172613.fb2
Por primera vez desde hacía tiempo estaba ansioso por volver a mi cubículo. No porque tuviera trabajo, sino por la idea que se me había ocurrido en el estudio del reverendo Gilíes. Posesión demoníaca. Sonaba bien. Nunca me había sentido poseído, aunque Rita reclamaba el honor, pero al menos proporcionaba una especie de explicación, avalada por la historia, y tenía muchas ganas de investigarla.
En primer lugar, comprobé si tenía mensajes en el contestador automático y en el correo electrónico. Ningún mensaje, salvo un recordatorio rutinario del departamento sobre la limpieza de la zona de café. Tampoco descubrí ninguna abyecta disculpa de Debs. Hice algunas llamadas cautelosas, y descubrí que Debs estaba intentando localizar a Kurt Wagner, lo cual me tranquilizó, pues significaba que no me estaba siguiendo a mí.
Con el problema resuelto y la conciencia tranquila, empecé a investigar el tema de la posesión demoníaca. Una vez más, el buen rey Salomón acaparaba los titulares. Por lo visto, se había llevado de maravilla con cierto número de demonios, la mayoría de nombres improbables con varias zetas. Y les había dado órdenes como si fueran criados, y obligado a construir su gran templo, lo cual no dejó de sorprenderme, pues siempre me habían dicho que el templo era algo bueno, y debían existir leyes sobre el trabajo de los demonios. O sea, si tanto nos molesta que inmigrantes ilegales recojan las naranjas, ¿no debían tener todos aquellos patriarcas temerosos de Dios una especie de ordenanza contra los demonios?
Pero ahí delante lo tenía, en blanco y negro. El rey Salomón había confraternizado con ellos a sus anchas, y como jefe. No les gustaba recibir órdenes, por supuesto, pero le aguantaban. Y eso suscitaba la interesante idea de que tal vez alguien más podía controlarlos, e intentaba hacerlo con el Oscuro Pasajero, quien había huido de aquella servidumbre involuntaria. Medité un rato sobre eso.
El mayor problema de esa teoría residía en que no encajaba con la abrumadora sensación de peligro de muerte que me había invadido por primera vez, cuando el Pasajero todavía estaba a bordo. Puedo comprender la reticencia a llevar a cabo trabajos indeseables tan bien como cualquiera, pero eso no tenía nada que ver con el miedo letal que había surgido en mi interior.
¿Significaba eso que el Oscuro Pasajero no era un demonio? ¿Significaba que no estaba padeciendo otra cosa que una simple psicosis? ¿Una fantasía paranoica imaginaria en la que se mezclaban la sed de sangre y el horror?
Y, no obstante, todas las culturas del mundo a lo largo de la historia parecían creer que la posesión albergaba cierto grado de realidad. No conseguía relacionarla con mi problema. Intuía que estaba cerca de algo, pero no se me ocurrían ideas.
De pronto eran las cinco y media, y ya estaba más que ansioso por huir de la oficina y dirigirme hacia el dudoso refugio de mi casa.
A la tarde siguiente estaba en mi cubículo, mecanografiando un informe sobre un asesinato múltiple muy aburrido. Hasta Miami tiene asesinatos vulgares, y éste era uno de ellos, o tres y medio, para ser preciso, pues había tres cadáveres en el depósito, y un cuarto cuerpo en cuidados intensivos en el Jackson Memorial. Era un simple tiroteo en una de las escasas zonas de la ciudad en que la propiedad se valoraba a la baja. Era absurdo dedicarle mucho tiempo, pues había montones de testigos, y todos coincidían en que alguien llamado «Cabronazo» era el culpable.
De todos modos, hay que observar las formas, y yo había pasado medio día en el lugar de los hechos, para asegurarme de que nadie había saltado desde una puerta y troceado a las víctimas con unas tijeras de podar setos, al tiempo que las ametrallaban desde un coche que pasaba. Estaba intentando pensar en una forma interesante de conseguir que las manchas de sangre fueran congruentes con un tiroteo desde algo en movimiento, pero el aburrimiento estaba consiguiendo que bizqueara, y mientras miraba la pantalla sin verla, oí un zumbido, y después el retumbar de gongs, y la música nocturna volvió a empezar, y tuve la impresión de que la página en blanco de la pantalla se teñía de sangre, se derramaba sobre mí, inundaba la oficina y todo el mundo visible. Salté de la silla y parpadeé varias veces hasta que se desvaneció, pero me dejó tembloroso e intrigado.
Estaba empezando a afectarme a plena luz del día, incluso sentado a mi mesa de la jefatura de policía, y no me gustaba nada. O se estaba fortaleciendo y acercando, o me estaba sumiendo en la locura más absoluta. Los esquizofrénicos oyen voces, ¿no? ¿También oyen música? ¿Podía calificarse de voz al Oscuro Pasajero? ¿Había estado loco desde el primer momento, y un episodio final estaba afectando a la cordura artificial del Indeciso Dexter?
No creía que fuera posible. Harry me había enderezado, conseguido que me adaptara. Harry habría sabido que estaba loco, y me había dicho que no. Harry jamás se equivocaba. Yo estaba adaptado y bien, sólo bien, gracias.
¿Por qué oía esa música? ¿Por qué temblaba mi mano? ¿Por qué necesitaba aferrarme a un fantasma, con el fin de evitar sentarme en el suelo y darme golpecitos en los labios con el dedo índice?
Estaba claro que nadie del edificio había oído nada. Sólo yo. De lo contrario, los pasillos estarían llenos de gente bailando o chillando. No, el miedo se había adentrado en mi vida a mayor velocidad de la que yo podía alcanzar, había llenado el espacio vacío interior donde había habitado el Oscuro Pasajero.
