172613.fb2
El edificio era del tamaño de una casa grande de Miami Beach. Recorrí con sigilo un largo pasillo que terminaba en una puerta similar a la que me había retenido antes. Caminé de puntillas y apliqué el oído a la hoja. No oí nada en absoluto, pero la puerta era tan gruesa que esto no significaba casi nada.
Apoyé la mano sobre el pomo y lo giré muy despacio. No estaba cerrada con llave, y abrí con un leve empujón.
Me asomé con cautela y no vi nada que pudiera alarmarme, salvo muebles que parecían de piel auténtica. Tomé nota mental de informar a la Sociedad Protectora de Animales. Era una sala muy elegante, y cuando abrí la puerta algo más, vi un hermoso bar de caoba en la esquina más alejada.
Pero lo más interesante era la vitrina de trofeos que había al lado del bar. Abarcaba unos seis metros de pared, y detrás del cristal, apenas visibles, vi fila tras fila de lo que parecían cabezas de toro de cerámica. Cada pieza brillaba bajo su propio minifoco. No las conté, pero debía de haber más de cien. Y antes de que pudiera entrar en la sala, oí una voz, fría y seca al máximo sin dejar de ser humana.
—Trofeos. —Pegué un brinco y moví la pistola hacia el sonido—. Un muro conmemorativo dedicado al dios. Cada una representa un alma que le hemos enviado. — Había un anciano sentado en la sala que me estaba mirando, pero verle significó para mí casi un puñetazo—. Creamos una por cada nuevo sacrificio —dijo—. Entra, Dexter.
El anciano no parecía muy amenazador. De hecho, era casi invisible, sentado en una de las grandes butacas de cuero. Se levantó con parsimonia, con la cautela de un hombre viejo, y volvió hacia mí un rostro tan frío y suave como una piedra de río.
—Te hemos estado esperando —dijo, aunque parecía estar solo en la sala, salvo por los muebles—. Entra.
No sé si fue por lo que dijo, por cómo lo dijo, o por otra cosa diferente por completo. En cualquier caso, cuando me miró directamente, experimenté la sensación de que no había aire suficiente en la sala. Toda la audacia de mi huida pareció escapar de mí y formar un charco entre mis tobillos, y un gran vacío ensordecedor me atravesó, como si en el mundo no existiera otra cosa que un dolor absurdo y él fuera el amo.
—Nos has causado muchos problemas —dijo en voz baja.
—Eso me consuela —dije. Me costó articular las palabras, y hasta a mí me sonaron débiles, pero al menos consiguieron que la expresión del anciano traicionara cierta irritación. Avanzó un paso hacia mí, y tuve ganas de que me tragara la tierra—. Por cierto —dije, con la esperanza de aparentar indiferencia ante el hecho de sentir que me estaba derritiendo—, ¿a quiénes se refiere con el «nos»?
Ladeó la cabeza.
—Creo que ya lo sabes —dijo—. Nos has estado investigando bastante. —Avanzó otro paso y mis rodillas flaquearon—. Pero para proseguir una agradable conversación, somos los seguidores de Moloch. Los herederos del rey Salomón. Durante tres mil años, hemos mantenido vivo el culto al dios y protegido sus tradiciones y su poder.
—Sigue hablando en plural —observé.
Asintió, y el movimiento me hizo daño.
—Hay más aquí —dijo—. Pero el plural se refiere, como estoy seguro de que sabes, a Moloch. Existe dentro de mí.
—¿De modo que fue usted quien mató a aquellas chicas? ¿Y me siguió a todas partes? — pregunté, y admito que me sorprendió pensar en el anciano dedicado a aquellos menesteres.
Sonrió, pero era una sonrisa carente de humor, y no consiguió que me sintiera mejor.
—Yo no lo hice en persona, no. Fueron los Vigilantes.
—O sea, quiere decir… ¿Puede abandonarle?
—Por supuesto —dijo—. Moloch puede moverse entre nosotros a voluntad. No es una persona, y no está en una persona. Es un dios. Sale de mí y entra en otros para llevar a cabo misiones especiales. Para vigilar.
