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Cuarta parte. El perro que alimentas

27

Bosch y Walling usaron el Mustang de Bosch porque les daría al menos un pequeño grado de cobertura comparado con el vehículo federal de Rachel, que clamaba a gritos que pertenecía a una agencia del orden. Condujeron hasta Echo Park, pero no se acercaron a la casa de los Saxon en el 710 de Figueroa Lane. Había un problema. Figueroa Lane era un callejón para dar la vuelta que se extendía a lo largo de una manzana desde Figueroa Terrace y se curvaba por la cresta que había debajo de Chavez Ravine. No había forma de pasar despacio sin llamar la atención. Mi siquiera en un Mustang. Si Waits estaba allí vigilando la llegada de las fuerzas del orden, contaría con la ventaja de verlos primero.

Bosch detuvo el coche en el cruce de Beaudry y Figueroa Terrace, y tamborileó con los dedos en el volante.

– Eligió un buen sitio para el castillo secreto -dijo-. No hay forma de acercarse sin que te detecte. Sobre todo de día.

Rachel asintió.

– Los castillos medievales se construían en las cimas de las colinas por la misma razón.

Bosch miró a su izquierda, hacia el centro de la ciudad, y vio los edificios altos que se cernían sobre las casas de Figueroa Terrace. Uno de los edificios más altos y más cercanos era la sede central de la DWP, la compañía de agua y electricidad. Estaba justo al otro lado de la autovía.

– Tengo una idea -dijo.

Salieron del barrio y volvieron hacia el centro. Bosch entró en el garaje del edificio de la DWP y aparcó en uno de los lugares para visitantes. Abrió el maletero y sacó el equipo de vigilancia que siempre llevaba en el coche. Se trataba de unos prismáticos de alta potencia, una cámara y un saco de dormir enrollado.

– ¿De qué vas a sacar fotos? -preguntó Walling.

– De nada. Pero tiene un teleobjetivo y puedes mirar si quieres, mientras yo uso los prismáticos.

– ¿Y el saco de dormir?

– Puede que tengamos que tumbarnos en el tejado. No quiero que se ensucie tu elegante traje federal.

– No te preocupes por mí. Ocúpate de ti.

– Me preocupa esa chica que raptó Waits. Vamos.

Se dirigieron por la planta del garaje hacia los ascensores.

– ¿Te has fijado en que todavía lo llamas Waits, aunque ahora estamos seguros de que se llama Foxworth? -preguntó ella cuando ya estaban subiendo.

– Sí, me he fijado. Creo que es porque cuando estuvimos cara a cara era Waits. Cuando empezó a disparar era Waits. Y eso se te queda.

Rachel Walling no dijo nada más al respecto, aunque Bosch supuso que tendría alguna interpretación psicológica.

Cuando llegaron al vestíbulo, Bosch fue a la mesa de información, mostró su placa y sus credenciales y pidió ver a un supervisor de seguridad. Le dijo al hombre del mostrador que era urgente.

Al cabo de menos de dos minutos, un hombre negro alto, con pantalones grises y americana azul marino sobre su camisa blanca y corbata, apareció en la puerta y fue directamente hacia ellos. Esta vez tanto Bosch como Walling mostraron sus credenciales y el hombre pareció adecuadamente impresionado por el tándem federal-local.

– Hieronymus -dijo, leyendo la identificación policial de Bosch-. ¿Le llaman Harry?

– Sí.

El hombre tendió la mano y sonrió.

– Jason Edgar. Creo que usted y mi primo fueron compañeros.

Bosch también sonrió, no sólo por la coincidencia, sino porque sabía que contaría con la cooperación del vigilante. Se puso el saco de dormir debajo del otro brazo y le estrechó la mano.

– Sí. Jerry me dijo que tenía un primo en la compañía de agua. Recuerdo que le pasaba información a Jerry cuando la necesitábamos. Encantado de conocerle.

– Igualmente. ¿Qué tenemos aquí? Si el FBI está implicado ¿estamos hablando de una situación de terrorismo?

Rachel levantó la mano en un gesto de calma.

– No es eso -dijo.

– Jason, sólo estamos buscando un sitio desde donde podamos vigilar un barrio del otro lado de la autovía, en Echo Park. Hay una casa en la que estamos interesados y no podemos acercarnos sin ser vistos, ¿me explico? Estábamos pensando que quizá desde una de las oficinas de aquí o desde el tejado podríamos disponer de un buen ángulo y ver qué ocurre allí.

– Tengo el mejor lugar -dijo Edgar sin dudarlo-. Síganme.

Los condujo de nuevo a los ascensores y tuvo que usar una llave para que se encendiera el botón de la decimoquinta planta. En el trayecto de subida explicó que se estaba llevando a cabo una renovación completa del edificio. En ese momento las obras se habían trasladado a la planta 15. La planta había sido vaciada y permanecía así a la espera de que viniera el contratista a reconstruirla según el plan de renovación.

– Tienen toda la planta para ustedes -dijo-. Elijan el ángulo que quieran para un PO.

Bosch asintió. PO, punto de observación. Eso le dijo algo de Jason Edgar.

– ¿Dónde sirvió? -preguntó.

– Marines. «Tormenta del Desierto», todo el cotarro. Por eso no me uní al departamento. Ya tuve suficiente de zonas de guerra. Este trabajo es muy de nueve a cinco, menos estrés y lo bastante interesante, ya me entiende.

Bosch no lo entendía, pero asintió de todos modos. Las puertas del ascensor se abrieron y salieron a una planta que iba de pared a pared exterior de cristal. Edgar los condujo hacia el ventanal que daba a Echo Park.

– ¿Cuál es el caso? -preguntó mientras se aproximaban.

Bosch sabía que llegarían a eso. Estaba preparado con una respuesta.

– Hay un sitio allí abajo que creemos que se está usando como piso franco de fugitivos. Sólo queremos comprobar si hay algo que ver. ¿Me entiende?

– Claro.

– Hay algo más que puede hacer para ayudarnos -dijo Walling.

Bosch se volvió hacia ella al mismo tiempo que lo hacía Edgar. Tenía la misma curiosidad.

– ¿Qué necesita? -dijo Edgar.

– ¿Puede comprobar la dirección en el ordenador y decirnos quién paga los servicios públicos?

– No hay problema. Deje que los sitúe antes.

Bosch hizo una señal de aprobación a Rachel. Era un buen movimiento. No sólo apartaría al inquisitivo Edgar durante un rato, sino que también les proporcionaría información valiosa acerca de la casa de Figueroa Lane.

Junto al ventanal de cristal de suelo a techo, en el lado norte del edificio, Bosch y Walling miraron hacia Echo Park, al otro lado de la autovía 101. Estaban más lejos del barrio de la colina de lo que Bosch había supuesto, pero seguían contando con un buen punto de vista. Señaló las coordenadas geográficas a Rachel.

– Allí está Fig Terrace -dijo-. Aquellas tres casas de la curva son Fig Lane.

Ella asintió con la cabeza. Figueroa Lane sólo tenía tres casas. Desde la altura y la distancia parecía una idea de último momento, un hallazgo del promotor inmobiliario que vio que podía encajar tres viviendas más en la colina después de que la calle principal ya se hubiera trazado.

– ¿Cuál es el 710? -preguntó ella.

– Buena pregunta.

Bosch dejó el saco de dormir y levantó los prismáticos. Examinó las tres casas buscando una dirección. Finalmente enfocó un cubo de basura negro que estaba delante de la casa del medio. En grandes cifras blancas alguien había pintado 712 en el cubo en un intento de salvaguardarlo del robo. Bosch sabía que los números de las direcciones crecían a medida que la calle se alejaba del centro.

– La de la derecha es la 710.

– Entendido -dijo ella.

– Entonces, ¿ésa es la dirección? -preguntó Edgar-. ¿Setecientos diez Fig Lane?

– Figueroa Lane -dijo Bosch.

– Eso es. Dejen que vaya a ver qué puedo encontrar. Si alguien sube aquí y pregunta qué están haciendo, le dicen que me llame al tres-tres-ocho. Es mi busca.

– Gracias, Jason.

– De nada.

Edgar empezó a caminar hacia los ascensores. Bosch pensó en algo y lo llamó.

– Jason, este vidrio tiene película, ¿no? Nadie puede vernos mirando, ¿verdad?

– Sí, no hay problema. Pueden quedarse aquí desnudos y nadie los verá desde fuera. Pero no lo intenten de noche porque es otra historia. La luz interior cambia las cosas y se ve todo.

Bosch asintió.

– Gracias.

– Cuando vuelva, traeré un par de sillas.

– Eso estaría bien.

Después de que Edgar desapareciera en el ascensor, Walling dijo:

– Bueno, al menos podremos sentarnos desnudos delante de la ventana.

Bosch sonrió.

– Sonaba como si lo supiera todo por experiencia -dijo.

– Esperemos que no.

Bosch levantó los prismáticos y miró hacia abajo a la casa del 710 de Figueroa Lane. Era de diseño similar a las otras dos de la calle; construida alta en la ladera de la colina, con escalones que llevaban al garaje que daba a la calle y que estaba tallado en el terraplén debajo de la casa. Tenía un tejado de ladrillos curvados, pero mientras que las otras casas de la calle estaban pulcramente pintadas y conservadas, la 710 parecía descuidada. Su pintura rosa se había descolorido. El terraplén entre el garaje y la casa estaba poblado de malas hierbas. En el mástil que se alzaba en una esquina del porche delantero no ondeaba ninguna bandera.

Bosch afinó el foco de los prismáticos de campo y fue moviéndolo de ventana en ventana, buscando señales de que la casa estuviera ocupada, con la esperanza de tener suerte y ver al propio Waits mirando a la calle.

A su lado, oyó que Walling disparaba algunas fotos. Estaba usando la cámara.

– No creo que haya película. No es digital.

– No pasa nada. Es la costumbre. Y no esperaba que un dinosaurio como tú tuviera una cámara digital.

Detrás de los prismáticos, Bosch sonrió. Trató de pensar en una respuesta, pero lo dejó estar. Centró de nuevo su atención en la casa. Era de un estilo visto comúnmente en los antiguos barrios de las colinas de la ciudad. Mientras que en construcciones más nuevas el contorno del paisaje imponía el diseño, las casas del lado inclinado de Figueroa Lane eran de un estilo más conquistador. A ras de calle se había excavado un garaje en el terraplén. Luego, encima, la ladera estaba en terrazas y se había edificado una pequeña casa de una única planta. Las montañas y las colinas de toda la ciudad se moldearon de esta forma en los años cuarenta y cincuenta, cuando Los Angeles se extendió en el llano y trepó por las colinas como una marea arrolladora.

Bosch se fijó en que en lo alto de las escaleras que iban desde el lado del garaje al porche delantero había una pequeña plataforma de metal. Examinó otra vez la escalera y vio los raíles metálicos.

– Hay un elevador en la escalera -dijo-. Quien viva allí ahora va en silla de ruedas.

No advirtió movimiento detrás de ninguna de las ventanas que resultaban visibles desde aquel ángulo. Bajó el foco al garaje. Había una puerta de entrada a pie y puertas dobles de garaje que habían sido pintadas de rosa mucho tiempo atrás. La pintura, lo que quedaba de ella, se veía gris y la madera se estaba astillando en muchos lugares debido a la exposición directa al sol de la tarde. Daba la sensación de que habían cerrado la puerta del garaje en un ángulo desigual al pavimento. Ya no parecía operativa. La puerta de entrada a pie tenía una ventana, pero la persiana estaba bajada tras ella. Al otro lado del panel superior de cada una de las puertas del garaje había una fila de ventanitas cuadradas, pero les estaba dando la luz solar directa y el reflejo deslumbrante impedía a Bosch mirar en el interior.

Bosch oyó que el ascensor sonaba y bajó los prismáticos por primera vez. Miró por encima del hombro y vio que Jason Edgar se acercaba a ellos con dos sillas.

– Perfecto -dijo Bosch.

Cogió una de las sillas y la colocó cerca del cristal para poder sentarse del revés y apoyar los codos en el respaldo, en la clásica postura de vigilancia. Rachel colocó su silla para sentarse normalmente en ella.

– ¿Ha tenido ocasión de mirar los registros, Jason? -preguntó.

– Sí -dijo Edgar-. Los servicios de esa dirección se facturan a Janet Saxon desde hace veintiún años.

– Gracias.

– De nada. Supongo que es cuanto necesitan de mí ahora mismo.

Bosch miró a Edgar.

– Jerry, perdón, Jason, nos ha sido de gran ayuda. Se lo agradecemos. Probablemente nos quedaremos un rato y luego nos iremos. ¿Quiere que se lo digamos o que dejemos las sillas en algún sitio?

– Ah, basta con que se lo digan al tipo del vestíbulo al salir. Él me mandará un mensaje. Y dejen las sillas. Yo me ocuparé.

– Lo haremos. Gracias.

– Buena suerte. Espero que lo cojan.

Todo el mundo se estrechó la mano y Edgar volvió al ascensor. Bosch y Walling volvieron a vigilar la casa en Figueroa Lane. Bosch le preguntó a Rachel si prefería que se turnaran, pero ella dijo que no. Le preguntó si prefería usar los prismáticos y Rachel contestó que se quedaría con la cámara. De hecho, su teleobjetivo le brindaba una visión más cercana que la que proporcionaban los prismáticos.

Transcurrieron veinte minutos y no apreciaron ningún movimiento. Bosch había pasado el tiempo moviendo los prismáticos adelante y atrás entre la casa y el garaje, pero ahora estaba centrando su foco en el espeso matorral de la cima del risco, buscando otra posible ubicación que los situara más cerca. Walling habló con excitación.

– Harry, el garaje.

Bosch bajó su foco y localizó el garaje. El sol se había movido detrás de una nube y el brillo había caído de la línea de ventanas a los paneles superiores de las puertas del garaje. Bosch vio el hallazgo de Rachel. A través de las ventanas de la única puerta que todavía parecía operativa vio la parte posterior de una furgoneta blanca.

– He oído que anoche usaron una furgoneta blanca en el rapto -dijo Walling.

– Eso mismo he oído yo. Está en la orden de busca y captura.

Bosch estaba nervioso. Una furgoneta blanca en la casa en la que había vivido Raynard Waits.

– ¡Eso es! -dijo en voz alta-. Ha de estar ahí con la chica, Rachel. ¡Hemos de irnos!

Se levantaron y corrieron hacia el ascensor.

28

Debatieron sobre la posibilidad de pedir refuerzos mientras salían a toda velocidad del garaje de la compañía de agua y electricidad. Walling quería esperar refuerzos. Bosch no.

– Mira, lo único que tenemos es una furgoneta blanca -dijo-. Podría estar en esa casa, pero podría no estar. Si irrumpimos ahí con las tropas, podemos perderlo. Así que lo único que quiero es asegurarme desde más cerca. Podemos pedir refuerzos cuando estemos allí. Si los necesitamos.

Bosch creía que su punto de vista era ciertamente razonable, pero también lo era el de Walling.

– ¿Y si está allí? -preguntó-. Nosotros dos podríamos meternos en una emboscada. Necesitamos al menos un equipo de refuerzo, Harry, para hacer esto de forma correcta y segura.

– Llamaremos cuando lleguemos allí.

– Entonces será demasiado tarde. Sé lo que estás haciendo. Quieres a este tipo para ti y no te importa poner en peligro a la chica ni a nosotros para conseguirlo.

– ¿Quieres quedarte, Rachel?

– No, no quiero quedarme.

– Bien, porque yo quiero que estés ahí.

Decisión tomada, zanjaron la discusión. Figueroa Street discurría por detrás del edificio de la compañía de agua y electricidad. Bosch la tomó hacia el este por debajo de la autovía 101, cruzó Sunset y continuó en la misma calle, que serpenteaba en dirección este por debajo de la autovía 101. Figueroa Street se convirtió en Figueroa Terrace, y siguieron hasta donde terminaba y Figueroa Lane se curvaba trepándose a la cresta de la ladera. Bosch aparcó el coche antes de iniciar el ascenso por Figueroa Lane.

– Subimos caminando y nos mantenemos cerca de la línea de garajes hasta que lleguemos al 710 -dijo-. Si nos quedamos cerca, no tendrá ángulo para vernos desde la casa.

– ¿Y si no está dentro? ¿Y si está esperándonos en el garaje?

– Pues nos ocuparemos de eso. Primero descartamos el garaje y luego subimos por la escalera hasta la casa.

– Las casas están en la ladera. Hemos de cruzar la calle de todas todas.

Bosch la miró por encima del techo del coche al salir.

– Rachel, ¿estás conmigo o no?

– Te he dicho que estoy contigo.

– Entonces vamos.

Bosch bajo del Mustang y empezaron a trotar por la acera hacia la colina. Sacó el móvil y lo apagó para que no vibrara cuando estuvieran colándose en la casa.

Estaba resoplando cuando llegaron a la cima. Rachel estaba justo detrás de él y no mostraba el mismo nivel de falta de oxígeno. Bosch no había fumado en años, pero el daño de veinticinco años de nicotina ya estaba hecho.

El único momento en que quedaban expuestos a la casa rosa del final de la calle llegó cuando alcanzaron la cima y tuvieron que cruzar a los garajes que se extendían en el lado este de la calle. Caminaron ese tramo. Bosch agarró a Walling del brazo y le susurró al oído.

– Te estoy usando para taparme la cara -dijo-. A mí me ha visto, pero a ti no.

– No importa -dijo ella cuando cruzaron-. Si nos ve, puedes contar con que sabe lo que está pasando.

