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TRECE

Existe el extendido mito de que los tribunales son inmunes a la política. En este estado, los jueces se presentan a la reelección, y generalmente cada seis años les entran sudores fríos pensando si los confirmarán en sus puestos o no.

Lo de los jueces en televisión se ha convertido en una floreciente industria, un ejército de ambiciosos con toga que buscan aparecer en la pequeña pantalla y convertirse en la próxima juez Judy o el siguiente juez Joe Wapner. En un juicio famoso, pueden convertirse en celebridades de la noche a la mañana, con una nueva carrera en perspectiva: repartir justicia a cambio de índices de audiencia.

Por una serie de razones, algunas de ellas incluso lógicas, a Jonah le han denegado la fianza. El fiscal ha hecho valer el argumento de que un hombre con los recursos financieros de mi cliente, antes que hacer frente a un juicio por un delito capital, puede sentirse súbitamente atraído por las cálidas playas de México o incluso de Río, donde la palabra extradición ni siquiera aparece en el diccionario.

Jonah ya se ha resignado a pasar un breve período de tiempo tras las rejas en espera de juicio. Yo rezo por que sólo sea un breve período de tiempo.

Cada día que pasa parece que la montaña que hay que escalar sea más y más escarpada. Los grupos feministas se han hecho con las pruebas incriminatorias y con el comunicado de prensa que Suade nunca llegó a enviar, en el que acusa a Jonah de agresiones sexuales contra su hija y su nieta. Han organizado un gran revuelo en los medios, emponzoñando con gran eficacia a los posibles jurados. Jonah se está convirtiendo rápidamente en el prototipo del maltratador de mujeres, aunque Mary se ha colocado frente a las cámaras en el patio delantero de su casa para decirle a la prensa que las acusaciones son infundadas.

Hace dos días se vio obligada a comparecer ante los medios frente a su casa, con Harry junto a ella.

– Mi marido jamás me ha maltratado. Nunca ha agredido sexualmente a nuestra hija.

Como no desmintió con la suficiente celeridad las acusaciones acerca de su nieta, los periodistas interpretaron esto como una admisión de culpa, y la ametrallaron con un millón de preguntas tendenciosas, hasta que Harry tuvo que intervenir, con las manos alzadas para acallar a la multitud, explicando:

– Lo que ha dicho la señora Hale se aplica igualmente a su nieta.

Como era de esperar, el descuido se convierte en la noticia de cabecera de todos los informativos que se ocupan de la historia. Han bautizado el asunto como «El caso del violador de la lotería», y los presentadores de televisión, esos que cobran veinte millones al año, hablan de él con guiños y sonrisitas, ofreciendo el tema como aperitivo de las noticias de la noche.

Ésa es la razón de que esta mañana me encuentre en la oficina del fiscal de distrito, en un intento de extinguir el fuego antes de que se convierta en un incendio forestal. Me han llamado de la oficina del fiscal. Supongo que están preocupados. La publicidad es del tipo que puede dar base a una apelación, y está convirtiéndose en un fenómeno descontrolado.

Ruben Ryan está sentado tras su escritorio, con las manos entrelazadas detrás de la nuca y meciéndose en su sillón de cuero de alto respaldo. Ryan es un acusador profesional, uno de los tres miembros de la oficina del fiscal que se encargan de los crímenes notables que se producen en este condado. Lleva veinte años en el cargo, muestra la torva actitud que acompaña a la experiencia, y tiene un frasco de antiácidos del tamaño de un bote de mayonesa de tamaño familiar.

– ¿Espera usted que me crea que su departamento no tuvo nada que ver con la filtración a la prensa?

– No me importa lo que usted crea -dice él-. Le digo lo que sé. Estamos investigando.

– ¿Quiénes, aparte de usted y sus investigadores, tuvieron acceso a los comunicados de prensa que imprimió Suade? -le pregunto.

– Tengo entendido que usted tenía uno. -El comentario lleva tras de sí el interrogante de cómo me hice con él, aunque Ryan no llega a hacerme la pregunta.

