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Tras haber establecido la base médica de la muerte de Suade, y tras haber salido de ello trasquilado, Ryan pasa a un terreno más sólido, a las pruebas que tienden a vincular a Jonah con el asesinato. La fiscalía parece haber reflexionado y aprendido una lección: la de mantener las cosas sencillas y directas.
– ¿Puede usted decir su nombre? -pregunta Ryan.
– John Brower.
– ¿Y cuál es su profesión, señor Brower?
– Soy investigador del Servicio de Protección al Menor del condado de San Diego.
– ¿Puede usted decirnos en qué consiste su trabajo?
– Soy supervisor, o lo era hasta hace poco. -Al decir esto, mira hacia mí-. Ahora me dedico sobre todo al trabajo de campo. Casos que implican delitos contra menores. Lesiones, algunas muertes. Respondemos a las denuncias de abusos cometidos contra niños.
– O sea que es usted un agente de la ley con autoridad para efectuar arrestos, ¿no?
– Exacto. -Brower se llena los pulmones de aire y mira hacia el jurado.
– Agente Brower…
– Mi título es investigador.
– Dispense. Investigador Brower, quiero que trate de recordar una fecha de antes del verano, en abril, más o menos sobre el 17. ¿Visitó usted por entonces el bufete legal de Paul Madriani, el abogado de la defensa en este caso?
– Protesto. -Me he puesto en pie-. Cualquier cosa que este testigo viera u oyera en mi bufete cuando yo estaba consultando con mi cliente es confidencial.
– No es así -dice Ryan-. El testigo fue invitado al bufete por el señor Madriani. Mi colega no puso objeciones a la presencia del señor Brower, ni tampoco el acusado, el señor Hale. De hecho, querían que el señor Brower estuviese allí.
– Basta -dice Peltro-. Ni una palabra más. -El juez menea la cabeza, irritado con Ryan por entrar en detalles antes de que el tribunal haya tenido oportunidad de dictaminar si se trata de algo que el jurado debe escuchar. Nos hace seña de que nos acerquemos al estrado. Celebramos una breve conferencia en el extremo del estrado más alejado de la tribuna del jurado. Finalmente, Peltro alza la cabeza y vuelve el sillón hacia el jurado-. Voy a pedir a los jurados que abandonen la sala. Tómense ustedes un café.
Han estado en la tribuna un total de una hora, y ahora salen a tomar café. Es la segunda salida de la mañana debido a debates y consultas en el despacho del juez. Para cuando lleguemos al veredicto, todos ellos tendrán taquicardia a causa de la cafeína, y los que fuman se estarán subiendo por las paredes por el mono de abstinencia.
El alguacil despeja la tribuna. La puerta que conduce a la sala del jurado se cierra.
– Bueno, ¿ahora qué pasa?
– Lo que dice el señor Ryan no es cierto. No invité específicamente al señor Brower a mi bufete. Le pedí a su jefa que asistiera para esclarecer ciertos asuntos oficiales referentes a los servicios de protección al menor. Ella se presentó con Brower.
– Ella nos dijo que pidió usted un investigador.
No respondo. No pienso permitir a Ryan que me repregunte.
– Demostraré que lo que digo es cierto si el tribunal permite al testigo que explique cómo llegó a hallarse en el despacho del señor Madriani -dice Ryan.
– ¿Alguna objeción? -Peltro me mira a mí.
– No creo que importe el modo en que el señor Brower llegó a mi bufete.
– Si usted y su cliente hablaron frente a él, renunciando al privilegio de confidencialidad, tendré que desestimar su protesta -dice el juez. Se vuelve hacia Ryan-. Hágale la pregunta al testigo.
Ryan es todo sonrisas.
– Investigador Brower, ¿habló usted directamente con el señor Madriani antes de llegar a su bufete el 17 de abril?
– No. Fue mi jefa la que me pidió que asistiera a la reunión.
– ¿Y quién es su jefa?
– Susan McKay. Es la directora del Servicio de Protección al Menor.
– ¿Y sabe usted si la señora McKay había hablado directamente con el señor Madriani?