Bosch no hizo caso de la advertencia y empezó a avanzar por delante de los garajes, que estaban construidos a lo largo de la acera. Llegaron rápidamente al 710 y Bosch se acercó al panel de ventanas que estaba encima de una de las puertas. Ahuecando las manos contra el cristal sucio, miró y vio que en el interior estaban la furgoneta y cajas apiladas, barriles y otros trastos. No percibió movimiento ni sonido alguno. Había una puerta cerrada en la pared del fondo del garaje.

Se acercó a la puerta de peatones del garaje e intentó abrirla.

– Cerrada -susurró.

Retrocedió y miró las dos puertas abatibles. Rachel estaba ahora junto a la puerta más alejada, inclinándose para oír ruidos del interior. Miró a Bosch y negó con la cabeza. Nada. Bosch miró hacia abajo y vio un tirador en la parte inferior de cada puerta abatible, pero no había un mecanismo exterior de cierre. Se agachó, agarró el primer tirador y trató de abrir la puerta. Ésta cedió un par de centímetros y luego se detuvo. Estaba cerrada por dentro. Lo intentó con la segunda puerta y obtuvo el mismo resultado. La puerta cedió unos centímetros, pero se detuvo. Por el mínimo movimiento que permitía cada puerta, Bosch supuso que estaban aseguradas por dentro con candados.

Bosch se levantó y miró a Rachel. Negó con la cabeza y señaló hacia arriba, dando a entender que era hora de subir a la casa.

Se acercaron a la escalera de hormigón y empezaron a subir en silencio. Bosch iba delante y se detuvo a cuatro peldaños del final. Se agachó y trató de contener la respiración. Miró a Rachel. Sabía que estaban improvisando. Él estaba improvisando. No había forma de acercarse a la casa, salvo ir directamente a la puerta delantera.

Dio la espalda a Rachel y estudió las ventanas una por una. No vio movimiento, pero le pareció oír el ruido de una televisión o una radio en el interior. Sacó la pistola -era una de repuesto que había sacado del armario del pasillo esa mañana- y abordó los peldaños finales, sosteniendo el arma a un costado mientras cruzaba en silencio el porche hasta la puerta delantera.

Bosch sabía que no era precisa una orden de registro. Waits había raptado a una mujer y la naturaleza de vida o muerte de la situación sin duda justificaba entrar sin llamar. Puso la mano en el pomo y lo giró. La puerta no estaba cerrada.

Bosch abrió lentamente, fijándose en que había una rampa de cinco centímetros colocada encima del umbral para subir una silla de ruedas. Cuando la puerta se abrió, el sonido de la radio se hizo más alto. Era una emisora evangelista, un hombre que hablaba del éxtasis inminente.

Entraron en el recibidor de la casa. A la derecha se abría un salón comedor. Directamente delante, a través de una abertura en arco, se hallaba la cocina. Un pasillo situado a la izquierda conducía al resto de las dependencias de la casa. Sin mirar a Rachel, Bosch señaló a la derecha, lo cual significaba que ella fuera hacia allí mientras él avanzaba y confirmaba que no había nadie en la cocina antes de tomar el pasillo hacia a la izquierda.

Al llegar a la entrada en arco, Bosch miró a Rachel y la vio avanzando por la sala de estar, con el arma levantada y sujetada con las dos manos. Él entró en la cocina y vio que estaba limpia y pulida, sin un plato en el fregadero. La radio estaba en la encimera. El predicador estaba diciendo a sus oyentes que aquellos que no creyeran quedarían atrás.

Había otro arco que conducía de la cocina al comedor. Rachel pasó a través de él, levantó el cañón de la pistola hacia el techo cuando vio a Bosch y negó con la cabeza.

Nada.

Eso dejaba el pasillo que conducía a las habitaciones y al resto de la casa. Bosch se volvió y regresó al recibidor pasando bajo el paso en arco. Al volverse hacia el pasillo se sorprendió al ver en el umbral a una mujer anciana en una silla de ruedas. En su regazo tenía un revólver de cañón largo. Parecía demasiado pesado para que su brazo frágil lo empuñara.

– ¿Quién anda ahí? -dijo la anciana con energía.

Tenía la cabeza torcida. Aunque tenía los ojos abiertos, éstos no estaban enfocados en Bosch, sino en el suelo. Era su oído el que estaba aguzado hacia él y el detective comprendió que era ciega.

Bosch levantó la pistola y la apuntó con ella.

– ¿Señora Saxon? Tranquila. Me llamo Harry Bosch. Estoy buscando a Robert.

Las facciones de la anciana mostraron una expresión de desconcierto.

– ¿Quién?

– Robert Foxworth. ¿Está aquí?

– Se ha equivocado, y ¿cómo se atreve a entrar sin llamar?

– Yo…

– Bobby usa el garaje. No le dejo usar la casa. Con todos esos químicos, huele fatal.

Bosch empezó a avanzar hacia ella, sin apartar la mirada de la pistola en ningún momento.

– Lo siento, señora Saxon. Pensaba que estaría aquí. ¿Ha estado aquí últimamente?

– Viene y va. Sube a pagarme el alquiler, nada más.

– ¿Por el garaje? -Se estaba acercando.

– Eso es lo que he dicho. ¿Qué quiere de él? ¿Es amigo suyo?

– Sólo quiero hablar con él.

Bosch se inclinó y le cogió la pistola de la mano a la anciana.

– ¡Eh! Es mi protección.

– No se preocupe, señora Saxon. Se la devolveré. Sólo creo que hay que limpiarla un poco. Y engrasarla. De esa forma será más seguro que funcione en caso de que alguna vez la necesite de verdad.

– La necesito.

– La voy a llevar al garaje y le diré a Bobby que la limpie. Luego se la devolveré.

– Más le vale.

Bosch verificó el estado de la pistola. Estaba cargada y parecía operativa. Se la puso en la cinturilla de la parte de atrás de los pantalones y miró a Rachel. La agente del FBI estaba de pie en la entrada, un metro detrás de él. Hizo un movimiento con la mano, haciendo el gesto de mover una llave. Bosch comprendió.

– ¿Tiene una llave del garaje, señora Saxon? -preguntó.

– No. Vino Bobby y se la llevó.

– Vale, señora Saxon. Lo veré con él.

Bosch se dirigió a la puerta de la calle. Rachel se unió a él y ambos salieron. A medio camino de la escalera que conducía al garaje, Rachel le agarró el brazo y susurró.

– Hemos de pedir refuerzos. ¡Ahora!

– Llámalos, pero yo voy al garaje. Si está ahí dentro con la chica, no podemos esperar.

Bosch se desembarazó del brazo de Rachel y continuó bajando. Al llegar al garaje, miró una vez más por la ventana a los paneles superiores y no apreció movimiento en el interior. Tenía la mirada concentrada en la pared de atrás. Todavía estaba cerrada.

Se acercó a la entrada de a pie y abrió el filo de una navaja plegable que tenía atada al aro de las llaves.

Bosch empezó a ocuparse de la cerradura de la puerta y consiguió forzarla con la navaja. Hizo una señal a Rachel para que estuviera preparada y tiró de la puerta, pero ésta no cedió. Tiró una vez más con más fuerza, pero la puerta siguió sin ceder.

– Hay un cierre interior -susurró-. Eso significa que está ahí dentro.

– No. Podría haber salido por una de las puertas del garaje.

Bosch negó con la cabeza.

– Están cerradas por dentro -susurró-. Todas las puertas están cerradas por dentro.

Rachel comprendió y asintió con la cabeza.

– ¿Qué hacemos? -respondió en otro susurro.

Bosch reflexionó un momento y luego le pasó sus llaves.

– Vuelve al coche. Cuando llegues aquí, aparca con la parte de atrás justo ahí. Luego abre el maletero.

– ¿Qué estás…?

– Hazlo. ¡Vamos!

Walling corrió por la acera de delante de los garajes y luego cruzó la calle y se perdió de vista colina abajo. Bosch se colocó ante la puerta basculante que parecía cerrada de manera extraña. Estaba desalineada y sabía que era la mejor opción para intentar entrar.

Oyó el potente motor del Mustang antes de ver su coche coronando la colina. Rachel condujo con velocidad hacia él, que retrocedió contra el garaje para darle el máximo espacio para maniobrar. Rachel hizo casi un giro completo en la calle y retrocedió hacia el garaje. El maletero estaba abierto y Bosch inmediatamente buscó la cuerda que guardaba en la parte de atrás. No estaba. Recordó que Osani se la había llevado después de descubrirla en el árbol de Beachwood Canyon.

– ¡Mierda!

Buscó rápidamente y encontró un tramo más corto de cuerda que había usado en una ocasión para cerrar el maletero cuando trasladaba un mueble al Ejército de Salvación. Rápidamente ató un extremo de la cuerda al gancho de acero para remolcar el vehículo que había debajo del parachoques y a continuación ató el otro extremo al tirador situado en la parte inferior de la puerta del garaje. Sabía que algo tendría que ceder: la puerta, el tirador o la cuerda. Tenía una posibilidad entre tres de conseguir su objetivo.

Rachel había salido del coche.

– ¿Qué estás haciendo? -preguntó.

Bosch cerró silenciosamente el maletero.

– Vamos a abrirlo. Métete en el coche y avanza. Despacio. Un tirón rompería la cuerda. Adelante, Rachel. Date prisa.

Sin decir palabra, ella se metió en el coche, lo puso en marcha y empezó a avanzar. Rachel observó por el espejo retrovisor y Bosch hizo girar un dedo para indicarle que siguiera avanzando. La cuerda se tensó y Bosch oyó el sonido de la puerta del garaje crujiendo al aumentar la presión. Retrocedió al tiempo que desenfundaba una vez más su pistola.

La puerta del garaje cedió de repente y se levantó hacia fuera un metro.

– ¡Basta! -gritó Bosch, consciente de que ya no tenía sentido seguir hablando en susurros.

Rachel paró el Mustang, pero la cuerda permaneció tensa y la puerta del garaje se mantuvo abierta. Bosch avanzó con rapidez y usó su impulso para agacharse y rodar por debajo de la puerta. Se levantó en el interior del garaje con la pistola en alto y preparada. Barrió el espacio con la mirada, pero no vio a nadie. Sin perder de vista la puerta situada en la pared de atrás, caminó hacia la furgoneta. Abrió de un tirón una de las puertas laterales y miró en el interior. Estaba vacía.

Bosch avanzó hasta la pared del fondo, abriéndose paso en una carrera de obstáculos de barriles boca arriba, rollos de plástico, pacas de toallas y otros elementos para limpiar ventanas. Se percibía un intenso olor a amoniaco y otros productos químicos. A Bosch empezaban a llorarle los ojos.

Las bisagras de la puerta de la pared de atrás estaban a la vista y Bosch sabía que bascularía hacia él cuando la abriera.

– ¡FBI! -gritó Walling desde fuera-. ¡Entrando!

– ¡Despejado! -gritó Bosch.

Oyó que Walling pasaba por debajo de la puerta del garaje, pero mantuvo su atención en la pared del fondo. Avanzó hacia ella, escuchando en todo momento por si oía algún sonido.

Tomando posición a un lado de la puerta, Bosch puso la mano en el pomo y lo giró. Estaba abierto. Miró atrás a Rachel por primera vez. Ella se encontraba en posición de combate, de perfil respecto a la puerta. Rachel le hizo una señal con la cabeza y en un rápido movimiento Bosch abrió la puerta y traspuso el umbral.

El cuarto carecía de ventanas y estaba oscuro. Bosch no vio a nadie. Sabía que de pie a la luz del umbral era como una diana y rápidamente entró en el cuarto. Vio una cuerda que encendía la luz del techo y tiró de ella. La cuerda se rompió en su mano, pero la bombilla del techo se balanceó ligeramente y se encendió. Estaba en una atestada sala de trabajo y almacenamiento de unos tres metros de profundidad. No había nadie en la sala.

– ¡Despejado!

Rachel entró y se quedaron de pie examinando la estancia. A la derecha vieron una mesa de trabajo repleta de latas de pintura viejas, herramientas caseras y linternas. Había cuatro bicicletas oxidadas apiladas contra la pared de la izquierda, junto con sillas plegables y una pila de cajas de cartón que se había derrumbado. La pared del fondo era de cemento. Colgada de ella estaba la vieja y polvorienta bandera del mástil del patio delantero. En el suelo, delante de la bandera, había un ventilador eléctrico de pie, con las palas llenas de polvo y porquería. Parecía que en algún momento alguien había intentado sacar el olor fétido y húmedo de la sala.

– ¡Mierda! -dijo Bosch.

Bajó la pistola y pasó junto a Rachel de nuevo en dirección al garaje. Ella lo siguió.

Bosch negó con la cabeza y se frotó los ojos para intentar eliminar parte del escozor producido por los productos químicos. No lo entendía. ¿Habían llegado demasiado tarde? ¿Habían seguido una pista equivocada?

– Comprueba la furgoneta -dijo-. Mira si hay señal de la chica.

Rachel cruzó por detrás de él hacia la furgoneta y Bosch fue a la puerta de peatones en busca de algún error en su razonamiento de que había alguien en el garaje.

No podía haberse equivocado. Había un candado en la puerta, lo cual significaba que había sido cerrada por dentro. Se acercó a las puertas del garaje y se agachó para mirar los mecanismos de cierre. Acertaba de nuevo. Ambas tenían candados en los cierres interiores.

Trató de desentrañarlo. Las tres puertas habían sido cerradas desde el interior. Eso significaba que o bien había alguien dentro del garaje o había un punto de salida que todavía no había identificado. Pero eso parecía imposible. El garaje estaba excavado directamente en la ladera del terraplén. No había posibilidad de una salida posterior.

Estaba comprobando el techo, preguntándose si era posible que hubiera un pasadizo que condujera a la casa, cuando Rachel le llamó desde el interior de la furgoneta.

– Hay un rollo de cinta aislante -dijo ella-. Hay trozos usados en el suelo con pelo.

El dato disparó la convicción de Bosch de que estaban en el lugar adecuado. Se acercó a la puerta lateral abierta de la furgoneta. Miró en el interior mientras sacaba el teléfono. Se fijó en el ascensor de silla de ruedas en la furgoneta.

– Pediré refuerzos y el equipo de Forense -dijo-. Se nos ha escapado.

Tuvo que volver a encender el teléfono y mientras esperaba que se pusiera en marcha se dio cuenta de algo. El ventilador de pie de la sala de atrás no estaba orientado hacia la puerta del garaje. Si quieres airear una estancia, orientas el ventilador hacia la puerta.

El teléfono zumbó en su mano y le distrajo. Miró la pantalla. Decía que tenía un mensaje en espera. Pulsó el botón para verificarlo y vio que acababa de perderse una llamada de Jerry Edgar. La atendería después. Pulsó el número de la central de comunicaciones y pidió al operador que le conectara con la fuerza especial de búsqueda de Raynard Waits. Contestó un oficial que se identificó como Freeman.

– Soy el detective Harry Bosch. Tengo…

– ¡Harry! ¡Fuego!

Era Rachel quien había gritado. El tiempo transcurrió en cámara lenta. En un segundo, Bosch la vio en el umbral de la furgoneta, con la mirada fija por encima del hombro de él hacia la parte de atrás del garaje. Sin pensárselo, saltó hacia Rachel, abrazándola y tirándola al suelo de la furgoneta en un placaje. Sonaron cuatro disparos detrás de él seguidos instantáneamente por el sonido de balas incrustándose en el metal y rompiendo cristal. Bosch rodó de debajo de Rachel y surgió pistola en mano. Atisbó a una figura que se agazapaba en la sala posterior de almacenamiento. Disparó seis tiros a través del umbral y los estantes de la pared de su derecha.

– ¿Estás bien, Rachel?

– Estoy bien. ¿Te han herido?

– ¡Creo que no! ¡Era él! ¡Waits!

Hicieron una pausa y observaron la puerta de la sala de atrás. Nadie volvió a salir.

– ¿Le has dado?-susurró Rachel.

– No creo.

– Pensaba que no había nadie en esa habitación.

– Yo también lo pensaba.

Bosch se levantó, manteniendo su atención en el umbral. Se fijó en que la luz del interior estaba ahora apagada.

– Se me ha caído el teléfono -dijo-. Pide refuerzos.

Empezó a avanzar hacia la puerta.

– Harry, espera. Podría…

– ¡Pide refuerzos! Y no te olvides de decirles que estoy aquí dentro.

Se echó a su izquierda y se aproximó a la puerta desde un ángulo que le daría la visión más amplia del espacio interior. Sin embargo, sin la luz del techo, la habitación estaba poblada de sombras y no vio ningún movimiento. Empezó a dar pequeños pasos pisando primero con su pie derecho y manteniendo una posición de disparo. Detrás de él oyó a Rachel al teléfono identificándose y pidiendo que le pasaran con el Departamento de Policía de Los Angeles.

Bosch llegó al umbral e hizo un movimiento de barrido con la pistola para cubrir la parte de la habitación sobre la cual no disponía de ángulo. Entró y se pegó a la pared de la derecha. No había movimiento ni rastro de Waits. El cuarto estaba vacío.

Miró el ventilador y confirmó su error. Estaba orientado hacia la bandera que colgaba en la pared de atrás. No se utilizaba para sacar aire húmedo. El ventilador se había usado para introducir aire.

Bosch dio dos pasos hacia la bandera. Se estiró hacia delante, la agarró por el borde y tiró hacia abajo.

En la pared, a un metro del suelo, vio la entrada a un túnel. Habían retirado una docena de bloques de cemento para crear una abertura cuadrada de un metro veinte de lado. La excavación en la ladera continuaba desde allí.

Bosch se agachó para mirar por la abertura desde la seguridad del lado derecho. El túnel era profundo y oscuro, pero vio un destello de luz diez metros más adelante. Se dio cuenta de que el pasadizo se doblaba y que había una fuente de luz al otro lado de la curva.

