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Una escena de homicidio sin manchas de sangre tendría que haber sido una excursión de vacaciones para mí, pero no conseguía adoptar el estado de ánimo apropiado para disfrutarla. Paseé de un lado a otro, entré y salí de la zona acordonada, pero tenía muy poco que hacer. Además, daba la impresión de que Deborah ya me había dicho todo lo que debía decirme, lo cual me dejó solo y sin nada que hacer.
Habría que disculpar a un ser razonable por enfurruñarse un poco, pero yo nunca había dicho que fuera razonable, y eso me dejaba muy pocas opciones. Tal vez lo mejor sería proseguir mi vida y pensar en las numerosas cosas importantes que exigían mi atención: los niños, el catering para la boda, París, comer… Considerando mi lista de cosas de las que debía preocuparse, no me extrañaba que el Pasajero se mostrara algo tímido.
Miré de nuevo los dos cadáveres recocidos. No estaban haciendo nada siniestro. Continuaban muertos. Pero el Oscuro Pasajero continuaba silencioso.
Volví con Deborah, que estaba hablando con Angel-nada-que-ver. Ambos me miraron expectantes, pero no se me ocurrió ninguna salida ingeniosa, lo cual era muy poco normal. Por suerte para mi fama mundial de estoicismo risueño permanente, antes de que pudiera ponerme triste Deborah miró por encima de mi hombro y resopló.
—Ya era hora, joder.
Seguí su mirada hasta un coche patrulla que acababa de frenar, y vi que bajaba un hombre vestido de blanco de pies a cabeza.
El babalao oficial de Miami acababa de llegar.
Nuestra hermosa ciudad existe en una bruma cegadora permanente de amiguismo y corrupción que daría celos a Boss Tweed{Político neoyorquino del siglo XIX que fue condenado por estafa y murió en la cárcel. (N. del T.)}, y cada año se derrochan millones de dólares en trabajos de asesoría imaginarios, costes excesivos en proyectos que no han empezado porque fueron adjudicados a la suegra de alguien, y otros asuntos especiales de gran importancia cívica, como nuevos coches de lujo para los políticos. Por lo tanto, no debería sorprender a nadie que la ciudad pague a un sacerdote de la santería un sueldo y pagas extra. La sorpresa es que se gana su dinero.
Cada mañana, al amanecer, el babalao llega al Palacio de Justicia, donde suele encontrar uno o dos animales pequeños sacrificados dejados por gente que tiene casos legales importantes pendientes. Ningún ciudadano de Miami en su sano juicio tocaría estas cosas, pero sería de muy mal gusto dejar animales muertos en los alrededores del gran templo de la justicia de Miami. Por consiguiente, el babalao se lleva los sacrificios, las conchas de cauri, las plumas, las cuentas, los hechizos y las imágenes de una forma que no ofenda a los orishas, los espíritus rectores de la santería.
También le llaman de vez en cuando para echar encantamientos sobre otros importantes temas cívicos, como bendecir un nuevo paso elevado construido por un contratista sinvergüenza, o maldecir a los New York Jets. Y por lo visto, esta vez le había llamado mi hermana, Deborah.
El babalao oficial de la ciudad era un hombre negro de unos 50 años, más de un metro ochenta de alto, uñas muy largas y vientre protuberante. Iba vestido con pantalones y guayabera blancos y sandalias. Se acercó con paso lento y pesado desde el coche patrulla que le había traído, con la expresión irritada de un burócrata de segunda fila cuyo importante trabajo de archivo ha sido interrumpido. Mientras andaba, limpiaba unas gafas de concha con el faldón de la camisa. Se las puso mientras se dirigía hacia los cuerpos, y en ese momento, lo que vio le detuvo en seco.
Estuvo mirando durante un largo rato. Después, con los ojos todavía clavados en los cadáveres, empezó a caminar hacia atrás. Cuando se encontraba a unos nueve metros de distancia, dio media vuelta, volvió al coche patrulla y subió.
—¿Qué coño…? —dijo Deborah, y reconocí que había resumido la situación a la perfección. El babalao cerró de golpe la puerta del coche y se quedó sentado en el asiento delantero, con la vista clavada en el frente a través del parabrisas, inmóvil—. Mierda — masculló Deborah al cabo de un momento, y se encaminó hacia el coche. Como soy una mente inquisitiva ansiosa de conocimientos, la seguí.
