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Primera parte. El asesino

1

La llamada se recibió cuando Harry Bosch y su compañera, Kiz Rider, estaban sentados ante sus escritorios en la unidad de Casos Abiertos, terminando con el papeleo de la acusación de Matarese. El día anterior habían pasado seis horas en una sala con Víctor Matarese, interrogándolo acerca del asesinato en 1996 de una prostituta llamada Charisse Witherspoon. El ADN extraído del semen hallado en la garganta de la víctima y conservado durante diez años coincidía con el de Matarese, cuyo perfil genético había sido almacenado por el departamento de Justicia en 2002, después de una condena por violación. Pasaron otros cuatro años hasta que Bosch y Rider reabrieron el caso Witherspoon, sacaron el ADN y lo enviaron al laboratorio del estado para una búsqueda a ciegas.

Era un caso inicialmente cimentado en el laboratorio. Pero como Charisse Witherspoon había sido una prostituta activa, la coincidencia de ADN no garantizaba la condena. Éste podría haber pertenecido a cualquiera que hubiera estado con ella antes de que apareciera el asesino y la golpeara repetidamente en la cabeza con un palo.

Así pues, el caso no se reducía a la ciencia. La clave era la sala de interrogatorios y lo que pudieran sacarle a Matarese. A las ocho de la mañana lo despertaron en el centro de reinserción social donde estaba ingresado a raíz de su libertad condicional en el caso de violación y lo llevaron al Parker Center. Las primeras cinco horas en la sala de interrogatorios fueron extenuantes. En la sexta, Matarese finalmente se quebró y lo reconoció todo, admitiendo haber matado a Witherspoon y añadiendo otras tres víctimas, todas ellas prostitutas a las que había matado en el sur de Florida, antes de trasladarse a Los Angeles.

Cuando Bosch oyó que lo llamaban por la línea uno pensó que sería una respuesta desde Miami. No lo era.

– Bosch -dijo al descolgar el teléfono.

– Freddy Olivas. Homicidios, división del noreste. Estoy en Archivos, buscando un expediente que dicen que usted ya ha firmado.

Bosch se quedó un momento en silencio mientras vaciaba la mente del caso Matarese. No conocía a Olivas, pero el nombre le resultaba familiar. Simplemente no conseguía situarlo. Por lo que a firmar informes respectaba, su trabajo consistía en revisar viejos casos y buscar formas de utilizar los avances de la ciencia forense para resolverlos. En un momento cualquiera, él y Rider podían tener hasta veinticinco casos de Archivos.

– He sacado muchos casos de Archivos -dijo Bosch-, ¿de cuál estamos hablando?

– Gesto. Marie Gesto. Es un caso del año noventa y tres.

Bosch no respondió enseguida. Sintió un nudo en el estómago. Siempre le ocurría cuando pensaba en Gesto, incluso trece años después. En su mente, siempre surgía la imagen de aquellas prendas tan cuidadosamente dobladas en el asiento delantero del coche de la víctima.

– Sí. Tengo el expediente. ¿Qué ocurre?

Se fijó en que Rider levantaba la mirada de su trabajo al registrar el cambio en su tono de voz. Sus escritorios estaban tras una mampara y colocados uno frente a otro, de manera que Bosch y Rider se veían las caras mientras trabajaban.

– Es un asunto delicado -dijo Olivas-. Información privilegiada. Está relacionado con un caso en curso y el fiscal quiere revisar el expediente. ¿Puedo pasarme por ahí a recogerlo?

– ¿Tiene un sospechoso, Olivas?

Olivas no respondió de inmediato y Bosch arremetió con otra pregunta.

– ¿Quién es el fiscal?

Tampoco hubo respuesta. Bosch decidió no rendirse.

– Mire, el caso está activo, Olivas. Lo estoy trabajando y tengo un sospechoso. Si quiere hablar conmigo, hablaremos. Si tienen algo en marcha, yo participo. De lo contrario, estoy ocupado y le deseo que pase un buen día, ¿de acuerdo?

Bosch estaba a punto de colgar cuando Olivas habló finalmente. El tono amistoso había desaparecido.

– Mire, deje que haga una llamada, campeón. Le llamaré enseguida.

Colgó sin decir adiós. Bosch miró a Rider.

– Marie Gesto -dijo-. La fiscalía quiere el expediente.

– Ese era tu caso. ¿Quién llamaba?

– Un tipo de noreste, Freddy Olivas. ¿Lo conoces?

Rider asintió con la cabeza.

– No lo conozco, pero he oído hablar de él. Es el detective del caso Raynard Waits, ya sabes cuál.

Bosch situó el nombre. El caso Waits era sonado, y Olivas probablemente lo veía como un billete de ascenso. El departamento de Policía de Los Angeles estaba compuesto por diecinueve divisiones geográficas, cada una con su comisaría y su propia oficina de detectives. Las unidades de Homicidios divisionales trabajaban los casos menos complicados y eran vistas como trampolines a las brigadas de élite de la división de Robos y Homicidios, que operaba desde el cuartel general de la policía en el Parker Center. Allí estaba el estrellato. Y una de esas brigadas era la unidad de Casos Abiertos. Bosch sabía que si el interés de Olivas en el expediente Gesto estaba relacionado con el caso Waits, aunque sólo fuera remotamente, guardaría con celo su posición a fin de evitar una invasión de Robos y Homicidios.

– ¿No dijo qué tenía en marcha? -preguntó Rider.

– Todavía no. Pero algo hay. Si no, ni siquiera me habría dicho con qué fiscal está trabajando.

– Rick O'Shea lleva el caso Waits. No creo que Olivas tenga nada más en marcha. Acaban de terminar con el preliminar y van de cabeza al juicio.

Bosch se mantuvo en silencio y consideró las posibilidades. Richard O'Shea dirigía la sección de acusaciones especiales de la oficina del fiscal. Era una celebridad e iba en camino de hacerse aún más famoso. Formaba parte de un ramillete de fiscales y abogados externos que presentaban su candidatura al cargo de fiscal del distrito, después de que éste anunciara en primavera que había decidido no presentarse a la reelección. O'Shea había superado las primarias con el máximo número de votos, pero estaba lejos de una mayoría. La carrera se acercaba a la última recta muy apretada; no obstante, O'Shea todavía se aferraba a la calle interior. Contaba con el respaldo del fiscal saliente, conocía la oficina de arriba abajo y gozaba de un envidiable historial como fiscal que había ganado casos importantes, un atributo al parecer raro en la última década en la fiscalía. Su oponente se llamaba Gabriel Williams. Era un intruso que, si bien tenía credenciales como antiguo fiscal, había pasado las últimas dos décadas en el ámbito privado, sobre todo concentrándose en casos de derechos civiles. Era negro, mientras que O'Shea era blanco. Se presentaba con la promesa de controlar y reformar las prácticas de los distintos cuerpos policiales del condado. Pese a que miembros del equipo de O'Shea se esforzaban en ridiculizar la plataforma y la capacidad de Williams para ocupar el puesto más alto de la fiscalía, las encuestas dejaban claro que su posición de personaje externo y su programa de reforma estaban cuajando. La distancia se estaba acortando.

Bosch conocía lo que estaba ocurriendo en la campaña Williams-O'Shea, porque había estado siguiendo las elecciones locales con un interés que nunca antes había sentido. En una carrera apretada para una concejalía, él apoyaba a un candidato llamado Martin Maizel. Maizel se presentaba a su tercer mandato y representaba a un distrito occidental alejado del lugar de residencia de Bosch. En general, se le veía como un político consumado que hacía promesas a escondidas y que estaba controlado por grandes intereses económicos en detrimento de su propio distrito. No obstante, Bosch había contribuido generosamente a su campaña y esperaba asistir a su reelección. El oponente de Maizel era un antiguo subdirector de la policía llamado Irvin R. Irving, y Bosch estaba dispuesto a hacer todo lo que estuviera en su mano por verlo derrotado. Como Gabriel Williams, Irving prometía reforma y el objetivo de sus discursos de campaña era siempre el departamento de Policía de Los Angeles. Bosch había chocado con Irving en numerosas ocasiones cuando éste servía en el departamento. No quería verlo sentado en el ayuntamiento.

Bosch se había mantenido al corriente de otras disputas, además de la lucha entre Maizel e Irving, gracias a los artículos electorales y los resúmenes que se publicaban casi a diario en el Times. Lo sabía todo sobre la pugna en la que estaba implicado O'Shea. El fiscal trataba de cimentar su candidatura con anuncios sonados y casos concebidos para mostrar el valor de su experiencia. Un mes antes había colocado la vista preliminar del caso Raynard Waits en los titulares y los principales informativos. Éste, acusado de doble asesinato, fue parado en Echo Park en un control de automóviles a última hora de la noche. Los agentes vieron en el suelo de su furgoneta bolsas de basura de las cuales goteaba sangre. Si alguna vez hubo un caso seguro y de impacto garantizado para que un candidato a fiscal lo usara para captar la atención de los medios, ése parecía ser el caso del asesino de las bolsas de Echo Park.

El problema era que los titulares estaban en activo en ese momento. Waits iba a ser llevado a juicio al final de la vista preliminar. Puesto que se trataba de un caso de pena de muerte, para ese juicio, y la renovación de titulares consecuente, faltaban todavía meses. La vista se celebraría mucho después de las elecciones. O'Shea necesitaba captar titulares y mantener el impulso. Bosch no pudo evitar preguntarse qué pretendía hacer el candidato con el caso Gesto.

– ¿Crees que Gesto puede estar relacionada con Waits? -preguntó Rider.

– Ese nombre no surgió nunca en el noventa y tres -dijo Bosch-. Ni tampoco Echo Park.

Sonó el teléfono, y Bosch lo cogió enseguida.

– Casos Abiertos. Habla el detective Bosch, ¿en qué puedo ayudarle?

– Olivas. Traiga el archivo a la planta dieciséis a las once en punto. Le esperará Richard O'Shea. Está dentro, campeón.

– Allí estaremos.

– Espere un momento: ¿qué es eso de estaremos? He dicho usted, usted estará allí con el expediente.

– Tengo una compañera, Olivas. Iré con ella.

Bosch colgó sin decir adiós. Miró a Rider.

– Empezamos a las once.

– ¿Y Matarese?

– Ya veremos.

Pensó en la situación por un momento, luego se levantó y se acercó al armario cerrado que había detrás de su escritorio. Sacó el expediente Gesto y volvió a colocarlo en su sitio. Desde que el año anterior había vuelto al trabajo tras su retiro, había sacado el expediente de Archivos en tres ocasiones diferentes. Cada vez ¡o había leído a conciencia, había hecho algunas llamadas y visitas y había hablado con algunos de los individuos que habían surgido en la investigación trece años antes. Rider conocía el caso y lo que significaba para Bosch. Le daba espacio para que trabajara en él cuando no había nada más apremiante.

Pero el esfuerzo no dio frutos. No había ADN, ni huellas, ni indicios sobre el paradero de Gesto -aunque a él no le cabía duda de que estaba muerta- ni tampoco ninguna pista sólida de su captor. Bosch había insistido repetidamente en el único hombre que había estado más cerca de ser un sospechoso, pero no había llegado a ninguna parte. Era capaz de trazar los pasos de Marie Gesto desde su apartamento al supermercado, pero no más allá. Tenía su coche en el garaje de los apartamentos High Tower, pero no podía llegar a la persona que lo había aparcado allí.

Bosch contaba con muchos casos sin resolver en su historial -no se pueden resolver todos y cualquier detective de Homicidios lo admite-, pero el caso Gesto era uno de los que tenía atravesados. Cada vez que trabajaba en él durante más o menos una semana, se topaba con un callejón sin salida y devolvía el expediente a Archivos, pensando que había hecho todo lo que se podía hacer. Pero la absolución sólo duraba unos pocos meses y al cabo allí estaba otra vez rellenando el formulario de salida en el mostrador. No iba a rendirse.

– Bosch -le llamó otro de los detectives-. Miami en la dos.

Bosch ni siquiera había oído sonar el teléfono en la sala de brigada.

– Yo lo cogeré -dijo Rider-. Tienes la cabeza en otro sitio.

Rider levantó el teléfono y Bosch abrió una vez más el expediente Gesto.

2

Bosch y Rider llegaban diez minutos tarde por culpa de la cola de gente que esperaba los ascensores. Bosch detestaba ir al edificio de los tribunales precisamente por los ascensores. La espera y los empujones que hacían falta para entrar en uno de ellos le generaba una ansiedad de la que prefería prescindir.

En la recepción de la oficina del fiscal, en la decimosexta planta, les dijeron que esperaran a un escolta que los llevaría al despacho de O'Shea. Al cabo de un par de minutos, un hombre franqueó el umbral y señaló el maletín de Bosch.

– ¿Lo ha traído? -preguntó.

Bosch no lo reconoció. Era un hombre latino de tez oscura y vestido con un traje gris.

– ¿Olivas?

– Sí. ¿Ha traído el expediente?

– He traído el expediente.

– Entonces pase, campeón.

Olivas se dirigió de nuevo hacia la puerta por la que había entrado. Rider hizo ademán de seguirlo, pero Bosch puso la mano en el brazo de su compañera. Cuando Olivas miró atrás y vio que no le estaban siguiendo, se detuvo.

– ¿Vienen o no?

Bosch dio un paso hacia él.

– Olivas, dejemos algo claro antes de ir a ninguna parte: si me vuelve a llamar campeón, voy a meterle el expediente por el culo sin sacarlo del maletín.

Olivas levantó las manos en ademán de rendición.

– Lo que usted diga.

Sostuvo la puerta y accedieron a un recibidor interno. Recorrieron un largo pasillo y giraron dos veces a la derecha antes de llegar al despacho de O'Shea. Era amplio, especialmente según los criterios de la fiscalía. Las más de las veces, los fiscales comparten despacho, con dos o cuatro en cada uno, y celebran sus reuniones en salas de interrogatorios situadas al final de cada pasillo y utilizadas según un horario estricto. En cambio, la oficina de O'Shea era de tamaño doble, con espacio para un escritorio grande como un piano de cola y una zona de asientos separada. Ser el jefe de Casos Especiales obviamente tenía sus ventajas. Y ser el heredero aparente del cargo principal también.

O'Shea les dio la bienvenida desde detrás de su escritorio, levantándose para estrecharles las manos. Rondaba los cuarenta años y tenía un porte atractivo, con el pelo negro azabache. Era de corta estatura, como Bosch ya sabía, aunque no lo había visto nunca en persona. Al ver las noticias del preliminar del caso Waits se había fijado en que la mayoría de periodistas que se concentraban en torno a O'Shea, en el pasillo exterior de la sala, eran más altos que el hombre al que señalaban con sus micrófonos. Personalmente, a Bosch le gustaban los fiscales bajos. Siempre estaban tratando de reivindicarse y normalmente era el acusado el que acababa pagando el precio.

Todo el mundo tomó asiento, O'Shea detrás del escritorio, Bosch y Rider en sillas situadas enfrente del fiscal, y Olivas en el lado derecho, en una silla posicionada delante de una pila de carteles que decían Rick O'Shea hasta el final apoyados contra la pared.

– Gracias por venir, detectives -dijo O'Shea-. Empecemos por aclarar un poco la situación. Freddy me dice que ustedes dos han tenido un inicio complicado.

Estaba mirando a Bosch mientras hablaba.

– No tengo ningún problema con Freddy -dijo Bosch-. Ni siquiera le conozco lo suficiente para llamarlo Freddy.

– Debería decirle que cualquier reticencia por su parte para ponerle al día de lo que tenemos aquí es responsabilidad mía y se debe a la naturaleza sensible de lo que estamos haciendo. Así que, si está enfadado, enfádese conmigo.

– No estoy enfadado -dijo Bosch-. Estoy feliz. Pregúntele a mi compañera… Soy así cuando estoy feliz.

Rider asintió con la cabeza.

– Está feliz -dijo-. Segurísimo.

– Muy bien, pues -dijo O'Shea-. Todo el mundo es feliz. Así que vamos al trabajo.

O'Shea se estiró y puso la mano encima de un grueso archivador de acordeón situado en el lado derecho de su escritorio. Estaba abierto, y Bosch vio que contenía varias carpetas individuales con etiquetas azules. Bosch estaba demasiado lejos para leerlas, sobre todo sin ponerse las gafas que había empezado a llevar recientemente.

– ¿Está familiarizado con el procesamiento de Raynard Waits? -preguntó O'Shea.

Bosch y Rider asintieron con la cabeza.

– Habría sido difícil no enterarse -contestó Bosch.

O'Shea ofreció una leve sonrisa.

– Sí, lo hemos puesto delante de las cámaras. Ese tipo es un carnicero, un hombre muy malvado. Desde el principio hemos dicho que vamos a ir a por la pena de muerte.

– Por lo que he visto y oído, Waits tiene todos los números -dijo Rider, animándolo.

O'Shea asintió sombríamente.

– Ésa es una de las razones de que estén ustedes aquí. Antes de que explique lo que tenemos, permítanme que les pida que me hablen sobre su investigación del caso Marie Gesto. Freddy dijo que sacaron el expediente de Archivos tres veces el pasado año. ¿Hay algo activo?

Bosch se aclaró la garganta, decidiendo dar primero y recibir después.

– Podría decir que yo tengo el caso desde hace trece años. Me tocó en 1993, cuando la chica desapareció.

– Pero ¿no surgió nada?

Bosch negó con la cabeza.

– No teníamos cadáver. Lo túnico que encontramos fue el coche, y eso no era suficiente. Nunca acusamos a nadie.

– ¿Hubo algún sospechoso?

– Investigarnos a mucha gente, y a un tipo en particular, pero nunca pudimos establecer las conexiones, así que nadie se elevó a la categoría de sospechoso activo. Luego yo me retiré en el 2002 y el caso fue a parar a Archivos. Pasaron un par de años, las cosas no fueron como pensé que irían en la jubilación y volví al trabajo. Eso fue el año pasado.

Bosch no consideró necesario decirle a O'Shea que había copiado el expediente del caso Gesto y se lo había llevado, junto con otros casos abiertos, cuando entregó la placa y abandonó el departamento de Policía de Los Angeles en 2002. Copiar los expedientes había sido una infracción de las normas y cuanta menos gente lo supiera mejor.

– Este último año he sacado el expediente Gesto cada vez que he tenido un rato para estudiarlo -continuó-. Pero no hay ADN ni huellas. Sólo es trabajo de calle. He hablado otra vez con los implicados, con todo el mundo que he podido encontrar. Hay un tipo del que siempre pensé que podría ser el asesino, pero nunca he conseguido nada. Incluso hablé con él dos veces este año, presionándole muy duro.

– Nada.

– ¿Quién es?

– Se llama Anthony Garland. Dinero de Hancock Park. ¿Ha oído hablar de Thomas Rex Garland, el industrial del petróleo?

O'Shea asintió.

– Bueno, pues T. Rex, como se le suele llamar, es el padre de Anthony.

– ¿Cuál es la conexión de Anthony con Gesto?

– «Conexión» puede que sea una palabra demasiado fuerte. El coche de Marie Gesto se encontró en un garaje de una plaza de un edificio de apartamentos de Hollywood. El apartamento correspondiente estaba vacío. Nuestra sensación en ese momento fue que no era coincidencia que el coche terminara allí; pensamos que quien lo ocultó sabía que el piso estaba vacante y que esconder allí el cadáver le daría cierto tiempo.

– Bien. ¿Anthony Garland conocía el garaje o conocía a Marie?

– Conocía el garaje. Su ex novia había vivido en el apartamento. Ella había roto con Garland y se había trasladado a Texas. Así que Garland conocía el apartamento y sabia que el garaje estaba vacío.

– Eso es muy poca cosa. ¿Es lo único que tiene?

– Casi. Nosotros también pensamos que era poco, pero luego sacamos la foto del carnet de conducir de la ex novia y resultó que ella y Marie se parecían mucho. Empezamos a pensar que quizá Marie había sido una especie de víctima sustituta. No podía abordar a su ex novia porque se había ido, así que abordó a Marie.

– ¿Fueron a Texas?

– Dos veces. Hablamos con la ex, y ella nos dijo que el principal motivo de su ruptura con Anthony fue su temperamento.

– ¿Fue violento con ella?

– Declaró que no. Dijo que le dejó antes de que llegara a ese punto.

O'Shea se inclinó hacia delante.

– Así pues, ¿Anthony Garland conocía a Marie? -preguntó.

– No lo sabemos. No estamos seguros. Hasta que su padre le mandó a su abogado y él dejó de hablar con nosotros, negó haberla conocido.

– ¿Cuándo fue eso? El abogado, me refiero.

– Entonces y ahora. Yo volví a él un par de veces este año. Le presioné y él recurrió otra vez a sus abogados. Consiguieron una orden de alejamiento contra mí. Convencieron a un juez para que me ordenara permanecer alejado de Anthony a no ser que tuviera a un letrado a su lado. Mi suposición es que convencieron al juez con dinero. Es la forma de hacer de T. Rex Garland.

O'Shea se echó atrás en la silla, asintiendo reflexivamente.

– ¿Este Anthony Garland tiene algún tipo de historial delictivo antes o después de Gesto?

– No, no tiene historial delictivo. No ha sido un miembro muy productivo de la sociedad, vive de lo que le da su papi, por lo que sé. Se ocupa de la seguridad en varias empresas de su padre. Pero nunca ha habido nada delictivo que yo haya podido encontrar.

– ¿No sería lógico que alguien que ha raptado y matado a una mujer joven tuviera otra actividad criminal en su historial? Normalmente estas cosas no son aberraciones, ¿no?

– Si se basa en los porcentajes, es cierto. Pero siempre hay excepciones a la regla. Además, está el dinero del papá. El dinero suaviza muchas cosas, hace que desaparezcan.

O'Shea asintió de nuevo, como si estuviera recibiendo su primera clase acerca del crimen y los criminales. Era una mala actuación.

– ¿Cuál iba a ser su próximo movimiento? -preguntó.

Bosch negó con la cabeza.

– No lo había pensado. Envié el expediente a Archivos, y eso fue todo. Luego, hace un par de semanas, bajé y lo retiré de nuevo. No sé lo que iba a hacer; quizá hablar con algunos de los amigos más recientes de Garland y ver si mencionó alguna vez a Marie Gesto o alguna cosa sobre ella. De lo único de lo que estaba seguro era de que no iba a rendirme.

O'Shea se aclaró la garganta, y Bosch supo que iba a ocuparse del motivo por el que los habían llamado.

– ¿El nombre Ray o Raynard Waits apareció alguna vez en todos estos años de investigación acerca de la desaparición de Gesto?

Bosch lo miró un momento y sintió un nudo en el estómago.

– No. ¿Debería haber aparecido?

O'Shea sacó una de las carpetas del archivo de acordeón y la abrió en la mesa. Levantó un documento que parecía una carta.

– Como he dicho, hemos hecho público que vamos a por la pena de muerte en el caso Waits -dijo-. Después del preliminar creo que se dio cuenta de que la condena está cantada. Tiene una apelación por la causa probable de la detención de tráfico, pero no llegará a ninguna parte y su abogado lo sabe. Una defensa por demencia tampoco tiene la más mínima posibilidad: este tipo es el más calculador y organizado de los asesinos que he acusado. Así que la semana pasada respondieron con esto. Antes de que se lo muestre he de saber que comprende que es una carta de un abogado. Es un compromiso legal. No importa lo que ocurra, tanto si seguimos adelante con esto como si no, la información contenida en esta carta es confidencial. Si decidimos rechazar esta oferta, no puede surgir ninguna investigación de la información de esta carta. ¿Lo entiende?

Rider asintió con la cabeza. Bosch no.

– ¿Detective Bosch? -le instó O'Shea.

– Entonces quizá no debería verla -dijo Bosch-. Quizá no debería estar aquí.

– Usted era el que no iba a darle el expediente a Freddy. Si el caso significa tanto para usted, entonces creo que debería estar aquí.

Bosch asintió finalmente.

– De acuerdo -dijo.

O'Shea deslizó el papel por la mesa y Bosch y Rider se inclinaron para leerlo al mismo tiempo. Antes, Bosch desdobló las gafas y se las puso.

12 de septiembre de 2006

Richard O'Shea, ayudante del fiscal del distrito

Oficina del fiscal del distrito del condado de Los Angeles

Despacho 16-11

210 West Temple Street

Los Angeles, CA 90012-3210

Re: California vs. Raynard Waits

Estimado señor O'Shea:

Esta carta pretende abrir discusiones relativas a una disposición sobre el caso arriba referenciado. Todas las afirmaciones realizadas en lo sucesivo en relación con estas discusiones se hacen en el conocimiento de que son inadmisibles según la ley de pruebas de California, párr. 1153, Código Penal de California, párr. 1192.4 y Estado vs. Tanner, 45 Cal. App. 3d 345m 350,119 Cal. Rptr. 407 (1975).

Les notifico que el señor Waits estaría dispuesto, en los términos y condiciones abajo señalados, a compartir con ustedes y con investigadores de su elección información relacionada con nueve homicidios, excluidos los dos del caso arriba referenciado, así como a declararse culpable de los cargos en el caso arriba referenciado, a cambio de un compromiso del estado de no solicitar la pena de muerte en los actuales cargos de homicidio y no presentar cargos en relación con los homicidios acerca de los cuales proporcionaría información.

Asimismo, a cambio de la cooperación e información que el señor Waits aportaría, deben aceptar que todas y cada una de las declaraciones del señor Waits, así como cualquier información derivada de ellas, no serán usadas contra él en ningún caso penal; ninguna información proporcionada conducente a este acuerdo puede divulgarse a ningún otro cuerpo de seguridad estatal o federal, a no ser y hasta que dichas agencias, a través de sus representantes, accedan a considerarse constreñidos por los términos y condiciones de este acuerdo; ninguna declaración u otra información proporcionada por el señor Waits durante cualquier compromiso legal confidencial podría ser usada contra él en el caso de referencia de la fiscalía; ni puede hacerse un uso derivativo o seguimiento de cualquier pista de investigación sugerida por cualquier declaración hecha o información proporcionada por el acusado.

En el supuesto de que el caso arriba referenciado fuera a juicio, si el señor Waits ofreciera testimonio sensiblemente diferente de cualquier declaración realizada o de otra información proporcionada en cualquier compromiso legal o discusión, entonces la fiscalía, podría, por supuesto, acusarlo en relación con tales declaraciones anteriores o información inconsistente.

Considero que las familias de ocho jóvenes mujeres y de un varón hallarán algún tipo de cierre con el conocimiento de lo que se desvele en relación con sus seres queridos y, en ocho de estas instancias, podrán llevar a cabo ceremonias religiosas apropiadas y sepulturas después de que el señor Waits guíe a sus investigadores a los lugares en los que ahora descansan esas víctimas. De manera adicional, estas familias hallarán, quizás, algún consuelo al saber que el señor Waits está cumpliendo una sentencia de cadena perpetua sin posibilidad de libertad condicional.

