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Tercera parte. Suelo sagrado

19

Por la mañana Bosch estaba preparando café para Rachel y para él cuando recibió la llamada. Era su jefe, Abel Pratt.

– Harry, no has de venir. Acabo de recibir la noticia.

Bosch medio lo esperaba.

– ¿De quién?

– De la sexta planta. La UIT no lo ha cerrado y, como la cuestión está tan caliente con los medios, quieren que te mantengas al margen un par de días hasta que vean cómo va a ir esto.

Bosch no dijo nada. En la sexta planta estaba la administración del departamento. Pratt se estaba refiriendo al colectivo de cabezas pensantes que se quedaba paralizado cuando un caso impactaba con fuerza en la televisión o en el terreno político, y ése lo había hecho en ambos. Bosch no estaba sorprendido por la llamada, sólo decepcionado. Cuanto más cambiaban las cosas, más permanecían iguales.

– ¿Viste las noticias anoche? -preguntó Pratt.

– No, no veo las noticias.

– Quizá deberías empezar. Ahora tenemos a Irvin Irving en todos los canales criticando este desastre, y se ha concentrado en ti específicamente. Anoche dio un discurso en el lado sur diciendo que contratarte de nuevo era un ejemplo de la ineptitud del jefe y de la corrupción moral del departamento. No sé qué le hiciste al tipo, pero la tiene tomada contigo. «Corrupción moral»; no se anda con chiquitas.

– Sí, pronto me estará culpando por sus hemorroides. ¿La sexta planta me está marginando por culpa suya o de la UIT?

– Vamos, Harry, ¿crees que yo sé algo de esa conversación? Sólo he recibido una llamada y me han dicho que hiciera otra, ¿entiendes?

– Sí.

– Pero míralo de este modo: con Irving tirándote mierda, la última cosa que haría el jefe sería darte la espalda, porque eso equivaldría a darle la razón. La forma en que yo interpreto esto es que quieren seguir el reglamento a rajatabla y dejarlo todo bien atado antes de cerrarlo. Así que disfruta de la suspensión y permanece en contacto.

– Sí. ¿Qué ha oído de Kiz?

– Bueno, no han de preocuparse por suspenderla a ella. No va a ir a ninguna parte.

– No me refiero a eso.

– Sé a qué te refieres.

– ¿Y?

Era como pelar la etiqueta de una botella de cerveza. Nunca sale entera.

– Y creo que Kiz puede tener algún problema. Ella estaba allí arriba con Olivas cuando Waits actuó. La cuestión es, ¿por qué no le voló los sesos cuando tuvo ocasión? Parece que se quedó paralizada, Harry, y eso significa que puede verse perjudicada con este asunto.

Bosch asintió con la cabeza. La interpretación política de la situación que había hecho Pratt parecía enfocada. Le hizo sentir mal. En ese momento, Rider tenía que luchar para salvar su vida. Después tendría que luchar para salvar su empleo. Sabía que no importaba de qué lucha se tratara, él permanecería a su lado hasta el final.

– De acuerdo -dijo-. ¿Algo nuevo sobre Waits?

– Nada, ni rastro. Probablemente ahora esté en México. Si ese tipo sabe lo que le conviene, no volverá a sacar la cabeza del suelo.

Bosch no estaba tan seguro al respecto, pero no expresó su desacuerdo. Algo, el instinto, le decía que Waits había enterrado la cabeza, sí, pero que no se había ido muy lejos. Pensó en el metro de la línea roja en el que aparentemente había desaparecido Waits y en sus numerosas paradas entre Hollywood y el centro. Recordó la leyenda de Reynard el Zorro y el castillo secreto.

– Harry, he de colgar -dijo Pratt-. ¿Estás bien?

– Sí, bien, genial. Gracias por la información, jefe.

– Vale, Harry. Técnicamente has de llamarme o presentarte todos los días hasta que recibamos la noticia de que vuelves a estar en activo.

– Entendido.

Bosch colgó el teléfono. Al cabo de unos minutos, Rachel entró en la cocina y vertió café en una taza aislante que venía con el Lexus que ella había adquirido en leasing cuando la transfirieron a Los Angeles. Se había traído la taza la noche anterior.

Walling estaba vestida y lista para irse a trabajar.

– No tengo aquí nada para desayunar -dijo Bosch-. Podemos ir a Du-par's si tienes tiempo.

– No importa. He de irme.

Rachel abrió un sobre rosa de edulcorante y vertió el contenido en el café. Abrió la nevera y sacó un bric de leche que había traído asimismo la noche anterior. Se hizo un cortado y puso la tapa en el vaso.

– ¿Qué era esa llamada que acabas de recibir? -preguntó.

– Mi jefe. Acaban de marginarme mientras dure todo esto.

– Oh, chico… -Se acercó y lo abrazó.

– En cierto modo es rutina. Los medios y la política del caso lo han convertido en una necesidad. Estoy suspendido de empleo hasta que la UIT empaquete las cosas y me exima de cualquier actuación irregular.

– ¿Vas a estar bien?

– Ya lo estoy.

– ¿Qué vas a hacer?

– No lo sé. Suspensión de empleo no significa que tenga que quedarme en casa. Así que iré al hospital a ver si puedo quedarme un rato con mi compañera. Después ya veré.

– ¿Quieres comer conmigo?

– Sí, claro, eso pinta bien.

Rápidamente se habían deslizado a una comodidad doméstica que a Bosch le gustaba. Era casi como si no tuvieran que hablar.

– Mira, estoy bien -dijo Bosch-. Ve a trabajar e intentaré pasarme a la hora de comer. Te llamaré.

– Vale. Ya hablaremos.

Ella le besó en la mejilla antes de salir al garaje por la puerta de la cocina. Harry le había dicho que usara ese espacio los días que viniera a quedarse con él.

Bosch tomó una taza de café en la terraza de atrás mientras miraba el paso de Cahuenga. El cielo seguía claro por la lluvia de dos días antes. Sería otro hermoso día en el paraíso. Bosch decidió ir a Du-par's por su cuenta y desayunar allí antes de dirigirse al hospital a ver cómo estaba Kiz. Podía coger los periódicos, ver qué se había escrito sobre los acontecimientos del día anterior y llevárselos a Kiz y quizá leérselos si a ella le apetecía.

Volvió a entrar y decidió dejarse el traje y la corbata que se había puesto esa mañana antes de recibir la llamada de Pratt. Suspendido o no, iba a tener el aspecto de un detective y a actuar como tal. No obstante, fue al armario del dormitorio y sacó del estante superior la caja que contenía las copias de expedientes de varios casos que había hecho cuatro años antes, al retirarse. Buscó entre la pila hasta que encontró la del homicidio de Marie Gesto, Jackson y Marcia tenían el original porque ahora se ocupaban de la investigación. Decidió llevarse la copia consigo por si necesitaba leer algo mientras visitaba a Rider o por si Jackson y Marcia llamaban con alguna pregunta.

Bajó en coche por la colina y tomó Ventura Boulevard en dirección oeste hasta Studio City. En Du-par's compró ejemplares del Los Angeles Times y del Daily News del expositor de fuera del restaurante, luego entró y pidió tostadas y café en el mostrador.

El artículo sobre Beachwood Canyon estaba en primera página de ambos periódicos. Ambos mostraban fotografías en color de la ficha policial de Raynard Waits y los artículos hablaban de la caza del desquiciado asesino, así como de la formación de una fuerza especial del Departamento de Policía de Los Angeles. Se proporcionaba un número de teléfono gratuito para aportar información que condujera a encontrar a Waits. Los directores de los periódicos al parecer consideraban ese ángulo más importante para los lectores y un mejor argumento de ventas que la muerte de dos policías en acto de servicio y el estado grave de una tercera.

Los artículos contenían información proporcionada durante las numerosas conferencias de prensa celebradas el día anterior, pero muy pocos detalles acerca de lo que verdaderamente había ocurrido en el bosque situado en la cima de Beachwood Canyon. Según los artículos, todo estaba bajo investigación en curso y la información era celosamente guardada por quienes se hallaban al mando. Las notas biográficas de los agentes implicados en el tiroteo y del ayudante del sheriff Doolan eran a lo sumo esbozos. Ambas víctimas de Waits eran hombres de familia. La detective herida, Kizmin Rider, se había separado recientemente de su «compañera en la vida», un código periodístico para decir que era homosexual. Bosch no reconoció los nombres de los autores de los artículos y pensó que quizá serían nuevos en la sección policial y sin fuentes lo suficientemente cercanas a la investigación para desvelar detalles internos.

En las páginas interiores de ambos diarios, Bosch encontró artículos complementarios centrados en la respuesta política al tiroteo y a la fuga de Waits. Ambos periódicos citaban a diversos expertos locales que en su mayoría aseguraban que aún era pronto para decir si el incidente de Beachwood ayudaría o dificultaría la candidatura de O'Shea a la fiscalía del distrito. Aunque era su caso el que se había torcido horriblemente, la noticia de sus desinteresados esfuerzos para ayudar a salvar a la agente del orden herida mientras un asesino armado estaba suelto en el mismo bosque podía ser un contrapeso positivo.

Un experto declaraba: «En esta ciudad, la política es como la industria del cine; nadie sabe nada. Esto podría ser lo mejor que podía ocurrirle a O'Shea. O podría ser lo peor».

Por supuesto, el oponente de O'Shea, Gabriel Williams, citado profusamente en ambos diarios, calificaba el incidente de desgracia imperdonable y cargaba la culpa a O'Shea. Bosch pensó en la cinta desaparecida y en lo útil que sería para la campaña de Williams. Pensó que quizá Corvin, el cámara, ya lo había descubierto.

En ambos diarios Irvin Irving asestaba sus golpes, y al hacerlo se centraba especialmente en Bosch por ser la personificación de los males del departamento de policía, algo que Irving solucionaría como concejal. Decía que Bosch nunca debería haber sido recontratado en el departamento el año anterior y que él, entonces subdirector, se había manifestado abiertamente en contra de esa decisión. Los periódicos aseguraban que Bosch estaba bajo investigación por la brigada UTT del departamento y que no se había podido contactar con él para que comentara la noticia. Ninguno señalaba que la U 1T llevaba a cabo por rutina una investigación de todos los tiroteos en los que estaba involucrado un agente de policía, de manera que lo que se presentaba al público parecía inusual y por tanto sospechoso.

Bosch se fijó en que el artículo lateral del Times lo había escrito Keisha Russell, que había trabajado en la sección policial durante muchos años antes de quemarse hasta el punto de pedir el traslado a una nueva sección. Había aterrizado en política, una sección que no iba a la zaga en cuanto a quemar profesionales. Había llamado a Bosch y le había dejado un mensaje la noche anterior, pero Harry no estaba de humor para hablar con una periodista, ni siquiera con una en la que confiaba.

Todavía conservaba los números de ella en la agenda de su móvil. Cuando Russell trabajaba en la sección policial del Times, Bosch había sido su fuente en diversas ocasiones, y ella se lo había pagado con ayuda en varias ocasiones más. Bosch apartó los periódicos y dio los primeros bocados a las tostadas. Su desayuno contenía azúcar en polvo y jarabe de arce y sabía que la inyección de glucosa le cargaría para afrontar la jornada.

Después de dar cuenta de la mitad del desayuno, sacó su teléfono móvil y llamó al número de la periodista. Ella respondió enseguida.

– Keisha. Soy Harry Bosch.

– Harry Bosch -dijo ella-. Bueno, cuánto tiempo sin verte.

– Bueno, ahora que eres un pez gordo de la escena política…

– Ah, pero ahora se trata de la política uniéndose a lo policial en una violenta colisión, ¿no? ¿Cómo es que no me llamaste ayer?

– Porque sabes que no puedo hacer comentarios sobre una investigación en curso, especialmente una investigación que me concierne. Además de eso, llamaste después de que se me apagara el teléfono. No recibí tu mensaje hasta que llegué a casa y probablemente ya había pasado la hora de cierre.

– ¿Cómo está tu compañera? -dijo ella, dejando de lado la charla y cambiando a un tono serio.

– Aguantando.

– ¿Y tú saliste ileso como dicen?

– En el sentido físico.

– Que no en el político.

– Exacto.

– Bueno, el artículo ya se ha publicado. Llamarme para comentar y defenderte no funciona.

– No llamo para comentar ni para defenderme. No me gusta que mi nombre salga en el periódico.

– Ah, ya entiendo. Quieres ir off the record y ser mi garganta profunda en esto.

– No exactamente.

Oyó que ella exhalaba el aire por la frustración.

– Entonces, ¿para qué llamas, Harry?

– En primer lugar, siempre me gusta oír tu voz, Keisha. Ya lo sabes. Y en segundo lugar, en la sección política probablemente tienes las líneas directas de todos los candidatos. Para poder conseguir un comentario rápido sobre cualquier cuestión que surja a lo largo del día, ¿no? Como ayer.

Ella vaciló un momento antes de responder, tratando de interpretar lo que estaba ocurriendo.

– Sí, somos capaces de contactar con la gente cuando hace falta. Salvo con los detectives de policía cascarrabias. Ésos pueden ser un problema.

Bosch sonrió.

– A eso iba -dijo él.

– Lo cual nos lleva al motivo de tu llamada.

– Exacto. Quiero el número que me conecte directamente con Irvin Irving.

Esta vez la pausa fue más larga.

– Harry, no puedo darte ese número. Me lo confiaron a mí y si sabe que te lo he dado yo…

– Vamos. Te lo confiaron a ti y a todos los demás periodistas que cubren la campaña, y lo sabes. Él no sabrá quién me lo ha dado a no ser que se lo diga, y no se lo voy a decir. Sabes que puedes confiar en mí.

– Aun así, no me siento a gusto dándolo sin su permiso. Si quieres que le llame y le pregunte si puedo…

– Él no querrá hablar conmigo, Keisha. Ésa es la cuestión. Si quisiera hablar conmigo, podría dejarle un mensaje en el cuartel general de su campaña que… ¿dónde está, por cierto?

– En Broxton y Westwood. Todavía no me siento cómoda dándote el número sin más.

Bosch cogió rápidamente el Daily News, que estaba doblado por la página de la catástrofe política. Leyó la firma.

– Vale, bueno quizá a Sarah Weinman o Duane Swierczynski no les importe dármelo. Quizá querrán tener en deuda a alguien que está en medio de esto.

– Muy bien, Bosch, de acuerdo, no has de acudir a ellos. No puedo creerte.

– Quiero hablar con Irving.

– De acuerdo, pero no digas de dónde has sacado el número.

– Por supuesto.

Russell le dio el número y él lo memorizó. Prometió llamarla cuando hubiera algo relacionado con el incidente de Beachwood Canyon que pudiera darle.

– Mira, no ha de ser político -le urgió ella-. Cualquier cosa que tenga relación con el caso. Todavía puedo escribir un artículo en la sección policial si soy yo quien consigue la historia.

– Entendido, Keisha. Gracias.

Cerró el teléfono y dejó en la barra dinero para pagar la cuenta y para la propina. Al salir del restaurante, volvió a abrir el teléfono y marcó el número que acababa de darle la periodista. Después de seis tonos, Irving respondió sin identificarse.

– ¿Irvin Irving?

– Sí, ¿quién es?

– Sólo quería darle las gracias por confirmar todo lo que siempre había pensado de usted. No es más que un oportunista político. Eso es lo que era en el departamento y es lo que es fuera.

– ¿Es Bosch? ¿Es Harry Bosch? ¿Quién le ha dado este número?

– Uno de su propia gente. Supongo que a alguien de su bando no le gusta el mensaje que está dando.

– No se preocupe por eso, Bosch. No se preocupe por nada. Cuando me elijan, puede empezar a contar los días hasta que…

Mensaje entregado, Bosch cerró el teléfono. Le sentó bien decir lo que había dicho y no tener que preocuparse. Irving ya no era un superior que podía decir y hacer lo que quería sin que aquellos a los que desairaba pudieran responderle.

Satisfecho con su respuesta a los artículos del periódico, Bosch se metió en su coche y se dirigió al hospital.

20

En el pasillo de la unidad de cuidados intensivos, Bosch pasó junto a una mujer que acababa de salir de la habitación de Kiz Rider. La reconoció como la antigua amante de ésta. Se habían conocido brevemente unos años antes, cuando Bosch se encontró con Rider en el Playboy Jazz Festival, en el Hollywood Bowl.

Saludó con la cabeza a la mujer al pasar, pero ella no se detuvo a hablar. Llamó una vez en la puerta de Rider y entró. Su compañera tenía mucho mejor aspecto que el día anterior, pero todavía le faltaba mucho para estar al ciento por ciento. Estaba consciente y alerta cuando Bosch entró en la habitación y siguió a su compañero con la mirada hasta que éste se sentó junto a su cama. Rider ya no tenía ningún tubo en la boca, pero el lado derecho de su rostro estaba flácido y Bosch inmediatamente temió que hubiera sufrido un ataque durante la noche.

– No te preocupes -dijo ella, arrastrando las palabras-. Me han entumecido el cuello y me afecta a la mitad de la cara.

Él le apretó la mano.

– Vale -dijo-. Aparte de eso, ¿cómo te sientes?

– No muy bien. Duele. Duele de verdad.

Bosch asintió.

– Sí.

– Me van a operar la mano por la tarde. Eso también va a doler.

– Pero entonces estarás en el camino de la recuperación. La rehabilitación irá bien.

– Eso espero.

