que sí. Le he ofrecido la habitación amarilla.
– ¿Y Kim ocupará la otra?
Era una pregunta absurda. Por supuesto que iba a ocupar la otra. Antes de que Madeleine pudiera responder, oyeron que la puerta lateral se abría y se cerraba, y a continuación el suave sonido de una chaqueta que alguien colgaba en el perchero. Kim entró en la cocina.
– ¿Te has perdido? -preguntó Gurney.
– No, estaba echando un vistazo.
– ¿En la oscuridad?
– Quería comprobar si podía ver algunas estrellas. Respirar el aire del campo. -Parecía un poco inquieta.
– No es una buena noche para ver estrellas.
– No, no muy buena. De hecho, da un poco de miedo. -Vaciló-. Bueno…, yo… quería disculparme por cómo te he hablado antes.
– No pasa nada. De hecho, soy yo quien debería disculparse. Entiendo lo importante que es esto para ti. No debería haberte inquietado con estas cosas.
– Aun así, no tendría que haber dicho lo que he dicho. -Negó lentamente con la cabeza-. No tengo el don de la oportunidad.
Gurney no comprendió a qué se refería con eso del don de la oportunidad. No obstante, prefirió no prolongar aquel intercambio de disculpas, que le resultaba de lo más extraño.
– Voy a tomar un poco de café. ¿Quieres?
– Claro. -Kim parecía aliviada-. Buena idea.
– ¿Por qué no os sentáis los dos a la mesa? -dijo Madeleine con firmeza-. Prepararé café para todos.
Se sentaron. Madeleine encendió la cafetera. Dos segundos después se apagaron las luces.
– ¿Qué demonios ha ocurrido? -preguntó Gurney.
Ni Madeleine ni Kim respondieron.
– A lo mejor la cafetera ha hecho saltar una fase -dijo él mismo.
Empezó a levantarse, pero Madeleine lo detuvo.
– No ha saltado ninguna fase.
– Entonces, ¿qué…? -Una lucecita parpadeaba en el pasillo que conducía a la escalera.
El parpadeo se hizo más intenso. Enseguida oyó la voz de Kyle cantando. Al cabo de un momento, entró por el umbral. Traía consigo una tarta con velas encendidas. Su voz fue haciéndose más alta con cada palabra.
– Cumpleaños feliz, cumpleaños feliz, te deseamos, papi, cumpleaños feliz…
– Dios mío… -murmuró Gurney, pestañeando-. ¿Es hoy… de verdad?
– Feliz cumpleaños -dijo Madeleine con suavidad.
– ¡Feliz cumpleaños! -gritó Kim con entusiasmo nervioso, y añadió-: Ahora ya sabes por qué me he sentido como una idiota por comportarme así precisamente esta noche.
– Vaya -dijo Gurney, negando con la cabeza-. Menuda sorpresa.
Kyle, que lucía una amplia sonrisa, dejó la tarta con las velas encendidas en medio de la mesa.
– Siempre me enfadaba cuando se olvidaba de mi cumpleaños. Pero luego me di cuenta de que tampoco se acordaba del suyo, así que no era para tanto.
Kim rio.
– Piensa en un deseo y sopla las velas -dijo Kyle.
– De acuerdo -le contestó su padre.
Luego en silencio pensó su deseo: «Que Dios me ayude a decir lo correcto». Hizo una pausa, respiró lo más profundamente que pudo y sopló hasta conseguir apagar dos terceras partes de las velas. Cogió aire otra vez y terminó el trabajo.
– ¡Muy bien! -exclamó Kyle. Se acercó al interruptor del pasillo para volver a encender las luces de la cocina.
– Pensaba que tenía que apagarlas de un solo soplido -dijo Gurney.
– No cuando hay tantas. Nadie puede apagar cuarenta y nueve velas de un solo soplido. La norma dice que tienes un segundo intento cuando pasas de los veinticinco.
Gurney miró a Kyle y las velas humeantes con desconcierto. Una vez más, sintió la amenaza de una lágrima.
– Gracias.
La cafetera empezó a hacer sonidos de borboteo. Madeleine se acercó a atenderla.
– No aparentas cuarenta y nueve -dijo Kim-. Si me lo hubieran preguntado, diría que tienes unos treinta y nueve.
– Eso me dejaría con trece cuando nació Kyle -contestó Gurney-, y con once cuando me casé con su madre.
– Eh, casi me olvido -intervino Kyle abruptamente.
Buscó bajo su silla y sacó una caja de regalo que por el tamaño podría contener una camisa o una bufanda. El paquete estaba envuelto en papel azul brillante, con un lazo blanco. Había un sobre del tamaño de una tarjeta de cumpleaños bajo la cinta. Pasó el regalo por encima de la mesa.
– Vaya -dijo Gurney, aceptándolo con torpeza.
No habían intercambiado regalos de cumpleaños desde hacía… ¿cuántos años?
Kyle parecía ansioso y excitado.
– Solo es algo que encontré y pensé que deberías tenerlo.
Gurney deshizo el lazo.
– Mira primero la tarjeta -le dijo su hijo.
Gurney abrió el sobre y sacó la tarjeta.
En el anverso, con una divertida letra cursiva, se podía leer: «Mensaje de cumpleaños solo para ti». Notó un bulto en el centro: sin duda era una de esas tarjetas musicales. Supuso que cuando la abriera sería sometido a otra versión del Cumpleaños feliz.
Pero no tuvo ocasión de descubrirlo.
Kim estaba observando algo que había fuera de la casa. Se levantó de la mesa tan de repente que su silla se volcó hacia atrás. Sin hacer caso del estruendo, corrió hacia la puerta cristalera.
– ¡¿Qué es eso?! -gritó con un pánico creciente, mirando con los ojos como platos por la pendiente del prado y llevándose las manos a la cara-. Dios. Oh, Dios mío, ¿qué es eso?
Había llovido de manera intermitente desde la medianoche hasta el amanecer. Ahora una niebla fina flotaba en el aire de media mañana.
– ¿Estás pensando en salir así? -preguntó Madeleine al tiempo que le lanzaba una mirada severa a su marido.
Parecía congelada, sentada a la mesa del desayuno con un jersey ligero encima del camisón y envolviendo con las manos su taza de café.
– No, solo miraba.
– Cada vez que te pones ahí, entra el olor del humo.
Gurney cerró la puerta cristalera, que había abierto un momento antes -por enésima vez esa mañana- para tener una visión más clara del granero, o de lo que quedaba de él.
La mayor parte de las paredes de madera y todo el techo se habían perdido en el pavoroso incendio de la noche anterior. Todavía quedaba una estructura esquelética de postes y vigas, pero en un estado demasiado precario para que sirviera de nada en el futuro. Habría que demoler todo lo que permanecía en pie.
La tenue niebla, lentamente empujada por el viento, daba a la escena una sensación de extrañeza que desorientaba. O quizá se sentía desorientado porque no había dormido. La personalidad de pescado hervido del especialista en incendios del DIC tampoco ayudaba. El hombre había llegado a las 8.00 para tomar las riendas y relevar al departamento de bomberos local y a los agentes uniformados. Llevaba casi dos horas revolviendo entre las cenizas y los escombros.
– ¿Ese tipo sigue ahí? -preguntó Kyle. Estaba sentado al fondo de la sala, en uno de los sillones que había al lado de la chimenea.
Kim estaba sentada al otro lado.
– Se está tomando su tiempo -dijo Gurney.
– ¿Crees que descubrirá algo útil?
– Depende de lo bueno que sea él y de lo descuidado que fuera el pirómano.
El investigador del DIC estaba metido en la niebla gris, caminando otra vez con exasperante lentitud en torno al perímetro de la estructura en ruinas. Lo acompañaba un gran perro atado con una larga correa. Daba la impresión de que podía ser un labrador negro o marrón, sin duda un animal muy bien adiestrado para detectar acelerantes, como su maestro lo estaba para recopilar pistas después de un incendio.
– Todavía huele a humo -dijo Madeleine-. Probablemente está en tu ropa. Deberías darte una ducha.
– Dentro de un rato -dijo Gurney-. Tengo demasiadas cosas en que pensar.
– Al menos cámbiate la camisa.
– Lo haré…, pero ahora no.
– Bueno -dijo Kyle después de un silencio incómodo-, ¿tienes alguna sospecha sobre quién podría haber hecho esto?
– Sospechas sí que tengo, claro, como siempre, pero eso es muy distinto de acusar a nadie.
Kyle se sentó en el borde del sillón.
– He estado dándole vueltas toda la noche. No he podido dormir ni siquiera después de que se marcharan los camiones de bomberos.
– No creo que ninguno de nosotros haya dormido. Yo, por lo menos, no he pegado ojo.
– Probablemente se delatará.
Gurney apartó la mirada de la puerta y miró a Kyle.
– ¿El pirómano? ¿Por qué lo dices?
– ¿Esos idiotas no terminan siempre alardeando de su hazaña en algún bar?
– A veces.
– ¿No crees que este lo haga?
– Depende de por qué prendió el fuego.
Kyle parecía sorprendido.
– ¿Y si es un cazador lunático y borracho que estaba cabreado por los carteles de «prohibido cazar»?
– Supongo que es una posibilidad.
Madeleine frunció el ceño sobre su taza de café.
– Considerando que ha arrancado media docena de nuestros carteles y les ha prendido fuego delante de la puerta de nuestro granero, diría que es más que una posibilidad.
Gurney miró colina abajo.
– Esperemos a ver qué dice el hombre del perro.
Kyle parecía intrigado.
– Cuando arrancó los carteles para quemarlos, probablemente dejara huellas de pisadas en el suelo, quizás incluso dejara huellas dactilares en los postes de la cerca. Hasta es posible que se le cayera algo. ¿Deberíamos decírselo a ese tipo?
Gurney sonrió.
– Si sabe hacer su trabajo, no tenemos por qué abrir la boca. Y si no sabe hacerlo, decírselo no va a ayudar en nada.
Kim hizo un extraño sonido de estremecimiento y se hundió más en su sillón.
– Me da escalofríos saber que estaba allí al mismo tiempo que yo, acechando en la oscuridad.
– Al mismo tiempo que estabais todos allí -dijo Madeleine.
– Exacto -dijo Kyle-. En el banco. Uf, podría haber estado a unos metros de nosotros.
O a unos centímetros, pensó Gurney, que recordó que había pasado muy cerca del granero.
– Se me acaba de ocurrir algo -dijo Kyle-: en los dos años que lleváis aquí, ¿ha venido alguien que quisiera cazar en vuestra propiedad?
– Unos cuantos, cuando nos trasladamos aquí -respondió Madeleine-. Siempre dijimos que no.
– Bueno, quizás este tipo es uno de los que rechazasteis. ¿Alguno de ellos se cabreó particularmente, diciendo que él tenía derecho a cazar aquí…?
– Algunos eran más amistosos que otros, pero no recuerdo nada en especial.
– ¿Alguna amenaza? -preguntó Kyle.
– No.
– ¿Vandalismo?
– No. -Madeleine reparó en que la mirada de Gurney se dirigía a la flecha de emplumado rojo que reposaba sobre el aparador-. Creo que tu padre está tratando de decidir si eso cuenta como vandalismo.
– ¿Si el qué cuenta? -preguntó Kyle, con los ojos desorbitados.
Madeleine siguió mirando a Gurney.
– Una flecha de punta afilada -dijo él, señalándola-. El otro día la encontré clavada en el jardín elevado.
Kyle se levantó y la recogió, frunciendo el ceño.
– Qué raro. ¿Ha pasado alguna otra cosa extraña?
Gurney se encogió de hombros.
– No, aparte de que encontré encallado el tractor que no estaba encallado la última vez que lo usé, o un puercoespín en el garaje…
– O un mapache muerto en la chimenea, o una serpiente en el buzón -añadió Madeleine.
– ¿Una serpiente? ¿En tu buzón? -Kim parecía horrorizada.
– Pequeña, hace más de un año -dijo Gurney.
– Me dio un susto de muerte -afirmó Madeleine.
Kyle paseó la mirada entre ellos.
– Si todo eso ocurrió después de poner los carteles de «prohibido cazar», podría significar algo.
– Como estoy seguro de que te han explicado en tus clases en la Facultad de Derecho -dijo Gurney, con más severidad de la que pretendía-, la secuencia no es prueba de causalidad.
– Pero si arrancó vuestros carteles… Quiero decir… Si el tipo que provocó el incendio no era un cazador cabreado que pensaba que le estabais arrebatando su derecho divino a acribillar ciervos, entonces ¿quién era? ¿Quién más podría hacer una cosa así?
Mientras estaban allí de pie, hablando junto a la puerta cristalera, Kim se había acercado desde la chimenea y se unió a ellos. Habló con voz frágil, insegura.
– ¿Crees que podría haber sido la misma persona que serró el peldaño en mi sótano?
Gurney y su hijo parecían a punto de responder cuando un sonido metálico procedente del exterior atrajo su atención.
Gurney miró a través de la puerta cristalera hacia los restos del granero. Hubo otro sonido. Solo distinguió al investigador, arrodillado, empuñando lo que parecía ser un pequeño mazo y golpeando contra el suelo de cemento del granero.
Kyle llegó desde el otro extremo de la sala y se puso al lado de su padre.
– ¿Qué demonios está haciendo?
– Probablemente está ensanchando una grieta en el suelo con un mazo y un escoplo, para conseguir una muestra de la tierra de debajo.
– ¿Para qué?
– Cuando un acelerante líquido llega al suelo, tiende a filtrarse en las rendijas disponibles. Si encuentra debajo del suelo una muestra que no haya ardido, la identificación será más fácil.
– ¿Rociaron nuestro granero con gasolina antes de prenderle fuego? -dijo Madeleine, cuya mirada dejaba ver lo indignada que se sentía.
– Gasolina o algo similar.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Kim, que se alejó de la chimenea.
Kyle, al ver que Gurney no respondía, explicó:
– Por la velocidad con la que ardió. Un fuego normal no podría extenderse tan deprisa por ese edificio. -Miró a su padre-. ¿No?
– Exacto -murmuró Gurney distraídamente.
Le estaba dando vueltas a la idea de Kim acerca de que el saboteador de la escalera y quien había quemado el granero podrían ser la misma persona. Se volvió hacia ella.
– ¿Por qué has dicho eso?
– ¿El qué?
– Que la persona que entró en tu sótano podría ser la misma que incendió el granero.
– No sé, se me ha ocurrido.
– Dime una cosa -dijo con suavidad, al recordar algo que le había querido preguntar ya la noche anterior-: ¿significa algo para ti la frase «deja en paz al diablo»?
La mirada de la chica reflejó su miedo. Dio un pasito hacia atrás.
– ¡Oh, Dios mío! ¿Cómo sabes eso?
Gurney vaciló, sorprendido por la reacción de Kim.
– ¡Robby! -gritó ella-. Mierda, Robby te lo contó, ¿no? Pero si te lo contó, ¿por qué me preguntas si significa algo para mí?
– Me gustaría que me lo contaras tú.
– Esto no tiene sentido.
– Hace dos noches oí algo en tu sótano.
La expresión de Kim se congeló.
– ¿Qué?
– Una voz. Un susurro, de hecho.
Kim se quedó lívida.
– ¿Qué clase de susurro?
– No muy agradable.
– ¡Oh, Dios mío! -La chica tragó saliva-. ¿Había alguien en el sótano? ¡Oh, Dios mío! ¿Era un hombre o una mujer?
– Cuesta decirlo. Diría que un hombre. Estaba oscuro. No vi nada.
– ¡Cielo santo! ¿Qué dijo?
– Deja en paz al diablo.
– ¡Oh, Dios mío! -Sus ojos, aterrorizados, parecían estar recorriendo un terreno peligroso.
– ¿Qué significa eso para ti?
– Es… el final de un cuento que me contaba mi padre cuando era pequeña. El cuento más aterrador que he oído nunca.
Gurney se fijó en que Kim estaba hurgando con la uña del dedo corazón en la cutícula de su pulgar mientras hablaba, tratando de arrancarse trocitos de piel.
– Siéntate -dijo Dave-, tranquila. No pasa nada.
– ¿Tranquila?
Dave sonrió y habló con suavidad.
– ¿Puedes contarnos la historia?
Se calmó apoyándose en el respaldo de la silla más cercana a la mesa. Luego cerró los ojos y cogió aire varias veces.
Al cabo de más o menos un minuto, abrió los ojos y empezó con voz temblorosa.
– En realidad, el cuento… era muy corto y sencillo, pero cuando era pequeña me parecía tremendo…, terrorífico. Era como si me arrastraran a otro mundo, como una pesadilla. Mi padre decía que era un cuento de hadas, pero lo explicaba como si fuera real.
Tragó saliva y continuó:
– Había un rey que dictó una ley por la cual una vez al año todos los niños malos del reino tenían que ser llevados a su castillo, todos los niños que se metían en líos, que mentían o que eran desobedientes. Eran niños tan malos que sus padres ya no los querían. El rey los mantenía un año entero en el castillo. Les daba buena comida, ropa y camas cómodas, y libertad para hacer lo que quisieran…, con una salvedad. Había una habitación en la parte más recóndita y oscura del sótano del castillo a la que no podían acercarse. Era una habitación pequeña y fría, y allí dentro solo había una cosa: un gran y mohoso arcón de madera. El arcón era, en realidad, un ataúd viejo y podrido. El rey les contaba a los niños que allí dormía el diablo, el diablo más malvado del mundo. Cada noche, después de que los niños se acostaran, el rey iba de cama en cama y susurraba al oído de cada niño: «Nunca bajes a la habitación más oscura. Aléjate del ataúd podrido. Si quieres sobrevivir esta noche, deja en paz al diablo». Pero no todos los niños eran lo bastante prudentes para obedecer al rey. Algunos de ellos sospechaban que se había inventado la historia del diablo en el arcón porque era allí donde escondía sus joyas. De vez en cuando un niño se levantaba de noche, se colaba en el cuarto oscuro y abría aquel arcón podrido que recordaba a un ataúd. Entonces se oía un grito desgarrador por todo el castillo, como el alarido de un animal atrapado entre las fauces de un lobo. Y nunca se volvía a ver al niño.
Se hizo un silencio de desconcierto en torno a la mesa.
– Joder, ¿ese era el cuento que tu padre te contaba antes de que te fueras a dormir? -dijo Kyle.
– No me lo contaba con mucha frecuencia, pero, cada vez que lo hacía, me aterrorizaba. -Kim miró a Gurney-. Cuando has dicho «deja en paz al diablo», he vuelto a sentir esa sensación gélida. Pero… no entiendo cómo alguien podía estar esperándote en el sótano…, o por qué podría haberte susurrado esto al oído. ¿Qué sentido tiene?
Madeleine quiso hacer una pregunta que la inquietaba, pero alguien llamó con firmeza a la puerta lateral y la interrumpió.
Era el investigador del incendio. Era un tipo más viejo, más gordo, con un cabello más gris y considerablemente menos atlético que la mayoría de los detectives del DIC. Las comisuras externas de sus ojos indiferentes parecían permanentemente caídas, como si llevara toda una vida sintiéndose decepcionado por el comportamiento de los seres humanos.
– He completado mi inspección inicial del lugar. -Su voz cansada complementaba su imagen-. Ahora necesito que me proporcionen cierta información.
– Pase -dijo Gurney.
El hombre se limpió los pies con cuidado -casi de manera obsesiva- en el felpudo antes de seguir a Gurney a través del pasillo del lavadero hasta la cocina. Miró a su alrededor con un aire de desinterés que -Gurney estaba seguro de ello- ocultaba un hábito de suspicaz escrutinio. Los investigadores de incendios que había conocido en Nueva York eran siempre muy observadores.
– Como acabo de decirle al señor Gurney, necesito cierta información de cada uno de ustedes.
– ¿Me puede repetir su nombre? -preguntó Kyle-. No lo he retenido cuando ha llegado esta mañana.
El hombre lo miró con desconcierto. Gurney sopesó el matiz agresivo en el tono de su hijo.