El señor Waits ofrece proporcionar información en relación con nueve homicidios conocidos y desconocidos cometidos entre 1992 y 2003. Como oferta inicial de credibilidad y buena fe, sugiere que los investigadores revisen la investigación de la muerte de Daniel Fitzpatrick, de sesenta y tres años, que fue quemado vivo en su casa de empeños de Hollywood Boulevard el 30 de abril de 1992. Los informes de investigación revelarán que el señor Fitzpatrick estaba armado y se encontraba detrás de la persiana de seguridad situada en la puerta de su tienda cuando un asaltante le prendió fuego usando combustible de mechero y un encendedor de butano. La lata de combustible de mechero EasyLight se abandonó allí, de pie delante de la persiana de seguridad. Esta información nunca se hizo pública.

Asimismo, el señor Waits sugiere que se revisen los archivos de la investigación policial en relación con la desaparición en 1993 de Marie Gesto como muestra adicional de su colaboración y buena fe. Los registros revelarán que, aunque el paradero de la señorita Gesto nunca se determinó, su coche fue localizado por la policía en el garaje de un complejo de apartamentos de Hollywood conocido como High Tower. El coche contenía la ropa y el equipo ecuestre de Gesto, además de una bolsa de comida con un paquete de medio kilo de zanahorias. La señora Gesto pretendía usar las zanahorias para alimentar a los caballos que ella cepillaba a cambio de cabalgar en ¡os establos de Sunset Ranch, en Beachwood Canyon. Una vez más, esta información nunca se hizo pública.

Considero que si puede alcanzarse un acuerdo de disposición, tal acuerdo se encuadraría en las excepciones a la prohibición del estado de California de los acuerdos con el fiscal en delitos graves puesto que, sin la cooperación del señor Waits, no hay suficientes pruebas ni testigos materiales para probar la tesis del Estado en relación con estos nueve homicidios. Además, la indulgencia del estado en relación con la pena de muerte es completamente discrecional y no representa un cambio sustancial en la sentencia (Código Penal de California, párr. 1192.7a).

Ruego contacte conmigo lo antes que sea posible si lo precedente es aceptable.

Sinceramente,

Maurice Swann, abogado público

101 Broadway

Suite 2

Los Angeles, CA 90013

Bosch se dio cuenta de que había leído casi toda la carta sin respirar. Tragó un poco de aire, pero éste no desplazó la tensión que se estaba acumulando en su pecho.

– No va a aceptar esto, ¿verdad? -preguntó.

O'Shea le sostuvo la mirada un momento antes de responder:

– De hecho, estoy negociando con Swann ahora mismo. Éste fue el compromiso inicial. He mejorado sustancialmente la parte del estado desde que llegó.

– ¿De qué forma?

– Tendrá que declararse culpable de todos los casos. Tendrá once condenas de asesinato.

«Y usted conseguirá más titulares para la elección», pensó Bosch, aunque no lo dijo.

– Pero ¿aun así se libra? -preguntó.

– No, detective, no se libra. Nunca más verá la luz del día. ¿Ha estado alguna vez en Pelican Bay, el lugar al que envían a los condenados por crímenes sexuales? De bonito sólo tiene el nombre.

– Pero no hay pena de muerte. Le concede eso.

Olivas hizo una mueca como si Bosch no viera la luz.

– Sí, eso es lo que le concedemos -dijo O'Shea-. Es lo único que le concedemos. No hay pena de muerte, pero desaparece para siempre.

Bosch negó con la cabeza, miró a Rider y luego otra vez a O'Shea. No dijo nada porque sabía que la decisión no era suya.

– Pero antes de acceder a ese trato -dijo O'Shea- hemos de asegurarnos de que es culpable de esos nueve crímenes. Waits no es un bobo. Esto podría ser un truco para evitar la inyección letal, o ser la verdad. Quiero que ustedes dos colaboren con Freddy en descubrir de qué se trata. Haré unas llamadas y tendrán carta blanca. Ese será su cometido.

Ni Bosch ni Rider respondieron. O'Shea insistió.

– Es obvio que conoce cosas sobre los dos casos-cebo citados en la carta. Freddy confirmó lo de Fitzpatrick. Lo mataron durante los disturbios después de que se conociera el veredicto de Rodney King, quemado vivo detrás de la persiana de su casa de empeños. Iba fuertemente armado en ese momento y no está claro cómo el asesino logró acercarse tanto para prenderle fuego. La lata de EasyLight se encontró tal y como dijo Waits, de pie delante de la persiana de seguridad.

»La mención del caso Gesto no pudimos confirmarla porque no teníamos el archivo, detective Bosch. Ya ha confirmado la parte del garaje. ¿Tenía razón en lo de la ropa y las zanahorias?

Bosch asintió a regañadientes.

– El coche era información pública -dijo-. Los medios estaban en todas partes. Pero la bolsa de zanahorias era nuestro as en la manga. No lo sabía nadie excepto yo, mi compañero de entonces y el técnico de pruebas que abrió la bolsa. No lo hicimos público porque al final creímos que era el sitio donde ella se había cruzado en su camino. Las zanahorias eran de un supermercado Mayfair de Franklin, al pie de Beachwood Canyon. Resultó que la víctima tenía la costumbre de parar allí antes de subir a los establos. El día que desapareció, Gesto siguió su rutina. Salió con las zanahorias y posiblemente con el asesino tras ella. Encontramos testigos que la situaban en la tienda. Nada más, después de eso. Hasta que encontramos el coche.

O'Shea asintió. Señaló la carta, que todavía estaba en el escritorio, delante de Bosch y Rider.

– Entonces esto pinta bien.

– No, no pinta bien -dijo Bosch-. No haga esto.

– ¿No haga qué?

– No haga el trato.

– ¿Por qué no?

– Porque si es quien raptó a Marie Gesto y la mató, y mató a esas otras ocho personas, quizás incluso las despedazó como a los dos cuerpos con los que lo pillaron, entonces no debería permitírsele vivir ni siquiera en una celda. Deberían atarlo, clavarle la aguja y enviarlo al agujero al que pertenece.

O'Shea asintió con la cabeza como si fuera una consideración válida.

– ¿Y esos casos abiertos? -contraatacó-. Mire, no me gusta la idea de este tipo viviendo su vida en una celda privada de Pelican Bay más de lo que le gusta a usted. Pero tenemos la responsabilidad de resolver esos casos y proporcionar respuestas a las familias de esa gente. Además, ha de recordar que hemos anunciado que buscamos la pena de muerte. Eso no significa que sea algo automático. Hemos de ir a juicio y ganar y luego liemos de repetirlo todo para convencer al jurado de que recomiende la pena capital. Estoy seguro de que sabe que hay u n buen número de cosas que pueden torcerse. Sólo hace falta un miembro del jurado para perder un caso. Y sólo hace falta uno para detener la pena de muerte. En última instancia sólo hace falta un juez débil que no haga caso de la recomendación del jurado.

Bosch no respondió. Sabía cómo funcionaba el sistema, que podía manipularse y que nada era seguro. Aun así, le molestaba. También sabía que una sentencia de cadena perpetua no siempre significaba una cadena perpetua. Cada año gente como Charlie Manson y Sirhan Sirhan tenían su oportunidad. Nada dura para siempre, ni siquiera una cadena perpetua.

– Además, está el factor coste -continuó O'Shea-. Waits no tiene dinero, pero Maury Swann aceptó el caso por el valor publicitario. Si llevamos esto a juicio, él estará preparado para la batalla. Maury es un abogado excelente. Hemos de esperar encontrarnos expertos que rebatan a nuestros expertos, análisis científicos que rebatan nuestros análisis… El juicio durará meses y costará una fortuna al condado. Sé que no quiere oír que el dinero es una consideración en esto, pero ésa es la realidad. Ya tengo a la oficina de control presupuestario encima con este caso. Este compromiso podría ser la manera más segura y mejor de asegurarnos de que este hombre no haga daño a nadie más en el futuro.

– ¿La mejor manera? -preguntó Bosch-. No la correcta, si me lo pregunta.

O'Shea cogió una pluma y tamborileó ligeramente en la mesa antes de responder:

– Detective Bosch, ¿por qué ha sacado tantas veces el expediente Gesto?

Bosch sintió que Rider se volvía a mirarlo. Ella le había preguntado lo mismo en más de una ocasión.

– Se lo he dicho. Lo saqué porque había sido mi caso. Me molestaba que nunca culpáramos a nadie por eso.

– En otras palabras, le ha atormentado.

Bosch asintió de manera vacilante.

– ¿La víctima tenía familia?

Bosch asintió otra vez.

– Tenía a sus padres en Bakersfield, y ellos tenían un montón de sueños para su hija.

– Piense en ellos. Y piense en las familias de los otros. No podemos decirles que fue Waits hasta que lo sepamos seguro. Mi suposición es que querrán saber y que están dispuestos a cambiar ese conocimiento por la vida del asesino. Es mejor que se declare culpable de todos ellos a que lo pillemos sólo por dos.

Bosch no dijo nada. Había dejado constancia de su protesta.

Sabía que había llegado el momento de ponerse a trabajar. Rider estaba en la misma onda.

– ¿De cuánto tiempo disponemos? -preguntó ella.

– Quiero trabajar deprisa -dijo O'Shea-. Si esto es verdadero, quiero aclararlo y terminar.

– Hay que presentarlo antes de las elecciones, ¿no? -dijo Bosch.

Lo lamentó de inmediato. Los labios de O'Shea formaron una línea apretada. La sangre pareció acumulársele bajo la piel y en torno a los ojos.

– Detective -dijo-. Le concederé esto: me presento a las elecciones y solucionar once asesinatos podría ser útil para mi causa. Pero no insinúe que las elecciones son mi única motivación aquí. Cada noche que esos padres que tenían sueños para su hija se van a dormir sin saber dónde está o qué le ocurrió es una noche de terrible dolor por lo que a mí respecta. Incluso después de trece años. Así que quiero avanzar deprisa y con seguridad, y puede guardarse para usted sus especulaciones sobre cualquier otra cosa.

– Bien -dijo Bosch-. ¿Cuándo hablamos con ese tipo?

O'Shea miró a Olivas y luego otra vez a Bosch.

– Bueno, creo que primero deberíamos hacer un intercambio de expedientes. Ustedes han de coger velocidad con Waits y a mí me gustaría que Freddy se familiarice con el expediente Gesto. Hecho esto, prepararemos algo con Maury Swann. ¿Qué le parece mañana?

– Mañana está bien -dijo Bosch-. ¿Swann estará ahí durante el interrogatorio?

O'Shea dijo que sí con la cabeza.

– Maury va a llevar este caso de principio a fin. Aprovechará todos los ángulos, probablemente terminará con un contrato para un libro y una película antes de que termine. Quizás incluso un puesto de comentarista en Court TV.

– Sí, bueno -dijo Bosch-, al menos entonces estará fuera del tribunal.

– Nunca lo había pensado de esa manera -dijo O'Shea-. ¿Ha traído el expediente del caso Gesto?

Bosch abrió el maletín sobre su regazo y sacó el expediente de la investigación, que estaba en el interior de una carpeta azul de ocho centímetros de grosor. Se lo pasó a O'Shea, quien a su vez se lo entregó a Olivas.

– Yo le daré esto a cambio -dijo O'Shea.

Guardó la carpeta en el archivador de acordeón y se lo pasó por encima de la mesa.

– Disfruten de la lectura -dijo-. ¿Están seguros acerca de lo de mañana?

Bosch miró a Rider para ver si ella tenía alguna objeción. Disponían de un día más antes de entregar el pliego de cargos de Matarese a la fiscalía. Pero el trabajo estaba casi acabado y sabía que Rider podría ocuparse del resto. Al ver que Rider no decía nada, Bosch miró a O'Shea.

– Estaremos listos -dijo.

– Entonces llamaré a Maury y lo prepararé.

– ¿Dónde está Waits?

– Aquí mismo, en el edificio -dijo O'Shea-. Lo tenemos en alta seguridad y en celda de aislamiento.

– Bien -comentó Rider.

– ¿Y los otros siete? -preguntó Bosch.

– ¿Qué pasa con ellos?

– ¿No hay expedientes?

– El compromiso legal, así como Maury Swann, indica que fueron mujeres que nunca se encontraron y cuya desaparición probablemente nunca se denunció -dijo O'Shea-. Waits está dispuesto a conducirnos a ellas, pero no hay trabajo previo que podamos hacer al respecto.

Bosch asintió.

– ¿Alguna pregunta más? -preguntó O'Shea, señalando que la reunión había terminado.

– Se lo haremos saber -dijo Bosch.

– Ya sé que me estoy repitiendo, pero siento la necesidad de hacerlo -dijo O'Shea-. Toda esta investigación es confidencial. Ese expediente es un compromiso que forma parte de una negociación de acuerdo. Nada en ese archivo ni nada que les diga podrá usarse jamás en un caso contra él. Si esto se va a pique, no podrán usar la información para perseguirle. ¿Se entiende con claridad?

Bosch no respondió. -Está claro -dijo Rider.

– Hay una excepción que he negociado -continuó O'Shea-. Si miente, si pueden cogerlo en algún momento en una mentira o si cualquier elemento de información que les da durante este proceso se demuestra falso, se rompe la baraja y podemos ir tras él por todo. Él también es plenamente consciente de esto.

Bosch asintió. Se levantó. Rider también lo hizo.

– ¿Necesitan que llame a alguien para que los libere a los dos? -preguntó O'Shea-. Puedo hacerlo si hace falta.

Rider negó con la cabeza.

– No lo creo -dijo-. Harry ya estaba trabajando en el caso Gesto. Las siete mujeres pueden ser víctimas desconocidas, pero en Archivos tiene que haber un expediente sobre el hombre de la casa de empeños. Todo ello implica a Casos Abiertos. Podemos manejarlo con nuestro supervisor.

– Vale, pues. En cuanto tenga la entrevista preparada, les llamaré. Entretanto, todos mis números están en el expediente.

Los de Freddy también.

Bosch saludó a O'Shea con la cabeza y lanzó una mirada a Olivas antes de volverse hacia la puerta.

– ¿Detectives? -dijo O'Shea.

Bosch y Rider se volvieron hacia él. Ahora estaba de pie. Quería estrecharles la mano.

– Espero que estén de mi lado en esto -dijo O'Shea.

Bosch le estrechó la mano, sin estar seguro de si O'Shea se estaba refiriendo al caso o a las elecciones. Dijo:

– Si Waits puede ayudarme a llevar a Marie Gesto con sus padres, entonces estoy de su lado.

No era un resumen preciso de sus sentimientos, pero le sirvió para salir del despacho.

3

De nuevo en Casos Abiertos, se sentaron en el despacho de su supervisor y lo pusieron al corriente de los acontecimientos del día. Abel Pratt estaba a cuatro semanas de la jubilación después de veinticinco años de trabajo, así que les prestó atención, pero no demasiada. En un lado de su mesa había una pila de guías de viaje Fodor de islas del Caribe. Su plan era entregar la placa, dejar la ciudad y encontrar una isla donde vivir con su familia. Era un sueño de jubilación común a muchos agentes de las fuerzas del orden: dejar atrás toda la oscuridad de la que habían sido testigos durante tanto tiempo en el trabajo. La realidad, no obstante, era que, después de seis meses en la playa, la isla se volvía muy aburrida.

Un detective de grado tres de Robos y Homicidios llamado David Lambkin iba a ser el jefe de la brigada tras la marcha de Pratt. Era un experto en crímenes sexuales reconocido en todo el país y lo habían elegido para el trabajo porque muchos de los casos antiguos que estaban investigando en la unidad respondían a una motivación sexual. Bosch tenía ganas de trabajar con Lambkin y habría preferido departir con él en lugar de hacerlo con Pratt, pero las fechas eran ésas.

Trabajaban con quien les tocaba, y una de las cosas positivas de Pratt era que iba a darles rienda suelta hasta que se marchara. Simplemente no quería ninguna onda expansiva, nada que le explotara en la cara. Quería un último mes en el trabajo tranquilo y sin acontecimientos.

Como la mayoría de los polis con veinticinco años de servicio en el departamento, Pratt era un vestigio del pasado, de la vieja escuela, y prefería trabajar con máquina de escribir que con ordenador. Enrollada hasta la mitad en una IBM Selectric que tenía junto al escritorio, había una carta que Pratt estaba redactando cuando llegaron Bosch y Rider. Bosch había echado un vistazo al sentarse y vio que estaba dirigida a un casino de las Bahamas. Pratt estaba intentando conseguir un empleo de seguridad en el paraíso, y eso dejaba muy claro dónde tenía la cabeza en esos días.

Después de escuchar el informe, Pratt dio su aprobación para que trabajaran con O'Shea y sólo se animó cuando emitió una advertencia sobre el abogado de Raynard Waits, Maury Swann.

– Dejad que os hable de Maury -dijo Pratt-. Hagáis lo que hagáis cuando os reunáis con él, no le deis la mano.

– ¿Por qué no? -preguntó Rider.

– Una vez tuve un caso con él. Fue hace mucho. El acusado era un pandillero metido en un 187. [1] Cada día, cuando empezaba la vista, Maury hacía ostentación de estrecharme la mano y luego la del fiscal. Probablemente habría estrechado también la mano del juez si hubiera tenido ocasión.

– ¿Y?

– Después de haber sido condenado, el acusado trató de conseguir una sentencia reducida delatando al resto de los implicados en el homicidio. Una de las cosas que me dijo durante el informe era que pensaba que yo era corrupto, pues, a lo largo del el juicio, Maury le había dicho que podía comprarnos a todos. A mí, al fiscal, a todos. Así que el pandillero pidió a su chica que le consiguiera efectivo y Maury le explicó que cada vez que nos daba la mano nos estaba pagando, pasando billetes de palma a palma. Además, siempre da esos apretones con las dos manos. Estaba vendiéndole eso a su cliente mientras él se guardaba la pasta.

– ¡Joder! -exclamó Rider-. ¿No lo acusaron?

Pratt rechazó la idea con un gesto de la mano.

– Fue a posteriori, y además era uno de esos casos de mierda de «yo dije, él dijo». No habría llegado a ninguna parte, y menos teniendo en cuenta que Maury es un miembro de la judicatura que tiene buenas relaciones con todo el mundo. Pero desde entonces siempre he oído que Maury da mucho la mano. Así que cuando entréis en esa sala con él y Waits no le deis la mano.

Dejaron a Prat sonriendo en su despacho tras contar la anécdota y volvieron a su lugar de trabajo. La distribución de tareas la habían acordado en el camino de vuelta desde el tribunal. Bosch se ocuparía de Waits y Rider de Fitzpatrick. Conocerían perfectamente los expedientes en el momento en que se sentaran frente a Waits en la sala de interrogatorios al día siguiente.

Puesto que Rider tenía menos que leer en el caso Fitzpatrick, ella también terminaría con la acusación de Matarese. Eso significaba que Bosch quedaba eximido y podría dedicar todo su tiempo a estudiar el universo de Raynard Waits. Después de sacar el expediente Fitzpatrick para Rider, eligió llevarse a la cafetería el archivo de acordeón que le había dado O'Shea. Sabía que la aglomeración de la hora del almuerzo estaría disminuyendo y que podría esparcir las carpetas y trabajar sin las distracciones constantes del teléfono y la charla en la sala de brigada de Casos Abiertos. Tuvo que usar una servilleta para limpiar una mesa de la esquina, pero enseguida pudo ponerse con la revisión del material.

Había tres carpetas sobre Waits: el expediente de homicidios del departamento de Policía de Los Angeles compilado por Olivas y Ted Colbert, su compañero en la brigada de la división de Homicidios del noreste; una carpeta sobre una detención anterior, y el archivo de la acusación compilado por O'Shea.

Bosch decidió leer primero el expediente de homicidio. Pronto se familiarizó con Raynard Waits y los detalles de su detención. El sospechoso tenía treinta y cuatro años y vivía en un edificio de planta baja en Sweetzer Avenue, en West Hollywood. No era un hombre grande, medía un metro sesenta y cinco y pesaba sesenta y cinco kilos. Era el dueño y operario de un negocio de una sola persona: una empresa de limpieza de ventanas llamada Clear View Residential Glass Cleaners. Según los informes policiales, a la 1.50 de la noche del 11 de mayo llamó la atención de dos agentes, un novato llamado Arnolfo González y su agente de instrucción, Ted Fennel. Los agentes estaban asignados a un Equipo de Respuesta ante Delitos (ERD) que estaba vigilando un barrio de las colinas en Echo Park, a raíz de una reciente racha de robos en domicilios acaecidos en las noches en que había partido de los Dodgers. Aunque vestían de uniforme, González y Fennel se hallaban en un coche sin identificar cerca de la intersección de Stadium Way y Chavez Ravine Place. Bosch conocía el sitio. Estaba en un extremo del complejo del estadio de los Dodgers, y encima del barrio de Echo Park que el ERD estaba vigilando. Bosch también sabía que estaban siguiendo una estrategia estándar de este tipo de equipos: permanecer en el perímetro del barrio objetivo y seguir a cualquier vehículo o persona de aspecto sospechoso o que pareciera fuera de lugar.

Según el informe redactado por González y Fennel, éstos sospecharon de que una furgoneta marcada en los laterales con carteles que decían Clear View Residential Glass Cleaners estuviera en la calle a las dos de la mañana. La siguieron a cierta distancia y González usó los binoculares de visión nocturna para leer el número de matrícula. A continuación, González utilizó el terminal digital móvil del coche, pues los agentes prefirieron usar el ordenador de a bordo en lugar de la radio por si el ladrón que trabajaba en el barrio iba equipado con un escáner de radio policial. El ordenador reveló una irregularidad. La matrícula estaba registrada a un Ford Mustang con dirección en Claremont. Creyendo que la placa de matrícula de la furgoneta era robada y que disponían de una causa probable para parar al conductor, Fennel aceleró, puso las luces de emergencia y detuvo a la furgoneta en Figueroa Terrace, cerca del cruce con Beaudry Avenue.

«El conductor del vehículo parecía agitado y se asomó por la ventanilla para hablar con el agente González, en un intento por impedir que el agente llevara a cabo una revisión visual del vehículo -se leía en el informe de la detención-. El agente Fennel se acercó al lado del pasajero e iluminó la furgoneta con su linterna. Sin entrar en el vehículo, el agente Fennel se fijó en lo que parecían varias bolsas de plástico de basura en el suelo, delante del asiento del pasajero del vehículo. Una sustancia que parecía sangre goteaba desde el nudo de una de las bolsas.»

Según el informe, «al preguntar al conductor si aquello era sangre, éste respondió que se había cortado antes, cuando uno de los ventanales que estaba limpiando se hizo añicos. Afirmó que había usado varios trapos de limpiar cristales para empapar la sangre. Al solicitársele que mostrara dónde se había cortado, el conductor sonrió y de repente hizo ademán de girar la llave de contacto del vehículo. El agente González metió la mano por la ventanilla para impedirlo. Después de una breve lucha, el conductor fue sacado del vehículo y colocado en el suelo para ser esposado. Luego fue situado en el asiento de atrás del vehículo sin identificar. El agente Fennel abrió la furgoneta e inspeccionó las bolsas. Al hacerlo, descubrió que la primera que abrió contenía restos humanos. Las unidades de investigación fueron convocadas inmediatamente a la escena».

La licencia de conducir del hombre que sacaron de la furgoneta lo identificaba como Raynard Waits. Lo metieron en el calabozo de la división noreste mientras esa misma noche, en Figue-roa Terrace, se llevaba a cabo una investigación de su furgoneta y de las bolsas de basura. Sólo después de que los detectives Olivas y Colbert, el equipo de guardia esa noche, asumieran la investigación y retrasaran algunos de los pasos tomados por González y Fennel, se supo que el agente novato había escrito mal el número de matrícula en el terminal digital, marcando una F por una E y obteniendo el registro de matrícula del Mustang de Claremont.

En términos de las fuerzas policiales era «un error de buena fe», lo que significaba que la causa probable pava obligar a detenerse al conductor de la furgoneta todavía podría sostenerse, porque los agentes habían actuado de buena fe al cometer el error. Bosch supuso que ésa era la base de la apelación que había mencionado O'Shea.

Bosch dejó a un lado el expediente de la investigación del asesinato y abrió la carpeta de la acusación. Revisó rápidamente los documentos hasta que vio una copia de la apelación. La examinó por encima y encontró lo que había esperado: Waits denunciaba que escribir mal el número de matrícula era una práctica común en el departamento de Policía de Los Angeles y que se empleaba con frecuencia cuando los agentes de brigadas especializadas querían detener y registrar un vehículo sin contar con una causa legítima probable para ello. Aunque un juez del Tribunal Superior falló que González y Fennel habían actuado de buena fe y sostuvo la legalidad del registro, Waits había apelado la decisión al Tribunal de Apelación del Distrito.

Bosch retornó al archivo de la investigación. Al margen de la cuestión de la legalidad de la detención de tráfico, la investigación de Raynard Waits había avanzado con rapidez. La mañana siguiente a la detención, Olivas y Colbert obtuvieron una orden de registro para el apartamento en el que Waits vivía solo. Tras un registro de cuatro horas y el examen forense del mismo se hallaron varias muestras de pelo y sangre humanos obtenidas de los sifones del lavabo y de la bañera, así como un espacio oculto bajo el suelo que contenía varias piezas de joyería y múltiples fotos Polaroid de mujeres jóvenes desnudas que parecían dormidas, inconscientes o muertas. En un lavadero había un congelador industrial que estaba vacío, salvo por dos muestras de vello púbico halladas por un técnico de la policía científica.

Entretanto, las tres bolsas de plástico halladas en la furgoneta fueron transportadas a la oficina del forense. Se descubrió que contenían restos de dos mujeres jóvenes, cada una de las cuales había sido estrangulada y desmembrada después de la muerte del mismo modo. Un hecho digno de mención era que las partes de uno de los cadáveres mostraban signos de haber sido descongeladas después de una congelación.

Aunque no se hallaron herramientas de corte en el apartamento ni en la furgoneta de Waits, las pruebas recopiladas dejaban claro que, buscando un ladrón, los agentes González y Fennel se habían topado con lo que parecía ser un asesino en serie en pleno trabajo. La hipótesis era que Waits ya había desechado o escondido sus herramientas y que estaba en el proceso de desembarazarse de los cadáveres de las dos víctimas cuando atrajo la atención de los oficiales del ERD. Había indicios de que podría haber más víctimas. Los informes del archivo detallaban los esfuerzos realizados en las varias semanas siguientes para identificar los dos cuerpos, así como a las otras mujeres que aparecían en las fotografías Polaroid halladas en el apartamento. Waits, por supuesto, no ofreció ninguna ayuda en este sentido, contratando los servicios de Maury Swann la mañana de su detención y eligiendo permanecer en silencio mientras proseguía el trabajo policial y Swann montaba una defensa basada en la causa probable de la parada de tráfico.

