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Segunda parte. La expedición

14

A Bosch le pareció que tardaban una eternidad en reunir la caravana de vehículos, pero a las 10:30 del miércoles por la mañana la comitiva finalmente estaba saliendo del garaje subterráneo del edificio de los tribunales.

El primero de la fila era un vehículo sin identificar. Olivas iba al volante. A su derecha, se sentaba el ayudante del sheriff de la división carcelaria, armado con una escopeta, mientras que en la parte de atrás, Bosch y Rider estaban situados a ambos lados de Raynard Waits. El prisionero iba con un mono naranja brillante y estaba esposado en tobillos y muñecas. Las esposas de las muñecas estaban unidas por delante a una cadena que le rodeaba la cintura.

Otro vehículo sin identificar, conducido por Rick O'Shea y con Maury Swann y el videógrafo de la oficina del fiscal del distrito como pasajeros, ocupaba el segundo lugar en la caravana. Iba seguido por dos furgonetas, una de la División de Investigaciones Científicas del Departamento de Policía de Los Angeles y la otra de la oficina del forense. El grupo estaba preparado para localizar y exhumar el cadáver de Marie Gesto.

El día era perfecto para una expedición. Una breve lluvia nocturna había despejado el cielo que lucía con una tonalidad azul brillante y sólo las últimas volutas de nubes altas a la vista. Las calles todavía estaban húmedas y brillantes. La precipitación también había impedido que la temperatura escalara con el ascenso del sol. Aunque nunca podía haber un buen día para desenterrar el cadáver de una mujer de veintidós años, el clima espléndido ofrecería un contrapeso a la sombría labor que tenían por delante.

Los vehículos se mantuvieron en cerrada formación en el trayecto y accedieron a la autovía 101 en dirección norte desde la rampa de Broadway. El tráfico era denso en el centro y el avance se hacía más lento de lo habitual a causa de las calles mojadas. Bosch pidió a Olivas que entreabriera una ventana para dejar entrar algo de aire fresco y ver si con fortuna se llevaba el olor corporal de Waits. Era evidente que al reconocido asesino no se le había permitido ducharse ni le habían dado un mono recién salido de la lavandería esa mañana.

– Adelante, detective, ¿por qué no enciende un cigarrillo? -lo provocó Waits.

Como estaban sentados hombro con hombro, Bosch tuvo que volverse de manera extraña para mirar a Waits.

– Quiero abrir la ventana por usted, Waits. Apesta. No he fumado en cinco años.

– Estoy seguro.

– ¿Por qué cree que me conoce? Nunca nos hemos visto, ¿qué le hace pensar que me conoce, Waits?

– No lo sé. Conozco a los de su tipo. Tiene una personalidad adictiva, detective. Casos de homicidio, cigarrillos, quizá también el alcohol que huelo saliendo por sus poros. No es tan difícil de interpretar.

Waits sonrió y Bosch apartó la mirada. Reflexionó un momento antes de volver a hablar.

– ¿Quién es usted?-preguntó.

– ¿Está hablando conmigo? -preguntó Waits.

– Sí, quiero saber quién es.

– Bosch -se interpuso rápidamente Olivas desde delante-, el trato es que no lo interrogamos sin que esté presente Maury Swann. Así que déjelo en paz.

– Esto no es un interrogatorio. Sólo estaba charlando.

– Sí, bueno, no me importa cómo lo llame. No lo haga.

Bosch vio que Olivas lo observaba por el espejo retrovisor. Ambos se sostuvieron la mirada hasta que Olivas tuvo que volver a fijar la atención en la carretera.

Bosch se inclinó hacia delante para poder mirar; más allá de Waits, a Rider. Su compañera arqueó las cejas. Era su expresión de «no busques líos».

– Maury Swann -dijo Bosch-. Sí, es un abogado de puta madre. Le ha conseguido a este tipo el trato de su vida.

– ¡Bosch! -dijo Olivas.

– No estoy hablando con él. Estoy hablando con mi compañera.

Bosch se recostó, decidiendo dejarlo. A su lado, las esposas sonaron cuando Waits intentó modificar su posición.

– No tiene que aceptar el trato, detective -dijo en voz baja.

– No ha sido decisión mía -dijo Bosch sin mirarlo-. Si lo hubiera sido, no estaríamos haciendo esto.

Waits asintió.

– Un hombre de ojo por ojo -dijo-. Tendría que haberlo supuesto. Es la clase de hombre que…

– Waits -dijo Olivas bruscamente-, mantenga la boca cerrada.

Olivas se estiró hacia el salpicadero y puso la radio. Sonó música de mariachis a todo volumen. Inmediatamente golpeó el botón para apagar el sonido.

– ¿Quién coño ha sido el último que ha conducido? -preguntó a nadie en particular.

Bosch sabía que Olivas estaba disimulando. Estaba avergonzado por no haber cambiado la emisora o bajado el volumen la última vez que condujo el coche.

En el vehículo se instaló el silencio. Estaban atravesando Hollywood, y Olivas puso el intermitente y se colocó en el carril de salida hacia Gower Avenue. Bosch se volvió para mirar por el espejo trasero y ver si aún los acompañaban los otros tres vehículos. El grupo permanecía unido, pero Bosch avistó un helicóptero sobrevolando la caravana motorizada. Tenía un gran número 4 en su panza blanca. Bosch se volvió de nuevo y miró el rostro de Olivas en el retrovisor.

– ¿Quién ha llamado a los medios, Olivas? ¿Ha sido usted o su jefe?

– ¿Mi jefe? No sé de qué está hablando.

Olivas lo miró en el espejo, pero enseguida volvió a mirar la carretera. Fue un movimiento furtivo. Bosch sabía que estaba mintiendo.

– Sí, claro. ¿Qué hay en juego para usted? ¿O'Shea le va a hacer jefe de investigaciones después de que gane? ¿Es eso?

Ahora Olivas le sostuvo la mirada en el espejo.

– No voy a ninguna parte en este departamento. Bien podría ir a donde me respetan y mi talento se valora.

– ¿Qué, ésa es la frase que se dice cada mañana delante del espejo?

– Váyase al cuerno, Bosch.

– Caballeros, caballeros -dijo Waits-. ¿Podemos llevarnos bien aquí?

– Calle, Waits -dijo Bosch-. Puede que no le importe que esto se convierta en un anuncio para el candidato O'Shea, pero a mí sí. Olivas, pare. Quiero hablar con O'Shea.

Olivas negó con la cabeza.

– Ni hablar. No con un detenido en el coche.

Estaban acercándose a la rampa de salida de Gower. Olivas giró rápidamente a la derecha y llegaron al semáforo en Franklin. En ese momento se puso verde, cruzaron Franklin y enfilaron Beachwood Drive.

Olivas no tendría que parar hasta que llegaran arriba. Bosch sacó el teléfono móvil y marcó el número que O'Shea les había dado a todos esa mañana en el garaje del edificio de los tribunales antes de partir.

– O'Shea.

– Soy Bosch. No creo que sea una buena idea llamar a los medios.

O'Shea esperó un momento antes de responder.

– Están a una distancia de seguridad. Están en el aire.

– ¿Y quién va a estar esperándonos al final de Beachwood?

– Nadie, Bosch. He sido muy preciso con ellos. Pueden seguirnos desde el aire, pero nadie en tierra va a comprometer la operación. No ha de preocuparse. Están trabajando conmigo. Saben cómo establecer una relación.

– Claro. -Bosch cerró el teléfono y se lo guardó otra vez en el bolsillo.

– Necesita calmarse, detective -dijo Waits.

– Y, Waits, usted necesita estar callado.

– Sólo trataba de ser útil.

– Entonces cierre la boca.

El coche se quedó en silencio. Bosch decidió que su rabia por el helicóptero de seguimiento de los medios y todo lo demás era una distracción que no necesitaba. Trató de sacárselo de la cabeza y concentrarse en lo que tenía por delante.

Beachwood Canyon era un barrio tranquilo en las pendientes de las montañas de Santa Mónica, entre Hollywood y Los Feliz. No poseía el encanto rústico y boscoso de Laurel Canyon hacia el oeste, pero sus habitantes lo preferían porque era más tranquilo, seguro y autocontenido. A diferencia de la mayoría de los pasos del cañón de más al oeste, Beachwood llegaba a un punto sin salida en la cima. No era una ruta para ir al otro lado de las montañas y, en consecuencia, el tráfico en Beachwood Drive no estaba formado por gente que pasaba, sino por gente que pertenecía. Eso daba una sensación de auténtico barrio.

Al ascender, vieron el letrero de Hollywood en lo alto del monte Lee a través del parabrisas. Lo habían colocado más de ochenta años antes para anunciar la urbanización de Hollywoodland en la cima de Beachwood. El cartel finalmente se abrevió y ahora explicaba un estado de ánimo más que otra cosa. La única indicación oficial que quedaba de Hollywoodland era la puerta de piedra tipo fortaleza a medio camino de Beachwood Drive.

La puerta, con su histórica placa conmemorativa de la urbanización, conducía a una pequeña rotonda con tiendas, un mercado vecinal y la persistente oficina inmobiliaria de Hollywoodland. Más lejos, donde la calle alcanzaba la cima, estaba el Sunset Ranch, el punto de partida de más de ochenta kilómetros de senderos ecuestres que se extendían a lo largo de las montañas y se adentraban en Griffith Park. Allí era donde Marie Gesto cambiaba trabajo sin cualificar por tiempo de montar a caballo. Allí era donde la sombría caravana de investigadores, expertos en recuperación de cadáveres y un asesino esposado se detuvo finalmente.

El aparcamiento del Sunset Ranch era simplemente un descampado situado en la pendiente que había debajo del rancho en sí. Habían volcado y esparcido gravilla. Los visitantes del rancho tenían que aparcar ahí y subir a pie hasta los establos. El aparcamiento estaba aislado y rodeado de un bosque denso. No se divisaba desde el rancho y con eso había contado Waits cuando había vigilado y raptado a Marie Gesto.