Rider sonaba deprimida y Bosch no sabía qué decir. Catorce años antes, cuando tenía aproximadamente la edad de ella, Bosch se había despertado en un hospital después de recibir un balazo en el hombro izquierdo. Todavía recordaba el dolor desgarrador que había sentido cada vez que el efecto de la morfina empezaba a remitir.

– He traído los diarios -dijo-. ¿Quieres que te los lea?

– Sí. Nada bueno, supongo.

– No, nada bueno.

Sostuvo la primera página del Times para que Rider viera la imagen de ficha policial de Waits. A continuación leyó el artículo principal y luego el despiece. Cuando hubo terminado, la miró. Parecía afligida.

– ¿Estás bien?

– Deberías haberme dejado, Harry, y haber ido a por él.

– ¿De qué estás hablando?

– En el bosque. Podrías haberlo cogido. En cambio, me salvaste la vida. Ahora mira la mierda en la que estás metido.

– Gajes del oficio, Kiz. La única cosa en la que podía pensar allí era en llevarte al hospital. Me sentía realmente culpable por todo.

– ¿De qué exactamente has de sentirte culpable?

– De mucho. Cuando el año pasado volví al departamento te hice salir de la oficina del jefe y ser otra vez mi compañera. No habrías estado ahí ayer si yo…

– ¡Por favor! ¿Puedes callar la puta boca?

Bosch no recordaba haberla oído usar nunca semejante lenguaje. Obedeció.

– Calla -dijo Rider-. Basta de eso. ¿Qué más me has traído?

Bosch levantó la copia del expediente del caso Gesto.

– Oh, nada. He traído esto para mí. Para leer mientras estabas durmiendo o algo. Es la copia del expediente Gesto que hice cuando me retiré la primera vez.

– ¿Y qué vas a hacer con ella?

– Ya te lo he dicho, sólo voy a leerla. No dejo de pensar que se nos ha pasado algo.

– ¿Nos?

– A mí. Se me ha pasado algo. Últimamente he estado escuchando mucho una grabación de Coltrane y Monk tocando juntos en el Carnegie Hall. La tuvieron ahí delante, en los archivos del Carnegie, durante unos cincuenta años hasta que alguien la encontró. La cuestión es que el tipo que encontró la grabación tenía que conocer su sonido para saber lo que tenían en la caja de los archivos.

– ¿Y eso cómo se relaciona con el expediente?

Bosch sonrió. Ella estaba en la cama del hospital con dos heridas de bala y aún le tomaba el pelo.

– No lo sé. No dejo de pensar que hay algo aquí y que soy el único que puede encontrarlo.

– Buena suerte, ¿Por qué no te sientas en esa silla y lees tu expediente? Yo voy a dormir un rato.

– Vale, Kiz. No haré ruido.

Apartó la silla de la pared y la acercó a la cama. Al sentarse, ella habló otra vez.

– No voy a volver, Harry.

Bosch la miró. No era lo que quería oír, pero no iba a protestar. No en ese momento, al menos.

– Lo que tú quieras, Kiz.

– Sheila, mi ex novia, acaba de visitarme. Vio las noticias y vino. Dice que me cuidará hasta que esté mejor, pero no quiere que vuelva a la poli.

Lo cual explicaba por qué no había querido hablar con Bosch en el pasillo.

– Siempre fue un motivo de discusión entre nosotras, ¿sabes?

– Recuerdo que me lo dijiste. Mira, no has de decirme nada de esto ahora.

– Pero no se trata sólo de Sheila. Se trata de mí. No debería ser policía. Lo demostré ayer.

– ¿De qué estás hablando? Eres una de las mejores polis que conozco.

Bosch vio resbalar una lágrima por la mejilla de su compañera.

– Me quedé paralizada ahí, Harry. Me quedé paralizada y dejé que él… simplemente me disparara.

– No te hagas esto, Kiz.

– Esos hombres están muertos por mi culpa. Cuando él agarró a Olivas yo no pude moverme. Sólo observé. Debería haberle disparado, pero sólo me quedé allí. Me quedé allí y dejé que disparara a continuación. En lugar de levantar mi pistola, levanté la mano.

– No, Kiz. No tenías ángulo sobre él. Si hubieras disparado, podías haberle dado a Olivas. Después era demasiado tarde.

Esperaba que ella entendiera que le estaba diciendo lo que tenía que declarar cuando llegara la UIT.

– No, he de asumirlo. Yo…

– Kiz, si quieres dejarlo, está bien. Te apoyaré al máximo. Pero no te voy a apoyar con esta otra mierda, ¿entiendes?

Rider se volvió para mirarlo, pero los vendajes le impidieron girar el cuello.

– Vale -dijo.

Brotaron más lágrimas y Bosch comprendió que ella tenía heridas mucho más profundas que las del cuello y la mano.

– Tendrías que haber subido tú -dijo.

– ¿De qué estás hablando?

– En la escalera. Si hubieras estado tú arriba en lugar de mí, nada de esto habría ocurrido. Porque no habrías dudado, Harry. Le habrías volado los sesos.

Bosch negó con la cabeza.

– Nadie sabe cómo va a reaccionar en una situación hasta que está metido en ella.

– Me quedé paralizada.

– Duerme, Kiz. Recupérate y luego toma tu decisión. Si no vuelves, lo entenderé. Pero yo siempre te voy a apoyar, Kiz. No importa lo que ocurra ni adónde vayas.

Ella se limpió la cara con la mano izquierda.

– Gracias, Harry.

Rider cerró los ojos y Bosch observó hasta que ella finalmente se rindió. Murmuró algo que Bosch no pudo entender y se quedó dormida. Bosch la observó un rato y pensó en cómo sería no tenerla más de compañera. Habían trabajado bien juntos, como una familia. La echaría de menos.

No quería pensar en el futuro en ese momento. Abrió el expediente del caso y decidió empezar a leer acerca del pasado. Empezó por la primera página, el informe inicial del homicidio.

Al cabo de unos minutos lo había leído y estaba a punto de comenzar con los informes de los testigos cuando empezó a vibrarle el móvil en el bolsillo. Salió de la habitación para responder la llamada en el pasillo. Era el teniente Randolph de la Unidad de Investigación de Tiroteos.

– Lo siento, vamos a mantenerlo fuera de servicio hasta que nos tomemos nuestro tiempo con esto -dijo.

– Está bien. Ya sé por qué.

– Sí, mucha presión.

– ¿En qué puedo ayudarle, teniente?

– Esperaba que pudiera pasarse por el Parker Center y ver esta cinta que hemos conseguido.

– ¿Tienen la cinta del cámara de O'Shea?

Hubo una pausa antes de que respondiera Randolph.

– Tenemos una cinta suya, sí. No estoy seguro de que sea la cinta completa y por eso quiero que la mire. Ya sabe, para que nos diga lo que falta. ¿Puede venir?

– Tardaré cuarenta y cinco minutos.

– Bien. Estaré esperando. ¿Cómo está su compañera?

Bosch se preguntó si Randolph sabría dónde estaba.

– Todavía resiste. Estoy en el hospital ahora, pero ella está inconsciente.

Esperaba retrasar el interrogatorio de Rider por la UIT lo más posible. Dentro de unos días, cuando estuviera sin calmantes y con la mente despejada, Rider quizá se pensaría mejor lo de declarar voluntariamente que se había quedado paralizada cuando Waits actuó.

– Estamos esperando para ver cuándo podremos interrogarla -dijo Randolph.

– Probablemente dentro de unos días, diría.

– Probablemente. En cualquier caso nos vemos enseguida. Gracias por venir.

Bosch cerró el teléfono y volvió a entrar en la habitación. Cogió el expediente del caso de la silla donde lo había dejado y miró a su compañera. Estaba dormida. Salió en silencio de la habitación.

Llegó en poco tiempo al Parker Center y llamó a Rachel para decirle que la comida pintaba bien. Accedieron en ir de lujo y ella dijo que haría una reserva en el Water Grill para las doce. Bosch dijo que la vería allí.

La brigada de la UIT se hallaba en la tercera planta del Parker Center. Estaba en el extremo opuesto del edificio desde la División de Robos y Homicidios. Randolph tenía una oficina privada con equipo de vídeo. Estaba sentado detrás del escritorio mientras Osani trabajaba con el equipo y poniendo a punto la cinta. Randolph señaló a Bosch el único asiento que quedaba.

– ¿Cuándo consiguieron la cinta? -preguntó Bosch.

– La entregaron esta mañana. Corvin dijo que tardó veinticuatro horas en recordar que la había puesto en uno de los bolsillos que usted mencionó. Esto, por supuesto, fue después de que le recordara que tenía un testigo que vio cómo se guardaba la cinta en el bolsillo.

– ¿Y cree que está manipulada?

– Lo sabremos seguro después de que se la demos a los técnicos, pero sí, ha sido editada. Encontramos su cámara en la escena del crimen y Osani tuvo la buena idea de anotar el número del contador. Cuando pones esta cinta, el contador no coincide. Faltan unos dos minutos de la cinta. ¿Por qué no la pones, Reggie?

Osani puso en marcha la cinta y Bosch observó que empezaba con la reunión de investigadores y técnicos en el aparcamiento de Sunset Ranch. Corvin se había quedado cerca de O'Shea en todo momento y había un flujo ininterrumpido de imágenes que siempre parecía mantener al candidato a fiscal del distrito en el centro. Esto continuó cuando el grupo siguió a Waits al bosque y hasta que todos se detuvieron en lo alto del terraplén. Entonces quedó claro que había un corte donde presuntamente Corvin había apagado la cámara y la había vuelto a encender. En la cinta no se veía ninguna discusión sobre si las esposas tenían que retirarse de las muñecas de Waits. El vídeo cortaba desde donde Kiz Rider decía que podían usar la escalera de la policía científica hasta que Cafarelli volvía allí con ésta.

Osani detuvo la cinta para poder discutir al respecto.

– Es probable que detuviera la cámara mientras esperábamos la escalera -dijo Bosch-. Eso duró diez minutos a lo sumo. Pero seguramente no la paró antes de la discusión por las esposas de Waits.

– ¿Está seguro?

– No, sólo son hipótesis. Pero yo no estaba mirando a Corvin. Estaba mirando a Waits.

– Claro.

– Lo siento.

– No lo sienta. No quiero que me dé nada que no estuviera allí.

– ¿Alguno de los otros testigos me respalda en esto? ¿Dijeron que oyeron la discusión sobre quitarle las esposas?

– Cafarelli, la técnica forense, la oyó. Corvin dijo que no la oyó y O'Shea dijo que nunca ocurrió. Así que tenemos a dos del departamento diciendo que sí y a dos de la fiscalía diciendo que no. Y ninguna cinta que lo respalde en un sentido o en otro. Clásica pelea de a ver quién mea más lejos.

– ¿Y Maury Swann?

– El desequilibraría la balanza, salvo que no va a hablar con nosotros. Dice que permanecerá callado por interés de su cliente.

Eso no sorprendió a Bosch, viniendo de un abogado defensor.

– ¿Hay algún otro corte que quiera mostrarme?

– Posiblemente. Adelante, Reggie.

Osani puso de nuevo en marcha el vídeo y se vio el descenso de la escalera y luego la acción en el calvero, donde Cafarelli usó metódicamente la sonda para marcar la ubicación del cadáver. La grabación era ininterrumpida. Corvin simplemente encendió la cámara y lo grabó todo, probablemente con la idea de editar la cinta después por si en algún momento se necesitaba en un tribunal. O posiblemente como documental de campaña.

La cinta continuó y documentó el regreso del grupo a la escalera. Rider y Olivas subieron y Bosch le quitó las esposas a Waits. Pero en cuanto el prisionero iniciaba su ascenso por la escalera, la cinta se cortaba cuando alcanzaba los últimos peldaños y Olivas se inclinaba hacia él.

– ¿Es todo? -preguntó Bosch.

– Todo -dijo Randolph.

– Recuerdo que después del tiroteo, cuando le dije a Corvin que dejara la cámara y subiera por la escalera para ayudar con Kiz, la tenía en el hombro. Estaba grabando.

– Sí, bueno, le preguntamos por qué paró la grabación y aseguró que pensaba que se estaba quedando corto de cinta. Quería guardar para la exhumación del cadáver. Así que apagó la cámara cuando Waits estaba subiendo la escalera.

– ¿Eso tiene sentido para usted?

– No lo sé, ¿para usted?

– No. Creo que es mentira. Creo que lo tiene todo grabado.

– Eso es sólo una opinión.

– Lo que sea -dijo Bosch-. La cuestión es ¿por qué cortar la cinta en este punto? ¿Qué había en ella?

– Dígamelo. Usted estaba allí.

– Le he dicho todo lo que podía recordar.

– Bueno, será mejor que recuerde más. No queda muy bien aquí.

– ¿De qué está hablando?

– En la cinta no hay discusión sobre si al hombre hay que quitarle las esposas o no. Lo que se ve en la cinta es a Olivas quitándoselas para bajar y a usted quitándoselas para volver a subir.

Bosch se dio cuenta de que Randolph tenía razón y que la cinta hacía parecer que él le había quitado las esposas a Waits sin discutirlo siquiera con los demás.

– O'Shea me está tendiendo una trampa.

– No sé si nadie le está tendiendo una trampa a nadie. Deje que le pregunte algo. Cuando todo se fue al cuerno y Waits cogió la pistola y empezó a disparar, ¿recuerda si vio a O'Shea?

Bosch negó con la cabeza.

– Yo terminé en el suelo con Olivas encima de mí. Me preocupaba dónde estaba Waits, no O'Shea. Lo único que puedo decirles es que no estaba en mi campo visual. Estaba en algún sitio detrás.

– Quizás era eso lo que Corvin tenía en la cinta. O'Shea corriendo como un cobarde.

El uso de la palabra «cobarde» despertó algo en Bosch.

Ahora lo recordó. Desde lo alto del terraplén Waits había llamado cobarde a alguien, presumiblemente a O'Shea. Bosch recordó oír que alguien echaba a correr detrás de él. O'Shea había corrido.

Bosch pensó en ello. Para empezar, O'Shea no tenía ningún arma con la que protegerse del hombre al que iba a mandar a prisión de por vida. Sin lugar a dudas, huir de la pistola no sería inesperado ni poco razonable. Habría sido un acto de supervivencia, no de cobardía. Pero puesto que O'Shea era candidato a máximo fiscal del condado, echar a correr bajo cualquier circunstancia probablemente no se vería demasiado bien, especialmente si aparecía en vídeo en las noticias de las seis.

– Ahora lo recuerdo -dijo Bosch-. Waits llamó cobarde a alguien por correr. Tuvo que ser a O'Shea.

– Misterio resuelto -dijo Randolph.

Bosch se volvió hacia el monitor.

– ¿Podemos retroceder y ver otra vez esa última parte? -preguntó-. Antes de que se corte, me refiero.

Osani puso en marcha el vídeo y los tres observaron en silencio desde el momento en que le retiraban las esposas a Waits por segunda vez.

– ¿Puede pararlo antes del corte? -pidió Bosch.

Osani congeló la imagen en la pantalla. Mostraba a Waits más allá de la mitad de la escalera y a Olivas estirándose para cogerlo. El ángulo del cuerpo de Olivas había provocado que se le abriera el impermeable. Bosch vio la pistola en una cartuchera en la cadera izquierda de Olivas, con la empuñadura hacia fuera, de manera que podía sacar el arma cruzando el brazo derecho por delante del cuerpo.

Bosch se levantó y caminó hasta el monitor. Sacó un bolígrafo y tamborileó en la pantalla.

– ¿Se han fijado en eso? -dijo-. Parece que tiene el cierre de la cartuchera abierto.

Randolph y Osani estudiaron la pantalla. El cierre de seguridad era algo en lo que obviamente no habían reparado antes.

– Puede que quisiera estar preparado por si el prisionero intentaba algo -dijo Osani-. Está dentro del reglamento.

Ni Bosch ni Randolph respondieron. Tanto si estaba dentro de las regulaciones del departamento como si no, era una curiosidad que no podría explicarse, porque Olivas estaba muerto.

– Puedes apagarlo, Reg -dijo finalmente Randolph.

– No, ¿puede mostrarlo una vez más? -pidió Bosch-. Sólo esta parte de la escalera.

Randolph dio su aprobación a Osani con un gesto de la cabeza y la cinta fue rebobinada y reproducida. Bosch trató de usar las imágenes del monitor para cobrar impulso y aplicarlo a su propio recuerdo de lo que ocurrió cuando Waits llegó arriba. Recordó que levantó la mirada y vio a Olivas girando sobre sí mismo, dando la espalda a los de abajo y bloqueando un disparo claro sobre Waits. Recordó que se preguntó dónde estaba Kiz y por qué no había reaccionado.

Entonces se produjeron disparos y Olivas cayó de espaldas por la escalera hacia él. Bosch levantó las manos para tratar de amortiguar el impacto. En el suelo, con Olivas encima de él, oyó más disparos y luego los gritos.

Los gritos. Lo había olvidado por el subidón de adrenalina y el pánico. Waits se había acercado al borde del terraplén y les había disparado. Y había gritado. Había llamado a O'Shea cobarde por correr. Pero había dicho algo más que eso.

«Corre, cobarde. ¿Qué pinta tiene ahora tu chanchullo?»

Bosch había olvidado la pulla en la conmoción, la confusión del tiroteo, la fuga y el intento de salvar a Kiz Rider. En la carga de miedo que conllevaron aquellos momentos.