Bosch se inclinó más cerca y se dio cuenta de que podía oír un sonido procedente del túnel. Era un lloriqueo grave, un sonido terrible, pero hermoso a la vez. Significaba que al margen de los horrores que hubiera experimentado a lo largo de la noche, la mujer que Waits había raptado seguía viva.

Bosch se estiró hacia la mesa de trabajo y cogió la linterna más limpia que vio. Trató de encenderla, pero se habían agotado las pilas. Probó con otra y obtuvo un débil haz de luz. Tendría que bastar con eso.

Orientó la luz al túnel y confirmó que el primer tramo estaba despejado. Dio un paso hacia el interior del túnel.

– ¡Harry, espera!

Se volvió y vio a Rachel en el umbral.

– ¡Vienen refuerzos! -susurró.

Bosch negó con la cabeza.

– Ella está dentro. Está viva.

Se volvió de nuevo hacia el túnel y lo alumbró una vez más con la linterna. Todavía estaba despejado hasta la curva. Apagó la luz para conservarla. Miró a Rachel y se adentró en la oscuridad.

29

Bosch dudó un momento en la entrada del túnel para ajustar la visión y empezó a avanzar. No tenía que reptar. El túnel era lo bastante grande para recorrerlo en cuclillas. Con la linterna en la mano derecha y la pistola en la izquierda, Bosch mantenía la mirada en la tenue luz de delante. El sonido de la mujer llorando se hacía más audible a medida que avanzaba.

Tres metros en el interior del túnel, el olor mustio que había percibido fuera se convertía en un profundo hedor a descomposición. Por rancio que fuera, no era nuevo para él. Casi cuarenta años antes había sido una rata de los túneles en el ejército estadounidense, participando en más de un centenar de misiones en las galerías de Vietnam. El enemigo a veces enterraba a sus muertos en las paredes de arcilla de sus túneles. Eso los ocultaba de la vista, pero el hedor de la descomposición era imposible de ocultar. Una vez que se te metía en la nariz era igualmente imposible de olvidar.

Bosch sabía que se dirigía hacia algo terrorífico, que las víctimas desaparecidas de Raynard Waits estaban más adelante en el túnel. Ese había sido su destino en la noche en que pararon a Waits en su furgoneta de trabajo. Y Bosch no podía evitar pensar que quizás era también su propio destino. Habían transcurrido muchos años y había recorrido muchos kilómetros, pero le pareció que nunca había dejado atrás los túneles, que su vida siempre había sido un avance lento a través de espacios oscuros y reducidos hacia una luz parpadeante. Sabía que todavía era, y lo sería para siempre, una rata de los túneles.

Los músculos de los muslos le dolían por la tensión de avanzar en cuclillas. Los ojos empezaban a escocerle por el sudor. Y al acercarse al giro en el túnel, vio que la luz cambiaba y volvía a cambiar y supo que eso lo causaba la ondulación de una llama. La luz de una vela.

A un metro y medio de la curva, Bosch se detuvo, se apoyó sobre los talones y escuchó. Le pareció oír sirenas a su espalda. Los refuerzos estaban en camino. Trató de concentrarse en lo que oía por delante en el túnel, pero sólo era el sonido intermitente del llanto de la mujer.

Se enderezó y empezó a avanzar de nuevo. Casi inmediatamente la luz de delante se apagó y el lloriqueo cobró renovada energía y urgencia.

Bosch se quedó inmóvil. Luego oyó una risa nerviosa delante seguida por la familiar voz de Raynard Waits.

– ¿Es usted, detective Bosch? Bienvenido a mi zorrera.

Hubo más risas, pero luego nada. Bosch esperó diez segundos. Waits no dijo nada más.

– ¿Waits? Suéltela. Mándamela.

– No, Bosch. Ahora está conmigo. Al que entre aquí, lo mato. Me he guardado la última bala para mí.

– No, Waits. Escuche. Sólo déjela salir y entraré yo. Haremos un canje.

– No, Bosch. Me gusta la situación tal y como está.

– Entonces, ¿qué estamos haciendo? Hemos de hablar y ha de salvarse. No queda mucho tiempo. Suelte a la chica.

Al cabo de unos segundos surgió la voz de la oscuridad.

– ¿Salvarme de qué? ¿Para qué?

Los músculos de Bosch estaban a punto de acalambrarse. Cuidadosamente descendió hasta quedar sentado con la espalda apoyada en el lado derecho del túnel. Estaba seguro de que la luz de vela procedía de la izquierda. El túnel se doblaba hacia la izquierda. Mantuvo la pistola levantada, pero ahora la empuñaba con las muñecas cruzadas y con la linterna igualmente levantada y a punto.

– No hay escapatoria -dijo-. Ríndase y salga. Su trato sigue en pie. No ha de morir. Y la chica tampoco.

– No me importa morir, Bosch. Por eso estoy aquí. Porque no me importa una mierda. Sólo quería que fuera en mis propios términos. No en los del estado ni en los de nadie. Sólo en los míos.

Bosch se fijó en que la mujer se había quedado en silencio. Se preguntó qué habría pasado. ¿La había silenciado Waits? ¿O la habría…?

– ¿Qué pasa, Waits? ¿Está ella bien?

– Se ha desmayado. Demasiada excitación, supongo.

El asesino rio y luego se quedó en silencio. Bosch decidió que tenía que mantener a Waits hablando. Si estaba entretenido con Bosch, estaría distraído respecto a la mujer y a lo que sin duda se estaba preparando fuera del túnel.

– Sé quién es -dijo en voz baja.

Waits no mordió el anzuelo. Bosch lo intentó otra vez.

– Robert Foxworth. Hijo de Rosemary Foxworth. Educado por el condado. Casas de acogida, orfanatos. Vivió aquí con los Saxon. Durante un tiempo vivió en el orfanato McLaren en El Monte. Yo también, Robert.

La información de Bosch fue recibida con un largo silencio. Pero al cabo de unos segundos surgió una voz calmada de la oscuridad.

– Yo ya no soy Robert Foxworth.

– Entiendo.

– Odiaba ese sitio. McLaren. Los odiaba todos.

– Lo cerraron hace un par de años. Después de que muriera un chico allí.

– Que se jodan y a la mierda ese sitio. ¿Cómo encontró a Robert Foxworth?

Bosch sintió que la conversación iba tomando ritmo. Comprendió el pie que Waits le estaba dando al hablar de Robert Foxworth en tercera persona. Ahora era Raynard Waits.

– No fue muy difícil -respondió Bosch-. Lo descubrimos por el caso Fitzpatrick. Encontramos el recibo de empeño en los registros y coincidía con las fechas de nacimiento. ¿Qué era ese medallón que empeñó?

Un largo silencio precedió a la respuesta.

– Era de Rosemary. Era lo único que Robert tenía de ella. Tuvo que empeñarlo, y cuando volvió a recuperarlo ese cerdo de Fitzpatrick ya lo había vendido.

Bosch asintió con la cabeza. Waits estaba respondiendo preguntas, pero no había mucho tiempo. Decidió saltar al presente.

– Raynard, hábleme de la trampa. Hábleme de Olivas y O'Shea.

Sólo hubo silencio. Bosch lo intentó otra vez.

– Lo utilizaron. O'Shea lo utilizó y va a salir airoso. ¿Es lo que quiere? ¿Usted muere en este agujero y él se va tan campante?

Bosch dejó la linterna en el suelo para poder enjugarse el sudor de los ojos. Acto seguido tuvo que palpar en el suelo para encontrarla.

– No puedo darle a O'Shea ni a Olivas -dijo Waits en la oscuridad.

Bosch no lo entendió. ¿Se había equivocado? Volvió sobre sus pasos en su mente y empezó desde el principio.

– ¿Mató a Marie Gesto?

Hubo un largo silencio.

– No -dijo finalmente Waits.

– Entonces, ¿cómo lo organizaron? ¿Cómo podía saber dónde…?

– Piénselo, Bosch. No son estúpidos. No iban a comunicarse directamente conmigo.

Bosch asintió. Lo comprendió.

– Maury Swann -dijo-. Él se ocupó del trato. Cuéntemelo.

– ¿Qué quiere que le cuente? Era una trampa, Bosch. Dijo que todo estaba montado para que usted creyera. Dijo que estaba molestando a la gente equivocada y había que convencerlo.

– ¿Qué gente?

– Eso no me lo dijo.

– ¿Fue Maury Swann quien lo dijo?

– Sí, pero no importa. No podrá cogerlo tampoco a él. Esto es comunicación entre un abogado y su cliente. No puede tocarlo. Es privilegiado. Además, sería mi palabra contra la suya. No iría a ninguna parte y lo sabe.

Bosch lo sabía. Maury Swann era un abogado duro y un miembro respetado de la judicatura. También era encantador con los medios. No había forma de ir tras él sólo con la palabra de un cliente criminal, un asesino en serie por si fuera poco. Había sido una jugada maestra de O'Shea y Olivas usarlo a él de intermediario.

– No me importa -dijo Bosch-. Quiero saber cómo se hizo todo. Cuéntemelo.

Hubo un largo silencio antes de que Waits respondiera.

– Swann fue a verlos con la idea de hacer un trato. Yo aclaraba los casos a cambio de mi vida. Lo hizo sin mi conocimiento. Si me lo hubiera preguntado, le habría dicho que no se molestara. Prefiero la inyección que cuarenta años en una celda. Usted lo entiende, Bosch. Es un tipo de ojo por ojo. Me gusta eso de usted, lo crea o no.

Lo dejó ahí, y Bosch tuvo que incitarlo otra vez.

– Entonces, ¿qué ocurrió?

– Una noche que estaba en la celda me llevaron a la sala de abogados y allí estaba Maury. Me contó que había un trato sobre la mesa. Pero dijo que sólo funcionaría si me comía otro marrón, si admitía haber cometido otro crimen. Me dijo que habría una expedición y que tendría que conducir a cierto detective hasta el cadáver. Había que convencer a ese detective y la única forma de hacerlo era llevarlo hasta el cadáver. Ese detective era usted, Bosch.

– Y dijo que sí.

– Cuando dijo que habría una expedición dije que sí. Esa era la única razón. Significaba luz del día. Vi una ocasión en la luz del día.

– ¿Y le hicieron creer que esta oferta, este trato, procedía directamente de Olivas y O'Shea?

– ¿De quién si no?

– ¿Maury Swann los mencionó alguna vez en relación con el trato?

– Dijo que era lo que querían que hiciera. Dijo que procedía directamente de ellos. Que no harían un trato si no me comía el marrón. Tenía que añadir a Gesto y llevarle a usted hasta ella o no había trato. ¿Lo entiende?

Bosch asintió con la cabeza.

– Sí.

Sintió que se le calentaba la cara de ira. Trató de canalizarla, de dejarla a un lado para que estuviera lista para usarla, pero no en ese momento.

– ¿Cómo supo los detalles que me dio durante la confesión?

– Swann. Los obtuvo de ellos. Dijo que tenían el expediente de la investigación original.

– ¿Y le dijo cómo encontrar el cadáver en el bosque?

– Swann me dijo que había señales en el bosque. Me enseñó fotos y me explicó cómo conducir a todo el mundo hasta allí. Era fácil. La noche antes de mi confesión lo estudié todo.

Bosch se quedó en silencio mientras pensaba en la facilidad con que lo habían manipulado. Había querido algo con tanta fuerza y durante tanto tiempo que se había cegado.

– ¿Y usted qué iba a sacar supuestamente de esto, Raynard?

– ¿Se refiere a qué había para mí desde mi punto de vista? Mi vida, Bosch. Me estaban ofreciendo mi vida. Lo tomas o lo dejas. Pero la verdad es que eso no me importaba. Se lo he dicho, Bosch, cuando Maury dijo que habría una expedición supe que habría una oportunidad de escapar… y de visitar mi zorrera una última vez. Con eso me bastaba. No me importaba nada más. Tampoco me importaba morir en el intento.

Bosch trató de pensar en qué preguntar a continuación. Pensó en usar el móvil para llamar al fiscal del distrito o a un juez y que Waits confesara al teléfono. Volvió a bajar la linterna y buscó en su bolsillo, pero recordó que se le había caído el teléfono al saltar para placar a Rachel cuando se desató el tiroteo en el garaje.

– ¿Sigue ahí, detective?

– Aquí estoy. ¿Y Marie Gesto? ¿Le dijo Swann por qué tenía que confesar el asesinato de Marie Gesto?

Waits rio.

– No tenía que hacerlo. Era bastante obvio. Quien matara a Gesto estaba tratando de quitárselo a usted de encima.

– ¿No se mencionó ningún nombre?

– No, ningún nombre.

Bosch negó con la cabeza. No tenía nada. Nada contra O'Shea y nada contra Anthony Garland ni ningún otro. Miró por el túnel en dirección al garaje. No vio nada, pero sabía que habría gente allí. Habían oscurecido aquel extremo para evitar un alumbrado de fondo. Entrarían en cualquier momento.

– ¿Y su fuga? -preguntó para mantener el diálogo en marcha-. ¿Estaba planeada o estaba improvisando?

– Un poco de cada. Me reuní con Swann la noche anterior a la expedición. Me explicó cómo conducirle hasta el cadáver. Me mostró las fotos y me habló de las señales en los árboles y de cómo empezarían cuando llegáramos a un desprendimiento de barro. Dijo que tendríamos que bajar escalando. Fue entonces cuando lo supe. Supe que podría tener una ocasión entonces. Así que le pedí que hiciera que me quitaran las esposas si tenía que escalar. Le dije que no mantendría el trato si tenía que escalar con las manos esposadas.

Bosch recordó a O'Shea imponiéndose a Olivas y diciéndole que le quitara las esposas. La reticencia de Olivas había sido una representación a beneficio de Bosch. Todo había sido un número dedicado a él. Todo era falso y le habían engañado a la perfección.

Bosch oyó el sonido de hombres que reptaban detrás de él en el túnel. Encendió la linterna y los vio. Era el equipo del SWAT. Kevlar negro, rifles automáticos, gafas de visión nocturna. Estaban viniendo. En cualquier momento lanzarían una granada de luz en el túnel. Bosch apagó la linterna. Pensó en la mujer. Sabía que Waits la mataría en el momento en que ellos actuaran.

– ¿Estuvo realmente en McLaren? -preguntó Waits.

– Estuve allí. Fue antes que usted, pero estuve allí. Estaba en el barracón B. Estaba más cerca del campo de béisbol, así que siempre llegábamos los primeros a la hora del recreo y conseguíamos el mejor material.

Era una historia de pertenencia, la mejor que se le ocurrió a Bosch en el momento. Había pasado la mayor parte de su vida tratando de olvidarse de McLaren.

– Quizás estuvo allí, Bosch.

– Estuve.

– Y mírenos ahora. Usted siguió su camino y yo el mío. Supongo que alimenté al perro equivocado.

– ¿Qué quiere decir? ¿Qué perro?

– ¿No lo recuerda? En McLaren siempre nos decían que todos los hombres tienen dos perros dentro. Uno bueno y el otro malo. Luchan todo el tiempo porque sólo uno puede ser el perro alfa, el que manda.

– ¿Y?

– Y el que gana es siempre el perro que tú has elegido alimentar. Yo alimenté al malo. Usted alimentó al bueno.

Bosch no sabía qué decir. Oyó un clic detrás de él en el túnel. Iban a lanzar la granada. Se incorporó rápidamente, con la esperanza de que no le dispararan por la espalda.

– Waits, voy a entrar.

– No, Bosch.

– Le daré mi pistola. Mire la luz. Le daré mi pistola.

Encendió la linterna y pasó el haz de luz por la curva que tenía delante. Avanzó y cuando llegó a la curva extendió la mano izquierda en el cono de luz. Sostuvo la pistola por el cañón para que Waits viera que no constituía ninguna amenaza.

– Ahora voy a entrar.

Bosch dobló la curva y entró en la cámara final del túnel. El espacio tenía al menos tres metros y medio de ancho, pero no era lo suficientemente alto para permanecer de pie. Se dejó caer de rodillas e hizo un movimiento de barrido con la linterna por toda la cámara. El tenue haz ámbar reveló una visión espantosa de huesos, calaveras y carne y cabello en descomposición. El hedor era insoportable y Bosch tuvo que contener las náuseas.

El haz de luz enfocó el rostro del hombre que Bosch había conocido como Raynard Waits. Estaba apoyado en la pared más alejada de su zorrera, sentado en lo que parecía un trono excavado en roca y arcilla. A la izquierda, la mujer que había raptado yacía desnuda e inconsciente en una manta. Waits sostuvo el cañón de la pistola de Freddy Olivas en la sien de su rehén.

– Tranquilo -dijo Bosch-. Le daré mi pistola. No le haga más daño.

Waits sonrió, sabiendo que tenía el control absoluto de la situación.

– Bosch, es usted un insensato hasta el final.

Bosch bajó el brazo y arrojó la pistola al lado derecho del trono. Cuando Waits se agachó a recogerla, levantó el cañón de la pistola con la que había estado apuntando a la mujer. Bosch dejó caer la linterna en ese mismo momento y echó la mano atrás, encontrando la empuñadura del revólver que le había quitado a la mujer ciega.

El largo cañón aseguró el tiro. Disparó dos veces, impactando en el centro del pecho de Waits con ambas balas.

Waits cayó de espaldas contra la pared. Bosch vio que sus ojos se abrían desmesuradamente y luego perdían la luz que separa la vida de la muerte. La barbilla de Waits se desplomó y su cabeza se inclinó hacia delante.

Bosch reptó hasta la mujer y le buscó el pulso. Seguía viva. La tapó con la manta sobre la que estaba tumbada. Enseguida gritó a los policías del túnel.

– Soy Bosch, ¡Robos y Homicidios! ¡No disparen! ¡Raynard Waits está muerto!