Bosch aguardó con impaciencia en el coche hasta que Olivas desactivó el mecanismo de cierre de las puertas de atrás. Entonces se levantó y miró el helicóptero que volaba en círculos. Tuvo que esforzarse para contener la rabia. Cerró la puerta del coche y se aseguró de que quedaba bloqueada. El plan era dejar a Waits encerrado en el vehículo hasta que todos se convencieran de que no había ningún riesgo en la zona. Bosch caminó directamente hacia O'Shea, que estaba bajando de su coche.

– Llame a su contacto del Canal Cuatro y pídale que suban el helicóptero otros treinta metros. El ruido es una distracción que no podemos…

– Ya lo he hecho, Bosch. Mire, sé que no le gusta la presencia de los medios, pero vivimos en una sociedad abierta y el público tiene derecho a saber lo que está pasando aquí.

– Especialmente cuando puede ayudarle en su elección, ¿no?

O'Shea le habló con impaciencia.

– En una campaña de lo que se trata es de concienciar a los votantes. Disculpe, tenemos que encontrar un cadáver.

O'Shea se alejó de él abruptamente y se acercó a Olivas, que estaba velando junto al coche en el que se hallaba Waits. Bosch se fijó en que el ayudante del sheriff también estaba custodiando la parte de atrás del coche, escopeta en mano.

Rider se acercó a Bosch.

– Harry, ¿estás bien?

– Nunca he estado mejor. Pero cúbrete las espaldas con esta gente.

Seguía observando a O'Shea y Olivas, que estaban departiendo sobre algo. El sonido del rotor del helicóptero impidió que Bosch oyera la conversación.

Rider le puso una mano en el brazo en un gesto de calma.

– Venga, olvidémonos de la política y terminemos con este asunto -dijo Rider-. Hay algo más importante que todo eso. Encontremos a Marie y llevémosla a casa. Eso es lo importante.

Bosch observó la mano de Rider en su brazo, se dio cuenta de que tenía razón y asintió con la cabeza.

– Vale.

Al cabo de unos minutos, O'Shea y Olivas reunieron a todos salvo a Waits en un círculo en el aparcamiento de gravilla. Además de los abogados, investigadores y el ayudante del sheriff, había dos expertos en recuperación de cadáveres de la oficina del forense, junto con una arqueóloga forense llamada Kathy Kohl y un técnico forense del Departamento de Policía de Los Angeles, así como el videógrafo de la oficina del fiscal. Bosch había trabajado con casi todos ellos antes.

O'Shea esperó hasta que el videógrafo empezó a grabar antes de dirigirse a las tropas.

– Muy bien, estamos aquí para cumplir con el penoso deber de encontrar y recuperar los restos de Marie Gesto -dijo sombríamente-. Raynard Waits, el hombre que está en el coche, va a conducirnos al lugar donde dice que la ha enterrado. Nuestra principal preocupación aquí es la custodia del sospechoso y la seguridad de ustedes en todo momento. Tengan cuidado y estén alerta. Cuatro de nosotros estamos armados. El señor Waits permanecerá esposado y bajo la mirada vigilante del ayudante del sheriff Doolan con la escopeta. El señor Waits encabezará la marcha y nosotros vigilaremos cada uno de sus movimientos. Quiero que el videógrafo y la técnica de la sonda de gas nos acompañen y que el resto espere aquí. Cuando confirmemos la presencia del cadáver, volveremos hasta que podamos asegurar la custodia del señor Waits y luego todos ustedes volverán a la ubicación, la cual, por supuesto, será manejada como la escena del crimen que es. ¿Alguna pregunta hasta ahora?

Maury Swann levantó la mano.

– Yo no me quedo aquí -dijo-. Voy a estar con mi cliente en todo momento.

– Está bien, señor Swann -dijo O'Shea-, pero no creo que esté vestido para eso.

Era cierto. Inexplicablemente, Swann había llevado un traje a la exhumación de un cadáver. Todos los demás estaban ataviados para la labor. Bosch llevaba vaqueros, botas de montar y una vieja camiseta de la academia con las mangas cortadas. Rider lucía un atuendo similar. Olivas iba en vaqueros, camiseta y un impermeable de nailon con las siglas del departamento en la espalda. El resto de la tropa iba vestida del mismo modo.

– No me importa -dijo Swann-. Si me destrozo los zapatos, lo descontaré como gasto. Pero me quedo con mi cliente. No es negociable.

– Bien -dijo O'Shea-. Únicamente no se acerque demasiado ni se meta por medio.

– No hay problema.

– Muy bien, en marcha.

Olivas y el ayudante del sheriff fueron a sacar a Waits del coche. Bosch notó que el ruido del helicóptero que volaba en círculos era cada vez más fuerte a medida que el equipo de las noticias descendía para buscar un mejor ángulo y una imagen más próxima con la cámara.

Después de que ayudaran a Waits a salir del coche, Olivas verificó el cierre de las esposas y condujo al criminal al descampado. El agente del sheriff permaneció dos metros por detrás en todo momento con la escopeta levantada y preparada. Olivas no soltó en ningún momento el bíceps izquierdo de Waits. Se detuvieron cuando alcanzaron al resto del grupo.

– Señor Waits, una advertencia justa -dijo O'Shea-. Si intenta huir, estos agentes le dispararán. ¿Lo ha entendido?

– Por supuesto -dijo Waits-. Y lo harán con gusto. Estoy seguro.

– Entonces nos entendemos. Adelante.

15

Waits los condujo a un camino polvoriento que partía de la parte inferior del aparcamiento de gravilla y enseguida desaparecía bajo un palio creado por un grupo de acacias, robles blancos y densa vegetación. Caminaba sin vacilar, como quien sabe adonde está yendo. Enseguida la tropa quedó en la sombra y Bosch supuso que el cámara del helicóptero no estaba obteniendo mucho metraje útil desde encima de las copas de los árboles. El único que hablaba era Waits.

– No falta mucho -dijo, como si fuera un guía de naturaleza que los estuviera conduciendo a unas cataratas aisladas.

El paso se estrechó por la invasión de árboles y arbustos, y el sendero bien pisado se convirtió en uno rara vez usado. Estaban en un lugar en el que se aventuraban pocos excursionistas. Olivas tuvo que cambiar de posición. En lugar de agarrar a Waits por el brazo y caminar a su lado, tuvo que seguir al asesino aferrado a la cadena de la cintura por detrás con una mano. Estaba claro que Olivas no iba a soltar a su sospechoso y eso era tranquilizador para Bosch. Lo que no le parecía tan alentador era que la nueva posición bloqueaba el disparo a todos los demás si Waits trataba de huir.

Bosch había atravesado numerosas selvas en su vida. La mayoría de ellas eran de las que te obligan a mantener los ojos y los oídos en la distancia, alerta y esperando una emboscada, y al mismo tiempo vigilando cada paso que das, receloso de una bomba trampa. En esta ocasión mantuvo la mirada concentrada en los dos hombres que se movían delante de él, Waits y Olivas, sin pestañear.

El terreno se hizo cada vez más dificultoso al seguir la pendiente en descenso de la montaña. El suelo era blando y húmedo por la precipitación de la noche, así como por toda la lluvia caída a lo largo del último año. Bosch sentía que sus botas de excursionista se hundían y se quedaban clavadas en algunos lugares. En un punto, se oyó el sonido de ramas rompiéndose detrás de él y luego el ruido sordo de un cuerpo golpeando el barro. Aunque Olivas y el ayudante Doolan se detuvieron y se volvieron para ver el origen de la conmoción, Bosch nunca apartó la mirada de Waits. A su espalda oyó a Swann maldiciendo y a los demás preguntándole si estaba bien al tiempo que lo ayudaban a incorporarse.

Después de que Swann dejara de despotricar y se reagrupara la tropa, siguieron bajando la pendiente. El avance era lento, pues el percance de Swann había provocado que todos caminaran con mayor cautela. En otros cinco minutos se detuvieron ante un precipicio con una pronunciada caída. Era un lugar donde el peso del agua que se acumulaba en el terreno había provocado en meses recientes un alud de barro. El terreno se había trasquilado cerca de un roble, exponiendo la mitad de sus raíces. El desnivel era de casi tres metros.

– Bueno, esto no estaba aquí la última vez que vine -dijo Waits en un tono que indicaba que estaba enfadado por el inconveniente.

– ¿Es por ahí? -preguntó Olivas, señalando al fondo del terraplén.

– Sí -confirmó Waits-. Hemos de bajar.

– Muy bien, un minuto. -Olivas se volvió y miró a Harry-. Bosch, ¿por qué no baja y luego se lo mando?

Bosch asintió con la cabeza y pasó por delante de ellos. Se agarró de una de las ramas inferiores del roble para equilibrarse y probó la estabilidad del terreno en la pronunciada pendiente. La tierra estaba suelta y resbaladiza.

– Mal asunto -dijo-. Esto va a ser como un tobogán. Y una vez que lleguemos abajo, ¿cómo volvemos a subir?

Olivas dejó escapar el aire por la frustración.

– Entonces, ¿qué…?

– Había una escalera de mano encima de una de las furgonetas -sugirió Waits.

Todos lo miraron por un momento.

– Es cierto. Forense lleva una escalera encima de la furgoneta -dijo Rider-. Si la colocamos bien, será sencillo.

Swann se metió en el corrillo.

– Sencillo salvo que mi cliente no va a subir y bajar por la escalera con las manos encadenadas a la cintura -dijo.

Después de una pausa momentánea, todo el mundo miró a O'Shea.

– Creo que podremos arreglarlo de alguna manera.

– Espere un momento -dijo Olivas-. No vamos a quitarle…

– Entonces no va a bajar -dijo Swann-. Es así de sencillo. No voy a permitir que lo pongan en peligro. Es mi cliente y mi responsabilidad con él no se reduce al campo de la ley, sino…

O'Shea levantó las manos para pedir calma.

– Una de nuestras responsabilidades es la seguridad del acusado -dijo-. Maury tiene razón. Si el señor Waits cae de la escalera sin poder usar las manos, entonces somos responsables. Y tendríamos un problema. Estoy seguro de que con todos ustedes empuñando pistolas y escopetas, podemos controlar esta situación durante los diez segundos que tardará en bajar por la escalera.