– Ella dijo que el señor Madriani quería que asistiese a una reunión en su bufete. Mencionó que él había solicitado un investigador, y que ella deseaba que yo la acompañase.
– Todo eso es testimonio de oídas -le digo a Peltro.
– ¿Desea usted que citemos a comparecer a Susan McKay? -pregunta Ryan. Me mira como si me estuviera amenazando con un revólver amartillado. Le encantaría airear el hecho de que Susan y yo somos amantes, de que ella me informó de lo referente a la pistola de Suade, y de que ha estado ayudando a la defensa. Aunque no pueda decir todo eso en presencia del jurado, podría lograr indisponer al juez en mi contra.
– Continúe, señor Ryan.
– O sea que asistió usted a la reunión a solicitud de la señora McKay -dice Ryan.
– Exacto -dice Brower.
– ¿Y se le comunicó al señor Madriani que era usted un agente de la ley?
– Se le comunicó.
– ¿Y estaba en aquellos momentos el acusado, Jonah Hale, presente en el despacho?
– Estaba.
– ¿Y se le dijo a él que era usted un investigador del departamento?
– Desde luego.
– O sea que no era ningún misterio ni su identidad ni lo que usted estaba haciendo allí.
– Ninguno.
– Y, después de ese preámbulo, ¿hablaron el señor Madriani y el señor Hale abierta y libremente de la razón por la que usted y la señora McKay se hallaban presentes en la reunión?
– Así fue.
– ¿Y cuál era esa razón?
– Deseaban la ayuda del departamento para localizar a la nieta del señor Hale, que había desaparecido.
– ¡Desaparecido! -Me he puesto de nuevo en pie-. La niña fue secuestrada por Zolanda Suade. -El jurado no está en la tribuna, pero los bolígrafos de las primeras filas están dejando gruesos surcos en los cuadernos de notas.
– El acusado, el señor Hale, hizo algún comentario a ese respecto -dice Brower.
– Pero no hicieron ningún intento de mantener la confidencialidad, ni de hablar en privado, lejos de su presencia, ¿no es así? -pregunta Ryan.
– Así es.
– Esto es todo -dice Ryan-. A no ser, desde luego, que el señor Madriani desee que citemos a la señora McKay para testificar sobre lo que hablaron ella y mi colega y que condujo a aquella reunión. -Al decir esto, Ryan me mira, dejándome con la duda de si Susan ha sido citada y se halla en el exterior de la sala.
Ése es el problema al que nos enfrentamos. En el momento de la reunión no existía la menor confidencialidad, sólo las indiscreciones y las amenazas de Jonah, que yo no había previsto. Cuando nos reunimos, aún no se había cometido el crimen. Suade todavía estaba viva.
– No estoy seguro de que necesitemos más testigos -dice el juez-. Señor Madriani, ¿desea usted repreguntar al testigo?
– No, señoría. -No puedo preguntarle nada a Brower que enmiende el daño ya hecho.
– Señoría, deseo presentar el testimonio probatorio -dice Ryan-. Y solicito que se me permita preguntar acerca de las conversaciones que tuvieron lugar en presencia del señor Brower en el bufete de mi colega.
Peltro me mira desde lo alto del estrado.
– Lo lamento, señor Madriani, pero no veo base para conceder a esas conversaciones el privilegio de la confidencialidad -dice-. Desestimo su protesta.
– Señoría, desearía que pusiera usted un límite al ámbito de la declaración. Que dejara usted claro que esto no constituye una desestimación completa del privilegio de confidencialidad entre abogado y cliente.
– Señor Ryan, no aspira usted a una desestimación completa, ¿verdad?
Ryan vacila, enarca las cejas y se encoge de hombros, como diciendo «¿Por qué no?». Nada verbal consta en acta; es una pregunta que queda en el aire.
– Entonces voy a resolverle sus dudas -dice Peltro-. Mi dictamen se aplica sólo a la reunión en la que el señor Brower y la señora McKay estuvieron presentes. Cualquier otra cosa le está vedada. ¿Queda entendido?
– Desde luego -dice Ryan.
El jurado vuelve a entrar.