– ¿Qué significaba eso? ¿Qué estaba diciendo Waits al hablar de chanchullo?

– ¿Qué pasa? -preguntó Randolph.

– Nada. Sólo trataba de concentrarme en lo que ocurrió en los momentos en que no hay cinta.

– Parecía que había recordado algo.

– Acabo de recordar lo cerca que estuve de que me mataran como a Olivas y Doolan. Olivas aterrizó encima de mí. Terminó siendo mi escudo.

Randolph asintió con la cabeza.

Bosch quería salir de ahí. Quería coger ese hallazgo «¿qué pinta tiene ahora tu chanchullo?» y trabajarlo. Quería reducirlo a polvo y analizarlo bajo el microscopio.

– Teniente, ¿me necesitan para algo más ahora mismo?

– No ahora mismo.

– Entonces me voy. Llámenme si me necesitan.

– Llámeme cuando recuerde lo que no puede recordar.

Miró a Bosch con ironía. Éste aparró su mirada.

– Bien.

Bosch salió de la oficina de la UIT y accedió a la zona de los ascensores. Tendría que haber salido del edificio entonces, pero en cambió pulsó el botón de subir.

21

Recordar lo que Waits les había gritado cambiaba las cosas. Para Bosch significaba que había algo en marcha en Beachwood Canyon, y era algo de lo cual no tenía ni la menor pista. Su primera idea fue retirarse y considerarlo todo antes de hacer un movimiento. Pero la cita con la UIT le había dado un motivo para estar en el Parker Center y planeaba sacar el máximo provecho antes de irse.

Entró en la sala 503, las oficinas de la unidad de Casos Abiertos, y se dirigió hacia la zona donde se hallaba su escritorio. La sala de la brigada estaba casi vacía. Echó un vistazo al puesto de trabajo que compartían Marcia y Jackson y vio que habían salido. Puesto que tenía que pasar por delante de la puerta abierta del despacho de Pratt para ir a su propio lugar de trabajo, Bosch decidió ir de frente. Asomó la cabeza y vio a su jefe arrellanado en su escritorio. Estaba comiendo pasas de una cajita roja. Se mostró sorprendido de ver a Bosch.

– Harry, ¿qué estás haciendo aquí? -preguntó.

– La UIT me ha llamado para ver el vídeo que el tipo de O'Shea grabó en la expedición de Beachwood.

– ¿Tiene el tiroteo grabado?

– No del todo. Asegura que la cámara estaba apagada.

Pratt enarcó las cejas.

– ¿Randolph no le cree?

– Es difícil. El tipo se guardó la cinta hasta esta mañana y parece que puede estar alterada. Randolph va a pedir a los técnicos que la examinen. En cualquier caso, escuche, pensaba que mientras estaba aquí podía llevarme unos cuantos expedientes y material a Archivos para que no se queden por aquí. Kiz también tiene algunos expedientes fuera y pasará un tiempo hasta que pueda volver a ellos.

– Probablemente es buena idea.

Bosch asintió.

– Eh -dijo Pratt con la boca llena de pasas-. Acabo de tener noticias de Tim y Rick. Acaban de salir de Mission ahora mismo. La autopsia ha sido esta mañana y tienen la identificación: Marie Gesto. Lo han confirmado por la dentadura.

Bosch asintió de nuevo mientras consideraba lo definitivo de la noticia. La búsqueda de Gesto había concluido.

– Supongo que ya está, pues.

– Decían que tú ibas a hacer la notificación. Que querías hacerlo.

– Sí, pero probablemente esperaré hasta esta noche, cuando Dan Gesto vuelva de trabajar. Será mejor que los dos padres estén juntos.

– Como quieras manejarlo. Mantendremos esto oculto de momento. Llamaré al forense y le diré que no lo hago público hasta mañana.

– Gracias. ¿Tim o Rick dijeron si tenían la causa de la muerte?

– Parece estrangulación manual. El hioides estaba fracturado.

Se tocó la parte delantera del cuello por si acaso Bosch no recordaba dónde estaba situado el frágil hueso hioides. Bosch sólo había trabajado alrededor de un centenar de casos de estrangulamiento, pero no se molestó en decir nada.

– Lo siento, Harry. Ya sé que éste te toca de cerca. Cuando empezaste a sacar el expediente cada par de meses, supe que significaba algo para ti.

Bosch asintió más para sí mismo que para Pratt. Fue a su escritorio, pensando en la confirmación de la identificación del cadáver, y recordó cómo trece años antes había estado convencido de que nunca encontrarían a Marie Gesto. Siempre resultaba extraño el devenir de los acontecimientos. Empezó a recoger todas las carpetas relacionadas con la investigación Waits. Marcia y Jackson tenían el expediente del homicidio de Gesto, pero eso no le importaba a Bosch porque él disponía de su propia copia en el coche.

Se acercó al escritorio de su compañera para recoger las carpetas de Rider sobre Daniel Fitzpatrick, el prestamista de Hollywood al que Waits había asesinado durante los disturbios de 1992, y reparó en dos cajas de plástico en el suelo. Abrió una y vio que contenía los registros de empeño recuperados de la tienda arrasada por el fuego. Bosch recordó que Rider los había mencionado. El olor a moho de los documentos que habían estado húmedos le impactó y enseguida cerró la tapa de la caja. Decidió que también se los llevaría, aunque eso supondría hacer dos viajes por delante de la puerta abierta de Pratt para meter todo en su coche, y eso le daría al jefe dos oportunidades para despertar su curiosidad acerca de lo que Bosch pretendía realmente.

Bosch estaba considerando dejar las cajas, pero tuvo suerte. Pratt salió de su oficina y lo miró.

– No sé quién decidió que las pasas son un buen aperitivo -dijo-. Todavía tengo hambre. ¿Quieres algo de abajo, Harry? ¿Un donut?

– No, gracias. Voy a llevarme este material y me voy.

Bosch se fijó en que Pratt sostenía una de las guías normalmente apiladas en su escritorio. Decía Indias occidentales en la tapa.

– ¿Investigando? -preguntó.

– Sí, comprobando cosas. ¿Has oído hablar de un lugar llamado Nevis?

– No.

Bosch había oído nombrar pocos de los sitios a los que se refería Pratt durante sus investigaciones.

– Aquí dice que puedes comprar un viejo molino de azúcar con tres hectáreas de terreno por menos de cuatrocientos mil. Mierda, sacaría más que eso sólo de mi casa.

Probablemente era cierto. Bosch no había estado nunca en la casa de Pratt, pero sabía que tenía una propiedad en Sun Valley que era lo bastante grande para mantener un par de caballos. Vivía allí desde hacía casi veinte años y estaba asentado en una mina de oro en valor inmobiliario. Aunque había un problema. Unas semanas antes, Rider había escuchado desde su escritorio una conversación telefónica de Pratt en la que planteaba cuestiones sobre custodia de niños y propiedad común. Habló a Bosch de la llamada y ambos supusieron que Pratt estaba hablando con un abogado de divorcios.

– ¿Quiere refinar azúcar? -preguntó Bosch.

– No, Harry, sólo es para lo que se usaba en un tiempo la propiedad. Ahora la compras, la arreglas y montas una casa rural.

Bosch se limitó a asentir. Pratt se estaba trasladando a un mundo que él no conocía nada y que le importaba aún menos.

– En fin -dijo Pratt, sintiendo que no tenía audiencia-. Nos veremos. Y, por cierto, está muy bien que te hayas vestido para la UIT. La mayoría de los tipos suspendidos de empleo se habrían presentado en tejanos y camiseta, con más pinta de sospechoso que de poli.

– Sí, no hay problema.

Pratt salió de la oficina y Bosch esperó treinta segundos a que cogiera el ascensor. Luego puso una pila de carpetas en una de las cajas de pruebas y se dirigió a la puerta con todo. Tuvo tiempo de bajarlo hasta su coche y volver antes de que Pratt regresara de la cafetería. Entonces cogió la segunda caja y se fue. Nadie le preguntó qué estaba haciendo ni adónde iba con ese material.

Después de salir del aparcamiento, Bosch miró el reloj y vio que contaba con menos de una hora libre antes de encontrarse para comer con Rachel. No había tiempo suficiente para conducir hasta casa, dejar los documentos y volver, además, habría sido una pérdida de tiempo y gasolina. Pensó en cancelar la comida para poder ir directamente a casa y empezar con la revisión de los registros, pero descartó la idea porque sabía que Rachel sería una buena caja de resonancia y que incluso podría proporcionarle algunas ideas acerca de lo que quería decir Waits al gritar durante el tiroteo.

También podía llegar pronto al restaurante y empezar su revisión mientras esperaba a Rachel en la mesa, aunque eso podía suponer un problema si un cliente o un camarero atisbaba algunas de las fotos del expediente.

La principal biblioteca de la ciudad se hallaba en la misma manzana del restaurante y decidió que iría allí. Podía trabajar un poco con los archivos en uno de los cubículos privados y luego reunirse con Rachel a tiempo en el restaurante.

Bosch sintió que una pesada mezcla de alivio y rabia empezaba a superarle. La carga de la culpa por el error que él y Edgar habían cometido se estaba desvaneciendo. Estaban a salvo y necesitaba contárselo a Edgar lo antes posible. Pero Bosch no podía abrazar esa sensación -todavía no- por la creciente rabia que sentía al haber sido víctima de Olivas. Se levantó y salió del cubículo. Abandonó la sala de consulta y accedió a la rotonda principal de la biblioteca, donde un mosaico circular en lo alto de las paredes contaba la historia de los fundadores de la ciudad.

Bosch tenía ganas de gritar, de exorcizar el demonio, pero se mantuvo en silencio. Un vigilante de seguridad pasó a toda prisa por aquella estructura oscura, quizá de camino a detener a un ladrón de libros o a un exhibicionista. Bosch observó cómo se alejaba y volvió a su trabajo.

De vuelta en el cubículo, intentó pensar en lo ocurrido. Olivas había alterado el expediente escribiendo una entrada de dos líneas en la cronología que haría creer a Bosch que había cometido un error garrafal en las primeras etapas de la investigación. La anotación decía que Robert Saxon había llamado para informar de que había visto a Gesto en el supermercado Mayfair la tarde de su desaparición.

Eso era todo. No era el contenido de la llamada lo que era importante para Olivas. Era su autor. Olivas había querido meter de alguna manera a Raynard Waits en el expediente. ¿Por qué? ¿Para causar a Bosch algún tipo de complejo de culpa que le permitiera tener ventaja y controlar la investigación en curso?

Bosch descartó esta posibilidad. Olivas ya llevaba ventaja y tenía el control. Era el investigador jefe en el caso Waits y el hecho de que Bosch fuera propietario del caso Gesto no alteraría eso. Bosch iba a bordo, sí, pero no manejaba el timón. Olivas dirigía el rumbo y por consiguiente introducir el nombre de Robert Saxon no era necesario.

Tenía que existir otra razón.

Bosch reflexionó durante un rato, pero sólo se le ocurrió la débil conclusión de que Olivas necesitaba conectar a Waits con Gesto. Al poner el alias del asesino en el expediente, se remontaba trece años en el tiempo y vinculaba firmemente a Raynard Waits con Marie Gesto.

Pero Waits estaba a punto de reconocer que había asesinado a Gesto. No podía haber mayor vínculo que una confesión sin coerción. Incluso iba a conducir a las autoridades hasta el cadáver. La anotación en la cronología sería una conexión menor comparada con estas dos. Entonces, ¿por qué ponerla?

En última instancia, Bosch estaba confundido por el riesgo que había corrido Olivas. Había alterado el expediente oficial de una investigación de asesinato sin aparentemente ninguna razón ni beneficio. Había corrido el riesgo de que Bosch descubriera el engaño y lo acusara. Había corrido el riesgo de que algún día el engaño fuera posiblemente revelado en el tribunal por un abogado listo como Maury Swann. E hizo todo ello sabiendo que no tenía necesidad de hacerlo, sabiendo que Waits estaría sólidamente ligado al caso con una confesión.

Ahora Olivas estaba muerto y no podía ser confrontado. No había nadie para responder por qué.

Salvo quizá Raynard Waits.

«¿Qué pinta tiene ahora tu chanchullo?»

Y quizá Rick O'Shea.

Bosch pensó en ello y de repente lo comprendió todo. De repente supo por qué Olivas había corrido el riesgo y había puesto el espectro de Raynard Waits en el expediente de Marie Gesto. Lo vio con una claridad que no dejaba espacio para la duda.

Raynard Waits no mató a Marie Gesto.

Se levantó de un salto y empezó a recoger los archivos. Agarrándolos con ambas manos, se apresuró por la rotonda hacia la salida. Sus pisadas hicieron eco detrás de él en la gran sala como una multitud que lo persiguiera. Miró hacia atrás, pero no había nadie.

22

Bosch había perdido la noción del tiempo en la biblioteca. Llegaba tarde. Rachel ya estaba sentada y esperándolo. Tenía un gran menú de una página que oscurecía la expresión de enfado de su rostro cuando un camarero condujo a Bosch a la mesa.

– Lo siento -dijo Bosch al sentarse.

– Está bien -replicó ella-, pero ya he pedido. No sabía si ibas a aparecer o no.

Rachel le pasó el menú y él inmediatamente se lo devolvió al camarero.

– Tomaré lo mismo que ella -dijo-, y con el agua está bien.

Bebió del vaso que ya le habían servido mientras el camarero se alejaba. Rachel le sonrió, pero no de manera agradable.

– No te va a gustar. Será mejor que vuelvas a llamarlo.

– ¿Por qué? Me gusta el pescado.

– Porque he pedido sashimi. La otra noche me dijiste que te gusta el pescado cocinado.

La noticia le dio que pensar un momento, pero decidió que se merecía pagar por su error de llegar tarde.

– Todo va al mismo sitio -dijo, descartando la cuestión-. Pero ¿por qué llaman a este sitio Water Grill si sirven la comida cruda?

– Buena pregunta.

– Olvídalo. Hemos de hablar. Necesito tu ayuda, Rachel.

– ¿Con qué? ¿Qué pasa?

– No creo que Raynard Waits matara a Marie Gesto.

– ¿Qué quieres decir? Te condujo a su cadáver. ¿Estás diciendo que no era Marie Gesto?

– No, la identificación se ha confirmado esta mañana en la autopsia. Definitivamente es Marie Gesto la que estaba en esa rumba.

– ¿Y Waits fue quien os llevó allí?

– Sí.

– ¿Y Waits fue quien confesó haberla matado?

– Sí.

– ¿En la autopsia la causa de la muerte coincidía con la confesión?

– Sí, por lo que he oído sí.

– Entonces, Harry, lo que dices es absurdo. Con todo eso, ¿cómo puede no ser el asesino?

– Porque está pasando algo que no sabemos, que yo no sé. Olivas y O'Shea tenían alguna jugada en marcha. No estoy seguro de cuál era, pero todo se fue al traste en Beachwood Ganyon.

Ella levantó ambas manos para pedirle que parara.

– ¿Por qué no empiezas por el principio? Cuéntame sólo los hechos. No teorías ni conjeturas. Sólo dime lo que tienes.

Le contó todo, empezando con la alteración del expediente del caso por Olivas y concluyendo con el relato detallado de lo que había ocurrido cuando Waits empezó a subir por la escalera en Beachwood Canyon. Le dijo lo que Waits había gritado a O'Shea y lo que se había eliminado de la cinta de vídeo de la expedición.

Tardó quince minutos y durante ese tiempo sirvieron la comida. Bosch pensó que era lógico que llegara deprisa. ¡No tenían que cocinarla! Se sentía afortunado de ser el que estaba llevando la conversación. Eso le daba una buena excusa para no comer el pescado crudo que le pusieron delante.

Cuando hubo terminado de recontar la historia, vio que la mente de Rachel se había puesto a pensar en todo ello. Estaba dándole vueltas a todas las posibilidades.

– Poner a Waits en el expediente no tiene sentido -dijo ella-. Lo conecta con el caso, sí, pero ya está conectado a través de su confesión y al llevaros al cadáver. Así que ¿por qué preocuparse por el expediente del caso?

Bosch se inclinó por encima de la mesa para responder.

– Dos cosas. Una: Olivas pensó que podría necesitar vender la confesión. No tenía ni idea de si yo podría encontrar lagunas en ella, así que quiso asegurarse. Poner a Waits en el expediente era también una forma de condicionarme a creer la confesión.

– Vale ¿y dos?

– Aquí es donde se pone peliagudo -dijo-. Poner a Waits en el expediente era una forma de condicionarme, pero también se trataba de eliminarme de la caza.

Ella lo miró, pero no registró lo que él estaba diciendo.

– Será mejor que expliques eso.

– Es aquí donde salimos de los hechos conocidos y empezamos a hablar de lo que podrían significar. La teoría, la conjetura, como quieras llamarlo. Olivas puso esa línea en la cronología y me la tiró a la cara. Sabía que si la veía y la creía, también tendría que creer que mi compañero y yo la habíamos cagado bien en el noventa y tres, que había muerto gente por culpa de nuestro error. El peso de todas esas mujeres que Waits había matado desde entonces caería sobre mí.

– Vale.

– Y me conectaría con Waits en un plano emocional de puro odio. Sí, yo he perseguido al hombre que mató a Marie Gesto durante trece años. Pero añadir a esas otras mujeres y poner sus muertes sobre mí llevaría las cosas a una situación explosiva cuando finalmente me encontrara cara a cara con el tipo. Me distraería.