– ¿Y por qué iba a entregárselo yo a los medios? ¿Para que la prensa se le echase encima a mi cliente?

– ¿Para crear una publicidad adversa previa al juicio? ¿Para abrir la puerta de una apelación? Ha habido casos de abogados defensores que han hecho cosas parecidas. Quizá desee usted que el caso lo juzgue otro tribunal.

– Exacto. El de Mojave en agosto -le digo a Ryan. Como si pudiéramos escapar de la publicidad. Tendríamos que irnos a la luna.

Él admite la pertinencia de mi observación con una expresión de absoluto desinterés.

– Usted se ha mudado a esta ciudad, y debe aprender cómo se hacen aquí las cosas. -Lo dice como si la Constitución no se aplicase al sur del Tehachipis-. ¿Desea escuchar la oferta que estamos dispuestos a hacerle, o no?

– Soy todo oídos.

Ésta es nuestra primera reunión, y aunque el tono es cordial, la intención está clara. Ryan desea mantenerse por delante de la curva de la percepción pública. Parte de la base de que antes de un mes, debido a las filtraciones y a la intensa publicidad, las encuestas públicas demostrarán que la mayoría de los votantes considerarán culpable a Jonah. Una vez se arraigue tal creencia, en un caso de tanta prominencia como éste, nadie querrá perderlo en un juicio con jurado. Una derrota de ese estilo puede volver del revés a una fiscalía y dejarla sumamente maltrecha. Una forma de evitar ese peligro es llegar a un acuerdo previo cuanto antes.

Ryan ensombrece ligeramente la expresión de su rostro, lo que suelen hacer algunos actores de cine cuando se disponen a decir algo trascendental.

– Su cliente es viejo -me dice-. Morirá entre rejas… si es que antes no muere ejecutado.

– ¿Pretende decirme que éste puede ser un caso que termine en una sentencia de muerte?

– Lo que le digo es que si usted insiste en una declaración de inocencia, nosotros podemos alegar circunstancias especiales.

– Hagan lo que quieran -digo.

– Lo haremos. También es posible que a Suade le disparasen cuando ella estaba fuera del coche, quizá apoyada en la ventanilla.

Ésta es una de las sutilezas de la ley. En este estado, los estatutos del homicidio en primer grado fueron enmendados hace unos años para adaptarlos a la proliferación de asesinatos cometidos desde el interior de coches en marcha. Se definió como homicidio en primer grado el cometido desde el interior de un coche hallándose la víctima en el exterior. Tal enfoque haría posible que en nuestro caso se pidiera la pena de muerte.

– ¿Y cómo explicará usted al jurado que los cigarrillos de Suade llegasen al cenicero del asesino? ¿Diciendo que ella tenía los brazos larguísimos? ¿Y lo de las quemaduras de pólvora en la ropa?

– ¿Quiere usted correr el riesgo? El asunto tiene muchas facetas. Su cliente no va a resultar nada simpático. Ganó ochenta millones de dólares en la lotería. Hay mucha gente que compra boletos con dinero ganado con el sudor de su frente y nunca consigue premio.

– ¿Es de eso de lo que se trata?

– Me limito a explicarle la dinámica del asunto -dice Ryan.

Lo que intenta hacer es sacudirme con todo lo que tiene, descerrajarme un escopetazo y ver qué perdigones alcanzan el blanco y cuáles no. Todo esto, antes de efectuar su oferta, para que luego ésta me parezca el colmo de la magnanimidad.

– Creemos que existe la posibilidad de que podamos demostrar que Suade era una testigo que poseía información acerca de actos criminales -sigue Ryan.

– ¿De qué me está hablando?

– Le hablo del asesinato de una testigo. Lo cual, según el Código Penal, es otra circunstancia especial que permite solicitar la pena de muerte.

Ahora, más que amenazar, delira.

