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CUATRO

Al cabo de un mes de haberme mudado al sur, compré un viejo CJ-5, un Jeep de comienzos de los ochenta al que Harry ha puesto el mote de Leaping Lena <strong>[1]</strong>. Me lo vendió un muchacho al que se le daba bien la mecánica y que había puesto el coche perfectamente a punto. Su corto chasis y la tracción a dos ruedas hacen que pueda dar la vuelta sobre una moneda de cinco centavos. Si lo compré no fue para ir con él por el campo, sino porque es fácil de aparcar en espacios reducidos, una característica sumamente útil en un lugar atestado de coches.

En los meses de más calor llevo la capota levantada, pero mantengo abiertas las partes laterales y la trasera, permitiendo que el viento me agite el cabello. Eso me ayuda a olvidar que comienzan a abundar las canas en mi revuelta cabellera. Quizá esté pasando por una especie de segunda infancia, ¿quién sabe? Pero el caso es que las ruedas giran y el motor funciona.

Han pasado cuatro días desde mi conversación con Harry, y ahora me encuentro circulando por el Silver Strand en dirección sur, hacia Imperial Beach.

Mi misión de esta mañana es poco menos que imposible, y resulta casi seguro que será una pérdida de tiempo, pero no tengo más remedio que cumplirla si quiero poner todos los puntos sobre las íes y todas las tildes sobre las tes.

Entro en el aparcamiento de un centro comercial de Palm Avenue, y meto el coche en uno de los puestos de estacionamiento que dan a la calle. El objeto de mi atención es un pequeño y maltrecho edificio comercial situado en la acera de enfrente. La fachada delantera da a Palm, y la trasera a un callejón.

Desde detrás del volante del Leaping Lena, veo el pequeño estacionamiento situado al otro lado de la tienda de fotocopias. Junto a la puerta trasera de hierro del edificio hay tres espacios para que los empleados estacionen. Un callejón cruza la manzana y sale a la siguiente calle lateral. En el callejón hay un gran contenedor atravesado. Uno de sus ángulos asoma, obstaculizando el paso. El contenedor está rodeado de basura. Parece que los vecinos de la zona tienen mala puntería. La tienda de fotocopias es el universo de Zolanda Suade.

Se trata de uno de esos sitios con máquinas que escupen copias como confeti en una fiesta y en los que, por un precio módico, puede alquilarse también un buzón privado. Es una curiosa forma de pluriempleo para una mujer que tiene su propia versión del programa de protección de testigos.

Estoy sorbiendo café de una taza de papel, retrepado en el asiento del conductor, sintiéndome como un idiota por hacer siquiera este intento. Por todo lo que he oído, los términos «racional» y «objetivo» son de muy escasa aplicación en todo lo referente a Zo Suade.

Sin embargo, ésa es una de las cosas que uno aprende durante la práctica del derecho: si no preguntas, siempre habrá un juez que te mirará a los ojos y querrá saber por qué no preguntaste. Tal vez Suade sea la feminista más virulenta y que más odia a los hombres de todo el continente, pero si la llevo ante un tribunal sin haber tratado de razonar antes con ella, sin duda tendré que darle explicaciones a su abogado, y me encontraré a la defensiva: «¿Por qué no tuvo usted la mínima cortesía de preguntar primero, antes de solicitar que la citasen ante el tribunal?»

Hay algunos peatones por la calle, y coches que pasan raudos por Palm. Un vagabundo cubierto de harapos empuja el carrito de supermercado en el que van sus posesiones en dirección a la calle situada al costado de la tienda de fotocopias. El tipo no se da demasiada prisa, y no parece tener más meta que dejar libre un espacio para ocupar otro. Vive en ese universo en el que deambular de un lado para otro constituye el único trabajo.

El vagabundo está cruzando la entrada del estacionamiento situado junto a la tienda de Suade, moviéndose a velocidad de tortuga, cuando de pronto, como surgiendo de la nada, aparece un enorme coche oscuro que se desvía de Palm a toda velocidad y enfila la rampa de acceso.

El conductor ni siquiera intenta frenar; en los pilotos traseros no brilla el más mínimo destello rojo. El coche casi arrolla al vagabundo, y éste sólo se salva apartándose en el último instante.

