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El doctor Teidel estaba en la sala de descanso del personal cuando regresamos de comer. Se hallaba sentado a una mesa bebiendo una taza de café, lo cual se me antojó extraño e indecoroso, como un perro dispuesto ante una mesa sosteniendo cartas de póker en las patas. Si Teidel iba a ser el salvador milagroso, ¿cómo era posible que hiciera cosas humanas? Y cuando levantó la vista al oírnos entrar, sus ojos también me parecieron humanos, cansados, sin el brillo de la llama de la inspiración divina; y sus primeras palabras tampoco me embargaron de admiración.
—Es demasiado pronto para estar seguros —dijo a Chutsky, y yo agradecí la leve variación en el mantra médico acostumbrado—. Aún no hemos llegado al punto crítico verdadero, y eso podría cambiarlo todo. —Sorbió su café—. Es joven, fuerte. Los médicos de aquí son muy buenos. Está en buenas manos. Pero las cosas pueden salir mal.
—¿Hay algo que usted pueda hacer? —preguntó Chutsky, en tono muy vacilante y humilde, como si estuviera pidiendo a Dios una bicicleta nueva.
—¿Se refiere a una operación mágica o a un tratamiento nuevo fantástico? —dijo Teidel. Bebió más café—. No. Ni una cosa ni otra. Tendrá que esperar. —Consultó su reloj y se levantó—. He de coger un avión.
Chutsky se inclinó hacia delante y estrechó la mano de Teidel.
—Gracias, doctor. Le estoy muy agradecido. Gracias.
Teidel liberó la mano de la presa de Chutsky.
—De nada —replicó, y se encaminó hacia la puerta.
Ambos le vimos salir.
—Me siento muchísimo mejor —comentó Chutsky—. Que haya venido ha sido increíble. —Me miró como si yo hubiera dicho algo desdeñoso—. En serio. Se pondrá bien.
Ojalá yo me sintiera tan seguro como él. No sabía si Deborah iba a ponerse bien. Quería creerlo con todas mis fuerzas, pero no soy tan bueno en autoengañarme como la mayoría de los humanos, y siempre he sabido que sí las cosas pueden elegir una dirección, será casi siempre montaña abajo.
De todos modos, era algo que no podía decir en la UCI sin provocar cierta cantidad de sentimientos negativos dirigidos hacia mí, de modo que balbucí algo apropiado y volvimos a sentarnos al lado de Deborah. Wilkins seguía de guardia en la puerta, y no percibí ningún cambio en ella, y por más rato que seguimos sentados, o más fijamente que la miramos, no pasó nada, salvo por los ruiditos de la maquinaria.
Chutsky la miraba como si pudiera obligarla a incorporarse y a hablar mediante el poder de su mirada. No funcionó. Al cabo de un rato me miró a mí.
—El tipo que hizo esto —dijo—, lo trincaron, ¿verdad?
—Está encerrado —contesté—. En el centro de detención.
Chutsky asintió y dio la impresión de que iba a decir algo más. Miró hacia la ventana, suspiró y volvió a mirar a Deborah.
Dexter es famoso a lo largo y ancho del mundo por la agudeza y profundidad de su intelecto, pero era casi medianoche cuando se me ocurrió que era absurdo seguir sentado ahí contemplando la forma inmóvil de Deborah. No se había puesto en pie de un brinco debido a la intensidad de la mirada de Chutsky, digna de Uri Geller, y si había que dar crédito a los médicos, no iba a hacer nada de nada durante un tiempo. En cuyo caso, en lugar de estar sentado aquí e irme desplomando poco a poco al suelo, hasta convertirme en un fardo encorvado de ojos inyectados en sangre, lo más lógico era que Dexter se fuera a la cama para gozar de unas escuálidas horas de sueño.
Chutsky no protestó. Se limitó a agitar la mano y murmurar algo acerca de defender el fuerte, y yo me arrastré fuera de la UCI hasta salir a la noche calurosa y húmeda de Miami. Era un agradable cambio después del frío artificial del hospital, y me detuve para saborear el aroma de la vegetación y los gases de escape. Había un buen pedazo de pérfida luna amarilla flotando en el cielo y riendo para sus adentros, pero no sentí su tirón. No podía concentrarme en el gozoso brillo parejo que desprendería la hoja de un cuchillo en la salvaje danza nocturna de placer sombrío que debería anhelar. Con Deborah inmóvil dentro, no. No se trataba de que hubiera estado mal. No sentía nada, nada de nada, salvo cansancio, aburrimiento y vaciedad.