– Investigador Brower, me gustaría refrescarle la memoria al jurado. ¿Ha dicho usted que asistió a una reunión con Susan McKay en el bufete del señor Madriani el 17 de abril de este año?
– Exacto.
– ¿No fue ésa la fecha en que la víctima, Zolanda Suade, fue asesinada?
– Lo fue. Creo que a ella la mataron a última hora de aquella tarde.
– Protesto. Da por supuestos hechos de los que no hay pruebas, que rebasan la capacidad y los conocimientos de este testigo, a no ser que sepa más de lo que dice.
El estado aún no ha determinado la hora de la muerte con precisión, así que Brower está intentando rellenar un hueco.
– Que se borre la parte final de la respuesta del testigo -dice Peltro-. Que el jurado desestime cualquier sugerencia en lo referente a la hora de la muerte, o al hecho de que la víctima fue asesinada. Eso es lo que tratamos de determinar aquí. -Peltro se vuelve hacia el testigo con el ceño fruncido, como la visión de Dios que tenía Cecil B. DeMille-. Háganos usted el favor de fijarse bien en las preguntas y responder sólo a lo que se le interroga. ¿Entendido?
– Sí, claro. Lo lamento, señoría. -Brower lleva una gruesa chaqueta de sport, y está comenzando a sudar.
– ¿Podemos decir con certeza que la reunión tuvo lugar el mismo día de la muerte de la víctima? -Ryan trata de sacar a Brower del aprieto.
– Sí. Creo que eso se puede decir con certeza. -Brower mira hacia el juez buscando su aprobación, pero lo único que recibe es una pétrea mirada.
– ¿Y a qué hora llegó usted al bufete del señor Madriani?
No queriendo volver a equivocarse, ahora Brower reflexiona antes de contestar.
– Probablemente, a eso de las once de la mañana.
– ¿Llegó usted con la señora McKay?
– No. Llegamos por separado. Yo estaba efectuando un trabajo de campo, y ella me llamó al busca. Hablamos por teléfono. Ella me dio la dirección y me dijo que me esperaría allí.
– ¿O sea que ella fue en su propio coche?
– Exacto.
– ¿A qué hora llegó la señora McKay al bufete del señor Madriani?
– Unos diez minutos después que yo.
– O sea, a eso de las once y diez, ¿no?
– Más o menos -dice Brower.
– ¿Y estaba el señor Madriani allí cuando usted llegó?
– No, pero sí su socio -dice Brower.
– Que conste en acta que el testigo ha identificado al señor Hinds. ¿Se encontraba el acusado, Jonah Hale, en el bufete cuando usted llegó?
– No.
– ¿Dónde estaba el señor Madriani cuando llegó usted al bufete? -pregunta Ryan.
– Nos dijeron que estaba…
– Protesto. Testimonio de oídas.
– Se acepta la protesta.
– ¿Cuándo llegó a la reunión el señor Madriani? -pregunta Ryan.
– Más o menos… -Brower reflexiona un instante-. Unos cuarenta y cinco minutos después que yo.
– O sea, a eso de las doce menos cuarto, ¿no?
– Sí, más o menos.
– ¿Y llegó el acusado, Jonah Hale, junto con el señor Madriani?
– Sí. Llegaron juntos.
– O sea que para las once cuarenta y cinco de la mañana del día en que murió la víctima, tanto la señora McKay como el señor Hale, el señor Madriani, el señor Hinds y usted estaban todos presentes en el bufete del señor Madriani. -Ryan habla como si se estuviera refiriendo a una conspiración-. ¿Explicó el señor Madriani el motivo de su retraso?
– No.
– ¿Le dijo dónde había estado aquella mañana?
Ahora Brower mira al fiscal, inseguro de lo que Ryan desea que conteste. No sabe si intenta esclarecer dónde estaba yo antes de la reunión, el motivo de mi retraso, u otra cosa.
Queriendo aclararle las cosas a su testigo, Ryan dice:
– Se lo volveré a preguntar. Durante la reunión, ¿les comentó el señor Madriani a usted y al resto de los presentes los detalles de otra reunión a la que hubiese asistido aquella misma mañana?