El vehículo lo separa de sus pertenencias. Un golpe de refilón lanza el carrito de costado en una dirección, y al hombre braceando en la dirección contraria.

Varias bolsas de plástico llenas de tesoros privados se desparraman por el pavimento. El tipo desaparece y, por un instante, me pregunto si estará debajo del coche. Luego escucho una voz alcohólica procedente del otro lado.

– ¿Qué pretendes? ¿Matarme?

– Cállate la boca. -La voz es firme, y surge con claridad cristalina por la semibajada ventanilla del conductor. La mujer que va al volante mete el vehículo en el estacionamiento situado detrás de la tienda.

Por un momento, todo permanece inmóvil, como en una foto fija. El coche detenido en su puesto, el hombre tumbado en la acera, sus pertenencias esparcidas por el pavimento. La imagen parece salida de una pintura de una galería posmoderna: Caos congelado.

La ilusión sólo dura un instante, y se rompe por el movimiento de la portezuela del conductor al abrirse. La mujer sale del vehículo, cierra de golpe y se dirige a la parte posterior del coche. No se percibe ni una ligera sombra de vacilación, nada de remordimientos ni compasión, ninguna preocupación porque el hombre pueda estar herido o agonizando. El tipo, a fin de cuentas, aún es capaz de arrastrarse.

La mujer parece salida de las páginas de Vogue. Lleva un sombrero de ala ancha: la señora de la hacienda. Sus pantalones negros son tan ceñidos como los de un torero. Una chaquetilla entallada le cubre el amplio pecho. Cuando mira por encima del maletero del coche es la viva imagen del matador, sólo que sin estoque.

Inspecciona el cuadro del que es responsable. Su figura es apetitosa: curvas en todos los lugares indicados. Sus joyas, pendientes y una pulsera, todo de oro, relucen al sol. Desde la distancia a que me encuentro no me es posible discernir su edad, pero desde luego la mujer parece hallarse en una forma excelente.

El hombre está ahora a gatas, furioso, mascullando palabrotas. Le cuesta ponerse en pie. Lo que he presenciado es lo más parecido a un atropello con fuga que he visto en mi vida.

El vagabundo sigue a gatas. Masculla palabras ininteligibles, débiles intentos de insultar, pero nada que pueda ser definido como amenazador, salvo quizá para la demente imaginación saturada de alcohol de otro borracho.

Deja de gatear el tiempo suficiente para alzar una mano, con un dedo tieso para enfatizar los insultos. Sus movimientos no están sincronizados con sus palabras. La descoordinación del whisky barato.

La mano de la mujer se encuentra ahora en las profundidades del bolso que lleva colgado de un hombro, y se queda allí. Yo me pregunto qué llevará dentro.

El vagabundo no deja de mascullar denuestos. La palabra «puta» se repite una y otra vez. Es lo único que alcanzo a comprender.

– Vamos. Levanta. No te pasa nada -dice la mujer.

Su actitud es inexorable, retadora. Le indica al tipo que se levante con un movimiento de los dedos de la mano libre, la que no se halla hundida en las profundidades del bolso.

El vagabundo se esfuerza en levantarse.

– Eso. Muy bien. Levanta. Ven a darme patadas en el culo. Eres un hombre. Puedes hacerlo.

El tipo está en pie, temblando, inseguro, un tambaleante surtidor de epítetos estropajosamente mascullados. El momento de la verdad. El codo de la mujer comienza a doblarse.

Ocurre en un abrir y cerrar de ojos, un súbito instante de sobriedad. Las palabrotas cesan de brotar, lo cual demuestra que hasta para un cerebro embotado por el alcohol existen las experiencias cercanas a la muerte. De pronto, las piernas dejan de sostenerlo. Vuelve a caer sentado sobre el suelo, a diez metros de ella. El vagabundo parece desconcertado. Da la sensación de que se está preguntando cómo ha llegado hasta allí.

Ella menea la cabeza, más decepcionada que desdeñosa. Luego rebusca en el bolso y saca unas llaves. Desentendiéndose del vagabundo, se dirige a grandes zancadas hasta la puerta posterior del edificio. Como un carcelero, abre primero las rejas de acero y luego la puerta de madera que hay tras ellas. Un instante más tarde, la infernal señorita desaparece entre las sombras del interior de su tienda.