Bien, no podía curar el aburrimiento y la vaciedad, ni tampoco a Deborah, pero al menos podía hacer algo con el cansancio.
Me fui a casa.
Desperté temprano, con mal sabor de boca. Rita ya estaba en la cocina y me puso una taza de café delante antes de que me hubiera sentado en la silla.
—¿Cómo está? —me preguntó.
—Es demasiado pronto para saberlo —dije, y ella asintió.
—Siempre dicen lo mismo —contestó.
Tomé un largo sorbo de café y volví a levantarme.
—Voy a preguntar cómo está. —Cogí el móvil que descansaba en la mesa que había al lado de la puerta principal y llamé a Chutsky.
—Ningún cambio —dijo, con una voz que acusaba la fatiga—. Te llamaré si hay novedades.
Volví a la mesa de la cocina y me senté, con la sensación de que iba a caer en coma de un momento a otro.
—¿Qué han dicho? —me preguntó Rita.
—Ningún cambio —repetí, y me incliné hacia la taza de café.
Varias tazas de café y seis tortitas de arándanos después me sentía un poco recuperado y preparado para ir a trabajar, de modo que empujé la silla hacia atrás, me despedí de Rita y de los niños, y salí por la puerta. Me sumergiría en la inercia de la rutina como siempre, y dejaría que el ritmo habitual de mi vida artificial me calmara hasta alcanzar una serenidad sintética.
Pero el trabajo no era el refugio que yo había esperado. Por todas partes me saludaron rostros compungidos y voces susurrantes que preguntaban, «¿Cómo está?» Daba la impresión de que todo el edificio vibraba de preocupación y resonaba con el grito de batalla de «Es demasiado pronto para saberlo». Hasta Vince Masuoka se había contagiado del espíritu. Había traído donuts (¡la segunda vez en una semana!), y en un arrebato de bondad compasiva en estado puro me había guardado el de crema bávara.
—¿Cómo está? —me preguntó, al tiempo que me lo daba.
—Ha perdido mucha sangre —dije, sobre todo para variar un poco, antes de que se me gastara la lengua de repetir lo mismo tantas veces—. Aún sigue en la UCI.
—En Jackson son muy buenos en estas cosas —observó—. Tienen mucha práctica.
—Preferiría que practicaran con otra persona —repliqué, y me comí el donut.
Llevaba sentado menos de diez minutos cuando recibí una llamada de la ayudante ejecutiva del capitán Matthews, Gwen.
—El capitán quiere verte ahora mismo —dijo.
—Una voz tan hermosa… Sólo puede ser la de Gwen, el ángel radiante —contesté.
—Quiere decir ahora mismo —insistió, y colgó. Yo también.
Estuve en la oficina exterior del capitán menos de cuatro minutos, admirando a Gwen. Había sido ayudante de Matthews desde el principio de los tiempos, desde que la llamaban secretaria, y por dos motivos. El primero, ser increíblemente eficaz. El segundo, carecer del menor atractivo, y ninguna de las tres esposas del capitán había sido capaz de encontrar la menor objeción contra ella.
La combinación de ambas cosas la convertía en irresistible para mí, pues era incapaz de verla sin soltar alguna divertida broma, producto de mi hilarante ingenio.
—Ay, Gwendolyn —dije—. Dulce sirena de South Miami.
—Te está esperando.
—Él no me importa —contesté—. Huye conmigo a una vida de feliz depravación.
—Entra —me ordenó, y señaló la puerta con un cabeceo—. En la sala de conferencias.
Había supuesto que el capitán desearía expresar la solidaridad oficial, y la sala de conferencias se me antojó un lugar extraño para ello. Pero él era el capitán, y Dexter un mero subordinado, de modo que entré.
En efecto, el capitán Matthews me estaba esperando dentro de la sala de conferencias, y cuando entré se abalanzó sobre mí.
