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Por supuesto, Manny Borque vivía en South Beach. Residía en el último piso de uno de los nuevos rascacielos que florecían en Miami como setas después de una fuerte lluvia. Éste se hallaba en lo que había sido una playa desierta a la que Harry nos llevaba a mí y a Debs los sábados por la mañana. Descubríamos salvavidas antiguos, misteriosos pedazos de madera de algún infortunado barco, boyas de langosteras y, una emocionante mañana, un cuerpo humano mecido por el oleaje. Era un recuerdo de la infancia muy querido, y me sabía muy mal que alguien hubiera construido esta reluciente torre en aquel mismo lugar.
A las diez de la mañana siguiente Vince y yo nos fuimos juntos del trabajo y nos dirigimos al horrible edificio nuevo que había sustituido al escenario de mi alegría infantil. Subimos en silencio en el ascensor, y vi que Vince se removía nervioso y parpadeaba. Ignoro por qué ir a ver a alguien que se ganaba la vida esculpiendo hígado fileteado le ponía nervioso, pero no cabía duda de que lo estaba. Una gota de sudor resbaló por su mejilla y tragó saliva convulsivamente dos veces.
—Es un restaurador, Vince —le dije—. No es peligroso. Ni siquiera puede anular tu tarjeta de la biblioteca. Vince me miró y tragó saliva de nuevo.
—Tiene muy mal genio —dijo—. Puede llegar a ser muy exigente.
—Bien —dije risueño—, entonces vamos a ver si localizamos a alguien más razonable.
Apretó la mandíbula como un hombre ante un pelotón de fusilamiento y negó con la cabeza.
—No —dijo con bravura—, vamos a llegar hasta el final. —La puerta del ascensor se abrió en aquel momento. Cuadró los hombros y cabeceó—. Vamos —dijo.
Caminamos hasta el final del pasillo y Vince se detuvo ante la última puerta. Respiró hondo, levantó un puño y, tras una breve vacilación, llamó a la puerta. Al cabo de un largo rato, en el que nada sucedió, me miró y parpadeó, con la mano todavía levantada.
—Quizá… —dijo.
La puerta se abrió.
—¡Hola, Vic! —gorjeó la cosa de la puerta, y Vince reaccionó ruborizándose y tartamudeando. —Sólo he dicho hola.
Después, trasladó su peso de un pie al otro, tartamudeó algo que sonó como «um buenoyo» y retrocedió medio paso.
Fue una representación notable y agradable, y yo no fui el único que pareció disfrutarla. El maniquí que había abierto la puerta lo contemplaba con una sonrisa sugerente de que le gustaría presenciar cualquier tipo de sufrimiento humano, y dejó que Vince temblequeara durante varios largos minutos, hasta que por fin dijo:
—¡Bien, entrad!
Manny Borque, si en realidad era él y no un extraño holograma de La guerra de las galaxias, medía un metro setenta, desde la suela de sus botas plateadas de tacón alto bordadas hasta la punta de su cabeza teñida de naranja. Llevaba el pelo corto, salvo unos mechones negros erizados que se dividían sobre su frente como la cola de una golondrina y caían sobre un par de enormes gafas tachonadas de piedras preciosas falsas. Iba vestido con un dashiki largo de un rojo intenso, y al parecer nada más, y remolineó a su alrededor cuando se apartó de la puerta para dejarnos pasar, y luego trotó hacia un enorme ventanal que daba al mar.
—Acercaos y hablaremos —dijo, al tiempo que esquivaba un pedestal sobre el cual descansaba un enorme objeto parecido a una bola gigantesca de vómito animal sumergida en plástico y pintada a pistola con graffiti Day-Glo. Nos guió hasta una mesa de cristal que había junto a la ventana, a cuyo alrededor vi cuatro cosas que debían ser sillas, pero no habría sido difícil confundirlas con sillas de montar en camello, de bronce y soldadas sobre zancos—. Sentaos —invitó, con un amplio gesto de la mano, y yo elegí la cosasilla más cercana a la ventana. Vince vaciló un momento, y después se sentó a mi lado, mientras Manny Borque saltaba sobre el asiento de enfrente—. Bien —dijo—, ¿cómo estás, Vic? ¿Os apetece café? —Sin esperar la respuesta, volvió la cabeza a la izquierda y gritó—: ¡Eduardo!
La respiración de Vince era entrecortada, pero antes de poder remediarlo, Manny se giró en redondo y me miró.
—¡Y tú debes de ser el ruboroso novio! —dijo.
—Dexter Morgan —dije—, pero no me ruborizo mucho.
—Ah, bien, Vic ya lo hace por los dos —dijo.
Y por supuesto, el rostro de Vince se tiñó de escarlata todo cuanto permitía su tez. Como yo estaba algo más que fastidiado por tener que soportar aquella tortura, decidí no acudir en su ayuda con un ingenioso comentario dirigido a Manny, ni tampoco quise corregirle sobre el tema de la verdadera identidad de Vince, que no «Vic». Estaba seguro de que sabía muy bien cuál era su nombre, y de que disfrutaba atormentando a Vince. Por mí, ningún problema. Que Vince sufriera. Le serviría de lección por llamar a Rita sin mi permiso y meterme en este lío.
Eduardo entró sosteniendo un servicio de café Fiestaware de colores brillantes, en equilibrio sobre una bandeja de plástico transparente. Era un joven corpulento que doblaba en tamaño a Manny, y también parecía muy ansioso por complacer al pequeño gnomo. Dejó una taza amarilla delante de Manny, y después se dispuso a colocar la azul frente a Vince, pero Manny apoyó un dedo sobre su brazo para impedirlo.