– ¿De qué?

– Del hecho de que Waits no la mató. Él estaba confesando el asesinato de Marie Gesto, pero no la mató. Llegó a algún tipo de acuerdo con Olivas y probablemente con O'Shea para cargar con eso, porque ya iba a pagar por los demás casos. Yo estaba tan superado por mi odio que no tenía los ojos en mi presa. No estaba prestando atención a los detalles, Rachel. Lo único que quería era saltar por encima de la mesa y asfixiarlo.

– Estás olvidando algo.

– ¿Qué?

Ahora ella se inclinó sobre la mesa, manteniendo la voz baja para no molestar al resto de los clientes.

– Él te condujo al cadáver. Si no la mató, ¿cómo sabía adónde ir en el bosque? ¿Cómo os guio directo a ella?

Bosch asintió con la cabeza. Era una buena pregunta, pero ya había pensado en ella.

– Podía hacerse. Olivas pudo haberle enseñado en su celda. Pudo ser un truco de Hansel y Gretel, un sendero marcado de tal manera que sólo lo notaran quienes lo marcaron. Esta tarde voy a volver a Beachwood Canyon. Mi intuición es que esta vez, cuando vuelva a recorrer el camino, encontraré las señales.

Bosch se estiró, cogió el plato vacío de Rachel y lo cambió por el suyo sin tocar. Ella no protestó.

– Estás diciendo que toda la expedición era una trampa para convencerte -dijo ella-. Que a Waits le hicieron tragar la información fundamental del asesinato de Marie Gesto y que él simplemente la regurgitó toda en la confesión y luego os llevó felizmente como Caperucita Roja por el bosque hasta el lugar donde estaba enterrada la víctima.

Bosch asintió.

– Sí, eso es lo que estoy diciendo. Cuando lo reduces a esto, suena un poco rocambolesco, lo sé, pero…

– Más que un poco.

– ¿Qué?

– Más que un poco rocambolesco. En primer lugar, ¿cómo conocía Olivas los detalles para explicárselos a Waits? ¿Cómo sabía dónde estaba enterrada para poder marcar un camino para que Waits lo siguiera? ¿Estás diciendo que Olivas mató a Marie Gesto?

Bosch negó enfáticamente con la cabeza. Pensaba que ella se estaba pasando de la raya en su lógica de abogado del diablo y se estaba enfadando.

– No, no estoy diciendo que Olivas fuera el asesino. Estoy diciendo que fue llevado allí por el asesino. Él y O'Shea. El verdadero asesino acudió a ellos y les propuso una especie de trato.

– Harry, esto suena tan…

Ella no terminó. Movió el sashimi de su plato con los palillos, pero apenas comió. El camarero aprovechó el momento para acercarse a la mesa.

– ¿No le ha gustado su sashimi? -le dijo con voz temblorosa.

– No, yo…

Rachel se detuvo al darse cuenta de que tenía una porción casi completa en el plato.

– Creo que no tenía mucha hambre.

– No sabe lo que se pierde -dijo Bosch, sonriendo-. Estaba fantástico.

El camarero se llevó los platos de la mesa y dijo que volvería con los menús de postres.

– «Estaba fantástico» -dijo Walling con voz socarrona-. Capullo.

– Lo siento.

El camarero volvió con los menús de postres y ambos se lo devolvieron y pidieron café. Walling se quedó en silencio y Bosch decidió esperarla.

– ¿Por qué ahora? -preguntó ella al fin.

Bosch negó con la cabeza.

– No lo sé exactamente.

– ¿Cuándo fue la última vez que sacaste el caso y trabajaste en él activamente?

– Hace cinco meses. El último vídeo que te mostré la otra noche, ésa fue la última vez que lo revisé. Sólo quería repasarlo otra vez.

– ¿Qué hiciste además de llevar a Garland a comisaría otra vez?

– Todo. Hablé con todo el mundo. Llamé otra vez a las mismas puertas. Sólo interrogué a Garland al final.

– ¿Crees que fue Garland quien contactó con Olivas?

– Para que Olivas y quizás O'Shea hicieran un trato tendría que haber alguien con pasta. Mucho dinero y poder. Los Garland tienen las dos cosas.

El camarero llegó con el café y la cuenta. Bosch puso una tarjeta de crédito en la mesa, pero el camarero ya se había marchado.

– ¿Quieres que al menos paguemos a medias? -preguntó Rachel-. Ni siquiera has comido.

– Está bien. Oír lo que tenías que decirme ha hecho que mereciera la pena.

– Apuesto a que se lo dices a todas las chicas.

– Sólo a las que son agentes federales.

Ella negó con la cabeza. Bosch vio que la duda se abría paso de nuevo en su mirada.

– ¿Qué?

– No sé, es sólo…

– Sólo ¿qué?

– ¿Y si lo miras desde el punto de vista de Waits?

– ¿Y?

– Está muy pillado por los pelos, Harry. Es como una de esas conspiraciones famosas. Coges todos los hechos después de que ocurran y los mueves para que encajen en una teoría rocambolesca. Marilyn Monroe no murió de sobredosis, los Kennedy recurrieron a la mafia para matarla. Algo así.

– Entonces, ¿qué pasa con el punto de vista de Waits?

– Sólo estoy diciendo que por qué lo haría. ¿Por qué iba a confesar un asesinato que no cometió?

Bosch hizo un gesto despreciativo con las manos, como si estuviera apartando algo.

– Esto es fácil, Rachel. Lo haría porque no tenía nada que perder. Ya iba a caer por ser el Asesino de las Bolsas de Echo Park. Si iba a juicio, sin duda iban a condenarlo a muerte, como Olivas le recordó ayer. Así que su única oportunidad de vivir era confesar sus crímenes; si resulta que el investigador y el fiscal quieren que añada otro asesinato más, ¿qué iba a decir Waits al respecto? ¿No hay trato? No te engañes, ellos tenían la posición de fuerza y si le hubieran dicho a Waits que saltara, él habría asentido con la cabeza y habría dicho: «¿Sobre quién?»

Rachel asintió.

– Y había algo más -añadió Bosch-. Sabía que habría una expedición, que saldría de prisión, y apuesto a que eso le dio esperanza. Sabía que quizá tuviera una oportunidad para escapar. Una vez le dijeron que nos conduciría por el bosque, esa posibilidad se hizo un poco más grande y seguro que su cooperación mejoró. Probablemente toda su motivación estaba en la expedición.

Ella asintió otra vez. Bosch no sabía si la había convencido de algo. Se quedaron un buen rato en silencio. Vino el camarero y se llevó la tarjeta de crédito de Bosch. La comida había terminado.

– Entonces, ¿qué vas a hacer? -preguntó ella.

– Como te he dicho, la siguiente parada es Beachwood Canyon. Después de eso, voy a encontrar al hombre que puede explicármelo todo.

– ¿O'Shea? Nunca hablará contigo.

– Lo sé. Por eso no voy a ir a hablar con él. Al menos todavía no.

– ¿Vas a encontrar a Waits?

Bosch percibió la duda en la voz de Rachel.

– Exacto.

– Se ha largado, Harry. ¿Crees que se quedaría aquí? Mató a dos polis. Su expectativa de vida en Los Angeles es cero. ¿Crees que se quedaría aquí con todas las personas con pistola y placa del condado buscándolo y con licencia para matar?

Harry Bosch asintió lentamente.

– Sigue aquí-dijo con convicción-. Todo lo que has dicho está bien, salvo que olvidas una cosa. Ahora él tiene el poder. Cuando escapó, el poder pasó a Waits. Y si es listo, y parece que lo es, lo usará. Se quedará y exprimirá a O'Shea al máximo.

– ¿Te refieres al chantaje?

– Lo que sea. Waits conoce la verdad. Sabe lo que ocurrió. Si puede hacer creíble que es un peligro para O'Shea y para toda su maquinaria electoral, y si puede contactar con O'Shea, ahora puede ser él quien obligue a saltar al candidato.

Ella asintió.

– El control es una buena cuestión -dijo ella-. ¿Y si esa conspiración tuya hubiera ido como estaba planeada? A ver, Waits carga con Gesto y con todas las demás y se va derecho a Pelican Bay o San Quintín a cumplir perpetua sin condicional. Entonces los conspiradores tienen a este tipo sentado en una celda y resulta que conoce todas las respuestas, y tiene el control. Sigue siendo un peligro para O'Shea y toda su maquinaria política. ¿Por qué iba a ponerse en semejante posición el futuro fiscal del distrito del condado de Los Angeles?

El camarero le devolvió la tarjeta de crédito y la factura final. Bosch añadió una propina y firmó. Debía de ser la comida más cara que no había probado.

Miró a Rachel cuando estaba terminando de garabatear su rúbrica.

– Buena pregunta, Rachel. No conozco la respuesta exacta, pero supongo que O'Shea u Olivas o alguien tenía un plan para terminar el juego. Y quizá por eso Waits decidió huir.

Ella arrugó el entrecejo.

– No puedo convencerte de lo contrario, ¿no?

– Todavía no.

– En fin, buena suerte. Creo que vas a necesitarla.

– Gracias, Rachel.

Se levantó y lo mismo hizo ella.

– ¿Tienes aparcacoches? -preguntó ella.

– No, he dejado el coche en el garaje de la biblioteca.

Eso significaba que saldrían del restaurante por puertas diferentes.

– ¿Nos veremos esta noche? -preguntó Bosch.

– Si no me retraso… Corre el rumor de que nos llegará un caso desde Washington. ¿Y si te llamo?

Él le dijo que le parecía bien y salió con Rachel hasta la puerta que conducía al garaje donde esperaban los aparcacoches. Bosch la abrazó y le dijo adiós.

23

En el camino de salida del centro de la ciudad, Bosch tomó por Hill Street hasta Cesar Chavez y dobló a la izquierda. Pronto se convirtió en Sunset Boulevard y condujo por esta avenida hasta Echo Park. No es que esperara ver a Raynard Waits cruzando el semáforo o saliendo de una clínica hispana o de una de las oficinas de la migra que se alineaban en la calle. Pero Bosch estaba siguiendo su instinto en el caso y éste le decía que Echo Park seguía en juego. Cuanto más conducía por el barrio, más le tomaba la medida a éste y mejor sería en su búsqueda. Instinto al margen, estaba seguro de una cosa: Waits había sido detenido la primera vez cuando iba de camino a un destino específico en Echo Park. Bosch iba a encontrarlo.

Se metió en una zona de estacionamiento prohibido cerca de Quintero Street y caminó hasta el grill Pescado Mojado. Pidió camarones a la diabla y mostró la foto de ficha policial de Waits al hombre que le atendió y a los clientes que esperaban en la cola. Recibió la habitual negativa con la cabeza de cada cliente y la conversación en castellano entre ellos se apagó. Bosch se llevó el marisco a una mesa y se terminó rápidamente el plato.

Desde Echo Park se dirigió a casa para quitarse el traje y ponerse unos tejanos y un jersey. Luego puso rumbo a Beachwood Canyon y recorrió su camino hasta la cima de la colina. El descampado que se utilizaba de aparcamiento debajo de Sunset Ranch estaba vacío, y Bosch se preguntó si toda la actividad y la atención de los medios del día anterior habían mantenido alejados a los paseantes. Salió del coche y abrió el maletero. Sacó una cuerda enrollada de diez metros y se dirigió a los arbustos por el mismo camino que había tomado detrás de Waits el día anterior.

Sólo había avanzado unos pasos por el sendero cuando su teléfono móvil empezó a vibrar. Se detuvo, sacó el teléfono de los tejanos y vio en la pantalla que quien llamaba era Jerry Edgar. Bosch le había dejado antes un mensaje mientras se dirigía a casa.

– ¿Cómo está Kiz?

– Mejor. Deberías visitarla, tío. Superar lo que tengas que superar con ella y visitarla. Ni siquiera llamaste ayer.

– No te preocupes, lo haré. De hecho, estaba pensando en salir temprano y pasarme. ¿Vas a estar allí?

– Tal vez. Llámame cuando vayas y trataré de reunirme contigo. En cualquier caso, no llamaba por eso. Hay un par de cosas que quería contarte. En primer lugar, tenían una confirmación de la identificación en la autopsia hoy. Era Marie Gesto.

Edgar se quedó un momento en silencio antes de responder.

– ¿Has hablado con sus padres?

– Todavía no. Dan trabaja ahora vendiendo tractores. Pensaba llamar esta noche cuando él haya vuelto a casa y los dos estén juntos.

– Eso es lo que yo haría. ¿Qué más tienes, Harry? Hay un tipo aquí en una sala por violación y homicidio y voy a entrar a partirle el culo.

– Lamento interrumpir. Pensaba que me habías llamado tú.

– Lo he hecho, tío, pero te estaba contestando la llamada muy deprisa por si acaso era importante.

– Es importante. Pensaba que te gustaría saberlo. Creo que esa anotación que encontraron en los 51 de este caso era falsa. Creo que cuando todo se aclare, estaremos a salvo.

Esta vez no hubo vacilación en la respuesta de su antiguo compañero.

– ¿Qué estás diciendo, que Waits no nos llamó entonces?

– Exacto.

– Entonces, ¿cómo llegó esa anotación a la crono?

– Alguien la añadió. Recientemente. Alguien que me quería joder.

– ¡Maldita sea! -exclamó Edgar. Bosch percibió la rabia y el alivio en la voz de su antiguo compañero-. No he dormido desde que me llamaste y me contaste esta mierda, Harry. No sólo te han jodido a ti, tío.

– Eso es lo que suponía. Por eso he llamado. No lo he averiguado todo, pero es lo que parece. Cuando sepa toda la historia, te la contaré. Ahora vuelve a la sala de interrogatorios y acaba con ese tipo.

– Harry, eres mi hombre, acabas de alegrarme el día. Voy a ir a esa sala a crujirle los huesos a ese capullo.

– Me alegro de oírlo. Llámame si vas a ir a ver a Kiz.

– Lo haré.

Pero Bosch sabía que Edgar sólo iba a hacerlo de boquilla. No visitaría a Kiz, y menos si estaba a punto de resolver un caso como había dicho. Después de cerrar el teléfono y guardárselo en el bolsillo, Bosch miró a su alrededor y asimiló el entorno. Miró arriba y abajo, desde el suelo a la bóveda arbórea, y no vio ninguna señal obvia. Supuso que no había necesidad de un sendero de Hansel y Gretel mientras Waits permaneciera en el camino claramente definido. Si había señales, éstas se hallarían al pie de la pendiente fangosa del terraplén. Se dirigió hacia allí.

En la parte de arriba del terraplén ató la cuerda en torno al tronco de un roble blanco y consiguió bajar haciendo rapel. Dejó la cuerda en su sitio y de nuevo examinó el área desde el suelo a la bóveda arbórea. No vio nada que señalara de manera inmediata el camino al emplazamiento de la fosa en la que se había hallado a Marie Gesto. Empezó a caminar hacia la tumba, buscando marcas en los troncos de los árboles, cintas en las ramas, cualquier cosa de la que Waits pudiera haberse valido para encontrar el camino.

Bosch llegó al emplazamiento de la tumba sin ver una sola indicación de sendero señalizado. Estaba decepcionado. Esta falta de hallazgos topaba con la teoría que había perfilado para Rachel Walling. Sin embargo, Bosch estaba convencido de haber acertado y se negaba a creer que no había camino. Pensó que era posible que las marcas hubieran sido destruidas por la horda de investigadores y técnicos que habían acudido al bosque el día anterior.

Negándose a rendirse, regresó al terraplén y miró el emplazamiento de la tumba. Trató de poner su mente en la posición en la que estaba Waits. Él nunca había estado antes allí, sin embargo, enseguida eligió una dirección hacia donde ir mientras todos los demás observaban.

«¿Cómo lo hizo?»

Bosch se quedó inmóvil, pensando y mirando al bosque en la dirección de la tumba. No se movió durante cinco minutos. Después de eso tenía la respuesta.

A media distancia de la línea de visión hacia la tumba había un alto eucalipto. Se dividía a ras de suelo y dos troncos plenamente maduros se alzaban al menos quince metros a través de las copas de otros árboles. En la partición, a unos tres metros del suelo, una rama caída se había atascado horizontalmente entre los troncos. La formación del tronco partido y la rama creaban una «A» invertida que era claramente reconocible y que podía percibirse rápidamente por alguien que mirara al bosque buscando exactamente eso.

Bosch se dirigió hacia el eucalipto, convencido de que tenía la primera señal que había visto Waits. Cuando alcanzó la posición, miró una vez más en dirección a la sepultura. Inspeccionó cuidadosamente con la mirada hasta que detectó una anomalía que era obvia y única en términos de las inmediaciones. Caminó hacia ella.

Era un roble californiano joven. Lo que lo hacía distinguible desde cierta distancia era que había perdido su equilibrio natural. Había perdido la simetría porque faltaba una de las ramas inferiores. Bosch se acercó y miró el afloramiento quebrado del tronco donde debía de haber estado una rama de diez centímetros de grosor. Tras agarrarse de una rama inferior para trepar al árbol y examinar la rotura más de cerca, descubrió que no era una fractura natural. El afloramiento mostraba un corte suave en la mitad superior de la rama. Alguien la había serrado en ese punto y luego había tirado de ella para romperla. Bosch no era especialista en botánica, pero pensaba que el corte y la rotura parecían recientes. La madera interna expuesta era de color claro y no había indicación de regeneración o de reparación natural.