– Iré a buscar la escalera -dijo la técnico forense-. ¿Puedes aguantarme esto?

Su nombre era Carolyn Cafarelli y Bosch sabía que la mayoría de la gente la llamaba Cal. La mujer le pasó a Bosch la sonda de gas, un artefacto en forma de «T», y empezó a retroceder por el bosque.

– La ayudaré -dijo Rider.

– No -dijo Bosch-. Todo el mundo que lleva un arma se queda con Waits.

Rider asintió, dándose cuenta de que su compañero tenía razón.

– No hay problema -dijo Cafarelli desde lejos-. Es de aluminio ligero.

– Sólo espero que encuentre el camino de vuelta -dijo O'Shea después de que Cafarelli se hubiera ido.

Durante los primeros minutos esperaron en silencio, luego Waits se dirigió a Bosch.

– ¿Ansioso, detective? -preguntó-. Ahora que estamos tan cerca.

Bosch no respondió. No iba a dejar que Waits le comiera la cabeza.

Waits lo intentó otra vez.

– Piense en todos los casos que ha trabajado. ¿Cuántos son como éste? ¿Cuántas son como Marie? Apuesto a que…

– Waits, cierre la puta boca -ordenó Olivas.

– Ray, por favor -dijo Swann con voz apaciguadora.

– Sólo estoy charlando con el detective.

– Bueno, charle con usted mismo -dijo Olivas.

Se instaló el silencio hasta al cabo de unos minutos, cuando todos oyeron el sonido de Cafarelli que se acercaba con la escalera a través del bosque. Tropezó varias veces con ramas bajas, pero finalmente llegó a la posición de los demás. Bosch la ayudó a deslizar la escalera por la pendiente y se aseguraron de que quedaba firme. Cuando se levantó y se volvió hacia el grupo, Bosch vio que Olivas estaba soltando una de las esposas de Waits de la cadena que rodeaba la cintura del prisionero. Dejó la otra mano esposada.

– La otra mano, detective -dijo Swann.

– Puede bajar con una mano libre -insistió Olivas.

– Lo siento, detective, pero no voy a permitir eso. Ha de poder agarrarse y protegerse de una caída en el caso de que resbale. Necesita tener las dos manos libres.

– Puede hacerlo con una.

Mientras continuaban las poses y la discusión, Bosch bajó por la escalera de espaldas. La escalera de mano estaba firmemente sujeta. Desde allí abajo, Bosch miró a su alrededor y advirtió que no había ningún sendero discernible. Desde ese punto, la pista al cadáver de Marie Gesto no era tan obvia como lo había sido arriba. Levantó la mirada hacia los otros y esperó.

– Freddy, hazlo -le instruyó O'Shea con tono enfadado-. Agente Doolan, usted baje primero y esté listo con la escopeta por si acaso al señor Waits se le ocurre alguna idea. Detective Rider, tiene mi permiso para desenfundar el arma. Quédese aquí con Freddy y también preparada.

Bosch volvió a subir unos peldaños para que el ayudante del sheriff pudiera pasarle cuidadosamente la escopeta. A continuación volvió a bajar y el hombre uniformado inició el descenso por la escalera. Bosch le devolvió el arma y regresó al pie de la escalera.

– Tíreme las esposas -le gritó Bosch a Olivas.

Bosch cogió las esposas y se colocó en el segundo peldaño de la escalera. Waits empezó a bajar mientras el videógrafo permanecía en el borde y grababa su descenso. Cuando Waits estaba a tres peldaños del final, Bosch estiró el brazo y agarró la cadena de la cintura para guiarlo el resto del camino hasta abajo.

– Es ahora, Ray -le susurró al oído desde detrás-. Su única oportunidad, ¿está seguro de que no quiere intentarlo?

Una vez abajo, Waits se alejó de la escalera y se volvió hacia Bosch, sosteniendo las manos en alto para que le pusiera las esposas. Sus ojos se fijaron en los de Bosch.

– No, detective. Creo que me gusta demasiado vivir.

– Eso creía.

Bosch le esposó las manos a la cadena de la cintura y volvió a mirar por la pendiente a los otros.

– Prisionero esposado.

Uno por uno, los demás bajaron por la escalera. Una vez que se hubieron reagrupado abajo, O'Shea miró a su alrededor y vio que ya no había camino. Podían continuar en cualquier dirección.

– Muy bien, ¿por dónde? -le dijo a Waits.

Waits se volvió en un semicírculo como si viera la zona por primera vez.

– Ummm…

Olivas casi perdió los nervios.

– Será mejor que no…

– Por allí -dijo Waits con timidez mientras señalaba a la derecha de la pendiente-. Me he desorientado un momento.

– No joda, Waits -dijo Olivas-. O nos lleva al cadáver ahora mismo o volvemos, vamos a juicio y le clavan la inyección que se merece. ¿Entendido?

– Entendido. Y, como he dicho, es por ahí.

El grupo avanzó entre la maleza detrás de Waits. Olivas se aferraba a la cadena por la parte de los riñones y manteniendo siempre la escopeta a menos de metro y medio de la espalda del prisionero.

El terreno en este nivel era más blando y muy fangoso. Bosch sabía que el agua subterránea de las lluvias de la última primavera probablemente había bajado por la pendiente y se había acumulado allí. Sintió que empezaban a dolerle los músculos de los muslos porque era trabajoso levantar a cada paso las botas de aquel barro succionador.

Al cabo de cinco minutos llegaron a un pequeño claro a la sombra de un roble alto y completamente adulto. Bosch vio que Waits levantaba la cabeza y siguió su mirada. Una cinta de pelo amarillenta colgaba lánguidamente de una de las ramas.

– Tiene gracia -dijo Waits-. Antes era azul.

Bosch sabía que en el momento de la desaparición de Marie Gesto se creía que ella llevaba el pelo atado en la nuca con una banda elástica azul. Una amiga que la había visto ese último día había proporcionado una descripción de la ropa que llevaba. La banda elástica no estaba con la ropa que se encontró pulcramente doblada en el coche de los apartamentos High Tower.

Bosch levantó la mirada a la cinta del pelo. Trece años de lluvia y exposición habían desvaído el color. Miró a Waits, y el asesino lo estaba esperando con una sonrisa.

– Aquí estamos, detective. Finalmente ha encontrado a Marie.

– ¿Dónde?

La sonrisa de Waits se ensanchó.

– Está de pie encima de ella.

Bosch abruptamente dio un paso atrás; Waits se rio.

– No se preocupe, detective Bosch, no creo que le importe. ¿Qué es lo que escribió el gran hombre acerca de dormir el largo sueño? ¿Acerca de que no importaba la suciedad de cómo viviste o dónde caíste?

Bosch lo miró un largo momento, preguntándose una vez más por los aires literarios del limpiaventanas. Waits pareció interpretarlo.

– Llevo en prisión desde mayo, detective. He leído mucho.

– Apártese -ordenó Bosch.

Waits separó las palmas de sus manos esposadas en un ademán de rendición y se apartó hacia el tronco del roble. Bosch miró a Olivas.

– ¿Suyo?

– Mío.

Bosch miró al suelo. Había dejado huellas en el terreno fangoso, pero también parecía existir otra alteración reciente en la superficie. Parecía como si un animal hubiera cavado un pequeño hoyo al hurgar. Bosch hizo una señal a la técnico forense para que se acercara al centro del calvero. Cafarelli avanzó con la sonda de gas y Bosch señaló el lugar situado justo debajo de la cinta descolorida. La técnica clavó la punta de la sonda en el suelo blando y ésta se hundió con facilidad un palmo. Conectó el lector y empezó a estudiar la pantalla electrónica. Bosch se acercó a ella para mirar por encima de su hombro. Sabía que la sonda medía el nivel de metano en el suelo. Un cadáver desprende gas metano al descomponerse, incluso un cadáver envuelto en plástico.

– Tenemos una lectura -dijo Cafarelli-. Estamos por encima de los niveles normales.

Bosch asintió con la cabeza. Se sentía extraño. Deprimido. Llevaba más de una década con el caso y, en cierto modo, le gustaba aferrarse al misterio de Marie Gesto. Sin embargo, aunque no creía en eso que llamaban «cierre», sí creía en la necesidad de conocer la verdad. Sentía que la verdad estaba a punto de desvelarse, y aun así era desconcertante. Necesitaba conocer la verdad para seguir adelante, pero ¿cómo podría seguir adelante una vez que ya no necesitara encontrar y vengar a Marie Gesto?

Miró a Waits.

– ¿A qué profundidad está?

– No muy hondo -replicó Waits como si tal cosa-. En el noventa y tres hubo sequía, ¿recuerda? El suelo estaba duro y, joder, me dejé el culo haciendo un agujero para ella. Tuve suerte de que fuera tan pequeñita. Pero, en cualquier caso, por eso lo cambié. Después se acabó para mí lo de cavar grandes hoyos.

Bosch apartó la mirada de Waits y volvió a fijarse en Cafarelli. Estaba tomando otra lectura de la sonda. Podría delinear el emplazamiento trazando los niveles más altos de metano.

Todos observaron en silencio el lúgubre trabajo. Después de hacer varias lecturas siguiendo el modelo de una cuadrícula, Cafarelli movió finalmente la mano en un barrido norte-sur para indicar la posición probable del cadáver. A continuación, marcó los límites del emplazamiento funerario clavando el extremo de la sonda en la tierra. Cuando hubo terminado marcó un rectángulo de aproximadamente metro ochenta por sesenta centímetros. Era una tumba pequeña para una víctima pequeña.

– De acuerdo -dijo O'Shea-. Llevemos al señor Waits de vuelta, dejémoslo a buen recaudo en el coche y luego traigamos al equipo de exhumación.