– Para que eso se aplique es necesario que la víctima sea testigo en un juicio criminal. No recuerdo que nada de lo que Suade decía tuviera relación con alguna acción legal emprendida ni por el departamento de ustedes ni por ningún otro. De hecho, las alegaciones contra mi cliente fueron investigadas y desestimadas. Si ésa es toda la base que tienen sus acusaciones, adelante, vayamos a juicio. No me gusta hablar mal de los muertos, pero lo cierto es que la víctima había publicado un montón de mentiras.

– Quizá por eso la mató su cliente -dice Ryan-. No le fue posible controlar su furia.

Hace una pausa para que yo asimile sus palabras. Como motivación, una mentira es tan válida como la verdad.

– Ésa es una excelente teoría, pero, por si no había reparado usted en ello, Suade tenía un montón de enemigos. Mi cliente no era el único que estaba furioso con ella. Creo que esa mujer había interpuesto una demanda contra el condado. Si no me equivoco, con la muerte de ella se extingue la posibilidad de querella. Quizá debería estar usted buscando a algún contribuyente furioso.

Me doy cuenta de que esto obra su efecto. A Ryan no le haría la menor gracia tener que explicarle a un jurado que la víctima había demandado al condado por veinte millones de dólares por detención injustificada ordenada por el juez que preside el tribunal.

Ryan carraspea, se endereza en su sillón y se pasa una mano por el reluciente cabello negro.

– Si usted y yo estamos hablando, es precisamente por eso -dice-. Si creyese que su cliente es un asesino sin entrañas, no lo habría convocado aquí. Crea que no me haría ninguna ilusión enviar al señor Hale al corredor de la muerte. Pero él, desde luego, debe mostrarse razonable y aceptar un veredicto de compromiso.

– ¿Cuál?

Él reflexiona unos instantes para dar la sensación de que hasta este momento no ha considerado la cuestión, como si no hubiera ido y venido infinidad de veces a consultar con sus jefes en el piso de arriba.

– Segundo grado -dice-. El señor Hale se salva de la inyección letal, y recibe una sentencia de entre quince años y cadena perpetua.

Para Jonah Hale, quince años equivalen a cadena perpetua. Le digo esto a Ryan.

– Además, con independencia de quién sea el sospechoso, no conseguirá que lo declaren culpable de nada superior a segundo grado. Lo que plantea usted no es un trato, sino unas vacaciones. Si quiere usted un mes de permiso, debería pedírselo a su jefe.

Él se remueve, incómodo, en el sillón. Se da cuenta de que ni siquiera ha estado cerca de convencerme.

– No puede usted demostrar que el acusado permaneció a la espera en el lugar de los hechos -le digo-. A no ser, claro está, que tenga usted a un testigo que viera el coche en la escena del crimen. Y usted y yo sabemos que no existe tal testigo.

– ¿Está usted seguro?

Me encojo de hombros. Es un farol. Lo noto.

– Todo lo demás son pamplinas -le digo-. ¿Quiere usted hacer malabarismos con las pruebas materiales? ¿Estaba Suade dentro del coche? ¿Estaba fuera? ¿Cuándo comenzaron las balas a cruzar el aire? Quizá se trató de una cita a ciegas que salió mal. Haga usted lo que le dé la gana. Pero he visto los informes forenses, y no le será a usted posible sacar adelante ninguna de las teorías que me ha mencionado.

– Tal vez nos limitemos a situar a su cliente en el lugar de los hechos y dejemos que el jurado saque sus propias conclusiones -dice Ryan-. Sobran motivos para pensar que el crimen fue premeditado y deliberado. -Otra teoría para reforzar la posibilidad de homicidio en primer grado-. A fin de cuentas, un hombre no acude armado a una cita a no ser que piense liquidar a alguien.

– ¿Se refiere usted al arma del crimen?

Él asiente con la cabeza.

– ¿Y cómo sabe usted que la pistola pertenecía al asesino?

– ¿A quién, si no?

– Ya sé que usted puede escoger sus víctimas a su antojo, pero al menos debería indagar mejor acerca de ellas.

Él me mira. No sabe a ciencia cierta lo que trato de decir; pero de pronto se le ocurre.