– Ah, eso -dice Brower-. Sí. Lo hizo. -Ahora lo tiene todo claro-. Dijo que había ido a ver a Zolanda Suade a su oficina, en Imperial Beach.
– ¿Al lugar en el que posteriormente se encontró el cuerpo de la víctima?
– Protesto.
– En el caso de que lo sepa, señoría. El testigo fue al lugar de los hechos posteriormente aquella misma noche -dice Ryan-. El abogado de la defensa lo sabe. -Ryan me mira. Sonríe. Está a punto de clavarme en la pared, y es consciente de ello.
– Si el testigo tiene conocimiento de primera mano, puede responder a la pregunta -dice Peltro.
– Sí -dice Brower-. Dijo que fue a la oficina de Zolanda Suade. Y fue allí donde posteriormente encontraron el cuerpo.
– ¿Y explicó el señor Madriani por qué fue a ver a la víctima?
– Dijo que quería hacerle unas preguntas acerca de la nieta del señor Hale. Deseaba averiguar lo que Zolanda Suade sabía acerca de la desaparición de la niña. De la nieta del señor Hale.
– ¿Comentó el señor Madriani si la reunión con Zolanda Suade de aquella mañana había sido un éxito?
– No -dice Brower-. Fue un desastre.
– ¿Qué entiende usted por «desastre»?
– La señora Suade le dio a Madriani un comunicado de prensa que se disponía a mandar a los periódicos y a las cadenas de televisión.
– ¿Qué decía ese comunicado de prensa?
– ¡Protesto! -De nuevo estoy de pie-. El documento habla por sí mismo.
– Se trata de una cuestión referente al móvil -dice Ryan-. Volveré a formular la pregunta. ¿Durante la reunión en la que todos ustedes estuvieron presentes, explicó el señor Madriani el contenido de ese comunicado de prensa?
– Lo hizo.
– ¿Y qué dijo el señor Madriani que contenía el comunicado de prensa? -Ryan formula la pregunta de modo irreprochable.
– Según el señor Madriani, al señor Hale se le acusaba de haber cometido incesto con su hija, así como de haber sometido a abusos deshonestos a su nieta. -Al poner las palabras en mi boca en vez de referirse a lo que leyó en el comunicado de prensa, Brower da mayor contundencia a la acusación.
– ¿Y el señor Hale oyó todo eso?
– Sí.
– ¿Y cómo reaccionó?
– Se indignó. Se puso hecho una furia.
– ¿Llegó el señor Hale, al menos en presencia de usted, a leer el comunicado de prensa en cuestión?
– Desde luego. El papel pasó de mano en mano. Todos lo vimos.
– ¿Dijo algo el señor Hale?
– Preguntó por qué la ley no ponía fin a las actividades de la señora Suade.
– ¿Y alguien se lo explicó?
– Sí. La señora McKay le dijo que el departamento la había investigado varias veces, pero nunca consiguió demostrar que la señora Suade hubiese infringido la ley. No había hecho nada por lo que pudiéramos detenerla ni obtener una orden de restricción contra ella.
– ¿Y cómo encajó eso el acusado?
– Se puso aún más furioso.
– ¿Dijo algo más?
– Sí. Dijo que si la ley no podía hacer nada contra Zolanda Suade, había otras formas de ajustarle las cuentas.
Ryan se vuelve a mirar al jurado mientras Brower dice esto, para cerciorarse de que comprenden el significado de tales palabras y que éste es el punto culminante del testimonio. Si se tratara de Moisés en el monte, en estos momentos el dedo de Dios estaría grabando a fuego las tablas de la ley.
– ¿Aclaró lo que quería decir con eso? -pregunta Ryan.
– Quería que nosotros, o sea, el departamento, fuéramos a obligar a la víctima, la señora Suade, a decirnos lo que le había ocurrido a la nieta del señor Hale.
– ¿El acusado deseaba que hicieran ustedes uso de la fuerza?
– Eso dijo.
– ¿Y qué respondieron ustedes?
– La directora, la señora McKay, le dijo que no nos era posible hacer eso. Que la ley lo prohibía.