– Investigador Kramden -respondió al cabo de un momento.
– ¿En serio? ¿Como Ralph?
Otra mirada de desconcierto.
– ¿Ralph? ¿En The Honeymooners?
El hombre negó con la cabeza de un modo que parecía más un desprecio a la pregunta que una respuesta. Se volvió hacia Gurney.
– Puedo hacer las entrevistas en mi furgoneta o aquí mismo, en la casa, si dispone de un espacio apropiado.
– Aquí mismo estaría bien.
– He de hacerlas individualmente, sin que haya nadie más presente, para evitar que los recuerdos de un testigo puedan verse influidos por los de otro.
– Me parece bien. Si mi mujer, mi hijo y la señorita Corazon están de acuerdo, lo dejo en sus manos.
– Por mí está bien -dijo Madeleine, aunque su tono parecía decir lo contrario.
– Yo no tengo objeción alguna -intervino Kim con incertidumbre.
– Da la impresión de que el investigador Kramden está pensando que podríamos resultar sospechosos -dijo Kyle, un tanto ansioso.
El hombre extrajo del bolsillo un pequeño dispositivo de grabación semejante a un iPod y lo estudió como si estuviera más interesado en eso que en el comentario de Kyle.
Gurney sonrió.
– No es de extrañar. En los incendios, los propietarios suelen ser los principales sospechosos.
– No siempre -dijo Kramden con voz suave.
– ¿Ha conseguido una buena muestra del suelo? -preguntó Gurney.
– ¿Por qué lo dice?
– ¿Por qué? Porque alguien prendió fuego a mi granero anoche y me gustaría saber si las dos horas que ha pasado ahí abajo han sido productivas.
– Diría que sí. -Hizo una pausa-. Lo que hemos de hacer ahora mismo es completar estas entrevistas.
– ¿En qué orden?
Kramden parpadeó.
– Usted primero.
– Supongo que el resto podemos ir al estudio -dijo Madeleine con frialdad- y esperar allí nuestro turno.
– Si no les importa.
Cuando Kyle y Kim estaban saliendo de la habitación, Madeleine se volvió, ya en el umbral.
– Supongo, investigador Kramden, que en algún momento compartirá con nosotros lo que ha descubierto sobre nuestro granero.
– Compartiremos lo que podamos.
Era una respuesta tan ambigua que Gurney casi se rio ruidosamente. Él mismo había respondido lo mismo incontables veces a lo largo de los años.
– Me alegro mucho de oír eso -contestó Madeleine, sin disimular un ápice que se sentía un poco molesta. Luego siguió a Kim y Kyle por el pasillo hasta el estudio.
Gurney se acercó a la mesa del desayuno, se sentó en una de las sillas y le señaló a Kramden otra situada enfrente.
El hombre dejó la grabadora en la mesa, pulsó un botón, se sentó y empezó a hablar con voz plana y burocrática.
– Investigador Everett Kramden, comisaría regional de Albany, DIC… Entrevista grabada iniciada a las diez horas y diecisiete minutos del veinticinco de marzo de dos mil diez… El sujeto de la entrevista es David Gurney… La entrevista se desarrolla en la casa del sujeto en Walnut Crossing. El propósito de la entrevista es recopilar información relacionada con un fuego sospechoso en una estructura secundaria de la propiedad de Gurney que cumplía la función de granero y que está situada aproximadamente a doscientos metros al sureste de la casa principal. Habrá transcripción y declaraciones juradas.
Lanzó a Gurney una mirada tan incolora como su tono.
– ¿A qué hora fue consciente del fuego?
– No miré el reloj. Supongo que entre las 20.20 y las 20.40.
– ¿Quién fue la primera persona que lo vio?
– La señorita Corazon.
– ¿Qué atrajo su atención?
– No lo sé. Miró por esa puerta cristalera por alguna razón y vio las llamas.
– ¿Sabe por qué miró?
– No.
– ¿Qué hizo cuando vio las llamas?
– Gritó algo.
– ¿Qué gritó?
– Creo que «Dios mío, ¿qué es eso?», o algo parecido.
– ¿Qué hizo usted?
– Me acerqué desde la mesa del comedor, vi el fuego, corrí al teléfono y llamé a Emergencias.
– ¿Hizo alguna llamada más?
– No.
– ¿Alguien de la casa hizo más llamadas?
– No, que yo sepa.
– ¿Qué hizo a continuación?
– Me puse los zapatos y corrí al granero.
– ¿En la oscuridad?
– Sí.
– ¿Solo?
– Con mi hijo. Estaba justo detrás de mí.
– ¿El que se llama Kyle, el que estaba aquí?
– Sí, mi… único hijo.
– ¿De qué color era el fuego?
– Predominantemente naranja. Ardía rápido, muy caliente, ruidoso.
– ¿Ardía sobre todo en un lugar o en más de uno?
– Ardía en casi todas partes.
– ¿Se fijó en si las ventanas del granero estaban abiertas o cerradas?
– Abiertas.
– ¿Todas?
– Eso creo.
– ¿Fue así como las dejó?
– No.
– ¿Está seguro? -Sí.
– ¿Algún olor fuera de lo común?
– A un destilado de petróleo. Casi con toda seguridad gasolina.
– ¿Tiene experiencia personal con acelerantes?
– Antes de mi asignación a Homicidios del Departamento de Policía de Nueva York, me entrené por un breve espacio de tiempo con una unidad de incendios del departamento de bomberos.
La expresión de Kramden dejó entrever que cruzaban por su mente una rápida sucesión de pensamientos.
– Supongo -continuó Gurney- que usted y su perro olfateador han encontrado pruebas de acelerante en la base de las paredes, así como en su muestra del suelo.
– Hemos hecho un examen concienzudo del sitio.
Gurney sonrió ante la no respuesta.
– Y está examinando su muestra de suelo mediante el cromatógrafo portátil de su furgoneta ahora mismo. ¿Me equivoco?
La única reacción de Kramden fue un fugaz abultamiento en el músculo de su mandíbula, seguido por una breve pausa antes de lanzar su siguiente pregunta.
– ¿Hizo algún intento de apagar el fuego o de entrar en el edificio antes de la llegada de los bomberos?
– No.
– ¿No hizo ningún intento por sacar nada de valor del edificio?
– No. El fuego era demasiado intenso.
– ¿Qué habría sacado si hubiera podido?
– Herramientas…, un cortador de leña eléctrico…, nuestros kayaks…, la bicicleta de mi mujer…, algunos muebles viejos.
– ¿Sacaron algo de valor del edificio durante el mes anterior al fuego?
– No.
– ¿Los bienes del edificio estaban asegurados?
– Sí.
– ¿Qué clase de póliza?
– De hogar.
– Necesitaré un inventario de los contenidos del edificio, además de su número de póliza, nombre del agente y nombre de la compañía aseguradora. ¿Hubo algún incremento reciente de la póliza?
– No…, a menos que haya algún ajuste inflacionario que desconozca.
– ¿Se lo notificarían si lo hubiera?
– No lo sé.
– ¿Tiene más de una póliza que cubra los daños por fuego?
– No.
– ¿Ha tenido alguna pérdida asegurada de alguna clase?
Gurney pensó un momento.
– Cobré de un seguro de robo. Hace veinticinco años, en la ciudad, me robaron una moto.
– ¿Nada más?
– Nada más.
– ¿Han tenido algún problema relacionado con vecinos, parientes, negocios, lo que sea?
– Parece que tenemos un problema del que no éramos conscientes con el pirómano que arrancó todos los carteles de «prohibido cazar».
– ¿Cuándo los pusieron?
– Mi mujer los puso hace un par de años, poco después de que nos trasladáramos aquí.
– ¿Algún problema más?
Gurney pensó en el escalón serrado bajo sus pies y en la frase que alguien le había susurrado en el sótano. Por otro lado, no estaba seguro de que él fuera el objetivo prioritario de aquellos dos incidentes. Se aclaró la garganta.
– Nada más, que yo sepa.
– ¿Abandonó en algún momento la casa durante las dos horas anteriores al descubrimiento del fuego?
– Sí. Después de cenar, fui hasta el banco que hay junto al estanque y estuve allí sentado un rato.
– ¿Cuándo fue eso?
– Justo después de que anocheciera, así que… hacia las ocho, diría.
– ¿Por qué fue allí?
– Para sentarme en el banco, como he dicho. Para relajarme.
– ¿En la oscuridad?
– Sí.
– ¿Estaba inquieto?
– Cansado, impaciente.
– ¿Sobre qué?
– Una cuestión privada.
– ¿Relacionada con el dinero?
– No.
Kramden se recostó en su silla, con la mirada fija en un pequeño punto de la mesa. Lo tocó curiosamente con el dedo.
– Y mientras estuvo sentado en la oscuridad, relajándose, ¿oyó algo?
– Oí un par de ruidos entre los árboles de detrás del granero.
– ¿Qué clase de ruidos?
– Tal vez de ramas al romperse. No estoy seguro.
– ¿Alguien más salió de la casa durante las dos horas anteriores al fuego?
– Mi hijo vino a sentarse un rato en el banco. Y la señorita Corazon también salió un rato, pero no sé cuánto.
– ¿Adónde fue?
– No lo sé.
Kramden alzó una ceja.
– ¿No se lo preguntó?
– No.
– ¿Y su hijo? ¿Sabe si fue a algún otro sitio?
– Solo al banco y de vuelta a la casa.
– ¿Cómo puede estar seguro?
– Tenía una linterna en la mano.
– ¿Y su mujer?
– ¿Qué pasa con ella?
– ¿Salió de la casa?
– No, que yo sepa.
– Pero ¿no está seguro?
– No estoy del todo seguro.
Kramden asintió lentamente, como si estos hechos formaran parte de alguna clase de patrón coherente. Pasó la uña por la minúscula imperfección negra de la mesa.
– ¿Encendió usted el fuego? -preguntó, todavía mirando al mismo punto.
Gurney sabía que era una de las preguntas estándar de una investigación por incendio que tenían que plantearse.
– No.
– ¿Pidió a alguien que lo hiciera?
– No.
– ¿Sabe quién lo hizo?
– No.
– ¿Tiene alguna otra información que pudiera ayudar en la investigación?
– Ahora mismo no.
Kramden lo miró.
– ¿Qué significa eso?
– Significa que ahora mismo no tengo ninguna otra información que pueda ayudar en la investigación.
Hubo un levísimo destello de rabia en los suspicaces ojos del investigador.
– ¿Significa que planea tener alguna información relevante en el futuro?
– Oh, sí, Everett, definitivamente tendré información relevante en el futuro. Cuente con ello.
Kramden dedicó solo veinte minutos a cada una de las entrevistas con Madeleine y Kyle, pero luego pasó más de una hora con Kim.
En ese momento ya era casi mediodía. Madeleine le preguntó si quería comer algo, pero él declinó la oferta con una mirada que era más avinagrada que cortés. Sin dar explicaciones, salió de la casa, bajó la pendiente del prado y se metió en su furgoneta, que estaba aparcada a medio camino entre el estanque y las ruinas del granero.
La niebla matinal se había disipado. El día se había vuelto un poco más luminoso bajo las nubes altas. Gurney y Kim estaban sentados a la mesa, mientras que Madeleine estaba picando setas para hacer tortillas. Kyle miraba por la ventana de la cocina.
– ¿Qué demonios trama ahora?
– Probablemente está verificando el progreso de la cromatografía -dijo Gurney.
– O comiéndose el sándwich que se ha traído de casa -dijo Madeleine con una pizca de resentimiento.
– Una vez que preparas una cromatografía de líquidos y gases -continuó Gurney-, hace falta una hora para completar los análisis.
– ¿Qué puede averiguar con eso?
– Mucho. La cromatografía puede determinar los componentes de cualquier acelerante, las cantidades precisas de cada uno de ellos, lo que básicamente produce una huella dactilar del tipo de producto químico. En ocasiones incluso puede averiguarse la marca, si tiene una fórmula característica. Puede ser muy específico.
– Lástima que no sea tan específico sobre el hijo de perra que encendió el fuego -dijo Madeleine, cortando una cebolla en la tabla, clavando con fuerza el cuchillo.
– Bueno -dijo Kyle-, puede que el investigador Kramden tenga una máquina lista, pero él es un capullo. No ha dejado de preguntarme por mi linterna, por qué camino tomé exactamente desde la casa y cuánto tiempo estuve en el estanque con papá. Parecía estar sugiriendo que mentía al decirle que no sabía quién causó el fuego. Capullo. -Miró a Kim-. A ti te ha tenido más rato que a nadie. ¿Qué quería?
– Al parecer quería saberlo todo de Los huérfanos del crimen.
– ¿Tu programa de tele? ¿Por qué quería saber de eso?
Se encogió de hombros.
– ¿A lo mejor piensa que las dos cosas están relacionadas?
– ¿Ya sabía lo de Los huérfanos? -preguntó Gurney-. ¿Le has hablado de ello?
– Le he hablado de ello cuando me ha preguntado de qué te conocía y por qué estaba aquí.
– ¿Qué le has contado acerca de mi papel en el proyecto?
– Le he dicho que eras un asesor técnico en cuestiones relacionadas con el caso del Buen Pastor.
– ¿Nada más?
– Nada más.
– ¿Le has hablado de Robby Meese?
– Sí, me ha preguntado sobre eso.
– ¿Sobre qué?
– Sobre si había tenido problemas con alguien.
– Así que le has contado las… cosas peculiares que han estado ocurriendo.
– Era muy persistente.
– ¿Le has dicho algo sobre la escalera? ¿Y sobre el murmullo?
– Sobre la escalera, sí. Acerca del murmullo, no. Yo no lo oí, así que pensé que era cosa tuya contarlo.
– ¿Qué más?
– Nada más. Ah, quería saber exactamente dónde estaba cuando salí de la casa anoche. Si oí algo, si vi algo, si vi a Kyle, si vi a alguien más, esa clase de cosas.
Gurney se sintió inquieto. En todo interrogatorio en una escena del crimen había un amplio espectro de datos que podían divulgarse o no. Por un lado, se situaban los detalles personales irrelevantes que ningún agente con dos dedos de frente esperaría que alguien contara de forma voluntaria. Por otro lado, estaban los hechos cruciales para la comprensión del crimen, hechos cuyo ocultamiento constituiría una obstrucción a la justicia.
En medio había una gran zona gris sujeta a debate.
La cuestión relevante era si el conflicto personal en la vida de Kim podía ser visto, por el incidente del sótano, como algo que afectara directamente a la vida de Gurney. Si ella había informado de una posible conexión entre el escalón y el incendio en el granero, ¿no debería haber informado de eso también él?
Más concretamente, ¿por qué no lo había hecho? ¿Era porque como buen policía tendía a querer controlarlo todo manejando él solo toda la información?
¿O era por algo más sencillo, algo que se negaba a creer? Por su demasiado lenta recuperación. Tal vez temía que sus capacidades hubieran disminuido, que no fuera tan fuerte, tan agudo y tan rápido como había sido. ¿Le atormentaba la idea de que en otro momento no se habría caído de bruces y no habría dejado escapar al tipo del susurro?
– Lo averiguarás -dijo Madeleine, deslizando una tabla llena de champiñones picados y cebolla en una gran sartén al fuego.
Se dio cuenta de que ella lo estaba observando. Una vez más demostraba que era capaz de leerle la mente, de averiguar por su mirada qué estaba pensando, qué sentía. Le resultaba tan fácil como si lo hubiera expresado en voz alta. En un primer momento, esa cualidad le había resultado casi aterradora, pero con el tiempo había llegado a considerarla como una de las cosas más benignas y felices de su vida en común.
La sartén empezó a chisporrotear y el olor a cebolla se extendió por la estancia.
– Eh, eso me recuerda -dijo Kyle mirando alrededor- que papá no llegó a abrir el regalo de cumpleaños en la cena de anoche.
Madeleine señaló la encimera. La caja, todavía en su envoltorio azul claro, estaba junto a la flecha. Kyle, sonriendo, la cogió y la colocó en la mesa delante de su padre.
– Bueno… -dijo Gurney, vagamente avergonzado. Empezó a quitar el papel.
– David, por el amor de Dios -dijo Madeleine-, parece que estés desactivando una bomba.
Él se rio nerviosamente, quitó el papel restante y abrió la caja, que era de un color azul idéntico. Después de desdoblar varias capas de papel blanco arrugado, encontró un bonito marco de plata de 20x25. En el marco había un recorte de periódico que ya empezaba a ponerse amarillo por el paso del tiempo. Lo miró, pestañeando.
– Léelo en voz alta -dijo Kyle.
– Yo…, eh…, no tengo aquí mis gafas de leer.
Madeleine lo miró entre curiosa y preocupada. Apagó el fuego, cruzó la estancia y cogió el recorte enmarcado. Lo examinó con rapidez.
– Es un artículo del New York Daily News. El titular dice: «Monstruoso asesino en serie detenido por detective novel». El artículo continúa: «David Gurney, uno de los detectives de homicidios más jóvenes de la ciudad, puso fin anoche a la espantosa carrera asesina de Charles Lermer, alias el Rebanador. Los superiores de Gurney le otorgaron la mayor parte del mérito por su inteligente persecución, identificación y detención final del monstruo, al que se considera responsable de al menos diecisiete asesinatos, en los que se sucedieron actos de canibalismo y mutilación. Tales actos se cometieron durante los últimos doce años. “A Gurney se le ocurrió un enfoque del caso radicalmente nuevo que condujo a su resolución”, explicó el teniente Scott Barry, portavoz del Departamento de Policía de Nueva York. “Todos podemos dormir más tranquilos esta noche”, añadió el policía, que rechazó hacer más comentarios, pues el proceso legal pendiente impedía divulgar otros detalles. No fue posible contactar con Gurney para que hiciera comentarios. El detective héroe es “alérgico a la publicidad”, según un colega del departamento». Está fechado el 1 de junio de 1987.
Madeleine le devolvió a Gurney el artículo enmarcado.
Gurney lo sostuvo con cuidado, como para demostrar que apreciaba aquel detalle. El problema era que no le gustaba recibir regalos, y menos regalos caros. También le desagradaba ser el centro de atención. Se mostraba ambivalente respecto a los elogios y carecía de cualquier sentido de la nostalgia.
– Gracias -dijo-. Es un gran regalo. -Frunció el ceño ante la caja azul-. ¿El marco de plata es de donde creo que es?
Kyle sonrió con orgullo.
– En Tiffany tienen cosas buenas.
– Vaya. Bueno, no sé qué decir. Gracias. ¿Cómo diablos has conseguido este viejo artículo?
– Lo he tenido toda mi vida. Estoy asombrado de que no se deshiciera de él hace años. Se lo enseñaba a todos mis amigos.
Gurney notó una inyección de emoción que lo pilló desprevenido. Se aclaró la garganta ruidosamente, una técnica en la que en ocasiones confiaba nada más despertarse para acabar con el residuo de un sueño inquietante.
– Déjamelo a mí -dijo Madeleine, cogiendo el marco-. Tendremos que encontrar un sitio destacado para ponerlo.
Kim lo estaba observando. Parecía fascinada.
– No parece que te guste ser un héroe.
La emoción de Gurney estalló en forma de risa áspera.
– No soy un héroe.
– Mucha gente te ve así.
Él negó con la cabeza.
– Los héroes son de ficción. Los inventaron para cumplir un propósito en determinadas historias. Los periodistas son los que crean héroes. E igual que los crean, los destruyen.
Hubo una acritud en su tono de voz que creó un silencio extraño.
– En ocasiones los héroes son reales -dijo Kyle.
Un nuevo silencio.
Madeleine había llevado el artículo enmarcado hasta el otro extremo de la sala y lo estaba colocando en la repisa de la chimenea.
– Por cierto -dijo-, hay una inscripción manuscrita en el borde mate que no había leído en voz alta antes: «Feliz cumpleaños al mejor detective del mundo».
Llamaron a la puerta lateral. Gurney se levantó de inmediato.
– Voy -anunció, esperaba que no de una manera demasiado ansiosa.
