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Quinta parte. Echo Park

36

A las 10 de la mañana del lunes, Abel Pratt salió de su coche y cruzó el césped verde de Echo Park hasta un banco donde había un anciano sentado bajo los brazos protectores de la Dama del Lago. Había cinco palomas descansando en los hombros y en las manos orientadas hacia el cielo de la estatua y otra más en la cabeza, pero la dama no mostraba signos de molestia o fatiga.

Pratt metió el periódico doblado que llevaba en la papelera repleta que había junto a la estatua y se sentó en el banco al lado del anciano. Miró las aguas tranquilas del lago Echo, que estaba delante de ellos. El anciano, que sostenía un bastón junto a su rodilla y lucía un traje de calle de color habano con un pañuelo granate en el bolsillo del pecho, habló primero.

– Recuerdo cuando podías traerte a la familia aquí un domingo y no tenías que preocuparte de que te dispararan las bandas.

Pratt se aclaró la garganta.

– ¿Es eso lo que le preocupa, señor Garland? ¿Las bandas? Bueno, le diré un secreto. Ésta es una de las horas más seguras en cualquiera de los barrios de la ciudad. La mayoría de los pandilleros no se levantan hasta la tarde. Por eso cuando vamos con órdenes judiciales nos presentamos por la mañana. Siempre los pillamos en la cama.

Garland asintió de manera aprobadora.

– Es bueno saberlo. Pero no es eso lo que me preocupa. Me preocupa usted, detective Pratt. Nuestro negocio había concluido. No esperaba volver a tener noticias suyas.

Pratt se inclinó hacia delante y examinó el parque. Estudió las hileras de mesas en el otro lado del lago, donde los ancianos jugaban al dominó. Su mirada recorrió los coches aparcados junto al bordillo que rodeaba el parque.

– ¿Dónde está Anthony? -preguntó.

– Ya vendrá. Está tomando precauciones.

Pratt asintió con la cabeza.

– Las precauciones son buenas -dijo.

– No me gusta este sitio -dijo Garland-. Está lleno de gente desagradable. Y eso le incluye a usted. ¿Por qué estamos aquí?

– Espera un momento -dijo una voz detrás de ellos-. No digas una palabra más, papá.

Anthony Garland se había acercado por su lado ciego. Rodeó la estatua hasta el banco situado al borde del agua, se quedó de pie delante de Pratt y le pidió que se levantara.

– Arriba -dijo.

– ¿Qué es esto? -protestó Pratt con suavidad.

– Sólo levántese.

Pratt hizo lo que le pidieron y Anthony Garland sacó una pequeña varilla electrónica del bolsillo de su americana. Empezó a pasarla arriba y abajo por delante de Pratt, de la cabeza a los pies.

– Si está transmitiendo una RF, esto me lo dirá.

– Bien. Siempre me había preguntado si tenía una RE Con esas mujeres de Tijuana nunca se sabe.

Nadie rio. Anthony Garland pareció satisfecho con el escaneo de señales de radiofrecuencia y empezó a guardarse la varilla. Pratt empezó a sentarse.

– Espere -dijo Garland.

Pratt se quedó de pie y Garland empezó a pasar sus manos por el cuerpo de Pratt como segunda precaución.

– Nunca se puede estar seguro con un canalla como usted, detective.

Colocó las manos en la cintura de Pratt.

– Eso es mi pistola -dijo Pratt.

Garland siguió cacheando.

– Eso es mi móvil.

Las manos bajaron.

– Y eso son mis cojones.

Garland cacheó a continuación ambas piernas del policía y cuando quedó satisfecho le dijo a Pratt que podía sentarse. El detective volvió a acomodarse al lado del anciano.

Anthony Garland permaneció de pie junto al banco, de espaldas al lago y con los brazos cruzados delante del pecho.

– Está limpio -dijo.

– Vale, pues -dijo T. Rex Garland-. Podemos hablar. ¿De qué se trata, detective Pratt? Creía que se lo habíamos dejado claro. No nos llame. No nos amenace. No nos diga dónde estar ni cuándo.

– ¿Habrían venido si no los hubiera amenazado?

Ninguno de los Garland respondió. Pratt sonrió con petulancia y asintió.

– A las pruebas me remito.

– ¿Por qué estamos aquí? -preguntó el anciano-. Lo he dejado muy claro antes. No quiero que nada de esto salpique a mi hijo. ¿Por qué ha de estar él aquí?