– ¿Y qué respondió el acusado a eso?
– Afirmó que la ley no servía para nada, o algo por el estilo -dice Brower-. Y luego añadió que sabía exactamente lo que iba a hacer. Iría a ver a esa hija de puta y le retorcería el cuello. Que averiguaría el paradero de la niña. Y que si no le quedaba otro remedio, la mataría.
– ¿A quién mataría?
– Dijo que mataría a Zolanda Suade. Ésas fueron sus palabras.
Ryan hace una breve pausa, para que el jurado se empape bien de esas palabras, mientras él va a la mesa de la fiscalía y rebusca entre las bolsas de papel de las pruebas. A continuación hace que Brower identifique el cigarro que le dio Hale aquel día en mi bufete.
– ¿Hubo alguien que tratara de evitar que usted entregase esta prueba a la policía? -pregunta Ryan.
– Protesto.
– ¿Sobre qué base? -pregunta Peltro.
– Es irrelevante -replico-. No existen indicios de que se hayan cometido irregularidades con las pruebas.
Ryan trata de ir a por Susan, supongo que para ajustarle las cuentas por la información que nos ha dado acerca de la pistola de Suade.
– Retiro la pregunta -dice Ryan. Luego pasa a preguntar por aquella misma noche, cuando Harry, Susan y Brower me encontraron en el cineplex del centro comercial-. ¿Qué sucedió luego?
– La señora McKay… Estábamos todos en el vestíbulo del cine, y la señora McKay le contó al señor Madriani lo sucedido. Él quiso ir a la escena del crimen.
– ¿Al lugar en el que se hallaba el cuerpo de la víctima?
– Sí.
– ¿Explicó por qué?
– No con todas las palabras -dice Brower.
Ryan mira al jurado, y le hace de todo menos guiños.
– ¿Qué sucedió después? -pregunta.
– La señora McKay me pidió que lo llevase allí.
– ¿Por qué se lo pidió a usted precisamente?
– Porque yo tenía credenciales policiales. Ella sabía que yo podría conducir al señor Madriani más allá del precinto policial.
– ¿Y usted lo hizo?
– Sí, aunque me pareció que era un error -responde.
– Pero el caso es que lo llevó hasta allí.
– Mi jefa me lo había ordenado.
– ¿Es la señora McKay amiga del señor Madriani?
– Tengo entendido que sí-dice Brower.
Peltro no le quita ojo a Ryan, preguntándose hasta qué punto va a seguir el fiscal con las preguntas.
– ¿Tuvo usted la sensación de que esa petición, lo de llevar al señor Madriani a la escena del crimen, teniendo particularmente en cuenta lo que había ocurrido anteriormente aquel mismo día… tuvo la sensación de que la cosa podía resultar inadecuada?
– Protesto. El fiscal está solicitando la opinión del acusado.
– El señor Brower es un agente de la ley -dice Ryan-. Debe saber cuándo es apropiado o no cruzar el cordón policial que rodea la escena de un crimen, y quién debe acompañarlo cuando lo hace.
– Se desestima la protesta -dice Peltro.
– Sí. Me pareció inadecuado -dice Brower con satisfacción.
– Pero, pese a ello, acompañó usted al señor Madriani, ¿no?
– Sí. Aunque, como digo, me pareció un error.
– ¿Pudieron ver el cuerpo?
– Parcialmente, porque se hallaba detrás de un coche estacionado, pero vimos un pie y parte de una pierna.
– ¿Había técnicos de los laboratorios policiales trabajando en la zona?
– En efecto.
– ¿Encontraron los técnicos algo en el lugar de los hechos que luego le enseñaran a usted en presencia del señor Madriani?
– Sí. Dijeron que habían encontrado unas cosas cerca del cuerpo, y luego uno de ellos me enseñó algo.
– ¿Qué?
– Habían encontrado un cigarro. Sólo la colilla, fumada y apagada -dice Brower.
– ¿Había algo digno de mención en ese cigarro? -pregunta Ryan.
– Sí. Parecía idéntico al que el acusado me había dado aquella mañana, en el bufete de Madriani.