—Morgan. Es que, hum… Esto es extraoficial por completo, así que… —Agitó una mano, y después la apoyó sobre mi hombro—. Échanos una mano, hijo. Sólo… Ya sabes.
Sin más directrices surrealistas, me condujo hasta una silla de la mesa.
Ya había varias personas más sentadas, de las cuales reconocí a casi todas, y ninguna era una buena noticia. Estaba Israel Salguero, jefe de Asuntos Internos. Por sí solo, él era una mala noticia. Pero iba acompañado de Irene Capuccio, a la que sólo conocía de vista y reputación. Se trataba de la abogada de más rango del departamento, y pocas veces la convocaban, a menos que alguien hubiera presentado una querella creíble y de peso contra nosotros. Sentado a su lado estaba otro abogado del departamento, Ed Beasley.
Al otro lado de la mesa se encontraba el teniente Stein, encargado de las relaciones con la prensa, especializado en darle la vuelta a las cosas para impedir que todo el cuerpo pareciera una banda de visigodos en estado salvaje. En conjunto, no era un grupo calculado para que Dexter se hundiera en la silla envuelto en una mullida nube de tranquilidad.
Además, había un desconocido ocupando la silla de al lado de Matthews, y a juzgar por el corte de su traje, en apariencia caro, estaba claro que no se trataba de un policía. Era un negro, con una expresión de encantado de conocerse a sí mismo en el rostro y la cabeza afeitada, cuyo brillo sólo habría podido conseguir gracias a cera para muebles, y mientras yo le miraba movió el brazo de manera que, cuando la manga resbaló hacia atrás, revelo un gemelo de diamante de buen tamaño y un bonito Rolex.
—Bien —dijo Matthews, mientras yo me paraba junto a una silla al tiempo que intentaba reprimir una sensación de pánico—. ¿Cómo está?
—Es demasiado pronto para saberlo —contesté.
El capitán asintió.
—Bien, estoy seguro de que todos los presentes, hum, le deseamos lo mejor. Es una agente excelente, y su padre era, hum…, tu padre también, por supuesto. —Carraspeó y continuó—: Los, hum, médicos de Jackson son los mejores, y quiero que sepas que si el departamento puede hacer algo, hum… —El hombre sentado al lado de Matthews le miró, después a mí, y Matthews asintió—. Siéntate —me ordenó.
Aparté una silla de la mesa y me senté, sin tener ni idea de qué estaba pasando, pero absolutamente convencido de que no me iba a gustar.
El capitán Matthews confirmó mi opinión al instante.
—Esto es una conversación informal —declaró—. Sólo para, hum, ejem…
El desconocido volvió sus grandes y crispados ojos hacia el capitán, con una expresión algo fulminante, y después me miró.
—Represento a Alex Doncevic —me soltó.
El nombre no significaba nada para mí, pero lo expresó con tal serena convicción que me convenció de que debería conocerlo, de modo que asentí.
—Ah, de acuerdo —repliqué.
—En primer lugar —anunció—, exijo su inmediata puesta en libertad. Y en segundo… —Hizo una pausa, en apariencia para obrar un efecto dramático y permitir que su justa ira estallara y arrasara la sala—. En segundo lugar —continuó, como si se estuviera dirigiendo a una multitud que llenara un gran anfiteatro—, estamos examinando la posibilidad de presentar una querella por daños y perjuicios.
Parpadeé. Todo el mundo me estaba mirando, así que yo debía ser un elemento importante en algo terrible, pero no tenía ni idea de qué era.
—Lo siento —dije.
—Escucha —terció Matthews—, sólo estamos sosteniendo una conversación preliminar informal. Porque el señor Simeon, aquí presente, hum, ocupa una posición muy respetable en la comunidad. Nuestra comunidad —recalcó.
—Y porque su cliente está detenido por varios delitos mayores —precisó Irene Capuccio.
—Detenido ilegalmente —opuso Simeon.
—Eso habrá que verlo —replicó Capuccio. Cabeceó en mi dirección—. Es posible que el señor Morgan arroje alguna luz sobre las circunstancias.
—De acuerdo —terció Matthews—. No empecemos, hum… —Apoyó ambas manos sobre la mesa de conferencias, con las palmas hacia abajo—. Lo importante es… ¿Eh, Irene?