Si me cabía alguna duda acerca de la identidad de la mujer, la incertidumbre la disipan las placas de su coche: letras azules sobre fondo blanco. La palabra «Zoland». No es tanto un lugar como un estado mental, una actitud tan sombría como el atuendo de la propietaria del automóvil.

Me digo que no tiene sentido esperar. Abórdala mientras le dura la euforia. Dejo la taza de papel en el suelo del coche, me apeo y cierro de golpe la portezuela del Jeep. Mientras camino, voy cavilando. ¿Llevaba la mujer un arma en el bolso? ¿Habría sido capaz de usarla? Nunca lo sabré. Quizá si hubiera tenido oportunidad de pegarle un tiro al borracho, habría estado lo bastante eufórica como para informarme a mí del paradero de Amanda Hale. Es posible.

Camino por la calle lateral, doblo la esquina y me dirijo a la puerta principal del edificio. Lo hago sin prisa, dándole tiempo a Zo para que abra el local. Cuando llego a la puerta, ésta sigue cerrada. Las luces del interior están apagadas, aunque la veo a ella moverse entre las sombras del otro lado del mostrador.

Parece estar examinando la correspondencia, abriendo sobres. Golpeo el cristal y ella alza la vista.

– Está cerrado. -No me hace ni caso. Su mirada vuelve a la correspondencia.

– El letrero dice que está abierto -grito a través de la puerta, en la que se indica el horario: «De 8 a 17 h.» Son cerca de las nueve de la mañana. Señalo mi reloj y luego el letrero de la puerta.

– Le he dicho que está cerrado.

Golpeo de nuevo.

Ella me mira, esta vez con auténtica irritación. Me estudia. Luego echa mano al bolso que está sobre el mostrador. Se lo cuelga del hombro y hunde una mano en su interior.

Exasperada, rodea el mostrador, hace girar la llave por dentro, y entreabre la puerta. Ésta sigue asegurada por la cadena.

– ¿Es que no entiende lo que significa «cerrado»? -pregunta. Su mano sigue enterrada en el negro interior de su bolso. Sospecho que en estos momentos estoy viviendo mucho más peligrosamente de lo que nunca he pretendido.

Meto una tarjeta de visita por el resquicio de la puerta.

– Podría decirle que represento al hombre al que ha estado usted a punto de atropellar, pero no sería cierto. -Le dedico la mejor de mis sonrisas.

Ella mira mi tarjeta.

– ¿Qué quiere?

– Hablar con usted.

– ¿De qué?

– Prefiero no decírselo aquí en la calle.

– Pues ahí se va a quedar -me dice ella-. ¿A qué energúmeno maltratador de niños representa usted?

– A ninguno. Sólo deseo cierta información.

– Vuelva en otro momento. O, mejor aún, no vuelva por aquí.

Hace intención de cerrar la puerta.

– Es posible que tengamos algo en común -digo.

– ¿El qué?

– Bailey -le digo. La palabra la deja paralizada. La puerta sigue entreabierta. Suade me estudia, tratando de recordarme, de reconocerme, pero no lo logra. Luego vacila por un instante. Indecisión. ¿Qué hacer? Una mano sigue en las profundidades del bolso, la otra sobre el tirador de la puerta.

– ¿Qué sabe usted de Bailey?

– Sé que era su hijo.

– Cualquiera puede haberle dicho el nombre de mi hijo.

– Sé que murió en circunstancias sospechosas, probablemente como consecuencia de los malos tratos que le infirió su ex marido. -La prensa nunca informó de esto, aunque Zo, en su momento, lo gritó a voz en cuello ante el tribunal. Susan me ha contado el resto de la historia.

– Probablemente, no: seguro -dice Suade.

Al marido nunca lo condenaron, pero tengo la sensación de que éste no es el momento adecuado para hacer tal puntualización.

– Quiero evitar que algo así suceda de nuevo -le digo. Las palabras resultan mágicas, como un ábrete sésamo. Ella me mira, pensativa, por un largo momento. Su expresión viene a decir: «Qué demonios. Hablar no cuesta nada.» Alza la mano y suelta la cadena.