Intercambiar sentimientos no era su punto fuerte, pero tampoco quería dar la impresión de que huía de las emociones generosas de los otros.
El pesimismo pétreo del rostro de Everett Kramden era menos inquietante para él que el entusiasmo de Kyle. El tipo estaba a varios metros de la puerta cuando Gurney la abrió, casi como si alguna fuerza magnética inversa lo hubiera repelido.
– Señor, ¿puedo pedirle que salga un momento?
Gurney obedeció a aquello que en realidad no era una petición. El tono de voz de Kramden le había pillado desprevenido, pero procuró disimular su sorpresa.
– Señor, ¿posee un bidón de gasolina de plástico?
– Sí, dos en realidad.
– Ya veo. ¿Y dónde los guarda?
– Uno allí, para el tractor. -Gurney señaló un cobertizo ajado al otro lado de los espárragos-. Y otro en el cobertizo, adosado a la parte de atrás del…, es decir, donde estaba el granero.
– Ya veo. Puede acompañarme a la furgoneta y decirme si el bidón de gasolina que tengo allí es uno ellos.
Kramden había aparcado su vehículo de la Unidad de Incendios detrás del coche de Gurney. Abrió el portón trasero. Enseguida identificó el bidón que había dentro.
– ¿Está seguro?
– Totalmente. Hay una mella en el asa. No hay duda de que es el mío.
Kramden asintió.
– ¿Cuándo fue la última vez que lo usó?
– No lo empleo muy a menudo. Es sobre todo para la segadora que tengo allí. Así que… no lo habré usado desde otoño.
– ¿Cuánta gasolina tenía dentro?
– No tengo ni idea.
– ¿Dónde lo vio por última vez?
– Probablemente en la parte de detrás del granero.
– ¿Cuándo fue la última vez que lo tocó?
– Ni idea. Es posible que no lo haya tocado desde otoño. O a lo mejor lo toqué más recientemente, si tuve que mover otra cosa. No tengo ningún recuerdo específico.
– ¿Usa un aceite aditivo de dos ciclos en la gasolina?
– Sí.
– ¿De qué marca?
– ¿Marca? Homelite, creo.
– ¿Tiene alguna idea de por qué el bidón de gasolina estaba oculto en una alcantarilla?
– ¿Oculto? ¿En qué alcantarilla?
– Permítame reformular la pregunta: ¿tiene alguna idea de por qué este bidón de gasolina podría estar en otro sitio que en el lugar donde lo dejó?
– No. ¿Dónde lo encontró exactamente? ¿De qué alcantarilla está hablando?
– Por desgracia, no puedo compartir más detalles sobre eso. ¿Hay algo que no me haya dicho, relacionado con el incendio o su investigación, que desee contarme en este momento?
– No.
– Entonces hemos terminado por ahora. ¿Tiene alguna otra pregunta, señor?
– Ninguna que vaya a querer contestarme.
Al cabo de dos minutos la furgoneta del investigador Everett Kramden bajó lentamente hacia la carretera y se perdió de vista.
El aire estaba en perfecta calma. No había ningún indicio de movimiento en la hierba alta y marrón, ni siquiera en las ramas de las copas de los árboles. El único sonido era ese tenue y continuo pitido en sus oídos, el sonido que el neurólogo decía que no era un sonido.
Al volverse para entrar en la casa, se abrió la puerta lateral y salieron Kyle y Kim.
– ¿Se ha ido el capullo? -preguntó Kyle.
– Eso parece.
– Mientras Madeleine prepara las tortillas, voy a llevar a Kim a dar un paseíto en moto. -Se le veía entusiasmado.
Ella parecía complacida.
Cuando Gurney llegó a la cocina, oyó el rugido ronco del motor de doble carburador apenas amortiguado.
Madeleine estaba poniendo el temporizador del horno. Lo miró.
– ¿Alguna vez has visto la película francesa El hombre del paraguas negro?
– Creo que no.
– Hay una escena muy brillante. Un grupo de asesinos con rifles de mira telescópica sigue a un hombre vestido con un impermeable negro que lleva un paraguas plegado y del mismo color. Lo persiguen por calles serpenteantes llenas de adoquines en una ciudad vieja. Es una mañana de domingo neblinosa, y las campanas de la iglesia repican al fondo. Cada vez que los dos asesinos tratan de apuntar al hombre del paraguas en las miras de sus rifles, él desaparece por otra esquina. Entonces llegan a una plaza abierta con una gran iglesia de piedra. Los asesinos deciden tomar posiciones a ambos lados de la plaza, desde donde pueden ver las puertas de la iglesia y esperar a que salga. Pasa un rato y empieza a llover, las puertas de la iglesia se abren. Los asesinos están preparados para disparar. Pero en lugar de un hombre salen dos, ambos vestidos con impermeables idénticos, y los dos abren paraguas negros, de manera que los asesinos no pueden verles las caras. Después de un par de segundos de confusión, los asesinos deciden disparar a ambos. Pero entonces sale otro hombre con un impermeable negro y un paraguas del mismo color, y luego otro, y luego diez o veinte más, hasta que finalmente toda la plaza se llena de gente que camina bajo paraguas negros. La escena se vuelve bastante surrealista. Y los asesinos están allí de pie, empapándose y sin la menor idea de qué hacer.
– ¿Cómo termina?
– No me acuerdo, la vi hace mucho. Lo único que recuerdo con claridad son los paraguas. -Limpió la encimera con una esponja, que luego llevó al fregadero para escurrirla-. ¿Qué quería?
Gurney tardó un momento en darse cuenta de lo que su mujer le estaba preguntando.
– Encontró el bidón de gasolina que suelo guardar en el granero. Lo extraño es que lo encontró escondido en algún sitio de la carretera.
– ¿Escondido?
– Es lo que dijo. Quería que lo identificara. No tiene mucho sentido.
– ¿Por qué iban a esconderlo? ¿Alguien lo usó para prender el fuego?
– Puede ser. No lo sé. Kramden no es muy comunicativo.
Madeleine inclinó la cabeza, intrigada.
– El incendio obviamente fue intencionado. Eso no es ningún secreto, con la pila de carteles de «prohibido cazar» delante de la puerta. Así pues, no entiendo qué sentido tendría esconder…
– No tengo ni idea. A menos, claro está, que el pirómano estuviera tan borracho que esconder la gasolina pudiera tener alguna clase de sentido para él.
– ¿Crees que puede ser eso?
Suspiró.
– Probablemente no.
Ella le dedicó una de sus miradas sagaces, de esas que le hacían sentirse transparente.
– Bueno -dijo con ligereza-, ¿cuál es el siguiente paso?
– No puedo hablar por Kramden. Personalmente, tengo que evaluar los hechos durante un rato, entender qué está conectado con qué. Hay algunas preguntas básicas que necesito responder.
– Como decidir si estás tratando con un adversario o con dos.
– Exactamente. En cierto sentido, preferiría dos.
– ¿Por qué?
– Porque si la misma persona está detrás de lo que pasó en la casa de Kim y de lo que nos ha sucedido a nosotros, pues entonces nos estamos enfrentando con algo (y con alguien) mucho más peligroso que un cazador resentido.
El temporizador del horno produjo tres pitidos altos. Madeleine no hizo caso de las advertencias.
– ¿Alguien relacionado con el caso del Buen Pastor?
– O con Robby Meese, al que puede que haya subestimado.
El temporizador sonó otra vez.
Madeleine inclinó la cabeza hacia la ventana.
– Los oigo viniendo por la carretera.
– ¿Qué? -Lo dijo de tal modo que más pareció que le irritaba aquel abrupto cambio de tema que otra cosa.
Madeleine no se molestó en responder, sino que se limitó a esperar que, después de unos segundos, él también oyera el rugido clásico de la BSA.
Cuarenta y cinco minutos más tarde, una vez que se hubieron comido las tortillas y recogido la mesa, Gurney estaba en su estudio, revisando de nuevo los documentos del mensaje de correo electrónico que había recibido de Hardwick. Albergaba la esperanza de descubrir algo significativo que se le hubiera pasado por alto hasta entonces.
Dejaría las fotos de la autopsia para lo último. Revisarlas de nuevo podía resultar inútil y desagradable; aún tenía grabadas aquellas espantosas imágenes en su mente, así que le tentó la idea de dejarlas de lado. Sin embargo, al final volvió a mirarlas por ese gen obsesivo-compulsivo que le había sido de gran ayuda en su carrera, pero que había supuesto una especie de bola de demolición en su vida personal.
Quizá porque revisó las fotos en un orden diferente, o tal vez porque estaba más receptivo, descubrió algo en lo que no se había fijado antes. Los orificios de entrada de la bala en dos de las cabezas parecían estar exactamente en el mismo sitio.
Buscó en el cajón del escritorio un rotulador borrable, pero no encontró ninguno. Había uno en el cajón del aparador.
– Parece que estés sobre la pista de algo -le dijo Kyle.
Kim y su hijo estaban sentados junto a la chimenea. Gurney se fijó en que los sillones estaban un poco más juntos que de costumbre.
Sonrió y asintió.
De nuevo en el estudio, usando una tarjeta de crédito como regla, dibujó en la pantalla del ordenador un rectángulo ajustado en torno a una de las dos cabezas. Luego dibujó líneas de intersección a través del centro del rectángulo, conectando las esquinas opuestas con diagonales para establecer el punto central y confirmar lo que ya sospechaba: las líneas se cruzaban justo en la herida de entrada. Se apresuró a limpiar la pantalla con la manga de la camisa y repitió el ejercicio con la otra foto, con el mismo resultado.
Llamó a Hardwick y dejó un mensaje.
– Soy Gurney. He de hacerte una pregunta rápida sobre las fotos de la autopsia. Gracias.
Luego, una por una, examinó cuidadosamente las otras cinco fotos. Cuando iba por la quinta, sonó el teléfono.
– Hola, campeón, ¿qué pasa? -dijo Hardwick.
– Solo me estaba preguntando una cosa. En al menos dos de los casos, la herida de entrada está en el centro exacto del perfil. No sé qué pasa en los otros cinco… Parece que estaban mirando hacia la ventanilla lateral en el instante del impacto. Las heridas de entrada también podrían estar justo en el centro, en relación con la dirección del disparo; pero no puedo estar seguro, porque las cabezas no estaban alineadas con la cámara de la autopsia en el mismo ángulo en el que estaban alineadas con el cañón del arma.
– No sé adónde quieres ir a parar.
– Me estoy preguntando si los forenses tomaron más medidas de la posición de la herida y el ángulo que no estén incluidas en los resúmenes que me enviaste. Porque si…
Hardwick lo interrumpió.
– ¡Para, para! Recuerda, muchacho, que los datos que posees los conseguiste de otra forma. Sería una infracción enviarte cualquier material oficial de los archivos del Buen Pastor. Está claro, ¿no?
– Clarísimo, pero déjame terminar: lo que estoy buscando es una serie de números que sitúen la posición de la herida de entrada en cada rostro en relación con la posición de esa cara y la ventanilla lateral en el momento del impacto de la bala.
– ¿Por qué?
– Porque dos de las fotos muestran que impactaron en el mismo centro del perfil. Si la cabeza de la víctima hubiera sido una diana de cartón, el disparo, en esos dos casos, habría sido perfecto. Y perfecto quiere decir perfecto. Y ten en cuenta las malas condiciones, con vehículos en movimiento, sin prácticamente visibilidad…
– ¿Qué quieres probar?
– Preferiría esperar hasta averiguar qué pasa con las otras cinco. Espero que tengas acceso a las notas completas de la autopsia original o a alguien que lo tenga, o que conozcas lo bastante bien a alguno de los forenses para plantearle la pregunta.
– ¿Pretendes que me arrastre por ti sin saber qué estamos buscando? Te sugiero que vayas al grano de una puta vez. De lo contrario, ya tengo una respuesta para ti: que te den por el culo.
Estaba acostumbrado a los modales de Hardwick; no les daba importancia.
– La cuestión -replicó con calma- es que ese grado de precisión, disparando a través de la ventana de un coche sin nada que iluminara a las víctimas más que la mínima luz del salpicadero (sobre todo si el asesino acertó en los seis casos), significa que tenía unas buenas gafas de visión nocturna, una mano muy firme y nervios de acero.
– ¿Y? El material de visión nocturna se puede comprar fácilmente. Hay centenares de sitios en Internet. No es tan caro como antes.
– No es a eso a lo que iba. Mi problema es que cuantos más datos tengo sobre el Buen Pastor, menos clara me queda su imagen. ¿Quién demonios es este tipo? Tiene una puntería impecable, pero usa una pistola de cómic. Su manifiesto está lleno de orgullosos arrebatos de perorata bíblica, pero su planificación es sumamente fría, consistente. Se embarca en una loca misión para matar a toda la gente codiciosa del mundo, pero se detiene a la sexta víctima. Su objetivo es demencial, pero él parece muy inteligente, lógico y reacio a correr riesgos.
– ¿Reacio a correr riesgos? -La voz áspera de Hardwick era más escéptica de lo habitual-. Circular a toda velocidad por la noche disparando a la gente no me parece no correr riesgos.
– Pero no olvides que realizó todos los disparos en la clase de curva que reduce la posibilidad de una colisión. Además, interceptó a los coches en un punto medio de cada curva; descartó cada pistola después de usarla; consiguió que ninguna cámara de vigilancia le pillara ni que le viera testigo alguno. Esa forma de hacer las cosas requiere reflexión, tiempo y dinero. Dios, Jack, tiraba una Desert Eagle después de cada disparo…, con lo que cuestan. Ya solo eso, de por sí, me parece una inversión muy importante en control de riesgos.
Hardwick gruñó.
– A ver; por un lado, me estás diciendo que nos encontramos con un lunático que cree que actúa por inspiración divina, que siente un odio incontenible por los tipos ricos que están jodiendo el mundo…
– Y por otro lado -completó Gurney-, tenemos a un asesino de sangre fría, que al parecer es lo bastante rico como para tirar pistolas de mil quinientos dólares por la ventana.
Un prolongado silencio sugirió que Hardwick estaba reflexionando sobre esa idea.
– ¿Y quieres que los datos de la autopsia demuestren eso?
– No quiero que demuestren nada. Solo pretendo que me den una idea de si estoy siguiendo la pista correcta.
– ¿Solo eso? Seguro que hay algo más, campeón.
Gurney no pudo evitar sonreír ante la agudeza de Hardwick. Desde luego que podía ser desagradable, cínico, zafio, un auténtico incordio, pero no era nada estúpido.
– Sí, podría haber algo más. He estado removiendo un poco la teoría aceptada como buena respecto a los asesinatos del Buen Pastor. Pretendo seguir haciéndolo. En el caso de que me asedie un enjambre de avispones del FBI, me gustaría rodearme del máximo de datos posible.
El interés de Hardwick aumentó. Detestaba la autoridad, la burocracia, el procedimiento, a los hombres de traje y corbata. En otras palabras, tenía alergia a organizaciones como el FBI. Así pues, estaba encantado con el propósito de Gurney.
– ¿Estás promoviendo un conflicto con nuestros amigos federales? -preguntó Hardwick, casi esperanzado.
– Todavía no -dijo Gurney-, pero podría estar a punto de hacerlo.
Hardwick se aclaró la garganta con energía.
– Veré qué puedo hacer. -Colgó sin despedirse; nada fuera de lo habitual.
Gurney estaba volviendo a guardarse el teléfono en el bolsillo cuando llamaron suavemente a la puerta abierta del estudio. Se volvió y vio a Kim.
– ¿Puedo interrumpir un minuto?
– Entra. No estás interrumpiendo nada.
– Quería pedirte perdón.
– ¿Por qué?
– Por dar ese paseo de paquete en la moto de Kyle.
– ¿Perdón?
– No era lo correcto. Quiero decir que no era el momento de ir a dar una estúpida vuelta en moto, cuando hay muchas cosas importantes en marcha. Debes de pensar que soy una egoísta cabeza hueca.
– Tomarse un descanso en circunstancias como estas me parece muy razonable.
Ella negó con la cabeza.
– No creo que sea apropiado que actúe como si no hubiera ocurrido nada, sobre todo si cabe la posibilidad de que hayan destruido tu granero por mi culpa.
– ¿Crees que Robby Meese es capaz de hacer algo así?
– Hubo un tiempo en que habría dicho que ni en un millón de años. Ahora no estoy segura. -Parecía confundida, impotente-. ¿Crees que fue él?
Kyle apareció en el umbral, detrás de ella, escuchando pero sin decir nada.
– Sí y no -dijo Gurney.
La chica asintió, como si su respuesta escondiera un mayor significado.
– Hay una cosa más que he de decir. Espero que te des cuenta de que hace unos días no tenía ni idea de adónde te estaba arrastrando. En este punto, comprendería y aceptaría tu decisión si quisieras dejarlo.
– ¿Por el incendio?
– El incendio, además de la trampa en el sótano.
Gurney sonrió.
Ella frunció el ceño.
– ¿Qué tiene tanta gracia?
– Esas son las razones por las que no quiero dejarlo.
– No lo entiendo.
– Cuando más difícil se pone -intervino Kyle-, más decidido está.
Kim se volvió, asombrada.
– Para mi padre -continuó Kyle- la dificultad es un imán. Lo imposible es irresistible.
Ella miró primero a Kyle y luego a Gurney.
– ¿Eso significa que estás dispuesto a seguir participando en mi proyecto?
– Al menos hasta que se ordenen las cosas. ¿Qué es lo siguiente en tu agenda?
– Más reuniones. Con Eric, el hijo de Sharon Stone. Y con el hijo de Bruno Villani, Paul.
– ¿Cuándo?
– El sábado.
– ¿Mañana?
– No, el…, oh, Dios mío, mañana es sábado. He perdido un día. ¿Crees que podrás venir?
– Siempre y cuando no haya nuevas sorpresas.
– Vale, genial. Será mejor que me vaya. El tiempo está desapareciendo. En cuanto llegue a casa, confirmaré las citas y te llamaré para darte las direcciones. Mañana nos reuniremos en el sitio de la primera entrevista. ¿Te parece bien?
– ¿Vas a ir a tu apartamento de Siracusa?
– Necesito ropa y algunas cosas. -Parecía incómoda-. Probablemente no me quedaré a dormir.
– ¿Cómo vas a ir allí?
Ella miró a Kyle.
– ¿No se lo has dicho?
– Supongo que me he olvidado. -Sonrió, se ruborizó-. Voy a llevar a Kim a su casa.
– ¿En la moto?
– Está saliendo el sol. No hay problema.
Gurney miró por la ventana. Los árboles del borde del campo estaban proyectando sombras débiles sobre la hierba mustia.
– Madeleine va a prestarle una chaqueta y unos guantes -agregó Kyle.
– ¿Y un casco?
– Compraremos uno para ella en el pueblo, en el concesionario Harley. A lo mejor uno de esos grandes negros de Darth Vader con una calavera y tibias cruzadas.
– Oh, gracias -bromeó Kim, mientras le clavaba el dedo en el brazo.
Gurney quiso decir algo, pero pensó que no mejoraría el silencio.
– Vamos -dijo Kyle.
Kim sonrió nerviosamente a Gurney.
– Te llamaré para confirmarte el horario de las entrevistas.
Después de que se fueran, se recostó en su silla y miró hacia la ladera, que estaba tan inmóvil y apagada como una fotografía en sepia. Sonó el teléfono fijo del otro lado del escritorio, pero no hizo ademán de responder. Sonó una segunda vez. Y una tercera. El cuarto tono no llegó a sonar del todo: Madeleine lo había cogido en la cocina. Oyó su voz, pero las palabras eran ininteligibles.
Al cabo de unos momentos, ella entró en el estudio.
– Es un tipo llamado Trout -susurró, pasándole el teléfono.
Hasta cierto punto esperaba la llamada, pero le sorprendió recibirla tan pronto.
– Gurney. -Así solía responder al teléfono cuando estaba en el trabajo. Era un hábito del que resultaba difícil deshacerse.