– Bueno, porque no había vuelto a verlo desde nuestro paseíto por el bosque. Somos amigos, ¿verdad, Anthony?

Anthony no dijo nada. Pratt insistió.

– Quiero decir, uno espera tener cierta relación con un tipo que te lleva a un cadáver en el bosque. Pero no he tenido noticias de Anthony desde que estuvimos juntos en Beachwood.

– No quiero que hable con mi hijo -dijo T. Rex Garland-. No hable con mi hijo. Le compraron y le pagaron para eso, detective, ¿lo entiende? Es la única vez que convoca una reunión conmigo. Yo le llamaré. No me llame.

El anciano no miró en ningún momento a Pratt mientras hablaba. Sus ojos estaban orientados hacia el lago. El mensaje era claro. Pratt no merecía su atención.

– Sí, todo eso estaba bien, pero las cosas han cambiado -dijo Pratt-. Por si acaso no han leído los periódicos ni han visto la tele, las cosas se fueron a la mierda allá arriba.

El anciano permaneció sentado, pero extendió los brazos hacia delante y puso las palmas de ambas manos en la cabeza de dragón labrada en oro en la empuñadura de su bastón. Habló con calma.

– ¿Y de quién es la culpa? Nos dijo que usted y el abogado podían mantener a raya a Waits. Nos dijo que nadie resultaría herido. Lo llamó una operación limpia. Ahora miré en qué nos ha involucrado.

Pratt tardó unos segundos en responder.

– Se ha involucrado usted mismo. Quería algo y yo era el proveedor. No importa de quién es la falta, la conclusión es que necesito más dinero.

T. Rex Garland negó lentamente con la cabeza.

– Cobró un millón de dólares -dijo.

– Tuve que repartirlo con Maury Swann -respondió Pratt.

– Sus gastos de subcontratación no son de mi incumbencia.

– La tarifa se basaba en que todo funcionara sin complicaciones. Waits cargaba con Gesto, caso cerrado. Ahora hay complicaciones e investigaciones en marcha de las que ocuparse.

– Tampoco eso es de mi incumbencia. Nuestro trato está hecho.

Pratt se inclinó hacia delante en el banco y puso los codos en las rodillas.

– No está hecho del todo, T. Rex -dijo-. Y quizá debería preocuparle, porque ¿sabe quién me hizo una visita el viernes por la noche? Harry Bosch. Y le acompañaba una agente del FBI. Me llevaron a una pequeña reunión con el señor Rick O'Shea. Resulta que antes de que Bosch acabara con Waits el muy cabrón le dijo que él no mató a Marie Gesto. Y eso pone a Bosch con el aliento detrás de su nuca, Junior. Y de la mía. Casi han desenredado toda la historia relacionándome a mí con Maury Swann. Sólo necesitan que alguien llene los espacios en blanco, y como no pueden llegar a Swann, quieren que ese alguien sea yo. Están empezando a presionarme.

Anthony Garland gruñó y dio una patada en el suelo con sus caros mocasines.

– ¡Maldita sea! Sabía que todo este asunto iba…

Su padre levantó una mano para calmarlo.

– Bosch y el FBI no importan -dijo el anciano-. Se trata de lo que haga O'Shea, y nos hemos ocupado de O'Shea. Está comprado y pagado. Sólo que todavía no lo sabe. Una vez que le comunique su situación, hará lo que yo le diga que haga, si quiere ser fiscal del distrito.

Pratt negó con la cabeza.

– Bosch no va a renunciar. No lo ha hecho en trece años y no lo hará ahora.

– Entonces ocúpese de eso. Es su parte del trato. Yo me ocupo de O'Shea y usted se ocupa de Bosch. Vamos, hijo.

El anciano empezó a incorporarse, apoyándose en el bastón. Su hijo se levantó para ayudarle.

– Esperen un momento -dijo Pratt-. No van a ninguna parte. He dicho que necesito más dinero y lo digo en serio. Me ocuparé de Bosch, pero luego he de desaparecer. Necesito dinero para hacerlo.

Anthony Garland señaló enfadado a Pratt en el banco.

– Maldito saco de mierda -dijo-. Fue usted el que acudió a nosotros. Todo esto es su plan desde el principio hasta el final. ¿Mataron a dos personas por su culpa, y ahora tiene las pelotas de volver a pedir más dinero?

Pratt se encogió de hombros y separó las manos.