– Pase.

Soy consciente de que si le digo por qué estoy aquí, si menciono el nombre de Jonah, nunca llegaré a cruzar la puerta. Además, sólo se trata de una mentirijilla blanca. Es una simple cuestión de matiz. Poca duda me cabe de que uno o más de los novios de Jessica tienen las mismas tendencias que el ex marido de Suade, y constituye un peligro igual de grande para Amanda Hale.

La mujer se asoma al exterior e inspecciona la calle. Mira primero hacia un lado y luego hacia el otro. Luego cierra la puerta a nuestras espaldas.

– Bueno, ¿qué sabe usted acerca de Gerald? -me pregunta. Su mano sigue en las profundidades del bolso, como una serpiente dispuesta a lanzar su ataque.

– Se rumorea que él fue el responsable de la muerte de su pequeño.

– ¿A eso ha venido? ¿A contarme rumores?

– Su hijo murió hace doce años.

– El asesinato es un delito que no prescribe -dice. Y, aparentemente, los deseos de venganza tampoco.

Gerald Langly es el ex marido de Suade. Actualmente se halla en prisión.

– Sé que él le pegaba. Que trataba brutalmente a su hijo. Que el muchacho murió en circunstancias altamente sospechosas.

– ¿Y cómo sabe todo eso?

– Digamos que usted y yo tenemos un amigo común.

Ella me mira de arriba abajo. Luego me invita con un ademán a avanzar unos pasos en el interior de la tienda. Al fin saca la mano del interior del bolso.

Las luces del techo siguen apagadas. La gran fotocopiadora del otro lado del mostrador está más fría que un carámbano. Sobre el mostrador hay varios sobres, unos abiertos, otros aguardando el filo del afilado estilete que reposa junto a ellos. Ella deja el bolso y empuña el abrecartas, cambiando un arma por otra.

– ¿Quién es ese amigo común? -me pregunta.

– No estoy autorizado a decírselo.

Salta a la vista que ella está interesada, tratando de averiguar quién conoce los detalles íntimos de su vida, y está lo bastante interesada como para hablar de ellos con un desconocido.

– ¿Qué desea?

– Hablar, ya se lo he dicho. Un poco de ayuda.

Alza la vista. De pronto su expresión se ha vuelto recelosa.

– Alto. ¿Lleva usted un micrófono?

– ¿Por qué iba a llevarlo?

– Por tres letritas -dice ella-. FBI. ¿Le importa que me cerciore?

Sin aguardar mi respuesta, sale de detrás del mostrador y comienza a cachearme. La cintura, la espalda, las caderas. Aún empuña el afilado abrecartas.

Retrocede un paso. Sus ojos son cautos, recelosos.

– Está usted limpio. -Lo dice como si yo no lo supiera. Como si unos alienígenas pudieran haberme puesto un micrófono en el cuerpo sin que yo me diese cuenta. Es evidente que Suade vive en su propio mundo de recelos y sospechas-. A los federales les encantaría echarme el guante. Estacionan frente a mi puerta. Me observan con prismáticos. Intentan leer mis labios.

Me pregunto si todo eso son imaginaciones suyas, o si realmente la vigilan los federales.

– No trabajo para el FBI. Lo único que me preocupa es una niña. Creo que en estos momentos está en peligro. Creo que usted me puede ayudar, y que en cuanto conozca todos los hechos, querrá hacerlo.

Me mira como si para ella esto fuese el pan nuestro de cada día. Un día más, un niño más al que salvar. Mis palabras me identifican como a uno de sus seguidores.

– ¿Viene usted en representación de un cliente?

– Sí.

– ¿Quién es su cliente?

El primer problema.

Me salva un golpecito metálico contra la puerta de cristal que hay a espaldas de Suade. Al otro lado hay un hombre con unos papeles bajo el brazo. El hombre mira fijamente a Suade. Ha golpeado el cristal con sus llaves.

– ¿Qué quiere? -Suade lo pregunta sin volverse, gritando a través de la puerta cerrada. Su voz posee múltiples personalidades. La que está usando la convierte en candidata perfecta para recibir un exorcismo.