Una luz brillante destelló alrededor de la esquina en el túnel de la entrada. Era una luz cegadora y sabía que los hombres armados estarían esperando al otro lado.

No importaba, ahora se sentía seguro. Avanzó lentamente hacia la luz.

30

Después de emerger del túnel, Bosch fue sacado del garaje por dos agentes del SWAT equipados con máscaras de gas. Fue puesto en manos de los miembros de la fuerza especial que esperaban y de otros agentes vinculados con el caso. Randolph y Osani de la UIT también estaban presentes, así como Abel Pratt de la unidad de Casos Abiertos. Bosch miró a su alrededor en busca de Rachel Walling, pero no la vio en la escena.

A continuación sacaron del túnel a la última víctima de Waits. La joven fue conducida a una ambulancia que estaba esperando e inmediatamente transportada al centro médico County-USC para ser evaluada y tratada. Bosch estaba convencido de que su propia imaginación no podría igualar los horrores reales por los que había pasado la joven. Pero sabía que lo importante era que estaba viva.

El jefe de la fuerza especial quería que Bosch se sentara en una furgoneta y contara su historia, pero Harry dijo que no quería estar en un espacio cerrado. Ni siquiera al aire libre de Figueroa Lane podía quitarse de la nariz el olor del túnel y se fijó en que los miembros de la fuerza especial que se habían congregado en torno a él al principio retrocedían uno o dos pasos. Vio una manguera de jardín enganchada a un grifo junto a la escalera de la casa contigua a la 710. Se acercó, abrió el grifo y se inclinó mientras dejaba que el agua le corriera por el pelo, la cara y el cuello. Se empapó la ropa, pero no le importó. El agua arrastró buena parte de la suciedad, el sudor y el hedor, y Bosch sabía que de todas formas la ropa era para tirar.

El jefe de la fuerza especial era un sargento llamado Bob McDonald, que había sido reclutado de la División de Hollywood. Afortunadamente, Bosch lo conocía de días pasados en la división y eso sentaba las bases para un informe cordial. Bosch se dio cuenta de que era sólo un calentamiento. Tendría que someterse a una entrevista formal con Randolph y la UIT antes de que terminara el día.

– ¿Dónde está la agente del FBI? -preguntó Bosch-. ¿Dónde está Rachel Walling?

– La están interrogando -dijo McDonald-. Estamos usando la casa de un vecino para ella.

– ¿Y la anciana de la casa?

– Está bien -dijo McDonald-. Es ciega y va en silla de ruedas. Todavía están hablando con ella, pero resulta que Waits vivía aquí cuando era niño. Lo tuvieron acogido y su nombre real es Robert Foxworth. Ella no puede valerse por sí misma, así que básicamente se queda ahí arriba. La asistencia del condado le lleva comida. Foxworth la ayudaba económicamente alquilándole el garaje. Él guardaba material para limpiar ventanas ahí dentro. Y una vieja furgoneta. Tiene un ascensor de silla de ruedas dentro.

Bosch asintió con la cabeza. Suponía que Janet Saxon no tenía ni idea de para qué más usaba el garaje su antiguo hijo acogido.

McDonald le dijo a Bosch que era el momento de que contara su historia, y así lo hizo, ofreciendo un relato paso a paso de los movimientos que había llevado a cabo después de descubrir la conexión entre Waits y el prestamista Fitzpatrick.

No hubo preguntas. Todavía no. Nadie le preguntó por qué no había llamado a la fuerza especial, ni a Randolph ni a Pratt ni a nadie. Escucharon y simplemente cerraron su historia. Bosch no estaba demasiado preocupado. El y Rachel habían salvado la vida de la chica y habían matado al criminal. Estaba seguro de que esos dos éxitos le permitirían alzarse por encima de todas las transgresiones al protocolo y las regulaciones para salvar su empleo.

Tardó veinte minutos en contar su historia,, y luego McDonald le dijo que deberían tomar un descanso. Cuando el grupo que los rodeaba se disgregó, Bosch vio a su jefe esperándole. Sabía que esta conversación no sería fácil.

Pratt finalmente vio una oportunidad y se acercó. Parecía ansioso.

– Bueno, Harry ¿qué te dijo ahí dentro?

Bosch estaba sorprendido de que Pratt no saltara sobre él por actuar por su cuenta, sin autoridad. Pero no iba a quejarse por eso. De manera abreviada explicó lo que había averiguado por Waits de la trampa en Beachwood Canyon.

– Me dijo que todo fue orquestado a través de Swann -explicó-. Swann era el intermediario. Llevó el acuerdo de Olivas y O'Shea a Waits. Waits no mató a Gesto, pero aceptó cargar con la culpa. Era parte de un acuerdo para evitar la pena de muerte.

– ¿Eso es todo?

– Es bastante, ¿no?

– ¿Por qué iban a hacer esto Olivas y O'Shea?

– Por la razón más antigua del mundo. Dinero y poder. Y la familia Garland tiene bastante de ambas cosas.

– Anthony Garland era tu sospechoso, ¿no? El tipo que tenía órdenes judiciales para mantenerte alejado.

– Sí, hasta que Olivas y O'Shea usaron a Waits para convencerme de lo contrario.

– ¿Tienes alguna otra cosa además de lo que Waits dijo ahí dentro?

Bosch negó con la cabeza.

– No mucho. He rastreado veinticinco mil dólares en contribuciones a la campaña de O'Shea hasta los abogados de T. Rex Garland y de la compañía petrolera. Pero todo se hizo legalmente. Prueba una relación, nada más.

– Veinticinco me parece barato.

– Lo es. Pero veinticinco mil es todo cuanto sabemos. Si escarbamos un poco, probablemente habrá más.

– ¿Has contado todo esto a McDonald y su equipo?

– Sólo lo que Waits me dijo ahí dentro. No les hablé de las contribuciones, sólo de lo que dijo Waits.

– ¿Crees que irán a por Maury Swann por esto?

Bosch pensó un momento antes de responder.

– Ni hablar. Lo que se dijeran entre ellos era información privilegiada. Además, nadie irá tras él basándose en la palabra de un psicópata muerto como Waits.

Pratt pateó el suelo. No tenía nada más que decir o preguntar.

– Mire, jefe, lo siento -dijo Bosch-. Siento no haber sido sincero con usted sobre lo que estaba haciendo, la suspensión de empleo y todo.

Pratt desestimó la disculpa con un gesto de la mano.

– Está bien, Harry. Has tenido suerte. Has terminado haciendo bien y acabando con el criminal. ¿Qué voy a decir a eso?

Bosch asintió para darle las gracias.

– Además, yo me largo -continuó Pratt-. Otras tres semanas y serás el problema de otro. Él decidirá qué hacer contigo.

Tanto si Kiz Rider volvía como si no, Bosch no quería dejar la unidad. Había oído que David Lambkin, el próximo supervisor, procedente de Robos y Homicidios, era un buen jefe. Bosch confiaba en que cuando todo se aposentara él todavía formaría parte de la unidad de Casos Abiertos.

– ¡Ahí está! -susurró Pratt.

Bosch siguió su mirada hasta un coche que acababa de aparcar en el perímetro, cerca de donde se hallaban los camiones de los medios y donde los periodistas se estaban preparando para tomar declaraciones y conseguir cortes de audio. Rick O'Shea estaba saliendo del asiento del pasajero. Bosch sintió que la bilis le subía inmediatamente a la garganta. Hizo ademán de ir hacia el fiscal, pero Pratt lo agarró del brazo.

– Tranquilo, Harry.

– ¿Qué coño está haciendo aquí?

– Es su caso, tío. Puede venir si quiere. Y será mejor que actúes con calma. No le muestres la mano o nunca podrás llegar a él.

– ¿Y qué, entretanto hace su numerito delante de las cámaras y convierte esto en otro anuncio de campaña? Es todo mentira. Lo que debería hacer es ir allí y patearle el culo delante de las cámaras.

– Sí, eso sería muy inteligente, Harry. Muy sutil. Facilitaría un montón la situación.

Bosch se liberó de la mano de Pratt, pero simplemente caminó y se apoyó en uno de los coches de policía. Dobló los brazos y mantuvo la cabeza baja hasta que estuvo más calmado. Sabía que Pratt tenía razón.

– Sólo manténgalo alejado de mí.

– Eso será difícil porque viene directo hacia ti.

Bosch levantó la cabeza justo cuando O'Shea y los dos hombres que formaban su comitiva llegaron hasta él.

– Detective Bosch, ¿está usted bien?

– Mejor que nunca.

Bosch mantuvo los brazos doblados delante del pecho. No quería que una de sus manos se soltara e involuntariamente le diera un puñetazo a O'Shea.

– Gracias por lo que ha hecho aquí hoy. Gracias por salvar a esa joven.

Bosch se limitó a asentir mientras miraba al suelo.

O'Shea se volvió hacia los hombres que lo acompañaban y Pratt, que se había quedado cerca por si acaso tenía que separar a Bosch del fiscal.

– ¿Puedo hablar a solas con el detective Bosch?

Los adláteres de O'Shea se alejaron. Pratt dudó hasta que Bosch le hizo una señal con la cabeza para decirle que todo estaba bien. Bosch y O'Shea se quedaron a solas.

– Detective, me han informado de lo que Waits, o debería decir Foxworth, le ha revelado en el túnel.

– Bien.

– Espero que no dé ningún crédito a lo que un asesino en serie confeso y confirmado pueda decir de los hombres que lo estaban acusando, especialmente de uno que ni siquiera puede estar aquí para defenderse.

Bosch se apartó del guardabarros del coche patrulla y finalmente dejó caer los brazos a los costados. Tenía los puños apretados.

– ¿Está hablando de su amigo Olivas?

– Sí. Y diría por su postura que realmente cree lo que supuestamente le dijo Foxworth.

– ¿Supuestamente? ¿Qué, ahora soy yo el que está inventando?

– Alguien lo está haciendo.

Bosch se inclinó unos centímetros hacia él y habló en voz baja.

– O'Shea, apártese de mí. Podría pegarle.

El fiscal dio un paso atrás como si ya hubiera recibido un puñetazo.

– Se equivoca, Bosch. Waits estaba mintiendo.

– Estaba confirmando lo que ya sabía antes incluso de meterme en ese túnel. Olivas era corrupto. Metió esa entrada en el expediente que relacionaba falsamente a Raynard Waits con Gesto. Marcó una pista para que Waits la siguiera y nos condujera al cadáver. Y no habría hecho nada de eso sin alguien que se lo pidiera. No era esa clase de tipo. No era lo bastante listo.

O'Shea lo miró durante un largo momento. La implicación en las palabras de Bosch era clara.

– No puedo disuadirle de esa mentira ¿no?

Bosch lo miró y luego apartó la mirada.

– ¿Disuadirme? Ni hablar. Y no importa cómo afecte o no afecte a la campaña, señor fiscal. Éstos son los hechos indisputables y no necesito a Foxworth o le que dijo para probarlos.

– Entonces supongo que tendré que apelar a una autoridad superior a la suya.

Bosch dio medio paso para acercarse. Esta vez invadió claramente su espacio personal.

– ¿Huele esto? ¿Huele esto en mí? Es el puto hedor de la muerte. Lo llevó en todas partes, O'Shea. Pero al menos yo puedo lavarme.

– ¿Qué se supone que significa eso?

– Lo que usted quiera que signifique. ¿Quién es su autoridad superior? ¿Va a llamar a T. Rex Garland en su oficina deslumbrante?

O'Shea respiró profundamente y negó con la cabeza, confundido.

– Detective, no sé lo que le ocurrió en ese túnel, pero no está hablando con mucho sentido.

Bosch asintió.

– Sí, bueno, tendrá sentido muy pronto. Antes de las elecciones, eso seguro.

– Ayúdeme, Bosch. ¿Qué es exactamente lo que me estoy perdiendo?

– No creo que se esté perdiendo nada. Lo sabe todo, O'Shea, y antes de que esto termine, también lo sabrá todo el mundo.

De alguna forma, de alguna manera, voy a acabar con usted y los Garland, y con cualquier otro que haya participado en esto. Cuente con ello.

Ahora O'Shea dio un paso hacía Bosch.

– ¿Está diciendo que yo hice esto, que preparé todo esto para T. Rex Garland?

Bosch se echó a reír. O'Shea era un actor consumado hasta el final.

– Es bueno -dijo-. Eso se lo concedo. Es bueno. T. Rex Garland es un contribuyente válido de mi campaña. Directo y legal. ¿Cómo puede relacionar eso con…?

– Entonces, ¿por qué coño no mencionó que era un contribuyente válido y legal cuando yo saqué a relucir a su hijo el otro día y le dije que era mi sospechoso en Gesto?

– Porque eso habría complicado las cosas. Nunca he conocido ni he hablado con ninguno de los Garland. T. Rex contribuyó a mi campaña, ¿y qué? El tipo reparte dinero en todas las elecciones del condado. Haberlo sacado a relucir en ese punto habría sido alimentar sus sospechas. No quería eso. Ahora veo que sospecha de todos modos.

– Es un farsante. Usted…

– Váyase al cuerno, Bosch. No hay ninguna conexión.

– Entonces no tenemos nada más que decirnos.

– Sí. Yo tengo algo que decir. Inténtelo lo mejor que pueda con esta mentira y veremos quién termina en pie al final.

Se volvió y se alejó, ladrando una orden a sus hombres. Quería un teléfono con una línea segura. Bosch se preguntó quién sería el destinatario de su primera llamada, T. Rex Garland o el jefe de policía.

Bosch tomó una decisión rápida. Llamaría a Keisha Russell y le daría rienda suelta. Le diría que podía investigar esas contribuciones de campaña que Garland había canalizado a O'Shea. Metió la mano en el bolsillo y entonces recordó que su teléfono todavía estaba en el garaje. Caminó en esa dirección y se detuvo ante la cinta amarilla tendida en la puerta abierta de detrás de la furgoneta blanca, ahora completamente abierta.

Cal Cafarelli estaba en el garaje, dirigiendo el análisis forense de la escena. Se había bajado la mascarilla con filtro al cuello. Bosch vio en su cara que había estado en la macabra escena del final del túnel. Y nunca volvería a ser la misma. Le pidió que se acercara con un gesto.

– ¿Cómo va, Cal?

– Va todo lo bien que se puede esperar después de ver algo como eso.

– Sí, lo sé.

– Vamos a quedarnos aquí hasta bien entrada la noche. ¿Qué puedo hacer por ti, Harry?

– ¿Has encontrado un teléfono móvil ahí dentro? Perdí mi móvil cuando empezó todo.

Cafarelli señaló al suelo cerca del neumático delantero de la furgoneta.

– ¿Es ése de allí?

Bosch miró y vio su teléfono en el suelo. La luz roja de los mensajes estaba parpadeando. Se fijó en que alguien había trazado un círculo con tiza en torno a él sobre el cemento. Mala señal. Bosch no quería que su teléfono fuera inventariado como prueba. Podría no recuperarlo nunca.

– ¿Puedo recuperarlo? Lo necesito.

– Lo siento, Harry. Todavía no. Este sitio no ha sido fotografiado. Estamos empezando por el túnel e iremos saliendo. Tardaremos un rato.

– Entonces, ¿por qué no me lo das y lo uso aquí mismo y luego os lo devuelvo para que hagáis fotos? Parece que tengo mensajes.

– Vamos, Harry.

Sabía que su propuesta quebrantaba unas cuatro reglas del manejo de pruebas.

– Vale, dime cuándo podré recuperarlo. Con un poco de suerte antes de que se apague la batería.

– Claro, Harry.

Se volvió de espaldas al garaje y vio a Rachel Walling pasando por debajo de la cinta amarilla que delineaba el perímetro de la escena del crimen. Había un coche patrulla federal allí y un hombre con traje y gafas de sol esperándola. Aparentemente había llamado para pedir que la pasaran a recoger.

Bosch trotó hacia la cinta llamándola. Ella se detuvo y le esperó.

– Harry -dijo ella-, ¿estás bien?

– Ahora sí. ¿Y tú, Rachel?

– Estoy bien. ¿Qué ha pasado contigo?

Señaló su ropa mojada con la mano.

– Tenía que darme un manguerazo. Apestaba. Necesitaré una ducha de dos horas. ¿Te vas?

– Sí, han terminado conmigo por el momento.

Bosch señaló con la cabeza hacia el hombre con gafas de sol que estaba tres metros detrás de ella.

– ¿Tienes problemas? -preguntó en voz baja.

– Todavía no lo sé. Debería estar bien. Acabaste con el malo y salvaste a la chica. ¿Cómo puede eso ser algo malo?

– Acabamos con el malo y salvamos a la chica -la corrigió Bosch-. Pero en todas las instituciones y burocracias hay gente que puede encontrar una forma de convertir algo bueno en mierda.

Ella lo miró a los ojos y asintió.

– Lo sé -dijo.

Su mirada lo dejó helado y supo que había algo diferente entre ellos.

– ¿Estás enfadada conmigo, Rachel?

– ¿Enfadada? No.

– Entonces, ¿qué?

– Entonces nada. He de irme.

– ¿Me llamarás entonces?

– Cuando pueda. Adiós, Harry.

Walling dio dos pasos hacia el coche que la esperaba, pero finalmente se detuvo y se volvió hacia él.

– Era O'Shea el que estaba hablando contigo al lado del coche, ¿no?

– Sí.

– Ten cuidado, Harry. Si dejas que las emociones te gobiernen como hoy, O'Shea te va a hacer sufrir.

Bosch sonrió levemente.

– Sabes lo que dicen del sufrimiento, ¿no?

– No, ¿qué?

– Dicen que el sufrimiento no es más que la debilidad que abandona el cuerpo.

Ella negó con la cabeza.

– Estás como una cabra. No lo pongas a prueba si puedes evitarlo. Adiós, Harry.