– Buenas tardes, señor Gurney. Soy Matthew Trout, agente supervisor especial del FBI. -Las palabras del hombre parecían fuego de artillería.
– ¿Sí?
– Soy el agente al mando de la investigación del homicidio múltiple del Buen Pastor. Creo que eso ya lo sabe. -Gurney no respondió-. La doctora Holdenfield me ha informado de que una cliente suya y usted se están involucrando en esta investigación.
Silencio.
– ¿Está de acuerdo en que es una afirmación precisa?
– No.
– ¿Disculpe?
– Me ha preguntado si su afirmación es precisa. Le he dicho que no.
– ¿En qué sentido no lo es?
– Ha dado a entender que una periodista a la que asesoro en cuestiones de procedimiento policial está tratando de entrometerse en su investigación y que yo estoy haciendo lo mismo. Es falso.
– Quizás estoy mal informado. Me han dicho que últimamente se ha interesado mucho por el caso.
– Eso es cierto. El caso me fascina. Me gustaría comprenderlo mejor. También me gustaría saber por qué me ha llamado.
Hubo una pausa, como si el tono brusco de Gurney le hubiera crispado los nervios al hombre.
– La doctora Holdenfield me ha dicho que quería verme.
– Eso también es verdad. ¿En qué momento le vendría bien?
– La verdad es que en ninguno. Pero la conveniencia es una cuestión irrelevante. Resulta que estoy de vacaciones en mi casa familiar en el Adirondack. ¿Sabe dónde está el lago Sorrow?
– Sí.
– Es sorprendente. -Había algo esnob en su incredulidad-. Muy poca gente ha oído hablar de él.
– Mi mente está llena de datos inútiles.
Trout no respondió a una falta de respeto tan poco sutil.
– ¿Puede estar aquí mañana a las nueve?
– No. ¿Y el domingo?
Hubo otra pausa.
– ¿A qué hora puede estar aquí el domingo? -contestó Trout con voz mesurada. Era como si estuviera esbozando una medio sonrisa para disimular su rabia.
– A la hora que quiera. Cuanto antes mejor.
– Bien. A las nueve aquí.
– ¿A las nueve dónde?
– No hay dirección postal. Espere, mi asistente le proporcionará las indicaciones. Le aconsejo que las anote con cuidado, palabra por palabra. Las carreteras aquí son complicadas y los lagos son profundos. Y muy fríos. Será mejor que no se pierda.
La advertencia era casi cómica.
Casi.
Cuando terminó de anotar las indicaciones para llegar al lago Sorrow y volvió a la cocina, Kim y Kyle ya estaban bajando por el prado en la BSA. Un sol pálido que comenzaba a atravesar el cielo encapotado se reflejaba en el cromado de la motocicleta.
Empezó a darle vueltas a una serie de «y si…». El sonido de una percha al caerse en el suelo del vestíbulo le interrumpió.
– ¿Maddie?
– ¿Sí?
Al cabo de un momento ella apareció en la puerta del lavadero, vestida con un estilo más conservador de lo habitual, es decir, no como un arcoíris.
– ¿Adónde vas?
– ¿Adónde crees tú?
– Si lo supiera, no te lo preguntaría.
– ¿Qué día es hoy?
Dudó.
– ¿Viernes?
– ¿Y?
– ¿Y? Ah, sí. Uno de tus grupos en la clínica.
Madeleine le dedicó una mirada que era a la vez divertida, exasperada, amorosa y preocupada. Era típico de ella, algo que la hacía diferente.
– ¿Necesitas que haga algo en relación con el seguro? -preguntó-. ¿O quieres ocuparte tú? Supongo que tendremos que llamar a alguien.
– Sí. Supongo que a nuestro agente de Nueva York. Lo averiguaré. -Era una tarea simple que había recordado y había olvidado varias veces durante la tarde anterior-. De hecho, lo haré ahora, antes de que se me olvide.
Madeleine sonrió.
– No sé lo que está pasando, pero lo superaremos. ¿Lo sabes, verdad?
Gurney dejó las indicaciones para ir al lago Sorrow en la mesa y la abrazó. La besó en la mejilla y en el cuello y la atrajo hacia sí con fuerza. Madeleine le devolvió el abrazo, presionando su cuerpo contra el de él de una forma que hizo desear a Gurney que su mujer no tuviera que irse a trabajar.
Madeleine retrocedió, lo miró a los ojos y se rio; solo una risa breve, un murmullo afectuoso. Luego se volvió, recorrió el breve pasillo hasta la puerta lateral y se dirigió a su coche.
Gurney miró por la ventana hasta que el vehículo de su mujer se perdió de vista.
Entonces se fijó en un trozo de papel que estaba pegado con cinta adhesiva encima del aparador. Había una frase corta escrita a lápiz. Se acercó y reconoció la caligrafía de Kyle: «No olvides tu tarjeta de cumpleaños». Una pequeña flecha que señalaba hacia abajo. En el aparador, justo debajo, estaba el sobre azul que acompañaba el regalo de Gurney. El característico azul de Tiffany hizo que se sintiera incómodo: no entendía por qué su hijo necesitaba gastarse tanto dinero.
Abrió el sobre y sacó la tarjeta. Era sencilla pero de buen gusto, con solo unas pocas palabras en el anverso: «Una melodía especial para ti».
Abrió la tarjeta. Esperaba escuchar otra irritante versión del Cumpleaños feliz. Pero durante tres o cuatro segundos no se oyó sonido alguno, quizá para darle tiempo a que pudiera leer un segundo mensaje en el interior. «Paz y felicidad en tu día especial».
Y entonces empezó a sonar la música, casi un minuto entero de un pasaje notablemente melódico de la «Primavera» de Las cuatro estaciones, de Vivaldi.
Considerando que el aparato que reproducía aquel sonido era más pequeño que una ficha de póquer, la calidad podía considerarse maravillosa. Aquella melodía le trajo un montón de recuerdos; fue como si cobraran vida.
Kyle tenía once o doce años y todavía acudía cada fin de semana desde la casa de su madre en Long Island al apartamento de Dave y Madeleine en Nueva York. Estaba empezando a mostrar interés por un tipo de música que a su padre le parecía criminal, cruda y completamente estúpida. Así que Gurney estableció una regla: Kyle podía escuchar la música que eligiera siempre y cuando concediera el mismo tiempo a un compositor clásico. Así limitó su exposición a la espantosa música por la que sus jóvenes oídos parecían sentirse atraídos, al tiempo que le forzaba a entrar en contacto con obras maestras que de otro modo no habría escuchado jamás.
Tuvieron sus dimes y diretes, pero Kyle, sorprendentemente, descubrió que le gustaba uno de los compositores clásicos que Gurney le hacía escuchar. Le gustaba Vivaldi. Sobre todo Las cuatro estaciones. Y de las cuatro, su preferida era la «Primavera». Escucharla se convirtió en el precio que estaba dispuesto a pagar por pasar horas con la basura cacofónica que, según él, era su música favorita.
Y entonces ocurrió algo, de un modo tan gradual que Gurney apenas lo notó: Kyle empezó a escuchar, de manera intermitente, no solo a Vivaldi, sino también a Haydn, Handel, Mozart o Bach. Ya no formaba parte del precio que tenía que pagar por escuchar basura, sino que lo hacía porque quería.
Años después le contó a Madeleine que la «Primavera» había abierto una puerta mágica para él. Confesó que aquella decisión de su padre fue una de las mejores cosas que había hecho por él.
Luego Madeleine se lo había contado a Gurney. Se sintió muy extraño. Contento, por supuesto, por haber hecho algo que había generado una reacción tan positiva, pero también triste de que fuera una cosa tan menor, algo que requería tan poco de sí mismo. Quizá Kyle valoraba tanto ese gesto paterno porque no había muchos más.
Sostuvo la tarjeta, emocionado. Aquella encantadora melodía barroca se fue apagando. Se dio cuenta de que otra vez estaba al borde de las lágrimas.
«¿Qué demonios me pasa? Joder, Gurney, contrólate.»
Fue al fregadero y se secó los ojos con papel de cocina. Había estado a punto de llorar más veces en los últimos dos meses que en todos sus años de vida adulta.
«Necesito hacer algo, lo que sea. Acción. Movimiento.»
Pensó que sería una buena idea hacer inventario de lo que se había perdido en el incendio. Estaba seguro de que la compañía aseguradora se lo pediría.
No tenía ganas de hacerlo, pero se obligó. Cogió una libreta amarilla y un bolígrafo del escritorio del estudio, se metió en el coche y condujo hasta las ruinas calcinadas del granero.
Al bajar del coche, le inundó el olor acre de las cenizas húmedas. A lo lejos se oía el aullido intermitente de una sierra mecánica.
Reticente, se acercó a los montones de tablones quemados que yacían entre la estructura retorcida pero todavía en pie del granero. En la zona donde habían estado los kayaks amarillo brillante, encima de un par de caballetes de serrar, había ahora una masa marrón llena de ampollas, endurecida e inidentificable del material del que habían estado hechos los kayaks. Nunca les había tenido mucho cariño, pero sabía que Madeleine sí: salir al río y remar bajo un cielo de verano era uno de sus placeres favoritos. Ver los pequeños botes destruidos -reducidos a una mucosidad petroquímica solidificada- lo entristeció y le dio rabia. La visión de la bicicleta de Madeleine fue peor. Los neumáticos, el asiento y los cables se habían fundido. Las llantas de las ruedas estaban combadas.
Se movió poco a poco con su libreta y su bolígrafo, tomando notas de todo lo que se había perdido. Cuando terminó, se apartó con una sensación de asco y se metió en el coche.
Le venían a la mente un montón de preguntas sin respuesta. Aun así, en el fondo, podían resumirse en una sola: ¿por qué?
Ninguna de las posibles respuestas parecía convencerle.
Sobre todo la teoría del cazador enrabietado. En la localidad había un montón de carteles de «prohibido cazar», pero apenas había graneros quemados, aparte del suyo.
¿Qué otra cosa podía ser?
¿Podían haberse equivocado de dirección? ¿Tal vez se tratara solo de un pirómano con ganas de convertir algo grande en llamas? ¿Unos gamberros adolescentes? ¿Un enemigo del pasado, de sus tiempos de policía, que intentaba vengarse?
¿O tenía algo que ver con Kim, Robby Meese y Los huérfanos del crimen? ¿El tipo que había incendiado el granero era el mismo que le había susurrado en el sótano?
«Deja en paz al diablo.» Si aquello hacía referencia al cuento que el padre de Kim le contaba cuando esta era una niña, tal como ella aseguraba, entonces la advertencia solo podía estar dirigida a la propia Kim. Únicamente podía tener un significado especial para ella. Así pues, ¿por qué susurrárselo a Gurney?
¿Era posible que el intruso creyera que era Kim la que había caído por la escalera?
Era más que improbable. Cuando cayó, lo primero que oyó fue la voz de Kim en el pequeño pasillo de encima de la escalera, gritando; a continuación el sonido de pisadas que corrían a por la linterna. Fue solo después de eso cuando, tumbado en el suelo del sótano, oyó, muy cerca de él, el susurro siniestro, la voz de alguien que tenía que saber que no estaba hablando con Kim.
Pero si sabía que la persona que estaba en el suelo no era Kim entonces por qué…
La respuesta golpeó a Gurney como una bofetada en la cara.
Más concretamente, lo golpeó como un melodía cristalina de un concierto de violín de Vivaldi.
Condujo de vuelta a la casa con tanta prisa que golpeó dos veces los bajos del coche en un par de hoyos cavados por alguna marmota.
Al llegar, cogió su tarjeta de cumpleaños musical, miró la parte de atrás y vio lo que esperaba encontrar: el nombre de una empresa y un sitio web: KustomKardz.com Al cabo de un minuto estaba buscando en la web con su portátil. Kustom Kardz era una empresa dedicada a la fabricación de tarjetas de felicitación personalizadas. Un reproductor digital con batería incorporada permitía elegir entre «más de un centenar de melodías diferentes de todo el mundo, desde las composiciones clásicas más encantadoras hasta las músicas más tradicionales».
En la página de contacto, además del enlace de correo electrónico, había un número telefónico gratuito, al que Gurney llamó. Solo tenía una pregunta para el representante del servicio de atención al cliente: ¿en lugar de personalizar el chip con una obra de música se podía personalizar con palabras?
Le respondieron que sí, desde luego. Solo sería cuestión de grabar el mensaje (lo cual se podía hacer por teléfono), darle el formato de audio adecuado y descargarlo al dispositivo.
Tenía un par de preguntas más. Una: ¿cómo se podía iniciar la reproducción del dispositivo, aparte de mediante una tarjeta de felicitación? Dos: ¿qué retraso podía establecerse antes de que se iniciara la reproducción?
La mujer le explicó que podía hacerse de distintas maneras: por presión, por eliminación de presión, incluso por sonido, como esos interruptores que responden a un aplauso. Podía intentar averiguar otras posibilidades con el señor Emtar Gumadin, su gurú técnico.
Una pregunta final. Alguien al que conocía había recibido una tarjeta muy interesante que decía: «Deja en paz al diablo». ¿Por casualidad Kustom Kardz había procesado ese mensaje en particular en uno de sus chips de sonido?
Creía que no, pero si Gurney esperaba, lo consultaría con Emtar.
Al cabo de un minuto o dos, la mujer le dijo que nadie recordaba un mensaje parecido, a menos que quizá Gurney se refiriera a una canción de cuna que empezaba: «Vete a dormir, querido…».
¿Su empresa tenía mucha competencia?
Por desgracia, sí. El coste de la tecnología estaba bajando y su uso había explotado.
En cuanto colgó, llamó a Kyle. Esperaba que le saltara el buzón de voz. Se imaginaba su BSA rugiendo por la I-88, y ni siquiera un temerario joven de veintiséis años sería capaz de sacar su teléfono del bolsillo mientras conducía una motocicleta a toda velocidad.
Sin embargo, Kyle respondió de inmediato.
– Eh, papá, ¿qué pasa?
– ¿Dónde estás?
– En una gasolinera de la interestatal. Creo que el pueblo se llama Afton.
– Me alegro de que hayas contestado. Me gustaría que hicieras algo por mí cuando llegues a la casa de Kim en Siracusa. ¿Sabes esa voz que oí en su sótano? Creo que podría ser una grabación, probablemente reproducida a través de un dispositivo en miniatura como el que llevaba la tarjeta que me regalaste.
– Joder. ¿Cómo se te ha ocurrido eso?
– La tarjeta me ha dado la idea. Esto es lo que quiero que hagas: cuando llegues a su apartamento, baja al sótano, suponiendo que las luces funcionen y no haya signo de ninguna otra intrusión. Mira en torno a la escalera, busca en sitios donde pudiera esconderse algo del tamaño de una moneda de cincuenta centavos. En algún lugar cerca del pie de la escalera. La voz que oí estaba a menos de un metro de donde yo caí.
– ¿Cómo de escondido puede estar? Quiero decir, para que sonara claro…
– Tienes razón, no podría estar completamente inserido, pero podría estar en algún hueco, tal vez cubierto con papel o tela pintada, para disimularlo en la pared, algo así.
– En el suelo no, ¿verdad?
– No, la voz procedía de encima, como si alguien se hubiera agachado hacia mí.
– ¿Podría estar en la escalera?
– Sí, podría ser.
– Vale. Guau. Vamos para allá. Te llamaré en cuanto lleguemos.
– No corras. No hay prisa.
– Sí. -Hubo una pausa-. Bueno…, ¿te ha gustado la tarjeta?
– ¿Qué? Oh, sí, desde luego. Gracias.
– ¿Reconociste la «Primavera»?
– Por supuesto que sí.
– Bueno, genial. Te llamo dentro de un rato.
Para impedir que la cuestión de la «Primavera» y sus recuerdos lo arrastraran a una ciénaga emocional, buscó algo que hacer hasta que volviera a tener noticias de Kyle.
«Mantente activo.»
Fue al armarito del estudio, cogió el número de teléfono de su agente de seguros y lo llamó. Después de diversas opciones, el sistema de contestador automático le proporcionó otro número al que llamar para dar parte de un accidente, un incendio u otra pérdida cubierta por su póliza de hogar.
Cuando estaba a punto de marcar el nuevo número, el teléfono sonó en su mano. Miró el identificador de la pantalla y vio que era Hardwick. La llamada del seguro podía esperar.
En el momento en que pulsó el botón para responder la llamada, Hardwick empezó a hablar.
– Mierda, Gurney, todo lo que pides es un incordio, no sé si te das cuenta.
– Suponía que tu culo perezoso necesitaba ejercicio.
– Necesito esto tanto como una dieta vegetariana estricta.
– ¿Qué tienes para mí, además de mierda?
Hardwick se aclaró la garganta con su habitual meticulosidad.
– La mayor parte de las notas de autopsia originales están demasiado enterradas para poder llegar hasta ellas. Como he dicho, esto es un enorme…
– Sé lo que dijiste, Jack. La cuestión es qué tienes.
– ¿Recuerdas a Wally Thrasher?
– ¿El forense del caso Mellery?
– El mismo. Un cabrón arrogante, listillo.
– Como alguien que conozco.
– Que te den. Entre sus finas cualidades, destaca que Wally es organizado de una manera obsesivo-compulsiva. Bueno, pues resulta que hizo la autopsia de la gran dama de las inmobiliarias.
– ¿Sharon Stone?
– La misma.
– ¿Y?
– En la diana.
– Quieres decir que…
– La herida de entrada estaba en el mismo centro del lateral de la cabeza. En el mismísimo centro. Por supuesto, la herida de salida era una cuestión completamente distinta. Es difícil encontrar el centro de algo de lo que no queda nada.
– Es la herida de entrada la que cuenta.
– Exacto. Así que ahora tienes los dos impactos perfectos que ya conocías… y otro más. ¿Crees que es suficiente para probar lo que quieres probar?
– Podría ser. Gracias por tu colaboración.
– Existo solo para servirte.
Había colgado.
Los datos que había obtenido en relación con las heridas de las víctimas, aunque todavía no sabía bien qué podían significar o cómo podría emplearlas en su reunión del domingo con Trout, hacían que se sintiera más confiado. Notaba que, de repente, podía pensar con más rapidez, como si se hubiera tomado un doble expreso. Enseguida le vino a la mente una nueva pregunta.
Llamó a Kyle, pero esta vez le salió el buzón de voz. Supuso que estaba conduciendo.
– En cuanto oigas este mensaje, quiero que le preguntes a Kim cuánta gente conocía lo del cuento que su padre le contaba a la hora de acostarse. Cuánta gente conocía los detalles, sobre todo la frase «deja en paz al diablo». Si hay más de dos o tres, pídele que escriba una lista en la que detalle los nombres, las direcciones que conozca y qué relación tenía con ellos. Gracias. Ten cuidado. Hablamos pronto.
En cuanto colgó, se le ocurrió otra cosa. Volvió a marcar el número y dejó un segundo mensaje: -Perdona, pero se me acaba de ocurrir algo más. Después de que busques ese minirreproductor en el sótano, echa un vistazo para ver si encuentras micrófonos o algo parecido. Mira en los lugares más probables: alarmas antiincendio, protectores de sobretensión, luces nocturnas. Lo que debes buscar es cualquier cosa que haya dentro de esos elementos que pueda parecer que no debería estar allí. Si encuentras algo, no lo quites. Déjalo donde está. Nada más por ahora. Llámame lo antes posible.
La idea de que el apartamento de Kim pudiera estar pinchado, de que pudiera llevar mucho tiempo así, hizo que le asaltaran otro montón de dudas inquietantes. Cogió su copia de la carpeta del proyecto de Kim, que guardaba en el cajón del escritorio, y se acomodó en el sofá del estudio para repasarla una vez más.
Media hora más tarde, empezó a notar que toda la energía que había sentido antes empezaba a disiparse. Se dijo a sí mismo que cerraría los ojos durante cinco minutos, diez a lo sumo. Se recostó en los cojines blandos del sofá. Los dos últimos días habían sido muy tensos y agotadores, apenas había dormido.
