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Una copia del informe sobre un incidente descansaba sobre mi escritorio cuando llegué por fin al trabajo, y comprendí que alguien esperaba de mí una actitud productiva para el día de hoy, pese a todo. Habían pasado tantas cosas durante las últimas horas, que era difícil hacerse a la idea de que casi toda la jornada laboral se cernía sobre mí con sus largos y afilados dientes, así que fui a buscar una taza de café antes de someterme a la esclavitud laboral. Casi había esperado que alguien hubiera traído donuts o galletas, pero era un pensamiento idiota, por supuesto. No quedaba otra cosa que una taza y media de café requemado y muy oscuro. Vertí un poco en una taza, dejé el resto para alguien muy desesperado y regresé a mi escritorio.
Recogí el informe y empecé a leerlo. Por lo visto, alguien había hundido un coche perteneciente a un tal señor Darius Starzak en un canal, para luego huir del escenario de los hechos. Invertí varios momentos en parpadear y beber el horrendo café hasta comprender que era el informe de mi incidente de la mañana, y varios minutos más en decidir qué iba a hacer al respecto.
Saber el nombre del propietario del vehículo no era suficiente para continuar la investigación. Casi nada, pues era muy probable que el coche fuera robado. Pero dar por sentado eso y no hacer nada era peor que intentarlo y salir con las manos vacías, de modo que me puse a trabajar una vez más en mi ordenador.
En primer lugar, la rutina habitual: la matrícula del coche, que aportó una dirección de Oíd Cuder Road, en un barrio bastante caro. A continuación, los antecedentes de la policía: multas de tráfico, mandamientos judiciales pendientes, pensiones alimenticias para hijos. No había nada. Por lo visto, el señor Starzak era un ciudadano modelo que no había tenido el menor contacto con el largo brazo de la ley.
Bien. Para empezar, el nombre, «Darius Starzak». Darius no era un nombre corriente, al menos en Estados Unidos. Comprobé los registros de inmigración. Aunque parezca sorprendente, lo localicé de inmediato.
Antes que nada, no era el señor Starzak, sino el doctor Starzak. Estaba doctorado en filosofía religiosa por la Universidad de Heidelberg, y hasta hacía unos años había dado clases en la Universidad de Cracovia. Un poco más de investigación reveló que había sido despedido por un escándalo incierto. No sé gran cosa de polaco, aunque puedo decir kielbasa{Salchicha de origen polaco. (N. del T.)} cuando voy a comprar comida preparada. Pero a menos que la traducción fuera muy errónea, Starzak había sido despedido por ser miembro de una sociedad ilegal.
El expediente no explicaba por qué un erudito europeo, que había perdido el trabajo por una razón misteriosa, deseaba seguirme y lanzar después su coche a un canal. Me parecía una omisión significativa. No obstante, imprimí la foto de Starzak del expediente de inmigración. Examiné la fotografía, mientras intentaba imaginarme la cara semioculta tras las grandes gafas de sol que había visto en el retrovisor lateral del Avalon. Podría ser él. Podría haber sido Elvis. Y, por lo que yo sabía, Elvis tenía tantos motivos para seguirme como Starzak.
Profundicé un poco más. No es fácil para un experto forense acceder a la Interpol sin una razón oficial, aunque sea encantador e inteligente. Pero después de jugar a mi versión online de dar esquinazo durante unos minutos, accedí a los archivos centrales, y las cosas empezaron a ponerse más interesantes.
El doctor Darius Starzak estaba en una lista de vigilancia especial de cuatro países, que no incluía Estados Unidos, lo cual explicaba por qué estaba aquí. Si bien no existían pruebas de que hubiera hecho algo, existían sospechas de que sabía más de lo que decía sobre el tráfico de huérfanos de guerra desde Bosnia. Y el expediente mencionaba de pasada que, por supuesto, era imposible conocer el paradero de esos niños. En el lenguaje de los documentos oficiales de la policía, eso significaba que alguien creía que los había matado.
Tendría que haberme invadido una gran oleada de fría alegría mientras leía aquello, un maligno destello de anticipación acerada, pero no había nada, ni el menor eco de la más ínfima chispa. En cambio, experimenté un retorno muy leve de la ira humana que había sentido aquella mañana, cuando Starzak me estaba siguiendo. No era un sustituto adecuado de la oleada de certidumbre oscura y salvaje emanada del Pasajero a la que estaba acostumbrado, pero algo era algo.