El fiscal le dijo a Cafarelli que debería quedarse en el emplazamiento para evitar problemas de integridad de la escena del crimen. El resto del grupo se encaminó de nuevo hacia la escalera. Bosch iba el último de la fila, pensando en el terreno que estaban atravesando. Había algo sagrado en ello. Era terreno sagrado. Esperaba que Waits no les hubiera mentido. Esperaba que Marie Gesto no hubiera sido obligada a caminar hasta su tumba aún con vida.

Rider y Olivas subieron la escalera los primeros. Bosch llevó a Waits hasta la escalera, le quitó las esposas y lo empujó hacia arriba.

A espaldas del asesino, el ayudante del sheriff preparó la escopeta, con el dedo en el gatillo. En ese momento, Bosch se dio cuenta de que podía resbalar en el suelo fangoso, caer sobre el ayudante del sheriff y posiblemente propiciar que la escopeta se disparara y Waits fuera víctima de la mortal descarga de fusilería. Apartó la mirada de la tentación y se fijó en el abrupto terraplén. Su compañera estaba mirándolo con cara de acabar de leerle el pensamiento. Bosch trató de poner una expresión de inocencia. Extendió las manos mientras articulaba la palabra «¿Qué?».

Rider negó con la cabeza con desaprobación y se apartó del borde. Bosch se fijó en que llevaba el arma al costado. Cuando Waits llegó a lo alto de la escalera fue recibido por Olivas con los brazos abiertos.

– Manos -dijo Olivas.

– Claro, detective.

Desde su posición, Bosch sólo alcanzaba a ver la espalda de Waits. Por su postura se dio cuenta de que había juntado las manos delante de él para que se las esposaran de nuevo a la cadena de la cintura.

Pero de repente se produjo un movimiento brusco. Un rápido giro en la postura del prisionero al inclinarse demasiado hacia Olivas. Bosch instintivamente supo que algo iba mal. Waits iba a por la pistola enfundada en la cadera de Olivas bajo el impermeable.

– ¡Eh! -gritó Olivas, presa del pánico-. ¡Eh!

Pero antes de que Bosch o ningún otro pudieran reaccionar, Waits aprovechó su mejor posición sobre Olivas para girar sus cuerpos de manera que la espalda del detective quedó en lo alto de la escalera. El ayudante del sheriff no tenía ángulo de disparo. Ni tampoco Bosch. Con un movimiento como de pistón, Waits levantó la rodilla e impactó con ella dos veces en la entrepierna de Olivas. Éste empezó a derrumbarse y se produjeron dos rápidos disparos, cuyo ruido quedó ahogado por el cuerpo del detective. Waits empujó a Olivas por el borde y éste cayó por la escalera encima de Bosch.

Waits desapareció entonces de su vista.

El peso de Olivas derribó con fuerza a Bosch. Mientras pugnaba por sacar su arma, Harry oyó dos disparos más arriba y gritos de pánico de los que estaban en el nivel inferior. Detrás de él oyó ruido de alguien que corría. Con Olivas todavía encima de él, levantó la mirada, pero no logró ver ni a Waits ni a Rider. Entonces el prisionero apareció en el borde del precipicio, empuñando con calma una pistola. Les disparó a ellos y Bosch sintió dos impactos en el cuerpo de Olivas. Se había convertido en el escudo de Bosch.

El fogonazo de la escopeta del ayudante del sheriff hendió el aire, pero el proyectil se incrustó en el tronco de un roble situado a la izquierda de Waits. Waits devolvió el fuego en el mismo momento y Bosch oyó que el ayudante caía como una maleta.

– Corre, cobarde -gritó Waits-. ¿Qué pinta tiene ahora tu chanchullo?

Disparó dos veces más de manera indiscriminada hacia los árboles de abajo. Bosch consiguió liberar su pistola y disparar a Waits.

Waits se agachó y quedó oculto, al tiempo que con la mano derecha agarraba el peldaño más alto de la escalera y la subía de un tirón al borde del terraplén. Bosch empujó el cadáver de Olivas y se levantó con la pistola apuntando y lista por si Waits aparecía otra vez.

Pero entonces oyó el sonido de alguien que corría y supo que Waits se había ido.

– ¡Kiz! -gritó Bosch.

No hubo respuesta. Bosch atendió rápidamente a Olivas y al ayudante del sheriff, pero vio que ambos estaban muertos. Se enfundó su arma y trepó por el terraplén, utilizando las raíces expuestas a modo de asidero. El terreno cedió al clavar sus pies en él. Una raíz se partió en su mano y Bosch resbaló hasta abajo.

– ¡Háblame, Kiz!

De nuevo no hubo respuesta. Lo intentó otra vez, en esta ocasión colocándose en ángulo en la empinada pendiente en lugar de tratar de ascender en vertical. Agarrándose a las raíces y pateando en el terreno blando, finalmente llegó arriba y reptó por encima del borde. Al auparse, vio a Waits corriendo a través de los árboles en dirección al calvero donde esperaban los demás. Sacó otra vez su pistola y disparó cinco tiros más, pero Waits no frenó en ningún momento.

Bosch se levantó, preparado para darle caza. Pero entonces vio el cuerpo tendido de su compañera, arrebujado y ensangrentado en el matorral cercano.

16

Kiz Rider estaba boca arriba, agarrándose el cuello con una mano mientras la otra yacía flácida a su costado. Tenía los ojos bien abiertos y buscando, pero sin conseguir enfocar. Era como si estuviera ciega. Su brazo flácido estaba tan ensangrentado que Bosch tardó un momento en localizar el orificio de entrada de la bala en la palma de la mano, justo debajo del pulgar. La bala había atravesado la mano, y Bosch comprendió que no era tan grave como la del cuello. La sangre fluía de manera constante de entre sus dedos. La bala debía de haber dañado la arteria carótida y Bosch sabía que la pérdida de sangre o la falta de oxígeno en el cerebro podían matar a su compañera en cuestión de minutos o segundos.

– Vamos, Kiz -dijo al arrodillarse a su lado-. Estoy aquí.

Vio que la mano izquierda de Rider, apoyada en la herida del lado derecho del cuello, no estaba presionando lo suficiente para contener la hemorragia. Estaba perdiendo la fuerza para aguantar.

– Deja que me ocupe yo -dijo.

Bosch puso su mano debajo de la de Rider y la presionó contra lo que, ahora se dio cuenta, eran dos heridas, los orificios de entrada y salida de la bala. Notaba el pulso de la sangre contra la palma de su mano.

– ¡O'Shea! -gritó.

– ¿Bosch? -contestó O'Shea desde debajo de la cuesta-. ¿Dónde está? ¿Lo ha matado?

– Se ha escapado. Necesito que coja la radio de Doolan y que nos manden un equipo de evacuación médica aquí. ¡Ahora!

O'Shea tardó un momento en responder y lo hizo con voz marcada por el pánico.

– ¡Han disparado a Doolan! ¡Y también a Freddy!

– Están muertos, O'Shea. Ha de coger la radio. Rider está viva y hemos de llevarla a…

En la distancia se oyeron dos disparos de escopeta seguidos por un grito. Era una voz femenina y Bosch pensó en Kathy Kohl y en la gente del aparcamiento. Hubo dos disparos más y Bosch percibió un cambio en el sonido de encima del helicóptero. Se estaba alejando. Waits les estaba disparando.

– ¡Vamos, O'Shea! -gritó-. Nos estamos quedando sin tiempo.

Al no oír respuesta alguna, cogió la mano de Rider y la apretó de nuevo contra las heridas del cuello.

– Aguántala aquí, Kiz. Aprieta lo más fuerte que puedas y volveré enseguida.

Bosch se levantó de un salto y cogió la escalera que Waits había retirado. Volvió a colocarla en su lugar, con la parte inferior entre los cuerpos de Doolan y Olivas, y descendió rápidamente. O'Shea estaba arrodillado al lado de Olivas. Los ojos del fiscal estaban tan abiertos e inexpresivos como los del policía que yacía muerto a su lado. Swann se hallaba en el calvero inferior con expresión de mareo. Cafarelli había llegado desde la sepultura y estaba arrodillada al lado de Doolan, tratando de darle la vuelta para coger la radio. El ayudante del sheriff había caído boca abajo al recibir el disparo de Waits.

– Déjame a mí, Cal -ordenó Bosch-. Sube y ayuda a Kiz. Hemos de contener la hemorragia del cuello.

Sin decir una palabra, la técnica forense trepó por la escalera y se perdió de vista. Bosch volvió a Doolan y vio que le habían dado en la frente. Tenía los ojos abiertos y expresión de sorpresa. Bosch cogió la radio del cinturón de equipo de Doolan, hizo la llamada de «oficial caído» y solicitó que enviaran asistencia médica aérea y personal sanitario al aparcamiento de Sunset Ranch. En cuanto se aseguró de que el helicóptero medicalizado iba en camino, informó de que un sospechoso de asesinato había escapado a la custodia. Proporcionó una detallada descripción de Raynard Waits y se metió la radio en su cinturón. Subió por la escalera y al hacerlo llamó a O'Shea, Swann y al videógrafo, que todavía sostenía la cámara y estaba grabando la escena.

– Todos aquí arriba. Hemos de llevarla al aparcamiento para la evacuación.

O'Shea continuó mirando a Olivas en estado de choque.

– ¡Están muertos! -gritó Bosch desde arriba-. No podemos hacer nada por ellos. Les necesito aquí arriba.

Se volvió de nuevo hacia Rider. Cafarelli le estaba agarrando el cuello, pero Bosch se dio cuenta de que se estaban quedando sin tiempo. La vida se estaba vaciando de los ojos de su compañera. Bosch se agachó y le cogió la mano no herida. La frotó entre sus dos manos. Se fijó en que Cafarelli había usado una cinta del pelo para envolver la otra mano de Rider.

– Vamos, Kiz, aguanta. Hay un helicóptero en camino y te vamos a sacar de aquí.

Miró a su alrededor para ver lo que tenían disponible y en ese momento tuvo una idea al ver a Maury Swann subiendo por la escalera. Se acercó rápidamente al borde y ayudó al abogado defensor desde el último travesaño. O'Shea estaba ascendiendo detrás de él y el videógrafo esperaba su turno.