Una siestecita…
Se despertó sobresaltado. Algo estaba sonando, pero por un momento no supo qué era. Al empezar a levantarse, descubrió un dolor punzante en el cuello, agarrotado por la posición forzada de la cabeza.
El timbrazo se detuvo y oyó la voz de Madeleine.
– Está dormido. -Y luego-. Cuando he llegado a casa, hace media hora, estaba completamente dormido. -Y luego-. Deja que vaya a ver.
Entró en el estudio. Gurney ya se estaba incorporando, tenía los pies en el suelo y estaba frotándose los ojos.
– ¿Estás despierto?
– Más o menos.
– ¿Puedes hablar con Kyle?
– ¿Dónde está?
– En el apartamento de Kim. Dice que ha estado tratando de localizarte en el móvil.
– ¿Qué hora es?
– Casi las siete.
– ¿Las siete? ¡Dios!
– Parece muy ansioso por decirte algo.
Gurney abrió los ojos de par en par y se levantó del sofá.
– ¿Qué teléfono?
Madeleine señaló el teléfono fijo del escritorio.
– Colgaré el supletorio de la cocina.
Gurney cogió el aparato.
– Hola.
– ¡Hola, papá! Llevo dos horas tratando de localizarte, ¿estás bien?
– Bien, solo agotado.
– Sí, olvidé que hace días que no duermes como es debido.
– ¿Has descubierto algo interesante?
– Más bien extraño. ¿Por dónde quieres que empiece?
– Por el sótano.
– Vale, en el sótano. ¿Sabes las tablas largas laterales en las que se encajan los peldaños? Pues bueno, he encontrado una estrecha rendija en la parte inferior de una de ellas, unos sesenta centímetros por encima del escalón que falta, y ahí está el chisme ese. Más o menos es la mitad de grande que uno de esos USB de tu ordenador.
– ¿Lo has quitado?
– Dijiste que lo dejara. Solo lo he movido un poco con el borde de un cuchillo, para ver lo grande que era. Pero esa es la parte rara. Al volver a ponerlo en la rendija, he debido de resetear algo, porque diez segundos más tarde he oído ese susurro, que es realmente aterrador. Suena como un maniaco en una película de terror silbando las palabras entre dientes: «Deja en paz al diablo». Da un miedo terrible.
– La rendija en la tabla… ¿se veía a primera vista?
– Para nada, qué va. Es como si hubieran cogido una pequeña astilla de madera para cubrir el agujero.
– Entonces ¿cómo…?
– Dijiste que estaría más o menos a un metro de donde caíste. No es una zona muy grande. He seguido mirando hasta que lo he encontrado.
– ¿Le has preguntado a Kim quién más conocía el cuento?
– Ella insiste en que la única persona a la que se lo contó fue al loco de su ex. Por supuesto, él podría habérselo contado a otra gente.
Hubo un silencio que Gurney aprovechó para intentar reunir las piezas del caso, que parecían muy distantes entre sí. Pero ¿de qué caso estaban hablando? ¿Del caso abierto del Buen Pastor? ¿Del posible acoso de Robby Meese a Kim Corazon? ¿Del incendio? ¿O de algún caso que unía todos esos y que también guardaba relación con la flecha que había aparecido en su jardín?
– Papá, ¿sigues ahí?
– Claro.
– Hay más. No te he contado la noticia más desagradable -dijo Kyle.
– ¿Qué pasa?
– Todas las estancias del apartamento de Kim están pinchadas, incluso el cuarto de baño.
Gurney sintió un escalofrío en la nuca.
– ¿Qué has encontrado?
– En tu mensaje de teléfono mencionabas los sitios obvios donde buscar. Primero he mirado en la alarma antiincendios de la sala de estar, porque sé qué aspecto tiene. Y he encontrado algo raro. Parece como un mando a distancia en miniatura, de esos que se emplean para abrir la puerta de un garaje. Tiene un alambre fino que sobresale al final. Supongo que es una especie de antena.
– ¿Había algo que pareciera una lente?
– No.
– Podría ser tan pequeña como medio grano de…
– No, créeme, ninguna lente. Pensé en eso y lo comprobé.
– Vale. -La ausencia de la lente de vídeo implicaba que el dispositivo no formaba parte del equipo de vigilancia de la policía. Para identificar a un intruso se coloca una cámara, no un micrófono-. ¿Has mirado en las otras alarmas?
– En todas las habitaciones; en todas había una cosa de esas.
– ¿Desde dónde me estás llamando?
– Estoy fuera, en la acera.
– Bien pensado. Tengo la impresión de que tienes algo más que contarme.
– ¿Sabes que hay un panel móvil que lleva al apartamento de arriba?
– No, pero no me sorprende. ¿Dónde está?
– En el lavadero de la cocina.
Gurney recordó que tanto la cocina como el lavadero tenían un techo con un motivo de grandes cuadrados formado por tiras entrecruzadas de molduras decorativas, ideales para ocultar un panel móvil.
– ¿Qué demonios te ha hecho…?
– ¿Mirar los techos? Kim me dijo que a veces oye ruidos por la noche, crujidos y otros ruidos por el estilo. Me habló de todas esas cosas raras, cosas que se mueven, cosas que desaparecen y reaparecen, las manchas de sangre, pese a que había cambiado la cerradura. Además, supuestamente, el apartamento de arriba está vacío. Así que cuando juntas todas estas cosas…
– Ya veo, muy bien -dijo Gurney, impresionado-. Así pues, ¿has supuesto que probablemente podría accederse a su apartamento a través del techo?
– Y lo más factible es un techo de paneles de molduras.
– Y luego…
– Luego he ido al sótano a buscar una escalera. He empezado a presionar cada uno de los cuadrados hasta que he encontrado el que se notaba un poco diferente, el que cedía de un modo distinto. He aflojado con un cuchillo la moldura de alrededor lo suficiente para ver que había marcas de corte debajo. No he ido más lejos. Si no querías que quitara los micrófonos, no creo que quisieras que quitara el panel. Además, estaba asegurado desde el otro lado. Habría tenido que romperlo para pasar, y eso no quería hacerlo sin saber qué podría encontrarme arriba.
– Buena decisión. -Había notado que en la voz de su hijo se mezclaban la ansiedad y la precaución a partes iguales-. Has tenido una tarde ocupada.
– Hay que pillar a los malos. ¿Cuál es el siguiente paso?
– Tu siguiente paso es salir de allí y volver aquí, los dos. Por mi parte, debo dejar que todos estos nuevos datos reposen un poco. A menudo, me acuesto con preguntas y me despierto con respuestas.
– ¿De verdad?
– No, pero suena bien.
Kyle se rio.
– ¿Con qué preguntas vas a irte a dormir esta noche?
– Deja que te pregunte lo mismo. Al fin y al cabo, tú eres el que ha descubierto todo esto. Estás allí, así que gozas de una mejor perspectiva. ¿Cuáles crees que son las principales preguntas?
Kyle vaciló, pero se le notaba excitado.
– Con toda la información que tengo ahora, hay una realmente grande.
– ¿Cuál?
– ¿Estamos enfrentándonos con un acosador obseso… o con algo mucho más peligroso incluso?
– Hizo una pausa-. ¿Qué opinas?
– Creo que podríamos estar enfrentándonos a ambas posibilidades.
Gurney se quedó despierto hasta que Kim y Kyle llegaron de Siracusa, en su BSA y en su Miata respectivamente.
Después de repasar todo lo que habían discutido por teléfono, tenía dos preguntas más. La primera era para Kyle, y solo tuvo que plantear la mitad antes de que se la respondiera.
– ¿Cuando has quitado las tapas de las alarmas de humo…?
– Lo he hecho muy despacio, con mucho cuidado. Durante todo este tiempo, Kim y yo seguíamos hablando de algo completamente diferente (de uno de sus cursos en la facultad) para que nadie que escuchara se diera cuenta de lo que estaba haciendo.
– Estoy impresionado.
– No lo estés. Lo vi en una película de espías.
La segunda pregunta era para Kim.
– ¿Has visto algo en el apartamento que no te resultara familiar? ¿Cualquier clase de pequeño electrodoméstico, radio-reloj, iPod, animal de peluche, cualquier cosa que no hubieras visto antes?
– No, ¿por qué?
– Solo me preguntaba si Schiff llegó en algún momento con su prometido equipo de videovigilancia. Cuando el que alquila el apartamento está al corriente del plan, es más fácil instalar un videotransmisor que esté metido dentro de un objeto de cobertura que esconderlo en un techo o en algún otro sitio por el estilo.
– No había nada de eso.
A la mañana siguiente, sentados a la mesa del desayuno, Gurney se fijó en que Madeleine se había saltado su habitual bol de avena y apenas había tocado el café. Su mirada, perdida en el soleado paisaje que se podía ver a través de la puerta cristalera, parecía, en realidad, ocultar oscuros pensamientos.
– ¿Estás pensando en el incendio?
Tardó tanto en responder que Gurney pensó que no lo había oído.
– Sí, supongo que podrías decir que estoy pensando en el incendio. Cuando me he despertado esta mañana, ¿sabes qué se me ha ocurrido durante unos tres segundos? He tenido la idea de disfrutar de esta encantadora mañana dando un paseo en bicicleta por la carretera de atrás, al lado del río. Pero entonces, claro, me he dado cuenta de que no tenía bicicleta. Esa cosa retorcida y calcinada que hay en el suelo del granero ya no es una bicicleta.
Gurney no supo qué decir.
Madeleine se quedó sentada en silencio, entrecerrando los ojos de rabia. Luego dijo más para su taza de café que para su marido: -La persona que ha pinchado el apartamento de Kim ¿cuánto crees que sabe de nosotros?
– ¿De nosotros?
– Bueno, pues de ti. ¿Cuánto crees que ha descubierto de ti?
Gurney respiró hondo.
– Buena pregunta. -No había dejado de plantearse lo mismo desde la tarde anterior-. Supongo que los micrófonos transmiten a una grabadora que se activa por la voz. En este caso, habrá podido escuchar las conversaciones que haya tenido con ella en su casa. Por otro lado, está lo que ella haya hablado conmigo por teléfono…
– Contigo, con su madre, con Rudy Getz…
– Sí.
Los ojos de Madeleine se entrecerraron.
– Así que sabe mucho.
– Sabe mucho.
– ¿Deberíamos estar asustados?
– Hemos de estar vigilantes. Y yo he de comprender lo que está pasando.
– Ah, ya entiendo. Yo mantengo los ojos abiertos por si veo a alguien que pueda resultar un maniaco, mientras tú juegas con las piezas del rompecabezas. ¿Ese es el plan?
– ¿Interrumpo? -Kim estaba de pie en la puerta de la cocina.
Madeleine parecía a punto de decir: «Sí, desde luego».
– ¿Quieres un café?
– le preguntó Gurney.
– No, gracias. Yo… solo quería recordarte… que hemos de salir dentro de una hora a nuestra primera cita. Es con Eric Stone, en Markham Dell. Todavía vive en la casa de su madre. Te encantará conocerlo. Eric es… único.
Antes de salir, llamó, tal como había planeado, al detective James Schiff, del Departamento de Policía de Siracusa, para preguntar sobre el equipo de vigilancia que habían prometido instalar en el apartamento de Kim. Schiff había salido, así que le pasaron a su compañero, Elwood Gates. Pese a que parecía familiarizado con la situación, el tipo no estaba muy interesado en el problema ni tampoco se disculpó por haberse retrasado en la instalación de las cámaras.
– Si Schiff dice que nos pongamos, nos pondremos.
– ¿Alguna idea de cuándo?
– Quizá cuando terminemos con unas cuantas cosas más importantes, ¿vale?
– ¿Más importantes que un loco peligroso que ha entrado en el apartamento de una joven con ánimo de agredirla?
– ¿Está hablando del peldaño roto?
– Estoy hablando de un escalón trucado sobre un suelo de cemento. Podía haberle causado daños muy graves.
– Bueno, señor Gurney, deje que le diga algo. Ahora mismo, no hay nada de eso. Supongo que no ha oído nada de la pequeña guerra entre traficantes de crack que estalló ayer. No, creo que no. No obstante, usted no se preocupe, en cuanto detengamos a un puñado de capullos con AK-47, nos ocuparemos de su gran problema: está en lo más alto de nuestra lista, ¿de acuerdo? Bueno, seguro que le mantendremos informado. Que pase un buen día.
Kim se fijó en la cara de Gurney cuando este se guardó el teléfono en el bolsillo.
– ¿Qué ha dicho?
– Ha dicho que a lo mejor pasado mañana.
Gurney insistió en que viajaran en coches separados hasta Markham Dell. Quería poder actuar libremente, poder separarse de Kim si surgía algo inesperado.
La chica conducía más deprisa que él, así que se perdieron de vista antes de llegar a la interestatal. Era un día hermoso, por fin parecía haber llegado algo de la primavera. El cielo era de un azul penetrante. Las pequeñas nubes dispersas parecían de algodón y resplandecían. Había campanillas de invierno que florecían en zonas en sombra junto a la interestatal. Cuando el GPS le informó de que estaba a mitad de camino, se detuvo a poner gasolina. Llenó el depósito y fue a comprar un café para llevar. Minutos después, sentado en el coche con las ventanas bajadas, saboreando el torrefacto, decidió llamar a Jack Hardwick y pedirle dos favores más. El quid pro quo, cuando llegara, sería sustancial. Sin embargo, necesitaba cierta información, y esa era la forma más eficiente de conseguirla. Lo llamó, medio deseando que le saliera el buzón de voz. Pero le contestó aquella voz animada, sarcástica y de papel de lija.
– ¡Davey! El sabueso que anda tras la pista de la encarnación del mal. ¿Qué coño quieres ahora?
– En realidad, mucho.
– No me digas. ¡Qué sorpresa!
– Estaré en deuda contigo.
– Ya lo estás, campeón.
– Cierto.
– Solo para que lo sepas. Habla.
– Primero, me gustaría saber todo lo que se pueda saber de un estudiante de la Universidad de Siracusa llamado Robert Meese, alias Robert Montague. Segundo, me gustaría saber todo lo que se pueda saber de Emilio Corazon, padre de Kim Corazon, exmarido de la periodista de Nueva York Connie Clarke. Emilio desapareció sin dejar rastro hace años. De hecho, esta semana se cumplen diez años de su desaparición. Los intentos de su familia por localizarlo han fracasado.
– Cuando dices todo lo que se pueda saber, ¿qué…?
– Todo lo que puedas escarbar en los próximos dos o tres días.
– ¿Nada más?
– ¿Lo harás?
– No olvides que tendrás que pagar tu deuda.
– No lo olvidaré, Jack. De verdad que aprecio… -dijo, pero se interrumpió cuando se dio cuenta de que Hardwick ya había colgado.
Siguiendo las instrucciones del GPS, salió de la interestatal y se dirigió por una serie de caminos rurales hasta llegar al giro de Foxledge Lane. Ahí, aparcado al lado de la carretera, vio el Miata rojo. Kim lo saludó, se incorporó a la calzada delante de él y subió lentamente por el camino.
No tuvieron que ir muy lejos. El primer sendero, flanqueado por impresionantes muros de mampostería pertenecía a algo llamado Whittingham Hunt Club. En el segundo sendero, a unos centenares de metros, no había ninguna identificación o dirección visible, pero Kim entró y Gurney la siguió.
La casa de Eric Stone estaba a unos cuatrocientos metros. Era una gran edificación colonial de Nueva Inglaterra, pero por todas partes había trozos de pintura que empezaban a saltar, canaletas por ajustar y enderezar. En el sendero, se veían grietas causadas por los cambios de temperatura; hojas secas del invierno que se acababa cubrían en parte el césped y el jardín.
Un camino de ladrillos desigual conectaba el sendero con los tres escalones que conducían a la puerta de la casa. Tanto el camino como los escalones estaban cubiertos de hojas podridas y ramitas. Cuando Gurney y Kim estaban en la mitad de este camino, la puerta se abrió y un hombre salió al amplio escalón. Sus hombros estrechos y su barriga prominente hicieron que Gurney pensara en un huevo. Un delantal impecable le cubría del cuello a las rodillas.
– Tengan cuidado, por favor. Eso es una auténtica selva.
Mostró una sonrisa que dejó entrever sus dientes. Lanzó una mirada ansiosa a Gurney. Llevaba el pelo, prematuramente gris, corto y peinado con raya. Su carita rosada parecía recién afeitada.
– ¡Galletas de jengibre! -anunció con voz alegre al apartarse para dejarlos entrar en la gran casa.
Al pasar por su lado, Gurney notó que el olor a polvo de talco daba paso al característico aroma dulce y especiado de la única galleta que le desagradaba de verdad.
– Solo sigan el pasillo hasta el final. La cocina es el sitio más agradable de la casa.
Además de la escalera que conducía al primer piso, pudieron ver varias puertas, pero el polvo sobre sus pomos sugería que rara vez se abrían.
La cocina del fondo de la casa resultaba agradable porque estaba caliente y olía a lo que había en el horno, pero por nada más. Era enorme y de techos altos. Tenía el tipo de electrodomésticos que una o dos décadas antes había ocupado los hogares de los más pudientes. La campana extractora colgaba a tres metros. Gurney pensó en el altar del sacrificio de una película de Indiana Jones.
– Mi madre era una devota de la calidad -dijo el hombre con forma de huevo. Luego añadió, como si fuera un eco espantoso del pensamiento pasajero de Gurney-: Era una acólita del altar de la perfección.
– ¿Desde cuándo vive aquí? -preguntó Kim.
En lugar de responder la pregunta, Stone se volvió hacia Gurney:
– Yo desde luego sé quién es usted, y sospecho que usted sabe quién soy, pero sigo pensando que sería apropiado que nos presentaran.
– Oh, qué estúpida -dijo Kim-. Lo siento. Dave Gurney. Eric Stone.
– Encantado -dijo Stone, que extendió la mano con una sonrisa obsequiosa. Sus dientes grandes y parejos eran casi tan blancos como el delantal-. Su impresionante reputación le precede.
– Encantado de conocerle -contestó Gurney.
La mano de Stone era caliente, blanda y desagradablemente húmeda.
– Le hablé a Eric del artículo que mi madre escribió sobre ti -dijo Kim.
Después de un silencio incómodo, Stone señaló una envejecida mesa de pino situada en un rincón de la cocina, alejada del espléndido horno.
– ¿Nos sentamos?
Cuando Gurney y Kim se hubieron sentado, Stone preguntó si querían tomar algo.
– Tengo cafés de distinta intensidad, así como té de incontables variedades. También puedo ofrecerles refresco de granada. ¿Alguien se apunta?
Los dos lo rechazaron. Stone, que exageró su decepción, se sentó a la mesa. Kim cogió tres pequeñas cámaras y dos minitrípodes de su bolsa. Instaló dos de las cámaras, una de cara a Stone y la otra enfocándola a sí misma.
A continuación explicó la idea de la producción: «la gente de RAM» pretendía mantener el aspecto y el ambiente de la entrevista lo más sencillo posible, conservando el mismo marco visual y de audio con el que estaban familiarizados quienes solían grabar escenas cotidianas con sus iPhone. El objetivo era que todo fuera de verdad, simple. Como si estuvieran manteniendo una conversación casual, sin guion alguno. Sin focos, solo con la luz propia de la estancia. Nada profesional. Seres humanos hablando como seres humanos…
Stone permaneció impasible ante aquel discurso. En realidad, en un momento dado pareció que empezaba a pensar en otra cosa.
– ¿Tiene alguna pregunta? -dijo Kim.
– Solo una -dijo, volviéndose hacia Gurney-: ¿cree que lo atraparán algún día?
– ¿Al Buen Pastor? Me gustaría pensar que sí.
Stone puso los ojos en blanco.
– Seguro que en su profesión da muchas respuestas como esa, respuestas que en realidad no son respuestas. -Su tono parecía más triste que desafiante.
Gurney se encogió de hombros.
– Todavía no sé lo suficiente para decirle nada más.