Starzak había hecho cosas malas a niños, y él, o al menos quien utilizara su coche, había intentado hacérmelas a mí. De acuerdo. Hasta el momento yo había rebotado de un lado a otro como una pelota de ping pong, y me había contentado con aceptarlo, de una forma pasiva y sin protestar, aspirado en el vacío de una desdichada sumisión debido a que el Oscuro Pasajero me había abandonado. Pero aquí tenía algo que podía comprender y, aún mejor, combatir.
El expediente de la Interpol me informó de que Starzak era un villano, justo el tipo de persona que yo buscaba para practicar mi pasatiempo favorito. Alguien me había seguido en su coche, y llegado al extremo de hundir el vehículo en un canal para escapar. Era posible que alguien hubiera robado el coche, y que Starzak fuera inocente. Yo no lo creía así, y el informe de la Interpol me reafirmaba en dicha opinión. Pero sólo para asegurarme examiné las denuncias de robos de vehículos. No aparecían ni Starzak ni su coche.
De acuerdo: estaba seguro de que había sido él, y esto confirmaba su culpabilidad. Sabía lo que debía hacer al respecto: ¿sólo porque me sentía vacío por dentro significaba que no era capaz de hacerlo?
El resplandor cálido de la certidumbre destelló bajo la ira, hasta reducirse a un brillo pálido. No era la misma seguridad a prueba de balas que siempre había recibido del Pasajero, pero era mucho más que una corazonada. Estaba en lo cierto. Si no contaba con las pruebas sólidas habituales, mala suerte. Starzak había llamado la situación hasta un punto en que ya no albergaba dudas, y se había encaramado al número uno de mi lista. Lo encontraría y lo convertiría en un mal recuerdo, y en una gota de sangre seca guardada en mi cajita de palisandro.
Y como había experimentado cierta emoción por primera vez, permití que floreciera un débil hálito de esperanza. Tal vez ocuparme de Starzak y hacer todo lo que nunca había hecho solo me permitiría recuperar al Oscuro Pasajero. No sabía nada del funcionamiento de estas cosas, pero poseía cierta lógica, ¿no? El Pasajero siempre me había animado a actuar. ¿No haría acto de aparición si yo creaba una situación que lo necesitara? ¿No tenía delante de las narices a Starzak, suplicándome prácticamente que me ocupara de él?
Y si el Pasajero no regresaba, ¿por qué no podía empezar a ser yo mismo? Siempre era yo el que se encargaba de las tareas pesadas. ¿Acaso no podía continuar mi vocación, aunque me hubiera quedado vacío?
Todas las respuestas activaron un «sí» rojo y rabioso. Por un momento esperé como un autómata el acostumbrado susurro de placer procedente del rincón interior en sombras…, pero no llegó, por supuesto.
Daba igual, podía hacerlo solo.
En los últimos tiempos había trabajado con frecuencia hasta altas horas de la noche, de modo que Rita no demostró la menor sorpresa cuando, después de cenar, le dije que debía volver a la oficina. No les di el pego ni a Cody ni a Astor, por supuesto, que querían acompañarme para hacer algo interesante, o al menos quedarse en casa y jugar al escondite. Pero después de algunas vagas amenazas y palabras persuasivas, conseguí sacármelos de encima y salir a la noche. Mi noche, el último amigo que me quedaba, con su tenue media luna parpadeando en un cielo lluvioso y apagado.
Starzak vivía en una zona rodeada por una verja, pero un guardia que gana el salario mínimo en un pequeño cobertizo sirve más para aumentar el valor de la propiedad que para disuadir a alguien con la experiencia y el ansia de Dexter. Y si bien exigió un poco de ejercicio después de dejar el coche alejado de la caseta, me sentó bien. En los últimos tiempos había sufrido demasiadas noches de insomnio, demasiadas mañanas amargas, y me sentaba de maravilla mover las piernas en dirección a un objetivo.
Di lentas vueltas a través del barrio, localicé la dirección de Starzak y pasé de largo, como si fuera un vecino que hubiera salido a dar el paseo nocturno habitual. Había luz en el salón y un solo coche en el camino de entrada. Tenía una matrícula de Florida que ponía Manatee County en la parte inferior. Sólo viven 300.000 personas en Manatee County, pero circulan por las carreteras el doble de coches, como mínimo, que afirman ser de allí. Es un truco de las empresas de alquiler de coches, destinado a disimular el hecho de que el conductor ha alquilado un vehículo y, por lo tanto, es un turista y objetivo legítimo de cualquier depredador ansioso de presas fáciles.