– Necesito unas copias.

– Sáquelas en otra parte.

– Sólo tardará un momentito -dice él.

– ¿Cómo sabe lo que tardaré? La máquina está fría. Mire el letrero. Está cerrado.

Él mira el cartel de cerrado, y el horario comercial, situado junto al cartel.

– Son más de las nueve -dice.

– Dispense. -Suade se vuelve hacia la puerta-. ¿Qué demonios pasa? ¿Es que nadie sabe leer? -Sigue blandiendo el afilado estilete-. Quizá si le meto esto por el culo comprenderá de una vez.

Para cuando ella llega a la puerta, el tipo ya está batiéndose en retirada, mirándola con ojos como platos, tal vez preguntándose si, inadvertidamente, ha ido a llamar a las puertas del infierno.

Suade hace girar la llave en la cerradura. En menos dé una hora, la mujer ha atropellado a un hombre en la calle, y ahora trata de acuchillar a otro. La cautela me aconseja que dé por concluida la entrevista mientras todavía estoy de una pieza.

– No se ponga usted desagradable, señora. Sólo quería unas copias.

– Si no se larga, me pondré mucho más desagradable.

El tipo tiene la vista fija en el aguzado estilete. Para cuando Suade abre la puerta, él está caminando hacia atrás, como el linier de un partido de fútbol.

Suade coge un periódico que está frente a la puerta principal y se lo arroja. Los anuncios por palabras vuelan por el aire.

Él se da media vuelta y echa a correr.

– Váyase al infierno. -El tipo trata de recuperar algo de dignidad mientras huye calle abajo.

– Sí, claro. Un héroe más. -Suade cierra la puerta y se vuelve hacia mí-. Dice usted que el hijo de su cliente está en peligro.

– Sí, eso es lo que creo.

– ¿Es niño o niña? ¿Qué edad tiene?

– Es una niña. Tiene ocho años. Mi principal problema es encontrarla.

– ¿Cómo que encontrarla? ¿Dónde está esa niña?

– No lo sé.

– ¿Quién es la madre?

– La madre tiene problemas.

– ¿Y quién no?

– Tiene antecedentes penales.

– ¿Y es así como usted la representa?

– No exactamente.

– Mire, no tengo tiempo para jugar a las veinte preguntas -dice Suade-. ¿Por qué no va al grano de una vez?

– No represento a la madre -le digo.

Esto la hace fruncir el ceño.

– No me diga que representa al padre.

– No.

Un fugaz instante de alivio.

– Represento al abuelo -añado.

Ella me mira y se echa a reír. Me pregunto si terminará usándome como funda de su estilete.

– Lo sabía. ¿Trae usted una citación? Si la trae, démela y lárguese de una vez.

– Yo no entrego citaciones. Tengo un empleado que lo hace por mí.

– Estupendo. Entonces, lárguese. ¿O prefiere que llame a la policía?

– Eso no será necesario. ¿Qué es lo que teme?

– A usted, no, desde luego. -Suade alarga la mano hacia su bolso. Se lo acerca.

– Estupendo. Sólo quiero hablar. Será más fácil hacerlo aquí que en el juzgado.

– Fácil, ¿para quién? No para mí, desde luego. -La mujer me mira con expresión amenazadora.

– Su hostilidad no está justificada.

Pero la expresión de sus ojos me dice que eso es lo que yo opino.

– Tengo un cliente…

– Lo felicito.

– Lo único que él quiere es encontrar a su nieta.

Ella no dice palabra, y ya ni siquiera me mira. Ha vuelto a ocuparse de su correspondencia.

– Por algún extraño motivo, mi cliente cree que usted puede saber dónde está la pequeña.

Suade es la viva imagen del desprecio. Su expresión dice claramente que si yo tuviera algo contra ella habría llegado con el sheriff y con una orden judicial.

– Y mi cliente cree eso porque la vio a usted en una ocasión. En casa de él. En presencia de su hija y de su nieta. Dijo usted ciertas cosas, y tanto su hija como su nieta desaparecieron poco después de ese encuentro.