Kim hizo algunos ajustes de encuadre final en los visores de las cámaras que reposaban sobre los trípodes y las puso en modo de alta definición. Hizo lo mismo con la tercera cámara, que sostenía en la mano. A continuación, se peinó con los dedos, se sentó más erguida en la silla, se alisó unas pocas arrugas del bléiser, sonrió y empezó a hablar.
– Eric, me gustaría darle las gracias otra vez por aceptar participar en Los huérfanos del crimen. Nuestro objetivo es presentar sincera y directamente lo que piensa, lo que siente. Nada ha de quedar fuera de esta entrevista, nada está prohibido. Estamos en su casa, no en un estudio de televisión. La historia y las emociones son suyas. Empecemos por donde usted quiera.
Stone respiró hondo, nervioso.
– Empezaré por responder a la pregunta que me ha hecho hace unos minutos, en la cocina. Me ha preguntado desde cuándo vivía aquí. La respuesta es que desde hace veinte años: la mitad de esos años, en una especie de paraíso; la otra mitad, en un infierno. -Hizo una pausa-. Los primeros diez años viví en un mundo de luz, la luz que proyectaba una mujer extraordinaria; los diez últimos he vivido en un mundo de sombras.
Kim mantuvo un largo silencio antes de intervenir en voz baja, con un tono triste.
– Lo profundo que es nuestro dolor suele hablarnos sobre lo mucho que hemos perdido.
Stone asintió.
– Mi madre era una roca, un volcán. Era una fuerza de la naturaleza. Deje que repita eso: una fuerza de la naturaleza. Es un cliché, pero es así. Perderla fue como revocar la ley de la gravedad. Revocar la ley de la gravedad. Imagíneselo. Un mundo sin gravedad. Un mundo sin pegamento que lo mantenga unido.
Los ojos del hombre se humedecieron.
Las siguientes palabras de Kim fueron sorprendentes. Le preguntó si podía darle una galleta.
Él soltó una risa, un arrebato histérico vertiginoso que hizo que las lágrimas resbalaran por sus mejillas.
– Sí, sí, por supuesto. Mis galletas de jengibre acaban de salir del horno, pero hay también chips de chocolate, galletitas de mantequilla y de avena con pasas. Todo horneado hoy mismo.
– Creo que la tomaré de avena con pasas -dijo Kim.
– Una excelente elección, señorita.
Stone sonó como si, a través de las lágrimas, tratara de imitar a un sumiller meloso. Fue al otro extremo de la cocina y cogió de encima del horno una bandeja llena de grandes galletas marrones. Kim no dejó de enfocarlo con la tercera cámara.
Cuando Stone estaba a punto de dejar la bandeja encima la mesa, una idea que le cruzó por la mente lo detuvo. Se volvió hacia Gurney.
– Diez años -dijo, como si algo nuevo en el significado del número lo hubiera pillado por sorpresa-. Exactamente diez años. Una década. -El tono de su voz se elevó hasta alcanzar cierto dramatismo-. Diez años y sigo hecho un asco. ¿Qué opina de eso, detective? ¿Mi patético estado lo motiva para encontrar, detener y ejecutar al maldito cabrón que asesinó a la mujer más increíble del mundo? ¿O soy tan ridículo que solo provoco risa?
Gurney tendía a mostrarse comedido cuando la gente mostraba sus sentimientos de aquella manera. Esta vez no fue una excepción. Respondió con voz monocorde, como si tal cosa: -Haré todo lo que pueda.
Stone le dedicó una expresión escéptica.
Les ofreció café otra vez, y otra vez ambos lo rechazaron.
Kim pasó un buen rato intentando que Stone le describiera cómo era la vida que llevaba antes del asesinato de su madre, y cómo había seguido después. La vida anterior era mejor en todos los sentidos. Poco a poco Sharon Stone había alcanzado el éxito. Se situó en la élite del mercado inmobiliario de segundas residencias. Y llevó ese éxito a su vida personal, donde compartió todo el lujo que se le ofrecía con su hijo. Poco antes de que el Buen Pastor se cruzara en su camino, había accedido a avalar un contrato de financiación de tres millones de dólares para dejar a Eric como propietario del principal hotel y restaurante en Finger Lakes, tierra de vinos.
Sin su firma, el acuerdo no llegó a buen puerto. En lugar de disfrutar de la vida de un restaurador y hotelero de élite, a los treinta y nueve años, Eric Stone vivía en una casa que no podía mantener y trataba de ganarse la vida haciendo galletas en la cocina de su difunta madre y vendiéndolas a tiendas y fondas locales.
Al cabo de más o menos de una hora, Kim cerró la libreta que había estado consultando. Se dirigió a Gurney y, para sorpresa de este, le dijo si quería hacer alguna pregunta.
– Tal vez un par, si al señor Stone no le importa.
– ¿Señor Stone? Por favor, llámeme Eric.
– Muy bien, Eric. ¿Sabe si su madre tuvo algún contacto profesional o personal con alguna de las otras víctimas?
Stone hizo una mueca.
– No, que yo sepa.
– ¿Algún enemigo?
– Mi madre no soportaba a los idiotas.
– ¿Qué significa eso?
– Significa que podía sacar a la gente de sus casillas. El sector inmobiliario, sobre todo al nivel al que trabajaba mi madre, es un negocio muy competitivo, y a ella no le gustaba perder el tiempo con idiotas.
– ¿Recuerda por qué se compró un Mercedes?
– Por supuesto. -Stone torció el gesto-. Tiene clase, estilo, potencia, agilidad. Está muy por encima del resto, como mi madre.
– Durante los últimos diez años, ¿ha tenido contacto con alguien relacionado con las demás víctimas?
Otra mueca.
– Esa palabra no me gusta.
– ¿Qué palabra?
– Víctima. No pienso en ella de ese modo. Suena horriblemente pasivo, impotente, todas las cosas que mi madre no era.
– Se lo diré de otra manera: ha tenido contacto con las familias…
Stone lo interrumpió.
– La respuesta es sí. Hubo cierto contacto al principio. Después de los crímenes nos reuníamos en una especie de grupo de apoyo.
– ¿Participaron todas las familias?
– En realidad no. El cirujano que vivía en Williamstown tenía un hijo que se unió a nosotros una vez o dos, pero luego dijo que no tenía el menor interés en participar en esa clase de grupo, porque no sentía ninguna pena. Dijo que se alegraba de que su padre estuviera muerto. Fue terrible. Completamente hostil. Muy doloroso.
Gurney miró a Kim.
– Jimi Brewster -dijo ella.
– ¿Es todo?
– preguntó Stone.
– Solo un par de cuestiones rápidas más. ¿Mencionó alguna vez su madre que estuviera asustada por algo?
– Nunca. Era el ser humano menos miedoso que ha caminado sobre la faz de la Tierra.
– ¿Sharon Stone era su verdadero nombre?
– Sí y no. Básicamente sí. Su nombre oficial, por decirlo así, era Mary Sharon Stone. Después del enorme éxito de Instinto básico, se transformó un poco: se tiñó el pelo de rubio, dejó el Mary y promocionó su extraordinaria nueva personalidad. Mi madre era un genio de la promoción. Incluso se hizo fotos en carteles publicitarios en los que aparecía sentada con las piernas cruzadas y una falda corta, al estilo de la famosa escena de la película.
Gurney le indicó a Kim que no tenía más preguntas.
Stone añadió con una sonrisa inquietante:
– Mi madre tenía unas piernas de morirse.
Al cabo de una hora, Gurney aparcó al lado del Miata de Kim, delante de la inhóspita oficina de una empresa contable: Vickers, Villani y Flemm. El local estaba situado entre un estudio de yoga y una agencia de viajes, en las afueras de Middletown.
La chica estaba hablando por teléfono. Gurney se sentó y reflexionó sobre lo que haría si se apellidara Flemm, un nombre tan parecido a «flema». ¿Se cambiaría aquel apellido o lo luciría, desafiante? ¿No cambiárselo, cuando un nombre podía ser tan patentemente absurdo como el tatuaje de un burro en la frente, era un acto loable o una terquedad un tanto estúpida? ¿En qué punto el orgullo se volvía disfuncional?
«Cielos, pero ¿en qué tontería estoy pensando?»
Un golpecito en la ventanilla y el rostro de Kim lo devolvieron al presente. Bajó del coche y siguió a la chica hasta la oficina.
La puerta de la calle daba acceso a una sala de espera minúscula con unas pocas sillas distintas apoyadas contra una pared. Había unos ejemplares gastados de Smart Money abiertos en abanico en una pequeña mesita de café de estilo minimalista. Un muro a la altura de la cadera separaba esta zona de otra más pequeña en la que había dos escritorios vacíos delante de una pared con una sola puerta, que estaba cerrada. Encima del murete había un timbre pasado de moda: una semiesfera de plata con un pulsador que sobresalía.
Kim apretó el pulsador. Se oyó un ring sorprendentemente sonoro. Volvió a pulsarlo al cabo de medio minuto, pero no obtuvo respuesta. Cuando ya estaba buscando su teléfono móvil, se abrió la puerta de la pared del fondo. El hombre que apareció en el umbral era delgado, pálido, de aspecto cansado. Los miró con curiosidad.
– ¿Señor Villani? -dijo Kim.
– Sí. -Su voz era seca e incolora.
– Soy Kim Corazon.
– Sí.
– Hablamos por teléfono…, le dije que vendríamos a preparar nuestra entrevista…
– Sí, lo recuerdo.
– Bueno… -Kim miró a su alrededor, un poco confundida-. ¿Dónde le gustaría…?
– Oh, sí. Pueden pasar a mi oficina. -Dio un paso atrás.
Gurney abrió una portezuela de vaivén en el murete y la sostuvo para que pasara la chica. No tenía muy buen aspecto, como los dos escritorios vacíos que había detrás. Fueron a una habitación sin ventanas, que tenía una gran mesa de caoba, cuatro sillas de respaldo recto y librerías en tres de las cuatro paredes. Las estanterías estaban llenas de volúmenes gruesos sobre contabilidad y legislación impositiva. El polvo, presente por todas partes, también se había apoderado de los libros. Olía a rancio.
La única iluminación procedía de una lámpara de escritorio situada en un rincón de la mesa. Había un fluorescente en el techo, pero estaba apagado. Cuando Kim examinó la sala en busca de lugares donde poner las cámaras, preguntó si podía encenderla.
Villani se encogió de hombros y le dio al interruptor. Después de una serie de destellos vacilantes, la luz se estabilizó. Se oyó un zumbido grave. El brillo fluorescente resaltó la palidez de la piel de Villani y las sombras de debajo de sus ojos. Había algo característicamente cadavérico en él.
Como había hecho en la cocina de Stone, Kim preparó las cámaras. Una vez que terminó, ella y Gurney se sentaron a un lado de la mesa de caoba, enfrente de Villani. Kim repitió, casi palabra por palabra, el discurso que le había soltado a Stone sobre los objetivos de informalidad, simplicidad y naturalidad, acerca de que pretendía que la entrevista se pareciera a una conversación que dos amigos podrían tener en su casa, relajada y sincera.
Villani no respondió.
Kim le dijo que podía contar cualquier cosa que quisiera.
El tipo no abrió la boca y se la quedó mirando.
La chica echó un vistazo a su alrededor, a aquel espacio claustrofóbico. La luz del techo solo había logrado aumentar la sensación de que estaban en un lugar verdaderamente inhóspito.
– Así pues -dijo Kim, que pareció darse cuenta de que tendría que esforzarse por sacarle las palabras a aquel hombre-, ¿este es su despacho principal?
Villani pareció considerarlo.
– El único despacho.
– ¿Y sus socios? ¿Están… aquí?
– No. No hay socios.
– Pensaba que los nombres… Vickers y…
– Ese era el nombre de la empresa. Se formó como una sociedad. Yo era el socio principal. Luego… nos separamos. El nombre de la firma era una cuestión legal…, independiente de quién trabajara aquí. Nunca tuve energía para cambiarlo. -Habló despacio, como si luchara con la rigidez de sus propias palabras-. Es como algunas mujeres divorciadas que conservan sus apellidos de casadas. No sé por qué no lo cambié, ¿debería hacerlo? -No sonó a que quisiera una respuesta.
La sonrisa de Kim se tornó más tensa. Se movió en su asiento.
– Una pregunta rápida antes de ir más allá. ¿Debería llamarle Paul o prefiere que le llame señor Villani?
– Paul está bien -respondió él tras unos momentos de silencio casi sepulcral.
– Muy bien, Paul, vamos a empezar. Como le dije por teléfono, solo pretendo que tengamos una sencilla conversación sobre la vida que ha llevado después de la muerte de su padre. ¿Le parece bien?
– Claro -contestó Villani, después de otra pausa.
– Muy bien. ¿Desde cuándo es contable?
– Desde siempre.
– Concretamente, ¿cuántos años hace que se dedica a la contabilidad?
– ¿Años? Desde la universidad. Tengo… cuarenta y cinco. Veintidós años cuando me licencié. Así pues, cuarenta y cinco menos veintidós es igual a veintitrés. Veintitrés años como contable. -Cerró los ojos.
– ¿Paul?
– ¿Sí?
– ¿Se encuentra bien?
Abrió un ojo, luego el otro. -Acepté hacer esto, así que lo haré, pero me gustaría terminar pronto. He hablado de todo esto en terapia. Puedo darles las respuestas. Es solo que… no me gusta escuchar las preguntas. -Suspiró-. Leí su carta… Hablamos por teléfono… Sé lo que quiere. Quiere el antes y el después, ¿verdad? Vale. Le contaré el antes y el después. Le contaré la esencia del entonces y del ahora. -Soltó otro pequeño suspiro.
Gurney tuvo la impresión de que eran mineros atrapados en una cueva subterránea y que empezaba a faltarles el oxígeno: un pequeño recuerdo de una película que vio de niño.
Kim frunció el ceño.
– No estoy segura de entenderlo.
– He repasado todo esto en terapia -dijo Villani, esta vez con un tono de voz más elevado.
– Vale… y, por lo tanto…, usted…
– Por lo tanto, puedo darle las respuestas sin que tenga que formular las preguntas. Mejor para todos, ¿verdad?
– Me parece muy bien, Paul. Por favor, adelante.
Señaló a una de las cámaras.
– ¿Está en marcha?
– Sí.
Villani cerró los ojos otra vez. Cuando empezó su relato, Gurney se fijó en que Kim empezaba a tener unos tics en los labios, aunque no sabía a qué respondían.
– No es que fuera una persona feliz, antes del… suceso. Nunca fui una persona feliz. Pero hubo un tiempo en que tenía esperanza. Creo que tenía esperanza. Algo parecido a la esperanza. Una sensación de que el futuro podría ser más brillante. Pero después del… suceso… esa sensación desapareció para siempre. El color en la imagen se perdió, todo era gris. ¿Lo comprende? Sin color. Una vez tuve la energía para construir un despacho profesional, para cultivar algo. -Articuló la palabra como si fuera un concepto extraño-. Clientes…, socios…, impulso. Más, mejor, mayor. Hasta que ocurrió aquello. -Se quedó en silencio.
– ¿Aquello? -lo incitó Kim.
– El suceso. -Abrió los ojos-. Fue como si me empujaran desde el borde. No a un precipicio, solo… -Levantó la mano para imitar a un coche que llegara al vértice de una colina y luego se inclinara ligeramente hacia abajo-. Las cosas empezaron a ir mal. A desmoronarse. Punto por punto. El motor dejó de funcionar.
– ¿Cuál era su situación familiar? -preguntó Kim.
– ¿Situación? ¿Aparte del hecho de que mi padre estuviera muerto y mi madre en coma irreversible?
– Lo siento, debería haber sido más clara. Me refiero a si estaba casado o tenía alguna otra familia.
– Tenía esposa. Hasta que se cansó de que todo fuera cuesta abajo.
– ¿Hijos?
– No. Por suerte. O quizá no por suerte. Todo el dinero de mis padres fue a parar a sus nietos, los hijos de mi hermana. -Villani sonrió, pero había amargura en la sonrisa-. ¿Sabe por qué? Tiene gracia. Mi hermana era una persona con muchos problemas, muy ansiosa. Sus dos hijos eran bipolares, TDAH, TOC, como lo quiera llamar. Así que mi padre… decide que yo estoy bien: soy el cuerdo de la familia. Ellos son los que necesitarán toda la ayuda posible.
– ¿Está en contacto con su hermana?
– Mi hermana está muerta.
– Lo siento, Paul.
– Hace años. ¿Cinco? ¿Seis? Cáncer. Quizá morir no está tan mal.
– ¿Qué le hace decir eso?
Una vez más, la sonrisa amarga, cerca de la tristeza.
– ¿Lo ve? Preguntas. Preguntas. -Miró el tablero de la mesa como si estuviera tratando de distinguir la silueta de algo en un agua turbia-. La cuestión es que el dinero significaba mucho para mi padre. Era lo más importante. ¿Lo entiende?
Su tristeza se reflejó en los ojos de Kim.
– Sí.
– Mi terapeuta me explicó que la obsesión de mi padre por el dinero fue la razón de que yo me hiciera contable. Después de todo, ¿qué cuentan los contables? Cuentan dinero.
– Y cuando se lo dejó todo a la familia de su hermana…
Villani levantó la mano otra vez. Esta vez imitó el descenso lento de un coche hacia un valle profundo.
– La terapia te da toda esta comprensión, toda esta claridad, pero eso no siempre es bueno, ¿no le parece?
– No era una pregunta.
Media hora más tarde, pasar de la espantosa oficina de Paul Villani al soleado aparcamiento fue como salir de un cine oscuro a la luz del día: de un mundo a otro.
Kim suspiró.
– Uf. Ha sido…
– ¿Deprimente? ¿Desolador?
– Solo triste. -Estaba casi temblando.
– ¿Te has fijado en las fechas de las revistas de la recepción?
– No, ¿por qué?
– Eran todas de hace años. Y hablando de fechas, ¿te das cuenta de qué época del año es?
– ¿Qué quieres decir?
– Estamos en la última semana de marzo. A menos de tres semanas del 15 de abril. Es el periodo del año en el que los contables suelen estar más ocupados.
– Vaya, tienes razón. Significa que no le quedan clientes. O no muchos. Entonces, ¿qué está haciendo aquí?
– Buena pregunta.
El camino de vuelta a Walnut Crossing les llevó casi dos horas. El sol estaba lo bastante bajo en el cielo para producir un brillo neblinoso en el parabrisas sucio de Gurney, lo que le recordó por tercera o cuarta vez en esa semana que no le quedaba líquido limpiaparabrisas. Más que la ausencia del líquido, le preocupó su mala memoria. Si no anotaba las cosas…
El teléfono interrumpió sus pensamientos. Le sorprendió ver el nombre de Hardwick en la pantalla.
– ¿Sí, Jack?
– El primero era fácil. Pero no creas que eso reduce tu deuda.
Gurney recordó el favor que le había pedido esa mañana.
– ¿El primero era la historia del señor Meese-Montague?
– En realidad más bien señor Montague-Meese, pero más sobre eso sin tardanza.
– ¿Sin tardanza?
– Sí, sin tardanza. Una de las expresiones favoritas de William Shakespeare. Cuando quería decir «pronto» decía «sin tardanza». Estoy refinando mi estilo, así puedo hablar con mayor seguridad con capullos intelectuales como tú.
– Eso está muy bien, Jack. Estoy orgulloso de ti.
– Vale, es una primera entrega. Quizás haya más. El individuo del que estamos hablando nació el 29 de marzo de 1989 en el hospital Saint Luke de Nueva York.
– Ajá.
– ¿Qué significa ese ajá?
– Que su cumpleaños es pasado mañana.
– ¿Y eso qué coño significa?
– Es solo un hecho interesante. Continúa.
– En el certificado de nacimiento no figura el nombre del padre. Su madre, cuyo nombre, por cierto, era Marie Montague, entregó al pequeño en adopción.
– Así que el pequeño Robert fue en realidad un Montague antes de ser un Meese. Muy interesante.