Sólo se identificó a una de las dos víctimas conocidas. Las huellas dactilares extraídas de una de las mujeres descuartizadas coincidían con las de una ficha de la base de datos del FBÍ. Fue identificada como una fugada de diecisiete años de Davenport, Iowa. Lindsey Mathers había salido de casa dos meses antes de ser hallada en la furgoneta de Waits y sus padres no habían tenido ninguna noticia suya en ese tiempo. Mediante fotos proporcionadas por su madre, los detectives lograron reconstruir su pista en Los Angeles. Fue reconocida por consejeros juveniles en varios albergues de Hollywood. Había utilizado diversos nombres para evitar ser identificada y presumiblemente enviada a casa. Había claros indicios de que estaba involucrada en el consumo de droga y la prostitución callejera. Las marcas de agujas encontradas en su cuerpo durante la autopsia eran aparentemente el resultado de una larga práctica de inyectarse drogas. Un análisis de sangre llevado a cabo durante la autopsia halló heroína y PCP en su flujo sanguíneo.

A los consejeros del albergue que ayudaron a identificar a Lindsey Mathers también les mostraron las fotografías de Polaroid halladas en el apartamento de Waits y fueron capaces de proporcionar una serie de nombres diferentes de, al menos, tres de las jóvenes. Sus historias eran similares a la de Mathers. Eran fugadas, posiblemente implicadas en la prostitución como medio de ganar dinero para comprar droga.

Para Bosch estaba claro por las pruebas e información recopiladas que Waits era un depredador que se centró en mujeres jóvenes que no fueron echadas en falta de inmediato, moradoras de los márgenes que no contaban para la sociedad y cuyas desapariciones, por consiguiente, pasaron inadvertidas.

Las fotografías del espacio oculto en el apartamento de Waits estaban en el archivo, metidas en hojas de plástico, cuatro por página. Había ocho páginas con múltiples instantáneas de cada mujer. Un informe de análisis adjunto afirmaba que la colección fotográfica contenía imágenes de nueve mujeres diferentes: las dos mujeres cuyos restos se hallaron en la furgoneta de Waits y siete desconocidas. Bosch sabía que las desconocidas probablemente eran las siete mujeres de las que Waits se ofrecía a hablar a las autoridades además de Marie Gesto y el hombre de la casa de empeños. De todos modos, estudió las fotos en busca del rostro de Marie Gesto.

No estaba allí. Las caras de las fotos pertenecían a mujeres que no habían causado el mismo revuelo que Marie Gesto. Bosch se sentó y se quitó las gafas de lectura para descansar la vista unos segundos. Recordó a uno de sus primeros maestros en Homicidios. El detective Ray Vaughn tenía una compasión especial por los llamados «don nadies asesinados», las víctimas que no contaban. Enseguida le enseñó a Bosch que en la sociedad no todas las víctimas eran iguales, pero que debían serlo para un verdadero detective.

«Cada una de ellas era la hija de alguien -le había dicho Ray Vaughn-. Todas cuentan.»

Bosch se frotó los ojos. Pensó en la oferta de Waits de resolver nueve asesinatos, incluidos los de Marie Gesto y Daniel Fitzpatrick, así como los de las siete mujeres que nunca habían importado a nadie. Había algo que no encajaba. Fitzpatrick era una anomalía porque era un varón y el crimen no parecía tener una motivación sexual. El siempre había asumido que el de Gesto era un crimen sexual. Pero ella no era una víctima olvidada: Gesto había aparecido en las noticias de máxima audiencia. ¿Waits había aprendido de ella? ¿Había afilado su habilidad después de ese crimen para asegurarse de que nunca volvería a atraer semejante atención policial y de los medios? Bosch pensó que quizás el revuelo que él mismo había generado en el caso Gesto había provocado que Waits mutara, que se convirtiera en un asesino más habilidoso y astuto. Si era así, tendría que tratar con esa culpa posteriormente. Por el momento debía concentrarse en lo que tenía delante.

Volvió a ponerse las gafas y retornó a los archivos. Las pruebas contra Waits eran sólidas. No hay nada como hallar a alguien en posesión de partes de dos cadáveres. Era la pesadilla de un abogado defensor y el sueño de un fiscal. El caso había superado la vista preliminar en cuatro días y la oficina del fiscal había subido las apuestas con el anuncio de O'Shea de que solicitaría la pena capital.

Bosch tenía una libreta a un lado de la carpeta abierta para poder escribir preguntas para O'Shea, Waits u otros. Estaba en blanco cuando llegó al final de su revisión de los archivos de la investigación y la acusación. Ahora anotó las únicas preguntas que se le ocurrieron.

¿Si Waits mató a Gesto, por qué no había ninguna foto suya en el apartamento?

Waits vivía en West Hollywood. ¿Qué estaba haciendo en Echo Park?

La primera pregunta podía explicarse fácilmente: Bosch sabía que los asesinos evolucionaban. Waits podría haber aprendido del asesinato de Gesto que necesitaba guardar recuerdos de su trabajo. Las fotos podían haber empezado después de Gesto.

La segunda pregunta era más inquietante. No había ningún informe en el archivo que tratara esa cuestión. Se había pensado simplemente que Waits iba camino de desembarazarse de los cadáveres, posiblemente enterrándolos en la zona verde que rodeaba el Dodger Stadium. No se había llevado a cabo ninguna investigación posterior sobre este particular. Sin embargo, a juicio de Bosch, era algo a considerar. Echo Park se encontraba a, al menos, media hora de coche desde el apartamento de Waits en West Hollywood. Eso era mucho tiempo para conducir con cadáveres desmembrados metidos en sacos. Además, Griffith Park, que era más grande y tenía más áreas de terreno aislado y dificultoso que la zona que rodeaba el estadio, estaba mucho más cerca del apartamento de West Hollywood y habría sido la mejor elección para deshacerse de un cadáver.

A juicio de Bosch, eso significaba que Waits tenía un destino específico en mente en Echo Park. Eso había sido pasado por alto o desestimado como poco importante en la investigación original.

A continuación anotó dos palabras: perfil psicológico?

No se había llevado a cabo un examen psicológico del acusado y Bosch estaba levemente sorprendido de ello. Pensó que quizás había sido una decisión estratégica de la fiscalía. O'Shea podría haber decidido no seguir ese camino porque no sabía adónde podía llevar exactamente. Quería juzgar a Waits en base a los hechos y enviarlo a la cámara de gas. No deseaba ser responsable de abrir una puerta a una posible defensa por demencia.

Aun así, pensó Bosch, un examen psicológico habría resultado útil para la comprensión del acusado y de sus crímenes. Debería haberse llevado a cabo. Tanto si el sujeto cooperaba como si no, debería haberse trazado un perfil de los crímenes en sí, así como de lo que se sabía de Waits mediante su historia, aspecto, los hallazgos en su apartamento y los interrogatorios llevados a cabo con aquellos con quienes trabajaba y a quienes conocía. Tal perfil también habría proporcionado a O'Shea una posición ventajosa contra una estrategia de la defensa para alegar demencia.

Ahora era demasiado tarde. El departamento tenía un equipo psicológico reducido y Bosch no tendría forma de que se hiciera nada antes del interrogatorio de Waits al día siguiente. Y enviar una solicitud al FBI supondría una espera de dos meses en el mejor de los casos.

A Bosch, de repente, se le ocurrió una idea, pero decidió madurarla un poco antes de hacer nada. Aparcó las preguntas por el momento y se levantó a rellenar su taza de café. Usaba una taza de café de verdad que se había bajado de la unidad de Casos Abiertos porque la prefería a las de papel. Se la había dado un famoso escritor y productor de televisión llamado Stephen Cannell, que había pasado tiempo en la unidad mientras investigaba para uno de sus proyectos. Impresa en un lado de la taza estaba la frase favorita de Cannell. Decía «¿Qué pretende el malo?». A Bosch le gustaba, porque pensaba que era una buena pregunta que un detective de verdad también debería considerar siempre.

Volvió a la mesa de la cafetería y miró el último archivo. Era el más delgado y el más viejo de los tres. Apartó las ideas de Echo Park y de los perfiles psicológicos y abrió la carpeta. Con-tenía los informes de investigación relacionados con la detención de Waits en febrero de 1993 por merodear con intenciones ilícitas. Era la única señal en el radar relacionada con Waits hasta su detención en la furgoneta con restos humanos trece años después.

Los informes explicaban que Waits fue detenido en el patio de atrás de una casa del distrito de Fairfax después de que una vecina con insomnio mirara por la ventana mientras caminaba por su casa a oscuras. Ella lo vio mirando por las ventanas de atrás de la casa de al lado. La mujer despertó a su marido y éste rápidamente salió en silencio de la vivienda, saltó sobre el hombre y lo retuvo hasta que llegó la policía. El sospechoso fue hallado en posesión de un destornillador y acusado de merodear con intenciones ilícitas. No llevaba ninguna identificación y dio el nombre de Robert Saxon a los agentes que lo detuvieron. Dijo que tenía sólo diecisiete años, pero su treta fracasó y poco después fue identificado como Raynard Waits, de veintiún años, cuando una huella de pulgar obtenida durante el proceso de fichado coincidió con la de una licencia de conducir emitida nueve meses antes a nombre de Raynard Waits. Esa licencia contenía el mismo día y mes de nacimiento, pero había un cambio. Decía que Raynard Waits era cuatro años mayor de lo que aseguraba ser con el nombre de Robert Saxon.

Una vez identificado, Waits reconoció ante la policía durante su interrogatorio que había estado buscando una casa para robar. No obstante, se señaló en el informe que la ventana a través de la cual había estado mirando correspondía a la del dormitorio de una chica de quince años que vivía en la casa. Aun así, Waits evitó cualquier tipo de acusación sexual en un acuerdo negociado por su abogado, Mickey Haller. Fue sentenciado a dieciocho meses de libertad vigilada, la cual, según los informes, cumplió con buenas notas y sin cometer ninguna infracción de las normas.

Bosch se dio cuenta de que el incidente era una temprana advertencia de lo que estaba por venir. Pero el sistema estaba demasiado sobrecargado y era ineficiente para reconocer el peligro que encarnaba Waits. Bosch estudió las fechas y se dio cuenta de que mientras Waits completaba con éxito el periodo de libertad condicional también se graduaba de merodeador a asesino. Marie Gesto fue raptada antes de que él finalizara la condicional.

– ¿Cómo va?

Bosch levantó la cabeza y enseguida se quitó las gafas para poder enfocar a distancia. Rider había bajado a buscar café. Llevaba una taza vacía de «¿Qué pretende el malo?». El autor había regalado una a cada miembro de la brigada.

– Casi he terminado -dijo-. ¿Y tú?

– He terminado con lo que nos dio O'Shea. He llamado a Almacenamiento de Pruebas para pedir la caja de Fitzpatrick.

– ¿Qué hay allí?

– No estoy segura, pero el libro del inventario sólo enumera el contenido como registros de empeños. Por eso quiero sacarlo. Y mientras espero voy a terminar con Matarese y dejarlo listo para presentarlo mañana. Depende de cuándo hablemos con Waits, entregaré lo de Matarese a primera o a última hora. ¿Has comido?

– Se me ha olvidado. ¿Qué has visto en el expediente de Fitzpatrick?

Rider cogió la silla opuesta a la de Bosch y se sentó.

– El caso lo llevó la efímera Fuerza de Crímenes en Disturbios, ¿los recuerdas?

Bosch asintió con la cabeza.

– Tenían un porcentaje de resolución de más o menos el diez por ciento -dijo Rider-. Básicamente, cualquiera que hiciese algo durante esos tres días se salvó a no ser que lo pillaran en cámara, como ese chico que le lanzó ladrillos al conductor de un camión mientras tenía un helicóptero de las noticias justo encima.

Bosch recordó que hubo más de cincuenta muertos durante los tres días de disturbios en 1992 y muy pocos casos se resolvieron o explicaron. Había sido un periodo sin ley, de libertad para todos en la ciudad. Recordó haber caminado por Hollywood Boulevard y haber visto edificios en llamas a ambos lados de la calle. Uno de esos edificios probablemente era la casa de empeños de Fitzpatrick.

– Era una tarea imposible -dijo.

– Lo sé -dijo Rider-. Construir casos a partir de aquel caos… Por el expediente de Fitzpatrick me doy cuenta de que no gastaron mucho tiempo con él. Trabajaron la escena del crimen con un equipo de antidisturbios custodiando el lugar. Todo se descartó enseguida como violencia aleatoria, aunque había algunas cosas que deberían haber estudiado rutinariamente.

– ¿Como qué?

– Bueno, para empezar, parece que Fitzpatrick era un tipo cabal. Tomaba huellas de los pulgares a todos los que llevaban material a empeñar.

– Para no aceptar propiedad robada.

– Exacto. ¿A qué prestamista de esa época conoces capaz de hacer eso voluntariamente? También tenía una lista de ochenta y seis clientes que eran persona non grata por varios motivos y clientes que se quejaron o lo amenazaron. Aparentemente no es raro que vuelva gente para comprar la mercancía que ha empeñado y se encuentre con que ha pasado el periodo de almacenamiento y ha sido vendida. Se ponen furiosos, a veces amenazan al prestamista y etcétera etcétera. La mayoría de esta información la proporcionó un tipo que trabajaba en la tienda con él. No estaba presente la noche del incendio.

– ¿Revisaron la lista de los ochenta y seis?

– Parece que estaban revisando la lista cuando ocurrió algo. Se detuvieron y descartaron el caso como violencia aleatoria relacionada con los disturbios. A Fitzpatrick lo quemaron con combustible de mechero. La mitad de los incendios en tiendas del bulevar empezaron de la misma manera. Así que dejaron de devanarse los sesos y pasaron al siguiente. Había dos tipos en el caso: uno se ha retirado y el otro trabaja en Pacífico. Ahora es sargento de patrulla, turno de tarde. Le he dejado un mensaje.

Bosch sabía que no tenía que preguntarle si Raynard Waits estaba en la lista de los ochenta y seis. Eso habría sido lo primero que Rider le habría dicho.

– Seguramente será más fácil que contactes con el tipo retirado -propuso Bosch-. Los tipos retirados siempre quieren hablar.

Rider asintió.

– Buena idea -dijo.

– La otra cosa es que Waits usó un alias cuando lo detuvieron por merodear en 1993: Robert Saxon. Ya sé que has buscado a Waits en la lista de los ochenta y seis. Quizá deberías buscar también a Saxon.

– Entendido.

– Mira, ya sé que tienes todo eso en marcha, pero ¿sacarás tiempo para buscar a Waits en AutoTrack hoy?

La distribución de quehaceres de la pareja de detectives le dejaba a Rider todo el trabajo con el ordenador. AutoTrack era una base de datos informatizada que podía proporcionar el historial de direcciones de un individuo a través de contratos de servicios públicos y servicios de cable, registros de tráfico y otras fuentes. Era tremendamente útil para seguir la pista a las personas a través del tiempo.

– Creo que podré ocuparme.

– Sólo quiero ver dónde vivía. No se me ocurre por qué estaba en Echo Park y parece que nadie se lo ha pensado mucho.

– Para deshacerse de las bolsas, supongo.

– Sí, claro, eso lo sabernos. Pero ¿por qué Echo Park? Vivía más cerca de Griffith Park y probablemente sea un mejor lugar para enterrar o deshacerse de cadáveres. No lo sé, algo falta o no encaja. Creo que iba a algún sitio que conocía.

– Podría haber buscado la distancia. Quizá pensó que cuanto más lejos, mejor.

Bosch asintió, pero no estaba convencido.

– Creo que voy a irme para allí.

– ¿Y qué? ¿Crees que vas a descubrir dónde iba a enterrar esas bolsas? ¿Te me estás volviendo médium, Harry?

– Todavía no. Sólo quiero ver sí puedo tener una sensación de Waits antes de hablar con el tipo.

Decir el nombre hizo que Bosch hiciera una mueca y negara con la cabeza.

– ¿Qué? -preguntó Rider.

– ¿Sabes lo que estamos haciendo aquí? Estamos ayudando a que este tipo siga vivo. Un tipo que descuartiza mujeres y las guarda en el congelador hasta que se le acaba el sitio y ha de deshacerse de ellas como de basura. Nuestro trabajo es encontrar la forma de dejarle vivir.

Rider frunció el entrecejo.

– Sé cómo te sientes, Harry, pero he de decirte que coincido con O'Shea en esto. Creo que es mejor que todas las familias lo sepan y que resolvamos todos los casos. Es como lo de mi hermana. Queríamos saber.

Cuando Rider era adolescente, su hermana mayor fue asesinada en un tiroteo. El caso se resolvió y tres pandilleros pagaron por ello. Fue la principal razón de que se hiciera policía.

– Probablemente a ti te pasó lo mismo con tu madre -añadió.

Bosch la miró. Su madre había sido asesinada siendo él un niño. Más de tres décadas después, él mismo resolvió el caso porque quería saber.

– Tienes razón -dijo-. Pero no puedo tragármelo ahora mismo.

– ¿Por qué no vas a dar esa vuelta y te despejas un poco? Te llamaré si sale algo en AutoTrack.

– Supongo que lo haré.

Empezó a cerrar las carpetas y a apartarlas.

4

A la sombra de las torres del centro y bajo el brillo de las luces del Dodger Stadium, Echo Park era uno de los barrios más antiguos y siempre cambiantes de Los Angeles. A lo largo de las décadas había sido el destino de los inmigrantes de clase baja de la ciudad: primero llegaron los italianos y luego los mexicanos, los chinos, los cubanos, ucranianos y todos los demás. De día, un paseo por la calle principal de Sunset Boulevard requería conocimientos en cinco o más idiomas para leer los carteles de las fachadas. De noche, era el único sitio de la ciudad donde el aire podía cortarse por el ruido de armas de fuego de una banda, los vítores de un home-run y el aullido de los coyotes en la ladera, todo al mismo tiempo.

Estos días Echo Park era también un destino favorito de otra clase de recién llegado, el joven y enrollado. El cool. Artistas, músicos y escritores se estaban instalando en el barrio. Cafés y tiendas de ropa vintage se hacían un hueco junto a bodegas y puestos de marisco. Una ola de aburguesamiento estaba rompiendo en las llanuras y subiendo por las colinas bajo el estadio de béisbol. Significaba que el carácter del barrio estaba cambiando. Significaba que los precios del mercado inmobiliario estaban subiendo, expulsando a la clase trabajadora y las bandas.

Bosch había vivido una breve temporada en Echo Park cuando era niño. Y muchos años atrás, había un bar de polis en Sunset llamado Short Stop. Pero los polis ya no eran bien recibidos allí. El local ofrecía servicio de aparcacoches y se dirigía a la gente guapa de Hollywood, dos cosas que garantizaban que el poli lucra de servicio no pisara el bar. Para Bosch, el barrio de Echo Park había caído en el olvido. Para él no era un destino. Era un barrio de paso, un atajo en su camino a la oficina del forense para trabajar o a un partido de los Dodgers por ocio.

Desde el centro siguió un corto tramo por la autovía 101 en dirección norte hasta Echo Park Road y allí tomó de nuevo al norte, hacia el barrio de la colina donde había sido detenido Raynard Waits. Al pasar Echo Lake vio la estatua conocida como la Dama del lago observando los nenúfares y con las palmas de ambas manos levantadas como la víctima de un atraco. De niño había vivido casi un año con su madre en los apartamentos Sir Palmer, enfrente del lago, pero había sido una mala temporada para ella y para él y el recuerdo casi se había borrado. Recordaba vagamente la estatua, pero nada más.

Giró a la derecha por Sunset hasta Beaudry. Desde allí se dirigió colina arriba por Figueroa Terrace. Aparcó cerca del cruce donde habían detenido a Waits. Unos pocos bungalós viejos construidos en los años treinta y cuarenta seguían en pie, pero la mayor parte de las casas eran edificaciones de hormigón de después de la guerra. Viviendas modestas, con patios con verja y ventanas de barrotes. Los coches de los senderos de entrada no eran nuevos ni llamativos. Era un barrio de clase trabajadora, que Bosch sabía que en la actualidad era en su mayor parte latina y asiática. Desde las partes de atrás de las casas del lado oeste se abrían bonitas vistas de las torres del centro con el edificio de la compañía de agua y electricidad delante y en el centro. Los hogares en el lado este tenían patios traseros que se extendían hasta el terreno arisco de las colinas. Y en la cima de esas colinas se hallaban los aparcamientos más alejados del complejo del estadio de béisbol.

Pensó en la furgoneta de lavado de ventanas de Waits y se preguntó de nuevo por qué había estado en esa calle y en ese barrio. No era la clase de barrio donde habría tenido clientes. No era la clase de calle donde se esperaría una furgoneta a las dos de la mañana, en cualquier caso. Los dos agentes del Equipo de Respuesta ante Delitos habían acertado al tomar nota de ello.

Bosch aparcó y paró el motor. Salió y miró a su alrededor y luego se apoyó en el vehículo mientras reflexionaba. Todavía no lo entendía. ¿Por qué había elegido ese sitio Waits? Después de unos momentos abrió el móvil y llamó a su compañera.

– ¿Aún no has hecho esa búsqueda en AutoTrack? -preguntó.

– Acabo de hacerla. ¿Dónde estás?

– En Echo Park. ¿Ha surgido algo cerca de aquí?

– No, acabo de verlo. Lo más al este lo coloca en los apartamentos Montecito, en Franklin.

Bosch sabía que Montecito no estaba cerca de Echo Park, si bien no estaba lejos de los apartamentos High Tower, donde se había encontrado el coche de Marie Gesto.

– ¿Cuándo estuvo en Montecito? -preguntó.

– Después de Gesto. Se instaló allí, a ver, en el noventa y nueve, y se fue al año siguiente. Un año de estancia.

– ¿Algo más digno de mención?

– No, Harry. Sólo lo habitual. El tipo se trasladó cada año o dos. No le gusta quedarse, supongo.

– Vale, Kiz. Gracias.

– ¿Vas a volver a la oficina?

– Dentro de un rato.

Cerró el teléfono y se metió otra vez en el coche. Condujo por Figueroa Lane hasta Chavez Ravine Place y llegó a otra señal de stop. En cierta época toda la zona era conocida simplemente como Chavez Ravine. Pero eso fue antes de que la ciudad trasladara a toda la gente y demoliera todos los bungalós y casuchas que habían sido sus hogares. Supuestamente tenía que construirse un gran complejo de viviendas subvencionadas en el barranco, con áreas de juegos, escuelas y centros comerciales que invitaran a volver a quienes habían sido desplazados. Pero una vez que lo despejaron todo, el complejo de viviendas fue borrado de los planes municipales y lo que se construyó en su lugar fue un estadio de béisbol. Bosch tenía la impresión de que, basta donde le alcanzaba la memoria, en Los Angeles los chanchullos siempre habían estado presentes.

Bosch había estado escuchando últimamente el cedé de Ry Cooder llamado Chávez Ravine. No era jazz, pero estaba bien. Era su propio estilo de jazz. Le gustaba la canción «It's just work for me», un canto fúnebre a un conductor de excavadora que llega al barranco para derribar las casuchas de la gente pobre y se niega a sentirse culpable al respecto.

Vas a donde te mandan

cuando eres conductor de excavadora…

Giró a la izquierda en Chavez Ravine y enseguida llegó a Stadium Way y al lugar donde Waits había llamado por primera vez la atención de la patrulla del Equipo de Respuesta ante Delitos al pasar en su camino a Echo Park.

En la señal de stop examinó el cruce. Stadium Way desembocaba en los enormes aparcamientos del estadio. Para que Waits llegara al barrio desde ese lado, como afirmaba el atestado, tendría que haber venido desde el centro, el estadio o la autovía de Pasadena. Éste no habría sido el camino desde su casa en West Hollywood. Bosch permaneció desconcertado durante unos segundos, pero determinó que no disponía de información suficiente para sacar conclusión alguna. Waits podría haber conducido por Echo Park asegurándose de que no lo seguían y luego atraer la atención del ERD después de girar para volver.

Se dio cuenta de que había muchas cosas que no conocía de Waits y le molestaba encontrarse cara a cara con el asesino al día siguiente. Bosch no se sentía preparado. Una vez más consideró la idea que había tenido antes, pero esta vez no vaciló. Abrió el teléfono y llamó a la oficina de campo del FBI en Westwood.

– Estoy buscando a una agente llamada Rachel Walling -le dijo al operador-. No estoy seguro de en qué brigada está.

– Un segundito.

Más bien un minuto. Mientras esperaba, un coche que llegó por detrás hizo sonar el claxon. Bosch avanzó por la intersección, hizo un giro de ciento ochenta grados y luego aparcó fuera de la calle a la sombra de un eucalipto. Finalmente, transcurridos casi dos minutos, su llamada fue transferida y una voz masculina dijo:

– Táctica.

– Con la agente Walling, por favor.

– Un segundo.

– Sí -dijo Bosch después de oír el clic.

Pero esta vez la transferencia se hizo deprisa y Bosch oyó la voz de Rachel Walling por primera vez en un año. Vaciló y ella estuvo a punto de colgarle.

– Rachel, soy Harry Bosch.

Esta vez fue ella la que dudó antes de responder.

– Harry…

– ¿Qué es eso de Táctica?

– Es sólo el nombre de la brigada.

Bosch comprendió. Rachel no respondió, porque era asunto confidencial y la línea probablemente estaba siendo grabada en algún sitio.

– ¿Por qué llamas, Harry?

– Porque necesito un favor. De hecho me vendría bien tu ayuda.

– ¿Para qué? Estoy liada aquí.

– Entonces no te preocupes. Pensaba que podrías…, bueno, no importa, Rachel. No es nada importante. Puedo ocuparme yo.

– ¿Estás seguro?

– Sí, estoy seguro. Dejaré que vuelvas a Táctica, sea lo que sea. Cuídate.

Cerró el teléfono y trató de no dejar que la voz de Rachel y el recuerdo que había conjurado le distrajeran de la tarea que le ocupaba. Miró hacia el otro lado del cruce y se dio cuenta de que probablemente estaba en la misma posición que el coche del ERD cuando González y Fennel habían localizado la furgoneta de Waits. El eucalipto y las sombras de la noche les habían proporcionado una pantalla.