– La vida es como un caldero rebosante de coincidencias -dice-. Dígame una cosa: ¿su cliente vio cómo yo me llevaba a la niña?

– Lo que vio o dejó de ver es una cuestión para los tribunales. Yo esperaba que pudiéramos evitar acudir a ellos.

– Sí, supongo que sí; pero, por lo que a mí respecta, me encanta acudir a los tribunales. La pompa y la ceremonia. Las mentiras. Las pruebas basadas en el perjurio. Los abogados hablando hasta por los codos. Es curioso que siempre puedan encontrar una excusa para lo que sus clientes hicieron o dejaron de hacer. ¿Necesito decirle cuántas veces he pasado por los juzgados sólo en el último año?

Como yo no respondo, ella sigue:

– Han sido tantas que he perdido la cuenta. Y, vaya las veces que vaya, la cosa siempre termina igual. Es como una película que uno ha visto muchas veces, y que siempre termina mal. Una no deja de esperar que en alguna ocasión el final sea feliz. Pero no. El final siempre es desdichado. Por eso hago lo que hago. Si ellos supieran lo que hacen, si les importase, no les concederían la custodia a padres que someten a malos tratos a sus hijos y a sus esposas.

– Como quiera -digo-. Pero el asunto va a resultar muy desagradable. Mi cliente es un hombre acomodado. Le sobra el dinero. Y, si usted se niega a colaborar, está dispuesto a convertir su vida en un infierno.

– Así que convertirá mi vida en un infierno… -Los ojos de Suade refulgen como dos tizones ardientes-. Dígale a su cliente que ya he hecho el viaje de ida y vuelta al infierno, y tengo quemaduras para demostrarlo. Créame, él no podría encontrar el infierno ni con un mapa y una linterna, y ni siquiera si tuviese al mismísimo diablo como guía. Pero adviértale que, como trate de joderme, yo tendré muchísimo gusto en enseñarle el camino.

«Entonces sí que tendría al mismísimo diablo como guía», pienso.

– Ahora ya puede usted largarse -dice-. Y tenga cuidado, no vaya a ser que al salir la puerta le pegue en el culo. -Alarga la mano hacia su bolso y hunde la mano en su interior.

– ¿Me está usted amenazando?

– ¿Es ésa la sensación que doy?

– No lo sé.

De pronto, la curiosidad puede más que ella.

– Aún no me ha dicho el nombre de su cliente.

– Su nieta se llama Amanda.

– Eso no me aclara nada. -Como si no recordase los nombres de los niños a los que esconde. Ellos son simples accidentes en la guerra existente entre Zolanda y la justicia norteamericana.

– Mi cliente es Jonah Hale.

El rostro se le ilumina.

– El de la lotería. ¿Por qué no lo ha dicho antes? -La mano abandona el interior del bolso. Éste se encuentra bajo el mostrador. De pronto, Suade es toda sonrisas. El hecho de que mis palabras le hayan producido tanto placer me alarma. Ella continúa-: Precisamente estaba preparando algo para él. Espero que le guste la publicidad.

Yo no pico.

Ella se acuclilla tras el mostrador. Me pregunto si habrá vuelto a introducir la mano en el bolso. Me viene a la cabeza la imagen de mí mismo saliendo por la puerta y recibiendo un tiro en el culo. Pero no: Suade está hablando para sí, toda jovialidad, trajinando con cajas y papeles bajo el mostrador.

– ¿Dónde lo puse? Lo acababa de terminar -dice-. Mierda. Vaya, aquí está. -Emerge de nuevo ante mí. Entre las manos tiene una caja llena de papeles-. Esto lo escribí ayer mismo. Iba a esperar a mañana para darle la sorpresa a Hale. Pero ya que usted ha venido, ¿para qué aguardar? -Me tiende un par de hojas sujetas con una grapa.

En la parte alta del papel, letras de dos dedos de ancho anuncian «comunicado de prensa», para que todo el mundo sepa de qué se trata. En el pie de imprenta, el nombre de Zolanda Suade y su número de teléfono.

Víctimas Fugitivas, una organización de autoayuda para las madres maltratadas y sus hijos, anunció hoy que va a presentar acusaciones de abusos deshonestos y violación contra el hombre que ganó uno de los mayores premios de la historia de la lotería estatal.