– Nos vemos, Rachel.

Observó mientras el hombre de las gafas de sol sostenía la cinta para que ella pasara por debajo. Walling se metió en el asiento del pasajero y el hombre de las gafas de sol arrancó. Bosch sabía que algo había cambiado en la forma en que ella lo veía. La opinión que Rachel tenía de él había cambiado por sus acciones en el garaje y el hecho de que se metiera en el túnel. Bosch lo aceptó y supuso que quizá no volvería a verla. Decidió que eso sería una cosa más de las que culparía a Rick O'Shea.

Se volvió hacia la escena, donde Randolph y Osani estaban de pie esperándolo. Randolph estaba apartando su teléfono móvil.

– Otra vez vosotros dos -dijo Bosch.

– Va a ser una sensación de déjà vu otra vez -dijo Randolph.

– Algo así.

– Detective, vamos a tener que ir al Parker Center y llevar a cabo un interrogatorio más formal en esta ocasión.

Bosch asintió. Sabía de qué iba. En esta ocasión no se trataba de disparar a los árboles del bosque. Había matado a alguien, así que esta vez sería diferente. Necesitarían establecer con certeza cada detalle.

– Estoy preparado -dijo.

31

Bosch estaba sentado en una sala de interrogatorios en la Unidad de Investigación de Tiroteos, en el Parker Center. Randolph le había permitido ducharse en el vestuario del sótano y se había puesto unos tejanos y una sudadera de los West Coast Choppers, ropa que guardaba en una taquilla para las veces que estaba en el centro e inesperadamente necesitaba pasar desapercibido. En el camino de salida de los vestuarios había tirado su traje destrozado en una papelera. Ya sólo le quedaban dos.

La grabadora estaba encendida sobre la mesa y, de dos hojas de papel separadas, Osani le leyó sus derechos constitucionales así como la declaración de derechos de los agentes de policía. La doble capa de protección estaba concebida para salvaguardar al individuo y al agente de policía de un asalto desleal del gobierno, sin embargo, Bosch sabía que, cuando llegaba la hora, en una de esas pequeñas salas ningún trozo de papel le serviría de mucha protección. Tendría que, valerse por sí mismo. Dijo que entendía sus derechos y accedió a ser interrogado.

Randolph se ocupó a partir de ahí. A petición suya, Bosch recontó una vez más la historia de la muerte de Robert Foxworth, alias Raynard Waits, empezando con el hallazgo hecho durante la revisión de los archivos del caso Fitzpatrick y terminando con las dos balas que había disparado en el pecho de Foxworth. Randolph formuló pocas preguntas hasta que Bosch terminó su relato. A continuación se interesó por numerosos detalles relacionados con los movimientos que Bosch había hecho en el garaje y luego en el túnel. Más de una vez le preguntó a Bosch por qué no escuchó las palabras de advertencia de la agente del FBI Rachel Walling.

Esta pregunta no sólo le dijo a Bosch que Rachel había sido interrogada por la UIT, sino también que ella no había dicho cosas particularmente favorables a su caso. Harry se sintió decepcionado, pero trató de mantener sus pensamientos y sentimientos respecto a Rachel fuera de la sala de interrogatorios. Para Randolph repitió como un mantra la frase que creía que en última instancia le salvaría, al margen de lo que Randolph o Rachel o el que fuera pensara de sus actos y procedimientos.

– Era una situación de vida o muerte. Una mujer estaba en peligro y nos habían disparado. Sentía que no podía esperar refuerzos ni a nadie más. Hice lo que tenía que hacer. Utilicé la máxima precaución posible y recurrí a la fuerza mortal sólo cuando fue necesario.

Randolph continuó y centró muchas de las siguientes preguntas en los disparos sobre Robert Foxworth. Le preguntó a Bosch qué estaba pensando cuando Foxworth reveló que Bosch había sido engañado para que creyera que el caso Gesto estaba resuelto. Le preguntó a Bosch qué estaba pensando cuando vio los restos de las víctimas de Foxworth posicionados en la cámara al final del túnel. Le preguntó a Bosch qué estaba pensando cuando apretó el gatillo y mató al violador y asesino de aquellas víctimas.

Bosch respondió pacientemente cada una de las preguntas, pero finalmente llegó a su límite. Había algo viciado en el interrogatorio. Era casi como si Randolph estuviera siguiendo un guión.

– ¿Qué está pasando aquí? -preguntó Bosch-. Estoy aquí sentado contándoles todo. ¿Qué es lo que no me están contando?

Randolph miró a Osani y luego otra vez a Bosch. Se inclinó hacia delante con los brazos sobre la mesa. Tenía la costumbre de girar un anillo de oro en su mano izquierda. Bosch se había fijado en que lo hacía la última vez. Sabía que era un anillo de la USC. Gran parte de la clase dirigente del departamento había ido a la facultad nocturna en la Universidad del Sur de California.

Randolph miró a Osani y se estiró para apagar la grabadora, pero mantuvo los dedos en los botones.

– Detective Osani, ¿puede ir a buscarnos un par de botellas de agua? Con tanto hablar me estoy quedando sin voz. Probablemente lo mismo le pasa al detective Bosch. Esperaremos hasta que vuelva.

Osani se levantó para irse y Randolph apagó la grabadora. No dijo nada hasta que la puerta de la sala de interrogatorios se cerró.

– La cuestión es, detective Bosch, que sólo tenemos su palabra sobre lo que ocurrió en ese túnel. La mujer estaba inconsciente. Sólo estaban usted y Foxworth, y él no salió vivo.

– Exacto. ¿Está diciendo que mi palabra no es aceptable?

– Estoy diciendo que su descripción de los hechos podría ser perfectamente aceptable. Pero los técnicos forenses podrían salir con una interpretación que difiera de su declaración. ¿Lo ve? Puede complicarse muy deprisa. Las cosas pueden quedar abiertas a la interpretación y a la mala interpretación. La pública y la política también.

Bosch negó con la cabeza. No entendía lo que estaba ocurriendo.

– Entonces, ¿qué? -dijo-. No me importa lo que piense el público o los políticos. Waits forzó la acción en ese túnel. Era claramente una situación de matar o morir, y yo hice lo que tenía que hacer.

– Pero no hay ningún testigo de la descripción de los hechos.

– ¿Y la agente Walling?

– Ella no entró en el túnel. Le advirtió a usted de que no entrara.

– Mire, hay una mujer en County-USC que probablemente no estaría viva ahora mismo si yo no hubiera entrado. ¿Qué está pasando aquí, teniente?

Randolph empezó a juguetear con el anillo otra vez. Parecía un hombre al que le desagradaba lo que su deber le obligaba a hacer.

– Probablemente ya basta por hoy. Ha tenido un día muy intenso. Lo que vamos a hacer es mantener las cosas abiertas durante unos pocos días mientras esperamos que lleguen los resultados forenses. Continuará suspendido de empleo. Una vez lo tengamos todo en orden, le llamaré para que lea y firme su declaración.

– He preguntado qué está pasando, teniente.

– Y yo le he dicho qué está pasando.

– No me ha contado suficiente.

Randolph apartó la mano de su anillo. El gesto tenía el efecto de subrayar la importancia de lo que iba a decir a continuación.

– Rescató a esa rehén y proporcionó una resolución al caso. Eso es bueno. Pero fue imprudente en sus acciones y tuvo suerte. Si creemos su historia, disparó a un hombre que estaba amenazando su vida y la de otros. Los hechos y los datos forenses, no obstante, podrían con la misma facilidad conducir a otra interpretación, quizás una que indique que el hombre al que disparó estaba tratando de rendirse. Así que lo que vamos a hacer es tomarnos nuestro tiempo con ello. Dentro de unos días lo tendremos claro. Y entonces se lo comunicaremos.

Bosch lo estudió, sabiendo que estaba entregando un mensaje que no se hallaba tan oculto en sus palabras.

– Se trata de Olivas, ¿no? El funeral está previsto para mañana, el jefe estará allí y quieren mantener a Olivas como un héroe muerto en acto de servicio.

Randolph volvió a girar su anillo.

– No, detective Bosch, se equivoca. Si Olivas era corrupto, entonces nadie se va a preocupar por su reputación.

Bosch asintió con la cabeza. Ahora lo tenía.

– Entonces se trata de O'Shea. Recurrió a una autoridad superior. Me dijo que lo haría. Esa autoridad le ha dado órdenes a usted.

Randolph se apoyó en su silla y pareció buscar en el techo una respuesta apropiada.

– Hay un gran número de personas en este departamento, así como en la comunidad, que creen que Rick O'Shea sería un buen fiscal del distrito -dijo-. También creen que sería un buen amigo para tenerlo del lado del departamento.

Bosch cerró los ojos y lentamente negó con la cabeza. No podía creer lo que estaba oyendo. Randolph continuó.

– Su oponente, Gabriel Williams, se ha aliado con un electorado potencial que está en contra de las fuerzas del orden. No sería un buen día para el departamento que lo eligieran.

Bosch abrió los ojos y miró a Randolph.

– ¿Realmente van a hacer esto? -preguntó-. Van a dejar que este hombre quede impune porque creen que podría ser un amigo para el departamento.

Randolph negó con la cabeza, tristemente.

– No sé de qué está hablando, detective. Simplemente estoy haciendo una observación política. Pero sé esto: no hay prueba real o imaginada de esta conspiración de la que habla. Si cree que el abogado de Robert Foxworth hará otra cosa que negar la conversación que usted ha perfilado aquí, entonces es un estúpido. Así que no sea estúpido. Sea listo. Guárdeselo para usted.

Bosch tardó un momento en recuperar la compostura.

– ¿Quién hizo la llamada?

– ¿Disculpe?

– ¿Hasta qué altura ha llegado O'Shea? No puede haber acudido directamente a usted. Habrá ido más alto. ¿Quién le dijo que me noqueara?

Randolph extendió las manos y negó con la cabeza.

– Detective, no tengo ni idea de lo que está hablando.

– Claro. Por supuesto que no.

Bosch se levantó.

– Entonces, supongo que lo redactará de la forma en que le han dicho que lo haga y yo lo firmaré o no. Tan sencillo como eso.

Randolph asintió, pero no dijo nada. Bosch se agachó y puso ambas manos en la mesa para poder acercarse a su cara.

– ¿Va a ir al funeral del ayudante del sheriff Doolan, teniente? Es justo después de que entierren a Olivas. ¿Recuerda a Doolan, al que Waits le disparó en la cara? Pensaba que quizás iría al funeral para explicar a su familia cómo hubo que tomar ciertas decisiones y cómo el hombre que está directamente detrás de esa bala puede ser un amigo del departamento y por tanto no necesita afrontar las consecuencias de sus actos.

Randolph miró hacia delante, a la pared que estaba al otro lado de la mesa. No dijo nada. Bosch se enderezó y abrió la puerta, sorprendiendo a Osani que había estado de pie justo fuera. No llevaba ninguna botella de agua, Bosch pasó al lado del agente y se encaminó a la puerta de la sala de brigada.

En el ascensor, apretó el botón de subir. Mientras esperaba paseando con impaciencia pensó en llevarse sus agravios a la sexta planta. Se vio a sí mismo entrando a la carga en el gran despacho del jefe de policía y exigiendo saber si era consciente de lo que se estaba haciendo en su nombre y bajo su mando.

Sin embargo, cuando el ascensor se abrió desestimó la idea y pulsó el botón del 5. Sabía que las complejidades de la burocracia y la política en el departamento eran imposibles de comprender por completo. Si no cuidaba de sí mismo, podría terminar quejándose de todas las mentiras a la misma persona que las concibió.

La unidad de Casos Abiertos estaba desierta cuando llegó allí. Eran poco más de las cuatro y la mayoría de los detectives trabajaban en turnos de siete a cuatro, lo cual los ponía en el camino a casa justo antes de la hora punta. Si algo no estaba a punto de cerrarse, se iban a las cuatro en punto. Incluso un retraso de quince minutos podía costarles una hora en las autovías El único que todavía estaba allí era Abel Pratt, y eso porque como supervisor tenía que trabajar de ocho a cinco. Las reglas de la compañía. Bosch saludó al pasar por delante de la puerta abierta de la oficina de Pratt de camino a su escritorio.

Se dejó caer en su silla, exhausto por los acontecimientos del día y el peso del tongo departamental. Miró y vio que su mesa estaba salpicada de notas rosas de mensajes telefónicos. Empezó a leerlas. La mayoría eran de colegas en diferentes divisiones y comisarías. Todos decían que volverían a llamar. Bosch sabía que querían decirle «buen disparo» o palabras por el estilo. Cada vez que alguien conseguía acabar con un criminal de manera limpia el teléfono se iluminaba.

Había varios mensajes de periodistas, incluida Keisha Russell. Bosch sabía que le debía una llamada, pero esperaría hasta llegar a casa. Había también un mensaje de Irene Gesto, y Bosch supuso que ella y su marido querrían saber si se había producido alguna novedad en la investigación. Les había llamado la noche anterior para decirles que su hija había sido encontrada y la identidad confirmada. Suspendido de empleo o no, les devolvería la llamada. Con la autopsia completada, entregarían el cadáver a la familia. Al menos, los Gesto podrían, finalmente y después de trece años, enterrar a su hija. Bosch no podía decirles que el asesino de Marie había sido llevado a la justicia, pero al menos podía ayudarles a llevarla a casa.

Había asimismo un mensaje de Jerry Edgar, y Bosch recordó que su antiguo compañero le había llamado al móvil justo antes de que se desatara el tiroteo en Echo Park. Quienquiera que hubiera tomado el mensaje había escrito «Dice que es importante» en la nota y lo había subrayado. Bosch miró la hora de la nota y advirtió que la llamada también se había recibido antes del tiroteo. Edgar no había llamado para felicitarle por cargarse al criminal. Supuso que Edgar había oído que había visto a su primo y quería un poco de palique al respecto. En ese momento, Bosch no tenía ganas de eso.

Bosch no estaba interesado en ninguno de los otros mensajes, de manera que los apiló y los metió en uno de los cajones del escritorio. Sin nada más que hacer, empezó a ordenar los papeles y las carpetas de la mesa. Pensó en si debería llamar a Forense y averiguar si podía recuperar su teléfono y su coche en la escena del crimen de Echo Park.

– Acabo de enterarme.

Bosch levantó la cabeza. Pratt estaba de pie en el umbral de su oficina. Iba en mangas de camisa y llevaba la corbata suelta en el cuello.

– ¿De qué?

– De la UIT. No te han levantado la suspensión de empleo, Harry. He de mandarte a casa.

Bosch bajó la mirada a su escritorio.

– No veo la novedad. Ya me estoy yendo.

Pratt hizo una pausa mientras trataba de interpretar el tono de voz de Bosch.

– ¿Va todo bien, Harry? -preguntó de manera tentativa.

– No, no va todo bien. Hay tongo y cuando hay tongo no va todo bien. Ni mucho menos.

– ¿De qué estás hablando? ¿Van a encubrir a Olivas y O'Shea?

Bosch lo miró.

– No creo que deba hablar con usted, jefe. Podría ponerlo en el punto de mira. No le gustaría el retroceso.

– Van en serio, ¿eh?

Bosch vaciló, pero respondió.

– Sí, van en serio. Están dispuestos a joderme si no les sigo el juego.

Se detuvo ahí. No le gustaba tener esa conversación con su supervisor. En la posición de Pratt, las lealtades iban en ambos sentidos del escalafón. No importaba que ahora sólo le faltaran unas semanas para la jubilación. Pratt tenía que continuar con el juego hasta que sonara la sirena.

– Tengo el móvil allí, es parte de la escena del crimen -dijo, estirándose hacia el teléfono-. Sólo he venido a hacer una llamada y me voy.

– Me estaba preguntando por tu teléfono -dijo Pratt-. Algunos de los chicos han estado tratando de llamarte y dijeron que no respondías.

– Los de Forense no me dejaban sacarlo de la escena. Ni el teléfono ni mi coche. ¿Qué querían?

– Creo que querían invitarte a una copa en Nat's. Puede que estén yendo hacia allí.

Nat's era un antro de cerca de Hollywood Boulevard. No era un bar de polis, pero todas las noches pasaba por allí un buen número de polis fuera de servicio. Los suficientes para que el dueño del local mantuviera la versión hard de The Clash de «I Fought the Law» en la máquina de discos durante veinte años. Bosch sabía que si aparecía en Nat's el himno punk estaría en constante rotación en saludo al recientemente fallecido Robert Foxworth, alias Raynard Waits. «Luché contra la ley, y ganó la ley…» Bosch casi podía oírlos a todos cantando el coro.

– ¿Va a venir? -le preguntó a Pratt.

– Quizá más tarde. He de hacer algo antes.

Bosch asintió.

– Yo no tengo ganas -dijo-. Voy a pasar.

– Como quieras. Ellos lo entenderán.

Pratt no se movió del umbral, así que Bosch levantó el teléfono. Llamó al número de Jerry Edgar para poder seguir con la mentira de que tenía que hacer una llamada. Sin embargo, Pratt permaneció en el umbral, con el brazo apoyado en la jamba mientras examinaba la sala de brigada vacía. Realmente estaba tratando de sacar a Bosch de allí. Quizás había recibido la noticia de un lugar del escalafón más alto que el ocupaba el teniente Randolph.

Edgar respondió la llamada.

– Soy Bosch, ¿has llamado?

– Sí, tío, he llamado.

– He estado un poco ocupado.

– Lo sé. Lo he oído. Buen disparo hoy, compañero. ¿Estás bien?

– Sí, bien. ¿Por qué llamabas?

– Sólo por algo que pensé que querrías saber. No sé si ahora todavía importa.

– ¿Qué es? -preguntó Bosch con impaciencia.

– Mi primo Jason me llamó desde la DWP. Dijo que te vio hoy.