Bosch tenía hambre ahora, después de saltarse la comida. Decidió que cruzaría la autovía hacia Chinatown y compraría comida para llevársela a la sala de brigada. Se incorporó al tráfico de la calle y estaba considerando si llamar a la oficina y ver si alguien quería algo de Chínese Friends cuando sonó su móvil. Comprobó la pantalla, pero vio que la identificación estaba bloqueada. Contestó de todos modos.

– Soy yo.

– Rachel.

– Quería cambiar a mi móvil.

Hubo una pausa. Bosch se dio cuenta de que no se había equivocado con los teléfonos de Táctica.

– ¿Cómo estás, Harry?

– Bien.

– Así que hiciste lo que dijiste que harías. Has vuelto con los polis. Leí acerca de ese caso tuyo del año pasado en el valle de San Fernando.

– Sí, mi primer caso al volver. Desde entonces todo ha estado por debajo del radar. Hasta este asunto en el que estoy trabajando ahora.

– ¿Y por eso me has llamado?

Bosch percibió el tono de su voz. Habían pasado más de dieciocho meses desde la última vez que habían hablado. Y eso fue al final de una intensa semana en la que sus caminos se habían cruzado en un caso que Bosch trabajaba en privado antes de volver al departamento y que a Walling le sirvió para resucitar su carrera en el FBI. El caso condujo a Bosch de vuelta al azul y a Walling a la oficina de campo de Los Angeles. Si Táctica, fuera lo que fuese, constituía una mejora respecto a su puesto previo en Dakota del Sur era algo que Bosch no sabía. Lo que sí sabía era que antes de que ella cayera en desgracia y fuera desterrada a las reservas indias de las Dakotas, Rachel Walling había sido una profiler en la Unidad de Ciencias de Comportamiento del FBI en Quantico.

– Llamaba porque pensaba que a lo mejor te interesaba poner a trabajar otra vez tu antiguo talento -dijo.

– ¿Te refieres a un perfil?

– Más o menos. Mañana he de encontrarme cara a cara en una sala con un reconocido asesino en serie y no tengo la menor idea de qué es lo que lo mueve. Este tipo quiere confesarse autor de nueve asesinatos a cambio de evitar la aguja. He de asegurarme de que no quiere engañarnos. He de averiguar si nos está contando la verdad antes de que nos demos la vuelta y le digamos a todas las familias (a las familias que conocemos) que tenemos al tipo adecuado.

Esperó un momento a que ella reaccionara. Al ver que no lo hacía, Bosch insistió.

– Tengo crímenes, un par de escenas del crimen y datos forenses. Tengo el inventario de su apartamento y fotos. Pero no le acabo de pillar. Llamaba porque estaba pensando en si podía enseñarte parte de este material y ver si me dabas algunas ideas sobre cómo manejarlo.

Hubo otro largo silencio antes de que ella respondiera.

– ¿Dónde estás, Harry? -preguntó ella al fin.

– ¿Ahora mismo? Voy hacia Chinatown para comprar un arroz frito con langostinos. No he comido.

– Yo estoy en el centro. Podría reunirme contigo. Yo tampoco he comido.

– ¿Sabes dónde está Chinese Friends?

– Claro. ¿Dentro de media hora?

– Pediré antes de que tú llegues.

Bosch cerró el teléfono y sintió una emoción que sabía que era producto de algo más que de la idea de que Rachel Walling podría ser capaz de ayudar en el caso Waits. El último encuentro entre ambos había terminado mal, pero el malestar se había erosionado con el tiempo. Lo que quedaba en su recuerdo era la noche que habían hecho el amor en una habitación de motel de Las Vegas y él había creído que conectaba con un alma gemela.

Miró el reloj. Le sobraba tiempo, aunque fuera a pedir antes de que ella llegara. En Chinatown aparcó delante de la puerta del restaurante y abrió otra vez el teléfono. Antes de entregar el expediente de Cesto a Olivas había anotado nombres y números de teléfono que podría necesitar. Llamó a Bakersfield, a la casa de los padres de Marie Gesto. La llamada no sería una sorpresa absoluta para ellos. Había mantenido la costumbre de telefonearlos cada vez que sacaba el expediente para echar otro vistazo al caso. Pensaba que a los padres les proporcionaba cierto alivio pensar que él no se había rendido.

La madre de la joven desaparecida contestó al teléfono.

– Irene, soy Harry Bosch.

– Oh.

Siempre había esa nota inicial de esperanza y excitación cuando uno de ellos respondía.

– Todavía no hay nada, Irene -respondió con rapidez-. Sólo tengo una pregunta para usted y para Dan, si no les importa.

– Claro, claro. Me alegro de oírle.

– También es bonito oír su voz.

Habían pasado más de diez años desde que había visto en persona a Irene y Dan Gesto. Después de dos años habían dejado de ir a Los Angeles con esperanzas de encontrar a su hija, habían renunciado al apartamento de Marie y se habían ido a casa. Después de eso, Bosch siempre llamaba.

– ¿Cuál es la pregunta, Harry?

– Es un nombre, en realidad. ¿Recuerda si Marie mencionó alguna vez el nombre de Ray Waits? ¿Quizá Raynard Waits? Raynard es un nombre inusual. Podría recordarlo.

Oyó que Irene Gesto contenía el aliento y de inmediato se dio cuenta de que había cometido un error. La reciente detención y las vistas del caso Waits habían llegado a los medios de Bakersfield. Bosch debería haber sabido que Irene tendría interés en ese tipo de información de Los Angeles. Ella sabría de qué se acusaba a Waits. Sabría que lo llamaban el Asesino de las Bolsas de Echo Park.

– ¿Irene?

Supuso que su imaginación había echado a volar de manera terrible.

– Irene, no es lo que piensa. Sólo estoy comprobando algunas cosas de este tipo. Parece que ha oído hablar de él en las noticias.

– Por supuesto. Esas pobres chicas. Terminar así. Yo…

Bosch sabía lo que ella estaba pensando, aunque quizá no lo que estaba sintiendo.

– Intente recordar lo que sabe de antes de verlo en las noticias. El nombre. ¿Recuerda si su hija lo mencionó alguna vez?

– No, no lo recuerdo, gracias a Dios.

– ¿Está su marido ahí? ¿Puede comprobarlo con él?

– No está aquí. Todavía está en el trabajo.

Dan Gesto se había entregado al máximo en la búsqueda de su hija desaparecida. Después de dos años, cuando ya no le quedaba nada espiritual, física ni económicamente, regresó a Bakersfield y volvió a trabajar en una franquicia de John Deere. Ahora, vender tractores y herramientas a los granjeros le mantenía vivo.

– ¿Puede preguntárselo cuando llegue a casa y luego llamarme si recuerda el nombre?

– Lo haré, Harry.

– Otra cosa, Irene. El apartamento de Marie tenía esa ventana alta en la sala de estar, ¿lo recuerda?

– Claro. Ese primer año fuimos a verla por Navidad en lugar de que viniera ella. Queríamos que ella sintiera que era un lamino de doble sentido. Dan puso el árbol en aquella ventana y las luces se veían desde toda la manzana.

– Sí. ¿Sabe si alguna vez contrató a alguien para que limpiara esa ventana?

Hubo un largo silencio mientras Bosch esperaba. Era un agujero en la investigación, un ángulo que debería haber seguido trece años antes, pero que nunca se le había ocurrido.

– No lo recuerdo, Harry. Lo siento.

– Está bien, Irene. Está bien. ¿Recuerda cuando usted y Dan volvieron a Bakersfield y se llevó todo lo del apartamento?

– Sí.

Lo dijo con voz estrangulada. Bosch sabía que ahora estaba llorando y que la pareja había sentido que en cierto modo estaban abandonando a su hija, así como su esperanza, cuando regresaron a Bakersfield después de dos años de buscar y esperar.

– ¿Lo guardan todo? ¿Todos los registros y las facturas y todo el material que les devolvimos cuando acabamos con ello?

Bosch sabía que si hubiera habido un recibo de un limpiador de ventanas, se habría comprobado esa pista. Pero tenía que preguntárselo de todos modos para confirmar la negativa, para asegurarse de que no se había colado entre las rendijas.

– Sí, lo tenemos. Están en su habitación. Guardamos todas sus cosas en una habitación. Por si…

«Alguna vez vuelve a casa.» Bosch sabía que su esperanza no se extinguiría del todo hasta que encontraran a Marie, de un modo u otro.

– Entiendo -dijo Bosch-. Necesito que mire en esa caja, Irene. Si puede. Quiero que busque un recibo de un limpiaventanas. Revise sus talonarios de cheques y mire si le pagó a un limpiaventanas. Busque una compañía llamada Clear View Residential Glass Cleaners, o quizá una abreviación de eso. Llámeme si encuentra algo. ¿Vale, Irene? ¿Tiene un bolígrafo? Creo que tengo un número de móvil distinto desde la última vez que se lo di.

– Sí, Harry -dijo Irene-. Tengo un boli.

– El número es 3232445631. Gracias, Irme. Ahora he de colgar. Por favor, transmítale mis mejores deseos a su marido.

– Lo haré. ¿Cómo está su hija, Harry?

Bosch hizo una pausa. A lo largo de los años, él les había contado todo sobre sí mismo. Era una forma de mantener la solidez del vínculo y la promesa de encontrar a la hija de los Gesto.

– Está bien. Es genial.

– ¿Qué curso hace?

– Tercero, pero no la veo demasiado. Vive en Hong Kong con su madre en este momento. El mes pasado fui a pasar allí una semana. Ahora tienen un Disneyworld.

No sabía por qué había dicho esa última frase.

– Ha de ser muy especial cuando está con ella.

– Sí. Ahora también me manda mails. Sabe más que yo de eso.

Era extraño hablar de su propia hija con una mujer que había perdido a la suya y que no sabía dónde ni por qué.

– Espero que vuelva pronto -dijo Irene Gesto.

– Yo también. Adiós, Irene. Llámeme cuando quiera.

– Adiós, Harry. Buena suerte.

Ella siempre decía «buena suerte» al final de cada conversación. Bosch se sentó en el coche y pensó en la contradicción que suponía su deseo de que su hija viviera con él en Los Angeles. Temía por su seguridad en el lugar lejano en el que se hallaba en ese momento. Quería estar cerca para poder protegerla. Pero traerla a una ciudad donde chicas jóvenes desaparecían sin dejar rastro o terminaban descuartizadas en bolsas de basura ¿era una mejora en cuanto a la seguridad? En su interior sabía que estaba siendo egoísta y que no podía protegerla viviera donde viviese. Todo el mundo tenía que recorrer su propio camino en esta vida. Imperaban las leyes de Darwin y lo único que podía hacer él era esperar que el camino de su hija no se cruzara con el de alguien como Raynard Waits.

Recogió los archivos y salió del coche.

5

Bosch no vio el cartel de Cerrado hasta que llegó a la puerta de Chínese Friends. Sólo entonces se dio cuenta de que el restaurante cerraba después del mediodía, antes de que empezara la actividad de la cena. Abrió el teléfono para llamar a Rachel Walling, pero recordó que ella había bloqueado su número cuando le llamó. Sin nada que hacer salvo esperar, compró un ejemplar del Times de un dispensador de diarios de la calle y lo hojeó apoyado en su coche.

Examinó rápidamente los titulares, sintiendo que en cierto modo estaba perdiendo el tiempo y el impulso al leer el periódico. El único artículo que leyó con algo de interés era un breve que señalaba que el candidato a fiscal del distrito Gabriel Williams había obtenido el refrendo de la Comunidad de iglesias Cristianas del Sur del condado. No era una gran sorpresa, pero resultaba significativo porque suponía una indicación temprana de que el voto de las minorías sería para Williams, el abogado de los derechos civiles. El artículo también mencionaba que Williams y Rick O'Shea aparecerían la noche siguiente en un foro de candidatos patrocinado por otra coalición que representaba al sector sur, los Ciudadanos por un Gobierno Sensible. Los candidatos no debatirían entre ellos, sino que se dirigirían a la audiencia y aceptarían preguntas de ésta. Después, el CGS anunciaría a qué candidato daba su apoyo. También aparecerían en el foro candidatos a la concejalía como Irvin Irving y Martin Maizel.

Bosch bajó el periódico y fantaseó con aparecer en el foro y jugársela a Irving desde el público, preguntando cómo sus tejemanejes en el departamento de Policía lo calificaban como candidato al cargo.

Salió de su ensueño cuando un coche federal sin identificar aparcó delante del suyo. Vio salir a Rachel Walling. Iba vestida de manera informal, con pantalones negros y una blusa de color crema. El pelo de color castaño oscuro le llegaba a los hombros y eso era probablemente lo más informal de todo. Estaba guapa y Bosch retrocedió a aquella noche en Las Vegas.

– Rachel -dijo, sonriendo.

– Harry.

Caminó hacia ella. Era un momento extraño. No sabía si abrazarla, besarla o simplemente estrecharle la mano. Estaba la noche en Las Vegas, pero después vino el día en Los Angeles, en la terraza de atrás de su casa, cuando todo se hizo añicos y las cosas terminaron antes de que empezaran de verdad.

Ella le ahorró la elección al estirar la mano y tocarle suavemente en el brazo.

– Pensaba que ibas a entrar a pedir comida.

– Resulta que está cerrado. No abren para la cena hasta las cinco. ¿Quieres esperar o vamos a otro sitio?

– ¿Adónde?

– No lo sé. Está Philippe's.

Ella negó con la cabeza enfáticamente.

– Estoy harta de Philippe's. Comemos allí siempre. De hecho, hoy no he comido porque toda la brigada iba allí.

– ¿Táctica, eh?

Bosch supuso que si ella estaba cansada de un local del centro, no estaría trabajando desde la oficina de campo principal en Westwood.

– Conozco un sitio. Yo conduciré y tú puedes mirar los archivos.

Bosch se acercó a su coche y abrió la puerta. Tuvo que coger las carpetas del asiento del pasajero para que ella pudiera entrar. Se las pasó a Rachel y fue a colocarse en el lado del conductor. Echó el periódico en el asiento de atrás.

– Vaya, esto es muy Steve McQueen -dijo ella del Mustang-. ¿Qué le ha pasado al todoterreno?

Bosch se encogió de hombros.

– Necesitaba un cambio.

Aceleró el motor para darle el gusto y arrancó. Enfiló por

Sunset y giró hacia Silver Lake. La ruta los llevaría a través de Echo Park por el camino.

– Bueno, ¿qué quieres de mí exactamente, Harry?

Ella abrió la carpeta de encima que tenía en el regazo y empezó a leer.

– Quiero que eches un vistazo y me cuentes tus impresiones de este tipo. Voy a hablar con él mañana y quiero tener toda la ventaja que pueda. Quiero asegurarme de que si hay alguien manipulado, sea él y no yo.

– He oído hablar de este tipo. Es el Carnicero de Echo Park, ¿no?

– De hecho lo llaman el Asesino de las Bolsas.

– Entendido.

– Tuve una conexión previa con el caso.

– ¿Cuáles?

– En el noventa y tres trabajaba en la División de Hollywood y me tocó el caso de una chica desaparecida. Se llamaba Marie Gesto y nunca la encontraron. Fue un caso sonado en su momento, mucha prensa. Este tipo con el que me voy a meter en la sala, Raynard Waits, dice que es uno de los casos que quiere ofrecernos.

Rachel Walling miró a Bosch y luego de nuevo al expediente.

– Sabiendo cómo te tomas los casos, Harry, me pregunto si es sensato que tú trates con este hombre ahora.

– Estoy bien. Todavía es mi caso. Y tomármelos en serio es la forma de trabajar del verdadero detective. La única forma.

La miró a tiempo de ver cómo ella ponía los ojos en blanco.

– Has hablado como el maestro zen de Homicidios. ¿Adónde vamos?

– A un sitio llamado Duffy's, en Silver Lake. Tardaremos cinco minutos y te encantará. Pero no empieces a llevar a tus colegas del FBI. Lo arruinarían.

– Te lo prometo.

– ¿Aún tienes tiempo?

– Te he dicho que no he comido. Pero en algún momento he de volver para fichar la salida.

– Entonces ¿trabajas en el tribunal federal?

Ella respondió mientras seguía examinando y pasando páginas de la carpeta.

– No, estamos fuera del recinto.

– Uno de esos sitios federales secretos, ¿eh?

– Ya conoces la historia. Si te lo dijera, tendría que matarte.

Bosch sonrió por el chiste.

– Eso significa que no puedes decirme lo que es Táctica.

– No es nada. Una abreviatura de Inteligencia Táctica. Somos recopiladores. Analizamos datos en bruto que sacamos de Internet, transmisiones de móvil, satélites. Lo cierto es que es muy aburrido.

– Pero ¿es legal?

– De momento.

– Suena a una movida de terrorismo.

– Salvo que las más de las veces terminamos pasándole pistas a la DEA. Y el año pasado nos encontramos con más de treinta estafas diferentes por Internet relacionadas con la ayuda humanitaria del huracán. Como te he dicho, son datos en bruto. Pueden llevar a cualquier parte.

– Y tú cambiaste los amplios espacios abiertos de Dakota del Sur por el centro de Los Angeles.

– En cuanto a carrera profesional era la opción adecuada. No me arrepiento. Pero sí echo de menos algunas cosas de las Dakotas. Bueno, deja que me concentre en esto. ¿Quieres mi opinión o no?

– Sí, lo siento. Sigue con eso.

Bosch condujo en silencio durante los últimos minutos y se detuvo delante de la pequeña fachada del restaurante. Se llevó consigo el periódico. Rachel le dijo que le pidiera lo mismo que iba a tomar él. Sin embargo, cuando llegó el camarero y Bosch pidió una tortilla francesa, ella cambió de idea y empezó a examinar el menú.

– Pensaba que habías dicho que íbamos a comer, no a desayunar.

– Tampoco he desayunado. Y las tortillas son buenas.

Rachel pidió un sándwich de pavo y devolvió el menú.

– Te advierto que mi impresión va a ser muy superficial -dijo ella cuando los dejaron solos-. Obviamente no va a haber suficiente tiempo para un informe psicológico completo. Sólo arañaré la superficie.

Bosch asintió con la cabeza.

– Ya lo sé -dijo-. Pero no tengo más tiempo, así que me quedaré con lo que puedas darme.

Walling no dijo nada más y volvió a los archivos. Bosch miró las páginas de Deportes, pero no estaba demasiado interesado en la crónica del partido de los Dodgers del día anterior. Su pasión por el juego había decaído notablemente en los últimos años. Utilizó la sección del periódico básicamente como pantalla para poder sostenerlo y simular que estaba leyendo cuando en realidad estaba mirando a Rachel. Aparte del cabello largo, había cambiado poco desde la última vez que la había visto. Seguía siendo vibrantemente atractiva y transmitía la sensación intangible de una herida interior. Estaba en su mirada. No eran los ojos endurecidos de poli que había visto en tantas otras caras, incluida la suya cuando se miraba al espejo. Eran ojos que estaban heridos desde el interior. Tenía los ojos de una víctima y eso le atraía.

– ¿Por qué me estás mirando? -dijo ella de repente.

– ¿Qué?

– Eres muy transparente.

– Sólo…

Le salvó la llegada de la camarera, que se presentó y colocó los platos de comida. Walling apartó las carpetas y Bosch detectó una pequeña sonrisa en su rostro. Continuaron en silencio mientras empezaron a comer.

– Está bueno -dijo ella al fin-. Estoy muerta de hambre.

– Sí, yo también.

– Bueno, ¿qué estabas buscando?

– ¿Cuándo?

– Cuando hacías ver que leías el periódico.

– Um, yo… supongo que estaba intentando ver si de verdad estabas interesada en mirar esto. Bueno, parece que tienes muchas cosas en marcha. Quizá no quieras meterte otra vez en esta clase de historias.

Ella levantó la mitad de su sándwich, pero se detuvo antes de morder.

– Odio mi trabajo, ¿vale? O mejor dicho, odio lo que estoy haciendo ahora mismo. Pero mejorará. Un año más y mejorará.

– Bien. ¿Y esto? ¿Está bien esto? -Bosch señaló las carpetas que estaba en la mesa, junto al plato de Rachel.

– Sí, pero es demasiado. No puedo ni empezar a ayudarte. Es una sobrecarga de información.

– Sólo tengo el día de hoy.

– ¿Por qué no puedes retrasar el interrogatorio?

– Porque no es mi interrogatorio. Y porque hay política por medio. El fiscal se presenta a fiscal del distrito. Necesita titulares. No va a esperar a que yo coja velocidad.

Ella asintió.

– Hasta el final con Rick O'Shea.

– Yo tuve que hacerme un sitio en el caso por Gesto. Ellos no van a frenar para que yo los atrape.

Walling puso la mano encima de la pila de carpetas como si en cierto modo tomarles la medida pudiera ayudarla a tomar la decisión.

– Deja que me quede los archivos cuando me lleves de vuelta. Terminaré mi trabajo, ficharé la salida y continuaré con esto. Iré a verte esta noche a tu casa y te daré lo que tenga. Todo.

Él la miró, buscando el significado oculto.

– ¿Cuándo?

– No lo sé, en cuanto termine. A las nueve como muy tarde. He de empezar temprano mañana. ¿Servirá?

Bosch asintió. No esperaba eso.

– ¿Todavía vives en esa casa de la colina? -preguntó ella.

– Sí. Estoy allí, en Woodrow Wilson.

– Bien. Yo vivo cerca de Beverly, no está lejos. Iré a tu casa. Recuerdo la vista.

Bosch no respondió. No estaba seguro de lo que acababa de invitar a su vida.

– ¿Puedo darte algo para que vayas pensando mientras tanto? -preguntó ella-. ¿Quizá comprobar algunas cosas?

– Claro, ¿qué?

– El nombre. ¿Es su nombre real?

Bosch arrugó el entrecejo. No había pensado en el nombre. Había asumido que era real. Waits estuvo encarcelado. Sus huellas dactilares habrían pasado por el sistema para confirmar la identidad.

– Supongo que sí. Sus huellas coincidían con las de una detención previa. Esa vez anterior trató de dar un nombre falso, pero una huella de pulgar lo reconoció como Waits. ¿Por qué?

– ¿Sabes quién es Renart? Renart o Reynard, deletreado Rey en lugar de Ray.

Bosch negó con la cabeza. Era algo completamente inesperado. No había pensado en el nombre.

– No, ¿quién es?

– Estudié folclore europeo en la facultad, cuando pensaba que quería dedicarme a la diplomacia. En el folclore francés medieval hay un personaje que es un zorro joven llamado Renart, en inglés Reynard. Es un embaucador. Hay historias y épica sobre el zorro tramposo llamado Reynard. El personaje ha aparecido repetidamente a través de los siglos en libros, sobre todo en libros infantiles. Puedes buscarlo en Google cuando vuelvas a la oficina y estoy segura de que encontrarás muchos resultados.

Bosch asintió. No iba a decirle que no sabía cómo buscar en Google. Apenas sabía cómo enviar un mensaje de correo electrónico a su hija de ocho años. Rachel tamborileó con un dedo en la pila de carpetas.

– Un zorro joven sería un zorro pequeño -dijo ella-. En la descripción el señor Waits es de baja estatura. Si lo tomas todo en el contexto del nombre completo…

– El pequeño zorro espera [2] -dijo Bosch-. El zorro joven espera. El embaucador espera.

– A la zorra. Quizás es así cómo ve a sus víctimas.

Bosch asintió con la cabeza. Estaba impresionado.

– Se nos pasó eso. Puedo hacer algunas comprobaciones en cuanto vuelva.

– Y con un poco de suerte tendré más para ti esta noche.

Ella continuó comiendo y Bosch continuó observándola.

6

En cuanto Bosch dejó a Rachel Walling en su coche, abrió el teléfono y llamó a su compañera. Rider le informó de que estaba terminando con el papeleo del caso Matarese y le dijo que pronto estarían listos para presentar los cargos en la oficina del fiscal al día siguiente.

– Bien. ¿Algo más?

– Tengo la caja de Fitzpatrick de Archivos de Pruebas y resultó que eran dos cajas.

– ¿Qué contienen?

– Más que nada registros de la tienda de empeño, de los que puedo decirte que no se miraron nunca. Entonces estaban empapados, en el agua de cuando extinguieron el incendio. Los tipos de Crímenes en Disturbios los metieron en tubos de plástico y han estado juntando moho desde entonces. Y, tío, apestan.

Bosch asintió con la cabeza al registrar la información. Era un callejón sin salida, pero no importaba. Raynard Waits estaba a punto de confesar el asesinato de Daniel Fitzpatrick de todos modos. Sabía que Rider estaba mirándolo de la misma forma. Una confesión sin coerción es una escalera real. Lo supera todo.

– ¿Has tenido noticias de Olivas o de O'Shea? -preguntó Rider.

– Todavía no. Iba a llamar a Olivas, pero quería hablar contigo antes. ¿Conoces a alguien en el registro municipal?

– No, pero sí quieres que llame allí puedo hacerlo por la mañana. Ahora han cerrado. ¿Qué estás buscando?

Bosch miró su reloj. No se dio cuenta de lo tarde que se había hecho. Supuso que la tortilla en Duffy's iba a servir de desayuno, comida y cena.

– Estaba pensando que deberíamos estudiar el negocio de Waits y ver cuánto tiempo lo ha tenido, si hubo alguna vez quejas, esa clase de cosas. Olivas y su compañero deberían haberlo hecho, pero no hay nada en el expediente al respecto.

Rider se quedó en silencio un rato antes de hablar.

– ¿Crees que puede haber sido la conexión con High Tower?

– Quizá. O quizá con Marie. Ella tenía un gran ventanal en su apartamento. Es algo que recuerdo que surgió entonces. Pero tal vez se nos pasó.

– Harry, a ti nunca se te pasa nada, pero me pondré con eso ahora mismo.

– La otra cosa es el nombre del tipo. Podría ser falso.

– ¿Qué?

Le explicó que había contactado con Rachel Walling y que le había pedido que mirara los expedientes. La información fue inicialmente recibida con un silencio atronador, porque Bosch había franqueado una de esas fronteras invisibles del departamento de Policía de Los Angeles al invitar al FBI al caso sin aprobación oficial de un superior, aunque la invitación a Walling fuera extraoficial. Pero cuando Bosch le habló a Rider de Reynard el Zorro ella empezó a abandonar su silencio y se puso escéptica.

– ¿Crees que nuestro limpiador de ventanas es experto en folclore medieval?

– No lo sé -respondió-. Walling dice que podría haberlo sacado de un libro infantil. No importa. Es suficiente para que miremos los certificados de nacimiento y nos aseguremos de que existe alguien llamado Raynard Waits. En el primer expediente, cuando fue detenido por merodear en el noventa y tres, fue fichado con el nombre de Robert Saxon (el nombre que dio), pero luego les salió Raynard Waits cuando se encontró su huella dactilar en el ordenador de Tráfico.