– ¿Pretende decirme que a Suade pudieron matarla con su propia pistola? -Veo que en los ojos, el espejo del alma, comienza a alborear la hipótesis de que tal vez mis palabras obedezcan a algo que Jonah me ha contado.

– No pretendo decirle nada. Está usted anticipando conclusiones. Pero ésa es una posibilidad que yo no descarto. Quizá debería haber hecho mejor sus deberes.

Ryan barre el escritorio con la mirada y la fija en la carpeta cerrada en la que está escrito el nombre de Jonah, preguntándose probablemente si en su interior hay algo que a él se le ha pasado por alto.

– ¿Cómo sabe usted que ella tenía una pistola? -pregunta.

– Supongo que, realmente, no espera usted que responda a esa pregunta.

Esto lo sume aún más en el desconcierto. Sin duda se pregunta si no estaré tocando de oído, improvisando sobre la marcha.

– Entonces, ¿qué es lo que quiere, aparte de un sobreseimiento? -me pregunta.

– No tengo la certeza de que mi cliente esté dispuesto a aceptar ninguna sentencia acordada. Y tampoco tengo la certeza de que yo vaya a recomendarle que lo haga. -No hay nada como regatear sobre una base firme.

– Eso podría ser un gran error.

– ¿Por parte de él, o por parte de usted? -Pongo cara de pensar que tal vez ésa sea nuestra mejor opción.

Ryan guarda silencio. Luego, lentamente, dice:

– Hay algo que tal vez sea un error por mi parte. La única razón por la que ni siquiera lo considero es porque su cliente carece de antecedentes. No existe un historial de violencia. Además, es viejo.

– Ahórrese las justificaciones -le digo.

– Por otra parte, la cosa dependería de si logro confirmar que Suade poseía una arma que coincidiera con el informe balístico, y de que esa arma se hallase en paradero desconocido -dice. Para él es fundamental averiguar de dónde saqué mi información, y tiende a asumir que mi cliente estaba al tanto de lo del arma de Suade.

– ¿Qué propone? -lo apremio.

Él vacila un momento, para demostrarme lo doloroso que le resulta lo que viene a continuación.

– Tal vez estuviéramos dispuestos a conformarnos con homicidio sin premeditación.

Es evidente que ya ha consultado esta oferta con sus superiores.

– ¿Y…?

– Y su cliente es sentenciado a seis años.

Niego con la cabeza.

– Ni hablar. Quizá tres años y que lo suelten tras cumplir dos. Y aun en ese caso, tendré que convencer al señor Hale.

– Eso no me es posible ofrecérselo.

– Entonces, tengo la sensación de que no llegaremos a ningún acuerdo. -Hago ademán de levantarme de mi butaca.

– No le conviene a usted apresurarse -dice-. Su cliente podría terminar pasando sus últimos años comiendo de una bandeja de acero y llevando uniforme de prisión. O, peor aún, preguntándose cómo es posible que haya llegado a hallarse sobre una camilla, con un brazo desnudo. Lo tenemos situado en el lugar de los hechos de cuatro modos distintos.

– Sí, ya sé lo de los cigarros.

– Hay más -dice Ryan-. Para su información, en nuestro informe aún no hemos puesto todos los puntos sobre las íes ni todas las tildes sobre las tes. Hay cosas que usted ignora.

– Entonces, ¿para qué estamos hablando? No parece sino que trate usted de aprovecharse, que intente que yo acepte un acuerdo antes de conocer todos los hechos.

Él me fulmina con la mirada y, lentamente, en sus labios se forma una sonrisa. Yo también sonrío. Los dos somos conscientes de que ambos estamos faroleando.

– ¿Por qué no habla con su cliente? -me pregunta-. Es absurdo que usted y yo hablemos si él no está dispuesto a aceptar ningún acuerdo.

– ¿De qué quiere usted que hable con el señor Hale?

– De su estado mental. Tal vez de si siente o no remordimientos.

Una hora más tarde me hallo en el bufete, hablando con Harry.