Capuccio asintió y me miró.
—¿Puede contarnos con toda exactitud qué pasó ayer, antes de la agresión a la detective Morgan?
—Sabes que nunca aceptarían eso en el tribunal Irene —intervino Simeon—. ¿Agresión? Venga ya.
Capuccio le miró con frialdad y sin parpadear durante lo que pareció muchísimo tiempo, pero sólo debieron ser unos diez segundos.
—De acuerdo —dijo, y se volvió hacia mí—. ¿Antes de que su cliente apuñalara a Deborah Morgan? No va a negar que la apuñaló, ¿verdad? —le preguntó a Simeon.
—Escuchemos lo que pasó —replicó éste con una sonrisa tensa.
Capuccio cabeceó en mi dirección.
—Adelante —me instó—. Empiece por el principio.
—Bien —dije, y no pude decir nada más. Sentía todos los ojos clavados en mí y el tictac del reloj, pero no se me ocurría nada más convincente que decir. Era agradable saber por fin quién era Alex Doncevic. Siempre es bueno saber el nombre de las personas que apuñalan a tus familiares.
Pero fuera quien fuera, el nombre de Alex Doncevic no constaba en la lista que Deborah y yo estábamos investigando. Había llamado a aquella puerta en busca de alguien llamado Brandon Weiss…, ¿y la había apuñalado otra persona, que presa del pánico había intentado matarla y huir nada más ver su placa?
Dexter no exige que la vida se desarrolle siempre de una manera razonable. Al fin y al cabo, vivo aquí, y sé que la lógica, no. Pero esto era absurdo, a menos que aceptara la idea de que, si llamas a puertas al azar en Miami, una de cada tres personas que la abran estará dispuesta a matarte. Si bien esta idea poseía un gran atractivo, no me parecía muy probable.
Y para colmo, en aquel momento, el motivo por el que lo hizo no era tan importante como el hecho de que Doncevic había apuñalado a Deborah. Aunque no tenía ni idea de por qué eso había provocado una reunión de tal magnitud. Matthews, Capuccio, Salguero… Esta gente no se reunía a tomar café cada día.
Por lo tanto, sabía que algo desagradable se estaba gestando, y dijera lo que dijera iba a influir en ello, pero como no sabía de qué se trataba, qué podía decir para mejorar la situación. Había demasiada información que no llevaba a ninguna parte, y ni siquiera mi gigantesco cerebro daba abasto. Carraspeé, con la esperanza de que me concediera algo de tiempo, pero terminó en escasos segundos, y todos continuaban mirándome.
—Bien —repetí—. Hum, ¿el principio? Se refiere a, hum…
—Fueron a interrogar al señor Doncevic —dijo Capuccio.
—No, hum… En realidad, no.
—En realidad, no —repitió Simeon, como si alguno de nosotros desconociera el significado de aquellas palabras—. ¿Qué significa «en realidad, no»?
—Fuimos a interrogar a alguien llamado Brandon Weiss —repliqué—. Doncevic abrió la puerta.
Capuccio asintió.
—¿Qué dijo cuando la sargento Morgan se identificó?
—No lo sé —contesté.
Simeon miró a Capuccio y soltó «Táctica de cerrojo» en un susurro muy alto. Ella desechó su comentario con un ademán.
—Señor Morgan —continuó la mujer, y bajó la vista hacia el expediente que tenía delante—. Dexter. —Me dedicó un brevísimo tic facial que debió confundir con una sonrisa cálida—. No estás bajo juramento, no te has metido en ningún lío. Sólo necesitamos saber qué ocurrió antes del apuñalamiento.
—Lo comprendo —dije—, pero yo estaba en el coche.
Simeon se puso casi en posición de firmes.
—En el coche —repitió—. No en la puerta con la sargento Morgan.
—Exacto.
—De modo que no oyó lo que se dijo… ni lo que no se dijo —continuó, y alzó tanto una ceja que casi habría podido pasar por un diminuto tupé sobre aquella cabeza calva tan reluciente.
—Exacto.
Capuccio se inclinó hacia delante.
—Pero afirmaste en tu declaración que la sargento Morgan enseñó su placa.