Experimenté una pequeña oleada de anticipación. Starzak estaba en casa, y el hecho de que tuviera un coche de alquiler aumentaba las probabilidades de que fuera él quien había lanzado el coche al canal. Pasé de largo de la casa, alerta a la menor señal de que me hubiera visto. No vi nada, y sólo oí el tenue sonido de un televisor cercano.
Di la vuelta a la manzana y encontré una casa sin luces y con las persianas antihuracanes cerradas, señal segura de que no había nadie. Atravesé el patio en sombras y me acerqué al alto seto que la separaba de la vivienda de Starzak. Me resguardé en un hueco entre los arbustos, me puse la máscara y los guantes, y esperé a que mis ojos y oídos se adaptaran. Y en ese momento se me ocurrió qué ridículo parecería si alguien me viera. Eso nunca me había preocupado. El radar del Pasajero es excelente, y siempre me advertía de ojos inoportunos. Pero ahora, sin mi ayuda interior me sentía desnudo. Y mientras esa sensación me inundaba, dejó otra a su paso: estupidez sin remedio.
¿Qué estaba haciendo? Estaba violando casi todas las normas que habían regido mi vida, al venir aquí de manera espontánea, sin mis cuidadosos preparativos, sin ninguna prueba real y sin el Pasajero. Era una locura. Estaba pidiendo a gritos que Starzak me descubriera, me encerrara o me cortara en pedazos.
Cerré los ojos y presté oídos a las nuevas emociones que balbucían en mi interior. Sentir: una auténtica diversión humana. A continuación podía participar en una liga de bolos. Encontrar un chat y hablar de la autoayuda de la Nueva Era, y de medicina herbal alternativa para las hemorroides. Bienvenido a la raza humana, Dexter, la inútil y absurda raza humana. Esperamos que disfrutes de tu breve y dolorosa estancia.
Abrí los ojos. Podía rendirme, aceptar el hecho de que los días de Dexter habían terminado. O… podía superar esto, fueran cuales fueran los peligros, y reafirmar la cosa que siempre había sido. Tomar medidas que, o bien me devolvieran al Pasajero, o bien me condujeran a la tesitura de vivir sin él. Si Starzak no era una certeza absoluta, faltaba poco, yo estaba aquí y se trataba de una emergencia.
Al menos la elección era clara, algo que no me había ocurrido en mucho tiempo. Respiré hondo, atravesé el seto con el mayor sigilo posible y entré en el patio de Starzak.
Me mantuve en las sombras y llegué al costado de la casa, donde una puerta permitía el acceso a un garaje. Estaba cerrada con llave, pero Dexter se ríe de las cerraduras, y no necesité la ayuda del Pasajero para abrir ésta y entrar en el oscuro garaje, cerrando la puerta a mis espaldas sin hacer ruido. Había una bicicleta apoyada contra la pared del fondo, y un banco de trabajo con una colección muy pulcra de herramientas colgadas. Tomé nota mental, crucé el garaje en dirección a la puerta que conducía al interior de la casa, y me detuve un largo rato con el oído aplicado a la puerta.
Por encima del tenue zumbido del aire acondicionado, oí el sonido de un televisor y nada más. Escuché un rato más para asegurarme, y con mucha cautela abrí la puerta. No estaba cerrada con llave, se abrió con facilidad y sin emitir el menor sonido, y me encontré dentro de la casa de Starzak, tan oscuro y silencioso como una sombra.
Recorrí un pasillo en dirección al resplandor del televisor, pegado a la pared, muy consciente de que, si el hombre estuviera detrás de mí por algún motivo, yo estaba iluminado por detrás. Pero cuando el televisor apareció ante mis ojos, vi una cabeza que sobresalía por encima del respaldo del sofá, y supe que ya era mío.
Sujeté en mi mano el sedal capaz de veinte kilos de resistencia y me acerqué. Hicieron un anuncio y la cabeza se movió un poco. Me quedé petrificado, pero movió la cabeza hacia el centro, crucé la sala, me detuve detrás de él, mi sedal silbó alrededor de su cuello y se ciñó justo por encima de la nuez de Adán.