– Deje la cámara -ordenó Bosch.

– No puedo. Soy respon…

– Si la sube aquí, la voy a coger y la voy a tirar lo más lejos que pueda.

El cámara, a regañadientes, dejó su equipo en el suelo, sacó la cinta digital y se la guardó en uno de los grandes bolsillos de los pantalones de militar. A continuación subió. Cuando todos estuvieron arriba, Bosch tiró de la escalera y fue a colocarla al lado de Rider.

– Bien, vamos a usar la escalera como camilla. Dos hombres a cada lado y, Cal, necesito que camines a nuestro lado y que mantengas la presión en el cuello.

– Entendido -dijo.

– Vale, pongámosla en la escalera.

Bosch se colocó junto al hombro derecho de Rider mientras los demás se situaban en las piernas y en el otro hombro. La levantaron cuidadosamente hasta la escalera. Cafarelli mantuvo sus manos en el cuello de Rider.

– Hemos de tener cuidado -les instó Bosch-. Si inclinamos esto, se caerá. Cal, mantenla en la escalera.

– Hecho. Vamos.

Levantaron la escalera y empezaron a desandar el sendero. El peso de Rider distribuido entre cuatro camilleros no era problema, pero el barro sí. Swann, con sus zapatos del tribunal, resbaló dos veces, y la camilla casera casi volcó. En ambas ocasiones Cafarelli literalmente abrazó a Rider en la escalera y la mantuvo en su lugar.

Tardaron menos de diez minutos en llegar al descampado. Bosch vio inmediatamente que la furgoneta del forense no estaba; sin embargo, Kathy Kohl y sus dos ayudantes seguían allí, ilesos junto a la furgoneta de la policía científica.

Bosch examinó el cielo en busca de un helicóptero, pero no vio ninguno. Les pidió a los demás que colocaran a Rider junto a la furgoneta de la policía científica. Recorriendo el último tramo con una mano metida debajo de la escalera, usó la mano libre para manejar la radio.

– ¿Dónde está mi transporte aéreo? -gritó al que contestó.

La respuesta fue que estaba en camino y que el tiempo estimado de llegada era de un minuto. Bajó suavemente la escalera al suelo y miró a su alrededor para asegurarse de que había espacio suficiente en el aparcamiento para que aterrizara un helicóptero. Detrás de él oyó que O'Shea interrogaba a Kohl.

– ¿Qué ha pasado? ¿Adónde ha ido Waits?

– Salió del bosque y disparó al helicóptero de la tele. Luego cogió nuestra furgoneta a punta de pistola y se dirigió colina abajo.

– ¿El helicóptero lo siguió?

– No lo sabemos. No lo creo. Se alejó en cuanto Waits empezó a disparar.

Bosch oyó el sonido de un helicóptero que se aproximaba y deseó que no fuera el de Canal Cuatro. Caminó hasta el centro de la zona más despejada del aparcamiento y aguardó. Al cabo de unos momentos un transporte aéreo medicalizado superó la cima de la montaña e inició el descenso.

Dos auxiliares médicos saltaron del helicóptero en el momento en que éste tomó tierra. Uno llevaba un maletín de material, mientras que el otro cargaba con una camilla plegable. Se arrodillaron a ambos lados de Rider y se pusieron manos a la obra.

Bosch se levantó y observó con los brazos cruzados con firmeza delante del pecho. Vio que uno le ponía una mascarilla de oxígeno a Rider mientras el otro le colocaba una vía en el brazo. Entonces empezaron a examinar sus heridas. Bosch se repetía un mantra para sus adentros: «Vamos, Kiz, vamos, Kiz, vamos, Kiz…».

Era más una oración.

Uno de los auxiliares médicos se volvió hacia el helicóptero e hizo una señal al piloto haciendo girar un dedo en el aire. Bosch sabía que significaba que tenían que irse. El tiempo sería clave. El rotor del helicóptero empezó a girar con más velocidad. El piloto estaba preparado.

La camilla estaba desplegada y Bosch ayudó a los auxiliares médicos a colocar a Rider sobre ella. Acto seguido, cogió uno de los asideros y les ayudó a llevarla al transporte aéreo que aguardaba.

– ¿Puedo ir? -gritó Bosch en voz alta cuando avanzaban hacia la puerta abierta del helicóptero.

– ¿Qué? -gritó uno de los auxiliares.

– ¿Puedo ir? -repitió en un grito.

El auxiliar médico negó con la cabeza.

– No, señor. Necesitamos sitio para trabajar con ella. Va a ser muy justo.

Bosch asintió.

– ¿Adónde la llevan?

– A Saint Joe.

Bosch asintió de nuevo. Saint Joseph se hallaba en Burbank. Por aire quedaba justo al otro lado de la montaña, cinco minutos de vuelo a lo sumo. En coche era un largo recorrido por la montaña y a través del paso de Cahuenga.

Rider fue subida con cuidado al helicóptero y Bosch retrocedió. Cuando la puerta empezó a cerrarse quiso gritar algo a su compañera, pero no se le ocurrió ninguna palabra. La puerta se cerró y ya era demasiado tarde. Decidió que si Kiz estaba consciente y todavía se preocupaba por tales cosas, ella habría sabido Jo que quería decirle.

El helicóptero despegó al tiempo que Bosch retrocedía preguntándose si volvería a ver a Kiz con vida.

Justo cuando el aparato se alejaba inclinándose, un coche patrulla llegó a toda velocidad hasta el aparcamiento, con las luces azules destellando. Saltaron dos agentes uniformados de la División de Hollywood. Uno de ellos había desenfundado la pistola y apuntó a Bosch. Cubierto de barro y sangre, Bosch entendió el porqué.

– ¡Soy agente de policía! Tengo la placa en el bolsillo de atrás.

– Déjenos verla -dijo el hombre armado-. ¡Despacio!

Bosch sacó la cartera que contenía su placa y la abrió. Pasó la inspección y bajaron la pistola.

– Volved al coche -ordenó-. ¡Hemos de irnos!

Bosch corrió a la puerta trasera del coche. Los agentes de policía entraron y él les dijo que volvieran a bajar a Beachwood.

– ¿Adónde? -preguntó el que conducía.

– Tenéis que llevarme al otro lado de la montaña, a Saint Joe. Mi compañera va en ese helicóptero.

– Entendido. Código tres.

El conductor le dio a! interruptor que añadía la sirena a las luces de emergencia ya encendidas y pisó el acelerador. El coche, con un chirrido de neumáticos y salpicando gravilla, dio un giro de ciento ochenta grados y se dirigió colina abajo. La suspensión estaba destrozada, como ocurría con la mayoría de los vehículos que el departamento sacaba a la calle. El coche viraba brusca y peligrosamente en las curvas de descenso, pero a Bosch no le importaba. Tenía que ver a Kiz. En un momento casi comisionaron con otro coche patrulla que se dirigía a la misma velocidad hacia la escena del crimen.

Finalmente, a medio camino de la colina, el conductor frenó cuando estaban pasando la zona comercial atestada de peatones de Hollywoodland.

– ¡Alto! -gritó Bosch.

El chófer obedeció con un eficaz chirrido de los frenos.

– Vuelve atrás. Acabo de ver la furgoneta.

– ¿Qué furgoneta?

– ¡Vuelve atrás!

El coche patrulla dio marcha atrás por el barrio del mercado. En el aparcamiento lateral, Bosch vio la furgoneta azul pálido del forense aparcada en la última fila.

– Nuestro custodiado se escapó y lleva una pistola. Cogió esa furgoneta.

Bosch les dio una descripción de Waits y la advertencia de que no iba a vacilar antes de usar el arma. Les habló de los dos polis muertos que había en la colina del bosque.

Decidieron hacer una batida por el aparcamiento en primer lugar, antes de entrar en el mercado. Pidieron refuerzos, pero decidieron no esperarlos. Salieron con las armas preparadas.

Registraron y descartaron el aparcamiento con rapidez y llegaron en última instancia a la furgoneta de Forense. Estaba abierta y vacía. Pero en la parte de atrás Bosch encontró el mono naranja de la prisión. O bien Waits llevaba otra ropa debajo del mono o había encontrado prendas para cambiarse en la parte de atrás de la furgoneta.

– Tened cuidado -anunció Bosch a los demás-. Podría ir vestido de cualquier forma. Quedaos cerca de mí. Yo lo reconoceré.

Accedieron a la tienda en cerrada formación a través de las puertas automáticas de delante. Una vez dentro, Bosch se dio cuenta enseguida de que era demasiado tarde. Un hombre con una etiqueta de gerente en la camisa estaba consolando a una mujer que lloraba de manera histérica y le sostenía el lateral de la cara. El gerente vio a los dos agentes uniformados y les hizo una señal. Aparentemente ni siquiera reparó en todo el barro y la sangre en la ropa de Bosch.

– Nosotros fuimos los que llamamos -dijo el gerente-. A la señora Shelton acaban de robarle el coche.

La señora Shelton asintió entre lágrimas.

– ¿Puede describir el coche y la ropa que llevaba el hombre? -preguntó Bosch.

– Creo que sí -gimió.

– Muy bien, escuchad -dijo Bosch a uno de los dos agentes-. Uno de vosotros se queda aquí, toma la descripción de la ropa que llevaba y del coche y la pasa por radio. El otro se va ahora y me lleva a Saint Joe. Vamos.

El conductor llevó a Bosch y el otro hombre de la patrulla se quedó en Hollywoodland. Al cabo de otros tres minutos salieron chirriando los neumáticos del paso de Beachwood Canyon y se dirigieron hacia el paso de Cahuenga. En la radio oyeron la orden de búsqueda de un BMW 540 plateado en relación con un 187 AAO, asesinato de un agente del orden. La descripción del sospechoso decía que llevaba un mono blanco amplio, y Bosch comprendió que había encontrado la ropa de recambio en la furgoneta de Forense.