—Bien, es maravilloso tener un pasatiempo —dije. No estaba muy seguro de hacia dónde se encaminaba nuestra conversación, o si mi preciosa vida estaba a punto de concluir, de modo que le hice la primera pregunta que me vino a la cabeza—. ¿Por qué abandonó los cadáveres en la universidad?
—Queríamos encontrarte, por supuesto.
Las palabras del anciano me dejaron petrificado.
—Habías atraído nuestra atención, Dexter —continuó—, pero teníamos que estar seguros. Necesitábamos observarte para ver si reconocías nuestro ritual o reaccionabas ante nuestro Vigilante. Además, era muy conveniente que la policía se concentrara en Halpern.
Yo no sabía por dónde empezar.
—¿No es uno de los suyos? —pregunté.
—Oh, no —dijo complacido el anciano—. En cuanto le dejen en libertad, estará allí, con los demás.
Cabeceó en dirección a la vitrina de trofeos, llena de cabezas de toro de cerámica.
—Entonces, él no mató a las chicas.
—Sí, lo hizo. Convencido desde dentro por uno de los Hijos de Moloch. —Ladeó la cabeza—. Estoy seguro de que eres muy capaz de comprenderlo, tú especialmente, ¿verdad?
Podía, claro está, pero eso no contestaba a ninguna de las preguntas principales.
—¿Podríamos volver, por favor, a eso de que «habías atraído nuestra atención»? — pregunté con educación, pensando en lo mucho que me esforzaba por pasar desapercibido.
El hombre me miró como si yo fuera un mentecato de lo más obtuso.
—Mataste a Alexander Macauley —dijo.
Ahora giró la clavija en la cerradura de acero debilitada que era el cerebro de Dexter.
—¿Zander era uno de los suyos? Meneó la cabeza apenas.
—Era un ayudante menor. Suministraba material para nuestros ritos.
—Les proporcionaba borrachos, y ustedes los mataban —dije. El hombre se encogió de hombros.
—Nosotros practicamos sacrificios, Dexter, no matamos. En cualquier caso, cuando mataste a Zander, te seguimos y descubrimos lo que eres.
—¿Qué soy? —solté, y pensé que era algo estimulante pensar que estaba cara a cara con alguien capaz de contestar a la pregunta sobre la que más había meditado durante mi feliz vida de matarife. Pero entonces noté la boca seca, y mientras esperaba su respuesta, nació en mi interior una sensación muy parecida a auténtico miedo.
La mirada del anciano se hizo penetrante.
—Eres una aberración —dijo—. Algo que no debería existir.
Admito que, en algunas ocasiones, habría estado de acuerdo con ese pensamiento, pero no en ese momento.
—No quiero parecer grosero —dije—, pero me gusta existir.
—Ya no puedes elegir —dijo el hombre—. Llevas algo dentro que representa una amenaza para nosotros. Pensamos deshacernos de ello, y de ti.
—En realidad —dije, convencido de que estaba hablando de mi Oscuro Pasajero—, esa cosa se ha marchado.
—Lo sé —dijo, algo irritado—, pero acudió a ti debido a un gran sufrimiento traumático. Está en sintonía contigo. Aunque también es un hijo bastardo de Moloch, y eso provoca que tú estés en sintonía con nosotros. —Agitó un dedo en mi dirección—. Por eso podías oír la música. Mediante la conexión efectuada por tu Vigilante. Y cuando te causemos en breve un gran dolor, volverá a ti, como la mariposa a la llama.
No me gustó nada el sonido de aquellas palabras, y me di cuenta de que estaba perdiendo a marchas forzadas el control de la conversación, pero justo a tiempo recordé que, al fin y al cabo, tenía una pistola. Apunté al anciano y me erguí en toda mi temblorosa estatura.
—Quiero a mis niños —dije.
No parecía muy preocupado por la pistola que le apuntaba al ombligo, lo cual se me antojó el colmo de la confianza en sí mismo.
Hasta portaba un cuchillo de aspecto imponente en la cadera, pero no hizo el menor esfuerzo por sacarlo.
—Los niños ya no deben preocuparte —dijo—. Ahora pertenecen a Moloch. A Moloch le gusta el sabor de los niños.