– Y se pone aún más interesante. Casi de inmediato lo adoptó una acaudalada pareja de Pittsburgh: Gordon y Celia Meese. Resulta que él era asquerosamente rico, heredero de una fortuna de minas de carbón de los Apalaches. Adivina qué pasó después.
– Por cómo lo dices supongo que algo terrible.
– A los doce años, los Servicios Sociales retiraron la custodia de Robert a los Meese.
– ¿Has podido averiguar por qué?
– No. Hay mucho hermetismo respecto al caso.
– ¿Por qué no me sorprende? ¿Qué pasó después con Robert?
– Una historia fea. Una casa de acogida detrás de otra. Nadie quería quedárselo más de seis meses. Un jovencito difícil. Le han prescrito distintos fármacos por un trastorno generalizado de ansiedad, personalidad borderline y, este me encanta, trastorno explosivo intermitente.
– Supongo que no debería preguntarte cómo has tenido acceso a…
– Exacto. Así que no lo hagas. El resumen es que era un chico muy inseguro con graves problemas para relacionarse y que se dejaba dominar por la ira.
– Entonces, ¿cómo este dechado de estabilidad…?
– ¿Terminó en la universidad? Sencillo. Oculto en esa mente jodida hay un coeficiente intelectual bestial. Y un coeficiente intelectual así, con un historial problemático, combinado con cero recursos económicos, es la fórmula mágica para que te concedan una beca completa. Desde que entró en la Universidad de Siracusa, Robert ha destacado en teatro y ha sido un desastre en todo lo demás. Se dice que es un actor nato. Lo suficientemente guapo para ser estrella de cine, fantástico en el escenario, capaz de parecer encantador, pero, sobre todo, es un tipo reservado. Hace poco se cambió el apellido, otra vez, de Meese a Montague. Durante unos meses vivió, supongo que ya lo sabes, con la pequeña Kimmy. Al parecer, terminaron mal. Ahora vive solo en una casa de alquiler de tres habitaciones, en una mansión victoriana de una bonita calle de Siracusa. No se sabe de dónde saca el dinero para pagar el alquiler, el coche…
– ¿Algún trabajo?
– Nada. Por ahora, eso es todo. Si sale más mierda, te la tiraré encima.
– Te debo otra.
– En eso te doy la razón.
Gurney tenía tantas cosas en la cabeza que cuando Madeleine dijo esa noche, mientras tomaban café, lo espectacular que había sido la puesta de sol de hacía unas horas, no recordaba siquiera haber reparado en ella. En su mente solo tenía espacio para una masa de imágenes, personalidades y detalles inquietantes.
Por una parte, el hombre-huevo que horneaba galletas y no quería considerar a su todopoderosa madre como una víctima, una mujer que sacaba de quicio a la gente. Se preguntó si alguien le había contado que el lóbulo de la oreja de su madre, con aquel diamante, había aparecido en el arbusto de zumaque.
Paul Villani, un hombre que vio cómo su potentado padre había legado todo su dinero y todo su amor a otra gente. Un hombre cuya carrera perdió su significado, cuya vida se tornó gris, cuyos pensamientos eran sombríos y avinagrados, y cuyo lenguaje y porte, sin olvidar su oficina sin vida, se podían relacionar con una nota de suicidio.
«Dios… y si…»
Madeleine lo estaba observando a través de la mesa.
– ¿Qué pasa?
– Solo estaba pensando en una de las personas que Kim y yo hemos visitado hoy.
– Ya veo.
– Estoy tratando de volver sobre lo que dijo. Parecía… muy deprimido.
La mirada de Madeleine se hizo más intensa.
– ¿Qué dijo?
– Eso es lo que estoy intentando recordar. Es un comentario que hizo. Acababa de decirnos que su hermana estaba muerta. Luego dijo: «La muerte no está tan mal». Algo por el estilo.
– ¿Nada más directo? ¿Expresó tener intención de hacer algo?
– No. Solo… una pesadez, una… ausencia de… No lo sé. Madeleine parecía angustiada.
– El tipo de tu clínica, el paciente que se suicidó. ¿Fue concreto respecto a…?
– No, por supuesto que no, o lo habrían llevado al psiquiátrico. Pero decididamente tenía esa… pesadez. Una oscuridad, una desesperanza.
Gurney suspiró.
– Por desgracia, no importa lo que pensemos que alguien podría hacer. Solo cuenta lo que dice que va a hacer. -Torció el gesto-. Pero hay algo que me gustaría descubrir. Solo para mi paz mental.
Cogió el móvil y marcó el número de Hardwick. Saltó el buzón de voz.
– Jack, quiero incrementar mi enorme deuda contigo pidiéndote un pequeño favor más. -Aunque por su tono parecía estar de broma, lo cierto es que ya empezaba a deberle demasiado. No obstante, Hardwick era su mejor baza-. Hay un contable en el condado de Orange que se llama Paul Villani. Resulta que es el hijo de Bruno Villani, la primera víctima del Buen Pastor. Me gustaría averiguar si tiene algún arma registrada. Estoy inquieto por él, y me gustaría saber cuánto debería preocuparme. Gracias.
Se sentó a la mesa. De manera ausente se echó una tercera cucharada de azúcar en el café.
– ¿Cuánto más dulce mejor? -preguntó Madeleine con una pequeña sonrisa.
Dave se encogió de hombros y siguió revolviendo el café lentamente.
Su mujer ladeó un poco la cabeza y lo observó de una manera que en tiempos lo había turbado, pero que en los últimos años había llegado a gustarle. Empezaba a ver aquel sentirse observado como una expresión de afecto, aunque no supiera muy bien en qué pensaba ella en momentos como ese. Preguntárselo sería como pedirle que definiera su relación, y eso era algo que no podía hacer.
Madeleine cogió la taza con las dos manos, se la llevó a los labios, dio un sorbo y volvió a dejarla con suavidad.
– Bueno, ¿quieres contarme un poco más de lo que está pasando?
Por alguna razón, la pregunta lo pilló por sorpresa.
– ¿De verdad quieres saberlo?
– Por supuesto.
– Hay mucho.
– Te escucho.
– Vale. Pero que conste que tú me lo has pedido.
Se recostó en su silla y habló sin parar durante veinticinco minutos. Habló de todo lo que se le ocurrió, desde la galería de tiro de Roberta Rotker al esqueleto en la puerta de Max Clinter. Al verbalizar todas aquellas ideas, él mismo se sorprendió ante la cantidad de gente peculiar con la que se había encontrado y lo complejo del caso.
– Y finalmente -concluyó-, está la cuestión del granero.
– Sí, el granero -dijo Madeleine, cuya expresión se endureció-. ¿Crees que está relacionado con todo lo demás?
– Creo que sí.
– Así pues, ¿cuál es el plan?
Era una pregunta desagradable, porque la respuesta era que, en verdad, no tenía nada ni remotamente parecido a un plan.
– Husmear en las sombras con una picana eléctrica, ver si alguien grita -dijo-. A lo mejor encender un fuego bajo la vaca sagrada.
– ¿Y eso en cristiano qué quiere decir?
– Hay que averiguar si la policía tiene algún hecho sólido al que agarrarse, o si toda la teoría que se ha elaborado respecto al caso del Buen Pastor es tan frágil como me parece.
– ¿Por eso quieres encontrarte mañana con el tipo del FBI?
– Sí. El agente Trout. En su cabaña en el Adirondack. En el lago Sorrow.
Justo entonces, acompañados por una ráfaga de aire frío, Kyle y Kim entraron por la puerta lateral.
Al amanecer de la mañana siguiente, Gurney había vuelto a la mesa con su primer café del día. Sentado junto a la puerta cristalera, estaba mirando un murgaño que había capturado una tijereta y la estaba arrastrando por el borde del patio de piedra. La tijereta todavía presentaba pelea. Por un momento, estuvo tentado de intervenir, hasta que se dio cuenta de que su impulso no era amable ni empático. No era nada más que el deseo de eliminar la pelea de su vista. Más pruebas de su…, ¿de su qué? ¿De su gélido egoísmo, de su alma congelada?
– ¿Qué pasa?
Levantó la mirada, sobresaltado. Madeleine estaba a su lado, vestida con una camiseta rosa y pantalones cortos verdes de madrás, recién duchada.
– Solo estaba observando los horrores de la naturaleza -dijo.
Ella miró por la puerta cristalera al cielo del este.
– Va a ser un día bonito.
Él asintió, aunque no escuchó su respuesta, pues estaba pensando en otra cosa.
– Antes de irme a la cama anoche, Kyle dijo algo sobre volver a Manhattan esta mañana. ¿Recuerdas si mencionó a qué hora pensaba salir?
– Han salido hace una hora.
– ¿Qué?
– Han salido hace una hora. Estabas profundamente dormido. No querían despertarte.
– ¿Querían?
Madeleine le miró como sin dar crédito de que aquello le sorprendiera.
– Kim ha de estar en la ciudad esta tarde para grabar una entrevista para Los huérfanos del crimen. Kyle la ha convencido para que pasaran el día juntos. No me parece que a ella le haya costado mucho decidirse. De hecho, creo que el plan es que se quede esta noche en el apartamento de Kyle. No me puedo creer que no lo vieras venir.
– A lo mejor lo vi venir, pero no tan deprisa. Madeleine cogió la cafetera de la isla de la cocina y se sirvió una taza.
– ¿Te preocupa?
– Lo desconocido me preocupa. Las sorpresas me preocupan. Madeleine tomó un sorbo y volvió a la mesa.
– Por desgracia, la vida está llena de sorpresas.
– Ya.
Ella se quedó de pie junto a la mesa, mirando por la ventana del fondo hacia la franja de luz cada vez más amplia que había sobre la cumbre.
– ¿Te preocupa Kim?
– Hasta cierto punto. Me inquieta lo de Robby Meese. Me refiero a que ese tipo es muy retorcido, y Kim se fue a vivir con él. Hay algo que no encaja.
– Estoy de acuerdo, pero no olvides que mucha gente, sobre todo ciertas mujeres, se sienten atraídas por individuos heridos. Cuanto más heridos, mejor. Se lían con criminales, adictos a las drogas. Quieren arreglar a alguien. Es una base horrible para una relación, pero no es tan rara. Lo veo cada día en la clínica. Quizás eso es lo que estaba pasando entre Kim y Robby Meese, hasta que ella encontró la fuerza y la cordura necesarias para apartarlo de su vida.
Con las detalladas indicaciones del trayecto a mano, Gurney partió poco después de que saliera el sol hacia el lago Sorrow. El camino a través de los Catskills y las onduladas tierras de labranza de Schoharie hacia el macizo Adirondack se convirtió en un viaje hacia recuerdos desconcertantes. Recuerdos de vacaciones infantiles en el lago Brant, de un tiempo en el que sus padres empezaban a distanciarse. En aquella época su madre se sentía mal, ansiosa. Cuarenta años después, aquellos recuerdos aún lo estremecían.
Más al norte, la oscuridad de las montañas fue en aumento, los valles se hicieron más estrechos y las sombras más profundas. Según las instrucciones que le había dado el ayudante de Trout, la última carretera que tomaría señalizada con algún poste de identificación sería la de Shutter Spur. Desde ese punto en adelante, tendría que confiar en la precisión de su cuentakilómetros para tomar las desviaciones adecuadas en un laberinto de viejos caminos de troncos. El bosque formaba parte de una vasta extensión de tierra en la que solo había unas pocas cabañas. No había ni tiendas ni gasolineras ni gente, y sí grandes espacios sin cobertura de móvil.
El sistema de tracción total permanente del Outback de Gurney era a duras penas adecuado para abordar el terreno. Después del quinto giro, que según sus instrucciones tenía que llevarlo a la cabaña de Trout, se encontró en un pequeño calvero.
Salió del coche y caminó por el perímetro. Había cuatro senderos que se adentraban en el bosque en diversas direcciones, pero no sabía cuál de ellos tenía que tomar. Eran las 8.58. Faltaban solo dos minutos para que se cumpliera su hora prevista de llegada.
Estaba seguro de que había seguido todas las instrucciones con precisión. Por otro lado, era más que improbable que aquel hombre que tan puntilloso parecía por teléfono hubiera cometido error alguno en sus indicaciones. Aquello solo podía tener dos explicaciones, pero solo una de ellas era probable.
Volvió a meterse en el coche, reclinó el asiento al máximo, se recostó y cerró los ojos. De vez en cuando miraba la hora. A las 9.15 oyó el motor de un vehículo que se aproximaba. Se detuvo no muy lejos de allí.
Cuando llegó el esperado golpe sobre el cristal, abrió los ojos, bostezó, levantó el asiento y bajó la ventanilla. Vio a un tipo delgado y de rasgos duros, con los ojos castaños, de mirada penetrante. Tenía el cabello negro, muy corto.
– ¿David Gurney?
– ¿Esperaba a otra persona?
– Ha de dejar el coche aquí y venir conmigo en el todoterreno. -Hizo un gesto hacia un Kawasaki Mule pintado de camuflaje.
– No me dijo nada de eso por teléfono.
Gurney percibió un leve temblor en los párpados del hombre. Quizá no esperaba que su voz fuera tan fácilmente reconocible.
– Ahora mismo no se puede circular por la ruta directa.
Gurney sonrió. Lo siguió al todoterreno y se sentó en el asiento del pasajero.
– ¿Sabe lo que estaría tentado de hacer si tuviera una casa aquí? De vez en cuando tendría ganas de gastar una broma a alguno de mis invitados. Le haría pensar que se ha perdido, que a lo mejor se le ha pasado un giro, para ver si le entra el pánico; en fin, estaría bien que pensara que está en medio de ninguna parte y sin cobertura de móvil. Porque si meten la pata al venir no podrán encontrar el camino de vuelta, ¿no? Siempre es divertido ver quién siente pánico y quién no en una situación así. ¿Me entiende?
El hombre tensó la mandíbula.
– No puedo decirle que sí.
– Claro, ¿cómo iba a hacerlo? Para que alguien apreciara lo que estoy diciendo tendría que ser un obseso del control.
Al cabo de tres minutos -algo menos de un kilómetro de sacudidas por un sendero montañoso, durante el cual la mirada del hombre nunca abandonó el traicionero terreno-, llegaron a una alambrada. Cuando se acercaron, una puerta corredera se abrió para dejarles pasar.
Al otro lado de la alambrada, la senda se desdibujaba en una amplio lecho de agujas de pino. Luego, de manera bastante abrupta, la cabaña apareció delante de ellos entre los árboles. Era una estructura de dos plantas, una cabaña tradicional de Adirondack modificada al estilo de un chalé suizo, una rústica construcción de troncos con porches detrás, ventanas enmarcadas, puertas verdes y un tejado del mismo color. La fachada estaba tan oscura y el porche tan sumido en las sombras que Gurney no vio al agente Trout -o al hombre que suponía que era el agente Trout- hasta que el Kawasaki se detuvo frente a los escalones delanteros de la casa. Parecía ser el amo y señor del lugar, allí, en el centro del enorme porche, con los pies separados. Tenía un gran dóberman atado a una correa corta. Aquella pose arrogante y el imponente animal guardián hicieron que Gurney pensara en el comandante de un campo de prisioneros.
– Bienvenido al lago Sorrow. -La voz sin emoción, burocrática, no expresaba ni el menor atisbo de bienvenida-. Soy Matthew Trout.
Los pocos rayos de luz natural que se filtraban entre los enormes pinos estaban muy separados y eran delgados como carámbanos. El aroma de hoja perenne en el aire era poderoso. Se oía el persistente sonido grave de un motor de combustión interna, seguramente un generador, al parecer procedente de un edificio anexo situado a la derecha de la casa principal.
– Bonita casa.
– Sí. Entre, por favor. -Trout soltó una orden brusca, el dóberman se volvió y juntos condujeron a Gurney hacia el interior de la casa.
La puerta principal daba a una sala de estar espaciosa dominada por una chimenea de piedra. En el centro de la repisa, toscamente labrada, había un gavilán colirrojo con furiosos ojos amarillos y garras extendidas, flanqueado por dos linces americanos que parecían estar a punto de saltar.
– Van a volver -dijo Trout de manera significativa-. Hay nuevos avistamientos cada semana en estas montañas.
Gurney siguió su mirada.
– ¿Linces?
– Son animales notables. Cuarenta kilos de puro músculo. Garras como cuchillas afiladas. -Observó a aquellos monstruos disecados con un punto de excitación en la mirada.
Gurney se fijó en que era un hombre pequeño, de metro sesenta y cinco a lo sumo, pero con los hombros bien desarrollados por las pesas.
Se agachó y soltó la correa del dóberman. Una orden gutural hizo que el perro se alejara trotando en silencio hasta perderse de vista detrás de una sofá de piel donde Trout le ofreció asiento a su invitado.
Gurney se sentó sin pensárselo dos veces. Los esfuerzos que Trout se tomaba para intimidarlo le sorprendieron por su estupidez, pero también le hicieron preguntarse qué ocurriría a continuación.
– Espero que comprenda lo extraoficial que es todo esto -dijo Trout, todavía de pie.
– ¿Artificial…?
– replicó Gurney, simulando haber oído mal.
– No. Extraoficial.
– Lo siento. Son los acúfenos. Paré una bala con la cabeza.
– Eso he oído. -Hizo una pausa, mirando la cabeza de Gurney con la clase de preocupación que uno podría tener cuando elegía un melón-. ¿Cómo va la recuperación?
– ¿Quién se lo contó?
Trout pestañeó.
– ¿Quién me contó qué?
– Mi herida en la cabeza. Ha dicho que lo oyó.
El sonido bajo del timbre de un móvil sonó en el bolsillo de la camisa de Trout. Lo sacó y miró la pantalla. Al ver el identificador, torció el gesto. Por un momento pareció indeciso, luego pulsó el botón correspondiente y contestó:
– Trout. ¿Dónde está? -Mantuvo el teléfono pegado a la oreja durante el siguiente minuto. Su mandíbula se tensó varias veces-. Entonces nos veremos pronto.
Presionó otro botón y se volvió a guardar el teléfono en el bolsillo.
– Esa era la respuesta a su pregunta. -¿La persona que le contó que me dispararon va a venir ahora?
– Exactamente.
Gurney sonrió.
– Es impresionante. No creía que ella trabajara los domingos.
Trout pestañeó, sorprendido, y se aclaró la garganta.
– Como estaba diciendo hace un momento, nuestra pequeña reunión es completamente extraoficial. He decidido recibirlo por tres razones. Primera, porque le pidió a la doctora Holdenfield una reunión. Segunda, porque creí que era apropiado ser cortés con alguien que ha sido policía. Tercera, porque espero que nuestra reunión informal elimine cualquier confusión que pueda haber en relación con ciertos aspectos sobre el caso del Buen Pastor. Las buenas intenciones en ocasiones pueden interponerse en un proceso oficial. Se sorprendería de lo que los abogados del Departamento de Justicia pueden interpretar como obstrucción a la justicia.
Trout negó con la cabeza, como si le desesperaran esos abogados del Gobierno excesivamente escrupulosos que serían capaces de aplastar a Gurney como si tal cosa.
Él esbozó una gran sonrisa, sincera.
– Matt, créame, estoy con usted en este asunto, al cien por cien. Los dobles discursos no causan más que problemas. Soy un entusiasta de poner las cartas boca arriba, sobre la mesa. Ni secretos ni mentiras ni chorradas.
– Bien, estamos de acuerdo. -El tono gélido de Trout parecía decir precisamente lo contrario-. Si me disculpa, hay algo de lo que debo ocuparme. No tardaré mucho. -Salió de la habitación por una puerta situada a la izquierda de la chimenea.
El dóberman soltó un grave gruñido.
Gurney se recostó en el sofá, cerró los ojos y pensó en su estrategia.
Trout regresó al cabo de quince minutos, acompañado de Rebecca Holdenfield. En lugar de sentirse molesta por que interrumpieran su fin de semana, parecía rebosar energía.
Trout sonrió con lo más parecido a la cordialidad que había mostrado hasta entonces.