– Estoy en una disyuntiva, igual que ustedes. Puedo quedarme quieto con las cosas como están y ver cuánto se acercan. O puedo desaparecer ahora mismo. Lo que deberían saber es que siempre hacen tratos con el pez pequeño para coger al grande. Yo soy el pez pequeño, Anthony. ¿El pez grande? Ése sería usted. -Se volvió hacia el anciano-. ¿Y el pez más gordo? Ése sería usted.

T. Rex Garland dijo que sí con la cabeza. Era un hombre de negocios pragmático y pareció entender la gravedad de la situación.

– ¿Cuánto? -preguntó-. ¿Cuánto por desaparecer?

Pratt no dudó.

– Quiero otro millón de dólares y estará bien invertido si me lo dan. No pueden llegar a ninguno de ustedes sin mí. Si yo desaparezco, el caso desaparece. Así que el precio es un millón y no es negociable. Por menos que eso no merece la pena huir. Haré un trato con el fiscal y me arriesgaré.

– ¿Y Bosch? -preguntó el anciano-. Ya ha dicho que no iba a rendirse. Ahora que sabe que Raynard Waits no…

– Me ocuparé de él antes de largarme -dijo Pratt, cortándolo-. Eso lo liaré gratis.

Metió la mano en el bolsillo y sacó un trozo de papel con números escritos en él. Lo deslizó por el banco hasta el anciano.

– Ésta es la cuenta bancaria y el código de transferencia. El mismo que antes.

Pratt se levantó.

– ¿Saben qué les digo?, háblenlo entre ustedes. Yo voy al cobertizo a mear. Cuando vuelva necesitaré una respuesta.

Pratt pasó muy cerca de Anthony y ambos hombres se sostuvieron una mirada de odio.

37

Harry Bosch estudió los monitores en la furgoneta de vigilancia. El FBI había trabajado toda la noche instalando cámaras en ocho puntos del parque. Uno de los laterales del interior de la furgoneta estaba completamente cubierto por un conjunto de pantallas digitales que mostraban diversas perspectivas del banco donde T. Rex Garland y su hijo estaban sentados esperando que volviera Abel Pratt. Las cámaras estaban situadas en cuatro de las farolas del parque, en dos lechos de flores, en el farol falso de encima del cobertizo y en la falsa paloma colocada en la cabeza de la Dama del lago.

Asimismo, los técnicos del FBI habían instalado receptores de sonido por microondas triangulando el banco. El barrido sónico se optimizaba gracias a micrófonos direccionales situados en la falsa paloma, un lecho de flores y el periódico doblado que Pratt había dejado en la papelera. Un técnico de sonido del FBI llamado Jerry Hooten estaba sentado en la furgoneta con unos enormes auriculares, manipulando la entrada de audio para producir el sonido más limpio. Bosch y los demás habían podido observar a Pratt y los Garland y oír su conversación palabra por palabra.

Los demás eran Rachel Walling y Rick O'Shea. El fiscal estaba sentado delante y en el centro, y las pantallas de vídeo estaban dispuestas ante él. Era su jugada. Walling y Bosch estaban sentados a ambos lados.

O'Shea se quitó los auriculares.

– ¿Qué les parece? -preguntó-. Va a llamar. ¿Qué le digo?

Tres de las pantallas mostraban a Pratt a punto de entrar en los lavabos del parque. Según el plan, esperaría hasta que los lavabos estuvieran vacíos y llamaría al número de la furgoneta de vigilancia desde su teléfono móvil.

Rachel se bajó los cascos al cuello y lo mismo hizo Bosch.

– No lo sé -dijo ella-. Es cosa suya, pero no tenemos un reconocimiento del hijo en relación con Gesto.

– Eso es lo que estaba pensando -respondió O'Shea.

– Bueno -dijo Bosch-, cuando Pratt habló de que él lo condujo al cadáver, Anthony no lo ha negado.

– Tampoco lo ha admitido -dijo Rachel.

– Pero si un tipo está sentado ahí hablándote de encontrar un cadáver que tú enterraste y tú no sabes de qué está hablando creo que dirías algo.

– Sí, eso puede ser un argumento para el jurado -dijo O'Shea-. Sólo estoy diciendo que todavía no ha hecho nada que pueda calificarse como una confesión abierta. Necesitamos más.