– Quiero que los contribuyentes sepan lo que están sufragando con sus impuestos -dice Suade. Yo continúo leyendo.

Jonah S. Hale, residente en la rica comunidad de Del Mar, en el condado de San Diego, ha sido acusado por la organización de la violación de su hija, Jessica. Presuntamente, Hale atacó sexualmente en no menos de tres ocasiones distintas a su hija, que en aquellos momentos era menor de edad. Además, se acusa a Hale de haber sometido a abusos deshonestos a su nieta, una menor que había sido puesta bajo su tutela por una orden legal de custodia dictada por el Tribunal Superior de San Diego hace más de un año. El nombre de la niña no será revelado.

En su omnisciente arrogancia, Suade no ha escrito en el estilo de un comunicado de prensa, sino en el tono de un boletín informativo, como si Víctimas Fugitivas fuese una organización gubernamental y sus acusaciones contra Jonah fuesen el veredicto de un gran jurado.

– Supongo que esto es una broma.

– Qué va -dice ella.

– ¿Qué pruebas tiene?

– El testimonio de Jessica en una declaración jurada.

– Un montón de mentiras de una hija sedienta de venganza -la corrijo-. Usted sabe que intentó sacarle dinero a su padre y no lo consiguió. Jessica trata de hacerle chantaje, y usted la está ayudando.

– ¿Qué va a decir usted? Un portavoz de la clase dirigente masculina. ¿Cuánto dinero le paga el señor Hale?

– Yo podría decirle que es usted una linchadora profesional. Podemos intercambiar todos los insultos que queramos, pero los insultos no constituyen pruebas.

– Es la verdad -dice Suade. Alza la mano, como en una parodia de juramento-. Aunque no espero que alguien como usted lo crea. Siga leyendo. La cosa mejora más adelante.

– Aparte de los desvaríos de una criminal convicta que además es toxicómana, ¿qué otra base tienen sus acusaciones?

– Ex toxicómana -puntualiza ella-. Se ha rehabilitado.

– ¿Eso le ha dicho? Muy bien, entonces se trata de una ex drogadicta que desea dinero. ¿Le comentó ella que había ofrecido dejar a la niña con sus abuelos si ellos le daban el dinero que pedía?

Suade no responde, pero sus ojos no mienten.

– No le comentó eso, ¿verdad?

– Esas cosas son fáciles de decir.

– También es fácil formular acusaciones de violación y abusos deshonestos. Para decirlo con todas las palabras: me fío mucho más de Jonah y Mary Hale que de cualquier cosa que Jessica pueda decir.

– Conozco los antecedentes de esa mujer -dice Suade-. Y también sé otra cosa. Sé que la policía y los tribunales de este país llevan años tratando con guantes de seda a gente como Jonah Hale. Hombres influyentes y con dinero. El club de los machos.

– Lo único que sabe usted de Jonah Hale es que le tocó la lotería y que a su hija le gusta decir mentiras.

– Sé que las autoridades no le hubieran hecho caso a Jessica Hale aunque hubiese acudido a la policía con una grabación en vídeo de los delitos. Bueno, pues ahora todo va a salir a la luz. Siga leyendo. Adelante.

Yo bajo de nuevo la vista hacia el papel.

– No, ahí no -dice ella-. En la página siguiente. -Me arranca los papeles de la mano y le da la vuelta a la hoja-. Ahí. Lea esto. -La presión de su uña sobre el papel deja una marca sobre el texto.

Las acusaciones contra Hale eran conocidas por las autoridades del condado y por varias organizaciones públicas, incluido el Servicio de Protección al Menor, que no tomaron medida alguna contra Hale. Al contrario, ayudaron a éste en sus intentos de obtener la custodia de la niña en cuestión. La falta de iniciativa por parte del condado forma parte de un escándalo mucho más grave y serio, que supone corrupción y cohecho por parte de ciertas autoridades del condado. Los nombres de tales autoridades, así como más amplios detalles de sus delitos, serán revelados durante una rueda de prensa que tendrá lugar en la mañana del miércoles, 19 de abril, a las 9.30 h, en la escalinata del edificio de los juzgados.