– Sí, buen tipo, ayudó mucho.

– Sí, bueno, no estaba comprobando cómo te trató. Quería decirte que me llamó y dijo que había algo que quizá querrías saber, pero que no le dejaste tarjeta ni teléfono ni nada. Dijo que unos cinco minutos después de que tú y la agente del FBI que te acompañaba os marcharais, vino otro poli y preguntó por él. Preguntó en el mostrador por el tipo que estaba ayudando a los polis.

Bosch se inclinó hacia delante en su mesa. De repente estaba muy interesado en lo que Edgar le estaba contando.

– Dijo que ese tipo mostró una placa y explicó que estaba controlando tu investigación y preguntó a Jason qué queríais tú y la agente. Mi primo los llevó a la planta a la que habíais ido y acompañó a ese tipo a la ventana. Estaban allí mirando la casa de Echo Park cuando tú y la señora agente aparecisteis allí. Os vieron entrar en el garaje.

– ¿Qué pasó entonces?

– El tipo se largó de allí. Cogió el ascensor y bajó.

– ¿Tu primo consiguió el nombre de ese tipo?

– Sí, el tipo dijo que se llamaba detective Smith. Cuando le enseñó la identificación tenía los dedos sobre la parte del nombre.

Bosch conocía esa vieja treta que usaban los detectives cuando iban por libre y no querían que su verdadero nombre apareciera en circulación. Bosch la había usado en alguna ocasión.

– ¿Y una descripción? -preguntó.

– Sí, me la dio. Dijo que era un tipo blanco, de un metro ochenta y ochenta kilos. Tenía el pelo gris plateado y lo llevaba corto. Unos cincuenta y cinco años, traje azul, camisa blanca y corbata a rayas. Llevaba una bandera americana en la solapa.

La descripción coincidía con la de unos cincuenta mil hombres del centro de Los Angeles. Y Bosch estaba mirando a uno de ellos. Abel Pratt seguía en el umbral de su despacho. Estaba mirando a Bosch con las cejas enarcadas de modo inquisitivo. No llevaba la chaqueta del traje, pero Bosch la veía colgada en un gancho en la puerta, detrás de él. Había un pin con la bandera americana en la solapa.

Bosch volvió a mirar a su escritorio.

– ¿Hasta qué hora trabaja? -preguntó en voz baja.

– Normalmente se queda hasta las cinco. Pero hay un puñado de gente por ahí, mirando la escena en Echo Park.

– Vale, gracias por el consejo. Te veré después.

Bosch colgó antes de que Edgar pudiera decir nada más. Levantó la cabeza y Pratt todavía estaba mirándolo.

– ¿Qué era eso? -preguntó.

– Ah, algo del caso Matarese. El que cerrarnos esta semana. Parece que al final podríamos tener un testigo. Ayudará en el juicio.

Bosch lo dijo con la mayor indiferencia posible. Se levantó y miró a su jefe.

– Pero no se preocupe. Esperaré hasta que vuelva de mi suspensión.

– Bien. Me alegro de oírlo.

32

Bosch caminó hacia Pratt. Se acercó demasiado a él, invadiendo su espacio personal. Su superior retrocedió al interior de su oficina y se colocó tras su escritorio. Eso era lo que quería Bosch. Le dijo adiós y le deseó un buen fin de semana. A continuación se encaminó a la puerta de la sala de brigada.

La unidad de Casos Abiertos tenía tres coches asignados a sus ocho detectives y el supervisor. Los coches funcionaban sobre la base de que el que primero llegaba, primero elegía, y las llaves estaban colgadas en ganchos junto a la puerta de la sala de brigada. El procedimiento para que un detective cogiera un coche era escribir su nombre y el tiempo estimado de devolución en una pizarra colgada debajo de las llaves. Cuando Bosch llegó a la puerta la abrió del todo para bloquear a Pratt la visión de los ganchos con las llaves. Había dos juegos de llaves en los ganchos. Bosch cogió uno y se fue.

Al cabo de unos minutos salió del garaje de detrás del Parker Center y se dirigió hacia el edificio de la compañía de agua y electricidad. La alocada carrera para vaciar el centro de la ciudad sólo estaba empezando y Bosch recorrió las siete manzanas con rapidez. Aparcó ilegalmente delante de la fuente que se hallaba junto a la entrada del edificio y bajó del coche. Miró el reloj al acercarse a la puerta. Eran las cinco menos veinte.

Un vigilante de seguridad uniformado apareció en la puerta, haciéndole señas.

– No puede aparcar…

– Lo sé.

Bosch mostró su placa y señaló la radio que estaba en el cinturón del hombre.

– ¿Puede llamar a Jason Edgar con eso?

– ¿Edgar? Sí. ¿Qué es…?

– Localícelo y dígale que el detective Bosch le está esperando en la puerta. He de verlo lo antes posible. Llámelo ahora, por favor.

Bosch se volvió y se dirigió a su coche. Se metió dentro y pasaron cinco minutos hasta que vio a Jason Edgar saliendo a través de las puertas de cristal. Cuando se metió en el coche abrió la puerta del pasajero para mirar, no para entrar.

– ¿Qué pasa, Harry?

– Recibí su mensaje. Suba.

Edgar entró en el coche con reticencia. Bosch arrancó cuando él estaba cerrando la puerta.

– Espere un momento. ¿Adónde vamos? No puedo irme sin más.

– No deberíamos tardar más que unos minutos.

– ¿Adónde vamos?

– Al Parker Center. Ni siquiera bajaremos del coche.

– Lo he de comunicar.

Edgar sacó una radio del cinturón. Llamó al centro de seguridad de la compañía y dijo que estaría ilocalizable por un asunto policial durante media hora. Recibió un 10-4 y se guardó la radio en el cinturón.

– Tendría que haberme llamado antes -le dijo a Bosch-. Mi primo dijo que tiene la costumbre de actuar primero y preguntar después.

– Dijo eso, ¿eh?

– Sí, lo dijo. ¿Qué vamos a hacer al Parker Center?

– Identificar al poli que habló con usted después de que yo me fuera hoy.

El tráfico ya había empeorado. Había un montón de trabajadores de nueve a cinco que escapaban temprano a su casa de las afueras. Los viernes por la tarde eran particularmente brutales. Bosch finalmente entró de nuevo en el garaje de la policía a las cinco menos diez y rogó que no fuera demasiado tarde. Encontró un lugar para aparcar en la primera fila. El garaje era una estructura al aire libre y el espacio les proporcionaba una perspectiva de San Pedro Street, que discurría entre el Parker Center y el garaje.

– ¿Tiene teléfono móvil? -preguntó Bosch.

– Sí.

Bosch le dio el número general del Parker Center y le dijo que llamara y preguntara por la unidad de Casos Abiertos. Con las llamadas transferidas desde el número principal no funcionaba el identificador de llamadas. El nombre y el número de Edgar no aparecerían en las líneas de Casos Abiertos.

– Sólo quiero ver si contesta alguien -dijo Bosch-. Si alguien lo hace, pregunte por Rick Jackson. Cuando le digan que no está, no deje mensaje. Sólo diga que le llamará al móvil y cuelgue.

La llamada de Edgar fue contestada y éste llevó a cabo las instrucciones que le había dado Bosch. Cuando terminó, miró a Bosch.

– Ha respondido alguien, llamado Pratt.

– Bien. Sigue ahí.

– Entonces, ¿qué significa eso?

– Quería asegurarme de que no se había ido. Saldrá a las cinco y cuando lo haga cruzará esa calle de ahí. Quiero ver si es el tipo que le dijo que estaba controlando mi investigación.

– ¿Es de Asuntos Internos?

– No. Es mi jefe.

Bosch bajó la visera como precaución para que no lo vieran. Habían aparcado a al menos treinta metros del paso de peatones que usaría Pratt para llegar al garaje, pero Bosch no sabía en qué dirección iría éste hasta que estuviera dentro de la estructura. Como supervisor de la brigada tenía derecho a aparcar un coche particular en el garaje de la policía, y la mayoría de los espacios asignados estaban en la segunda planta, a la cual podía accederse por dos escaleras y la rampa. Si Pratt subía por la rampa, pasaría justo junto a la posición de Bosch.

Edgar hizo preguntas sobre el tiroteo de Echo Park, y Bosch respondió con frases cortas. No quería hablar de ello, pero acababa de arrancar al tipo de su trabajo y tenía que responder de algún modo. Sólo trató de ser educado. Finalmente, a las 17:01 vio que Pratt salía por las puertas de atrás del Parker Center y bajaba la rampa situada junto a las puertas de entrada a los calabozos. Salió a San Pedro y se cruzó con un grupo de otros cuatro detectives supervisores que también se dirigían a sus casas.

– Ahora -dijo Bosch, cortando a Edgar en mitad de una pregunta-. ¿Ve a esos tipos que cruzan la calle? ¿Cuál ha ido hoy a la compañía?

Edgar examinó al grupo que cruzaba la calle. Tenía una perspectiva sin obstrucciones de Pratt, que iba caminando junto a otro hombre en la parte de atrás del grupo.

– Sí, el último tipo -dijo Edgar sin dudarlo-. El que se pone las gafas de sol.

Bosch miró. Pratt acababa de ponerse las Ray-Ban. Bosch sintió una punzada de rabia. Mantuvo sus ojos en Pratt y observó cómo se alejaba de su posición una vez que cruzaba la calle. Se estaba dirigiendo a la escalera más lejana.

– ¿Ahora qué? ¿Va a seguirlo?

Bosch recordó que Pratt había dicho que tenía algo que hacer después de trabajar.

– Me gustaría, pero no puedo. He de llevarle de nuevo al trabajo.

– No se preocupe por eso, socio. Puedo caminar. Probablemente con este tráfico es lo más rápido.

Edgar abrió su puerta y se volvió para salir. Volvió a mirar a Bosch.

– No sé qué está pasando, pero buena suerte, Harry. Espero que encuentre lo que está buscando.

– Gracias, Jason. Espero verle otra vez.

Después de que Edgar se marchara, Bosch dio marcha atrás y salió del garaje. Tomó por San Pedro hasta Temple porque supuso que Pratt utilizaría esa ruta de camino a la autovía. Tanto si iba a casa como si no, la autovía era la opción más probable.

Bosch cruzó Temple y aparcó en una zona de estacionamiento prohibido. La posición le daba un buen ángulo sobre la salida del garaje policial.

Al cabo de dos minutos, un todoterreno plateado salió del garaje y se dirigió hacia Temple. Era un Jeep Commander con un diseño cuadrado retro. Bosch identificó a Pratt al volante. Inmediatamente encajó las dimensiones y el color del Commander con el todoterreno misterioso que había visto arrancar desde al lado de su casa la noche anterior.

Bosch se tumbó sobre el asiento cuando el Commander se acercó a Temple. Oyó que el vehículo giraba y al cabo de unos segundos volvió a levantarse. Pratt estaba en Temple, en el semáforo de Los Angeles Street, e iba a doblar a la derecha. Bosch esperó hasta que completó el giro y arrancó para seguirlo.

Pratt entró en los atestados carriles en dirección norte de la autovía 101 y se unió al lento avance del tráfico de la hora punta. Bosch bajó la rampa y se incorporó a la fila de coches, unos seis vehículos por detrás del Jeep. Tenía suerte de que el coche de Pratt tuviera una bola blanca con una cara encima de la antena de radio. Era una promoción de una cadena de comida rápida que permitió a Bosch seguir el coche sin tener que acercarse demasiado, ya que conducía un Crown Vic sin marcar que para el caso lo mismo podría haber llevado un neón en el techo donde destellara la palabra «Policía».

De manera lenta pero segura, Pratt avanzó hacia el norte con Bosch siguiéndolo a cierta distancia. Cuando la autovía atravesó Echo Park vio que la escena del crimen y la soirée de los medios seguían en pleno apogeo en Figueroa Lane. Contó dos helicópteros de la prensa que seguían sobrevolando el lugar en círculos. Se preguntó si la grúa se llevaría su coche de la escena del crimen o si podría pasar a recuperarlo después.

Mientras conducía, Bosch trató de componer lo que tenía sobre Pratt. Había pocas dudas de que Pratt le había estado siguiendo mientras él estaba suspendido de empleo. Su todoterreno coincidía con el que había visto en su calle la noche anterior, y Pratt había sido identificado por Jason Edgar como el poli que lo había seguido al edificio de la compañía de agua y electricidad. No era verosímil pensar que había estado siguiendo a Bosch simplemente para ver si estaba quebrantando las normas de la suspensión de empleo. Tenía que haber otra razón y a Bosch sólo se le ocurría una.

El caso.

Una vez llegó a esa hipótesis, otros detalles encajaron rápidamente y sólo sirvieron para atizar el fuego que ya estaba ardiendo en el pecho de Bosch. Pratt le había contado la anécdota de Maury Swann esa misma semana, y eso dejaba claro que se conocían. Al mismo tiempo, Pratt había soltado una historia negativo sobre el abogado defensor, lo cual podría haber sido una tapadera o un intento de distanciarse de alguien que en realidad era próximo y con el que posiblemente estaba trabajando.

A Bosch le pareció igualmente obvio el hecho de que Pratt era plenamente consciente de que él había considerado a Anthony Garland una persona de interés en el caso Gesto. De manera rutinaria, Bosch había informado a Pratt de sus actividades al reabrir el caso. Pratt también fue notificado cuando los abogados de Garland reactivaron con éxito una orden judicial que impedía a Bosch hablar con Anthony si no era en presencia de uno de los abogados de éste.

Por último, y quizá lo más importante, Pratt tenía acceso al expediente del caso Gesto. La mayor parte del tiempo estaba sobre la mesa de Bosch. Podía haber sido Pratt quien pusiera la conexión falsa con Robert Saxon, alias Raynard Waits. Podría haber introducido la falsa conexión mucho antes de que le dieran el expediente a Olivas. Podía haberlo hecho para que Olivas lo descubriera.

Bosch se dio cuenta de que todo el plan para que Raynard Waits confesara el asesinato de Marie Gesto y llevara a los investigadores hasta el cadáver podía haber sido completamente originado por Abel Pratt. Estaba en una posición perfecta como intermediario que podía controlar a Bosch, así como a las otras partes implicadas.

Y se dio cuenta de que, con Swann formando parte del plan, Pratt no necesitaba ni a Olivas ni a O'Shea. Cuanta más gente hay en una conspiración, más oportunidades existen de que fracase. Swann sólo tenía que decirle a Waits que el fiscal e investigador estaban detrás para colocar así una pista falsa para que Bosch la siguiera.

Bosch sentía el ardor de la culpa empezando a quemarle en la nuca. Se dio cuenta de que podía haberse equivocado en todo lo que había creído hasta media hora antes. Olivas, después de todo, quizá no había sido un policía corrupto. Quizá lo habían utilizado con la misma habilidad con que habían utilizado al propio Bosch, y quizás O'Shea no era culpable de otra cosa que no fuera la manipulación política, es decir, de ponerse medallas que no le correspondían y de sacarse de encima la culpa. O'Shea podría haber motivado el tongo departamental para contener las acusaciones de Bosch simplemente porque podían causarle un daño político, no porque fueran ciertas.

Bosch repensó una vez más toda esta nueva teoría y vio que se sostenía. No encontró aire en los frenos ni arena en el depósito de gasolina; era un coche que se podía conducir. La única cosa que faltaba era el motivo. ¿Por qué un tipo que había aguantado veinticinco años en el departamento y que estaba contemplando una jubilación a los cincuenta iba a arriesgarlo todo en una trama como ésa? ¿Cómo podía un tipo que había pasado veinticinco años persiguiendo criminales dejar que un asesino quedara en libertad?

Bosch sabía por haber trabajado en un millar de casos de homicidio que el motivo era con frecuencia el componente más escurridizo de un crimen. Obviamente, el dinero podía motivarlo, y la desintegración de un matrimonio podía desempeñar un papel. Pero eso eran denominadores comunes desafortunados en las vidas de muchas personas. No podían explicar fácilmente por qué Abel Pratt había cruzado la línea.

Bosch dio una fuerte palmada en el volante. Aparte de la cuestión del móvil, se sentía avergonzado y enfadado consigo mismo. Pratt lo había manipulado a la perfección y la traición era profunda y dolorosa. Pratt era su jefe. Habían comido juntos, habían investigado casos juntos, se habían contado chistes y habían hablado de sus respectivos hijos. Pratt se encaminaba a una jubilación que nadie en el departamento creía que fuera otra cosa que bien ganada y bien merecida. Era el momento de viajar barato, de recoger la pensión departamental y conseguir un empleo de seguridad lucrativo en las islas, donde el sueldo era alto y la jornada reducida. Todo el mundo tenía esas expectativas y a nadie le daba rabia. Era el cielo azul, el paraíso del policía.

Pero ahora Bosch vio a través de todo ello.

– Es todo mentira -dijo en voz alta en el coche.

33

Tras conducir durante treinta minutos, Pratt salió de la autovía en el paso de Cahuenga. Tomó por Barham Boulevard en dirección noreste hacia Burbank. El tráfico todavía era denso, y Bosch no tuvo problemas en seguirlo y mantenerse a una distancia prudencial. Pratt pasó junto al acceso trasero a los estudios Universal y la entrada delantera de Warner Bros. Después hizo unos pocos giros y aparcó delante de una hilera de casas similares en Catalina, cerca de Verdugo. Bosch pasó por delante deprisa, giró por la primera a la derecha y luego otra vez y una tercera. Apagó las luces antes de girar una vez más a la derecha y presentarse por segunda vez en la hilera de casas. Aparcó a media manzana del todoterreno de Pratt y se deslizó en su asiento.