– No sé. No estoy seguro de que Hale acepte -dice mi socio-. Él asegura que no lo hizo.

– ¿Y tú lo crees?

– No creo que sepa mentir tan bien -dice Harry-. Es lo que le ocurre a la gente que lleva una vida normal. Hace falta práctica para mentir de modo convincente sobre algo así. Si se tratase de un delincuente profesional, no me sería posible discernir si miente o no. Tratándose de Hale, o es un caso patológico, o está diciendo la verdad.

– ¿Qué te parece lo del testigo? -pregunto-. ¿Viste alguna referencia a él en los informes?

Harry se ha convertido en nuestro experto en pruebas. Ha digerido cada fragmento del diluvio de información que ya ha provocado el caso.

– No, nada en absoluto -contesta-. Es demasiado pronto para hacer pública la lista de testigos, o sea que no están obligados a divulgar esa información. Pero en el material que nos han entregado no hay ninguna alusión a un testigo. ¿Hizo alguna referencia a lo que ese supuesto testigo habría visto?

– El coche en el callejón durante largo rato, antes de que Suade saliera del vehículo.

– ¿El coche de Jonah?

– Ryan no fue tan específico. Sólo dijo lo suficiente para que yo me preocupase. Pero, decididamente, estaba plantando la semilla, dándome a entender que había bastantes cosas que nosotros ignorábamos.

Harry está picando del cuenco de pistachos que tengo sobre el escritorio. Es un adicto. Hace diez días se quitó del vicio. Después de engordar cinco kilos juró que no volvería a probarlos. Luego, hace una semana, volvió de la tienda con un paquete de pistachos del tamaño del saco de Papá Noel. Me dijo que eran un regalo para mí. Desde entonces se ha pasado todo el tiempo en mi despacho, vaciando el cuenco con tanta rapidez que a mí apenas me da tiempo de volverlo a llenar, y llamándome la atención siempre que lo encuentra vacío, como si de este modo él pudiera comerse los pistachos y fuera yo el que engordase los kilos.

– ¿Quieres una cerveza para acompañar los pistachos?

– ¿Tienes?

Lo fulmino con la mirada y él se ríe y aparta la mano del cuenco.

– Bueno, ¿qué hacemos? -pregunta.

– Hablemos con nuestro cliente. Llegó el momento de la verdad. Si nos está mintiendo, debe darse cuenta de que con ello corre un gran riesgo.

– Todavía no me has dicho cómo averiguaste lo de la pistola de Suade -dice Harry.

– Mis labios están sellados.

– Pero estás seguro del dato, ¿no?

– Tengo el número de serie en el bolsillo -respondo-. Y, lo que es más, por la expresión de Ryan estoy casi seguro de que la policía no encontró el arma ni en el lugar del crimen ni en la oficina de Suade. Si la tuvieran, él no se habría quedado callado cuando yo mencioné lo de la pistola.

– O sea que el arma de Suade ha desaparecido.

– Eso parece.

Nunca le he mencionado a Harry lo que sospeché el día que conocí a Suade, cuando la vi meter la mano en el bolso. Si ella hubiese sacado aquella mañana la pistola, para apuntarme a mí o para apuntar al borracho caído en la acera, en estos momentos yo no sería el abogado de Jonah. Sería su mejor testigo. O tal vez estuviera muerto. Pero, según están las cosas, todo son meras suposiciones.

– Entonces, ¿cuál es tu teoría? ¿Que Suade salió de su oficina con la pistola en el bolso? Se sube al coche. Los dos fuman y charlan. Quizá en un determinado momento de la conversación ella pierde los estribos y saca la pistola. Se pelean por ella. El arma se dispara. Dos veces. -Harry me mira como si esto pudiera resultar poco verosímil-. El asesino es presa del pánico, tira el cadáver del coche, vacía el cenicero. Pero… ¿por qué se queda con la pistola si ésta pertenece a Suade?

Para eso no tengo respuesta.

– De todas maneras, quizá nos sea posible alegar defensa propia -dice.

– Sólo si Jonah da su consentimiento.