Bosch saltó al suelo y miró a su alrededor en los arbustos. La rama caída no estaba a la vista. Se la habían llevado para que no se avistara y causara sospecha. Para él era una prueba más de que habían dejado un camino de Hansel y Gretel para que Waits lo siguiera.

Se volvió y miró en la dirección de la explanada final. Estaba a menos de veinte metros de la tumba y localizó fácilmente la que creía que era la última señal. En lo alto del roble que hacía sombra sobre la tumba había un nido que parecía el hogar de un ave de grandes dimensiones, un búho o un halcón.

Caminó hasta la explanada y levantó la mirada. La banda elástica para el pelo que según Waits marcaba el lugar había sido retirada por el equipo forense. Mirando hacia más arriba, Bosch no veía el nido desde justo debajo. Olivas lo había planeado bien. Había usado tres señales reconocibles sólo desde cierta distancia. Nada que pudiera atraer una segunda mirada de aquellos que seguían a Waits, y aun así tres señales que podían conducirle fácilmente hasta la tumba.

Al bajar la mirada a la fosa abierta a sus pies, recordó que había percibido una alteración del suelo el día anterior. Lo había achacado a animales que hurgaban la tierra. Ahora creía que la alteración había sido dejada por la primera excavación para comprobar el emplazamiento de la fosa. Olivas había estado allí antes que ninguno de ellos. Había salido a marcar el sendero y a confirmar la tumba. O bien le habían contado dónde encontrarla o le había llevado allí el verdadero asesino.

Bosch llevaba varios segundos mirando la tumba y entendiendo el sentido del escenario antes de darse cuenta de que estaba oyendo voces. Al menos dos hombres conversaban, y las voces se estaban aproximando. Bosch oyó movimiento entre los arbustos, el sonido de pasos pesados en el barro y en el lecho de hojas caídas. Llegaban de la misma dirección por la que había llegado Bosch.

Harry recorrió con rapidez el pequeño descampado y se colocó detrás del gran tronco de roble. Esperó y enseguida se dio cuenta de que los hombres habían llegado al mismo claro del bosque.

– Aquí mismo -dijo la primera voz-. Estuvo aquí mismo trece años.

– No, mierda. Es aterrador.

Bosch no se atrevía a asomarse por el tronco y arriesgarse a exponerse. No importaba quién fuera -medios, polis o incluso turistas-, no quería que lo vieran allí.

Los dos hombres se quedaron en la explanada y conversaron de manera intrascendente durante unos momentos. Por fortuna, ninguno se acercó al tronco del roble y a la posición de Bosch. Finalmente, Bosch oyó que la primera voz decía:

– Bueno, terminemos y salgamos de aquí.

Los hombres se alejaron siguiendo la misma dirección por la que habían venido. Bosch se asomó por detrás del árbol y atisbo a ambos justo antes de que desaparecieran entre los arbustos. Vio a Osani y al otro hombre que suponía que también era de la UIT. Después de darles cierta ventaja, Bosch salió de detrás del tronco y cruzó el descampado. Ocupó una posición a cubierto de un viejo eucalipto y observó a los hombres de la UIT regresando al lugar que el deslizamiento de barro había cortado a pico.

Osani y su compañero hicieron tanto ruido caminando por los arbustos que para Bosch fue fácil elegir el rumbo hacia el terraplén. Protegido por el ruido llegó al eucalipto que constituía la primera señal para Waits y observó a los dos hombres cuando éstos se disponían a tomar medidas desde abajo hasta lo alto del terraplén. Bosch vio ahora una escalera colocada de manera muy similar a como lo había estado la del día anterior. Se dio cuenta de que los dos hombres estaban puliendo el informe oficial. Estaban tomando medidas que o bien se habían olvidado o se habían considerado innecesarias el día anterior. A la luz de la hecatombe política causada, todo era necesario.

Osani subió por la escalera mientras su compañero permanecía abajo. Sacó una cinta métrica de su cinturón y soltó una longitud considerable, pasando el extremo a su compañero. Tomaron medidas con Osani gritando las longitudes y su compañero anotándolas en una libreta. A Bosch le dio la impresión de que estaban midiendo diversas distancias desde el sitio en el suelo donde él había estado el día anterior a las posiciones en las que habían estado Waits, Olivas y Rider. Bosch no tenía ni idea de la importancia que tales medidas tendrían para la investigación.

El teléfono de Bosch empezó a vibrar en su bolsillo y él rápidamente lo sacó y lo apagó. Al apagarse la pantalla vio que el número de entrada tenía un prefijo 485, lo cual significaba Parker Center.

Al cabo de unos segundos, Bosch oyó sonar un teléfono móvil en el descampado donde Osani y el otro hombre estaban trabajando. Bosch se asomó por detrás del árbol y vio que Osani sacaba un teléfono de su cinturón. Escuchó y luego echó un vistazo por el bosque haciendo un giro de 360 grados. Bosch volvió a esconderse.

– No, teniente -dijo Osani-, no lo vemos. El coche está en el aparcamiento, pero no lo vemos. No vemos a nadie aquí.

Osani escuchó un rato más y dijo que sí varias veces antes de cerrar el teléfono y volver a guardárselo en el cinturón. Continuó con la cinta métrica y al cabo de aproximadamente un minuto los dos hombres de la UIT ya tenían lo que necesitaban.

El compañero de Osani subió por la escalera y ambos hombres tiraron de ella hasta el terraplén. Fue en ese momento cuando Osani se fijó en la cuerda atada en torno al tronco del roble blanco en el borde del terraplén. Dejó la escalera en el suelo y se acercó al árbol. Sacó la cuerda de alrededor del tronco y empezó a enrollarla. Miró al bosque al hacerlo y Bosch se ocultó detrás de uno de los dos troncos del eucalipto.

Al cabo de unos minutos se habían ido, regresando ruidosamente por el bosque hasta el descampado del aparcamiento y cargando con la escalera entre los dos. Bosch se acercó al terraplén, pero esperó hasta que dejó de oír a los hombres de la UIT antes de subir utilizando las raíces como asideros en su escalada.

Cuando llegó al descampado del aparcamiento no había rastro de Osani ni de su compañero. Bosch encendió otra vez el teléfono y esperó a que se pusiera en marcha. Quería ver si quien había llamado del Parker Center le había dejado un mensaje. Antes de poder escuchar, el teléfono empezó a vibrarle en la mano. Reconoció el número como una de las líneas de Casos Abiertos. Respondió la llamada.

– Soy Bosch.

– Harry, ¿dónde estás?

Era Abel Pratt y Bosch percibió un tono de urgencia en su voz.

– En ningún sitio. ¿Por qué?

– ¿Dónde estás?

Algo le decía a Bosch que Pratt sabía exactamente dónde estaba.

– Estoy en Beachwood Canyon. ¿Qué está pasando?

Hubo un momento de silencio antes de que Pratt respondiera, con el tono de urgencia sustituido por uno de enfado.

– Lo que está pasando es que acabo de recibir una llamada del teniente Randolph de la UIT. Dice que hay un Mustang registrado a tu nombre en el aparcamiento de ahí arriba. Le he dicho que es realmente extraño, porque Harry Bosch está en casa, suspendido de servicio y se supone que a un millón de kilómetros de la investigación de Beachwood Canyon.

Pensando con rapidez, a Bosch se le ocurrió una escapatoria.

– Mire, no estoy investigando nada. Estoy buscando algo. Perdí mi moneda de la suerte ayer. Sólo la estoy buscando.

– ¿Qué?

– Mi ficha de Robos y Homicidios. Debió de caérseme del bolsillo cuando me deslicé por el terraplén. Al llegar a casa anoche no estaba en mi bolsillo.

Al hablar, Bosch metió la mano en su bolsillo y sacó el objeto que reclamaba haber perdido. Era una pesada pieza de metal de aproximadamente el tamaño y el diámetro de una ficha de casino. Un lado mostraba la placa de detective y el otro la caricatura de un detective -traje, sombrero y mentón prominente- sobre una bandera americana de fondo. Se conocía como moneda o ficha de la suerte y era un remanente de la práctica de las unidades militares especializadas y de élite. Después de ser aceptado en una unidad, un soldado recibe una moneda de la suerte y se espera que la lleve siempre. En todo momento y lugar un compañero de unidad puede pedirle que le muestre la moneda. Esto suele ocurrir en un bar o una cantina. Si el soldado no lleva la moneda, ha de pagar la cuenta. La tradición se había observado durante muchos años en la División de Robos y Homicidios. A Bosch le habían dado su ficha al regresar de la jubilación.

– Al cuerno la moneda, Harry -dijo Pratt enfadado-. Puedes conseguir otra por diez pavos. Aléjate de la investigación. Vete a casa y quédate allí hasta que tengas noticias mías. Está claro.

– Muy claro.

– Además, ¿qué coño? Si perdiste la moneda allí, entonces la gente de Forense ya la habrá encontrado. Fueron a la escena con un detector de metales buscando cartuchos.

Bosch asintió.

– Sí, olvidé eso.

– Sí, Harry lo olvidaste. ¿Me estás tomando el pelo?

– No, jefe, no. Lo olvidé. Estaba aburrido y decidí venir a echar un vistazo. Vi a la gente de Randolph y decidí mantenerme escondido. No pensaba que llamaran para comprobar mi matrícula.

– Bueno, lo hicieron. Y luego yo recibí la llamada. No quiero que me salpique esto, Harry. Lo sabes.

– Me voy a casa ahora mismo.

– Bien. Y quédate allí.

Pratt no esperó la respuesta de Bosch. Colgó y Bosch cerró su teléfono. Lanzó la pesada moneda al aire y cayó en su palma, con la placa boca arriba. Se la guardó y caminó hasta su coche.

24

Algo en el hecho de que le dijeran que se marchara a casa hizo que Bosch no fuera allí. Después de irse de Beachwood Canyon hizo una parada en Saint Joe para ver cómo estaba Kiz Rider. La habían cambiado de habitación otra vez. Ahora estaba fuera de lo UCI, en planta. No tenía una habitación privada, pero la otra cama estaba vacía. Solían hacer eso por los polis.

Todavía le costaba esfuerzo hablar y el malestar de la depresión que había exhibido esa mañana no se había esfumado. Bosch no se quedó mucho. Le dio recuerdos de Jerry Edgar y finalmente se fue a casa como le habían ordenado, eso sí, cargado con las dos cajas y las carpetas que había recogido antes de la unidad de Casos Abiertos.

Puso las cajas en el suelo del comedor y esparció las carpetas sobre la mesa. Había un montón y sabía que tendría ocupación durante al menos un par de días con lo que se había llevado de la oficina. Se acercó al equipo de música y lo encendió. Ya tenía puesto el cede de la colaboración de Coltrane y Monk en el Carnegie Hall. El reproductor estaba en aleatorio y la primera canción que sonó fue «Evidence». Bosch lo tomó como una buena señal al volver a la mesa.

Para empezar pensaba hacer inventario de lo que tenía exacta mente para poder decidir cómo abordar su revisión del material. Lo primero, y lo más importante, era la copia del registro de la investigación en el caso en curso del que se acusaba a Raynard Waits. Se la había entregado Olivas, pero Bosch y Rider no lo habían estudiado a fondo porque sus asignaciones y prioridades eran los casos Fitzpatrick y Gesto. Sobre la mesa, Bosch tenía también el expediente del coso Fitzpatrick que Rider había sacado de Archivos, así como su copia secreta del expediente Gesto, del cual ya había llevado a cabo una revisión completa.

Por último, en el suelo había dos cajas de plástico que contenían los registros de la casa de empeños que se habían salvado después de que el negocio de Fitzpatrick fuera arrasado por las llamas y luego empapado por las mangueras de los bomberos durante los disturbios de 1992.

Había un cajoncito en el lateral de la mesa del comedor. Bosch suponía que había sido diseñado para la cubertería, pero como utilizaba la mesa con más frecuencia para trabajar que para comer, el cajón contenía diversos bolígrafos y blocs. Retiró uno de cada, decidiendo que tenía que anotar los aspectos importantes de la investigación en curso. Después de veinte minutos y tres hojas arrancadas y arrugadas, sus pensamientos en forma libre ocupaban menos de media página.

Bosch examinó las notas durante unos segundos. Sabía que las dos últimas preguntas eran en realidad el punto de partida. Si las cosas hubieran ido según el plan, ¿quién se habría beneficiado de la falsa confesión de Waits? Para empezar Waits, al evitar la pena de muerte. Pero el auténtico ganador era el auténtico asesino. El caso se habría cerrado, todas las investigaciones se habrían detenido. El asesino real habría escapado a la justicia.

Bosch contempló de nuevo las dos preguntas. ¿Quién se beneficia? ¿Por qué ahora? Las consideró cuidadosamente y luego invirtió el orden y las consideró de nuevo. Llegó a una única conclusión. Sus investigaciones continuadas del caso Marie Gesto habían creado una necesidad de hacer algo en ese momento. No podía menos que pensar que había llamado demasiado fuerte a la puerta de alguien y que todo el plan de Beachwood Canyon se había concebido por la presión que él continuaba ejerciendo en el caso.

Esta conclusión llevaba a la respuesta a la otra pregunta formulada al pie de la hoja: ¿Quién se beneficia? Bosch anotó:

Anthony Garland - Hancock Park

Durante trece años el instinto de Bosch le había dicho que Garland era el culpable. Pero más allá de su instinto no había prueba que relacionara directamente a Garland con el asesinato. Bosch todavía no tenía conocimiento de las pruebas, si es que existían, que pudieran haberse hallado durante la exhumación del cadáver y la autopsia, pero dudaba de que después de trece años hubiera algo útil, ni ADN ni indicios forenses que vincularan al asesino con el cuerpo.

Garland era sospechoso por la teoría de la «víctima sustituía». Es decir, su rabia hacia la mujer que le había dejado le había llevado a matar a una mujer que se la recordaba. Los psiquiatras la habrían calificado de teoría pillada por los pelos, pero Bosch ahora la colocaría en el centro. «Calcula», pensó. Garland era el hijo de Thomas Rex Garland, adinerado barón del petróleo de Hancock Park. O'Shea estaba sumido en una batalla electoral sumamente disputada y el dinero era la gasolina que mantenía en funcionamiento el motor de la campaña. No era inconcebible que se hubiera llevado a cabo un acercamiento discreto a T. Rex y que de éste surgiera un acuerdo y la concepción de un plan. O'Shea consigue el dinero que necesita para ganar las elecciones, Olivas se lleva el puesto de investigador jefe y Waits carga con las culpas por Gesto mientras que Garland queda libre.

Se decía que Los Angeles era un lugar soleado para gente sombría. Bosch lo sabía mejor que nadie. No vacilaba en creer que Olivas había formado parte de semejante trama. Y la idea de O'Shea, un fiscal de carrera, vendiendo su alma por una oportunidad al cargo máximo tampoco le detuvo demasiado.

«Corre, cobarde. ¿Qué pinta tiene ahora tu chanchullo?»

Abrió el teléfono móvil y llamó a Keisha Russell al Times. Después de varios tonos miró el reloj y vio que pasaban unos minutos de las cinco. Se dio cuenta de que probablemente estaba en la hora de cierre y no hacía caso de las llamadas. Dejó un mensaje en el contestador, pidiéndole que lo llamara.

Como era tarde, Bosch decidió que se había ganado una cerveza. Fue a la cocina y sacó una Anchor Steam de la nevera. Se alegró de haber apuntado alto la última vez que compró cerveza. Se llevó la botella a la terraza y observó la caravana de la hora punta en la autovía. El tráfico avanzaba a paso de tortuga y empezó el incesante sonido de todas las variedades de cláxones. La autovía estaba lo bastante lejos para que el ruido no resultara un incordio. Bosch se alegraba de no estar abajo metido en esa batalla.

Su teléfono sonó y Bosch lo sacó del bolsillo. Era Keisha Russell que le devolvía la llamada.

– Lo siento, estaba repasando el artículo de mañana con el corrector.

– Espero que hayas escrito mi nombre bien.

– La verdad es que en éste no sales, Harry. Sorpresa.

– Me alegro de oírlo.

– ¿En qué puedes ayudarme?

– Ah, en realidad iba a pedirte que tú hicieras algo por mí.

– Por supuesto. ¿Qué puede ser?

– Ahora eres periodista política, ¿no? ¿Eso significa que miras las contribuciones de campaña?

– Lo hago. Reviso todas las contribuciones de cada uno de mis candidatos. ¿Por qué?

Volvió a entrar y pulsó el botón para silenciar el equipo de música.

– Esto es off the record, Keisha. Quiero saber quién ha apoyado la campaña de Rick O'Shea.

– ¿O'Shea? ¿Por qué?

– Puedo decirte lo que puedo decirte. Sólo necesito la información ahora mismo.

– ¿Por qué siempre me haces esto, Harry?

Era cierto. Habían bailado el mismo baile muchas veces en el pasado. Pero en su historia en común Bosch siempre cumplía su palabra cuando decía que lo contaría cuando pudiera contarlo. Él no la había decepcionado nunca. Y por eso sus protestas eran cháchara, un mero preámbulo antes de hacer lo que Bosch quería que ella hiciera. Formaba parte de la coreografía.

– Sabes por qué -dijo Bosch, cumpliendo con su papel-. Ayúdame y habrá algo para ti cuando sea el momento.