Bosch asintió con la cabeza, admitiendo el punto de vista del fiscal. El sábado por la mañana se había decidido que la palabra de Pratt no iba a ser suficiente. Su testimonio de que Anthony Garland lo había conducido al cadáver de Marie Gesto y de que había cobrado un soborno por parte de T. Rex Garland no bastaba para construir una acusación sólida. Pratt era un poli corrupto y edificar una estrategia sobre la base de su testimonio era demasiado arriesgado en una época en que los jurados sospechaban en gran medida de la integridad y el comportamiento de la policía. Necesitaban obtener admisiones de los dos Garland para que el caso se situara en terreno sólido.

– Miren, lo único que estoy diciendo es que creo que es bueno, pero todavía no lo tenemos -dijo O'Shea-. Necesitamos un recono…

– ¿Y el viejo? -preguntó Bosch-. Creo que Pratt ha conseguido que se eche la mierda encima.

– Estoy de acuerdo -dijo Rachel-. Está acabado. Si lo vuelve a mandar, dígale que se concentre en Anthony.

Como si ése hubiera sido el pie, se oyó un zumbido grave que indicaba una llamada entrante. O'Shea, que no estaba familiarizado con el equipo, levantó un dedo sobre la consola y buscó el botón adecuado.

– Aquí -dijo Hooten.

Pulsó el botón y se abrió la línea del móvil.

– Aquí la furgoneta -dijo O'Shea-. Está en el altavoz.

– ¿Cómo lo he hecho? -preguntó Pratt.

– Es un comienzo -dijo O'Shea-. ¿Por qué ha tardado tanto en llamar?

– Realmente tenía que mear.

Mientras O'Shea le decía a Pratt que volviera al banco y tratara una vez más de conseguir que Anthony Garland se delatara, Bosch volvió a colocarse los auriculares para oír la conversación que se desarrollaba en el banco.

Por lo que se veía en las pantallas, parecía que Anthony Garland estaba discutiendo con su padre. El anciano le estaba señalando con el dedo.

Bosch lo pilló a mitad.

– Es nuestra única salida -dijo Anthony Garland.

– ¡He dicho que no! -ordenó el anciano-. No puedes hacer eso. No vas a hacerlo.

En la pantalla Anthony se alejó de su padre y luego volvió a acercarse. Era como si llevara una correa invisible. Se inclinó hacia su padre y esta vez fue él quien señaló con el dedo. Lo que dijo lo pronunció en voz tan baja que los micrófonos del FBI sólo captaron un murmullo. Bosch presionó las manos sobre los auriculares, pero no lo entendió.

– Jerry-dijo-, ¿puede afinar esto?

Bosch señaló las pantallas. Hooten se puso los auriculares y se afanó con los diales de audio. Pero era demasiado tarde. La íntima conversación entre padre e hijo había concluido. Anthony Garland acababa de enderezarse delante de su padre y le dio la espalda. Estaba mirando en silencio al otro lado del lago.

Bosch se echó atrás para poder ver la pantalla que mostraba un ángulo del banco desde una de las farolas situadas al borde del agua. Era la única cámara que captaba el rostro de Anthony en ese momento. Bosch vio la rabia en sus ojos. La había visto antes.

Anthony apretó la mandíbula y negó con la cabeza. Se volvió hacia su padre.

– Lo siento, papá.

Dicho esto, empezó a caminar hacia el cobertizo. Bosch vio que caminaba con decisión hacia la puerta de los lavabos. Vio que metía la mano en la americana.

Bosch se quitó los auriculares.

– ¡Anthony va a los lavabos! -dijo-. ¡Creo que lleva una pistola!

Bosch se levantó de un salto y empujó a Hooten para llegar a la puerta de la furgoneta. Tardó un poco en abrirla porque no conocía el sistema de apertura. Detrás de él oyó que O'Shea ladraba órdenes en el micrófono de la radio.

– ¡Todo el mundo en marcha! ¡En marcha! El sospechoso va armado. Repito, el sospechoso va armado.

Bosch finalmente salió de la furgoneta y echó a correr hacia el cobertizo. No había rastro de Anthony Garland. Ya estaba dentro.

Bosch se encontraba en el otro extremo del parque y a más de cien metros de distancia. Otros agentes e investigadores de la oficina del fiscal del distrito se habían desplegado más cerca y Bosch los vio correr con armas en la mano hacia el cobertizo. Justo cuando el primer hombre, un agente del FBI, llegaba al umbral, el sonido de disparos hizo eco desde los lavabos. Cuatro disparos en rápida sucesión.