La sirena les abría paso, pero Bosch supuso que estaban todavía a quince minutos del hospital. Tenía un mal presentimiento. No creía que fueran a llegar a tiempo. Trató de apartar esa idea de su mente. Trató de pensar en Kiz Rider viva y bien, y sonriéndole, reprendiéndole como había hecho siempre. Y cuando llegaron a la autovía, se concentró en examinar los ocho carriles de tráfico en dirección norte, buscando un BMW robado de color plateado y con un asesino al volante.

17

Bosch entró corriendo en la sala de urgencias enseñando la placa. Había una recepcionista de admisiones detrás del mostrador, anotando la información que le proporcionaba un hombre inclinado sobre una silla, enfrente de ella. Cuando Bosch se acercó, vio que el hombre estaba acunando su brazo izquierdo como si friera un bebé. La muñeca estaba torcida en un ángulo antinatural.

– ¿La agente de policía que ha traído el helicóptero? -dijo, sin que le importara interrumpir.

– No tengo información, señor -respondió la mujer del mostrador-. Si quiere sen…

– ¿Dónde puedo conseguir información? ¿Dónde está el médico?

– El médico está con la paciente, señor. Sí le pido que venga a hablar con usted, entonces no podrá ocuparse de la agente.

– Entonces ¿sigue viva?

– Señor, no puedo darle información en este momento. Si…

Bosch se alejó del mostrador y se dirigió a unas puertas dobles. Pulsó un botón en la pared que las abrió de manera automática. A su espalda oyó que la mujer del mostrador le gritaba. No se detuvo. Pasó a través de las puertas a la zona de tratamiento de urgencias. Vio ocho sets con cortinas en los que había pacientes, cuatro a cada lado de la sala. Los puestos de las enfermeras y los médicos estaban en medio. La sala bullía de actividad. Fuera de uno de los sets de la derecha, Bosch vio a uno de los auxiliares médicos del helicóptero. Fue hacia él.

– ¿Cómo está?

– Está resistiendo. Ha perdido mucha sangre y… -Se detuvo al volverse y ver que era Bosch quien estaba a su lado-. No estoy seguro de que tenga que estar aquí, agente. Creo que es mejor que vaya a la sala de espera y…

– Es mi compañera y quiero saber qué está pasando.

– Tiene a uno de los mejores equipos de urgencias de la ciudad tratando de mantenerla con vida. Mi apuesta es que lo conseguirán. Pero no puede quedarse aquí mirando.

– ¿Señor?

Bosch se volvió. Un hombre vestido con el uniforme de una empresa de seguridad privada se estaba acercando con la mujer del mostrador. Bosch levantó las manos.

– Sólo quiero que me digan lo que está pasando.

– Señor, tendrá que acompañarme, por favor -dijo el vigilante.

Puso una mano en el brazo de Bosch. Éste la sacudió.

– Soy detective de policía. No hace falta que me toque. Sólo quiero saber qué está pasando con mi compañera.

– Señor, le dirán lo que tengan que decirle a su debido tiempo. Si hace el favor de acompa…

El vigilante cometió el error de intentar coger a Bosch por el brazo otra vez. En esta ocasión Bosch no intentó sacudirse el brazo, sino que apartó la mano del vigilante.

– He dicho que no me…

– Calma, calma -dijo el auxiliar médico-. Le diré el qué, detective, vayamos a las máquinas a tomar un café o algo, y le contaré todo lo que está pasando con su compañera, ¿de acuerdo?

Bosch no respondió. El auxiliar médico endulzó la oferta.

– Hasta le traeré una bata limpia para que pueda quitarse esa ropa manchada de barro y de sangre. ¿Le parece bien?

Bosch transigió, el vigilante de seguridad mostró su aprobación con un gesto de la cabeza y el auxiliar médico encabezó la marcha, primero hasta un armario de material, donde miró a Bosch y supuso que necesitaría una talla mediana. Sacó una bata azul pálido y unas botas de los estantes y se las pasó a Bosch. Recorrieron un pasillo hasta la sala de descanso de las enfermeras, donde había máquinas expendedoras de café, refrescos y tentempiés. Bosch eligió un café solo. No tenía monedas, pero el auxiliar médico sí.

– ¿Quiere lavarse y cambiarse antes? Puede usar el lavabo de ahí.

– Dígame primero lo que sabe.

– Siéntese.

Se sentaron en torno a una mesa redonda. El auxiliar médico tendió la mano por encima de la mesa.

– Dale Dillon.

Bosch rápidamente le estrechó la mano.

– Harry Bosch.

– Encantado, detective Bosch. Lo primero que he de hacer es darle las gracias por su esfuerzo en el barrizal. Usted y los demás probablemente han salvado la vida de su compañera. Ha perdido mucha sangre, pero es una luchadora. Están reanimándola y con fortuna se pondrá bien.

– ¿Está muy grave?

– Está mal, pero es uno de esos casos en que no se sabe hasta que el paciente se estabiliza. La bala lesionó una de las arterias carótidas. En eso están trabajando ahora, preparándola para llevarla al quirófano y reparar la arteria. Entretanto ha perdido mucha sangre y el riesgo de una apoplejía es grande. Así que todavía no está fuera de peligro, pero si no tiene un ataque, saldrá bien de ésta. «Bien» quiere decir viva y funcional, con un montón de rehabilitación por delante.

Bosch asintió con la cabeza.

– Ésta es la versión no oficial. No soy médico y no debería haberle dicho nada de esto.

Bosch sintió que el móvil le vibraba en el bolsillo, pero no hizo caso.

– Se lo agradezco -dijo-. ¿Cuándo podré verla?

– No tengo ni idea. Yo sólo los traigo aquí. Le he dicho todo lo que sé, y probablemente es demasiado. Si va a quedarse esperando por aquí, le sugiero que se lave la cara y se cambie de ropa. Probablemente está asustando a la gente con ese aspecto.

Bosch asintió con la cabeza y Dillon se levantó. Había desactivado una situación potencialmente explosiva en Urgencias y su trabajo estaba hecho.

– Gracias, Dale.

– De nada. Tranquilícela, y si ve al vigilante de seguridad quizá quiera…

Lo dejó así.

– Lo haré -dijo Bosch.

Después de que el auxiliar médico se marchara, Bosch se metió en el lavabo y se quitó la camiseta. Como la bata hospitalaria no tenía bolsillos ni lugar alguno para guardar el arma, teléfono, placa y otras cosas, decidió dejarse puestos los tejanos sucios. Se miró en el espejo y vio que tenía la cara manchada de sangre y suciedad. Pasó los siguientes cinco minutos lavándose, pasándose agua y jabón por las manos hasta que por fin vio que el agua bajaba clara hasta el desagüe.

Al salir del lavabo se fijó en que alguien había entrado en la sala de descanso y o bien se había tomado su café o lo había retirado. Volvió a buscar monedas, pero tampoco las encontró.

Bosch volvió a la zona de recepción de urgencias y ahora la encontró atestada de policía, tanto uniformada como de paisano. Su supervisor, Abel Pratt, estaba entre estos últimos. Tenía el rostro completamente lívido. Vio a Bosch y se acercó de inmediato.

– Harry, ¿cómo está? ¿Qué ha ocurrido?

– No me han dicho nada oficial. El auxiliar médico que la trajo aquí dice que parece que se recuperará, a no ser que ocurra algún imprevisto.

– ¡Gracias a Dios! ¿Qué ocurrió allí?

– No estoy seguro. Waits cogió un arma y empezó a disparar. ¿Alguna pista de él?

– Dejó el coche que robó en la estación de la línea roja de Hollywood Boulevard. No saben dónde coño está.

Bosch pensó en ello. Sabía que si se había metido en el metro en la línea roja, podía haber salido en cualquier parte desde North Hollywood al centro. La línea del centro tenía una parada cerca de Echo Park.

– ¿Están buscando en Echo Park?

– Están buscando en todas partes. La UIT ha mandado un equipo aquí para hablar contigo. Pensaba que no querrías irte al Parker.

– No.

– Bueno, ya sabes cómo manejarlos. Sólo diles lo que pasó.

– Sí.

La Unidad de Investigación de Tiroteos no sería problema. Por lo que alcanzaba a ver, él personalmente no había hecho nada mal en el manejo de Waits. La UIT en cualquier caso era una brigada para cumplir el expediente.

– Tardarán un rato -dijo Pratt-. Ahora mismo están en Sunset Ranch, interrogando a los otros. ¿Cómo coño consiguió un arma?

Bosch negó con la cabeza.

– Olivas se acercó demasiado a él cuando estaba subiendo por una escalera. Le arrebató el arma y empezó a disparar. Olivas y Kiz estaban arriba. Todo ocurrió muy deprisa y yo estaba debajo de ellos.

– ¡Dios santo!

Pratt negó con la cabeza y Bosch comprendió que quería formular más preguntas sobre lo que había ocurrido y cómo había podido ocurrir. Probablemente estaba preocupado por su propia situación además de estar preocupado porque Rider lo superara. Bosch decidió que necesitaba hablarle de la cuestión que podía suponer un problema de contención.

– No iba esposado -dijo en voz baja-. Tuvimos que quitarle las esposas para que pudiera bajar por la escalera. Las esposas iban a estar fuera treinta segundos a lo sumo, y fue entonces cuando hizo su movimiento. Olivas dejó que se le acercara demasiado. Así es como empezó.

Pratt parecía anonadado. Habló lentamente, como si no lo entendiera.

– ¿Tú le quitaste las esposas?

– O'Shea nos lo dijo.

– Bien. Que lo culpen a él. No quiero que nada de esto rebote a Casos Abiertos. No quiero que me rebote nada. No es mi idea de cómo marcharme después de veinticinco putos años.

– ¿Y Kiz? No la va a dejar sola, ¿no?

– No, la voy a apoyar. Voy a apoyar a Kiz, pero no voy a apoyar a O'Shea. Que le den.

El teléfono de Bosch vibró otra vez, y en esta ocasión lo sacó del bolsillo para mirar la pantalla. Decía «número desconocido». Respondió de todos modos para huir de las preguntas, juicios y estrategias para salvar el cuello de Pratt. Era Rachel.