– ¿Qué estás viendo ahí, Harry? Si tenían su huella en el archivo entonces, quizás el nombre no sea falso al fin y al cabo.

– Quizá. Pero sabes que no es imposible conseguir un carné de conducir con un nombre falso en este estado. ¿Y si Saxon era su nombre real pero el ordenador escupió su alias y él simplemente siguió con él? No sería una novedad.

– Entonces, ¿por qué mantener el nombre después? Tenía un historial como Waits. ¿Por qué no volver a Saxon o el que sea su nombre real?

– Buenas preguntas. No lo sé. Pero hemos de comprobarlo.

– Bueno, lo tenemos, no importa cuál sea su nombre. Buscaré en Google Raynard el Zorro ahora mismo.

– Escríbelo con e.

Bosch esperó y oyó los dedos de ella sobre el teclado del ordenador.

– Ya está -dijo finalmente-. Hay un montón de material sobre Reynard el Zorro.

– Eso es lo que dijo Walling.

Hubo un largo momento de silencio mientras Rider leía. Finalmente ella habló.

– Dice aquí que parte de la leyenda es que Reynard el Zorro tenía un castillo secreto que nadie podía encontrar. Usaba todo tipo de artimañas para atraer a sus víctimas. Luego se las llevaba al castillo y las devoraba.

La información flotó en el ambiente durante unos segundos. Finalmente Bosch habló.

– ¿Tienes tiempo de hacer otra búsqueda en AutoTrack y ver si puedes encontrar algo sobre Robert Saxon?

– Claro.

No había mucha convicción en su tono. Pero Bosch no iba a dejar que Rider se zafara del anzuelo. Quería mantener la investigación en movimiento.

– Léeme su fecha de nacimiento del informe de la detención -dijo Rider.

– No puedo. No lo tengo aquí.

– ¿Dónde está? No lo veo en tu escritorio.

– Le di los archivos a la agente Walling. Los recuperaré esta noche. Tendrás que ir al ordenador para sacar el atestado de la detención.

Hubo un silencio prolongado antes de que Rider respondiera.

– Harry, son archivos oficiales de investigación. Sabes que no deberías haberte desprendido de ellos. Y vamos a necesitarlos mañana para la entrevista.

– Te lo he dicho, los recuperaré esta noche.

– Esperemos. Pero he de decirte, compañero, que estás yendo otra vez de llanero solitario y no me gusta mucho.

– Kiz, sólo intento mantener la inercia. Y mañana en la sala quiero estar preparado para ese tipo. Lo que Walling va a contarme nos dará una ventaja.

– Bien. Confío en ti. Quizás en algún momento confiarás en mí lo suficiente como para pedirme mi opinión antes de tomar decisiones que nos afectan a los dos.

Bosch sintió que se ponía colorado, sobre todo porque sabía que Rider tenía razón. No dijo nada porque disculparse por haberla dejado en fuera de juego no iba a zanjarlo.

– Vuelve a llamarme si Olivas nos da una hora para mañana -dijo ella.

– Claro.

Después de cerrar el teléfono, Bosch pensó en la situación por un momento. Trató de dejar atrás su vergüenza por la indignación de Rider. Se concentró en el caso y en lo que había dejado al margen de la investigación hasta el momento. Al cabo de unos pocos minutos volvió a abrir el teléfono, llamó a Olivas y le preguntó si se había fijado un lugar y hora para la entrevista con Waits.

– Mañana por la mañana a las diez en punto -dijo Olivas-. No se retrase.

– ¿Iba a decírmelo, Olivas, o se supone que tenía que adivinarlo telepáticamente?

– Acabo de enterarme. Me ha llamado antes de que pudiera llamarle yo.

Bosch no hizo caso de la excusa.

– ¿Dónde?

– En la oficina del fiscal del distrito. Lo llevaremos allí desde alta seguridad y lo pondremos en una sala de interrogatorios.

– ¿Está en la fiscalía ahora?

– Tengo que tratar unos asuntos con Rick.

Bosch dejó que la frase flotara sin respuesta.

– ¿Algo más? -preguntó Olivas.

– Sí, tengo una pregunta -dijo Bosch-. ¿Dónde está su compañero en todo esto? ¿Qué le ha pasado a Colbert?

– Está en Hawai. Volverá la semana que viene. Si esto dura hasta entonces, formará parte de ello.

Bosch se preguntó si Colbert sabía siquiera lo que estaba ocurriendo o que mientras estaba de vacaciones se estaba perdiendo un caso que potencialmente podía propulsar su carrera. Por todo lo que Bosch sabía de Olivas, no sería una sorpresa que le escondiera un as a su propio compañero en un caso de gloria.

– ¿A las diez en punto, entonces? -preguntó Bosch.

– Sí, a las diez.

– ¿Algo más que debería saber, Olivas?

Tenía curiosidad por saber qué hacía Olivas en la oficina del fiscal del distrito, pero no quería preguntarlo directamente.

– De hecho, hay una cosa más. Digamos que es una cuestión delicada. Voy a hablar de eso con Rick.

– ¿Qué es?

– Bueno, adivine qué estoy viendo aquí.

Bosch dejó escapar el aliento. Olivas pensaba alargarlo. Hacía menos de un día que lo conocía y Bosch ya sabía sin la menor duda que el tipo no le caía bien y que nunca le iba a caer bien.

– No tengo ni idea, Olivas. ¿Qué?

– Sus cincuenta y uno de Gesto.

Se estaba refiriendo a la cronología de la investigación, una lista maestra ordenada por día y hora de todos los aspectos de un caso, desde un relato de los movimientos de los detectives en cada momento a las anotaciones de las llamadas de rutina y mensajes a solicitudes de los medios y pistas de los ciudadanos. Normalmente, estaban manuscritos con todo tipo de códigos y abreviaturas empleadas porque se actualizaba a lo largo del día, a veces de hora en hora. Finalmente, cuando se llenaba una página, se escribía a máquina en un formulario llamado 51, que sería completo y legible si el caso llegaba alguna vez a los tribunales y los abogados, jueces y miembros del jurado necesitaban revisar los archivos de la investigación. Las páginas manuscritas originales se tiraban.

– ¿Qué pasa? -preguntó Bosch.

– Estoy mirando la última línea de la página catorce. La entrada es del 29 de septiembre de 1993 a las 18:40. Debía de ser la hora de salir. Las iniciales de la entrada son JE.

Bosch sintió que la bilis le subía a la garganta. Fuera cual fuese el objetivo de Olivas, le estaba sacando todo el jugo.

– Obviamente -dijo con impaciencia- se trata de mi compañero de entonces, Jerry Edgar. ¿Qué dice la entrada, Olivas?

– Dice… Voy a leerla. Dice: «Robert Saxon, fecha de nacimiento, 3/11/71. Vio artículo Times. Estuvo en Mayfair y vio a MG sola. Nadie la seguía». Pone el número de teléfono de Saxon y nada más. Pero era suficiente, campeón. ¿Sabe lo que significa?

Bosch lo sabía. Acababa de darle el nombre de Robert Saxon a Kiz para que investigara su historial. O bien era un alias o quizás el nombre real de un hombre conocido en la actualidad como Raynard Waits. Ese nombre en el 51 conectaba ahora a Waits con el caso Gesto. También significaba que, trece años atrás, Bosch y Edgar habían tenido al menos una oportunidad con Waits/Saxon. Pero por razones que no recordaba o que desconocía no lo investigaron. No recordaba la entrada específica en el 51. Había decenas de páginas en la cronología de la investigación repletas de anotaciones de una o dos líneas. Recordarlas todas -incluso con sus frecuentes revisiones de la investigación a lo largo de los años- habría sido imposible.

Le costó un buen rato encontrar la voz.

– ¿Es la única mención en el expediente del caso? -preguntó.

– Que yo haya visto -dijo Olivas-. Lo he repasado todo dos veces. Incluso se me pasó la primera vez. Entonces la segunda vez dije: «Eh, conozco ese nombre». Es un alias que usó Waits a principios de los noventa. Debería haber estado en los archivos que tiene.

– Lo sé. Lo he visto.

– Eso significa que les llamó. El asesino les llamó y usted y su compañero la cagaron. Parece que nadie hizo un seguimiento ni buscó su nombre en el ordenador. Tenían el alias del asesino y un número de teléfono y no hicieron nada. Claro que no sabían que era el asesino; sólo un ciudadano que llamaba para contar lo que había visto. Seguramente estaba tratando de jugar con ustedes de alguna forma, tratando de averiguar cosas sobre el caso. Sólo que Edgar no jugó. Era tarde y probablemente quería ese primer martini.

Bosch no dijo nada y Olivas estuvo más que encantado de llenar el vacío.

– Lástima. Quizá todo esto podría haber terminado entonces. Creo que se lo preguntaremos a Waits por la mañana.

Olivas y su mundo mezquino ya no le importaban a Bosch. Las espinas no podían penetrar la gruesa y oscura nube que ya se estaba formando encima de él. Porque sabía que si el nombre de Robert Saxon había surgido en la investigación Gesto, entonces deberían haberlo comprobado por rutina en el ordenador. Y eso habría revelado un resultado en la base de datos de alias que los habría conducido a Raynard Waits y a su anterior detención. Eso lo habría convertido en sospechoso. No sólo en una persona de interés como Anthony Garland, sino en un sospechoso firme. Y sin lugar a dudas habría llevado la investigación en una dirección completamente nueva.

Pero eso nunca ocurrió. Aparentemente, ni Edgar ni Bosch habían investigado el nombre en el ordenador. Era un descuido, y Bosch sabía ahora que probablemente había costado la vida a las dos mujeres que terminaron en bolsas de basura y a las otras siete de las que Waits iba a hablarles al día siguiente.

– ¿Olivas? -dijo Bosch.

– ¿Qué, Bosch?

– No olvide llevar el expediente mañana. Quiero ver los 51.

– Oh, lo haré. Lo necesitaremos para la entrevista.

Bosch cerró el teléfono sin decir ni una palabra más. Notó que el ritmo de su respiración se disparaba. Pronto estuvo a punto de hiperventilarse. Sentía calor en la espalda, apoyada en el asiento del coche, y estaba empezando a sudar. Abrió las ventanas y trató de reducir el ritmo de cada inspiración. Estaba cerca del Parker Center y aparcó el coche.

Era la pesadilla de cualquier detective. El peor escenario. Una pista no seguida o echada a perder que permite que algo espantoso se desate en el mundo. Algo oscuro y malvado, que destruye vida tras vida al moverse a través de las sombras. Era cierto que todos los detectives cometen errores y han de vivir con el arrepentimiento. Pero Bosch sabía instintivamente que ése era un tumor maligno. Crecería cada vez más en su interior hasta que lo oscureciera todo y él se convirtiera en la última víctima, la última vida destruida.

Se incorporó al tráfico para que corriera el aire por las ventanas. Hizo un giro de ciento ochenta grados con chirrido de neumáticos y se dirigió a casa.

7

Desde la terraza trasera de su casa, Bosch observaba el cielo que empezaba a oscurecerse. Vivía en Woodrow Wilson Drive, en una casa en voladizo que colgaba de un lado de la colina como un personaje de dibujos animados que pende del borde de un acantilado. A veces, Bosch se sentía como ese personaje, y así era esa noche. Estaba bebiendo vodka con hielo. Era la primera vez que tomaba alcohol de alta graduación desde que se reincorporara al departamento el año anterior. El vodka le hacía sentir la garganta como si estuviera tragándose fuego, pero estaba bien. Estaba tratando de quemar sus pensamientos y cauterizar las terminaciones nerviosas.

Bosch se consideraba un verdadero detective, uno que lo digería todo y al que le importan las víctimas. «Todo el mundo cuenta o nadie cuenta», eso era lo que decía siempre. Eso le hacía bueno en el trabajo, pero también le hacía vulnerable. Los errores podían afectarle, y Raynard Waits era el peor error que había cometido.

Agitó el vodka y el hielo y echó otro largo trago hasta que se acabó la copa. ¿Cómo algo tan frío podía quemarle tan intensamente en la garganta? Volvió a entrar en la casa para echar más vodka al hielo. Lamentó no tener limón o lima para exprimir en la bebida, pero no había hecho paradas de camino a casa. En la cocina, con otra copa llena en la mano, cogió el teléfono y llamó al móvil de Jerry Edgar. Todavía se sabía el número de memoria. El número de un compañero es algo que nunca se olvida.

Edgar respondió y Bosch oyó el ruido de fondo de la televisión. Estaba en casa.

– Jerry, soy yo. He de preguntarte algo.

– ¿Harry? ¿Dónde estás?

– En casa, tío. Pero estoy trabajando en uno de los viejos.

– Ah, bueno, deja que repase la lista de obsesiones de Harry Bosch. Veamos, ¿Fernández?

– No.

– Esa chica. ¿Spike como se llamara?

– No.

– Me rindo, tío. Tienes demasiados fantasmas para que les siga la pista a todos.

– Gesto.

– Mierda. Debería haber empezado por ella. Sé que has estado trabajando el caso de vez en cuando desde que volviste. ¿Cuál es la pregunta?

– Hay una entrada en los 51. Lleva tus iniciales. Dice que llamó un tipo llamado Robert Saxon y dijo que la había visto en Mayfair.

Edgar esperó un momento antes de responder.

– ¿Eso es todo? ¿Ésa es la entrada?

– Eso es. ¿Recuerdas haber hablado con el tipo?

– Mierda, Harry, no recuerdo las anotaciones de los casos en los que trabajé el mes pasado. Por eso tenemos los 51. ¿Quién es Saxon?

Bosch agitó el vaso y echó un trago antes de contestar. El hielo chocó en su boca y se derramó vodka por la mejilla. Se limpió con la manga de la chaqueta y volvió a llevarse el teléfono a la boca.

– Es él… Creo.

– ¿Tienes al asesino, Harry?

– Casi seguro. Pero… podríamos haberlo tenido entonces. Quizá.

– No recuerdo que me llamara nadie llamado Saxon. Debió de tratar de correrse llamándonos. Harry, ¿estás borracho, tío?

– Casi.

– ¿Qué pasa, hombre? Si tienes al tipo, mejor tarde que nunca. Deberías estar feliz. Yo estoy feliz. ¿Aún no has llamado a sus padres?

Bosch se había apoyado en la encimera de la cocina y sintió la necesidad de sentarse. Pero el cable del teléfono no le alcanzaba para llegar a la sala de estar o a la terraza. Con cuidado de no derramar la bebida, se deslizó hasta el suelo, sin despegar la espalda de los armarios.

– No, no los he llamado.

– ¿Qué se me ha pasado, Harry? Estás jodido y eso significa que algo va mal.

Bosch esperó un momento.

– Lo que va mal es que Marie Gesto no fue la primera víctima y no fue la última.

Edgar permaneció en silencio al registrarlo. El sonido de fondo de la televisión se apagó y luego habló con la voz débil de un niño que pregunta cuál será su castigo.

– ¿Cuántas hubo después?

– Parece que nueve -dijo Bosch con voz igualmente tranquila-. Probablemente sabré más mañana.

– Joder -susurró Edgar.

Bosch asintió. En parte estaba enfadado con Edgar y quería echarle las culpas de todo. Pero en parte sabía que eran compañeros y que compartían lo bueno y lo malo. Esos 51 estaban en el expediente para que cualquiera de los dos los leyera y reaccionara.

– Entonces, ¿no recuerdas la llamada?

– No, nada. Hace demasiado tiempo. Lo único que puedo decir es que si no hubo seguimiento, es que la llamada no sonaba creíble o que saqué todo lo que había de quién llamó. Si él era el asesino, probablemente estaba jugando con nosotros.

– Sí, pero no pusimos el nombre en el ordenador. Si lo hubiéramos hecho, habría dado un resultado en el archivo de alias. Quizás era eso lo que quería.

Ambos se quedaron en silencio mientras sus mentes cribaban las arenas del desastre. Finalmente, habló Edgar.

– Harry, ¿lo has encontrado tú? ¿Quién lo sabe?

– Lo ha encontrado un tipo de Homicidios del noreste. Tiene el expediente Gesto. Él lo sabe y un fiscal del distrito que se ocupa del sospechoso lo sabe. No importa. La cagamos.

«Y murió gente», pensó, aunque no lo dijo.

– ¿Quién es el fiscal? -preguntó Edgar-. ¿Se puede contener?

Bosch sabía que Edgar ya había pasado a pensar en cómo limitar el daño profesional que algo así podía causar. Bosch se preguntó si la culpa de Edgar en relación con las nueve víctimas simplemente se había desvanecido o había sido convenientemente compartimentada. Edgar no era un verdadero detective. Mantenía los sentimientos al margen.

– Lo dudo -dijo Bosch-. Y la verdad es que no me importa. Deberíamos haber pillado a este tío en el noventa y tres, pero se nos pasó y ha estado descuartizando mujeres desde entonces.

– ¿Qué estás diciendo? ¿Descuartizando? ¿Estamos hablando del Asesino de las Bolsas de Echo Park? ¿Cómo se llama, Waits? ¿Él era nuestro tipo?

Bosch asintió con la cabeza y sostuvo el vaso frío contra la sien izquierda.

– Exacto. Va a confesar mañana. Finalmente saldrá a la luz porque Rick O'Shea va a exprimirlo. No habrá forma de ocultarlo, porque algún periodista listo va a preguntar si Waits surgió alguna vez en el caso Gesto.

– Entonces diremos que no, porque es la verdad. El nombre de Waits nunca surgió. Era un alias y no tenemos que hablarles de eso. Has de hacérselo ver a O'Shea, Harry.

La voz de su antiguo compañero tenía un tono urgente. Bosch lamentó haberle llamado. Quería que Edgar compartiera la carga de la culpa con él, no urdir una forma de eludir su responsabilidad.

– Da igual, Jerry.

– Harry, para ti es fácil decirlo. Estás en el centro y en tu segundo turno. Yo estoy a punto para un puesto de detective en Robos y Homicidios y esto va a joder cualquier oportunidad si surge.

Bosch ya quería colgar.

– Te he dicho que da igual. Haré lo que pueda, Jerry. Pero sabes que a veces, cuando la jodes, has de asumir las consecuencias.

– Esta vez no, compañero. Ahora no.

A Bosch le molestó que Edgar hubiera recurrido a la vieja «ley del compañero», pidiendo a Bosch que lo protegiera por lealtad y por la regla no escrita de que el vínculo entre compañeros dura para siempre y es más fuerte todavía que un matrimonio.

– He dicho que haré lo que pueda -le repitió a Edgar-. Ahora he de colgar, «compañero».

Se levantó del suelo y colgó el teléfono en la pared.

Antes de volver a la terraza de atrás sirvió más vodka en el vaso con hielo. Fuera, se acercó a la barandilla y apoyó los codos. El ruido del tráfico de la autovía procedente de la ladera era un siseo constante al que estaba acostumbrado. Levantó la mirada al cielo y vio que el atardecer era de un rosa sucio. Divisó un gavilán colirrojo suspendido en la corriente. Le recordó al que había visto el día que encontraron el coche de Marie Gesto.

Su teléfono móvil empezó a sonar y pugnó por sacarlo del bolsillo de la chaqueta. Finalmente, lo cogió y lo abrió antes de perder la llamada. No tuvo tiempo de mirar la identificación en la pantalla. Era Kiz Rider.

– ¿Harry, te has enterado?

– Sí, me he enterado. Acabo de hablar coa Edgar de eso. Lo único que le importa es proteger su carrera y sus oportunidades en Robos y Homicidios.

– Harry, ¿de qué estás hablando?

Bosch hizo una pausa. Estaba perplejo.

– ¿No te lo ha contado ese capullo de Olivas? Pensaba que a estas horas ya se lo habría contado a todo el mundo.

– ¿Contarme qué? Yo llamaba para ver si te habías enterado de si habían fijado la entrevista para mañana.

Bosch cayó en la cuenta de su error. Se acercó al borde de la terraza y vació el vaso por el lado.

– Mañana a las diez en punto en la oficina del fiscal. Lo pondrán en una sala allí. Lo siento, Kiz, me he olvidado de llamarte.

– ¿Estás bien? Parece que has estado bebiendo.

– Estoy en casa, Kiz. Tengo derecho.

– ¿Por qué creías que te estaba llamando?

Bosch contuvo el aliento y ordenó sus ideas antes de hablar.

– Edgar y yo deberíamos haber pillado a Waits o Saxon o como se llame en el noventa y tres. Edgar habló con él por teléfono. Usó el nombre de Saxon, pero ninguno de los dos comprobó su nombre en el ordenador. La cagamos bien, Kiz.

Ahora ella se quedó en silencio mientras registraba lo que Bosch había dicho. No tardó en darse cuenta de que la conexión del alias los habría conducido a Waits.

– Lo siento, Harry.

– Díselo a las nueve víctimas siguientes.

Bosch estaba mirando a los arbustos de debajo de la terraza.

– ¿Vas a estar bien?

– Estoy bien. Sólo trato de pensar cómo superar esto para estar listo mañana.

– ¿No crees que deberías dejarlo en este punto? Quizá debería asumirlo otro equipo de Casos Abiertos.

Bosch respondió de inmediato. No estaba seguro de cómo iba a sobrellevar el error fatal cometido trece años antes, pero no iba a retirarse en ese momento.

– No, Kiz, no voy a dejar el caso. Puede que se me pasara en el noventa y tres, pero no se me va a pasar ahora.

– Vale, Harry.

Rider no colgó, pero no dijo nada más. Bosch oyó una sirena mucho más abajo, en el desfiladero.

– Harry, ¿puedo hacerte una sugerencia?

Sabía lo que esperaba.

– Claro.

– Creo que deberías dejar el alcohol y empezar a pensar en mañana. Cuando nos metamos en esa sala, no van a importar los errores que se cometieron en el pasado. Todo será cuestión del momento con ese tipo. Hemos de estar avispados.

Bosch sonrió. No había oído esa expresión desde que estaba en patrulla en Vietnam.

– Estate avispada -dijo.

– Claro. ¿Quieres que nos reunamos en la brigada y vayamos juntos?

– Sí. Llegaré temprano. Quiero pasar antes por el registro civil.

Bosch oyó que llamaban a la puerta y se metió en la casa.

– Yo también, pues -dijo Rider-. Te veré en la brigada. ¿Estarás bien esta noche?

Bosch abrió la puerta y allí estaba Rachel Walling sosteniendo las carpetas con ambas manos.

– Sí, Kiz -dijo al teléfono-. Estaré bien. Buenas noches.

Cerró el teléfono e invitó a pasar a Rachel.

8

Como Rachel ya había estado en casa de Bosch antes, no se molestó en echar un vistazo. Dejó los archivos en la mesita del comedor y miró a Bosch.

– ¿Qué pasa? ¿Estás bien?

– Estoy bien. Casi me había olvidado de que venías.

– Puedo marcharme…

– No, me alegro de que estés aquí. ¿Has encontrado más tiempo para mirar el material?

– Un poco. Tengo algunas notas y algunas ideas que podrían ayudarte mañana. Y si quieres que esté allí, puedo arreglarlo para estar, extraoficialmente.

Bosch negó con la cabeza.

– Oficial o extraoficialmente no importa. Es la oportunidad de Rick O'Shea y si meto a una agente del FBI, entonces será mi oportunidad de irme.

Ella sonrió y negó con la cabeza.

– Todo el mundo cree que lo único que busca el FBI son los titulares. No siempre es así.

– Ya lo sé, pero no quiero que esto se convierta en un caso de prueba para O'Shea. ¿Quieres tomar algo? -Hizo un gesto hacia la mesa para que ella se sentara.

– ¿Qué estás tomando?

– Estaba tomando vodka, pero creo que voy a pasarme al café.

– ¿Puedes hacerme un vodka con tónica? -dijo ella.

– Puedo hacerte uno sin tónica -respondió.

– ¿Zumo de tomate?

– No.

– ¿Zumo de arándanos?

– Sólo vodka.

– Hardcore, Harry. Creo que tomaré café.

Bosch fue a la cocina a poner un cazo al fuego. Oyó que ella apartaba una silla y se sentaba. Al volver vio que Rachel había esparcido las carpetas y que tenía una página de notas delante.

– ¿Has hecho algo con el nombre ya? -preguntó Walling.

– Está en marcha. Empezaremos temprano mañana y con un poco de suerte sabremos algo antes de meternos en la sala con este tipo a las diez.

Rachel asintió y esperó a que Harry se sentara enfrente.

– ¿Listo? -preguntó ella.

– Listo.

Rachel Walling se inclinó hacia delante y miró sus notas. Al principio habló sin levantar la mirada de ellas.

– Sea quien sea, sea cual sea su nombre, es obvio que es listo y manipulador -dijo-. Fíjate en su tamaño. Bajito y no muy corpulento. Esto significa que actúa bien. De algún modo es capaz de conseguir que estas víctimas lo acompañen. Ésa es la clave. Es improbable que usara la fuerza física, al menos al principio. Es demasiado pequeño para eso. En cambio, empleó el encanto y la astucia, y tenía práctica y era brillante en eso. Si una chica está en la parada del autobús de Hollywood Boulevard, va a ser cauta y tendrá cierta medida de conocimiento de la calle. El era más listo.

Bosch asintió.

– El embaucador -dijo.

Ella dijo que sí con la cabeza y señaló una pequeña pila de documentos.

– He hecho un poco de investigación en Internet sobre eso -dijo ella-. En la épica, Reynard es descrito con frecuencia como un miembro del clero que es capaz de cortejar a sus fieles para atraerlos y poder atraparlos. En esa época (estamos hablando del siglo XII) el clero era la autoridad máxima. Hoy sería diferente. La autoridad última sería el gobierno, notablemente representado por la policía.

– ¿Quieres decir que podría haberse hecho pasar por poli?

– Es sólo una idea, pero es posible. Tuvo que haber tramado algo que funcionara.

– ¿Y un arma? ¿O dinero? Podría simplemente haber mostrado billetes verdes. Esas mujeres… Esas chicas habrían ido por dinero.

– Creo que era más que un arma y más que dinero. Para usar cualquiera de las dos hay que acercarse. El dinero no rebaja el umbral de la seguridad. Tenía que ser algo más. Su estilo o su palique, algo más que el dinero. Cuando consiguiera que se acercaran, entonces usaría el arma.

Bosch asintió, cogió un cuaderno de un estante situado detrás del lugar en el que estaba sentado y tomó unas pocas notas en una página.

– ¿Qué más? -preguntó.

– ¿Sabes cuánto tiempo ha tenido su negocio?

– No, pero lo sabremos mañana por la mañana. ¿Por qué?