Cuando llegué al coche, Deborah estaba tamborileando con los dedos sobre la ventanilla del pasajero, y el babalao continuaba con la vista clavada en el frente, la mandíbula tensa, fingiendo que no la veía. Debs llamó con más fuerza. El hombre negó con la cabeza.
—Abra la puerta —dijo ella, con su mejor tono de policía cuando ordena: «Baje la pistola». El hombre negó con la cabeza una vez más. Ella golpeó la ventanilla con más violencia—. ¡Ábrala! —gritó.
Por fin, el hombre obedeció.
—Esto no tiene nada que ver conmigo —anunció.
—Pues entonces, ¿con qué? —preguntó Deborah.
El hombre meneó la cabeza.
—He de volver al trabajo —dijo.
—¿Es Palo Mayombe? —le pregunté, y Debs me fulminó con la mirada por interrumpirla, pero a mí me parecía una buena pregunta. Palo Mayombe era una versión más oscura de la santería, y aunque no sabía casi nada sobre ella, corrían rumores de que incluía rituales muy perversos que habían despertado mi interés.
Pero el babalao negó con la cabeza.
—Escuche —dijo—, hay cosas de las que ustedes no tienen ni idea, y es mejor que sigan así.
—¿Ésta es una de esas cosas? —pregunté.
—No lo sé —contestó—. Tal vez.
—¿Qué puede decirnos al respecto? —preguntó Deborah.
—No puedo decirles nada porque no sé nada —dijo el hombre—, pero no me gusta y no quiero saber nada de ello. Hoy he de hacer cosas importantes. Dígale al policía que he de irme.
Y volvió a subir la ventanilla.
—Mierda —dijo Deborah, y me dirigió una mirada acusadora.
—Bien, yo no he hecho nada —me defendí.
—Mierda —repitió—. ¿Qué coño significa eso?
—Estoy completamente a oscuras —reconocí.
—Aja —dijo ella, con pinta de estar muy poco convencida, lo cual era un poco irónico. O sea, la gente siempre me cree cuando soy menos que sincero, y aquí había alguien de mi familia que se negaba a creer que estaba a oscuras por completo. Aparte del hecho de que el babalao había mostrado la misma reacción que el Pasajero… ¿Y qué podía deducir de ello?
Antes de poder seguir avanzando por aquella fascinante línea de pensamiento, me di cuenta de que Deborah me estaba mirando con una expresión cada vez más desagradable en la cara.
—¿Has encontrado las cabezas? —pregunté, con la intención de ser útil—. Podríamos saber algo más del ritual si supiéramos lo que hizo con las cabezas.
—No, no las hemos encontrado. No he encontrado nada, salvo un hermano que retiene información.
—Deborah, este permanente aire de desagradable suspicacia no es bueno para tus músculos faciales. Te saldrán arrugas en la frente.
—Puede que también me salga un asesino —replicó, y se dirigió hacia donde estaban los dos cuerpos carbonizados.
Como por lo visto ya no era útil, al menos para mi hermana, no me quedaba gran cosa por hacer en el lugar de los hechos. Tomé muestras de la sangre seca pegada alrededor de ambos cuellos y volví al laboratorio, con mucho tiempo para comer aunque fuera un poco tarde.
Pero ay, el pobre e intrépido Dexter debía llevar una diana pintada en la espalda, porque mis problemas apenas acababan de empezar. Justo cuando estaba despejando mi escritorio, preparado para zambullirme en el jovial tráfico asesino de la hora punta, Vince Masuoka entró como un rayo en mi despacho.
—Acabo de hablar con Manny —anunció—. Podrá recibirnos mañana por la mañana a las diez.
—Una noticia maravillosa —dije—. Lo único que podría mejorarla es saber quién es Manny y por qué va a recibirnos.
Vince compuso una expresión ofendida, una de las pocas expresiones sinceras que había visto en su cara. —Manny Borque —dijo—. El del catering.
—¿El de la MTV?
—Sí, exacto —confirmó Vince—. El tipo que ha ganado todos los premios, y que escribe en la revista Gourmet.
—Ah, sí —dije, para ganar tiempo con la esperanza de que algún brillante destello de imaginación me ayudara a esquivar aquel sino horrible—. El restaurador que gana premios.
—Dexter, este tipo es genial. Podría encargarse de toda la boda.