– Harry acabamos de recibir la orden de búsqueda y captura de Waits. ¿Qué ha pasado?

Bosch se dio cuenta de que iba a tener que recontar la historia una y otra vez a lo largo del resto del día y posiblemente del resto de su vida. Se disculpó y se metió en una sala donde había teléfonos de pago y una fuente, y donde podría hablar con más intimidad. De la manera más concisa posible le contó lo que había ocurrido en lo alto de Beachwood Canyon y cuál era el estado de Rider. Al contar la historia repasó los recuerdos visuales del momento en que vio a Waits correr a por el arma. Rebobinó sus intentos para detener la hemorragia de su compañera y salvarle la vida.

Rachel se ofreció a pasar por Urgencias, pero Bosch la disuadió diciendo que no estaba seguro de cuánto tiempo estaría allí y recordándole que probablemente los investigadores de la UIT se lo llevarían para una entrevista privada.

– ¿Te veré esta noche? -preguntó Rachel.

– Si he terminado con todo y Kiz está estable, sí. Si no, puede que me quede aquí.

– Voy a ir a tu casa. Llámame y cuéntame lo que sepas.

– Lo haré.

Bosch salió de la zona de teléfonos públicos y vio que la sala de espera de Urgencias estaba empezando a llenarse no sólo de policías, sino también de periodistas. Bosch supuso que esto probablemente significaba que se había corrido la voz de que el jefe de policía estaba en camino. A Bosch no le importaba. Quizá la presión de tener al jefe de policía en Urgencias haría que el hospital divulgara alguna información sobre el estado de su compañera.

Se acercó a Pratt, que estaba de pie junto a su superior, el capitán Norona, jefe de la División de Robos y Homicidios.

– ¿Qué va a pasar con la exhumación? -les preguntó a ambos.

– Tengo a Rick Jackson y Tim Marcia en camino -dijo Pratt-. Ellos se ocuparán.

– Es mi caso -dijo Bosch con una leve protesta en su voz.

– Ya no -dijo Norona-. Ahora está con la UIT hasta que zanjen este asunto. Usted es el único con placa que estuvo allí y que todavía puede hablar de ello. Esto es prioritario. La exhumación de Gesto es secundaria, y Marcia y Jackson se ocuparán.

Bosch sabía que no tenía sentido discutir. El capitán tenía razón. Aunque había otras cuatro personas presentes en el tiroteo que no habían resultado heridas, sería la descripción y el recuerdo de Bosch lo que contaría más.

Se produjo un revuelo en la entrada de Urgencias cuando varios hombres con cámaras de televisión al hombro se empujaron para ocupar una mejor posición a ambos lados de las puertas dobles. Cuando éstas se abrieron, entró una comitiva con el jefe de policía en el centro. El jefe caminó a grandes zancadas hasta el mostrador de recepción, donde lo recibió Norona. Hablaron con la misma mujer que había rechazado a Bosch antes. Esta vez era la viva imagen de la cooperación e inmediatamente cogió el teléfono e hizo una llamada. Obviamente sabía quién contaba y quién no.

Al cabo de tres minutos, el jefe de cirugía del hospital apareció por las puertas de Urgencias e invitó al jefe de policía a pasar para una consulta privada. Al franquear las puertas, Bosch les dio alcance y se unió al grupo de capitostes de la sexta planta que seguían la estela del jefe.

– Disculpe, doctor Kim -llamó una voz detrás del grupo.

Todos se detuvieron y se volvieron. Era la mujer del mostrador. Señaló a Bosch y dijo:

– Él no va en ese grupo.

El jefe se fijó en Bosch por primera vez y la corrigió.

– Por supuesto que va en el grupo -dijo en un tono que no invitaba al menor desacuerdo.

La mujer del mostrador pareció escarmentada. El grupo avanzó y el doctor Kim los condujo a un set de pacientes desocupado. Se reunieron en torno a una cama vacía.

– Jefe, su agente está siendo…

– Detective. Es una detective.

– Lo siento. Los doctores Patel y Worthing la están tratando en la UCI. No puedo interrumpir su trabajo para que le informen, así que yo estoy preparado para responder las preguntas que puedan tener.

– Bien. ¿Va a salvarse? -preguntó el jefe a bocajarro.

– Creemos que sí. Ésa no es la cuestión. La cuestión son los daños permanentes y eso no lo sabremos hasta que pase cierto tiempo. Una de las balas lesionó una de las arterias carótidas. La carótida proporciona sangre y oxígeno al cerebro. En este punto no sabemos cuál fue o es la interrupción de flujo sanguíneo al cerebro ni qué daños pueden haberse producido.

– ¿No se pueden llevar a cabo pruebas?

– Sí señor, se pueden hacer pruebas, y de manera preliminar estamos observando actividad rutinaria del cerebro en este momento. Hasta el momento es una muy buena noticia.

– ¿Puede hablar?

– Ahora no. Fue anestesiada durante la cirugía y pasarán varias horas hasta que quizá pueda hablar. Resalto lo de quizá. No sabremos con qué nos encontramos hasta esta noche o mañana, cuando se despierte.

El jefe asintió.

– Gracias, doctor Kim.

El jefe empezó a moverse hacia la abertura en la cortina y todo el mundo se volvió asimismo para salir. De pronto, el jefe del departamento de policía se dirigió al jefe de cirugía del hospital.

– Doctor Kim -dijo en voz baja-, en cierto momento esta mujer trabajó directamente para mí. No quiero perderla.

– Estamos haciendo todo lo posible, jefe. No la perderemos.

El jefe de policía asintió. Cuando el grupo se encaminó entonces hacia las puertas de la sala de espera, Bosch notó que una mano le agarraba por el hombro. Al volverse vio que se trataba del jefe. Éste apartó a Bosch para hablar con él en privado.

– Detective Bosch, ¿cómo está?

– Estoy bien, jefe.

– Gracias por traerla aquí tan deprisa.

– No me pareció tan deprisa en ese momento y no fui sólo yo. Había varios de nosotros. Trabajamos juntos.

– Correcto, sí, ya lo sé. O'Shea ya está en las noticias contando que la sacaron del bosque. Sacando provecho a su parte.

A Bosch no le extrañó oírlo.

– Acompáñeme un momento, detective -dijo el jefe.

Atravesaron la sala de espera y se dirigieron a la zona de acceso de las ambulancias. El jefe de policía no habló hasta que estuvieron fuera del edificio y lejos del alcance auditivo de los demás.

– Vamos a tener presión con esto -dijo al fin-. Tenemos a un asesino en serie reconocido corriendo suelto por la ciudad. Quiero saber qué ocurrió en esa montaña/ detective. ¿Por qué las cosas fueron tan terriblemente mal?

Bosch puso una expresión de arrepentimiento. Sabía que lo ocurrido en Beachwood Canyon sería como una bomba que detonaría y enviaría una onda expansiva a través de la ciudad y el departamento.

– Es una buena pregunta, jefe -replicó-. Estuve allí, pero no estoy seguro de lo que ocurrió.

Una vez más, Bosch empezó a contar la historia.

18

Los medios y la policía fueron abandonando poco a poco la sala de espera de Urgencias. En cierto modo, Kiz Rider constituía una decepción porque no había muerto. Si hubiese muerto, todo se habría convertido en un fragmento de noticias inmediato. Entrar, conectar en directo y luego pasar al siguiente sitio y a la siguiente conferencia de prensa. Pero ella resistía y la gente no podía quedarse esperando. Al ir pasando las horas, el número de personas en la sala de espera fue menguando hasta que sólo quedó Bosch. Rider no mantenía en ese momento ninguna relación sentimental y sus padres se habían marchado de Los Angeles después de la muerte de su hermana, así que sólo quedaba Bosch esperando la oportunidad de verla.

Poco antes de las cinco de la tarde, el doctor Kim salió por las puertas dobles buscando al jefe de policía o al menos a alguien de uniforme o por encima del rango de detective. Tuvo que conformarse con Bosch, que se levantó para recibir las noticias.

– Está bien. Está consciente y la comunicación no verbal es buena. No está hablando por el trauma en el cuello y porque la hemos intubado, pero todos los indicadores iniciales son positivos. Ni ataque, ni infección; todo son buenas señales. La otra herida está estabilizada y nos ocuparemos de ella mañana. Ya ha tenido suficiente cirugía por un día.

Bosch asintió con la cabeza. Sintió un tremendo alivio inundando su interior. Kiz iba a salvarse.

– ¿Puedo verla?

– Unos pocos minutos, pero, como he dicho, ahora no va a hablar. Acompáñeme.

Bosch siguió al jefe de cirugía uno vez más por las puertas dobles. Atravesaron Urgencias hasta la unidad de cuidados intensivos. Kiz estaba en la segunda habitación de la derecha. Su cuerpo parecía pequeño en la cama, rodeada de todo el equipo de monitores y tubos. Tenía los ojos entreabiertos y no mostró ningún cambio cuando Bosch entró en su campo focal. Bosch se dio cuenta de que Rider apenas estaba consciente.

– Kiz -dijo Bosch-, ¿cómo estás, compañera?

Se estiró para cogerle la mano ilesa.

– No intentes contestar. No debería haberte preguntado nada. Sólo quería verte. El jefe de cirugía acaba de decirme que te pondrás bien. Tendrás que hacer rehabilitación, pero quedarás como nueva.

Rider no podía hablar ni emitir ningún sonido por culpa del tubo que le bajaba por la garganta, pero le apretó la mano y Bosch lo tomó como una respuesta positiva.

Acercó una silla y se sentó para poder mantenerle la mano cogida. A lo largo de la siguiente media hora no le dijo casi nada. Sólo le sostenía la mano y se la apretaba de vez en cuando.

A las cinco y media entró una enfermera y le dijo a Bosch que dos hombres habían preguntado por él en la sala de espera de Urgencias. Bosch le dio un último apretón en la mano a Rider y le dijo que volvería por la mañana.