– Bueno, porque muestra otra dimensión de su talento. Pero no me interesa solamente porque regentara su propia empresa. También siento curiosidad por la elección del negocio. Le permitía moverse y desplazarse por la ciudad. Si veías su furgoneta en el barrio, no había motivo de preocupación, salvo a última hora de la noche, lo cual obviamente condujo a su caída. Y el trabajo también Je permitía entrar en casas ajenas. Siento curiosidad por saber si empezó con ese empleo para que le ayudara a cumplir sus fantasías (los asesinatos) o bien ya tenía el negocio antes de actuar sobre esos impulsos.

Bosch tomó unas pocas notas más. Rachel iba bien encaminada con sus preguntas sobre ese empleo de Waits. El se planteaba preguntas similares. ¿Podía haber tenido Waits el mismo negocio trece años antes? ¿Había limpiado ventanas en los High Tower y se había enterado del apartamento vacante? Quizás era otro error, una conexión que se les había pasado por alto.

– Sé que no he de decirte esto, Harry, pero has de ser muy cuidadoso y cauto con él.

Bosch levantó la mirada de sus notas.

– ¿Por qué?

– Algo de lo que veo aquí… Y obviamente es una respuesta apresurada a un montón de material, pero… algo no cuadra.

– ¿Qué?

Ella compuso sus ideas antes de responder.

– Has de recordar que, si lo pillaron, fue por casualidad. Agentes que estaban buscando a un ladrón se encontraron con un asesino. Hasta el momento en que los agentes encontraron las bolsas en su furgoneta, Waits era completamente desconocido para las fuerzas del orden. Había pasado desapercibido durante años. Como he dicho, muestra que tenía cierto nivel de astucia y habilidad. Y también nos dice algo acerca de la patología. No estaba enviando notas a la policía como el Asesino del Zodiaco o BTK. No estaba exhibiendo a sus víctimas como una afrenta a la sociedad o una provocación a la policía. Estaba tranquilo. Se movía por debajo de la superficie. Y elegía víctimas, con la excepción de las dos primeras muertes, que podían ser eliminadas sin provocar demasiado revuelo. ¿Entiendes lo que te digo?

Bosch vaciló un momento, sin estar seguro de querer hablarle del error que él y Edgar habían cometido tantos años atrás.

Ella lo captó.

– ¿Qué?

Harry no contestó.

– Harry, no quiero acelerar en falso. Si hay algo que debería saber, entonces cuéntamelo o me levanto y me voy.

– Espera hasta que haga el café. Espero que te guste solo.

Se levantó, se metió en la cocina y llenó dos tazas de café. Encontró unos sobres de azúcar y edulcorante en una canasta donde echaba los condimentos que acompañaban a los pedidos para llevar y se los llevó a Rachel. Ella puso edulcorante en su taza.

– Vale -dijo Walling después del primer sorbo-. ¿Por qué no me lo cuentas?

– Mi compañero y yo cometimos un error cuando trabajamos en esto en el noventa y tres. No sé si contradice lo que acabas de decir sobre que Waits pasara desapercibido, pero parece que nos llamó entonces, cuando llevábamos tres semanas en el caso. Habló con mi compañero por teléfono y usó un alias. Al menos creíamos que era un alias. Con este asunto de Reynard el Zorro que has sacado, quizás usó su verdadero nombre. En cualquier caso la cagamos. Nunca lo comprobamos.

– ¿Qué quieres decir?

Bosch contó con detalle, lentamente, a regañadientes, la llamada de Olivas y su hallazgo del alias de Waits en el 51. Walling bajó la mirada a la mesa y asintió con la cabeza mientras escuchaba. Dibujó un círculo con el boli en la página de notas que tenía delante.

– Y el resto es historia -dijo Bosch-. Siguió adelante… y matando gente.

– ¿Cuándo descubriste esto? -preguntó ella.

– Justo después de dejarte hoy.

Rachel asintió con la cabeza.

– Lo cual explica por qué le estabas dando tan duro al vodka.

– Supongo.

– Pensaba… No importa lo que pensaba.

– No, no era por verte, Rachel. Verte era, o sea es… La verdad es que es muy bonito.

Walling levantó la taza y dio un sorbo al café, luego bajó la vista a su trabajo y pareció armarse de valor para seguir adelante.

– Bueno, no veo cómo el hecho de que os llamara entonces cambia mis conclusiones -dijo-. Sí, parece poco acorde con su personalidad que contactara bajo cualquier nombre. Pero has de recordar que el caso Gesto se produjo en las primeras etapas de su formación. Hay varios aspectos relacionados con Gesto que no encajan con el resto. Así que si ése fuera el único caso donde estableció contacto, no sería tan inusual.

– Vale.

Rachel recurrió de nuevo a sus notas y continuó evitando los ojos de Harry desde que éste le había hablado de su error.

– Bueno, ¿dónde estaba antes de que sacaras a relucir eso?

– Dijiste que después de los dos primeros crímenes eligió víctimas a las que podía enterrar sin noticia.

– Exactamente. Lo que estoy diciendo es que obtenía satisfacción en lo que hacía. No necesitaba que nadie más supiera que lo estaba haciendo. No disfrutaba por la atención. No quería atención; su satisfacción era autocontenida. No requería parte externa ni componente público.

– Entonces, ¿qué te preocupa?

Rachel levantó la mirada hacia él.

– ¿Qué quieres decir?

– No lo sé. Pero parece que algo en tu propio perfil del tipo te molesta. Hay algo que no te crees.

Ella asintió, reconociendo que la había interpretado correctamente.

– Es sólo que su perfil no cuadra con alguien que coopere en este momento del partido, que hable de los otros crímenes. Lo que veo aquí es a alguien que nunca lo admitiría. No admitiría nada. Que lo negaría, o que al menos mantendría silencio al respecto, hasta que le clavaran la inyección letal en el brazo.

– Muy bien, entonces eso es una contradicción. ¿No tienen contradicciones todos estos tipos? En algún punto están todos de atar. No hay ningún perfil correcto al ciento por ciento, ¿no?

– Es cierto -admitió Rachel-. Pero aun así no encaja, y supongo que lo que estoy intentando decir es que desde su punto de vista hay algo más. Un objetivo superior, si quieres. Un plan. Toda esta confesión es reveladora de manipulación.

Bosch asintió como si lo que ella había dicho fuera obvio.

– Por supuesto que lo es. Está manipulando a O'Shea y al sistema. Está usando esto para evitar la aguja.

– Quizá, pero podría haber otros motivos. Ten cuidado.

Ella dijo las dos últimas palabras con severidad, como si estuviera corrigiendo a un subordinado o incluso a un niño.

– No te preocupes, lo tendré -dijo Bosch.

Decidió no encallarse en eso.

– ¿Qué piensas del descuartizamiento? -preguntó-. ¿Qué nos dice?

– De hecho he pasado la mayor parte del tiempo estudiando las autopsias. Siempre he creído que las víctimas son lo que más te enseña del asesino. La estrangulación fue la causa de la muerte en todos los casos. No había heridas punzantes en los cadáveres, sólo el descuartizamiento. Son dos cosas diferentes. Creo que el descuartizamiento era simplemente una forma de limpieza, de deshacerse de los cadáveres con facilidad. Una vez más muestra su talento, su planificación y su organización. Cuanto más leía, más me daba cuenta de lo afortunados que fuimos al detenerlo esa noche. -Rachel pasó un dedo por la hoja de notas que había escrito y continuó-: Las bolsas me resultan muy intrigantes.

Tres bolsas para dos mujeres. Una bolsa contenía las dos cabezas y las cuatro manos. Era como si posiblemente tuviera un destino o un plan separado para la bolsa que contenía los identificadores, las cabezas y las manos. ¿Han sido capaces de determinar adónde iba cuando pararon su coche?

Bosch se encogió de hombros.

– No del todo. Se supone que iba a enterrar las bolsas en algún sitio en torno al estadio, pero la verdad es que no se explica, porque lo vieron alejarse de Stadium Way e ir hacia el barrio. Se estaba alejando del estadio y del bosque, de los lugares donde podría enterrar las bolsas. Hay algunos solares en el barrio y acceso desde las colinas de debajo del estadio, pero me parece que, si iba a enterrarlas, no se habría metido por allí. Se habría adentrado en el parque, donde había menos opciones de que se fijaran en él.

– Exactamente.

Ella miró otro de sus documentos.

– ¿Qué? -preguntó Bosch.

– Bueno, esta historia de Reynard el Zorro podría no tener nada que ver con todo esto. Podría ser coincidencia.

– Pero en la épica Reynard tiene un castillo que es su escondite secreto.

Rachel arqueó las cejas.

– No creía que tuvieras ordenador y menos que supieras buscar en Internet.

– No sé. Mi compañera hizo la búsqueda. Pero he de decirte que he estado en el barrio justo antes de llamarte hoy y no he visto ningún castillo.

Walling negó con la cabeza.

– No te lo tomes todo al pie de la letra -comentó.

– Bueno, todavía hay una gran pregunta con la cuestión de Reynard -dijo Bosch.

– ¿Cuál?

– ¿Has mirado la hoja de ingreso en prisión? No habló con Olivas y su compañero, pero sí respondió las preguntas de protocolo en la prisión cuando lo ficharon. Dijo que había terminado el instituto. No tiene educación superior. Mira, el tío es un limpiaventanas. ¿Cómo iba a saber de ese zorro medieval?

– No lo sé. Pero como he dicho, el personaje ha aparecido repetidamente en todas las culturas. Libros infantiles, programas de televisión, hay muchas formas en que el personaje podría haber causado impacto en este hombre. Y no subestimes su inteligencia por el hecho de que se gane la vida limpiando ventanas. Dirige su propio negocio. Eso es significativo en términos de mostrar algunas de sus capacidades. El hecho de que asesinara con impunidad durante tanto tiempo es un fuerte indicador de inteligencia.

Bosch no estaba completamente convencido. Disparó otra pregunta que la llevara en otra dirección.

– ¿Cómo encajan los dos primeros? Pasó del espectáculo público con los disturbios y luego un gran impacto en los medios con Marie Gesto a, como dices, perderse completamente bajo la superficie.

– Todos los asesinos en serie cambian el modus operandi. La respuesta sencilla es que estaba en una curva de aprendizaje. Creo que el primer asesinato (con la víctima masculina) fue un crimen de oportunidad, como matar al que se le pusiera por delante. Había pensado en matar durante mucho tiempo, pero no estaba seguro de poder hacerlo. Se encontró a sí mismo en una situación que le permitía ponerse a prueba (el caos de los disturbios). Era una oportunidad de ver si realmente podía matar a alguien y salir airoso. El sexo de la víctima no era importante. La identidad de la víctima tampoco. En ese momento sólo quería descubrir si podía hacerlo y casi cualquier víctima serviría.

Bosch entendió la lógica. Asintió con la cabeza.

– Así que lo hizo -dijo-. Y entonces llegamos a Marie Gesto. Elige una víctima que atrae a la policía y la atención de los medios.

– Todavía estaba aprendiendo, formándose -dijo ella-. Ya sabía que podía matar y quería salir de caza. Marie Gesto fue su primera víctima. Se cruzó en su camino, algo en ella encajaba en el programa de su fantasía y simplemente se convirtió en una presa. En ese momento, su foco estaba en la adquisición de la víctima y la autoprotección. En ese caso eligió mal. Eligió a una mujer a la que se echaría muchísimo de menos y cuya desaparición provocaría una respuesta inmediata. Probablemente no sabía que iba a ser así. Pero aprendió de ello, de la presión que atrajo sobre sí mismo.

Bosch asintió con la cabeza.

– En cualquier caso, después de Gesto aprendió a añadir un tercer elemento a su foco: el historial de la víctima. Se aseguró de que elegía a víctimas que no sólo cumplían con las necesidades de su programa, sino que procedían de la periferia de la sociedad, donde sus idas y venidas no causarían noticia y mucho menos alarma.

– Y se sumergió bajo la superficie.

– Exactamente. Se sumergió y se quedó allí. Hasta que tuvimos suerte en Echo Park.

Bosch asintió. Todo ello era útil.

– Esto plantea preguntas, ¿no? -preguntó-. Sobre cuántos de estos tipos hay sueltos. Los asesinos de debajo de la superficie.

Walling dijo que sí con la cabeza.

– Sí. A veces me pone los pelos de punta. Me pregunto cuánto tiempo habría continuado matando este tipo si no hubiéramos tenido tanta suerte.

Ella comprobó sus notas, pero no dijo nada más.

– ¿Es todo lo que tienes? -preguntó Bosch.

Walling lo miró con severidad y él se dio cuenta de que había elegido mal sus palabras.

– No quería decirlo así -se corrigió con rapidez-. Todo esto es genial y va a ayudarme mucho. Me refería a si hay algo más de lo que quieras hablar.

Ella sostuvo su mirada por un momento antes de contestar.

– Sí, hay algo más. Pero no es sobre esto.

– Entonces, ¿qué es?

– Has de darte un respiro con esa llamada, Harry. No puedes dejar que te hunda. El trabajo que tienes por delante es demasiado importante.

Bosch asintió de manera insincera. Era fácil para ella decirlo. Ella no tendría que vivir con los fantasmas de todas las mujeres de las que Raynard Waits empezaría a hablarles a la mañana siguiente.

– No lo digo por decir -insistió Rachel-. ¿Sabes cuántos casos he trabajado en Comportamiento en los que el tipo ha seguido matando? ¿Cuántas veces recibíamos llamadas y notas de esos tarados, pero aun así no podíamos llegar antes de que muriera la siguiente víctima?

– Lo sé, lo sé.

– Todos tenemos fantasmas. Es parte del trabajo. Con algunos es una parte más grande que con otros. Una vez tuve un jefe que siempre decía: «Si no puedes soportar a los fantasmas, sal de la casa encantada».

Bosch asintió otra vez, esta vez mientras la miraba a ella directamente. En esta ocasión iba en serio.

– ¿Cuántos homicidios has resuelto, Harry? ¿Cuántos asesinos has sacado de la circulación?

– No lo sé. No llevo la cuenta.

– Quizá deberías.

– ¿Adónde quieres llegar?

– ¿Cuántos de esos asesinos lo habrían hecho otra vez si tú no los hubieras parado? Ahí quiero llegar. Apuesto a que más de unos pocos.

– Probablemente.

– Ahí lo tienes. Llevas mucha ventaja en el largo plazo. Piensa en eso.

– Vale.

La mente de Bosch saltó a uno de esos asesinos. Harry había detenido a Roger Boylan muchos años antes. Conducía una camioneta con la caja cubierta por una lona. Había usado marihuana para atraer a un par de chicas jóvenes a la parte trasera mientras estaba aparcado en la represa de Hansen. Las violó y las mató inyectándoles una sobredosis de tranquilizante para caballos. Luego arrojó los cadáveres en el lecho seco de un cenagal cercano. Cuando Bosch le puso las esposas, Boylan sólo tenía una cosa que decir: «Lástima. Sólo estaba empezando». Bosch se preguntó cuántas víctimas habría habido si él no lo hubiera detenido. Se preguntó si podía cambiar a Roger Boylan por Raynard Waits y reclamar un empate. Por un lado, pensaba que podía. Por otro, sabía que no era una cuestión de matemáticas. El verdadero detective sabía que un empate en el trabajo de homicidios no era lo bastante bueno. Ni mucho menos.

– Espero haber ayudado -dijo Rachel.

Bosch levantó la mirada y pasó del recuerdo de Boylan a los ojos de Rachel.

– Creo que lo has hecho. Creo que conoceré mejor a quién y con qué estoy tratando cuando me meta en la sala de interrogatorios con él mañana.

Ella se levantó de la mesa.

– Me refería a lo otro.

– En eso también. Me has ayudado mucho.

Rodeó la mesa para poder acompañarla a la puerta.

– Ten cuidado, Harry.

– Lo sé. Ya lo has dicho. Pero no has de preocuparte. Será una situación de plena seguridad.

– No me refiero al peligro físico tanto como al psicológico. Cuídate, Harry. Por favor.

– Lo haré -dijo.

Era hora de irse, pero Rachel estaba vacilando. Miró el contenido del archivo extendido sobre la mesa y después a Bosch.

– Esperaba que me llamases alguna vez -dijo-, pero no para hablar sobre un caso.

Bosch tuvo que tomarse unos segundos antes de responder.

– Pensaba que por lo que había dicho… Por lo que dijimos los dos…

Bosch no estaba seguro de cómo terminar. No estaba seguro de qué era lo que estaba tratando de decir. Rachel estiró el brazo y le puso suavemente la mano en el pecho. Se acercó un paso, entrando en su espacio personal. Bosch puso los brazos en torno a Rachel y la abrazó.

9

Más tarde, después de haber hecho el amor, Bosch y Rachel se quedaron en la cama, hablando de cualquier cosa que se les ocurría salvo de lo que acababan de hacer. Al final, volvieron al caso y al interrogatorio de la mañana siguiente con Raynard Waits.

– No puedo creer que después de todo este tiempo vaya a sentarme cara a cara con el asesino de Marie -dijo Bosch-. Es como un sueño. Realmente he soñado con pillar a este tipo. O sea, nunca era Waits en el sueño, pero soñaba con cerrar el caso.

– ¿Quién estaba en el sueño? -preguntó ella.

Tenía la cabeza descansando en el pecho de él. Harry no podía verle la cara, pero podía olerle el pelo. Debajo de las sábanas, Rachel tenía una pierna encima de una de las suyas.

– Era ese tipo del que siempre pensé que podría encajar con esto. Pero nunca tuve nada con qué acusarlo. Supongo que porque siempre fue un gilipollas, quería que fuera él.

– Bueno, ¿tenía alguna conexión con Gesto?

Bosch trató de encogerse de hombros, pero era difícil con sus cuerpos tan entrelazados.

– Conocía el garaje donde encontraron el coche y tenía una ex mujer que era clavada a Gesto. También tenía problemas para controlar la ira. Pero yo no podía aportar ninguna prueba real. Sólo pensaba que era él. Una vez lo seguí, durante el primer año de la investigación. Estaba trabajando de vigilante de seguridad en los viejos campos de petróleo detrás de Baldwin Hills. ¿Sabes dónde está?

– ¿Te refieres a allí donde se ven las bombas de petróleo cuando vienes de La Cienega desde el aeropuerto?

– Sí, exacto. Ése es el sitio. Bueno, la familia de ese chico es propietaria de un pedazo de esos campos y supongo que su padre estaba tratando de enderezarlo. Lo típico, obligarle a que se ganara la vida, aunque tenía todo el dinero del mundo. Así que estaba ocupándose de la seguridad allí arriba y yo lo estaba observando un día. Se encontró con unos chicos que estaban por ahí enredando, entrando en propiedad privada y haciendo el tonto. Eran chavales de trece o catorce años. Dos chicos del barrio vecino.

– ¿Qué les hizo?

– Se les echó encima y los esposó a uno de los pozos de petróleo. Estaban espalda contra espalda y esposados en torno a esa pértiga que era como un ancla para la bomba de extracción. Y entonces se metió en su furgoneta y se largó.

– ¿Los dejó allí?

– Eso es lo que pensé que estaba haciendo, pero volvió. Yo estaba observando con prismáticos desde una cresta al otro lado de La Cienega y desde allí veía todo el campo de petróleo. Había otro tipo con él y fueron a esa cabaña, donde supongo que guardaban muestras del petróleo que estaban extrayendo del suelo. Entraron allí y salieron con dos cubos de ese material, lo metieron en la furgoneta y volvieron. Entonces les echaron esa mierda por encima a los dos chavales.

Rachel se incorporó sobre un codo y lo miró.

– ¿Y tú te quedaste mirando?

– Te lo he dicho, estaba en otro risco, al otro lado de La Cienega, antes de que construyeran casas allí arriba. Si hubiera ido más lejos, habría intentado intervenir de alguna manera, pero entonces los soltó. Además, no quería que supiera que lo estaba vigilando. En ese momento él no sabía que lo tenía en mente por lo de Gesto.

Rachel asintió como si comprendiera y no cuestionó más su falta de acción.

– ¿Sólo los dejó ir? -preguntó ella.

– Les quitó las esposas, le dio una patada en el culo a uno de ellos y los dejó ir. Sé que estaban llorando y asustados.

Rachel negó con la cabeza en un gesto de asco.

– ¿Cómo se llama ese tipo?

– Anthony Garland. Su padre es Thomas Rex Garland. Puede que hayas oído hablar de él.

Rachel negó con la cabeza, sin reconocer el nombre.

– Bueno, Anthony puede que no fuera el asesino de Gesto, pero suena a gilipollas integral.

Bosch asintió.

– Lo es. ¿Quieres verlo?

– ¿Qué quieres decir?

– Tengo sus «grandes éxitos» en vídeo. Lo he tenido en una sala de interrogatorios tres veces en trece años. Todas las entrevistas están grabadas.

– ¿Tienes la cinta aquí?

Bosch asintió, sabiendo que ella podría encontrar extraño o desagradable que estudiara cintas de interrogatorios en casa.

– Las tengo copiadas en una cinta. Las traje a casa la última vez que trabajé el caso.

Rachel pareció considerar la respuesta antes de contestar.

– Entonces ponía. Echemos un vistazo a este tipo.

Bosch salió de la cama, se puso los calzoncillos y encendió la lámpara. Fue a la sala de estar y miró en el armario de debajo del televisor. Tenía unas cuantas cintas de escenas del crimen de viejos casos, así como otras varias cintas y DVD. Finalmente localizó una cinta VEIS con la nota «Garland» en la caja y se la llevó de nuevo al dormitorio.

Tenía un televisor con reproductor de vídeo incorporado en la cómoda. Lo encendió, metió la cinta y se sentó en el borde de la cama con el control remoto. Se dejó los calzoncillos puestos ahora que él y Rachel estaban trabajando. Rachel se quedó bajo las sábanas y cuando la cinta estaba empezando a reproducirse estiró una pierna hacia él y repiqueteó con los dedos de los pies en su espalda.

– ¿Esto es lo que haces con todas las chicas que traes aquí? ¿Enseñarles tus técnicas de interrogación?

Bosch la miró por encima del hombro y le respondió casi en serio.

– Rachel, creo que eres la única persona en el mundo con la que podría hacer esto.

Ella sonrió.

– Creo que te pillo, Bosch.

Él volvió a mirar a la pantalla. La cinta se estaba reproduciendo. Le dio al botón de silencio del mando a distancia.

– La primera es del 11 de marzo de 1994. Fue unos seis meses después de que desapareciera Gesto y estábamos buscando algo. No teníamos suficiente para detenerlo, ni mucho menos, pero logré convencerlo para que viniera a comisaría a declarar. No sabía que tenía el anzuelo en él. Pensaba que sólo iba a hablar del apartamento en el que había vivido su ex novia.

En la pantalla se veía una imagen en color con mucho grano de una pequeña sala en la que había dos hombres sentados. Uno era un Harry Bosch de aspecto mucho más joven y el otro era un hombre de veintipocos años con pelo ondulado rubio decolorado por el sol: Anthony Garland. Llevaba una camiseta que ponía «Lakers» en el pecho. Las mangas le quedaban ceñidas a los brazos y la tinta de un tatuaje era visible en el bíceps izquierdo: alambre de púas negro que envolvía los músculos del brazo.

– Vino voluntariamente. Entró como si viniera a un día en la playa. Bueno…

Bosch subió el sonido. En la pantalla, Garland estaba observando la sala con una ligera sonrisa en el rostro.

«Así que es aquí donde pasa, ¿eh?», preguntó.

«¿Dónde pasa qué?», dijo Bosch.

«Ya sabe, donde quiebran a los tipos malos y confiesan todos sus crímenes», sonrió con timidez.

«A veces -dijo Bosch-. Pero hablemos de Marie Gesto. ¿La conocía?»

«No, le dije que no la conocía. Nunca la había visto antes en mi vida.»

«¿Antes de qué?»

«Antes de que me enseñara su foto.»

«Entonces si alguien me dijera que la conocía, estaría mintiendo.»

«Claro que sí. ¿Quién coño le dijo esa gilipollez?»

«Pero conocía el garaje vacío en los High Tower, ¿no?»

«Sí, bueno, mi novia acababa de mudarse y, sí, sabía que el sitio estaba vacío. Eso no significa que metiera el coche ahí. Mire, ya me ha preguntado todo esto en la casa. Pensaba que había algo nuevo. ¿Acaso estoy detenido?»

«No, Anthony, no está detenido. Sólo quería que viniera para poder repasar este material.»

«Ya lo he repasado con usted.»

«Pero eso fue antes de que supiéramos algunas otras cosas sobre usted y sobre ella. Ahora es importante recorrer el mismo camino otra vez. Tomar un registro formal.»

El rostro de Garland pareció contorsionarse de ira momentáneamente. Se inclinó sobre la mesa.

«¿Qué cosas? ¿De qué coño está hablando? No tengo nada que ver con eso. Ya se lo he dicho al menos dos veces. ¿Por qué no está buscando a la persona que lo hizo?»

Bosch esperó a que Garland se calmara un poco antes de responder.

«Porque quizás estoy con la persona que lo hizo.»

«Que le den por culo. No tiene nada contra mí, porque no hay nada que tener. Se lo he dicho desde el principio. ¡Yo no he sido!»

Ahora Bosch se inclinó sobre la mesa. Sus caras estaban a un palmo de distancia.

«Ya sé lo que me dijo, Anthony. Pero eso fue antes de que fuera a Austin y hablara con su novia. Ella me contó algunas cosas sobre usted que, francamente, Anthony, requieren que preste más atención.»

«Que le den. ¡Es una puta!»

«¿Sí? Y entonces, ¿por qué se enfadó con ella cuando le dejó? ¿Por qué tuvo que huir de usted? ¿Por qué no la dejó en paz?»

«Porque a mí nadie me deja. Las dejo yo. ¿Vale?»

Bosch se recostó y asintió con la cabeza.

«Vale. Entonces, con el máximo detalle que pueda recordar, cuénteme lo que hizo el 9 de septiembre del año pasado. Cuénteme adonde fue y a quién vio.»

Utilizando el control remoto, Bosch adelantó la cinta.

– No tenía coartada para el momento en que creíamos que sacaron a Marie del supermercado. Pero podemos saltar adelante, porque esa parte del interrogatorio es interminable.

Rachel estaba ahora sentada en la cama detrás de él, con la sábana ceñida en torno al cuerpo. Bosch la miró por encima del hombro.

– ¿Qué opinas de este tipo hasta ahora?

Ella encogió sus hombros desnudos.

– Parece el típico capullo rico. Pero eso no lo convierte en un asesino.

Bosch asintió.

– Esto de ahora es de dos años después. Los abogados de la firma de su papi me pusieron una orden y sólo podía interrogar al chico si tenía un abogado presente. Así que no hay mucho más aquí, pero hay una cosa que quiero que veas. Su abogado en esto es Dennis Franks, del bufete de Cecil Dobbs, un pez gordo de Century City que se ocupa de las cosas de T. Rex.