Por un momento, se revolvió de una manera muy gratificante, lo cual sólo consiguió apretar más el lazo. Lo vi desplomarse y llevarse la mano a la garganta, y si bien yo estaba disfrutando, no era la alegría salvaje y fría de otros momentos similares. De todos modos, era mejor que ver el anuncio, y le dejé continuar hasta que su cara se tiñó de púrpura y sus esfuerzos se redujeron a unos débiles estertores.
—Estáte quieto y callado —dije—, y te dejaré respirar.
Debo reconocer que lo entendió enseguida y dejó de moverse. Aflojé un poco la presa y escuché mientras inspiraba aire. Sólo una vez, y después volví a apretar y lo levanté.
—Ven —ordené, y obedeció.
Me coloqué detrás de él, con la cuerda ceñida lo suficiente para que pudiera respirar un poco si se esforzaba, lo conduje por el pasillo hasta la parte posterior de la casa y entramos en el garaje. Cuando lo empujé hacia el banco de trabajo, dobló una rodilla, ya fuera a causa de un traspiés o por un estúpido intento de escapar. En cualquier caso, yo no estaba de humor, así que tiré de él hasta que los ojos se le salieron de las órbitas, vi que su cara se amorataba y cayó al suelo, inconsciente.
Mucho más fácil para mí. Deposité su peso muerto sobre el banco de trabajo y lo até con cinta adhesiva de tela, mientras él aún seguía aspirando aire con la boca abierta, sin recuperar el conocimiento. Un hilillo de baba resbalaba por una comisura de su boca, y su respiración era muy entrecortada, incluso después de que aflojara el lazo. Miré a Starzak, sujeto a la mesa con su desagradable rostro boquiabierto, y pensé, cosa que jamás había hecho, que todo se reducía a esto. Un saco de carne que respira, y cuando deja de hacerlo, basura podrida.
Starzak empezó a toser, y expulsó más baba de su boca. Se revolvió contra la cinta, descubrió que no podía moverse y abrió los ojos. Dijo algo incomprensible, compuesto de excesivas consonantes, desvió los ojos y me miró. No podía ver mi cara a través de la máscara, por supuesto, pero experimenté la desagradable sensación de que me reconocía. Movió la boca unas cuantas veces, pero no dijo nada, hasta que desvió los ojos en dirección a sus pies y dijo, con una voz ronca y seca, de acento centroeuropeo, pero sin apenas emoción:
—Está cometiendo un gran error.
Busqué una respuesta automática y siniestra, y no descubrí ninguna.
—Ya lo verá —dijo, con su terrible voz inexpresiva y ronca—. El acabará por atraparle, incluso sin mí. Es demasiado tarde para usted.
Ya lo tenía. Lo más parecido a una confesión de que me había seguido con intenciones siniestras. Pero lo único que se me ocurrió decir fue:
—¿Quién es él?
Olvidó que estaba sujeto al banco de trabajo y trató de sacudir la cabeza. No le salió bien, pero tampoco pareció molestarle mucho.
—Ellos le encontrarán —repitió—. Muy pronto. —Se removió un poco, como si intentara mover la mano—. Adelante. Máteme. Ellos le encontrarán.
Lo miré, tan pasivamente atado y preparado para mis atenciones especiales, y tendría que haber experimentado un placer gélido ante el trabajo que me esperaba…, pero no. Sólo estaba henchido de un vacío enorme, la misma sensación de inutilidad desesperanzada que me había invadido mientras esperaba ante la casa.
Me sacudí de encima el desánimo y amordacé a Starzak con cinta adhesiva. Se encogió un poco, pero por lo demás continuó con la vista clavada en la lejanía, sin demostrar la menor emoción.
Alcé el cuchillo y miré a mi presa inmóvil e impertérrita. Aún oía su espantosa respiración húmeda y tuve ganas de detenerla, apagar sus luces, terminar con esta cosa nociva, cortarla en pedazos y guardarlos en pulcras bolsas de basura, pedazos inmóviles de abono que ya no amenazarían, ya no comerían, no excretarían ni se agitarían en el laberinto carente de pautas de la vida humana…
Y no pude.
Convoqué en silencio el familiar batir de oscuras alas que surgiría de mí e iluminaría mi cuchillo con el brillo malvado de un propósito salvaje, y no obtuve nada. Nada se movió dentro de mí cuando pensé en practicar esta cosa afilada y necesaria que tantas veces había repetido con júbilo. Lo único que se acumulaba en mi interior era el vacío.
Bajé el cuchillo, di media vuelta y salí a la noche.