Los dos hombres que lo esperaban eran investigadores de la UIT. Se llamaban Randolph y Osani. Randolph era el teniente a cargo de la unidad. Llevaba tanto tiempo verificando tiroteos en los que había participación policial que había supervisado las investigaciones las últimas cuatro veces que Bosch había disparado su arma.

Se lo llevaron al coche para poder hablar en privado. Con una grabadora a su lado en el asiento, Bosch les contó su historia, empezando con el inicio de su participación en la investigación. Randolph y Osani no hicieron preguntas hasta que Bosch empezó a recontar la expedición de esa mañana con Waits. En un punto ellos formularon muchas preguntas obviamente destinadas a obtener respuestas que encajaran con el plan preconcebido por el departamento para afrontar el desastre del día. Estaba claro que querían establecer que las decisiones importantes, por no decir rodas las decisiones, las había tomado la oficina del fiscal del distrito en la persona de Rick O'Shea. Eso no equivalía a decir que el departamento planeaba anunciar que el desastre debería colocarse a las puertas del despacho de O'Shea. Pero la policía se estaba preparando para defenderse de los ataques.

Así que cuando Bosch recontó el momentáneo desacuerdo sobre si había que quitar las esposas a Waits para que éste bajara por la escalera, Randolph presionó en busca de citas textuales de lo que se dijo y de quién lo dijo. Bosch sabía que él era el último interrogado. Presumiblemente ya habían hablado con Cal Cafarelli, Maury Swann y O'Shea y su videógrafo.

– ¿Han mirado el vídeo? -preguntó Bosch cuando hubo terminado de contar su visión de las cosas.

– Todavía no. Lo haremos.

– Bueno, debería contenerlo todo. Creo que el tipo estuvo grabando desde que empezamos. De hecho, a mí también me gustaría ver esa cinta.

– Bueno, para ser sinceros, tenemos un pequeño problema con eso -dijo Randolph-. Corvin dice que debió de perder la cinta en el bosque.

– ¿Corvin es el tipo de la cámara?

– Exacto. Dice que debió de caérsele del bolsillo cuando llevaban a Rider en la escalera. No la hemos encontrado.

Bosch asintió e hizo los cálculos políticos. Corvin trabajaba para O'Shea. La cinta mostraría a O'Shea ordenando a Olivas que quitara las esposas a Waits.

– Corvin miente -dijo Bosch-. Llevaba esos pantalones con un montón de bolsillos para meter material. Pantalones militares de faena. Vi perfectamente cómo sacaba la cinta de la cámara y se la guardaba en uno de esos bolsillos con solapa de la pierna. Fue cuando era el último que quedaba abajo. Sólo yo lo vi. Pero no se le podía caer. Cerró la solapa. Él tiene la cinta.

Randolph se limitó a asentir como si hubiera supuesto en todo momento que lo que Bosch acababa de decir era la realidad, como si el hecho de que les mintieran fuera el pan de cada día en la UIT.

– En la cinta sale O'Shea diciéndole a Olivas que le quite las esposas -dijo Bosch-. No es la clase de vídeo que O'Shea quiere ver en las noticias o en manos del departamento en un año de elecciones ni en ningún año. Así que la cuestión es si Corvin se ha quedado la cinta para tener un as sobre O'Shea o si éste le ha dicho que guarde la cinta. Yo apostaría por O'Shea.

Randolph no se molestó ni siquiera en asentir.

– Vale, volvamos sobre todo una vez más y ya se podrá ir -dijo en cambio.

– Claro -dijo Bosch, comprendiendo que le estaban diciendo que la cinta no era asunto suyo-. Lo que haga falta.

Bosch terminó su segundo relato completo de la historia antes de las siete en punto y preguntó a Randolph y Osani si podía ir con ellos hasta el Parker Center para recuperar su coche. En el viaje de regreso, los hombres de la UIT no discutieron acerca de la investigación. Randolph puso la KFWB a la hora en punto y escucharon la versión de los medios de los hechos de Beachwood Canyon, así como la última hora sobre la búsqueda de Raynard Waits.

Había un tercer informe sobre las crecientes secuelas políticas de la fuga. Si las elecciones necesitaban un tema, Bosch y compañía sin duda lo habían proporcionado. Todos, desde los candidatos a concejalías hasta el oponente de Rick O'Shea, valoraban de manera crítica la forma en que el Departamento de Policía de Los Angeles y la oficina del fiscal del distrito habían manejado la fatal expedición. O'Shea buscaba distanciarse de la catástrofe potencialmente letal para su candidatura al emitir una declaración que lo caracterizaba como un simple observador en el viaje, un observador que no tomó decisiones relativas a la seguridad y el transporte del prisionero. Dijo que confió en el departamento para todo ello. La noticia concluía con una mención a la valentía de O'Shea al contribuir a salvar a una detective de policía herida, ayudando a ponerla a salvo mientras el fugitivo armado estaba suelto en el cañón boscoso.

Randolph, habiendo oído suficiente, apagó la radio.

– Ese tipo, O'Shea -dijo Bosch-, lo tiene claro. Va a ser un gran fiscal del distrito.

– Sin duda -dijo Randolph.

Bosch les dio las buenas noches a los hombres de la UIT en el garaje de detrás del Parker Center y luego caminó hasta un aparcamiento de pago cercano para recuperar su vehículo. Estaba agotado por los acontecimientos del día, pero todavía quedaba casi una hora de luz. Se dirigió de nuevo a la autovía hacia Beachwood Canyon. Por el camino conectó su teléfono móvil sin batería al cargador y llamó a Rachel Walling. Ella ya estaba en su casa.

– Tardaré un rato -dijo-. Voy a volver a Beachwood.

– ¿Por qué?

– Porque es mi caso y están trabajando allí arriba.

– Sí. Deberías estar allí.

No respondió. Sólo escuchó el silencio que siguió. Era tranquilizador.

– Llegaré a casa en cuanto pueda -dijo finalmente.

Bosch cerró el teléfono al salir de la autovía en Gower y al cabo de unos minutos estaba ascendiendo por Beachwood Drive. Cerca de la cima giró en una curva justo cuando un par de furgonetas enfilaban la bajada. Las reconoció como una furgoneta fúnebre seguida por la furgoneta de la policía científica con la escalera encima. Sintió un espacio abierto en su pecho. Sabía que venían de la exhumación. Marie Gesto iba en esa primera furgoneta.

Al llegar al aparcamiento vio a Marcia y Jackson, los dos detectives asignados a hacerse cargo de la exhumación, quitándose los monos que habían llevado encima de la ropa y arrojándolos en el maletero abierto de su coche. Habían concluido la jornada. Bosch aparcó al lado de ellos y salió.

– Harry, ¿cómo está Kiz? -preguntó Marcia de inmediato.

– Dicen que se pondrá bien.

– Gracias a Dios.

– Vaya desastre, ¿eh? -dijo Jackson.

Bosch se limitó a asentir.

– ¿Qué habéis encontrado?

– La hemos encontrado a ella -dijo Marcia-. O debería decir que hemos encontrado un cuerpo. Va a ser una identificación dental. Tienes registros dentales, ¿no?

– En el archivo de encima de mi mesa.

– Los cogeremos y lo enviaremos a Mission.

La oficina del forense estaba en Mission Road. Un forense con experiencia en análisis dentales compararía una radiografía de la dentadura de Gesto con las piezas sacadas del cadáver exhumado en el lugar al que Waits los había conducido esa mañana.

Marcia cerró el maletero y él y su compañero miraron a Bosch.

– ¿Estás bien? -preguntó Jackson.

– Ha sido un día largo -dijo Bosch.

– Y por lo que he oído, podría ser más largo -dijo Marcia-. Hasta que cojan a este tipo.

Bosch asintió con la cabeza. Sabía que querían saber cómo podía haber ocurrido. Dos polis muertos y otro en la UCI. Pero él estaba cansado de contar la historia.

– Escuchad -dijo-. No sé cuánto tiempo me voy a quedar colgado con esto. Voy a tratar de quedar libre mañana, pero obviamente no va a depender de mí. En cualquier caso, si conseguís la identificación, me gustaría que me dejarais hacer la llamada a los padres. Llevo trece años hablando con ellos. Querrán saberlo por mí. Quiero ser yo quien se lo diga.

– Concedido, Harry -dijo Marcia.

– Nunca me he quejado por no tener que hacer una notificación -agregó Jackson.

Hablaron unos momentos más y Bosch levantó la mirada y contempló la luz agonizante del día. En el bosque, el camino ya estaba sumido en sombras profundas. Preguntó si tenían una linterna en el coche que pudieran prestarle.

– Os la devolveré mañana -prometió, aunque todos sabían que probablemente no volvería al día siguiente.

– Harry, la escalera ya no está en el bosque -dijo Marcia-. Se la ha llevado la policía científica.

Bosch se encogió de hombros y miró sus botas manchadas de barro y sus pantalones.

– Puedo ensuciarme un poco -dijo.

Marcia sonrió al abrir el maletero para sacar la Maglite.

– ¿Quieres que nos quedemos? -preguntó al darle a Bosch la pesada linterna-. Si te metes ahí y te rompes un tobillo, estarás solo con los coyotes toda la noche.

– No me pasará nada. De todos modos llevo el móvil. Y, además, me gustan los coyotes.

– Ten cuidado.

Bosch se quedó de pie mientras los dos detectives se metían en el coche y se alejaban. Miró una vez más el cielo y enfiló el camino por el que los había llevado Waits esa mañana. Tardó cinco minutos en llegar al terraplén donde se había producido el tiroteo. Encendió la linterna y durante unos momentos enfocó la zona con el haz de luz. El lugar había sido pisoteado por los investigadores de la UIT y los técnicos forenses. No quedaba nada por ver. Finalmente, se deslizó por la pendiente usando la misma raíz que había usado para trepar esa mañana. Al cabo de otros dos minutos llegó al final del descampado, ahora delimitado por cinta policial amarilla atada de árbol a árbol en los bordes. En el centro había un agujero rectangular de no más de metro veinte de hondo.

Bosch se metió bajo la cinta y entró en el terreno sagrado de los muertos ocultos.