—¿Dónde están? —pregunté.
Agitó una mano como desechando la pregunta.
—Aquí, en Toro Key, pero llegas demasiado tarde para detener el ritual.
Toro Key estaba lejos de la península, y era privado por completo. Pero pese al hecho de que, por lo general, es muy agradable descubrir dónde estás, esta vez suscitaba cierto número de preguntas muy difíciles, como por ejemplo, ¿dónde estaban Cody y Astor, y cómo podía impedir que la vida, tal como la conocía, terminara de momento?
—Si no le importa —dije, y moví la pistola, sólo para que comprendiera mi intención—, creo que los recogeré y volveré a casa.
No se movió. Continuó mirándome, y en sus ojos casi pude ver enormes alas negras que batían dentro y fuera de la sala, y antes de que pudiera apretar el gatillo, respirar o parpadear, los tambores empezaron a retumbar, insistiendo en el ritmo que ya se había grabado en mí, y las trompetas se alzaron al compás, conduciendo hacia la felicidad al coro de voces, y me quedé paralizado.
Mi visión parecía normal, y mis demás sentidos eran incomparables, pero sólo podía oír la música, y sólo podía obedecer al mandato de la música. Y me decía que, nada más salir de aquella sala, me aguardaba la verdadera felicidad. Me decía que fuera a recogerla, que me llenara las manos y el corazón de la dicha eterna, del goce sin fin, y me vi dando media vuelta hacia la puerta, pues mis pies me conducían hacia mi feliz destino.
La puerta se abrió cuando me acerqué, y el profesor Wilkins entró. También esgrimía una pistola, y apenas me miró. Saludó al anciano con un leve movimiento de cabeza.
—Estamos preparados —dijo.
Apenas pude oírle debido al torrente de sensaciones y sonidos que se estaba formando, y avancé con paso decidido hacia la puerta.
En algún sitio muy profundo bajo todo esto distinguía la vocecita estridente de Dexter, gritando que las cosas no iban como deberían y exigiendo un cambio de dirección. Pero era una voz tan pequeña, y la música tan grande, más grande que cualquier cosa en este maravilloso mundo eterno, que en ningún momento dudé de lo que yo iba a hacer.
Avancé hacia la puerta al ritmo de la ubicua música, apenas consciente de que el anciano me acompañaba, pero ninguno de ambos datos me interesaba. Todavía sujetaba la pistola en la mano. No se tomaron la molestia de quitármela, y a mí no se me ocurrió utilizarla. Lo único que importaba era seguir la música.
El anciano me adelantó y abrió la puerta, y un viento caliente azotó mi cara cuando salí y vi al dios, la fuente de la música, la fuente de todo, la gran y maravillosa fuente de éxtasis con cuernos de toro. Se alzaba sobre todo lo demás, con su gran cabeza de bronce de siete metros y medio, sus poderosos brazos extendidos hacia mí, y un maravilloso y cálido resplandor brotaba de su estómago abierto. Mi corazón se hinchió y avancé hacia él, sin ver al puñado de gente que estaba mirando, aunque una de las personas era Astor. Sus ojos se abrieron de par en par cuando me vio, y su boca se movió, pero no oí lo que dijo.
Y el diminuto Dexter de mi interior gritó con más fuerza, pero sólo lo suficiente para hacerse oír, y sin fuerza para ser obedecido. Caminé hacia el dios, vi el resplandor del fuego en su interior, vi que las llamas de su estómago destellaban y saltaban debido al viento que soplaba a nuestro alrededor. Y cuando estuve lo más cerca posible, justo delante del horno abierto de su vientre, me detuve y esperé. No sabía qué estaba esperando, pero sabía que se aproximaba y que me conduciría hacia una maravillosa eternidad, de modo que esperé.
Starzak apareció ante mi vista, sujetando a Cody de la mano, le arrastró hasta quedarse cerca de nosotros, mientras Astor intentaba soltarse del guardia que la inmovilizaba. Daba igual, porque el dios estaba allí y sus brazos estaban descendiendo, con el propósito de abrazarme y encerrarme en su cálida y hermosa presa. Temblé de alegría, y dejé de oír la vocecilla estridente de Dexter, que protestaba en vano, porque sólo tenía oídos para la voz del dios que llamaba desde la música.