– Algún día quiero decidir yo cuándo es el momento. Espera.

Russell desconectó y dejó el teléfono durante casi un minuto. Mientras esperaba, Bosch se cernió sobre los documentos extendidos en la mesa del comedor. Sabía que estaba dando pasos en falso con eso de O'Shea y Garland. En ese momento eran inabordables. Estaban protegidos por el dinero, la ley y las normas de las pruebas. Bosch sabía que el ángulo correcto de la investigación era ir a por Raynard Waits. Su trabajo era encontrarlo y resolver el caso.

– Vale -dijo Russell al volver a la línea-. Tengo el archivo actualizado. ¿Qué quieres saber?

– ¿Cómo de actualizado?

– Lo entraron la semana pasada. El viernes.

– ¿Quiénes son los contribuyentes principales?

– No hay nadie realmente grande, si te refieres a eso. Sobre todo es una campaña de base. La mayoría de los contribuyentes son compañeros abogados. Casi todos ellos.

Bosch pensó en el bufete de Century City que manejaba los asuntos de la familia Garland y que había obtenido las órdenes judiciales que impedían a Bosch interrogar a Anthony Garland si no era en presencia de un abogado. El cabeza de la firma era Cecil Dobbs.

– ¿Uno de esos abogados es Cecil Dobbs?

– Ah… sí, C. C. Dobbs, dirección de Century City. Donó mil.

Bosch recordaba al abogado de su colección de interrogatorios en vídeo de Anthony Garland.

– ¿Y Dennis Franks?

– Franks, sí. Mucha gente de esa firma contribuyó.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, según la ley electoral, has de dar la dirección de casa y la del trabajo al hacer una contribución. Dobbs y Franks tienen un domicilio laboral en Century City y, veamos, nueve, diez, once personas más dieron la misma dirección. Todos ellos donaron mil dólares. Probablemente son todos los abogados del mismo bufete.

– Así que trece mil dólares de ahí. ¿Es todo?

– De ese lugar, sí.

Bosch pensó en preguntarle específicamente si el nombre de Garland estaba en la lista de contribuyentes. No quería que ella hiciera llamadas telefónicas o metiera las narices en la investigación.

– ¿No hay grandes contribuyentes empresariales?

– Nada de gran consecuencia. ¿Por qué no me dices qué estás buscando, Harry? Puedes confiar en mí.

Decidió ir a por ello.

– Has de guardártelo hasta que tengas noticias mías. Ni llamadas telefónicas ni preguntas. Te guardas esto, ¿vale?

– Vale, hasta que tenga noticias tuyas.

– Garland. Thomas Rex Garland, Anthony Garland, cualquiera así.

– Ummm, no. ¿No era Anthony Garland el chico que buscabas por Marie Gesto?

Bosch casi maldijo en voz alta. Esperaba que ella no estableciera la conexión. Una década antes, cuando era un diablillo de la sección policial, Russell había encontrado una solicitud de orden de registro que Bosch había presentado en un intento de registrar la casa de Anthony Garland. La solicitud fue rechazada por falta de causa probable, pero se trataba de un registro público, y en ese momento, Russell, la periodista siempre diligente, revisaba rutinariamente todas las solicitudes de órdenes de registro en el tribunal. Bosch la había convencido de que no escribiera un artículo identificando al vástago de la familia petrolera local como sospechoso en el asesinato Gesto, pero allí estaba al cabo de una década y recordaba el nombre.

– No puedes hacer nada con esto, Keisha -respondió.

– ¿Qué estás haciendo? Raynard Waits confesó la muerte de Gesto. ¿Estás diciendo que es mentira?

– No estoy diciendo nada. Simplemente tengo curiosidad por algo, nada más. Ahora no puedes hacer nada con esto. Tenemos un trato. Te lo guardas hasta que tengas noticias mías.

– No eres mi jefe, Harry. ¿Cómo es que me hablas como si lo fueras?

– Lo siento. Simplemente no quiero que te pongas en marcha como una loca con esto. Puede fastidiar lo que estoy haciendo. Tenemos un trato, ¿sí? Acabas de decir que puedo confiar en ti.

Pasó una eternidad antes de que ella respondiera.

– Sí, tenemos un trato. Y sí, puedes confiar en mí. Pero si esto va hacia donde creo que puede ir, quiero actualizaciones e informes. No voy a quedarme aquí sentada esperando a tener noticias tuyas cuando lo juntes todo. Si no tengo noticias tuyas, Harry, me voy a poner nerviosa. Cuando me pongo nerviosa hago algunas locuras, y algunas locas llamadas telefónicas.

Bosch negó con la cabeza. No debería haberla llamado.

– Entiendo, Keisha -dijo-. Tendrás noticias mías.

Cerró el teléfono, preguntándose qué nuevo infierno podía haber desatado en la tierra y cuándo volvería para morderle. Confiaba en Russell, pero sólo hasta el límite en que podía confiar en cualquier periodista. Se terminó la cerveza y fue a la cocina a por otra. En cuanto la destapó sonó su teléfono.

Era otra vez Keisha Russell.

– Harry, ¿has oído hablar de GO! Industries?

Había oído hablar. GO! Industries era el título corporativo de una empresa iniciada ochenta años antes como Garland Oil Industries. La compañía tenía un logo en el cual la palabra GO! tenía ruedas y estaba inclinada hacia delante como si fuera un coche que acelera.

– ¿Qué pasa con ella? -respondió.

– Tienen la sede central en los rascacielos ARCO plaza. He contado doce empleados de GO! haciendo contribuciones de mil dólares a O'Shea. ¿Qué te parece?

– Está bien, Keisha. Gracias por volver a llamar.

– ¿O'Shea ha cobrado por cargarle Gesto a Waits? ¿Es eso?

Bosch gruñó al teléfono.

– No, Keisha, no es lo que ocurrió y no es así como lo miro.

Si haces alguna llamada en ese sentido, comprometerás lo que estoy haciendo y te pondrás a ti, a mí y a otros en peligro. Ahora ¿puedes dejarlo hasta que te diga exactamente lo que está pasando y cuándo puedes sacarlo?

Una vez más, Russell vaciló antes de responder, y fue en ese lapso de silencio cuando Bosch empezó a preguntarse si todavía podía confiar en ella. Quizá su paso de la sección policial a la de política había cambiado algo en ella. Quizá, como con la mayoría de los que trabajaban en el ámbito de la política, su sentido de la integridad se había desgastado por la exposición a la profesión más antigua del mundo: la prostitución política.

– Vale, Harry, lo entiendo. Sólo estaba intentando ayudar. Pero tú recuerda lo que he dicho. Quiero tener noticias tuyas. ¡Pronto!

– Las tendrás, Keisha. Buenas noches.

Cerró el teléfono y trató de sacudirse las preocupaciones respecto a la periodista. Pensó en la nueva información que ella le había proporcionado. Entre GO! y la firma legal de Cecil Dobbs, la campaña de O'Shea había recibido al menos veinticinco mil dólares en contribuciones de gente que podía relacionarse directamente con los Garland. Era abierto y legal pero, no obstante, era una fuerte indicación de que Bosch estaba en la pista correcta.

Sintió un tirón de satisfacción en las entrañas. Ahora tenía algo con lo que trabajar. Sólo tenía que encontrar el ángulo adecuado para hacerlo. Fue a la mesa del comedor y miró la variedad de informes policiales y registros extendidos ante él. Cogió la carpeta titulada «Historial Waits» y empezó a leer.

25

Desde el punto de vista de las fuerzas policiales, Raynard Waits era una singularidad como sospechoso de homicidio. Cuando pararon su furgoneta en Echo Park, el Departamento de Policía de Los Angeles capturó a un asesino al que ni siquiera estaban buscando. En efecto, ningún departamento o agencia iba a por Waits. No había archivo sobre él en ningún cajón ni en ordenador alguno. No había perfil del FBI ni informe de antecedentes al que remitirse. Tenían un asesino y tenían que empezar de cero con él.

Esto presentaba un ángulo de investigación completamente nuevo para el detective Freddy Olivas y su compañero Ted Colbert. El caso les llegó con un impulso que simplemente los arrastró. De lo único de lo que se trataba era de avanzar hacia la acusación. Había poco tiempo o inclinación para ir hacia atrás. Waits fue detenido en posesión de bolsas que contenían restos de dos mujeres asesinadas. El caso era pan comido y eso excluía la necesidad de saber exactamente a quién habían detenido y qué le había llevado a estar en esa furgoneta en esa calle en ese momento.

En consecuencia, había poco en el archivo del caso que ayudara a Bosch. El expediente contenía registros del trabajo de investigación relacionado con los intentos de identificar a las víctimas y reunir las pruebas físicas para la inminente acusación.

La información de historial del expediente se limitaba a datos básicos sobre Waits que o bien habían sido proporcionados por el propio sospechoso u obtenidos por Olivas y Colbert durante búsquedas informáticas rutinarias. La conclusión era que sabían poco acerca del hombre al que iban a acusar, pero les bastaba con eso.

Bosch completó la lectura del expediente en veinte minutos. Cuando hubo terminado, una vez más tenía menos de media página de notas en su bloc. Había construido un sucinto cronograma que mostraba las detenciones y admisiones del sospechoso, así como el uso de los nombres Raynard Waits y Robert Saxon.

30-4-92 Daniel Fitzpatrick asesinado, Hollywood.

18-5-92 Raynard Waits, f/n 3-11-71, carné de conducir emitido en Hollywood

1-2-93 Robert Saxon, f/n 3-11-75, detenido por merodear identificado como Raynard Waits, f/n 3-11- 71, a través de huella dactilar

9-9-93 Marie Gesto raptada, Hollywood

11-5-06 Raynard Waits, f/n 11-3-71, detenido 187 Echo Park

Bosch estudió el cronograma. Encontró dos elementos dignos de mención. Waits supuestamente no sacó una licencia de conducir hasta que tenía veinte años y, no importa qué nombre usara, siempre daba el mismo día y mes de nacimiento. Si bien una vez ofreció 1975 como su año de nacimiento en un intento de ser considerado un menor, uniformemente dijo 1971 en otras ocasiones. Bosch sabía que la última era una práctica frecuentemente utilizada por la gente que cambiaba de identidad: cambiar el nombre pero mantener algunos otros detalles personales para evitar confundirse u olvidar información básica, algo que delata de manera obvia, sobre todo si quien hace las preguntas es policía.

Bosch sabía por la búsqueda en los registros de esa misma semana que no había partida de nacimiento de Raynard Waits o Robert Saxon con la correspondiente fecha del 3-11 en el condado de Los Angeles. La conclusión a la que habían llegado él y Kiz Rider era que ambos nombres eran falsos. Sin embargo, ahora Bosch consideró que quizá la fecha de nacimiento del 3-11-1971 no fuera falsa. Quizá Waits, o quienquiera que fuese, mantenía su fecha de nacimiento real pese a cambiar su nombre.

Bosch ahora empezaba a sentirlo. Como un surfista que espera la ola buena antes de empezar a remar, sentía que su momento estaba llegando. Pensó que lo que estaba contemplando era el nacimiento de una nueva identidad. Dieciocho días después de asesinar a Daniel Fitzpatrick a resguardo de los disturbios, el hombre que lo mató entró en una oficina de Tráfico de Hollywood y solicitó una licencia de conducir. Dio la fecha de nacimiento del 3 de noviembre de 1971 y el nombre de Raynard Waits. Tendría que proporcionar un certificado de nacimiento, pero eso no habría sido difícil de conseguir si conocía a la gente apropiada. No en Hollywood. No en Los Angeles. Conseguir un certificado de nacimiento falso habría sido una tarea fácil y casi exenta de riesgo.

Bosch creía que el homicidio de Fitzpatrick y el cambio de identidad estaban relacionados. Eran causa y efecto. Algo en el crimen hizo que el asesino cambiara de identidad. Esto contradecía la confesión proporcionada por Raynard Waits dos días antes. Había caracterizado el asesinato de Daniel Fitzpatrick como un crimen de impulso, una oportunidad de regalarse una fantasía largo tiempo anhelada. Se había esforzado en mostrar a Fitzpatrick como una víctima elegida al azar, elegida únicamente porque estaba allí.

Pero si realmente era ése el caso y si el asesino no tenía relación previa con la víctima, entonces ¿por qué el asesino iba a actuar casi de inmediato para reinventarse con una nueva identidad? En el plazo de dieciocho días el asesino se procuró un certificado de nacimiento falso y obtuvo un carné de conducir. Raynard Waits había nacido.

Bosch sabía que existía una contradicción en lo que estaba considerando. Si el asesinato se había producido como Waits había confesado, entonces no existiría una razón para que él rápidamente creara una nueva identidad. Pero los hechos -el cronograma del asesinato y la emisión de la licencia de conducir- lo ponían en tela de juicio. La conclusión era obvia para Bosch. Había una conexión. Fitzpatrick no era una víctima casual. De hecho, podía relacionarse de algún modo con su asesino. Y ése era el motivo de que el asesino hubiera cambiado de nombre.

Bosch se levantó y se llevó su botella vacía a la cocina. Decidió que dos cervezas eran suficientes. Necesitaba mantenerse agudo y en la cresta de la ola. Volvió al equipo de música y puso el mejor disco: Kind of Blue. Siempre le daba una inyección de energía. «All Blues» era la primera canción del aleatorio y era como sacar un blackjack en una mesa de apuestas altas. Era su favorita y la dejó sonar.

De nuevo en la mesa abrió el expediente del caso Fitzpatrick y empezó a leer. Kiz Rider lo había visto antes, pero solamente había llevado a cabo una revisión para preparar la toma de la confesión de Waits. No estaba atenta a la conexión oculta que Bosch estaba buscando.

La investigación de la muerte de Fitzpatrick había sido conducida por dos detectives temporalmente asignados a la fuerza especial de Crímenes en Disturbios. Su trabajo era a lo sumo superficial. Se siguieron pocas pistas, en primer lugar porque no había muchas que seguir, y en segundo lugar por el pesado velo de futilidad que cayó sobre todos los casos relacionados con los disturbios. Casi todos los actos de violencia acaecidos en los tres días de inquietud generalizada fueron aleatorios. La gente robó, violó y asesinó de manera indiscriminada y a su antojo, simplemente porque podía hacerlo.

No se encontraron testigos de la agresión homicida a Fitzpatrick. No había pruebas forenses salvo la lata de combustible de mechero, y la habían limpiado. La mayoría de los registros de la tienda quedaron destruidos por el fuego o el agua. Lo que se salvó se puso en dos cajas y se olvidó. El caso se trató como un caso sin pistas desde el primer momento. Estaba huérfano y archivado.

El expediente del caso era tan delgado que Bosch terminó de leerlo en menos de veinte minutos. No había tomado notas, no se le habían ocurrido ideas, no había visto relaciones. Sentía que la marea refluía. Su cabalgada sobre la ola estaba llegando a su fin.

Pensó en sacar otra cerveza de la nevera y abordar el caso otra vez al día siguiente. En ese momento se abrió la puerta delantera y entró Rachel Walling con cajas de comida de Chínese Friends. Bosch apiló los informes en la mesa para hacer sitio a la cena. Rachel trajo platos de la cocina y abrió las cajas, y Bosch sacó las dos últimas Anchor Steam del refrigerador.

Charlaron durante un rato y entonces Bosch le habló de lo que había estado haciendo desde la hora de comer y lo que había averiguado. Sabía por los comentarios reservados de Rachel que no estaba convencida por su descripción de la pista que había encontrado en Beachwood Canyon. En cambio, cuando le mostró el cronograma que había elaborado, ella coincidió de buena gana con sus conclusiones acerca de que el asesino había cambiado de identidad después del asesinato de Fitzpatrick. Rachel Walling también estaba de acuerdo en que, aunque no tenían el verdadero nombre del asesino, podrían tener su fecha de nacimiento.

Bosch bajó la mirada a las dos cajas del suelo.

– Entonces supongo que vale la pena intentarlo.

Rachel se inclinó hacia un lado para poder ver lo que Bosch estaba mirando.

– ¿Qué es eso?

– Sobre todo, recibos de empeños. Todos los documentos salvados del incendio. En el noventa y dos estaban empapados. Los dejaron en esas cajas y se olvidaron de ellos. Nadie los miró siquiera.

– ¿Es eso lo que vamos a hacer esta noche, Harry?

Él la miró y sonrió. Asintió con la cabeza.

Una vez que terminaron de cenar decidieron que cogerían una caja cada uno. Bosch propuso que se las llevaran a la terraza de atrás para mitigar el olor a moho que desprenderían una vez que las abrieran. Rachel aceptó de inmediato. Bosch sacó las cajas y llevó dos arcas de cartón vacías del garaje. Se sentaron en las sillas de la terraza y empezaron a trabajar.

Enganchada en la parte superior de la caja que eligió Bosch había una tarjeta de 8 x 13 que decía «Archivador principal». Bosch levantó la tapa y la usó para tratar de dispersar el olor que se desprendió. La caja contenía básicamente recibos de empeños de color rosa y tarjetas de 8 x 13 que habían sido metidos allí de cualquier manera, como si lo hubieran hecho con una pala. No había nada ordenado o limpio en los registros.

El daño causado por el agua era elevado. Muchos de los recibos se habían pegado cuando estaban húmedos y la tinta de otros se había corrido y resultaba ilegible. Bosch miró a Rachel y vio que lidiaba con los mismos problemas.