– ¿T. Rex?

– El padre. Thomas Rex Garland. Le gusta que lo llamen T. Rex.

– Lo supongo.

Bosch frenó un poco la velocidad de avance para distinguir mejor la acción de la cinta. En pantalla, Garland estaba sentado a una mesa con un hombre justo a su lado. En la imagen en avance rápido, el abogado y su cliente consultaban muchas veces en comunicaciones boca-oreja. Bosch finalmente puso la cinta a velocidad normal y recuperó el audio. Quien hablaba era Franks, el abogado.

«Mi cliente ha cooperado plenamente con usted, pero usted continúa acosándolo en el trabajo y en casa con estas sospechas y preguntas que no están sustentadas ni por un ápice de prueba.»

«Estoy trabajando en esa parte, letrado -dijo Bosch-. Y cuando termine, no habrá ningún abogado en el mundo que pueda ayudarle.»

«¡Váyase al cuerno, Bosch! -dijo Garland-. Será mejor que nunca venga solo a por mí, sí no quiere morder el polvo.»

Franks puso una mano tranquilizadora en el brazo de Garland. Bosch se quedó en silencio unos segundos antes de responder.

«¿Quiere amenazarme ahora, Anthony? ¿Cree que soy como uno de esos adolescentes a los que esposa en los campos de petróleo y les echa crudo por encima? ¿Cree que me voy a ir con el rabo entre las piernas?»

La cara de Garland se oscureció en una mueca. Sus ojos parecían dos canicas negras inmóviles.

Bosch pulsó el botón de pausa en el mando a distancia.

– Ahí -le dijo a Rachel señalando la pantalla con el mando-. Es lo que quería que vieras. Mira esa cara. Pura y perfecta rabia. Por eso pensaba que era él.

Walling no respondió. Bosch la miró y parecía que ella hubiera visto antes el rostro de pura y perfecta rabia. Parecía casi intimidada. Bosch se preguntó si lo había visto en alguno de los asesinos a los que se había enfrentado o en algún otro.

Harry se volvió hacia la televisión y pulsó de nuevo el botón de avance rápido.

– Ahora saltamos casi diez años, a cuando lo llevé a comisaría en abril pasado. Franks ya no estaba y se ocupó del caso otro tipo del bufete de Dobbs. Metió la pata y no volvió al juez cuando expiró la primera orden de alejamiento. Así que lo intenté otra vez. Él se sorprendió al verme. Lo cogí un día que salía de comer en Kate Mantilini. Probablemente pensaba que había desaparecido de su vida hacía tiempo.

Bosch detuvo el botón de avance rápido y reprodujo la cinta. En la pantalla, Garland parecía más viejo y más gordo. Su cara se había ensanchado y ahora llevaba el pelo muy corto y empezaban a verse las entradas. Lucía camisa blanca y corbata. Las entrevistas grabadas lo habían seguido desde el final de la adolescencia a bien entrado en la edad adulta.

En esta ocasión, Garland aparecía sentado en una sala de interrogatorio diferente. Ésta era del Parker Center.

«Si no estoy detenido, soy libre para irme -dijo-. ¿Soy libre para irme?»

«Esperaba que contestara unas cuantas preguntas antes», replicó Bosch.

«Respondí a todas sus preguntas hace años. Esto es una vendetta, Bosch. No se rendirá. No me dejará en paz. ¿Puedo irme ahora o no?»

«¿Dónde escondió el cadáver?»

Garland negó con la cabeza.

«Dios mío, esto es increíble. ¿Cuándo terminará?»

«No terminará nunca, Garland. No hasta que la encuentre y no hasta que le encarcele.»

«¡Esto es una puta locura! Está loco, Bosch. ¿Qué puedo hacer para que me crea? ¿Qué puedo…?»

«Puede decirme dónde está y entonces le creeré.»

«Bueno, ésa es la única cosa que no puedo decirle, porque yo no…»

Bosch de repente apagó la tele con el mando a distancia. Por primera vez se dio cuenta de lo ciego que había estado, yendo tras Garland tan implacablemente como un perro que persigue a un coche. No era consciente del tráfico, no era consciente de que justo delante de él, en el expediente, estaba la pista del asesino real. Mirar la cinta con Walling había acumulado humillación sobre humillación. Había pensado que al mostrarle la cinta, ella vería por qué se había centrado en Garland. Ella lo entendería y lo absolvería del error. Pero ahora, al contemplarlo a través del prisma de la inminente confesión de Waits, ni siquiera él mismo podía absolverse.

Rachel se inclinó hacia él y le tocó la espalda, trazando su columna vertebral con sus dedos suaves.

– Nos pasa a todos -dijo ella.

Bosch asintió. «A mí no», pensó.

– Supongo que cuando esto termine tendré que ir a buscarlo y pedirle disculpas -dijo.

– Que se joda. Sigue siendo un capullo. Yo no me molestaría.

Bosch sonrió. Ella estaba tratando de ponérselo fácil.

– ¿Tú crees?

Ella tiró de la cinturilla elástica de los calzoncillos de Bosch y la soltó en su espalda.

– Creo que tengo al menos otra hora antes de empezar a pensar en irme a casa.

Bosch se volvió a mirarla y sonrió.

10

A la mañana siguiente, Bosch y Rider caminaron desde el registro civil al edificio de los tribunales y, a pesar de la espera del ascensor, llegaron a la oficina del fiscal con veinte minutos de adelanto. O'Shea y Olivas estaban listos. Todo el mundo ocupó los mismos asientos que el día anterior. Bosch se fijó en que ya no estaban los carteles apoyados contra la pared. Probablemente les habían dado un buen uso en algún sitio, quizá los habían enviado al salón público donde estaba previsto esa noche el foro de los candidatos.

Al sentarse, Bosch vio el expediente del caso Gesto en el escritorio de O'Shea. Lo cogió sin preguntar e inmediatamente lo abrió por el registro cronológico. Revisó los 51 hasta que encontró la página del 29 de septiembre de 1993. Miró la anotación de la que le había hablado Olivas la tarde anterior. Era, como se la habían leído a Bosch, la última entrada del día. Bosch sintió otra vez un profundo pinchazo de arrepentimiento.

– Detective Bosch, todos cometemos errores -dijo O'Shea-. Sólo pasemos adelante y hagámoslo lo mejor que podamos hoy.

Bosch levantó la cabeza para mirarlo y finalmente asintió. Cerró el libro y lo puso otra vez en la mesa. O'Shea continuó.

– Me han comunicado que Maury Swann se encuentra en la sala de interrogatorios con el señor Waits y está listo para empezar. He estado pensando en esto y quiero abordar los casos de uno en uno y por orden. Empezamos con Fitzpatrick, y cuando estemos satisfechos con la confesión, pasamos al caso Gesto, y cuando estemos satisfechos con eso, pasamos al siguiente y así sucesivamente.

Todo el mundo asintió con la cabeza, salvo Bosch.

– Yo no voy a estar satisfecho hasta que tengamos sus restos -dijo.

Esta vez fue O'Shea quien asintió. Cogió un documento del escritorio.

– Lo entiendo. Si puede localizar a la víctima en base a las declaraciones de Waits, entonces bien. Si la cuestión es que él nos conduzca al cadáver, tengo una orden de liberación preparada para llevarla al juez. Diría que si alcanzamos un punto en que tengamos que sacar a este tipo de prisión, entonces la seguridad debería ser extraordinaria. Habrá mucho en juego con esto y no podernos cometer errores.

O'Shea se tomó el tiempo de mirar de detective a detective para asegurarse de que todos comprendían la gravedad de la situación. Iba a jugarse su campaña y su vida política en la seguridad de Raynard Waits.

– Estaremos preparados para lo que sea -dijo Olivas.

La expresión de preocupación en el rostro de O'Shea no cambió.

– Va a contar con una presencia uniformada, ¿no? -preguntó.

– No pensaba que fuera necesario, los uniformes atraen la atención -dijo Olivas-. Podemos ocuparnos nosotros. Pero si lo prefiere, la tendremos.

– Creo que sería bueno tenerla, sí.

– No hay problema, pues. O bien conseguiremos que venga un coche de la metropolitana con nosotros o una pareja de ayudantes del sheriff de la prisión.

O'Shea dio su aprobación.

– Entonces, ¿estamos listos para empezar?

– Hay una cosa -dijo Bosch-. No sabemos a ciencia cierta quién está esperándonos en la sala de interrogatorios, pero estamos casi seguros de que no se llama Raynard Waits.

Una expresión de sorpresa apareció en el rostro de O'Shea e inmediatamente se hizo contagiosa. La boca de Olivas se abrió un par de centímetros y el detective se inclinó hacia delante.

– Lo identificamos con las huellas -protestó Olivas-. En el caso anterior.

Bosch asintió.

– Sí, el anterior. Como sabe, cuando lo detuvieron trece años atrás, primero dio el nombre de Robert Saxon junto con la fecha de nacimiento del 3 de noviembre de 1975. Es el mismo nombre que usó luego ese mismo año cuando llamó para hablar de Gesto, sólo que dio la fecha de nacimiento del 3 de noviembre de 1971. Pero cuando lo detuvieron y comprobaron sus huellas en el ordenador, coincidió con la huella del carné de conducir de Raynard Waits, con una fecha de nacimiento del 3 de noviembre de 1971. Así que tenemos el mismo día y mes pero diferentes años. En cualquier caso, cuando se le confrontó con la huella dactilar, él aceptó ser Raynard Waits, diciendo que había dado un nombre y un año falsos porque esperaba ser tomado por un menor. Todo esto está en el expediente.

– Pero ¿adónde nos lleva? -dijo O'Shea con impaciencia.

– Déjeme terminar. Le dieron la condicional, porque era su primer delito. En el informe biográfico de la condicional decía que nació y se educó en Los Angeles. Bueno, pues acabamos de venir del registro civil y no hay ningún registro de que Raynard Waits naciera en Los Angeles en esa fecha o en ninguna otra. Hay muchos Robert Saxon nacidos en Los Angeles, pero ninguno el 3 de noviembre de cualquiera de los años mencionados en los archivos.

– La conclusión -dijo Rider- es que no sabemos quién es el hombre con el que vamos a hablar.

O'Shea se apartó del escritorio y se levantó. Paseó a lo largo de la espaciosa oficina mientras pensaba y hablaba de esta última información.

– Vale, entonces, ¿está diciendo que Tráfico tiene las huellas equivocadas en el archivo o que hubo algún tipo de confusión?

Bosch se volvió en su silla para poder mirar a O'Shea mientras respondía.

– Estoy diciendo que este tipo, sea quien sea en realidad, podría haber ido a Tráfico hace trece, catorce años, para configurar una identidad falsa. ¿Qué hace falta para conseguir una licencia de conducir? Demostrar la edad. Entonces podían comprarse documentos de identidad y certificados de nacimiento falsos sin ningún problema en Hollywood Boulevard. O podría haber sobornado a un empleado de Tráfico. Podría haber hecho muchas cosas. La cuestión es que no hay ningún registro de que naciera en Los Angeles y dice que lo hizo. Eso pone en tela de juicio todo lo demás.

– Quizás ésa es la mentira -dijo Olivas-. Quizás es Waits y mintió al decir que nació aquí. Es como cuando naces en Riverside y le dices a todo el mundo que eres de Los Angeles.

Bosch negó con la cabeza. No aceptaba la lógica que Olivas estaba insinuando.

– El nombre es falso -insistió Bosch-. Raynard está sacado de un personaje del folclore medieval conocido como Reynard el Zorro. Se escribe con e, pero se pronuncia igual. Si juntamos eso con el apellido nos queda «el zorro espera». ¿Entienden? No pueden convencerme de que alguien le puso ese nombre al nacer.

Eso provocó un momentáneo silencio en la sala.

– No lo sé -dijo O'Shea, pensando en voz alta-. Parece un poco pillada por los pelos esta conexión medieval.

– Es sólo pillada por los pelos porque no podemos confirmarla -contrarrestó Bosch-. En mi opinión es más rocambolesco que ése fuera su nombre de pila.

– Entonces, ¿qué está diciendo? -preguntó Olivas-. ¿Que cambió su nombre y continuó usándolo incluso después de tener una detención en su historial? No le encuentro el sentido.

– Yo tampoco. Pero todavía no conocemos la historia que hay detrás.

– Muy bien. ¿Qué proponen que hagamos? -dijo O'Shea.

– No mucho -dijo Bosch-. Sólo lo pongo sobre la mesa. Pero creo que hemos de registrarlo ahí dentro. Es decir, pedirle que diga su nombre, fecha y lugar de nacimiento. Ésa es la forma rutinaria de empezar estos interrogatorios. Si nos dice Waits, entonces quizá podamos pillarle más adelante en esa mentira y juzgarlo por todo. Dijo que ése era el trato: si miente, se arrepiente. Podemos acusarlo de todo.

O'Shea estaba de pie junto a la mesita de café, detrás de donde estaban sentados Bosch y Rider. Bosch se volvió de nuevo para ver cómo asimilaba la propuesta. El fiscal estaba reflexionando y asintiendo con la cabeza.

– No veo dónde puede hacernos daño -dijo al fin-. Póngalo en la grabación, pero dejémoslo ahí. Muy sutil y de rutina. Podemos volver sobre él después, si descubrimos más al respecto.

Bosch miró a Rider.

– Tú serás la que empiece con él, preguntándole por ese primer caso. Tu primera pregunta puede ser sobre su nombre.

– Bien -dijo ella.

O'Shea rodeó el escritorio.

– De acuerdo, entonces -dijo-. ¿Estamos listos? Es hora de irse. Trataré de quedarme mientras mi agenda me lo permita. No se ofendan si hago alguna pregunta de vez en cuando.

Bosch respondió levantándose. Rider lo siguió enseguida y a continuación Olivas.

– Una última cosa -dijo Bosch-. Ayer nos contaron una anécdota de Maury Swann que quizá deberían conocer.

Bosch y Rider se turnaron narrando la historia que Abel Pratt les había relatado. Al final, Olivas estaba riendo y sacudiendo la cabeza, y Bosch se dio cuenta por la expresión de O'Shea que el fiscal estaba tratando de contar cuántas veces había estrechado la mano de Maury Swann en el tribunal. Quizás estaba preocupado por una posible secuela política.

Bosch se dirigió a la puerta del despacho. Sentía una mezcla de excitación y temor crecientes. Estaba inquieto porque sabía que finalmente estaba a punto de descubrir lo que le había ocurrido a Marie Gesto hacía tantos años. Al mismo tiempo, temía descubrirlo. Y temía el hecho de que los detalles que pronto averiguaría le pondrían encima una pesada carga. Una carga que tendría que transferir a una madre y un padre que aguardaban en Bakersfield.

11

Dos ayudantes del sheriff uniformados custodiaban la puerta de la sala de interrogatorios donde se hallaba sentado el hombre que se hacía llamar Raynard Waits. Se apartaron y dejaron pasar al cortejo de la fiscalía. La sala contenía una única mesa larga. Waits y su abogado defensor, Maury Swann, estaban sentados en uno de los lados. Waits estaba justo en el medio; Swann, a su izquierda. Cuando entraron los investigadores y el fiscal, sólo Maury Swann se levantó. Waits estaba sujeto a los brazos de la silla con bridas de plástico. Swann, un hombre delgado con gafas de montura negra y una fastuosa melena de pelo plateado, tendió la mano, pero nadie se la estrechó.

Rider ocupó la silla que estaba enfrente de la de Waits, y Bosch y O'Shea se sentaron a ambos lados de la detective. Como Olivas no iba a estar en la rotación del interrogatorio durante cierto tiempo, ocupó la silla restante, que estaba junto a la puerta.

O'Shea se ocupó de las presentaciones, pero de nuevo nadie estrechó la mano de nadie. Waits iba vestido con un mono naranja con letras negras impresas en el pecho.

Prisión del condado L.A.

Aléjese

La segunda línea no estaba concebida como advertencia, pero servía como tal. Significaba que Waits estaba en estatus de aislamiento en el interior de la prisión, es decir, que se hallaba confinado en una celda individual y no se le permitía el contacto con el resto de la población reclusa. Este estatus era una medida de protección tanto para Waits como para los demás internos.

Al estudiar al hombre al que había estado persiguiendo durante trece años, Bosch se dio cuenta de que lo más terrorífico de Waits era lo ordinario que parecía. Poco musculoso, tenía una cara de hombre corriente. Agradable, con rasgos suaves y pelo corto oscuro, era la personificación de la normalidad. El único rasgo diabólico en su rostro se hallaba en los ojos. Eran de color castaño oscuro y hundidos, con una vacuidad que Bosch había visto en la mirada de otros asesinos con los que se había sentado cara a cara a los largo de los años. No había nada allí. Sólo un vacío que nunca podría llenarse, por más vidas que robara.

Rider encendió la grabadora que estaba sobre la mesa e inició la entrevista perfectamente, sin dar a Waits ninguna razón para sospechar que estaba pisando una trampa con la primera pregunta de la sesión.

– Como probablemente ya le ha explicado el señor Swann, vamos a grabar cada sesión con usted y luego le entregaremos las cintas a su abogado, que las guardará hasta que tengamos un acuerdo completo. ¿Lo entiende y lo aprueba?

– Sí -dijo Waits.

– Bien -dijo Rider-. Entonces empecemos con una pregunta fácil. ¿Puede decir su nombre, fecha y lugar de nacimiento para que conste?

Waits se inclinó hacia delante y puso la expresión de alguien que estuviera afirmando lo obvio a niños de escuela.

– Raynard Waits -dijo con impaciencia-. Nacido el 3 de noviembre de 1971, en la ciudad de ángulos, eh, ángeles. En la ciudad de ángeles.

– Si se refiere a Los Angeles, ¿puede decirlo, por favor?

– Sí, Los Angeles.

– Gracias. Su nombre es inusual. ¿Puede deletrearlo para que conste?

Waits obedeció. Una vez más, era un buen movimiento de Rider. Haría que resultara más difícil todavía para el hombre que tenían delante que declarara que no había mentido de manera consciente durante el interrogatorio.

– ¿Sabe de dónde viene el nombre?

– Le salió de los cojones a mi padre, supongo. No lo sé. Pensaba que estábamos aquí para hablar de gente muerta, no de chorradas elementales.

– Lo estamos, señor Waits. Lo estamos.

Bosch notó una enorme sensación de alivio interior. Sabía que estaban a punto de asistir a un relato de horrores, pero sintió que ya habían pillado a Waits en una mentira que podía disparar una trampa mortal. Había una oportunidad de que no saliera de allí a una celda privada y a una vida de celebridad costeada por el Estado.

– Queremos ir por orden -dijo Rider-. El compromiso de su abogado sugiere que el primer homicidio en el que participó fue la muerte de Daniel Fitzpatrick en Hollywood, el 30 de abril de 1992. ¿Es correcto?

Waits respondió con la actitud natural que cabe esperar de alguien que te explica cómo llegar a la gasolinera más próxima. Su voz era fría y mesurada.

– Sí, lo quemé vivo detrás de su jaula de seguridad. Resultó que no estaba tan seguro allí atrás. Ni siquiera con todas sus pistolas.

– ¿Por qué lo hizo?

– Porque quería ver si era capaz. Había estado pensando en eso mucho tiempo y sólo quería demostrármelo a mí mismo.

Bosch pensó en lo que Rachel Walling le había dicho la noche anterior. Lo había calificado de crimen de oportunidad. Al parecer había acertado.

– ¿Qué quiere decir con demostrárselo a sí mismo, señor Waits? -preguntó Rider.

– Quiero decir que hay una línea en la que todo el mundo piensa, pero que muy pocos tienen las agallas de cruzar. Quería ver si podía cruzarla.

– Cuando dice que había estado pensando en ello durante mucho tiempo, ¿había estado pensando en el señor Fitzpatrick en particular?

La irritación apareció en los ojos de Waits. Era como si tuviera que soportarla.

– No, estúpida -replicó con calma-. Había estado pensando en matar a alguien. ¿Entiende? Toda mi vida había querido hacerlo.

Rider se sacudió el insulto sin pestañear y siguió adelante.

– ¿Por qué eligió a Daniel Fitzpatrick? ¿Por qué eligió esa noche?

– Bueno, porque estaba mirando la tele y vi que toda la ciudad se derrumbaba. Era un caos y sabía que la policía no podría hacer nada al respecto. Era un momento en que la gente estaba haciendo lo que quería. Vi a un tipo en la tele hablando de Hollywood Boulevard y de cómo estaban ardiendo los edificios y decidí ir a ver. No quería que me lo enseñara la tele. Quería verlo por mí mismo.

– ¿Fue en coche?

– No, podía ir caminando. Entonces vivía en Fountain, cerca de La Brea. Fui caminando.

Rider tenía el expediente Fitzpatrick abierto delante de ella. Lo miró un momento mientras ordenaba las ideas y formulaba el siguiente conjunto de preguntas. Eso le dio a O'Shea la oportunidad de intervenir.

– ¿De dónde salió el combustible del mechero? -preguntó-. ¿Se lo llevó de su apartamento?

Waits centró su atención en O'Shea.

– Pensaba que la bollera hacía las preguntas -dijo.

– Todos hacemos preguntas -dijo O'Shea-. ¿Y puede hacer el favor de eliminar los ataques personales de sus respuestas?

– Usted no, señor fiscal del distrito. No quiero hablar con usted. Sólo con ella. Y con ellos.

Señaló a Bosch y Olivas.

– Retrocedamos un poco más antes de llegar al combustible del mechero -dijo Rider, relegando suavemente a O'Shea-. Dice que caminó hasta Hollywood Boulevard desde Fountain. ¿Adónde fue y qué vio?

Waits sonrió y asintió con la cabeza, mirando a Rider.

– No me equivoco, ¿verdad? -dijo-. Siempre lo sé. Siempre puedo oler cuándo a una mujer le gusta el chocho.

– Señor Swann -dijo Rider-, ¿puede por favor explicar a su cliente que se trata de que él responda a nuestras preguntas y no al revés?

Swann puso la mano en el antebrazo izquierdo de Waits, que estaba ligado al brazo de la silla.

– Ray -dijo-. No juegue. Sólo responda las preguntas. Recuerde que queremos esto. Los hemos traído aquí. Es cosa nuestra.

Bosch percibió una ligera irritación en el rostro de Waits al volverse hacia su abogado, pero ésta desapareció rápidamente al mirar de nuevo a Rider.

– Vi la ciudad ardiendo, eso es lo que vi. -Sonrió después de dar la respuesta-. Era como una pintura de Hieronymus Bosch.

Se volvió hacia Bosch al decirlo. Éste se quedó un momento paralizado. ¿Cómo lo sabía?

Waits señaló con la cabeza al pecho de Bosch.

– Está en su tarjeta de identificación.

Bosch había olvidado que tenía que colocarse la tarjeta de identificación al entrar en la oficina del fiscal del distrito. Rider pasó rápidamente a la siguiente pregunta.

– Vale, ¿en qué sentido caminó cuando llegó a Hollywood Boulevard?

– Giré a la derecha y me dirigí al este. Los fuegos más grandes estaban en esa dirección.

– ¿Qué llevaba en los bolsillos?

La pregunta pareció darle qué pensar.

– No lo sé. No lo recuerdo. Las llaves, supongo. Cigarrillos y un mechero, nada más.

– ¿Llevaba la cartera?

– No, no quería llevar ninguna identificación. Por si me paraba la policía.

– ¿Ya llevaba el combustible de mechero?

– Sí. Pensaba que podría unirme a la diversión, ayudar a quemar la ciudad. Entonces pasé junto a la tienda de empeños y se me ocurrió una idea mejor.

– ¿Vio a Fitzpatrick?

– Sí, lo vi. Estaba de pie dentro del recinto de seguridad, empuñando una escopeta. También llevaba una pistolera como si fuera Wyatt Earp.

– Describa la casa de empeños.

Waits se encogió de hombros.

– Un lugar pequeño. Lo llamaban Irish Pawn. Tenía ese cartel de neón delante con un trébol de tres hojas y luego las tres bolas. Son como el símbolo de las casas de empeño, supongo. Fitzpatrick estaba allí de pie mirándome cuando pasé.

– ¿Y siguió caminando?

– Al principio sí. Pasé y luego pensé en el desafío, en cómo podía llegar a él sin que me disparara con ese puto bazuca que empuñaba.

– ¿Qué hizo?

– Saqué la lata de EasyLight del bolsillo de la chaqueta y me llené la boca con el líquido. Me eché un chorro en la garganta, como esos lanzadores de fuego del paseo de Venice. Entonces aparté la lata y saqué un cigarrillo y mi mechero. Ya no fumo. Es un hábito terrible. -Miró a Bosch al decirlo.

– ¿Y luego qué? -preguntó Rider.

– Volví a la tienda del capullo y entré en el espacio de delante de la persiana de seguridad. Hice como si sólo estuviera buscando una pantalla para encender el pitillo. Hacía viento esa noche, ¿sabe?

– Sí.

– Así que él empezó a gritarme que me largara. Se acercó hasta la persiana para gritarme. Yo contaba con eso. -Waits sonrió, orgulloso de lo bien que había funcionado su plan-. El tipo golpeó la culata de la escopeta contra la persiana de acero para captar mi atención. Me vio las manos, así que no se dio cuenta del peligro. Y cuando estaba a medio metro encendí el mechero y lo miré a los ojos. Me saqué el cigarrillo de la boca y le escupí todo el fluido del mechero en la cara. Por supuesto, se encendió en la llama del mechero por el camino. ¡Yo era un puto lanzallamas! Antes de enterarse de nada ya tenía la cara en llamas. Soltó la escopeta enseguida para intentar apagar las llamas con las manos. Pero le prendió la ropa y rápidamente fue como un bicho achicharrado. Joder, era como si le hubieran dado con napalm.

Waits trató de levantar el brazo izquierdo, pero no pudo. Lo tenía atado al brazo de la silla por la muñeca. Se conformó con levantar la mano.

– Por desgracia me quemé un poco la mano. Ampollas y todo. Y dolía en serio. No puedo imaginar lo que sentiría ese capullo de Wyatt Earp. No es una buena forma de morir, en mi opinión.

Bosch miró la mano levantada. Vio una decoloración en el tono de la piel, pero sin cicatriz. La quemadura no había sido profunda.

Después de una buena dosis de silencio, Rider formuló otra pregunta.

– ¿Buscó asistencia médica por la mano?

– No, no creí que eso fuera prudente, considerando la situación. Y por lo que oí, los hospitales estaban desbordados. Así que me fui a casa y me ocupé yo mismo.

– ¿Cuándo puso la lata de combustible de mechero delante de la tienda?

– Oh, eso fue cuando me iba. La saqué, la limpié y la dejé allí.