No tenía nada con qué trabajar. Necesitaba información externa si aspiraba a comprender esto. Muchas fuentes creían que los demonios eran reales. Miami estaba llena de gente que trabajaba con ahínco para mantenerlos alejados cada día de sus vidas. Y si bien el babalao había dicho que no quería tener nada que ver con este asunto, y se había largado a toda velocidad, daba la impresión de saber lo que era. Estaba bastante seguro de que la santería creía en la posesión. Pero daba igual: Miami era una ciudad diversa y maravillosa, y encontraría otro lugar donde formular la pregunta y recibir una respuesta muy diferente, tal vez incluso la que iba buscando. Abandoné mi cubículo y me encaminé al aparcamiento.
El Árbol de la Vida estaba en la periferia de Liberty City, una zona de Miami no apta para ser visitada de noche por turistas de Iowa. Este rincón en concreto había sido tomado por inmigrantes haitianos, y muchos edificios estaban pintados de varios colores chillones, como si no bastara con uno solo. En algunos edificios había murales que plasmaban la vida rural de Haití. Predominaban los gallos y los chivos.
En la pared exterior del Árbol de la Vida había pintado un árbol grande, cosa muy adecuada, y debajo una imagen alargada de dos hombres que tocaban tumbadoras. Aparqué justo delante de la tienda y entré por una puerta con mosquitera, que hizo sonar una campanilla y se cerró de golpe a mis espaldas. En la parte de atrás, al otro lado de una cortina de cuentas colgantes, una voz de mujer dijo algo en criollo. Yo me quedé delante del mostrador de cristal y esperé. La tienda estaba forrada de estanterías que contenían numerosos tarros con cosas misteriosas, líquidas, sólidas e indefinidas. Daba la impresión de que uno o dos contenían cosas que habían estado vivas en su momento.
Al cabo de un momento, una mujer se abrió paso entre las cuentas y se acercó. Aparentaba unos cuarenta años, delgada como un junco, de pómulos altos y una tez como caoba desteñida por el sol. Llevaba un vestido rojo y amarillo largo y suelto, y un turbante a juego en la cabeza.
—Ah —dijo, con un fuerte acento criollo. Me miró de arriba abajo con expresión escéptica y meneó la cabeza—. ¿En qué puedo servirle, señor?
—Ah, bien —dije, y más o menos me callé. ¿Cómo podía empezar, al fin y al cabo? No podía decir que creía estar poseído y quería que el demonio volviera. La pobre mujer me arrojaría sangre de pollo.
—¿Señor? —me urgió, impaciente.
—Me estaba preguntando —dije, lo cual era muy cierto—, ¿tiene libros sobre posesión demoníaca? Este…, ¿en inglés?
La mujer se humedeció los labios con una expresión de suma desaprobación y meneó la cabeza enérgicamente.
—¿Por qué lo pregunta? ¿Es periodista?
—No —dije—. Estoy sólo, hum, interesado. Curiosidad. —¿Curiosidad por el vudú? —preguntó.
—Sólo por lo referido a la posesión.
—Aja —dijo, y si ello era posible, su desaprobación aumenté)—. ¿Por qué?
Alguien muy inteligente debe haber dicho alguna vez que, cuando todo lo demás fracasa, di la verdad. Sonaba tan bien que estaba seguro de no haber sido el primero en pensarlo, y daba la impresión de que era lo único que me quedaba por hacer. Probé.
—Creo —dije—, o sea, no estoy seguro. Creo que tal vez estuve poseído. Hace un tiempo.
—Ya —dijo. Me miró fijamente durante unos momentos, y después se encogió de hombros—. Es posible —añadió por fin—. ¿Por qué lo dice?
—Es que, hum… Tenía la sensación. De que había algo, hum, dentro. Vigilando.
La mujer escupió en el suelo, un gesto muy extraño en una dama tan elegante, y sacudió la cabeza.
—Ustedes, los blancos —dijo—, nos robaron, nos trajeron aquí, nos lo arrebataron todo. Y después, cuando ganamos algo con la nada que nos dan, también quieren una parte. Ja. — Agitó un dedo en mi dirección, como una profesora de segundo amonestando a un mal estudiante—. Escuche, blanco. Si un espíritu entra en usted, lo sabría. No es como en las películas. Es una gran bendición —dijo con una sonrisa de satisfacción—, y no suele ocurrir a los blancos.
—Vaya, qué bien —dije.
—No —dijo—. A menos que lo desee, a menos que solicite la bendición, ésta no llega.
—Pero yo sí quiero.
—Ja —dijo—. Nunca le llegará. Me está haciendo perder el tiempo.
Dio media vuelta y atravesó la cortina de cuentas, en dirección a la trastienda.
Consideré inútil quedarme a esperar si cambiaba de opinión. No parecía probable, ni tampoco que el vudú tuviera respuestas acerca del Oscuro Pasajero. La mujer había dicho que sólo acudía cuando lo llamabas, y que era una bendición. Al menos, era una respuesta diferente, aunque no recordaba haber llamado jamás al Oscuro Pasajero. Siempre estuvo conmigo. Pero para estar seguro del todo, me detuve ante el bordillo de la acera y cerré los ojos. «Vuelve, por favor», dije.
No pasó nada. Subí al coche y volví al trabajo.
«Qué elección más interesante», pensó el Vigilante. Vudú. La idea contenía cierta lógica, por supuesto, no podía negarlo. Pero lo más interesante era lo que revelaba del otro. «Se estaba moviendo en la dirección correcta…, y estaba muy cerca.»
Y cuando apareciera su siguiente pista, el otro estaría mucho más cerca. El chico había sentido tanto pánico que había estado a punto de escapar. Pero no lo había conseguido. Había sido muy útil, y ahora iba camino de recibir su oscura recompensa.
Al igual que el otro.