—Sí —afirmé—. La vi hacerlo.
—Y él estaba sentado en el coche. ¿A qué distancia? —preguntó Simeon—. ¿Sabes qué podría hacer con eso en el tribunal?
Matthews carraspeó.
—No perdamos, hum… El tribunal no es, hum… No hemos de dar por sentado que esto terminará en los tribunales —dijo.
—Yo estaba muchísimo más cerca cuando intentó apuñalarme —proseguí, con la esperanza de ser un poco útil.
Pero Simeon desechó mis palabras con un ademán.
—Defensa propia —argumentó—. ¡Si ella no se identificó como agente de la ley de la manera apropiada, mi cliente tenía derecho a defenderse!
—Ella le enseñó su placa, estoy seguro —insistí.
—Usted no puede estar seguro. ¡Desde quince metros de distancia, no!
—Yo lo vi —dije, con la esperanza de no parecer irritable—. Además, Deborah nunca se olvidaría de eso. Conoce el procedimiento correcto desde que empezó a caminar.
Simeon agitó en mi dirección un largo dedo índice.
—Ésa es otra cosa que no me gusta del caso. Exactamente, ¿cuál es su relación con la sargento Morgan?
—Es mi hermana.
—Su hermana —dijo, en un tono como diciendo, «su malvado esbirro». Sacudió la cabeza de forma teatral y paseó la vista alrededor de la sala. Había conseguido atraer la atención de todo el mundo, y no cabía duda de que se lo estaba pasando en grande—. Esto se pone cada vez mejor —aventuró, con una sonrisa mucho más encantadora que la de Capuccio.
Salguero habló por primera vez.
—Deborah Morgan tiene un expediente impecable. Procede de una familia de policías, y está limpia en todos los aspectos, y siempre lo ha estado.
—Pertenecer a una familia de policías no significa estar limpio —dijo Simeon—. Significa la Muralla Azul,[6] y ustedes lo saben. Estamos ante un caso clarísimo de defensa propia, abuso de autoridad y encubrimiento. —Alzó las manos al aire y continuó—: Es evidente que jamás averiguaremos lo que sucedió en realidad, sobre todo con estas bizantinas relaciones familiares y entre departamentos de policía. Creo que tendremos que esperar a que los tribunales diriman el asunto.
Ed Beasley habló por primera vez, de una forma tan brusca y desprovista de histerismo que me dieron ganas de darle un caluroso apretón de manos.
—Tenemos a una agente en cuidados intensivos —dijo—. Porque su cliente le clavó un cuchillo. Y no necesitamos un tribunal para dirimir eso, soplapollas.
Simeon enseñó una hilera de dientes brillantes a Beasley.
—Puede que no, Ed, pero hasta que tus chicos no consigan abolir la Constitución, mi cliente goza de esa opción.
Se levantó.
—En cualquier caso —anunció—, creo que tengo bastante para sacar a mi cliente en libertad bajo fianza.
Saludó con un cabeceo a Capuccio y salió de la sala.
Siguió un momento de silencio, y después Matthews carraspeó.
—¿Tiene bastante, Irene?
Capuccio rompió el lápiz que sujetaba.
—¿Con el juez adecuado? Sí —confirmó—, Es probable.
—El clima político no es bueno en estos momentos —comentó Beasley—. Simeon puede revolver en la mierda y lograr que huela. Y ahora no podemos permitirnos más tufos.
—Muy bien, pues —terció Matthews—. Vamos a atrancar las escotillas en vista a la tormenta de mierda que se avecina. Teniente Stein, va a tener que esforzarse. Quiero algo en mi mesa para la prensa lo antes posible…, antes de mediodía.
Stein asintió.
—De acuerdo.
Israel Salguero se levantó.
—Yo también tengo trabajo, capitán. Asuntos Internos tendrá que empezar a revisar el comportamiento de la sargento Morgan ahora mismo.
—De acuerdo, bien —reconoció Matthews, y después me miró—. Morgan —dijo, y sacudió la cabeza—, ojalá nos hubieras ayudado más.
Se refiere a la norma no escrita entre policías de Estados Unidos de no denunciar a los compañeros por delitos o faltas (N. del T.)