– Esto está fatal, Harry -dijo.

– Lo sé. Pero haz lo que puedas. Podría ser nuestra última esperanza.

No había otra forma de empezar que no fuera zambullirse en la tarea. Bosch sacó un puñado de recibos, se los puso en el regazo y empezó a repasarlos, tratando de entender el nombre, dirección y fecha de nacimiento de cada cliente que había empeñado algo a través de Fitzpatrick. Cada vez que miraba un recibo, hacía una marca en la esquina superior con un bolígrafo rojo, que había sacado del cajón de la mesa del comedor, y lo dejaba en la caja de cartón que tenía al otro lado de su silla.

Llevaban una buena media hora trabajando sin conversación cuando Bosch oyó sonar el teléfono en la cocina. Pensó en dejarlo estar, pero sabía que podía ser una llamada de Hong Kong. Se levantó.

– Ni siquiera sabía que tuvieras un fijo -dijo Walling.

– Poca gente lo sabe.

Cogió el teléfono al octavo tono. No era su hija. Era Abel Pratt.

– Sólo quería controlarte -dijo-. Supongo que si te encuentro en tu teléfono de casa y dices que estás en casa, entonces de verdad estás en casa.

– ¿Qué pasa, estoy bajo arresto domiciliario ahora?

– No, Harry sólo estoy preocupado por ti, nada más.

– Mire, no habrá reacción por mi parte, ¿vale? Pero suspensión de empleo no significa que tenga que estar en casa veinticuatro horas al día, siete días a la semana. Lo he preguntado en el sindicato.

– Lo sé, lo sé. Pero significa que no participas en ninguna investigación relacionada con el trabajo.

– Bien.

– ¿Qué estás haciendo ahora entonces?

– Estoy sentado en la terraza con una amiga. Estamos tomando una cerveza y disfrutando del aire de la noche. ¿Le parece bien, jefe?

– ¿Alguien que conozca?

– Lo dudo. No le gustan los polis.

Pratt se rio y pareció que Bosch finalmente había conseguido tranquilizarlo respecto a lo que estaba haciendo.

– Entonces te dejaré en paz. Pásalo bien, Harry.

– Lo haré si deja de sonar el teléfono. Le llamaré mañana.

– Allí estaré.

– Y yo estaré aquí. Buenas noches.

Colgó, miró en la nevera por si había alguna cerveza olvidada o perdida y volvió a la terraza con las manos vacías. Rachel lo estaba esperando con una sonrisa y una tarjeta de 8 x 13 manchada de humedad en la mano. Unida a ésta con un clip había un recibo rosa de empeño.

– Lo tengo -dijo.

Rachel se lo pasó a Bosch y volvió a meterse en la casa, donde la luz era mejor. Primero leyó la tarjeta. Estaba escrita con tinta azul parcialmente corrida por el agua, pero todavía legible.

Cliente insatisfecho, 12-02-92

Cliente se queja de que la propiedad se vendió antes de que expirara el periodo de 90 días. Mostrado recibo y corregido. Cliente se queja de que los 90 días no deberían haber incluido fines de semana y festivos. Maldijo; portazo.

DGF

El recibo de empeño rosa que estaba unido a la tarjeta de queja llevaba el nombre de Robert Foxworth, f/n 03-11-71 y una dirección en Fountain, Hollywood. El artículo empeñado el 8 de octubre de 1992 era un «medallón familiar». Foxworth había recibido ochenta dólares por él. Había un cuadrado para huellas dactilares en la esquina inferior derecha del recibo. Bosch veía los caballones de la huella dactilar, pero la tinta o bien se había borrado o se había filtrado del papel a causa de la humedad contenida en la caja de almacenamiento.

– La fecha de nacimiento coincide -dijo Rachel-. Además el nombre lo conecta en dos niveles.

– ¿Qué quieres decir?

– Bueno, recurrió otra vez al Robert al usar el nombre de Robert Saxon y se llevó el Fox [3] al usar Raynard. Quizá de aquí parte todo este asunto de Raynard. Si su verdadero apellido era Foxworth, quizá cuando era niño sus padres le contaban historias de un zorro llamado Reynard.

– Si su verdadero apellido es Foxworth -repitió Bosch-. Quizás acabamos de encontrar otro alias.

– Quizá. Pero al menos es algo que no tenías antes.

Bosch asintió. Sentía que su excitación crecía. Rachel tenía razón. Finalmente tenían un nuevo ángulo de investigación. Bosch sacó el móvil.

– Voy a comprobar el nombre a ver qué pasa.

Llamó a la central y pidió a un operador de servicio que comprobara el nombre y la fecha de nacimiento que habían encontrado en el recibo de empeño. Salió limpio y sin registro de una licencia de conducir actual. Le dio las gracias al operador y colgó.

– Nada -dijo-. Ni siquiera un carné de conducir.

– Pero eso es bueno -dijo Rachel-. ¿No lo ves? Robert Foxworth estaría a punto de cumplir treinta y cinco años ahora mismo. Si no hay historial ni licencia actual, es una confirmación de que ya no existe. O bien murió o se convirtió en otra persona.

– Raynard Waits.

Ella asintió.

– Creo que esperaba una licencia de conducir con una dirección en Echo Park -dijo Bosch-. Supongo que eso era demasiado pedir.

– Quizá no. ¿Hay alguna forma de comprobar las licencias de conducir caducadas en este estado? Robert Foxworth, si es su verdadero nombre, probablemente se sacó el carné cuando cumplió dieciséis años en el ochenta y siete. Cuando cambió de identidad, éste caducó.

Bosch lo consideró. Sabía que el estado no había empezado a solicitar una huella dactilar a los conductores con licencia hasta principios de los noventa. Significaba que Foxworth podía haberse sacado una licencia de conducir a finales de los ochenta y no habría forma de relacionarlo con su nueva identidad como Raynard Waits.

– Puedo preguntar a Tráfico por la mañana. No es algo que pueda obtener de la central de comunicaciones esta noche.

– Hay algo más que puedes comprobar mañana -dijo ella-. ¿Recuerdas el perfil torpe y rápido que hice la otra noche? Dije que esos primeros crímenes no eran aberraciones. Evolucionó hasta ellos.

Bosch comprendió.

– Una ficha de menores.

Rachel asintió con la cabeza.

– Podrías encontrar un historial juvenil de Robert Foxworth, siempre y cuando sea su verdadero nombre. Tampoco habrían podido acceder desde la central.

Ella tenía razón. La ley estatal impedía seguir la pista de un delincuente juvenil en la edad adulta. El nombre podría haber surgido limpio cuando Bosch llamó para comprobarlo, pero eso no significaba completamente limpio. Igual que con la información de la licencia de conducir, Bosch tendría que esperar hasta la mañana, cuando podría ir a los registros de menores del departamento de Condicional.

Pero en cuanto se levantaron sus esperanzas él mismo volvió a derribarlas.

– Espera un momento, eso no funciona -dijo-. Sus huellas deberían haber coincidido. Cuando miraron las huellas de Raynard Waits, éstas tendrían que haber coincidido con las huellas tomadas a Robert Foxworth cuando era menor. Su registro podría no estar disponible, pero sus huellas estarían en el sistema.

– Quizá, quizá no. Son dos sistemas separados. Dos burocracias separadas. El cruce no siempre funciona.

Eso era cierto, pero era más una expresión de deseo que otra cosa. Bosch ahora reducía el ángulo del historial juvenil a una posibilidad remota. Era más probable que Robert Foxworth no hubiera estado nunca en el sistema de menores. Bosch estaba empezando a pensar que el nombre era sólo otra identidad falsa en una cadena de ellas.

Rachel trató de cambiar de tema.

– ¿Qué opinas de ese medallón familiar que empeñó? -preguntó.

– No tengo ni idea.

– El hecho de que quisiera recuperarlo es interesante. Me hace pensar que no era robado. Quizá pertenecía a alguien de su familia y necesitaba recuperarlo.

– Eso explicaría que maldijera y diera portazos, supongo.

Rachel asintió con la cabeza.

Bosch bostezó y enseguida se dio cuenta de lo cansado que estaba. Había estado corriendo todo el día para llegar a ese nombre y a las incertidumbres que lo acompañaban. El caso le estaba embotando el cerebro. Rachel pareció darse cuenta.

– Harry, propongo que lo dejemos mientras vamos ganando y tomemos otra cerveza.

– No sé en qué vamos ganando, pero me vendría bien otra cerveza -dijo Bosch-. Sólo hay un problema con eso.

– ¿Cuál?

– No hay más.

– Harry, ¿invitas a una chica a hacerte el trabajo sucio y a ayudarte a resolver el caso y lo único que le das es una cerveza? ¿Qué pasa contigo? ¿Y vino? ¿Tienes vino?

Bosch negó con la cabeza con tristeza.

– Voy a la tienda.

– Bien. Yo me voy a la habitación. Te esperaré allí.

– Entonces no me retrasaré.

– Yo quiero vino tinto.

– Estoy en ello.

Bosch se apresuró a salir de la casa. Había aparcado antes en la calle para que Rachel pudiera usar el garaje si venía. Al salir se fijó en un vehículo situado en el otro lado de la calle, dos casas más allá. El vehículo, un todoterreno plateado, le llamó la atención porque estaba en una zona roja. En ese bordillo estaba prohibido aparcar porque estaba demasiado cerca de la siguiente curva. Un coche podía doblar la curva y fácilmente colisionar con cualquier coche aparcado allí.

Al mirar calle arriba, el todoterreno arrancó de repente con las luces apagadas y aceleró hacia el norte doblando la curva y desapareciendo.

Bosch corrió a su coche, se metió en él y se dirigió hacia el norte detrás del todoterreno. Condujo lo más rápido que pudo sin riesgo de chocar. Al cabo de dos minutos había recorrido la calle de curvas y la encrucijada de Mulholland Drive. No había rastro del todoterreno y podía haber ido en cualquiera de las tres direcciones desde el stop.

– ¡Mierda!

Bosch se quedó en el cruce durante unos segundos, pensando en lo que acababa de ver y en lo que podía significar. Decidió que o bien no significaba nada o significaba que alguien estaba vigilando su casa y por consiguiente vigilándolo a él. Pero en ese momento no había nada que hacer. Lo dejó estar. Se volvió y circuló por Mulholland a velocidad segura hasta Cahuenga. Sabía que había una tienda de licores cerca de Lankershim. Se dirigió hacia allí, sin dejar de mirar el espejo retrovisor por si lo estaban siguiendo.

26

Suspendido de empleo o no, Bosch se vistió con un traje antes de salir de casa a la mañana siguiente. Sabía que le daría un aura de autoridad y seguridad al tratar con burócratas del gobierno. Y a las nueve y veinte ya le había reportado dividendos. Tenía una pista sólida. El Departamento de Tráfico había emitido una licencia de conducir a Robert Foxworth el 3 de noviembre de 1987, el día en que cumplió dieciséis años, la edad mínima para conducir. La licencia nunca se renovó en California, pero en Tráfico no había constancia alguna de que el titular hubiera fallecido. Eso significaba que o bien Foxworth se había trasladado a otro estado y había renovado el carné allí o había decidido que ya no quería conducir o había cambiado de identidad. Bosch apostaba por la tercera opción.

La dirección de la licencia era la pista. La residencia de Foxworth que se hacía constar era el Departamento de Servicios a la Infancia y la Familia del condado de Los Angeles, en el 3075 de Wilshire Boulevard, Los Angeles. En 1987 había estado bajo tutela del condado. O bien no tenía padres o los habían declarado no aptos para educarlo y les habían retirado la custodia. La designación del DSIF como dirección significaba que o vivía en una de las residencias juveniles o bien había sido puesto en su programa de padres de acogida. Bosch sabía todo esto porque él también había tenido ese domicilio en su primera licencia de conducir. Él también había estado bajo la tutela del condado.

Al salir de las oficinas de Tráfico en Spring Street sintió una renovada inyección de energía. Se había abierto paso en lo que parecía un callejón sin salida y lo había convertido en una pista sólida. Al dirigirse a su coche, su móvil vibró y Bosch respondió sin perder el paso ni mirar la pantalla. Tenía la esperanza de que fuera Rachel y poder compartir con ella la buena noticia.

– Harry, ¿dónde estás? Nadie respondía la línea de tu casa.

Era Abel Pratt. Bosch se estaba cansando de su constante control.

– Voy a visitar a Kiz. ¿Le parece bien?

– Claro, Harry, salvo que se supone que has de fichar conmigo.

– Una vez al día. ¡No son ni las diez!

– Quiero tener noticias tuyas cada mañana.

– Perfecto. ¿Mañana sábado también he de llamarle? ¿Y el domingo?

– No te pases. Sólo estoy tratando de cuidarte, y lo sabes.

– Claro, jefe. Lo que usted diga.

– Supongo que has oído lo último.

Bosch se detuvo en seco.

– ¿Han detenido a Waits?

– No, ojalá.

– Entonces, ¿qué?

– Está en todas las noticias. Todo el mundo anda como loco aquí. Anoche se llevaron a una chica de la calle en Hollywood. La metieron en una furgoneta en Hollywood Boulevard. La división instaló nuevas cámaras en las calles el año pasado y una de las cámaras grabó parte del rapto. No lo he visto, pero dicen que es Waits. Ha cambiado de aspecto (creo que se ha afeitado la cabeza), pero parece que es él. Hay una conferencia de prensa a las once y van a enseñar la cinta al mundo.

Bosch sintió un golpe sordo en el pecho. Había tenido razón en que Waits no se había ido de la ciudad. Lamentó no haberse equivocado. Mientras se sumía en estas reflexiones se dio cuenta de que todavía pensaba en el asesino como Raynard Waits. No importaba que en realidad se llamara Robert Foxworth, Bosch sabía que él siempre pensaría en él como Waits.

– ¿Consiguieron la matrícula de la furgoneta? -preguntó.

– No, estaba tapada. Lo único que sacaron es que era una furgoneta blanca Econoline. Como la otra que usó, pero más vieja. Mira, he de colgar. Sólo quería controlar. Con un poco de suerte es el último día. La UIT terminará y volverás a la unidad.

– Sí, eso estaría bien. Pero, escuche, durante su confesión, Waits dijo que tenía una furgoneta diferente en los noventa. Quizá la fuerza especial podría poner a alguien a buscar en los viejos registros de Tráfico a su nombre. Podrían encontrar una matrícula que corresponda a la furgoneta.

– Vale la pena intentarlo. Se lo diré.

– De acuerdo.

– Quédate cerca de casa, Harry. Y dale recuerdos a Kiz.

– Sí.

Bosch cerró el teléfono, contento de que se le hubiera ocurrido la frase de Kiz en el acto. No obstante, también sabía que se estaba convirtiendo en un buen mentiroso con Pratt, y eso no le gustaba.

Bosch se metió en su coche y se dirigió a Wilshire Boulevard. La llamada de Pratt había incrementado su sentido de urgencia. Waits había raptado a otra mujer, pero nada en los archivos indicaba que matara a sus víctimas de manera inmediata. Eso significaba que la última víctima podía seguir con vida. Bosch sabía que si podía llegar a Waits, quizá podría salvarla.

Las oficinas del DSIF estaban abarrotadas y eran muy ruidosas. Esperó en un mostrador de registros durante quince minutos antes de captar la atención de una empleada. Después de tomarle la información a Bosch y anotarla en un ordenador, le dijo que sí había un expediente de menores relacionado con Robert Foxworth, nacido el 03-11-71, pero que para verlo necesitaría una orden judicial que autorizara la búsqueda de los registros.

Bosch se limitó a sonreír. Estaba demasiado exaltado por el hecho de que existiera un expediente como para enfadarse por una frustración más. Le dio las gracias y le dijo que volvería con la orden judicial.

Bosch salió otra vez a la luz del sol. Sabía que se hallaba en una encrucijada. Bailar en torno a la verdad acerca de dónde estaba durante las llamadas telefónicas de Abel Pratt era una cosa, pero solicitar una orden judicial para ver los registros del DSIF sin aprobación del departamento -en forma de un visto bueno del supervisor- sería pisar terreno muy peligroso. Estaría llevando a cabo una investigación ilegal y cometiendo una falta castigada con el despido.

Suponía que podía entregar lo que tenía a Randolph de la UIT o a la fuerza especial y dejar que se ocuparan ellos, o podía ir por la ruta del llanero solitario y aceptar las posibles consecuencias. Desde que había vuelto de la jubilación, Bosch se había sentido menos constreñido por las normas y regulaciones del departamento. Ya se había marchado una vez y sabía que si le empujaban a ello, podía volver a hacerlo. La segunda vez sería más fácil. No quería que ocurriera, pero podría asumirlo si tenía que hacerlo.

Sacó el teléfono e hizo la única llamada que sabía que podía ahorrarle la elección entre dos malas opciones. Rachel Walling contestó al segundo tono.

– Bueno ¿qué está pasando en Táctica? -preguntó.

– Ah, aquí siempre pasa algo. ¿Cómo te fue en el centro? ¿fías oído que Waits raptó a otra mujer anoche?

Rachel tenía la costumbre de formular más de una pregunta a la vez, sobre todo cuando estaba nerviosa. Bosch le dijo que había oído hablar del rapto y le relató sus actividades matinales.

– Entonces, ¿qué vas a hacer?

– Bueno, estaba pensando en ver si el FBI podría estar interesado en unirse al caso.

– ¿Y si el caso pasara al umbral federal?