—Bien, Vince, eso es fantástico, pero…
—Escucha —prosiguió, con un tono autoritario que nunca le había oído antes—, dijiste que hablarías de esto con Rita y dejarías que decidiera ella.
—¿Eso dije?
—Sí, y no voy a permitir que arrojes por la borda una oportunidad tan maravillosa como ésta, sobre todo porque sé que a Rita le encantaría aprovecharla.
Yo ignoraba cómo podía estar tan seguro de eso. Al fin y al cabo, yo era el que se había prometido con esa mujer, y no tenía ni idea de qué tipo de restaurador la embelesaría. Pero pensé que aquel no era un buen momento para preguntarle cómo sabía lo que le encantaría o no a Rita. Aunque bien mirado, un hombre vestido como Carmen Miranda en Halloween quizá tuviera una intuición más aguda que la mía sobre los deseos culinarios más íntimos de mi prometida.
—Bien —concedí, después de decidir que dar largas era la mejor manera de escapar en aquel momento—, en ese caso, iré a casa y lo comentaré con Rita.
—Hazlo —dijo Vincent. Y no salió como una tromba, pero si hubiera tenido una puerta a mano para cerrarla con estrépito, lo habría hecho.
Terminé de ordenar las cosas y salí al tráfico vespertino. Camino de casa, un hombre de edad madura que conducía un todoterreno Toyota se colocó detrás de mí y empezó a tocar el claxon por algún motivo. Al cabo de cinco o seis manzanas, me adelantó y dio un leve volantazo para asustarme y obligarme a subir a la acera. Si bien admiré su carácter y me habría encantado complacerle, no me aparté de la calzada. Es inútil intentar encontrar un sentido al comportamiento de los conductores de Miami, mientras van enloquecidos de un lado a otro. Has de relajarte y gozar de la violencia. Esa parte, por supuesto, nunca representa ningún problema para mí. Así que sonreí y saludé, y el tipo pisó el acelerador y desapareció entre el tráfico a unos noventa kilómetros por hora por encima del límite de velocidad.
En circunstancias normales, considero el tumulto caótico de la vuelta a casa vespertina la forma perfecta de concluir el día. Ver tanta ira y ansias de matar me relaja, consigue que me sienta unido a mi ciudad natal y sus dinámicos habitantes. Pero esta noche me costaba sentirme de buen humor. Jamás pensé que fuera posible, ni por un momento, pero estaba preocupado.
Peor aún, no sabía el motivo de mi preocupación, sólo que el Oscuro Pasajero me había dedicado el silencio más impenetrable en la escena de un homicidio creativo. Esto nunca había pasado, y lo único que podía creer era que algo inusual, y quizá amenazador para Dexter, era la causa. Pero ¿qué? ¿Y cómo podía estar seguro, cuando en realidad no sabía nada del Pasajero, sólo que siempre me había ofrecido su punto de vista y comentarios joviales? Ya habíamos visto cuerpos quemados, y mucha cerámica, sin inmutarnos jamás. ¿Era la combinación? ¿O algo concreto de esos dos cadáveres? ¿O se trataba de una pura coincidencia, nada relacionado con lo que habíamos visto?
Cuanto más pensaba en ello, menos sabía, pero el tráfico remolineaba a mi alrededor con sus relajantes pautas homicidas, y cuando llegué a casa de Rita ya casi me había convencido de que no había nada de qué preocuparse.
Rita, Cody y Astor ya habían regresado de la escuela cuando llegué. Rita trabajaba mucho más cerca de casa que yo, y los niños iban a una actividad extraescolar en un parque próximo, de modo que todos llevaban esperando media hora como mínimo la oportunidad de echarme a patadas de mi paz espiritual ganada a pulso.
—Ha salido en las noticias —susurró Astor cuando abrí la puerta.
Cody asintió.
—Asqueroso —dijo, con su voz ronca y susurrante.
—¿Qué ha salido en las noticias? —pregunté, mientras intentaba abrirme paso entre ellos y entrar en la casa sin pisotearlos.
—¡Los quemaste! —susurró Astor, y Cody me miró con una absoluta carencia de expresión, que de alguna manera conseguía comunicar desaprobación.
—¿Que yo qué? ¿A quién…?
—Esas dos personas que encontraron en el colegio —dijo la niña—. No queremos aprender eso —añadió con énfasis, y Cody asintió de nuevo.
—¿En el…? ¿Te refieres a la universidad? Yo no…
—Una universidad es un colegio —dijo Astor, con la seguridad a prueba de bomba de una niña de diez años—. Y pensamos que quemar es asqueroso.