– Le he pedido a la doctora Holdenfield que se una a nosotros. Creo que juntos podemos resolver todo aquello que le preocupa. Quiero que comprenda, señor Gurney, que todo esto es muy poco habitual. También le he pedido a Daker que participe. Un par de ojos más, capaces de ver las cosas desde otra perspectiva.
El ayudante de Trout apareció en el umbral de al lado de la chimenea. Se quedó allí mientras Trout y Holdenfield se sentaban en los sillones de piel que había enfrente de Gurney.
– Bueno -dijo Trout, dejando caer su velo de cordialidad-, vamos directamente a esas dudas que tiene respecto al caso del Buen Pastor. Cuanto antes nos deshagamos de ellas, antes nos iremos a casa. -Hizo un gesto para que Gurney comenzara.
– Me gustaría empezar con una pregunta. En el curso de su investigación, ¿descubrieron algunos hechos que pusieron en entredicho su hipótesis principal? Me refiero a pequeñas preguntas que no se podían responder.
– ¿Le importa ser más concreto?
– ¿Se debatió sobre si fueron necesarias las gafas de francotirador?
Trout torció el gesto.
– ¿De qué está hablando?
– ¿Se habló acerca de la absurda elección del arma? ¿O sobre cuántas armas se utilizaron? ¿Se discutió dónde se deshizo de ellas el asesino?
A pesar de un evidente esfuerzo por mantenerse impasible, los ojos de Trout dejaron entrever cierta preocupación.
– Y luego está la contradicción entre la probada aversión que el asesino sentía por el riesgo y su declarado fanatismo -continuó Gurney-. Así como el conflicto entre su planificación, perfectamente lógica, y sus objetivos, completamente ilógicos.
– Casi todos los terroristas suicidas caen en contradicciones similares -dijo Trout con un gesto desdeñoso de la mano.
– No son solo ellos, los suicidas. Están el tipo que les da las órdenes, el que tiene un objetivo político, el estratega que traza el plan, el reclutador, el preparador, el supervisor sobre el terreno, el mártir que se presenta voluntario para salir volando por los aires…, todos ellos pueden funcionar como un equipo, pero cada uno es lo que es. El resultado de la red podría resultar una locura, incluso algo contraproducente, pero cada uno de sus componentes es internamente consistente y comprensible.
Trout negó con la cabeza.
– No veo la relevancia.
En el umbral, Daker bostezó.
– Es obvio. Los Osama bin Laden del mundo no se convierten en pilotos ni estrellan aviones contra rascacielos. Son cosas diferentes. O bien el Buen Pastor es más de una persona, o bien lo que les ha llevado a deducir que estamos ante una sola persona es erróneo.
Trout exhaló un sonoro suspiro.
– Muy interesante, pero ¿sabe lo que me parece más interesante? Su comentario sobre la pistola… o pistolas. Revela que ha tenido acceso a información restringida. -Se recostó en su sillón y puso los dedos en campana, bajo su barbilla, con gesto reflexivo-. Es un problema. Un problema para usted y para quien haya filtrado tal información, un error de los que pueden acabar con una carrera. Deje que le haga una pregunta directa: ¿tiene más información de archivos policiales federales de uso restringido, en relación con este o con otros casos?
– Dios mío, no sea absurdo.
El cuello de Trout se tensó, pero no dijo nada.
– He venido a hablar de este caso porque creo que hay algo que no encaja -continuó Gurney-. ¿De verdad quiere reducir esto a una riña infantil sobre una hipotética infracción burocrática?
Holdenfield levantó la mano derecha para detenerlo, como si fuera una policía de tráfico.
– ¿Puedo sugerir algo? Podemos detenernos un momento. Estamos aquí para discutir hechos, pruebas, interpretaciones razonables. El componente emocional se está interponiendo. Tal vez podríamos…
– Tiene toda la razón -dijo Trout con una sonrisa tensa-. Creo que deberíamos dejar que Gurney, Dave, diga lo que tenga que decir, que ponga las cartas sobre la mesa. Si hay un problema con su interpretación de las pruebas, lleguemos hasta el fondo. ¿Dave? Estoy seguro de que tiene más cosas que decirnos. Adelante, por favor.
Era tan evidente que Trout pretendía que reconociera haber recibido archivos robados que Gurney estuvo a punto de reírse en su cara.
– Quizá durante los últimos diez años he estado demasiado cerca de todo esto -añadió Trout, falsamente-. Quizás usted pueda aportar una mirada fresca. Cuénteme, ¿qué me estoy perdiendo?
– ¿Qué le parece el hecho de que hayan construido una gran hipótesis sobre muy pocos datos?
– De eso trata el arte de construir una premisa de investigación.
– También tratan de eso los delirios esquizofrénicos.
– Dave… -La mano de precaución de Holdenfield se levantó de su regazo.
– Lo siento. Me preocupa que el caso de estudio que se ha consagrado en los anales de la psiquiatría contemporánea sea solo un espejismo. El manifiesto, los detalles de los disparos, el perfil del asesino, la creación del mito por parte de los medios, la imaginación popular y la teorización académica tienen en común haber contribuido a la historia, modelándola, puliéndola, hasta convertirla en una verdad irrefutable. El problema es que no hay nada sólido que apoye que estemos ante una verdad irrefutable.
– Salvo, por supuesto -dijo Holdenfield con agudeza-, los dos primeros elementos que ha mencionado. De hecho, estos sí que son muy sólidos: el manifiesto y los detalles de los disparos.
– Pero supongamos que se hubieran diseñado para reflejarse y reforzarse el uno al otro. Es decir, supongamos que el asesino es mucho más listo de lo que se piensa. ¿Podríamos suponer que lleva diez años riéndose del equipo del agente Trout?
Los ojos de Trout se endurecieron.
– ¿He de entender que ha leído el perfil?
Gurney sonrió.
– ¿Otra prueba de acceso ilegal a archivos restringidos? En realidad, no he dicho nada de eso. Me he referido al perfil, pero no he dicho que lo haya leído. Déjeme simplemente especular durante un momento. Me jugaría algo que el perfil dice que el asesino es al mismo tiempo eficiente e ineficiente, estable y loco, ateo y fervoroso creyente, alguien que lo tiene todo calculado, pero alguien que improvisa de forma constante. ¿Voy bien?
Trout suspiró, impaciente.
– Sin comentarios.
– Aceptaron el manifiesto del asesino como la expresión legítima de su pensamiento, y lo hicieron por una sola razón: corroboraba las teorías de la policía, validaba las ideas que ya se estaban formando del caso. Nunca se les ocurrió pensar que el manifiesto era una charada, que les estaban tomando el pelo. El Buen Pastor les estaba diciendo que sus conclusiones eran correctas. Y por supuesto lo creyeron.
Trout negó con la cabeza, para aparentar resignación.
– Me temo que usted y yo vivimos en planetas diferentes. Por su historial, creí que estaríamos del mismo lado.
– Bien pensado. Estoy un poco alejado de la realidad.
– El objetivo del FBI, en el caso del Buen Pastor, y como debería ocurrir siempre, es descubrir la verdad. Es el objetivo de cualquier policía. Si compartiéramos la integridad de nuestra profesión, entonces estaríamos del mismo lado.
– ¿Eso cree?
– Es la base de todo lo que hacemos.
– Mire, Trout, he trabajado tanto tiempo como usted, quizá más. Está hablando con un policía no con el puto Rotary Club. Por supuesto, el objetivo es descubrir la verdad, salvo cuando otro objetivo se entromete. En la mayoría de los casos, no llegamos a la verdad. A lo que llegamos, si tenemos suerte, es a una conclusión satisfactoria. Llegamos a una forma creíble de caracterizar algo. Llegamos a una forma de convencer a alguien. Sabe perfectamente que la estructura de los cuerpos policiales del mundo real no recompensan la persecución de la verdad y la justicia. Recompensan conclusiones satisfactorias. El objetivo en el corazón de cada policía podría ser llegar a la verdad. Sin embargo, el objetivo por el que lo recompensan es la resolución del caso. Se pretende entregar al fiscal un sospechoso al que acusar, preferiblemente con una narración coherente del hecho y del móvil, y a ser posible con una confesión firmada: ese es el juego real.
Trout puso los ojos en blanco y miró su reloj.
– La cuestión es -dijo Gurney, inclinándose hacia delante- que tenían una narración coherente. En cierto modo, tenían una confesión firmada: el manifiesto. Por supuesto, la mosca en la sopa era el carácter esquivo del Buen Pastor. Pero, qué demonios, consiguieron el perfil del asesino. Tenían su detallada declaración de intenciones. Tenían seis asesinatos cuyas características se correspondían con lo que usted y los de la Unidad de Análisis de la Conducta sabían del Buen Pastor. Trabajo sólido, conclusiones lógicas. Coherente, profesional, defendible.
– ¿Cuál es exactamente su problema con eso?
– A menos que tengan pruebas que no han revelado, todo lo que saben se basa en una ficción. Desde luego, me gustaría estar equivocado. Dígame que tienen en su archivo cosas que nadie conoce.
– Lo que dice no tiene sentido, Gurney. Y me he quedado sin tiempo. Así que, si no le importa…
– Hágase estas dos preguntas, Trout. Primero: ¿qué otra teoría podría haber desarrollado si no hubiera recibido el manifiesto? Segundo: ¿y si todas y cada una de las palabras de ese magnífico documento son mentira?
– Preguntas interesantes, desde luego. Deje que yo le haga una a usted antes de que se vaya. -Tenía las manos en campana bajo la barbilla, una pose casi de catedrático-. Teniendo en cuenta su posición, alejado de cualquier investigación oficial…, ¿adónde lo lleva toda esta teoría hostil, salvo a un lugar lleno de problemas?
A lo mejor fue la amenaza en la mirada de Trout, o tal vez la sonrisa en los labios de Daker al inclinarse contra la jamba de la puerta, o quizá recordara que ya no era policía, pero fuera por lo que fuera Gurney no pudo reprimir decir algo que no había previsto decir.
– Podría forzarme a aceptar una oferta que no había considerado seriamente hasta ahora. Una oportunidad en RAM News. Quieren construir un programa en torno a mí.
– ¿En torno a usted?
– Sí. O de mi imagen. Teniendo en cuenta mi historial…
Trout miró con curiosidad a Daker, quien se encogió de hombros, pero no dijo nada.
– Al parecer les impresiona el alto porcentaje de resolución de casos que tengo a mis espaldas, el más elevado de la historia del departamento.
La boca de Trout se abrió, pero se cerró otra vez sin que llegara a decir nada.
– Quieren que revise casos famosos sin resolver y ofrezca mi opinión sobre por qué creo que las investigaciones descarrilaron. El primero es el caso del Buen Pastor. Planean llamarlo A falta de justicia. Buen título, ¿eh?
Trout permaneció en silencio unos instantes. Negó con la cabeza.
– Todo me lleva una y otra vez al problema de documentos filtrados, accesos no autorizados, transmisión de información confidencial, violación de regulaciones, violación de leyes federales y estatales. Complicaciones desagradables sin fin.
– Un pequeño precio que pagar. Después de todo, como dijo antes, lo principal es la justicia. ¿O era la verdad? Algo así, ¿no?
Trout le clavó una mirada fría y repitió lentamente:
– Complicaciones desagradables sin fin. -Su mirada se posó en los linces de la repisa-. No es un precio tan pequeño. No me gustaría estar en su pellejo. Sobre todo ahora, cuando tiene que ocuparse de la cuestión del incendio.
– ¿Disculpe?
– He oído lo de su granero.
– ¿Qué relación tiene lo que sucedió en mi granero con lo que estamos hablando?
– Nada, solo es otra complicación en su vida. -Consultó de nuevo su reloj-. Definitivamente nos hemos quedado sin tiempo. -Se levantó.
Gurney y Holdenfield también se incorporaron.
La boca de Trout se ensanchó en una sonrisa vacía.
– Gracias por compartir sus preocupaciones con nosotros, señor Gurney. Daker lo llevará otra vez hasta donde está su coche. -Se volvió hacia Holdenfield-. ¿Puede quedarse unos minutos con nosotros? Quiero discutir unas cuantas cosas con usted.
– Desde luego. -Holdenfield le tendió la mano a Gurney-. Encantada de verle otra vez. Algún día tendrá que hablarme más sobre el problema con su granero. Es la primera noticia.
Cuando él le estrechó la mano, notó un papel doblado presionado contra su palma. Lo aceptó sin que lo vieran.
Daker los estaba observando, pero no mostró ninguna señal de haberse fijado en aquel detalle. Señaló la puerta delantera.
– Hora de irse.
Gurney no sacó el papel de su bolsillo hasta que estuvo en el coche con el motor en marcha y el Kawasaki de Daker hubo desaparecido otra vez sendero arriba.
Estaba doblado en un cuadrado de tres centímetros. Abierto, el papel apenas tenía cinco centímetros de ancho. Solo había una frase: «Espéreme en el Eagle’s Nest de Branville».
Nunca había estado en el Eagle’s Nest. Había oído que era un restaurante nuevo; formaba parte del complicado renacimiento de Branville, un pueblo de mala muerte en una aldea singular. De hecho, no había mayor problema, pues le venía de paso.
La calle principal de Branville estaba en el lecho de un valle, junto a un arroyo pintoresco que era el mayor y único encanto del lugar. Era un paraje que había sufrido una serie de diluvios ruinosos. La carretera del condado que conectaba Branville con la interestatal presentaba un largo y serpenteante descenso desde las colinas y se unía a la calle principal a solo una manzana del Eagle’s Nest. Aunque era casi mediodía cuando Gurney entró, solo una de la docena de mesas estaba ocupada. Se sentó a una mesa para dos, situada junto a una ventana en saliente que daba a la calle. Pidió -una rareza para él- un bloody mary. Cuando la camarera se lo sirvió, aún continuaba sorprendido por haber pedido aquella bebida.
Era una copa abundante, en un vaso alto. Tenía exactamente el gusto que esperaba y le trajo una agradable sonrisa a los labios, otra rareza. Lo saboreó despacio y se lo terminó a las 12.15.
Apenas un minuto después, entró Rebecca, que enseguida se sentó junto a él.
– Espero que no lleve mucho rato esperando.
Su sonrisa realzó los contornos tensos de su boca. Todo en ella reflejaba control y un estado de permanente alerta.
– He llegado hace solo unos minutos.
La mujer observó la sala con la fría valoración con la que siempre miraba a su alrededor.
– ¿Qué está bebiendo?
– Bloody mary.
– Perfecto. -Se volvió e hizo una seña a la joven camarera.
Cuando llegó la chica con dos menús, Holdenfield le dedicó una mirada escéptica.
– ¿Tienes edad suficiente para servir bebidas alcohólicas?
– Tengo veintitrés años -anunció. Al parecer la pregunta la había desconcertado, mientras que la cifra tal vez la deprimía un poco.
– ¿Tan mayor? -dijo Holdenfield con disimulada ironía-. Me tomaré un bloody mary. -Señaló al vaso de Gurney con un signo de interrogación en los ojos.
– No, no quiero más, gracias.
La camarera se alejó.
Holdenfield, como de costumbre, no perdió tiempo y fue al grano.
– Bueno, ¿cómo es que ha sido tan contundente con nuestros amigos del FBI? ¿Y qué es todo eso de las gafas de francotirador, cómo se deshizo de las armas, problemas con el perfil…?
– Solo quería darle un empujoncito.
– ¿Un empujoncito? Más bien un codazo en la cara.
– Estoy un poco frustrado.
– ¿Y de dónde cree que sale su frustración?
– Me estoy cansando de explicarlo.
– Hágame el favor.
– Están tratando el manifiesto como si fueran las Sagradas Escrituras. No lo es. Es una pose. Las obras dicen más que las palabras. La forma de actuar del asesino era sumamente racional, firme como una roca. La planificación era paciente y pragmática. El manifiesto es algo muy distinto. Es una obra de ficción, un intento de crear un personaje muy concreto, para que usted y sus colegas de la Unidad de Análisis de la Conducta pudieran trazar ese perfil petulante.
– Mire, David.
– Espere un segundo, todavía le estoy haciendo el favor. La ficción adoptó vida propia. Había algo para todos. Artículos interminables en la Revista Americana de Sandeces Teóricas. Y ahora nadie puede dar marcha atrás. Están todos desesperados por reforzar el castillo de naipes. Si se cae, puede que algunas carreras se caigan con él.
– ¿Ha terminado?
– Me ha pedido que me explicara.
Holdenfield se inclinó hacia él y habló con voz suave.
– David, no creo que sea yo, precisamente, la que está desesperada. -Hizo una pausa y se sentó erguida mientras la camarera llegaba con su bloody mary. Cuando la joven se retiró a la parte de atrás de la sala, continuó-: He trabajado con usted antes. Siempre fue la persona más calmada y más razonable de la sala. El Dave Gurney que recordaba no habría amenazado a un agente del FBI esta mañana. No habría afirmado que mis opiniones profesionales son chorradas. No me habría acusado de deshonesta y estúpida. Eso hace que me pregunte qué está pasando realmente en su cabeza. Le seré franca: este nuevo Dave Gurney me preocupa.
– ¿Ah, sí? ¿Cree que la bala que me atravesó el cerebro se cargó unos cuantos circuitos lógicos?
– Lo único que digo es que se deja llevar por las emociones, o al menos más que antes. ¿No está de acuerdo?
– Con lo que no estoy de acuerdo es con su intento de poner el foco en mi modo de pensar, cuando el problema real es que usted y sus colegas basan su prestigio en un buen número de sandeces que permitieron que un asesino en serie lograra escapar.
– Curioso, David. ¿Sabe quién más habla del caso en tales términos? Max Clinter.
– ¿Se supone que eso me debe afectar?
Holdenfield sorbió su bebida.
– Se me acaba de ocurrir. Asociación libre. Hay muchas similitudes. Los dos resultaron gravemente heridos; los dos estuvieron, al menos, un mes incapacitados; los dos desconfían muchísimo de los demás; los dos han dejado atrás sus días como miembros del cuerpo de policía; los dos están obsesionados con demostrar que el enfoque de la investigación del caso del Buen Pastor está equivocado; los dos son cazadores natos que odian que los marginen. -Otro sorbo-. ¿Alguna vez le han evaluado de estrés postraumático?
Gurney la miró. Aquella pregunta lo había pillado desprevenido, aunque después de que lo comparara con Clinter debería habérselo esperado.
– ¿Es eso lo que está haciendo aquí? ¿Marcando casillas de diagnóstico? ¿Trout y usted han estado discutiendo acerca de mi estabilidad emocional?
Ella le devolvió la mirada.
– Jamás había percibido esa clase de hostilidad en usted.
– Deje que le pregunte algo: ¿por qué quería verme aquí?
Holdenfield pestañeó, miró a la mesa y respiró hondo.
– ¿Recuerda nuestra conversación telefónica del otro día? Me pareció alarmante. Estoy preocupada por usted. -Cogió la copa y se bebió más de la mitad del cóctel.
Cuando volvieron a cruzar sus miradas, ella habló con voz más sosegada.
– Recibir un disparo es un shock. Nuestras mentes no dejan de revivir ese momento, la amenaza, el impacto. Reaccionamos con miedo y con rabia. La mayoría de los hombres prefieren sentirse enrabietados que asustados. Les resulta más fácil expresar su rabia. Creo que el descubrimiento de su propia vulnerabilidad, de que no es perfecto, de que no es un superhombre…, le ha puesto absolutamente furioso. Y lo lenta que va su recuperación ha provocado que esa furia vaya en aumento.
Gurney se preguntó si estaba siendo tan sincera como intentaba aparentar. ¿Le estaba ofreciendo su opinión honesta y comprensiva? ¿De verdad le importaba? ¿O era solo otro paso en su intento, cada vez más desagradable, de desviar la atención del caso a su estado mental?
Buscando la respuesta, Gurney la miró a los ojos.
Su mirada inteligente era firme: no pestañeaba.
Empezó a sentir aquella furia de la que ella le había hablado. Era el momento de salir de allí. Debía marcharse antes de decir algo que pudiera lamentar más adelante.