El viento azotó el fuego y éste cobró vida. Astor tropezó conmigo, me empujó contra el costado de la estatua y el enorme calor que surgía del estómago del dios. Me incorporé, irritado apenas un momento, y una vez más contemplé el milagro de los brazos del dios al descender, mientras el guardia obligaba a avanzar a Astor para compartir el abrazo de bronce, y entonces percibí el olor de algo que se quemaba, una llamarada de dolor en mis piernas; bajé la vista y vi que mis pantalones ardían.
El dolor de la quemadura recorrió mi cuerpo con el chillido de cien mil neuronas indignadas, y las telarañas se disolvieron al instante. De pronto, la música no fue más que el ruido de unos altavoces, y vi a Cody y Astor a mi lado y que corrían un gran peligro. Era como si un agujero se hubiera abierto en un dique y Dexter se derramara por él. Me volví hacia el guardia y me apoderé de Astor. El guardia me miró con sorpresa y cayó, pero agarró mi brazo y me arrastró hacia el suelo con él. Al menos, eso lo alejó de Astor, y el cuchillo salió disparado de su mano. Rebotó a mi lado, me apoderé de él y lo clavé en el plexo solar del guardia.
Entonces el dolor de mis piernas aumentó un poco más y me concentré a toda prisa en apagar mis pantalones chamuscados, al tiempo que rodaba y daba manotazos hasta que se apagaron. Y si bien fue estupendo extinguir aquellas llamas, esos segundos permitieron que Wilkins y Starzak se abalanzaran sobre mí. Cogí la pistola del suelo y me puse en pie para plantarles cara.
Mucho tiempo atrás, Harry me había enseñado a disparar. Casi pude oír su voz cuando adopté la posición de tiro, expulsé el aire y apreté el gatillo con calma. Apunta al centro y dispara dos veces. Starzak cae. Desvía el arma hacia Wilkins, repite. Y después, hay unos cuerpos en el suelo, un alboroto terrible cuando los espectadores huyen en busca de un refugio, y yo estaba de pie junto al dios, solo en un lugar donde se había hecho un silencio sepulcral, salvo por el viento. Me volví para ver por qué.
El anciano se había apoderado de Astor y la sujetaba por el cuello, con una presa mucho más poderosa de lo que parecía posible para su frágil cuerpo. La acercó al horno. —Tira la pistola —ordenó—, o ella arderá.
No encontré motivos para dudar de lo que decía, ni tampoco con qué detenerlo. Todos los vivos se habían dispersado, salvo nosotros.
—Si tiro el arma —dije, y confié en que mi tono fuera sensato—, ¿cómo sé que no la arrojará al fuego?
—No soy un asesino —rezongó, y su voz todavía me causó una punzada de dolor—. Lo que se hace ha de hacerse bien, de lo contrario es un simple asesinato.
—No estoy seguro de comprender la diferencia —dije.
—Por supuesto. Eres una aberración.
—¿Cómo sé que no nos matará? —insistí.
—Eres tú a quien necesito para alimentar el fuego —dijo—. Tira el arma y salvarás a esta niña.
—No suena muy convincente —dije, en un intento desesperado por ganar tiempo, a ver si pasaba algo.
—No necesito que lo sea —replicó—. Esto no es un jaque mate. Hay más gente en la isla, y volverán de un momento a otro. No puedes matarlos a todos. Y el dios sigue aquí. Pero como parece que eres duro de mollera, ¿qué te parece si acuchillo a tu niña varias veces, y dejo que la hemorragia te convenza? —Llevó la mano hacia su cadera, no encontró nada y frunció el ceño—. Mi cuchillo —dijo, y después, su expresión de perplejidad dio paso a un gran asombro. Me miró sin decir nada, con la boca abierta como si fuera a cantar un aria.
Y entonces cayó de rodillas, frunció el ceño y se desplomó hacia adelante, revelando un cuchillo que sobresalía de su espalda…, y también a Cody, de pie detrás de él, sonriente cuando vio caer al hombre, y mirándome.
—Te dije que estaba preparado —dijo.