Empecé a comprender lo que habían visto en las noticias: un reportaje de la escena donde había pasado la mañana recogiendo muestras de sangre reseca de dos cuerpos carbonizados. Y no sé cómo, sólo porque sabían que había ido a jugar la otra noche, habían decidido que había pasado el rato de esa forma. Incluso sin la extraña retirada del Oscuro Pasajero, admití que era asqueroso, y consideré muy irritante que me creyeran capaz de algo así.
—Escuchad —dije con severidad—, eso no fue…
—¿Eres tú, Dexter? —canturreó Rita a la tirolesa desde la cocina.
—No estoy seguro —contesté—. Voy a echar un vistazo a mi cartera.
Rita irrumpió sonriente, y antes de que pudiera protegerme se enroscó a mi alrededor, con la aparente intención de estrujarme lo suficiente para impedirme respirar.
—Hola, guapo —dijo—. ¿Cómo te ha ido el día?
—Asqueroso —murmuró Astor.
—Absolutamente maravilloso —dije, mientras intentaba recuperar el aliento—. Cantidad de cadáveres para todo el mundo. Hasta tuve que utilizar mis bastoncillos de algodón.
Rita hizo una mueca.
—Aj. Eso es… No sé si deberías hablar así delante de los niños. ¿Y si tienen pesadillas?
Si hubiera sido una persona sincera, le habría dicho que era mucho más probable que sus hijos causaran pesadillas a los demás, pero como no estoy entorpecido por ninguna necesidad de decir la verdad, me limité a darle una palmadita.
—Cada día oyen cosas peores en los dibujos animados. ¿Verdad, chicos?
—No —dijo Cody en voz baja, y le miré sorprendido. Pocas veces hablaba, y verle no sólo hablar, sino llevarme la contraria, era inquietante. De hecho, el día se había torcido desde el primer momento, desde la huida aterrorizada del Oscuro Pasajero por la mañana, siguiendo con el sermón sobre el catering de Vince, y ahora esto. ¿Qué estaba pasando, en nombre de todo lo oscuro y ominoso? ¿Se había desequilibrado mi aura? ¿Las lunas de Júpiter se habían alineado contra mí en Sagitario?
—Cody —dije, confiando en que algo de dolor se transparentara en mi voz—, no vas a tener pesadillas por esto, ¿verdad?
—El no tiene pesadillas —observó Astor, como si todo el mundo, salvo los que estaban muy mal de la cabeza, tuviera que saberlo—. No sueña nunca.
—Me alegra saberlo —dije, puesto que yo casi nunca sueño, y por algún motivo se me antojaba importante que Cody y yo tuviéramos muchas cosas en común. Pero a Rita no le hizo gracia.
—No seas tonta, Astor —le dijo—. Claro que Cody sueña. Todo el mundo sueña.
—Yo no —insistió Cody. Ahora, no sólo nos estaba plantando cara, sino que, al mismo tiempo, estaba rompiendo su récord de hablar. Y aunque yo no tenía corazón, salvo para propósitos circulatorios, sentía afecto por él y quería apoyarle.
—Bien por ti —le dije—. Sigue así. Los sueños están sobrevalorados. Impiden dormir a pierna suelta.
—Dexter, por favor —dijo Rita—. No creo que debamos fomentar esto.
—Pues claro que sí —contesté, y guiñé un ojo a Cody—. Está demostrando determinación, agallas e imaginación.
—No —dijo Cody, y me quedé maravillado de su verborrea.
—Claro que no —le dije, y bajé la voz—. Pero hemos de decir cosas como éstas delante de tu madre, para que no se preocupe.
—Por el amor de Dios —dijo Rita—. Me rindo. Id a jugar fuera, chicos.
—Queremos jugar con Dexter —manifestó Astor, haciendo un puchero.
—Saldré dentro de unos minutos —prometí.
—Más te vale —dijo ella en tono misterioso. Desaparecieron por el pasillo hacia la puerta de atrás, y mientras se marchaban respiré hondo, contento de que los ataques despiadados e injustificados contra mi persona hubieran terminado. No tendría que haber sido tan optimista, claro.
—Ven —me instó Rita, y me condujo de una mano hasta el sofá—. Vince llamó hace un rato —dijo, mientras nos acomodábamos sobre los almohadones.