– Dígame que usted no sabía que Jessica presentó esas denuncias a la policía hace ocho meses, al Servicio de Protección al Menor que dirige esa judas, la tal McKay.

El hecho de que Suade mencione el nombre de Susan me deja de piedra. Por un momento me pregunto si conoce la relación que existe entre Susan y yo. No, no puede ser.

– Esa colección de putas están totalmente vendidas a los tipos como su cliente -prosigue-. Son peor que inútiles. Hacen que la gente crea que se está haciendo algo, cuando en realidad no es así. Podrá usted leer todos los detalles en los periódicos, después de la rueda de prensa, dentro de dos días. Léalo, y después llore.

Ésta es la primera noticia que tengo de que Jessica haya formulado acusaciones contra Jonah… En el caso, claro, de que Suade esté diciendo la verdad. No me sorprende que la policía no hiciese nada. Indudablemente, si Jessica presentó realmente la denuncia, ellos echaron un vistazo a su historial, hicieron unas cuantas indagaciones y, en ausencia de pruebas, dieron el caso por cerrado. No hace falta ser un genio para comprender que una mujer recién salida de la cárcel y que además está enzarzada en una pelea a muerte por conseguir la custodia de su hija es capaz de decir cualquier cosa con tal de obtener una pequeña ventaja. Pero si Jessica puso la denuncia, ¿por qué Jonah no me lo mencionó?

– Jessica Hale es una drogadicta que miente por el más vil de los motivos -le digo a Suade-. Lo único que quiere de sus padres es dinero. A eso se reduce todo.

– Bueno, pues parece que Hale ha encontrado a otros candidatos para untarlos con su dinero.

– ¿A qué se refiere?

– Me refiero a que el viejo ha repartido dinero entre la gente que cuenta, para endulzar el juicio de los jueces, para conseguir que la policía mire hacia otro lado. Así es como se hacen las cosas.

– ¿Jessica le ha dicho eso?

– No hizo falta queme lo dijera. Sé cómo funciona el sistema, cómo los jueces y la policía se saltan las normas cuando les conviene. Y tengo pruebas. Puede usted decírselo.

– ¿Qué tengo que decir y a quién se lo tengo que decir?

– Léalo -me dice ella.

Vuelvo a mirar el comunicado de prensa, por si hay algo que se me ha escapado.

– No, ahí no -dice ella-. Léalo en los periódicos. ¿Qué se cree? ¿Que lo iba a decir todo en el comunicado de prensa, para que unos estúpidos periodistas lo echen todo a perder haciendo preguntas inadecuadas? Tengo documentos que demuestran mis acusaciones. Todas ellas.

– ¿Cómo? ¿Que tiene usted documentos que demuestran que Jonah Hale cometió abusos deshonestos con su nieta? Eso es algo que sólo a un loco se le ocurriría poner por escrito.

– Eso no importa -dice ella, como si estuviéramos hablando en idiomas distintos.

– Sí, claro que importa. Jonah Hale no tiene la más mínima relación con nada de todo esto. Si está usted en guerra con el condado, eso es asunto suyo. No arrastre a un inocente a esa guerra.

– ¡Inocente! -exclama ella-. Puede usted llevarle mi comunicado de prensa a ese hombre tan inocente y ya verá cómo comienza a sudar tinta inmediatamente. -Señala con un ademán el papel que tengo entre las manos-. Y dígale que se vaya poniendo chanclos de amianto, porque los va a necesitar.

Yo la miro, desconcertado.

– Y ahora lárguese -continúa ella-. Fuera. -Me despide con un movimiento de la mano-. Tengo trabajo. He de poner las direcciones en los sobres.

Me arden las puntas de las orejas a causa de la ira que apenas logro reprimir.

Ella alza la vista. Yo sigo allí, rojo como una remolacha.

– Le he dicho que se largue -insiste Suade-. Y cierre la puerta al salir. -Me da la espalda y desaparece entre las sombras de la trastienda. Busco con la mirada la caja en la que estaban los comunicados de prensa, pero no la encuentro. Ella se la ha llevado consigo.


  1. <a l:href="#_ftnref1">[1]</a> «Lena la Saltarina.»(N. de la t.)