Bosch sabía que el arma de Pratt estaba seca. Formaba parte del atrezo. Tenía que llevar un arma por si los Garland lo cacheaban. Pero Pratt estaba bajo custodia y se enfrentaba a cargos. Le habían quitado las balas.

Mientras Bosch observaba, el agente del umbral se colocó en posición de combate, gritó «FBI» y entró. Casi inmediatamente se produjeron más disparos, pero éstos tenían un timbre diferente a los cuatro primeros. Bosch supo que eran de la pistola del agente.

Cuando Bosch llegó al lavabo, el agente salió con la pistola a un costado. Sostenía una radio junto a la boca.

– Dos caídos en los lavabos -dijo-. La zona está segura.

Exhausto por su carrera, Bosch tragó algo de aire y caminó hacia el umbral.

– Detective, es una escena del crimen -dijo el agente.

Puso una mano delante del pecho de Bosch. Bosch la apartó.

– No me importa.

Entró en los lavabos y vio los cuerpos de Pratt y Garland en el suelo sucio de cemento. Pratt había recibido dos disparos en la cara y otros dos en el pecho. Garland había recibido tres impactos en el pecho. Los dedos de la mano derecha de Pratt estaban tocando la manga de la americana de Garland. Había charcos de sangre en el suelo que se extendían desde ambos cadáveres y que enseguida se mezclaron.

Bosch observó durante unos momentos, estudiando los ojos abiertos de Anthony. La rabia que Bosch había visto momentos antes había desaparecido, sustituida por la mirada vacía de la muerte.

Salió de los lavabos y miró al banco. El anciano, T. Rex Garland, estaba sentado inclinado hacia delante, con la cara entre las manos. El bastón con la cabeza pulida de dragón había caído a la hierba.

38

Echo Park al completo estaba cerrado por la investigación. Por tercera vez en una semana, Bosch fue interrogado respecto a un tiroteo, sólo que en esta ocasión las preguntas las hacían los federales y su papel era secundario porque no había disparado su arma. Cuando terminó, caminó hasta una furgoneta que vendía marisco y estaba aparcada para atender a la multitud de mirones que se habían congregado al otro lado de la cinta amarilla. Pidió un taco de langostinos y una Dr. Pepper y se lo llevó a uno de los vehículos federales. Estaba apoyado en el guardabarros delantero tomando su almuerzo cuando se le acercó Rachel Walling.

– Resulta que Anthony Garland tenía permiso de armas -dijo ella-. Su equipo de seguridad lo requería.

Rachel se apoyó en el guardabarros a su lado. Bosch asintió con la cabeza.

– Supongo que deberíamos haberlo comprobado -dijo.

Dio el último mordisco, se limpió la boca con una servilleta e hizo una bola con el papel de aluminio que envolvía el taco.

– Me he acordado de tu historia -dijo ella.

– ¿Qué historia? -preguntó Bosch.

– La que me contaste de Garland asustando a esos chicos en el campo de petróleo.

– ¿Y?

– Dijiste que desenfundó el arma con ellos.

– Sí.

Walling no dijo nada. Miró al lago. Bosch negó con la cabeza como si no estuviera seguro de lo que estaba pasando. Walling habló finalmente.

– Sabías del permiso y sabías que Anthony iría armado, ¿verdad?

Era una pregunta, pero Walling la pronunció como una afirmación.

– Rachel, ¿qué estás diciendo?

– Estoy diciendo que lo sabías. Sabías desde hace mucho que Anthony iba armado. Sabías lo que podía pasar hoy.

Bosch separó las manos.

– Mira, esa historia con los chicos fue hace doce años. ¿Cómo iba a saber que tendría una pistola hoy?

Ella se separó del guardabarros y se volvió a mirarlo.

– ¿Cuántas veces has hablado con Anthony a lo largo de los años? ¿Cuántas veces lo has cacheado?

Bosch apretó con más fuerza en su puño la bola de papel de aluminio.

– Mira, nunca…

– ¿Me estás diciendo que en todas esas veces nunca te encontraste con una pistola? ¿Que no verificaste los permisos? ¿Que no sabías que había una probabilidad muy alta de que llevara un arma, y su rabia incontrolada, a una reunión como ésta? Si hubiéramos sabido que el tipo iba armado, nunca habríamos puesto esto en marcha.

Bosch sonrió de manera desagradable y negó con la cabeza con incredulidad.