Casi inmediatamente, Bosch vio a Pratt de pie en la calle, mirando a ambos lados antes de cruzar. Pero estaba tardando demasiado en hacerlo. La calle estaba despejada; sin embargo, Pratt seguía mirando a uno y otro lado. Estaba buscando a alguien o asegurándose de que no lo hubieran seguido. Bosch sabía que lo más difícil en el mundo era seguir a un poli que está pendiente de si lo siguen. Se agachó más en el coche.

Por fin Pratt empezó a cruzar la calle, todavía mirando adelante y atrás continuamente. Al llegar a la otra acera, se volvió y caminó de espaldas. Dio unos pocos pasos hacia atrás, examinando la zona en ambas direcciones. Al llegar al coche de Bosch, la mirada de Pratt se detuvo un largo momento.

Bosch se quedó helado. No creía que Pratt lo hubiera visto -estaba demasiado agachado-, pero podría haber reconocido el vehículo como un coche patrulla sin identificar de la policía o específicamente como uno de los asignados a la unidad de Casos Abiertos. Si iba a comprobarlo, Bosch sabía que lo habrían pillado sin demasiada explicación. Y sin pistola. Randolph le había confiscado por rutina su arma de repuesto para realizar análisis balísticos en relación con los disparos a Robert Foxworth.

Pratt empezó a caminar hacia el coche de Bosch. Bosch agarró el tirador de la puerta. Si lo necesitaba, saldría corriendo del coche hacia Verdugo, donde habría tráfico y gente.

Sin embargo, Pratt se detuvo de repente, y algo atrajo su atención a su espalda. Se volvió hacia la casa delante de la cual se había parado antes. Bosch siguió su mirada y vio que la puerta delantera de la casa estaba parcialmente abierta y que había una mujer mirando y llamando a Pratt mientras sonreía. Estaba oculta detrás de la puerta, pero uno de sus hombros desnudos estaba expuesto. Su expresión cambió cuando Pratt le dijo algo y le indicó que volviera a entrar. Ella hizo un mohín y le sacó la lengua. Desapareció de la puerta, dejándola abierta quince centímetros.

Bosch lamentó que su cámara estuviera en su coche, en Echo Park. No obstante, no necesitaba pruebas fotográficas para saber que reconocía a la mujer del umbral y que no era la esposa de Pratt; Bosch había conocido a la mujer de su jefe recientemente, cuando éste había anunciado su jubilación en una fiesta en la que estuvieron presentes todos los componentes de la brigada.

Pratt miró otra vez hacia el coche de Bosch. Dudó un momento, pero finalmente se volvió hacia la casa. Subió rápidamente los escalones, entró y cerró la puerta a su espalda. Bosch aguardó y, como esperaba, vio que Pratt descorría una cortina y miraba a la calle. Bosch se quedó agachado mientras los ojos de Pratt se entretenían en el Crown Vic. Sin duda alguna, el coche había atraído las sospechas de Pratt, pero Bosch supuso que el aliciente del sexo ilícito había podido con su instinto de verificar el coche.

Se oyó cierto alboroto cuando Pratt fue agarrado por detrás y se apartó de la ventana. La cortina volvió a quedar en su lugar.

Bosch se incorporó de inmediato, arrancó e hizo un giro de ciento ochenta grados desde el bordillo. Dobló a la derecha en Verdugo y se dirigió hacia Hollywood Way. Evidentemente el Crown Vic estaba quemado. Pratt lo buscaría activamente cuando saliera otra vez de la casa. Por fortuna para Bosch el aeropuerto de Burbank estaba cerca. Supuso que podría dejar el Crown Vic en el aeropuerto, alquilar un coche y volver a la casa en menos de media hora.

Mientras conducía trató de situar a la mujer a la que había visto mirando por la puerta de la casa. Recurrió a un par de técnicas de relajación mental que había empleado cuando los tribunales aceptaban la hipnotización de testigos. Pronto se estaba grabando la nariz y la boca de la mujer, las partes de ella que habían disparado su sensación de reconocimiento. Y enseguida lo tuvo. Era una joven y atractiva empleada civil del departamento que trabajaba en la oficina que había del otro lado del pasillo de Casos Abiertos. Era de la oficina de Personal, conocida por las tropas como Entradas y Salidas porque era el lugar donde ocurrían ambas cosas.

Pratt estaba echando una cana al aire, esperando que pasara la hora punta en un piso de Burbank. No era un mal plan si nadie se enteraba. Bosch se preguntó si la señora Pratt conocería las actividades extracurriculares de su marido.

Aparcó en el aeropuerto y entró en los carriles de aparcacoches, pensando que eso sería lo más rápido. El hombre de la chaqueta roja que le cogió el Crown Vic le preguntó cuándo volvería.

– No lo sé -dijo Bosch, que no lo había considerado.

– He de escribir algo en el tique -dijo el hombre.

– Mañana -dijo Bosch-. Si tengo suerte.

34

Bosch regresó a Catalina Street en treinta y cinco minutos. Pasó en su Taurus alquilado por delante de la fila de casas iguales y localizó el Jeep de Pratt todavía junto al bordillo. Esta vez encontró un lugar en el lado norte de la casa y aparcó allí. Mientras se agachaba en el coche y buscaba signos de actividad, encendió el móvil que había alquilado junto con el coche. Llamó al número de Rachel Walling, pero le salió el buzón de voz. Terminó la llamada sin dejar mensaje.

Pratt no salió hasta que había anochecido por completo. Se quedó delante del complejo, bajo la luz de la farola, y Bosch se fijó en que se había cambiado de ropa. Llevaba tejanos azules y una camiseta oscura de manga larga. Bosch comprendió por el cambio de indumentaria que la relación con la mujer de Personal era probablemente más que un rollo ocasional. Pratt dejaba la ropa en su casa.

Una vez más, Pratt echó un vistazo a ambos lados de la calle. Su mirada se entretuvo más en el lado sur, donde el Crown Vic había atraído su atención antes. Aparentemente satisfecho de que el coche se hubiera ido y de que no lo hubieran vigilado, Pratt entró en el Commander y enseguida arrancó. Hizo un giro de ciento ochenta grados y se dirigió al sur hacia Verdugo. A continuación giró a la derecha.

Bosch sabía que si Pratt estaba buscando a un perseguidor, reduciría la marcha en Verdugo y controlaría por el retrovisor a cualquier vehículo que doblara desde Catalina en su dirección. Teniendo esto en cuenta, Bosch hizo un giro de ciento ochenta grados y se dirigió una travesía al norte hasta Clark Avenue. Giró a la izquierda y aceleró el débil motor del coche. Circuló cinco manzanas hasta California Street y dobló rápidamente a la izquierda. Al final de la manzana saldría a Verdugo. Era un movimiento arriesgado; Pratt podría haberse alejado mucho, pero Bosch estaba actuando siguiendo una corazonada. Ver el Crown Vic había asustado a su jefe. Estaría plenamente alerta.

Bosch acertó. Justo al llegar a Verdugo vio el Commander plateado de Pratt pasando delante de él. Obviamente se había demorado en Verdugo buscando un perseguidor. Bosch dejó que le sacara cierta distancia y giró a la derecha para seguirlo.

Pratt no hizo movimientos evasivos después de este primer esfuerzo por descubrir a un perseguidor. Se quedó en Verdugo hasta North Hollywood y luego giró al sur en Cahuenga. Bosch casi lo perdió en el giro, pero pasó el semáforo en rojo. Estaba claro que Pratt no iba a casa; Bosch sabía que vivía en la dirección opuesta, en el valle septentrional.

Pratt se dirigía a Hollywood y Bosch supuso que simplemente planeaba unirse a los otros miembros de la brigada en Nat's. Sin embargo, a medio camino del paso de Cahuenga, giró a la derecha por Woodrow Wilson Drive y Bosch sintió que se le aceleraba el pulso: Pratt se dirigía ahora a su casa.

Woodrow Wilson serpenteaba por la ladera de las montañas de Santa Mónica, una curva cerrada tras otra. Era una calle solitaria y la única forma de seguir a un vehículo era hacerlo sin luces y mantenerse al menos una curva por detrás de las luces de freno del coche de delante.

Bosch se conocía las curvas de memoria. Vivía en Woodrow Wilson desde hacía más de quince años y podía conducir medio dormido, lo cual había hecho en alguna ocasión. Sin embargo, seguir a Pratt, un agente de policía atento a un perseguidor, suponía una dificultad única. Bosch trató de permanecer dos curvas por detrás. Eso significaba que perdería de vista las luces del coche de Pratt de vez en cuando, pero nunca durante demasiado tiempo.

Cuando estaba a dos curvas de su casa, Bosch levantó el pie y el coche de alquiler se detuvo finalmente antes de la última curva. Bosch bajó del coche, cerró silenciosamente la puerta y trotó por la curva. Se quedó cerca del seto que custodiaba la casa y el estudio de un lamoso pintor que vivía en esa manzana.

Avanzó a resguardo del seto hasta que vio el todoterreno de Pratt arriba. Había aparcado dos casas antes de llegar a la de Bosch. Las luces de Pratt estaban ahora apagadas y parecía que simplemente estaba allí sentado vigilando la casa.

Bosch miró a su casa y vio luces encendidas detrás de las ventanas de la cocina y el comedor. Vio la parte trasera de un coche sobresaliendo de su cochera. Reconoció el Lexus y supo que Rachel Walling estaba en su casa. Aunque se sintió animado por la perspectiva de que ella estuviera esperándole, Bosch estaba preocupado por lo que tramaba Pratt.

Al parecer estaba haciendo exactamente lo que había hecho la noche anterior, limitarse a observar y posiblemente tratar de determinar si Bosch estaba en casa.

Bosch oyó que se acercaba un coche detrás de él. Se volvió y empezó a caminar de nuevo hacia su Taurus de alquiler como si estuviera dando un paseo nocturno. El coche pasó a su lado lentamente, y entonces Bosch se volvió y se dirigió otra vez hacia el seto. Cuando el coche se acercó al Jeep de Pratt, éste arrancó otra vez y encendió las luces del todoterreno al tiempo que aceleraba.

Bosch se volvió y corrió de nuevo hacia su coche. Saltó al interior y arrancó. Mientras conducía pulsó el botón de rellamada en el teléfono de alquiler y enseguida sonó la línea de Rachel. Esta vez ella respondió.

– ¿Sí?

– Rachel, soy Harry. ¿Estás en mi casa?

– Sí, he estado esperando…

– Sal. Voy a recogerte. Corre.

– Harry, ¿qué es…?

– Sal y trae tu pistola. Ahora mismo.

Colgó el teléfono y se detuvo ante la puerta de su casa. Vio el brillo de luces de freno desapareciendo en torno a la siguiente curva, pero sabía que pertenecían al coche que había asustado a Pratt. Éste estaba mucho más adelante.

Bosch se volvió y miró a la puerta de su casa. Ya iba a tocar el claxon, pero Rachel estaba saliendo.

– Cierra la puerta -gritó Bosch a través de la puerta abierta del pasajero.

Rachel cerró la puerta y corrió hacia el coche.

– Entra. ¡Deprisa!

Ella entró de un salto y Bosch arrancó antes de que Rachel cerrara la puerta.

– ¿Qué está pasando?

Bosch le hizo un resumen mientras aceleraba por las curvas en el ascenso a Mulholland. Le contó que su jefe, Abel Pratt, era quien le había tendido la trampa, que él había planeado lo ocurrido en Beachwood Canyon. Le dijo que por segunda noche consecutiva estaba delante de su casa.

– ¿Cómo sabes todo esto?

– Sólo lo sé. Podré probarlo más tarde. Por ahora es un hecho.

– ¿Qué estaba haciendo fuera?

– No lo sé. Tratando de ver si yo estaba en casa, creo.

– Sonó tu teléfono.

– ¿Cuándo?

– Justo antes de que me llamaras al móvil. No respondí.

– Probablemente era él. Algo está pasando.

Doblaron la última curva antes de llegar a la encrucijada de cuatro direcciones de Mulholland. Bosch vio las luces de posición de un vehículo grande justo cuando desaparecía hacia la derecha. Otro coche llegó al stop. Era el que había puesto en marcha a Pratt. Atravesó el cruce en línea recta.

– El primero ha de ser Pratt. Ha girado a la derecha.

Bosch llegó al stop y también giró a la derecha. Mulholland era una vía serpenteante que seguía la cresta de la montaña a lo largo de la ciudad. Sus curvas eran más suaves y no tan cerradas como las de Woodrow Wilson. También era una calle más transitada de noche. Podría seguir a Pratt sin levantar excesiva sospecha.

Enseguida alcanzaron al vehículo que había girado y confirmaron que era el Commander de Pratt. Bosch entonces frenó un poco y durante los siguientes diez minutos siguió a Pratt por la montaña. Las luces parpadeantes del valle de San Fernando se extendían a sus pies en el lado norte. Era una noche despejada y veían hasta las montañas en sombra en el lado más alejado de la expansión urbana. Se quedaron en Mulholland tras pasar el cruce con Laurel Canyon Boulevard y continuaron hacia el oeste.

– Estaba esperándote en tu casa para decirte adiós -dijo Rachel de repente.

Al cabo de un momento de silencio, Bosch respondió.

– Lo sé. Lo entiendo.

– No creo que lo entiendas.

– No te ha gustado cómo he sido hoy la forma en que he ido tras Waits. No soy el hombre que pensabas que era. He oído eso antes, Rachel.

– No es eso, Harry. Nadie es el hombre que crees que es. Puedo soportarlo. Pero una mujer ha de sentirse segura con un hombre. Y eso incluye cuando no están juntos. ¿Cómo puedo sentirme segura cuando he visto de primera mano cómo trabajas? No importa si es la forma en que yo lo haría o no. No estoy hablando de nosotros de poli a poli. De lo que estoy hablando es de que nunca podría sentirme cómoda y segura. Todas las noches me preguntaría si ibas a volver a casa. No puedo hacer eso.

Bosch se dio cuenta de que estaba acelerando demasiado. Las palabras de Rachel habían hecho que inconscientemente pisará más a fondo el pedal. Se estaba acercando demasiado a Pratt. Frenó y se alejó a un centenar de metros de las luces de posición.

– Es un trabajo peligroso -dijo-. Pensaba que tú lo sabrías mejor que nadie.

– Lo sé, lo sé. Pero lo que he visto hoy era temeridad. No quiero tener que preocuparme por alguien que es temerario. Ya hay bastante por lo que preocuparse sin eso.

Bosch bufó. Hizo un gesto hacia las luces rojas que se movían delante de ellos.

– Vale -dijo-. Hablemos de eso después. Concentrémonos en esto por esta noche.

Como si le hubieran dado pie, Pratt viró bruscamente a la izquierda en Coldwater Canyon Drive y empezó a bajar hacia Beverly Hills. Bosch se entretuvo lo máximo que creía poder hacerlo e hizo el mismo giro.

– Bueno, todavía me alegro de que vengas conmigo -dijo.

– ¿Por qué?

– Porque si termina en Beverly Hills, no necesitaré llamar a los locales porque estoy con una federal.

– Me alegro de poder hacer algo.

– ¿Llevas tu pistola?

– Siempre. ¿Tú no llevas la tuya?

– Era parte de la escena del crimen. No sé cuándo la recuperaré. Y es la segunda pistola que me han quitado esta semana. Tiene que ser algún tipo de récord. Más pistolas perdidas en tiroteos temerarios.

La miró para ver si la estaba sacando de quicio, pero Rachel no mostró nada.

– Está girando -dijo.

Bosch volvió a centrar su atención en la calle y vio el intermitente de la izquierda parpadeando en el Commander. Pratt giró y Bosch continuó recto. Rachel se agachó para poder mirar por la ventana al cartel de la calle.

– Gloaming Drive -dijo-. ¿Todavía estamos en la ciudad?

– Sí. Gloaming se extiende bastante hacia allí, pero no hay forma de salir. He estado ahí antes.

La siguiente calle era Stuart Lane. Bosch la usó para dar la vuelta y enfilar otra vez Gloaming.

– ¿Sabes adónde puede ir? -preguntó Rachel.

– Ni idea. A casa de otra amiguita.

Gloaming era otra calle de curvas montañosa. Pero ahí terminaba la semejanza con Woodrow Wilson Drive. Las casas de Gloaming eran de las que cuestan siete cifras, y todas tenían césped pulcramente cuidado y setos sin una sola hoja fuera de sitio. Bosch condujo despacio, buscando el Jeep Commander plateado.

– Ahí -dijo Rachel.

Señaló por la ventanilla a un Jeep aparcado en la rotonda de una mansión de diseño francés. Bosch pasó al lado y aparcó dos casas más allá. Salieron y desanduvieron el camino.

– ¿West Coast Choppers?

Walling no había podido ver la parte delantera de la sudadera de Bosch cuando éste estaba conduciendo.

– Me ayudó a camuflarme en un caso una vez.

La verja del sendero de entrada estaba abierta. El buzón de hierro forjado no tenía nombre. Bosch lo abrió y miró en su interior. Estaban de suerte. Había correo, una pequeña pila unida con una goma. La sacó y giró el sobre de encima hacia una farola para leerlo.

– «Maurice.» Es la casa de Maury Swann -dijo.

– Bonita -dijo Rachel-. Supongo que tendría que haber sido abogado defensor.

– Lo habrías hecho bien trabajando con criminales.

– Vete a la mierda, Bosch.

La charla terminó cuando oyeron una voz procedente de detrás de un seto alto que recorría el lado izquierdo de la casa.

– ¡He dicho que te metas ahí!

Se oyó un chapoteo y Bosch y Walling se dirigieron hacia el sonido.

35

Bosch registró el seto con la mirada, buscando un resquicio por el que colarse. No parecía haber ninguno en la parte delantera. Cuando se acercaron, le indicó a Rachel que siguiera el seto hacia la derecha mientras él se dirigía hacia la izquierda. Se fijó en que ella llevaba el arma al costado.