—Eduardo —dijo con voz sedosa, y el chico se quedó petrificado—. ¿Amarilla? ¿No nos acordamos? La taza azul es para Manny.
Eduardo estuvo a punto de caerse cuando dio marcha atrás, y casi tiró la bandeja en sus prisas por quitar la ofensiva taza amarilla y sustituirla por la azul, como era debido.
—Gracias, Eduardo —dijo Manny, y Eduardo se detuvo un momento, por lo visto para verificar que Manny lo decía en serio, o tal vez por si había cometido otra equivocación. Pero Manny se limitó a darle palmaditas en el brazo—. Sirve a nuestros invitados, por favor.
Eduardo asintió y procedió.
De modo que a mí me tocó la taza amarilla, lo cual me era indiferente, aunque me pregunté si eso significaba que no le caía bien. Cuando hubo servido el café, Eduardo volvió a toda prisa a la cocina y regresó con una bandejita que albergaba media docena de pastelitos. Y si bien no tenían la forma del trasero de Jennifer López, podrían haberlo sido. Parecían pequeños puercoespines rellenos de crema, grumos marrón oscuro erizados de púas que, o bien eran de chocolate, o las habían robado a una anémona de mar. El centro estaba abierto y revelaba una gota de materia anaranjada tipo natillas, y cada gota tenía un toque verde, azul o marrón encima.
Eduardo dejó la bandeja en el centro de la mesa y todos la contemplamos un momento. Daba la impresión de que Manny estaba admirando esas cosas, y Vince debía de sentir una especie de admiración religiosa, pues tragó saliva varias veces más y emitió un sonido que habría podido ser una exclamación ahogada. Por mi parte, no estaba seguro de si me las debía comer o utilizarlas para un sangriento ritual azteca, así que me limité a estudiar la bandeja, con la esperanza de obtener una pista.
Vince la aportó por fin.
—Dios mío —soltó.
Manny asintió.
—Son maravillosas, ¿verdad? —dijo—. Pero ya están muy vistas. —Levantó una, la del toque azul, y la contempló con una especie de ternura distante—. La paleta de colores comenzó a hacerse aburrida, y ese horrible hotel de Indian Creek empezó a copiarlas. Da igual —dijo con un encogimiento de hombros, y se la metió en la boca. Me alegré de ver que no provocaba hemorragias importantes—. Uno se aficiona a estas cosas. —Se volvió y le guiñó un ojo a Eduardo—. Tal vez demasiado, a veces. —Eduardo palideció y huyó a la cocina, y Manny se volvió hacia nosotros con una enorme sonrisa de cocodrilo—. Probad una, ¿eh?
—Me da miedo morderlas —dijo Vince—. Son tan perfectas.
—Y a mí me da miedo que me devuelvan el mordisco —dije.
Manny exhibió varias docenas de dientes.
—Si pudiera enseñarles eso —dijo—, nunca estaría solo. —Empujó la bandeja en mi dirección—. Adelante —dijo.
—¿Las serviría en mi boda? —pregunté, con la idea de que tal vez alguien podría encontrar un sentido a todo esto.
Vince me dio un codazo, con fuerza, pero por lo visto ya era demasiado tarde. Los ojos de Manny se habían convertido en pequeñas rendijas, aunque su impresionante obra dental seguía en exhibición.
—Yo no sirvo —dijo—. Yo presento. Y presento lo que a mí me parece mejor.
—¿No debería estar informado por anticipado de lo que podría ser? —pregunté—. O sea, imagine que la novia sea alérgica a la gelatina de rúcula con base de wasabi.
Manny apretó los puños con tanta fuerza que oí crujir los nudillos. Por un momento, alimenté la leve esperanza de que mi ingenio había logrado enemistarme con el restaurador. Pero entonces Manny se relajó y rió.
—Me gusta tu amigo, Vic —dijo—. Es muy valiente.
Vince nos dedicó una sonrisa a ambos y volvió a respirar. Manny empezó a juguetear con papel y lápiz, y de esta manera el gran Manny Borque accedió a encargarse del catering de mi boda por el precio especial con descuento de 250 dólares por cubierto.
Me pareció un poco elevado. Pero al fin y al cabo, había recibido instrucciones concretas de no preocuparme por el dinero. Estaba seguro de que Rita se las ingenia de alguna forma para administrarlo, tal vez invitando tan sólo a dos o tres personas. En cualquier caso, no tuve mucho tiempo para preocuparme por las finanzas, pues mi móvil empezó a gorjear casi de inmediato, y cuando contesté, oí decir a Deborah, sin ni siquiera intentar competir con mi jovial hola:
—Te necesito aquí ahora mismo.
—Estoy ocupadísimo con unos canapés muy importantes —dije—. ¿Puedes prestarme veinte mil dólares? Debs emitió un sonido gutural.
—No tengo tiempo para estupideces, Dexter. Las veinticuatro horas empiezan dentro de veinte minutos y te necesito aquí.
Era costumbre de Homicidios reunir a todo el mundo implicado en el caso veinticuatro horas después de empezar el trabajo, para comprobar que todo estaba organizado y que todo el mundo estaba al loro. Y Debs debía de creer que yo podía ofrecerles una buena pista basada en mi intuición. Muy amable por su parte, pero falso. Con el Oscuro Pasajero retirado de manera provisional, mi famosa intuición no parecía en su mejor momento.
—Debs, te aseguro que aún no se me ha ocurrido nada —dije.
—Ven —ordenó, y colgó.