– ¿Qué decías el otro día de conspiraciones pilladas por los pelos? Marilyn no murió de sobredosis, la mataron los Kennedy. ¿Bosch sabía que Anthony traería una pistola a la reunión y que empezaría a disparar? Rachel, todo esto suena como…

– ¿Y lo que dijiste de ser un verdadero detective? -Walling lo miró fijamente.

– Rachel, escúchame. No había forma de que nadie predijera esto. No había…

– Predecir, desear, poner en marcha accidentalmente… ¿cuál es la diferencia? ¿Recuerdas lo que le dijiste a Pratt el otro día junto a la piscina?

– Le dije muchas cosas.

La voz de Walling adoptó un tono de tristeza.

– Le hablaste de las decisiones que todos tomamos. -Señaló por encima de la hierba hacia el cobertizo-. Y, bueno, Harry, supongo que es el perro que decidiste alimentar. Espero que seas feliz así. Y espero que encaje a la perfección con las maneras del verdadero detective.

Walling se volvió y caminó de nuevo hacia el cobertizo y el grupo de investigadores agolpados en la escena del crimen.

Bosch la dejó marchar. No se movió durante un buen rato. Sus palabras le habían recorrido como los sonidos de una montaña rusa. Murmullos bajos y gritos agudos. Apretó la bola de papel de aluminio en la mano y la lanzó hacia la papelera que estaba junto a la furgoneta de marisco.

Falló por mucho.

39

Kiz Rider salió por las puertas dobles en una silla de ruedas. Le daba vergüenza, pero eran las normas del hospital. Bosch la estaba esperando con una sonrisa y un ramo que había comprado en un puesto de flores en la salida de la autovía, cerca del hospital. En cuanto la enfermera le dio permiso, Rider se levantó de la silla. Abrazó a Bosch cautelosamente, como si se sintiera frágil, y le dio las gracias por venir a llevarla a casa.

– He aparcado justo delante -dijo Bosch.

Con el brazo en torno a la espalda de su compañera, Bosch la acompañó al Mustang que esperaba. La ayudó a entrar, guardó en el maletero una bolsa llena de tarjetas y regalos que había recibido Rider y rodeó el coche hasta el asiento del conductor.

– ¿Quieres ir a algún sitio antes? -preguntó una vez que estuvo en el coche.

– No, sólo a casa. No veo la hora de dormir en mi propia cama.

– Entendido.

Puso en marcha el coche y arrancó, dirigiéndose otra vez a la autovía. Condujo en silencio. Cuando llegó a la 134 el puesto de flores seguía en la mediana. Rider miró el ramo que tenía en la mano, se dio cuenta de que a Bosch se le había ocurrido en el último momento y se echó a reír. Bosch se le unió.

– Oh, mierda. Esto duele -dijo Rider, llevándose la mano al cuello.

– Lo siento.

– Está bien, Harry. Necesito reír.

Bosch asintió con la cabeza su conformidad.

– ¿Va a pasarse hoy Sheila? -preguntó.

– Sí, después de trabajar.

– Bien.

Asintió porque no había mucho más que hacer. Cayeron otra vez en el silencio.

– Harry, seguí tu consejo -dijo Rider al cabo de unos momentos.

– ¿Cuál?

– Les dije que no tenía ángulo de tiro. Les dije que no quería darle a Olivas.

– Bien hecho, Kiz.

Bosch reflexionó un momento.

– ¿Significa eso que vas a conservar la placa? -preguntó.

– Sí, Harry, voy a conservar la placa… pero no a mi compañero.

Bosch la miró.

– He hablado con el jefe -dijo Rider-. Cuando termine con la rehabilitación voy a volver a trabajar en su oficina. Espero que te parezca bien.

– Lo que tú quieras hacer me parece bien. Ya lo sabes. Me alegro de que te quedes.

– Yo también.

Pasaron unos minutos más y cuando ella volvió a hablar era como si la conversación nunca se hubiera interrumpido.

– Además, en la sexta planta podré cuidar de ti, Harry. Quizá consiga mantenerte alejado de toda la política y los arañazos burocráticos. Dios sabe que aún vas a necesitarme de vez en cuando.

Bosch sonrió ampliamente. No pudo evitarlo. Le gustaba la idea de que ella estuviera una planta por encima de él. Vigilante y velando por él.

– Me gusta -dijo-. Creo que nunca había tenido un ángel de la guarda.