– ¿El señor Fitzpatrick pidió ayuda en algún momento?

Waits hizo una pausa para sopesar la cuestión.

– Bueno, es difícil de decir. Estaba gritando algo, pero no estoy seguro de que pidiera ayuda. A mí me sonó como un animal. Una vez, de niño, le pillé la cola a mi perro con la puerta. Me recordó a eso.

– ¿En qué estaba pensando cuando se dirigía a casa?

– Estaba pensando «De puta madre. ¡Por fin lo he hecho!». Y sabía que iba a salir impune. Me sentí invencible, la verdad.

– ¿Qué edad tenía?

– Tenía… Tenía, veinte, coño, y lo hice.

– ¿Pensó alguna vez en el hombre que mató, al que quemó vivo?

– No, en realidad no. Sólo estaba allí. Para que yo me lo llevara. Como el resto de los que vinieron después. Era como si estuvieran allí para mí.

Rider pasó otros cuarenta minutos interrogándolo, aclarando detalles menores que, no obstante, coincidían con el contenido de los informes de la investigación. Finalmente, a las 11:15 pareció relajar su postura y retirarse de su lugar en la mesa. Se volvió a mirar a Bosch y luego a O'Shea.

– Creo que tengo suficiente por el momento -dijo-. Quizá deberíamos tomar un pequeño descanso en este punto.

Rider apagó la grabadora y los tres investigadores y O'Shea salieron al pasillo para departir. Swann se quedó en la sala de interrogatorios con su cliente.

– ¿Qué le parece? -le dijo O'Shea a Rider.

Ella asintió con la cabeza.

– Estoy satisfecha. Creo que no hay ninguna duda de que lo hizo él. Ha resuelto el misterio de cómo pudo alcanzarlo. No creo que nos esté contando todo, pero conoce los suficientes detalles. O bien lo hizo él o estaba allí delante.

O'Shea miró a Bosch.

– ¿Deberíamos continuar?

Bosch reflexionó un momento. Estaba preparado. Mientras observaba a Rider interrogando a Waits, su rabia y asco habían ido en aumento. El hombre de la sala de interrogatorios mostraba un desprecio tan insensible por su víctima que Bosch lo reconoció como el perfil clásico del psicópata. Igual que antes, temía lo que averiguaría a continuación de labios de aquel hombre, pero estaba preparado para oírlo.

– Adelante -dijo.

Todos volvieron a la sala de interrogatorios, y Swann inmediatamente propuso hacer una pausa para comer.

– Mi cliente tiene hambre.

– Hay que alimentar al perro -añadió Waits con una sonrisa.

Bosch negó con la cabeza, asumiendo el control de la sala.

– Todavía no -dijo-. Comerá cuando comamos todos.

Ocupó el asiento situado directamente enfrente de Waits y volvió a encender la grabadora. Rider y O'Shea ocuparon las posiciones contiguas y Olivas se sentó una vez más junto a la puerta. Bosch había recuperado el expediente Gesto que le había dado a Olivas, pero lo tenía cerrado delante de él en la mesa.

– Ahora vamos a pasar al caso de Marie Gesto -dijo.

– Ah, la dulce Marie -dijo Waits. Miró a Bosch con un brillo en los ojos.

– El compromiso de su abogado sugiere que usted sabe lo que le ocurrió a Marie Gesto cuando desapareció en 1993. ¿Es cierto?

Waits arrugó el entrecejo y asintió.

– Sí, me temo que sí-dijo con fingida sinceridad.

– ¿Conoce el paradero actual de Marie Gesto o la localización de sus restos?

– Sí.

Ahí estaba el momento que Bosch había esperado durante trece años.

– Está muerta, ¿no?

Waits lo miró y asintió.

– ¿Es eso un sí? -preguntó Bosch para la cinta.

– Es un sí. Está muerta.

– ¿Dónde está?

Waits estalló en una amplia sonrisa, la sonrisa de un hombre que no tenía un solo átomo de arrepentimiento o culpa en su ADN.

– Está aquí mismo, detective -dijo-. Está aquí mismo conmigo. Como todos los demás. Aquí mismo conmigo.

Su sonrisa se convirtió en carcajada, y Bosch casi se abalanzó sobre él. Pero Rider le puso una mano en la pierna bajo la mesa y Bosch se calmó de inmediato.

– Espere un segundo -dijo O'Shea-. Salgamos otra vez, y esta vez quiero que nos acompañe, Maury.

12

O'Shea se abalanzó hacia el pasillo en primer lugar y consiguió pasear adelante y atrás dos veces antes de que todos salieran de la sala de interrogatorios. Entonces ordenó a los ayudantes que entraran en la sala y no perdieran de vista a Waits. La puerta quedó cerrada.

– ¿Qué coño es esto, Maury? -espetó O'Shea-. No vamos a pasar el tiempo ahí dentro abonando el terreno para una defensa por demencia. Esto es una confesión, no una maniobra de la defensa.

Swann levantó las palmas de las manos en un gesto de qué puedo hacer.

– El tipo obviamente tiene sus cosas -dijo.

– Mentira. Es un asesino de sangre fría y está ahí haciéndose el Hannibal Lecter. Esto no es una película, Maury. Es real. ¿Has oído lo que ha dicho de Fitzpatrick? Estaba más preocupado por una pequeña quemadura en la mano que por el hombre al que le escupió llamas en la cara. Así que te diré el qué: vuelve ahí dentro y pasa cinco minutos con tu cliente. Ponlo firme o dejamos esto y que cada uno corra sus riesgos.

Bosch estaba asintiendo de manera inconsciente. Le gustaba la rabia en la voz de O'Shea. También le gustaba cómo iba yendo.

– Veré qué puedo hacer -dijo Swann.

Volvió a la sala de interrogatorios y los ayudantes salieron para dar confidencialidad al abogado y su cliente. O'Shea continuó paseando mientras se calmaba.

– Lo siento -dijo a nadie en particular-, pero no voy a dejarles que controlen esto.

– Ya lo están haciendo -dijo Bosch-. Al menos Waits.

O'Shea lo miró, listo para una batalla.

– ¿Qué está diciendo?

– Quiero decir que todos estamos aquí por él. La conclusión es que estamos metidos en un esfuerzo para salvar su vida, a petición suya.

O'Shea negó con la cabeza enfáticamente.

– No voy a volver a ir y venir sobre este asunto con usted otra vez, Bosch. La decisión está tomada. En este punto, si no está en el barco, el ascensor está en el pasillo de la izquierda. Me ocuparé de su parte del interrogatorio. O lo hará Freddy.

Bosch esperó un poco antes de responder.

– No he dicho que no estuviera en el barco. Gesto es mi caso y me ocuparé hasta el final.

– Me gusta oírlo -dijo O'Shea con pleno sarcasmo-. Lástima que no estuviera tan atento en el noventa y tres.

Se estiró y llamó bruscamente a la puerta de la sala de interrogatorios. Bosch miró a la espalda del fiscal con la rabia brotando desde algún lugar muy profundo. Swann abrió la puerta casi inmediatamente.

– Estamos listos para continuar -dijo al retirarse para dejarlos pasar.

Después de que cada uno recuperara sus asientos y la grabadora se volviera a encender, Bosch se sacudió la rabia que sentía contra O'Shea y clavó de nuevo la mirada en Waits. Repitió la pregunta.

– ¿Dónde está?

Waits sonrió levemente, como si estuviera tentado de dinamitarlo todo otra vez, pero finalmente la sonrisa se transformó en una mueca al responder.

– En las colinas.

– ¿En qué sitio de las colinas?

– Cerca de los establos. Allí es donde la rapté, justo cuando estaba bajando del coche.

– ¿Está enterrada?

– Sí, está enterrada.

– ¿Dónde está enterrada exactamente?

– Tendría que enseñárselo. Es un sitio que conozco, pero que no puedo describir… Tendría que enseñárselo.

– Trate de describirlo.

– Es un sitio en el bosque, cerca de donde ella aparcó. Al entrar en el bosque hay un sendero y luego te separas del camino. Es bastante lejos del camino. Pueden ir a mirar y pueden encontrarla enseguida o no encontrarla nunca. Hay un montón de terreno allí. Recuerde que buscaron en ese lugar, pero nunca la encontraron.

– ¿Y trece años después cree que puede conducirnos a ese sitio?

– No han pasado trece años.

Bosch se sintió de repente abofeteado por una sensación de horror. La idea de qué la hubiera mantenido cautiva era demasiado aborrecible para contemplarla.

– No es lo que piensa, detective -dijo Waits.

– ¿Cómo sabe lo que estoy pensando?

– Lo sé. Pero no es lo que piensa. Marie lleva trece años enterrada, pero no han pasado trece años desde que estuve allí. Eso es lo que estoy diciendo. La visité, detective. La he visitado con mucha frecuencia. Así que puedo conducirles con certeza.

Bosch hizo una pausa, sacó un bolígrafo y escribió una nota en la solapa interna del expediente Gesto. No era una nota de importancia. Era sólo una forma de darse un momento para separarse de las emociones que estaban bullendo en su interior.

– Volvamos al principio -dijo-. ¿Conocía a Marie Gesto antes de septiembre de 1993?

– No.

– ¿La había visto alguna vez antes del día que la raptó?

– No que recuerde.

– ¿Dónde cruzó su camino con ella por primera vez?

– En el Mayfair. La vi comprando allí y era mi tipo. La seguí.

– ¿Adónde?

– Se metió en el coche y fue hasta Beachwood Canyon. Aparcó en el estacionamiento de gravilla que hay debajo de los establos. Creo que lo llaman Sunset Ranch. No había nadie alrededor cuando ella estaba saliendo, así que decidí llevármela.

– ¿No estaba planeado antes de verla en la tienda?

– No, entré a comprar Gatorade. Era un día de mucho calor.

La vi y justo entonces decidí que tenía que ser mía. Fue un impulso, ¿sabe? No podía hacer nada al respecto, detective.

– ¿Se acercó a ella en el aparcamiento de debajo de los establos?

Waits asintió.

– Aparqué mi furgoneta justo al lado de su coche. Ella no sospechó nada. La zona de aparcamiento está bajo de la colina desde el rancho, desde los establos. No había nadie alrededor, nadie que pudiera verlo. Era perfecto. Era como si Dios dijera que podía tenerla.

– ¿Qué hizo?

– Me metí en la parte de atrás de la furgoneta y abrí la puerta corredera del lado donde estaba ella. Yo tenía un cuchillo y simplemente bajé y le ordené que entrara. Ella lo hizo. Realmente fue una operación simple. No representó ningún problema.

Habló como si fuera una canguro informando del comportamiento del niño cuando los padres vuelven a casa.

– ¿Y luego qué? -preguntó Bosch.

– Le pedí que se quitara la ropa y ella obedeció. Me dijo que haría lo que yo quisiera, pero que no le hiciera daño. Accedí al acuerdo. Ella dobló la ropa muy bien, como si pensara que podría tener la ocasión de volvérsela a poner.

Bosch se frotó la boca con la mano. La parte más difícil de su trabajo eran las veces en que estaba cara a cara con el asesino, cuando veía de primera mano la intersección de su mundo retorcido y espeluznante con la realidad.

– Continúe -le dijo a Waits.

– Bueno, ya conoce el resto. Tuvimos sexo, pero ella no era buena. No podía relajarse. Así que hice lo que tenía que hacer.

– ¿Que era qué?

Waits sostuvo la mirada a Bosch.

– La maté, detective. Puse las manos en torno a su cuello y apreté y luego apreté más fuerte y observé que sus ojos se quedaban quietos. Entonces terminé.

Bosch lo miró, pero no pudo evitar abrir la boca. Eran momentos como ésos los que le hacían considerarse inadecuado como detective, momentos en que se sentía acobardado por la depravación que era posible bajo forma humana. Se miraron el uno al otro durante un largo momento hasta que habló O'Shea.

– ¿Tuvo sexo con su cadáver? -preguntó.

– Sí. Mientras todavía estaba caliente. Siempre digo que el mejor momento de una mujer es cuando está muerta pero todavía caliente.

Waits miró a Rider para ver si había provocado una reacción. La detective no mostró nada.

– Waits -dijo Bosch-. Es usted basura inútil.

Waits miró a Bosch y puso la mueca en su rostro otra vez.

– Si ése es su mejor intento, detective Bosch, tendrá que hacerlo mucho mejor. Porque para usted sólo va a empeorar a partir de aquí. El sexo no es nada. Viva o muerta es transitorio. Pero le arrebaté el alma y nadie la recuperará.

Bosch bajó la mirada al expediente que tenía abierto delante de él, pero no vio las palabras impresas en los documentos.

– Sigamos adelante -dijo finalmente-. ¿Qué hizo a continuación?

– Limpié la furgoneta. Siempre llevo plásticos en la parte de atrás. La envolví y la preparé para enterrarla. Luego salí y cerré la furgoneta. Me llevé sus cosas otra vez a su coche. También tenía sus llaves. Entré en su coche y me largué. Pensé que ésa sería la mejor manera de mantener a la policía alejada.

– ¿Adónde fue?

– Ya sabe adónde fui, detective. A los High Tower. Sabía que había allí un garaje vacío que podría usar. Más o menos una semana antes, había ido a buscar trabajo allí y el gerente mencionó casualmente que había un apartamento libre. Me lo mostró porque hice ver que estaba interesado.

– ¿También le mostró el garaje?

– No, sólo lo señaló. Al salir, vi que no había candado en la puerta.

– Así que llevó el coche de Marie Gesto allí y lo metió en el garaje.

– Exacto.

– ¿Alguien le vio? ¿Vio usted a alguien?

– No y no. Tuve mucho cuidado. Recuerde que acababa de matar a alguien.

– ¿Y su furgoneta? ¿Cuándo volvió a Beachwood para recogerla?

– Esperé a que se hiciera de noche. Pensé que sería mejor, porque tenía que cavar. Estoy seguro de que lo comprende.

– ¿La furgoneta estaba pintada con el nombre de su empresa?

– No, entonces no. Acababa de empezar y todavía no quería atraer la atención. Trabajaba sobre todo por referencias, aún no tenía licencia municipal. Todo eso surgió después. De hecho, era otra furgoneta. Fue hace trece años. He cambiado de furgoneta desde entonces.

– ¿Cómo volvió a los establos para recoger la furgoneta?

– Cogí un taxi.

– ¿Recuerda de qué compañía?

– No lo recuerdo, porque no lo llamé. Después de dejar el coche en los High Tower me fui a un restaurante que me gustaba cuando vivía en Franklin, Bird's. ¿Ha estado allí alguna vez? Hacen un buen pollo asado. En cualquier caso era un largo camino. Comí y cuando se hizo lo bastante tarde les dije que me pidieran un taxi. Pasé al lado de mi furgoneta, pero le pedí al taxista que me dejara en los establos para que no pareciera que la furgoneta era mía. Cuando estuve seguro de que no había nadie alrededor fui a la furgoneta y encontré un bonito lugar privado para plantar mi pequeña flor.

– ¿Y todavía podrá encontrar ese sitio?

– Sin duda.

– Cavó un agujero.

– Sí.

– ¿De qué profundidad?

– No lo sé, no muy profundo.

– ¿Qué usó para cavar?

– Tenía una pala.

– ¿Siempre lleva una pala en su furgoneta de limpiaventanas?

– No. La encontré apoyada en el granero, en los establos. Creo que era para limpiar las cuadras, esa clase de cosas.

– ¿La devolvió cuando terminó?

– Por supuesto, detective. Yo robo almas, no palas.

Bosch miró el expediente que tenía delante.

– ¿Cuándo fue la última vez que estuvo en el lugar donde enterró a Marie Gesto?

– Ummm, hace poco más de un año. Normalmente hago el viaje todos los 9 de septiembre. Ya sabe, detective, para celebrar nuestro aniversario. Este año estaba un poco ocupado, como sabe.

Sonrió afablemente.

Bosch sabía que había cubierto todo en términos generales. Todo se reduciría a si Waits podía llevarlos al cadáver y si Forense confirmaba la historia.

– Llegó un momento después del asesinato en que los medios prestaron mucha atención a la desaparición de Marie Gesto -dijo Bosch-. ¿Lo recuerda?

– Por supuesto. Eso me enseñó una buena lección. Nunca volví a actuar tan impulsivamente. Después fui más cuidadoso con las flores que elegía.

– Llamó a los investigadores del caso, ¿no?

– La verdad es que sí. Lo recuerdo. Llamé y les dije que la había visto en la tienda Mayfair y que no estaba con nadie.

– ¿Por qué llamó?

Waits se encogió de hombros.

– No lo sé. Sólo pensaba que sería divertido. Ya sabe, para hablar realmente con uno de los hombres que me estaba cazando. ¿Era usted?

– Mi compañero.

– Sí, pensaba que podría alejar el foco del Mayfair. Al fin y al cabo, yo había estado allí y pensaba que, quién sabe, quizás alguien podría describirme.

Bosch asintió.

– Dio el nombre de Robert Saxon cuando llamó. ¿Por qué?

Waits se encogió de hombros otra vez.

– Era sólo un nombre que usaba de vez en cuando.

– ¿No es su nombre real?

– No, detective. Ya conoce mi nombre real.

– ¿Y si le digo que no me creo ni una sola palabra de lo que ha dicho aquí hoy? ¿Qué diría de eso?

– Diría que me lleve a Beachwood Canyon y probaré todas las palabras que he dicho aquí.

– Sí, bueno, ya veremos.

Bosch apartó su silla y les dijo a los otros que quería departir con ellos en el pasillo. Dejando a Waits y Swann atrás, pasaron de la sala de interrogatorios al aire acondicionado del pasillo.

– ¿Pueden dejarnos un poco de espacio? -dijo O'Shea a los dos ayudantes del sheriff.

Cuando todos los demás estuvieron en el pasillo y la puerta de la sala de interrogatorios quedó cerrada, O'Shea continuó.

– Falta el aire ahí dentro -dijo.

– Sí, con todas esas mentiras -dijo Bosch.

– ¿Y ahora qué, Bosch? -preguntó el fiscal.

– Y ahora no me lo creo.

– ¿Por qué no?

– Porque conoce todas las respuestas. Y algunas de ellas no funcionan. Pasamos una semana con las compañías de taxis revisando los registros de dónde cogieron y dejaron pasaje. Sabíamos que si el tipo llevó el coche a los High Tower, necesitaba algún tipo de transporte de vuelta a su propio vehículo. Los establos eran uno de los puntos que comprobamos. Todas las compañías de taxi de la ciudad. Nadie recogió ni dejó a nadie allí ese día o noche.

Olivas intervino en la conversación colocándose al lado de O'Shea.

– Eso no sirve al ciento por ciento, y lo sabe, Bosch -dijo-. Un taxista podía haberlo llevado sin apuntarlo en los libros. Lo hacen muy a menudo. También hay taxis ilegales. Están a las puertas de los restaurantes en toda la ciudad.

– Todavía no me creo sus cuentos chinos. Tiene una respuesta para todo. La pala resulta que está apoyada contra el granero. ¿Cómo pensaba enterrarla si no la hubiera visto?

O'Shea extendió los brazos.

– Hay una forma de ponerlo a prueba -dijo-. Lo sacamos de expedición y si nos lleva al cadáver de la chica, entonces los pequeños detalles que le molestan no van a importar. Por otro lado, si no hay cuerpo, no hay trato.

– ¿Cuándo vamos? -preguntó Bosch.

– Hoy veré al juez. Podemos ir mañana por la mañana si quiere.

– Espere un minuto -dijo Olivas-. ¿Y las otras siete? Todavía tenemos un montón de casas de qué hablar con ese cabrón.

O'Shea levantó una mano en un movimiento de calma.

– Hagamos que Gesto sea el caso de prueba. O está a la altura o se calla con éste. Partiremos de ahí.

O'Shea se volvió y miró directamente a Bosch.

– ¿Va a estar preparado para esto? -preguntó.

Bosch asintió.

– Llevo trece años preparado.

13

Esa noche, Rachel llevó cena a la casa después de llamar primero para ver si estaba Bosch. Harry puso música y Rachel sirvió la cena en la mesa del comedor con platos de la cocina. La cena era estofado acompañado de crema de maíz. También había traído una botella de merlot, y Bosch tardó cinco minutos en encontrar un sacacorchos en los cajones de la cocina. No hablaron del caso hasta que estuvieron sentados uno delante del otro en la mesa.

– Bueno -dijo ella- ¿cómo ha ido hoy?

Bosch se encogió de hombros antes de responder.

– Fue bien. Tu percepción de Waits me sirvió mucho. Mañana es la expedición y en palabras de Rick O'Shea o está a la altura o se calla.

– ¿Expedición? ¿Adónde?

– A la cima de Beachwood Canyon. Dice que es allí donde la enterró. Yo he ido hoy a echar un vistazo después del interrogatorio y no he encontrado nada, ni siquiera utilizando su descripción. En el noventa y tres tuvimos a los cadetes tres días en el cañón y no encontraron nada. El bosque es espeso, pero Waits dice que puede encontrar el sitio.

– ¿Crees que es él?

– Eso parece. Ha convencido a todos los demás y ahí está la llamada que nos hizo entonces. Eso es bastante convincente.

– ¿Pero?

– No lo sé. Quizás es mi ego, que no está dispuesto a aceptar que estaba tan equivocado, que durante trece años he estado insistiendo con un tipo con el que me equivocaba. Supongo que nadie quiere afrontar eso.

Bosch se concentró en comer durante unos momentos. Se tragó un trozo de estofado con un poco de vino y se limpió la boca con una servilleta.

– Vaya, esto está genial. ¿De dónde lo has sacado?

Ella sonrió.

– De un sitio que se llama Jar.

– Creo que es el mejor estofado que he comido.

– Está cerca de Beverly, al lado de mi casa. Tienen una barra larga donde se puede comer. Al poco de instalarme en Los Angeles comía mucho allí. Sola. Suzanne y Preech siempre me cuidan bien. Me dejan llevarme comida aunque no es esa clase de sitio.

– ¿Ellos son los cocineros?

– Chefs. Suzanne es también la propietaria. Me encanta sentarme en la barra y mirar a la gente que entra, me gusta observar sus ojos examinando el local y viendo quién es quién. Van un montón de famosos. También están los gourmets y la gente normal. Es muy interesante.

– Alguien dijo una vez que si pasas el tiempo suficiente dando vueltas en torno a un homicidio, acabas conociendo una ciudad. Quizá pasa lo mismo al sentarse en la barra de un restaurante.

– Y es más fácil de hacer. Harry, ¿estás cambiando de tema o vas a hablarme de la confesión de Raynard Waits?

– Estoy llegando a eso. Pensaba que antes terminaríamos de cenar.

– ¿Tan malo es?

– No es eso. Pensaba que necesitaba un descanso. No sé.

Rachel asintió como si entendiera. Sirvió más vino en las copas.

– Me gusta la música. ¿Qué es?

Bosch asintió, con la boca llena otra vez.

– Yo lo llamo el «milagro en una caja». Es John Coltrane y Thelonious Monk en el Carnegie Hall. El concierto se grabó en 1957 y la cinta se quedó en una caja sin marcar en los archivos durante casi cincuenta años. Simplemente se quedó allí, olvidada. Un día, un tipo de la Biblioteca del Congreso que revisaba todas las cajas y cintas de grabación reconoció lo que tenían delante. Finalmente lo editaron este año pasado.

– Es bonito.

– Es más que bonito. Es un milagro pensar que estuvo allí todo ese tiempo. Hacía falta la persona adecuada para encontrarlo. Para reconocerlo.

Miró a Rachel a los ojos un momento. Luego bajó la mirada a su plato y vio que sólo le quedaba un bocado.

– ¿Qué habrías hecho para cenar si no hubiera llamado? -preguntó Rachel.

Bosch volvió a mirarla y se encogió de hombros. Terminó de comer y empezó a hablarle de la confesión de Raynard Waits.

– Está mintiendo -dijo ella cuando hubo terminado.

– ¿En el nombre? Eso lo tenemos controlado.

– No, sobre el plan. Más bien la falta de un plan. Dice que sólo la vio en el Mayfair, que la siguió y la raptó. Ni hablar. No me lo creo. Todo el asunto no encaja con un impulso del momento. Había un plan en esto, tanto si te lo dice como si no.

Bosch asintió. Él tenía los mismos recelos por la confesión.

– Mañana sabremos más, supongo -dijo.

– Ojalá estuviera allí.

Bosch negó con la cabeza.

– No puedo hacer de esto un caso federal. Además, ya no te dedicas a esto. Tu propia gente no te dejaría ir ni aunque te invitaran.

– Lo sé, pero todavía puedo desearlo.

Bosch se levantó y empezó a retirar los platos. Lavaron la vajilla codo con codo y después de que todo estuviera recogido se llevaron la botella a la terraza. Quedaba lo suficiente para que los dos pudieran tomar media copa.

El frío del anochecer hizo que se arrimaran mientras permanecían de pie junto a la barandilla, mirando las luces del paso de Cahuenga.

– ¿Te vas a quedar esta noche? -preguntó Bosch.

– Sí.

– Ya sabes que no has de llamar. Te daré una llave. Ven cuando quieras.

Rachel se volvió y lo miró. Bosch pasó un brazo en torno a la cintura de ella.

– ¿Tan deprisa? ¿Estás diciendo que está todo perdonado?

– No hay nada que perdonar. El pasado es pasado y la vida es demasiado corta. Ya conoces todos los tópicos.

Rachel sonrió y lo sellaron con un beso. Se terminaron el vino y entraron en el dormitorio. Hicieron el amor lentamente y en silencio. En un momento, Bosch abrió los ojos, la miró y perdió el ritmo. Ella se fijó.

– ¿Qué? -susurró ella.

– Nada. Es sólo que tienes los ojos abiertos.

– Te estoy mirando.

– No, no es verdad.

Rachel sonrió y le apartó la cara.

– Es un momento un poco extraño para discutir -dijo ella.

Bosch sonrió y giró la cara de Rachel hacia él. La besó y en esta ocasión ambos mantuvieron los ojos abiertos. A medio camino del beso empezaron a reír.

Bosch ansiaba la intimidad y se deleitó en la evasión que le proporcionaba. Sabía que ella también lo sabía. Su regalo para él era apartarlo del mundo. Y ésa era la razón por la que el pasado no importaba. Bosch cerró los ojos, pero no dejó de sonreír.


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> El 187 es un código numérico que usan las fuerzas del orden para referirse a casos de homicidio, especialmente en el estado de California. Actualmente, esta cifra es utilizada por numerosas bandas callejeras en Estados Unidos como sinónimo de asesinato, y ello ha trascendido incluso al ámbito de la música hip-hop y rap. (N. de la E.)

  2. <a l:href="#_ftnref2">[2]</a> Waits significa «espera» en inglés. (N. del T.)