– Ya sabes, corrupción de agentes públicos, violación de las normas de financiación de campaña, secuestro, gatos y perros viviendo juntos, lo habitual.

Ella permaneció seria.

– No lo sé, Harry. Si abres esa puerta, no sabes adónde puede llevar.

– Pero yo tengo una insider. Alguien que me cuidará y salvaguardará el caso.

– Te equivocas. Probablemente no me dejarían ni acercarme. No es mi grupo y hay un conflicto de intereses.

– ¿Qué conflicto? Hemos trabajado juntos antes.

– Sólo te estoy diciendo cómo es probable que lo reciban.

– Mira, necesito una orden judicial. Si me la juego para conseguir una, probablemente no podré volver. Sé que sería la gota que colma el vaso con Pratt, eso seguro. Pero si puedo decir que me han metido en una investigación federal, entonces eso me daría una explicación válida. Me daría una salida. Lo único que quiero es ver el expediente del DSIF de Foxworth. Creo que eso nos llevaría a lo que haya en Echo Park.

Ella se quedó un buen rato en silencio antes de responder.

– ¿Dónde estás ahora mismo?

– Todavía estoy en el DSIF.

– Ve a buscar un donut o algo. Llegaré en cuanto pueda.

– ¿Estás segura?

– No, pero es lo que vamos a hacer.

Rachel colgó el teléfono. Bosch cerró el suyo y miró a su alrededor. En lugar de un donut fue a buscar un dispensador de periódicos y sacó la edición matinal del Times. Se sentó en el macetero que recorría la fachada del edificio del DSIF y hojeó los artículos del periódico sobre Raynard Waits y la investigación de Beachwood Canyon.

No había artículo sobre el rapto en Hollywood Boulevard, porque eso había ocurrido por la noche, mucho después de la hora de cierre. La historia de Waits había pasado de la primera página a la sección estatal y local, pero la cobertura seguía siendo amplia. Había tres artículos en total. El informe más destacado era la búsqueda a escala nacional del asesino en serie fugado, hasta el momento infructuosa. La mayor parte de la información ya era obsoleta por los acontecimientos de la noche. Ya no había búsqueda a escala nacional. Waits continuaba en la ciudad.

El artículo se hallaba en el interior de la sección y estaba enmarcado por dos despieces laterales. Uno era una puesta al día de la investigación que proporcionaba algunos detalles de lo ocurrido durante el tiroteo y la fuga, y el otro era una actualización política. Este último artículo estaba firmado por Keisha Russell, y Bosch lo examinó rápidamente para ver si algo de lo que habían discutido sobre la financiación de la campaña de Rick O'Shea se había colado al periódico. Afortunadamente no había nada, y sintió que su confianza en ella se incrementaba.

Bosch terminó de leer los artículos y todavía no había rastro de Rachel. Pasó a otras secciones del periódico, estudiando los resultados de acontecimientos deportivos que no le interesaban en absoluto y leyendo críticas de películas que nunca vería. Cuando ya no le quedaba nada que leer dejó el periódico a un lado y empezó a pasear delante del edificio. Se puso ansioso, preocupado por haber perdido la ventaja que los descubrimientos de la mañana le habían proporcionado.

Sacó su teléfono móvil para llamarla, pero decidió llamar al hospital Saint Joseph y preguntar por el estado de Kiz Rider. Le pasaron al puesto de enfermeras de la tercera planta y luego le pusieron en espera. Mientras estaba esperando a que le conectaran vio que Rachel finalmente llegaba en un vehículo federal. Cerró el teléfono, cruzó la acera y se encontró con ella cuando estaba bajando del coche.

– ¿Cuál es el plan? -dijo a modo de saludo.

– ¿Qué, nada de «cómo estás» o «gracias por venir»?

– Gracias por venir. ¿Cuál es el plan?

Empezaron a entrar en el edificio.

– El plan es el plan federal. Entro y le tiro encima del hombre al mando toda la fuerza y el peso del gobierno de este gran país. Levanto el espectro del terrorismo y él nos da el expediente.

Bosch se detuvo.

– ¿A eso llamas un plan?

– Nos ha funcionado muy bien durante más de cincuenta años.

Rachel no se detuvo y Bosch tuvo que apresurarse para darle alcance.

– ¿Cómo sabes que hay un hombre al mando?

– Porque siempre hay un hombre al mando. ¿Hacia dónde?

Bosch señaló hacia delante en el vestíbulo principal. Rachel no perdió el ritmo.

– No he esperado aquí cuarenta minutos para esto, Rachel.

– ¿Tienes una idea mejor?

– Tenía una idea mejor. Una orden de búsqueda federal, ¿recuerdas?

– Eso no iba a ninguna parte, Bosch. Te lo dije. Si abres esa puerta, caes en la trampa. Esto es mejor. Entrar y salir. Si te consigo el expediente, te consigo el expediente. No importa cómo.

Rachel estaba dos pasos por delante de él, avanzando con impulso federal. Bosch secretamente empezó a tener fe. Ella pasó por las puertas dobles que había bajo el cartel que decía Archivos con una autoridad y presencia de mando incuestionables La empleada con la que Bosch había tratado antes estaba en el mostrador, hablando con otro ciudadano. Walling se colocó delante y no esperó a una invitación para hablar. Mostró sus credenciales del bolsillo del traje en un movimiento suave.

– FBI. Necesito ver a su jefe de oficina en relación con un asunto urgente.

La empleada la miró con expresión no impresionada.

– Estaré con usted en cuanto terrni…

– Estás conmigo ahora, cielo. Ve a buscar a tu jefe o iré yo. Es una cuestión de vida o muerte.

La mujer puso una cara que parecía indicar que nunca se había encontrado con semejante grosería antes. Sin decir una palabra al ciudadano que tenía delante, ni a nadie más, se alejó del mostrador y se acercó a una puerta situada detrás de una fila de cubículos.

Esperaron menos de un minuto. La empleada volvió a salir por la puerta acompañada de un hombre que vestía una camisa blanca de manga corta y una corbata granate. Fue directamente a Rachel Walling.

– Soy el señor Osborne, ¿en qué puedo ayudarles?

– Hemos de ir a su despacho, señor. Es una cuestión sumamente confidencial.

– Por aquí, por favor.

Osborne señaló a una puerta giratoria situada al extremo del mostrador. Bosch y Walling se acercaron y la puerta se abrió electrónicamente. Siguieron a Osborne hasta la puerta de atrás de su despacho. Rachel dejó que mirara sus credenciales una vez que estuvo sentado detrás de un escritorio engalanado con souvenirs polvorientos de los Dodgers. Había un sándwich envuelto de Subway en el centro del escritorio.

– ¿Qué es todo este…?

– Señor Osborne, trabajo en la Unidad de Inteligencia Táctica, aquí en Los Angeles. Estoy segura de que entiende lo que eso significa. Y éste es el detective Harry Bosch del Departamento de Policía de Los Angeles. Estamos colaborando en una investigación conjunta de suma importancia y urgencia. Su empleada nos dijo que existe un expediente correspondiente a un individuo llamado Robert Foxworth, fecha de nacimiento 3-11-71. Es de vital importancia que nos autoricen a revisar ese expediente de manera inmediata.

Osborne asintió con la cabeza, pero lo que dijo no se correspondía con el gesto.

– Lo entiendo. Pero aquí en el DSIF trabajamos con leyes muy precisas. Leyes estatales que protegen a los menores. Los registros de nuestros tutelados menores no están abiertos al público sin orden judicial. Tengo las manos ata…

– Señor. Robert Foxworth ya no es ningún menor. Tiene treinta y cuatro años. El expediente podría contener información que nos lleve a contener una amenaza muy grave para esta ciudad. Sin duda salvará vidas.

– Lo sé. Pero ha de comprender que no po…

– Lo entiendo. Entiendo perfectamente que si no vemos ese expediente ahora, estaremos hablando de pérdida de vidas humanas. No querrá eso en su conciencia, señor Osborne, y nosotros tampoco. Por eso estamos en el mismo barco. Haré un trato con usted, señor. Revisaremos el expediente aquí mismo en su oficina, con usted mirando. Entretanto, me pondré al teléfono y solicitaré a un miembro de mi equipo de Táctica que consiga la orden judicial. Me encargaré de que la firme un juez y se le entregue a usted antes del final de la jornada laboral.

– Bueno… tendría que pedirlo de Archivos.

– ¿Los archivos están en el edificio?

– Sí, en el sótano.

– Entonces, por favor llame a Archivos y que suban ese expediente. No tenemos mucho tiempo, señor.

– Esperen aquí. Me ocuparé personalmente.

– Gracias, señor Osborne.

El hombre salió del despacho y Walling y Bosch ocuparon sendas sillas delante de su escritorio. Rachel sonrió.

– Ahora esperemos que no cambie de opinión -dijo.

– Eres buena -respondió Bosch-. Le digo a mi hija que puede convencer a una cebra de que no tiene rayas. Creo que a ti puedes convencer a un tigre.

– Si te consigo esto, me deberás otra comida en el Water Grill.

– Vale. Pero nada de sashimi.

Esperaron el regreso de Osborne durante casi quince minutos. Cuando volvió a la oficina llevaba un expediente que tenía un dedo de grosor. Se lo presentó a Walling, que lo cogió al tiempo que se levantaba. Bosch la siguió y se levantó a su vez.

– Se lo devolveremos lo antes posible -dijo Walling-. Gracias, señor Osborne.

– ¡Espere un momento! Ha dicho que iban a mirarlo aquí.

Rachel se dirigía a las puertas de la oficina, recuperando otra vez el impulso.

– Ya no hay tiempo, señor Osborne. Hemos de irnos. Se lo devolveremos mañana por la mañana.

Ya estaba cruzando el umbral. Bosch la siguió, cerrando la puerta tras él sobre las palabras finales de Osborne.

– ¿Y la orden judi…?

Al pasar por detrás de la empleada, Walling le pidió que les abriera. Rachel mantenía dos pasos de ventaja sobre Bosch cuando enfilaron el pasillo. Le gustaba caminar detrás de ella y admirar cómo se manejaba. Presencia de mando al ciento por ciento.

– ¿Hay algún Starbucks por aquí donde podamos sentarnos y mirar esto? Me gustaría verlo antes de volver.

– Siempre hay un Starbucks cerca.

En la acera caminaron hacia el este hasta que llegaron a un pequeño local con una barra con taburetes. Era mejor que seguir buscando un Starbucks, de manera que entraron. Mientras Bosch pedía dos cafés al hombre de detrás del mostrador, Rachel abrió el expediente.

Cuando llegaron los cafés al mostrador y pagaron, ella ya le llevaba una página de ventaja. Se sentaron uno al lado del otro y Rachel le pasaba cada hoja a Bosch después de terminar de revisarla. Trabajaron en silencio y ninguno de los dos probó el café. Pagar el café simplemente era pagar el espacio de trabajo en la barra.

El primer documento de la carpeta era una copia del certificado de nacimiento de Foxworth. Había nacido en el hospital Queen of Angels. La madre era Rosemary Foxworth, nacida el 21-6-54 en Filadelfia (Pensilvania) y el padre constaba como desconocido. La dirección de la madre correspondía a un apartamento en Orchid Avenue, en Hollywood. Bosch situó la dirección en medio de lo que en la actualidad se llamaba Kodak Center, parte del plan de renovación y renacimiento de Hollywood. Ahora era todo oropel, cristal y alfombras rojas, pero en 1971 era un barrio patrullado por prostitutas callejeras y drogadictos.

El certificado de nacimiento mencionaba también al médico que atendió el parto y una trabajadora social implicada en el caso.

Bosch hizo los cálculos. Rosemary Foxworth tenía diecisiete años cuando dio a luz a su hijo. No se mencionaba presencia paterna. Padre desconocido. La mención de una trabajadora social significaba que el condado iba a pagar por el parto y la ubicación del domicilio tampoco presagiaba un feliz comienzo para el pequeño Robert.

Todo esto llevaba a una imagen que se revelaba como una Polaroid en la mente de Bosch. Supuso que Rosemary Foxworth era una fugada de Filadelfia, que llegó a Hollywood y compartió apartamento barato con otras como ella. Probablemente trabajó en las calles vecinas como prostituta. Probablemente consumía drogas. Dio a luz al niño y en última instancia el condado intervino y le retiró la custodia.

A medida que Rachel le pasaba más documentos, la triste historia se fue confirmando. Robert Foxworth fue retirado de la custodia de su madre a los dos años y llevado al sistema del DSIF. Durante los siguientes dieciocho años de su vida estuvo en casas de acogida y centros de menores. Bosch se fijó en que una de las instituciones en las que había pasado tiempo era el orfanato McLaren de El Monte, un lugar donde el propio Bosch había pasado varios años de niño.

El expediente estaba repleto de evaluaciones psiquiátricas llevadas a cabo anualmente o tras los frecuentes regresos de Foxworth de casas de acogida. En total, el expediente trazaba la travesía de una vida rota. Triste, sí. Singular, no. Era la historia de un niño arrebatado a su único progenitor y luego igualmente maltratado por la institución que se lo había llevado. Foxworth fue de un lugar a otro. No tenía un hogar ni una familia verdadera. Probablemente nunca supo qué era que lo quisieran o lo amaran.

La lectura de las páginas despertó recuerdos en Bosch. Dos décadas antes de la travesía de Foxworth por el sistema de menores, Bosch había trazado su propio camino. Había sobrevivido con sus propias cicatrices, pero el daño no era nada comparado con la extensión de las heridas de Foxworth.

El siguiente documento que le pasó Rachel era una copia del certificado de defunción de Rosemary Foxworth. Falleció el 5 de marzo de 1986 por complicaciones derivadas del consumo de droga y la hepatitis C. Había muerto en el pabellón carcelario del Centro Médico County-USC. Robert Foxworth tenía catorce años.

– Aquí está, aquí está -dijo Rachel de repente.

– ¿Qué?

– Su estancia más larga en cualquier casa de acogida fue en Echo Park. ¿Y la gente que se quedó con él? Harían y Janet Saxon.

– ¿Cuál es la dirección?

– Setecientos diez de Figueroa Lane. Estuvo allí desde el ochenta y tres al ochenta y siete. Casi cuatro años en total. Ellos debieron de gustarle y él debió de gustarles a ellos.

Bosch se inclinó para mirar el documento que estaba delante de ella.

– Estaba en Figueroa Terrace, a sólo un par de manzanas de allí, cuando lo detuvieron con los cadáveres -dijo-. Si lo hubieran seguido sólo un minuto más, habrían llegado al sitio.

– Si es allí adonde iba.

– Tiene que ser adonde iba.

Ella le entregó la hoja y pasó a la siguiente. Pero Bosch se levantó y se alejó de la barra. Ya había leído suficiente por el momento. Había estado buscando la conexión con Echo Park y ya la tenía. Estaba preparado para dejar de lado el trabajo de lectura. Estaba listo para actuar.

– Harry, estos informes psiquiátricos de cuando era adolescente… hay un montón de mierda aquí.

– ¿Como qué?

– Mucha rabia hacia las mujeres. Mujeres jóvenes promiscuas. Prostitutas, drogadictas. ¿Sabes cuál es la psicología aquí? ¿Sabes lo que creo que terminó haciendo?

– No y no. ¿Qué?

– Estaba matando a su madre una y otra vez. ¿Todas esas mujeres y chicas desaparecidas que le han colgado, la última anoche? Para él eran como su madre. Y quería matarlas por haberle abandonado. Y quizá matarlas antes de que hicieran lo mismo, traer un hijo al mundo.

Bosch asintió.

– Es un bonito trabajo de psiquiatra exprés. Si tuviéramos tiempo, probablemente también podrías averiguar cuál era el dibujo de su babero. Pero ella no lo abandonó. Le retiraron la custodia.

Walling negó con la cabeza.

– No importa -dijo-. Abandono por el estilo de vida. El estado no tuvo más alternativa que intervenir y retirarle la custodia. Drogas, prostitución, todo. Al ser una madre inadecuada, ella lo abandonó a estas instituciones profundamente imperfectas donde estuvo atrapado hasta que tuvo la edad suficiente para caminar solo. En su imagen cerebral, eso constituía abandono.

Bosch asintió lentamente. Suponía que Rachel tenía razón, pero la situación en su conjunto le hacía sentirse incómodo. Para Bosch era demasiado personal, demasiado semejante a su propio camino. Salvo por algún giro puntual, Bosch y Foxworth habían seguido caminos similares. Foxworth estaba condenado a matar a su madre una y otra vez. Una psiquiatra del departamento de policía le había dicho a Bosch en cierta ocasión que él estaba condenado a resolver el asesinato de su propia madre una y otra vez.

– ¿Qué pasa?

Bosch la miró. Todavía no le había contado a Rachel su propia historia sórdida. No quería que utilizara sus habilidades de profiler con él.

– Nada -dijo-. Sólo estoy pensando.

– Parece que hayas visto un fantasma, Bosch.

Él se encogió de hombros. Walling cerró la carpeta sobre la barra y finalmente levantó el café para tomar un sorbo.

– Y ahora ¿qué? -preguntó.

Bosch la miró un largo momento antes de responder.

– Echo Park -dijo.

– ¿Y refuerzos?

– Primero voy a comprobarlo, luego pediré refuerzos.

Ella asintió.

– Te acompaño.


  1. <a l:href="#_ftnref3">[3]</a> Fox significa«zorro» en inglés. (N. del E.)