—¿De veras? —dije, y sentí una repentina sensación de peligro cuando pensé en lo que habría hablado con ella—. ¿Qué quería? Rita sacudió la cabeza.
—Se mostró muy misterioso. Dijo que le avisáramos en cuanto hubiéramos hablado. Cuando le pregunté de qué debíamos hablar, no lo dijo. Sólo añadió que tú me lo dirías.
Apenas logré reprimir la metedura de pata que suponía repetir, «¿De veras?». En mi defensa debo admitir que mi cabeza daba vueltas, no sólo con la idea —que me llenaba de pánico— de que debía huir a un lugar seguro, sino también al pensamiento de que necesitaba encontrar tiempo para hacer una visita a Vince con mi bolsita de juguetes. Pero antes de que pudiera elegir mentalmente el cuchillo adecuado, Rita continuó:
—La verdad, Dexter, tienes suerte de contar con un amigo como Vince. Se toma su responsabilidad de padrino muy en serio, y tiene un gusto maravilloso.
—Maravillosamente caro, también —dije, y tal vez me estaba recuperando de mi casi metedura de pata con el «¿De veras?», pero supe en aquel mismo momento que no habría debido decir eso. Y claro, Rita se iluminó como un árbol de Navidad.
—¿Sí? —dijo—. Bien, supongo que sí, al fin y al cabo. O sea, suele ir unido, ¿verdad? Por lo general, obtienes lo que pagas.
—Sí, pero es una cuestión de cuánto hay que pagar —dije.
—¿Pagar por qué? —preguntó Rita, y me di cuenta de que había caído en la trampa.
—Bien —dije—, a Vince se le ha ocurrido la idea demencial de que deberíamos contratar a ese restaurador de South Beach, un tipo muy carero que se encarga de muchas fiestas de celebridades y tal.
Rita aplaudió con las manos debajo de la barbilla, con aspecto de felicidad radiante.
—¡No será Manny Borque! —exclamó—. ¿Vince conoce a Manny Borque?
Estaba claro que todo había terminado, pero Dexter el Intrépido no se rinde sin luchar, aunque se halle en franca desventaja.
—¿Te he dicho que es muy caro? —pregunté esperanzado.
—Oh, Dexter, no puedes preocuparte por el dinero en un momento como éste —dijo Rita.
—Sí que puedo. Lo estoy.
—Si existe la posibilidad de contratar a Manny Borque, no —dijo, con una sorprendente nota de firmeza en su voz, que yo nunca había oído, salvo cuando se enfadaba con Cody y Astor.
—Sí, pero Rita —objeté—, no es lógico gastar tantísimo dinero sólo en el catering.
—No es una cuestión de lógica —opuso, y debo admitir que le di la razón—. Si podemos conseguir que Manny Borque se encargue de nuestra boda, sería una locura no hacerlo.
—Pero —objeté, y callé, porque aparte del hecho de que me parecía una idiotez pagar el rescate de un rey por unas cuantas galletitas saladas con endibias pintadas a mano con zumo de ruibarbo, esculpidas hasta parecer Jennifer López, no se me ocurría ninguna otra objeción. O sea, ¿no bastaba con eso?
Por lo visto no.
—Dexter —dijo—, ¿cuántas veces nos casaremos?
Debo reconocer en mi favor que fui lo bastante avispado para reprimir el impulso de decir: «Al menos dos, en tu caso», lo cual me pareció muy prudente.
Cambié de rumbo al instante, utilizando tácticas aprendidas después de haber fingido ser humano durante tantos años.
—Rita —dije—, la parte más importante de la boda es cuando te deslizo el anillo en el dedo. Me da igual lo que comamos después.
—Eres tan dulce —dijo ella—. Entonces, no te importa que contratemos a Manny Borque, ¿verdad?
Una vez más, me encontré perdiendo una discusión sin ni siquiera saber de qué lado estaba. Caí en la cuenta de que tenía la garganta seca, resultado sin duda de que estaba boquiabierto, mientras mi cerebro se esforzaba por entender lo que acababa de pasar, y por encontrar algo inteligente que decir para reconducir la conversación.
Pero ya era demasiado tarde.
—Llamaré a Vince —dijo Rita, y se inclinó para darme un beso en la mejilla—. Esto es muy emocionante. Gracias, Dexter.
Bien, al fin y al cabo, ¿acaso el matrimonio no es una cuestión de compromiso?