El seto tenía al menos tres metros de altura y era tan espeso que Bosch no veía la luz de la piscina o la casa a través de él. Sin embargo, al avanzar junto a él, oyó el sonido de chapoteo y voces, una de las cuales reconoció que pertenecía a Abel Pratt. Las voces estaban cerca.

– Por favor, no sé nadar. ¡No hago pie!

– Entonces ¿para qué tienes una piscina? Chapotea.

– ¡Por favor! No voy a… ¿Por qué iba a contarle…?

– Eres abogado y a los abogados os gusta jugar a varias bandas.

– Por favor.

– Te estoy diciendo que sólo con que sospeche que me la estás jugando, la próxima vez no será una piscina. Será el puto océano Pacífico. ¿Lo entiendes?

Bosch llegó a una zona donde estaba la bomba del filtro de la piscina y el climatizador sobre una placa de hormigón. Había asimismo una pequeña abertura en el seto para que pasara un empleado de mantenimiento. Bosch se coló por el resquicio y accedió al suelo de baldosas que rodeaba una gran piscina ovalada. Estaba seis metros detrás de Pratt, que se hallaba de pie junto al seto, mirando a un hombre en el agua. Pratt sostenía una larga pértiga azul con una extensión curvada. Era para llevar a nadadores en apuros hasta el lado de la piscina, pero Pratt la sostenía justo fuera del alcance del hombre. Éste trataba de agarrarla desesperadamente, pero cada vez Pratt la alejaba de un tirón.

Era difícil identificar al hombre en el agua como Maury Swann. Las luces estaban apagadas y la piscina estaba a oscuras. Swann no llevaba gafas y el pelo parecía haber resbalado de su cuero cabelludo a la parte de atrás de su cabeza como víctima de un corrimiento de tierra. En su calva brillante había una tira de cinta adhesiva para mantener el peluquín en su sitio.

El sonido del filtro de la piscina daba cobertura a Bosch. Se acercó sin que repararan en él hasta colocarse a un par de metros de Pratt antes de hablar.

– ¿Qué está pasando, jefe?

Pratt rápidamente bajó la pértiga para que Swann pudiera agarrar el gancho.

– ¡Agárrate, Maury! -gritó Pratt-. Estás a salvo.

Swann se agarró y Pratt empezó a tirar de él hacia el borde de la piscina.

– Te tengo, Maury -dijo Pratt-. No te preocupes.

– No ha de molestarse con el número del salvavidas -dijo Bosch-. Lo he oído todo.

Pratt hizo una pausa y miró a Swann en el agua. Estaba a un metro del borde.

– En ese caso… -dijo Pratt.

Soltó la pértiga y llevó su mano derecha a la parte de atrás del cinturón.

– ¡No!

Era Walling. Había encontrado su propia forma de atravesar el seto. Estaba en el otro lado de la piscina, apuntando a Pratt con su arma.

Pratt se quedó petrificado y pareció tomar una decisión sobre si desenfundar o no. Bosch se colocó tras él y le arrancó la pistola de sus pantalones.

– ¡Harry! -gritó Rachel-. Yo lo tengo a él. Coge al abogado.

Swann se estaba hundiendo. La pértiga azul estaba hundiéndose con él. Bosch fue rápidamente al borde de la piscina y la agarró. Tiró de Swann hasta la superficie. El abogado empezó a toser y a escupir agua. Se agarró con tuerza a la pértiga y Bosch lo condujo hasta el lado poco profundo. Rachel se acercó a Pratt y le ordenó que pusiera las muñecas detrás de la cabeza.

Maury Swann estaba desnudo. Subió los escalones del lado menos hondo tapándose las pelotas arrugadas con una mano y tratando de colocarse bien el tupé con la otra. Rindiéndose con el peluquín, se lo arrancó del todo y lo tiró a las baldosas, donde aterrizó con un paf. Fue directamente a una pila de ropa que había junto a un banco y empezó a vestirse mientras seguía empapado.

– Bueno, ¿qué está pasando aquí, Maury? -preguntó Bosch.

– Nada que le concierna.

Bosch asintió.

– Ya lo pillo. Un tipo viene aquí para echarlo a la piscina y ver cómo se hunde, quizá hacer que parezca un suicidio o un accidente, y usted no quiere que nadie se preocupe al respecto.

– Era un desacuerdo, nada más. Me estaba asustando, no ahogándome.

– ¿Eso significa que usted y él tenían un acuerdo antes de tener este desacuerdo?

– No voy a responder a eso.

– ¿Por qué le estaba asustando?

– No voy a responder a ninguna de sus preguntas.

– Entonces quizá debería irme y dejar que ustedes dos terminen con su desacuerdo. Quizá sería lo mejor que se puede hacer aquí.

– Haga lo que quiera.

– ¿Sabe lo que pienso? Creo que con su cliente Raynard Waits muerto, sólo hay una persona que puede relacionar al detective Pratt con los Garland. Creo que su socio estaba deshaciéndose de ese vínculo porque se estaba asustando. Estaría en el fondo de esa piscina si no hubiéramos llegado aquí.

– Puede hacer y pensar lo que quiera. Pero lo que le estoy diciendo es que teníamos un desacuerdo. El pasó cuando me estaba dando mi baño nocturno y divergimos respecto a una cuestión.

– Pensaba que no sabía nadar, Maury. ¿No es lo que ha dicho?

– He terminado de hablar con usted, detective. Ahora puede irse de mi propiedad.

– Todavía no, Maury. ¿Por qué no termina de vestirse y se une a nosotros en el lado profundo?

Bosch dejó al abogado allí, tratando de meter las piernas mojadas en unos pantalones de seda. En el otro extremo de la piscina, Pratt estaba esposado y sentado en un banco de cemento.

– No voy a decir nada hasta que hable con un abogado -dijo.

– Bueno, allí hay uno que se está vistiendo -dijo Bosch-. Quizá pueda contratarlo.

– No voy a hablar; Bosch -repitió Pratt.

– Buena decisión -dijo Swann desde el otro extremo-. Regla número uno: no hablar nunca con los polis.

Bosch miró a Rachel y casi se le escapó la risa.

– ¿Puedes creerlo? Hace dos minutos estaba intentando ahogar a este tipo y ahora él le está dando consejo legal gratis.

– Consejo legal sensato -dijo Swann.

Swann caminó hasta donde estaban esperando los demás. Bosch se fijó en que la ropa se le pegaba al cuerpo mojado.

– No estaba intentando ahogarlo -dijo Pratt-, estaba intentando ayudarle. Pero es lo único que voy a decir.

Bosch miró a Swann.

– Súbase la cremallera, Maury, y siéntese aquí.

Bosch señaló un lugar en el banco, al lado de Pratt.

– No, no creo que quiera -replicó Swann.

Se encaminó hacia la casa, pero Bosch dio dos pasos y lo cortó. Lo redirigió al banco.

– Siéntese -dijo-. Está detenido.

– ¿Por qué? -repuso Swann con indignación.

– Doble homicidio. Los dos están detenidos.

Swann se rio como si estuviera tratando con un niño. Ahora que se había vestido estaba recuperando parte de su fanfarronería.

– ¿Y qué homicidios son ésos?

– Detective Fred Olivas y ayudante del sheriff Derek Doolan.

Ahora Swann negó con la cabeza, con la sonrisa intacta en el rostro.

– Supongo que esos cargos entran dentro de la ley de muertes en la comisión de un delito, porque hay amplias pruebas de que nosotros no apretamos el gatillo que disparó las balas que mataron a Olivas y Doolan.

– Siempre es bueno tratar con un abogado. Detesto tener que explicar la ley constantemente.

– Es una pena que necesite que le expliquen la ley a usted, detective Bosch. La ley de muertes en la comisión de un delito se aplica cuando alguien fallece durante la comisión de un delito grave. Si se franquea ese umbral, entonces los conspiradores en la empresa criminal pueden ser acusados de homicidio.

Bosch asintió con la cabeza.

– Eso lo tengo -dijo-. Y le tengo a usted.

– Entonces sea tan amable de decir qué umbral criminal es el que he franqueado.

Bosch pensó un momento antes de responder.

– ¿Qué le parece incitación al perjurio y obstrucción a la justicia? Podríamos empezar por ahí y subir a corrupción de un agente público, quizás instigar y facilitar la fuga de un custodiado de la justicia.

– Y también podemos terminar ahí -dijo Swann-. Yo estaba representando a mi cliente. No cometí ninguno de esos delitos y usted no tiene la menor prueba de ello. Si me detiene, lo único que conseguirá será su propia ruina y bochorno. -Se levantó-. Buenas noches a todos.

Bosch se acercó y puso la mano en el hombro de Swann. Lo condujo de nuevo al banco.

– Siéntese de una puta vez. Está detenido. Dejaré que los fiscales decidan sobre el umbral de los delitos. A mí me importa una mierda. Por lo que a mí respecta, dos polis están muertos y mi compañera va a terminar su carrera por su culpa, Maury. Así que a la mierda.

Bosch miró a Pratt, que estaba sentado con una ligera sonrisa en el rostro.

– Es bueno tener a un abogado en la casa, Harry -dijo-. Creo que lo que dice Maury es muy interesante. Quizá deberías pensar en ello antes de hacer ninguna temeridad.

Bosch negó con la cabeza.

– No se va a librar de esto -dijo-. Ni mucho menos.

Esperó un momento, pero Pratt no dijo nada.

– Sé que urdió la trampa -dijo Bosch-. Todo el asunto en Beachwood Canyon fue cosa suya. Fue usted quien hizo el trato con los Garland, y luego acudió a Maury para meter a Waits. Manipuló el expediente después de que Waits le proporcionara un alias. Puede que Maury tenga razón con el rollo las muertes en la comisión de un delito, pero hay más que suficiente para la obstrucción, y si consigo eso, entonces le tengo a usted. Eso quiere decir que no habrá ninguna isla y ninguna pensión, jefe. Eso significa que cae envuelto en llamas.

Los ojos de Pratt bajaron de Bosch a las aguas oscuras de la piscina.

– Yo quiero a los Garland y usted puede dármelos -prosiguió Bosch.

Pratt negó con la cabeza, sin apartar la mirada del agua.

– Entonces en marcha -dijo Bosch-. Vamos.

Hizo una señal a Pratt y Swann para que se levantaran. Ambos obedecieron. Bosch hizo volverse a Swann para poder esposarlo. Al hacerlo, miró a Pratt por encima del hombro del abogado.

– Cuando presentemos cargos, ¿a quién va a llamar para que pague la fianza, a su esposa o a la chica de Entradas y Salidas?

Pratt inmediatamente se sentó como si le hubieran dado un puñetazo. Bosch se lo había guardado como último cartucho. Mantuvo la presión.

– ¿Cuál iba a acompañarle a la isla? ¿A su plantación de azúcar? Mi apuesta es «como se llame».

– Se llama Jessie Templeton. Y te vi vigilándome en su casa esta noche.

– Sí, y yo vi que me veía. Pero dígame, ¿cuánto sabe Jessie Templeton? ¿Y va a ser ella tan fuerte como usted cuando vaya a verla después de acusarle?

– Bosch, ella no sabe nada. Déjela al margen de esto. Y también deje a mi esposa y a los niños al margen.

Bosch negó con la cabeza.

– No funciona así. Lo sabe. Vamos a poner todo patas arriba y a agitarlo para ver qué cae. Voy a encontrar el dinero que le pagaron los Garland y lo relacionaré con usted, con Maury Swann, con todos. Sólo espero que no usara a su amiguita para esconderlo. Porque si lo hizo, ella también caerá.

Pratt se inclinó hacia delante en el banco. Bosch tenía la impresión de que si no hubiera tenido las manos esposadas a la espalda, las habría usado en ese momento para sostenerse la cabeza y ocultar la cara al mundo. Bosch había estado golpeándole como un leñador que asesta hachazos a un árbol. Ahora apenas se mantenía en pie. Bastaba con un pequeño empujón para derribarlo.

Bosch entregó a Swann a Rachel, que lo cogió por uno de los brazos, y se volvió hacia Pratt.

– Alimentó al perro equivocado -dijo Bosch.

– ¿Qué se supone que significa?

– Todo el mundo toma decisiones y usted se equivocó. El problema es que no pagamos nosotros solos por nuestros errores. Arrastramos a gente en la caída.

Bosch caminó hasta el borde de la piscina y miró el agua. Temblaba en la parte superior, pero era impenetrablemente negra por debajo de la superficie. Esperó, pero el árbol no tardó en caer.

– Jessie no ha de ser parte de esto, y mi mujer no ha de saber de ella -dijo Pratt.

Era una oferta abierta. Pratt iba a hablar. Bosch pateó el borde embaldosado de la piscina y se volvió para mirarlo.

– No soy fiscal, pero apuesto a que podremos arreglar algo.

– Pratt, ¡estás cometiendo un gran error! -dijo Swann con urgencia.

Bosch se agachó hacia Pratt y le palpó los bolsillos hasta que encontró las llaves del Commander y las sacó.

– Rachel, lleva al señor Swann al coche del detective Pratt. Será mejor para transportarlo. Ahora iremos.

Le lanzó las llaves y la agente del FBI condujo a Swann hacia la abertura del seto por la que ella había entrado. Tuvo que empujarlo. El abogado miró por encima del hombro al caminar y se dirigió a Pratt.

– No hables con ese hombre -gritó-. ¿Me has oído? ¡No hables con nadie! ¡Nos meterás a todos en prisión!

Swann no paró de gritar su consejo legal a través del seto. Bosch esperó hasta que la puerta del coche se cerró y apagó su voz. Luego se puso de pie delante de Pratt y se fijó en que el sudor goteaba en el rostro de su jefe desde la línea de nacimiento del cabello.

– No quiero que ni Jessie ni mi familia estén involucrados -dijo Pratt-. Y quiero un trato. No quiero ir a prisión, se me permite retirarme y mantener mi pensión.

– Quiere mucho para ser un hombre que ha propiciado la muerte de dos personas.

Bosch empezó a pasear, tratando de buscar una fórmula que funcionara para los dos. Rachel volvió a entrar a través del seto. Bosch la miró y estaba a punto de preguntar por qué había dejado a Swann desatendido.

– Cerraduras a prueba de niños -dijo-. No puede salir.

Bosch asintió con la cabeza y centró su atención de nuevo en Pratt.

– Como he dicho, quiere mucho -dijo-. ¿Qué ofrece a cambio?

– Puedo darte fácilmente a los Garland-dijo Pratt desesperadamente-. Anthony me llevó allí hace dos semanas y me condujo al cadáver de la chica. Y a Maury Swann puedo servírtelo en una bandeja. Ese tipo es tan corrupto como…

No terminó.

– ¿Como usted?

Pratt bajó la mirada y asintió lentamente con la cabeza.

Bosch trató de dejar todo lo demás de lado para poder pensar con claridad en la oferta de Pratt. Éste tenía las manos manchadas con la sangre de Freddy Olivas y del ayudante Doolan. Bosch no sabía si podría venderle el trato a un fiscal. No sabía si podía vendérselo ni siquiera a sí mismo. Sin embargo, en ese momento, deseaba intentarlo si eso significaba llegar finalmente al hombre que había matado a Marie Gesto.

– No hay promesas -dijo-. Iremos a ver a un fiscal.

Bosch pasó a la última pregunta importante.

– ¿Y O'Shea y Olivas?

Pratt negó una vez con la cabeza.

– Están limpios en esto.

– Garland metió al menos veinticinco mil en la campaña de O'Shea. Está documentado.

– Sólo estaba cubriendo las apuestas. Si O'Shea empezaba a sospechar, T. Rex podría mantenerlo a raya porque habría parecido un soborno.

Bosch asintió. Sintió el resquemor de la humillación por lo que había pensado de O'Shea y lo que le había dicho.

– Eso no era lo único en lo que te equivocabas -dijo Pratt.

– Ah, ¿no?, ¿en qué más?

– Dijiste que fui a los Garland con esto. No lo hice. Vinieron ellos, Harry.

Bosch negó con la cabeza. No creía a Pratt por el simple motivo de que si los Garland hubieran tenido la intención de comprar a un poli, su primera opción habría sido la fuente de su problema: Bosch. Eso nunca ocurrió y por eso Bosch estaba convencido de que la trama había sido urdida por Pratt al tratar de hacer malabarismos con su jubilación, un posible divorcio, una amante y los otros secretos que pudiera contener su vida. Había acudido a los Garland con ello. Había acudido también a Maury Swann.

– Cuénteselo al fiscal -dijo Bosch-. Quizá a él le importe.

Miró a Rachel y ella asintió con la cabeza.

– Rachel, tú coge el jeep con Swann. Yo llevaré al detective Pratt en mi coche. Quiero mantenerlos separados.

– Buena idea.

Bosch señaló a Pratt el camino.

– Vamos.

Pratt se levantó otra vez y se situó cara a cara con Bosch.

– Harry, has de saber algo antes.

– ¿Qué?

– Se suponía que nadie iba a resultar herido. Era un plan perfecto en el que nadie resultaba herido. Fue Waits el que lo mandó todo a la mierda en el bosque. Si hubiera hecho lo que le pidieron, todo el mundo seguiría vivo y feliz, incluso tú. Habrías resuelto el caso Gesto. Fin de la historia. Así es como se suponía que tendría que haber sido.

Bosch tuvo que esforzarse para contener su ira.

– Bonito cuento de hadas -dijo-. Salvo por la parte de la historia en que la princesa nunca se despierta y el verdadero asesino se queda tan ancho y todo el mundo vive feliz después. Siga contándose este cuento. Quizás algún día pueda vivir con él.

Bosch lo agarró con fuerza del brazo y lo condujo hacia la abertura en el seto.