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Capítulo 2

Regresamos de Salónica a Atenas en el Fiat Brava de Fanis. Katerina ha insistido en que me siente delante para que esté más cómodo, y ella va detrás con Adrianí, que todavía está amodorrada porque anoche acabamos en una taberna de Kalamariás celebrando el doctorado de Katerina bebiendo tsípuro y tomando unas tapas de pescado. Son las diez de la mañana y acabamos de pasar Platámonas. Los padres de Fanis nos esperan a comer en Volos al mediodía; les debemos la visita desde el día en que vinieron a casa para conocernos. De vez en cuando Adrianí entreabre los ojos y le dice a Fanis, intranquila:

– No corras tanto, Fanis. Nos esperan en casa de tus padres, no en el hospital.

Antes de que Fanis le conteste, vuelve a caer en un sueño profundo para despertarse al cabo de un rato y hacer exactamente la misma observación y el mismo comentario. A Katerina y a mí nos saca de quicio, pero Fanis sabe cómo calmarla, seguramente porque no se la toma en serio.

– Tranquilícese, Adrianí -le dice-. Sólo voy a cien, pero como está acostumbrada al Mirafiori de su marido, que no pasa de treinta, le parece que corro mucho.

– Nunca subo al coche de mi marido, Fanis -le cierra la boca Adrianí-. A mi edad, no me apetece empujar en medio de la calle y dar la nota.

Percibo la mirada de Fanis, pero cierro la boca y me fijo en el Mercedes 280 Compresor que llevamos delante, para no lanzarme a maldecir a mi familia, la presente y la futura, en un día tan señalado.

Hacía años que no cogía la autopista Atenas-Lamia. Para ser más exactos, hace años que no conduzco por ninguna carretera general más allá de los límites entre Eleusina y Malakasa. El único viaje que he hecho en los últimos años ha sido en barco, a la isla donde vive mi cuñada Eleni. El día en que murió mi madre, hice cruz y raya con el pueblo en que nací. A Salónica no había ido nunca, ayer lo pisé por primera vez, aunque Katerina estudiaba allí. Me armaba de paciencia y esperaba que bajara ella a Atenas, por Navidad o por Pascua.

Torcemos por Velestinos para entrar en Volos. Los padres de Fanis viven un poco alejados del centro, en la carretera que conduce al este del Pílion, en una casa típicamente griega: local comercial en la planta baja y vivienda arriba. La tienda también es típicamente griega: una tienda de ultramarinos donde venden de todo, desde agujas de coser hasta pasta y tomate frito. Primero nos llevan a la tienda, donde, de repente, me invade la nostalgia de la época en que mi padre, cabo de carabineros, perseguía a ladrones de gallinas, y yo, a carteristas. Si me tocaba resolver algún delito de honor, iba a casa del homicida, que me esperaba sentado en una silla, cabizbajo, y yo lo esposaba. Hoy en día, las tradicionales tiendas griegas se han visto engullidas por los supermercados y las grandes superficies, y yo persigo mafiosos, que son de algún modo supermercados del crimen en los que se vende de todo, desde chicas ucranianas y drogas hasta diversión nocturna o grandes complejos de oficinas.

– Los domingos tenemos más trabajo porque las demás tiendas cierran -me explica Sebastí-. Afortunadamente, los griegos nos acordamos de todo a última hora.

– Desde que dejé las tierras y me dediqué exclusivamente a la tienda, me encargo de abastecerla -añade Pródromos, su marido.

– ¿Ya no plantas tabaco? -le pregunto, porque cuando vinieron a casa nos dijeron que tenían una plantación de tabaco.

Pródromos mueve la cabeza con tristeza.

– Ya no tengo edad, consuegro, y el campo me mataba. Por eso tuve que dejarlo, a mi pesar.

– Deberías haberlo dejado antes -apostilla el hijo-. No te hubieras destrozado la espalda y ahora no necesitarías faja.

– Ya lo sé, pero plantar y regar es mi vida -se ríe-. En la parte de atrás tengo un huertecito que cultivo para distraerme, y eso me salva.

– De todos modos, el dinero de las tierras lo hemos reinvertido -añade Sebastí-. Pedimos un préstamo y rehabilitamos la casa del pueblo, en Tsangarada, una casa de dos plantas y cinco habitaciones. La alquilamos y sacamos más que con el tabaco.

– ¿Alquiláis habitaciones en el Pílion y vivís en Volos? -se sorprende Adrianí.

– No, mujer. Alquilamos la casa entera a varias familias alemanas. Se la quedan tres meses y van por turnos: primero una familia numerosa, después dos juntas. Cobramos el alquiler por adelantado, así no tenemos que preocuparnos más.

– Recuerdo que, durante la Ocupación, nuestros padres temían que la comandancia alemana les requisase la casa -comenta Pródromos, todavía entre risas-. Ahora nos piden que se las alquilemos y nos las pagan a precio de oro. ¡Eso es progreso!

Se merecen un aplauso estos alemanes que han pasado de requisar a alquilar, me digo a mí mismo. Porque nosotros seguimos haciendo lo mismo desde el nacimiento del Estado griego moderno: ponemos en alquiler un piso, un local, un campo o una tienda y vivimos de lo que nos renta. La compañía Olympic vuela con aviones alquilados, los propietarios de taxis los alquilan a conductores y los de autobuses los alquilan al Estado. La renta actual de un griego de clase media procede de alquileres y préstamos.

La mesa es de las antiguas, barnizada y con unas patas curvas que terminan en una enorme base. Está dispuesta a la manera de las películas francesas: mantel blanco y servilletas, también de lino blanco, dos juegos de tenedores y cuchillos, y tres copas: una pequeña, otra mediana y otra más grande. Tengo claro que la mediana y la mayor son para el agua y el vino; la pequeña se me antoja un misterio que acaba desvelándome Pródromos Uzunidis.

– Aquí, consuegro, primero nos tomamos un tsipuro y luego seguimos con el vino -aclara mientras me llena la copita.

Levanto la copa y brindo por el éxito de Katerina, vacío la mitad de la copa y mi garganta echa fuego. Dejo un hueco en mi estómago para una copa de vino durante la comida, que empieza con unas alcachofas a la constantinopolitana y pastel de verduras, y termina con rollitos de hoja de parra con arroz y cordero.

– Las hojas de parra y las cebolletas de las alcachofas son de nuestro huerto -me aclara Pródromos.

Observo los cinco rostros que rodean la mesa. Salvo para Katerina y Fanis, la palabra «doctorado» tiene un significado impreciso. A mí me enorgullece el título de «doctora», eso ayudará a mi hija a medrar. Adrianí ve que su hija saca un sobresaliente y se ufana del éxito, pero otro tanto le ocurrió cuando acabó el bachillerato con la misma nota. Pródromos y Sebastí ya consideran a Katerina su futura nuera, así que también tienen derecho a celebrar su éxito. Apenas sabemos qué es eso del doctorado, sólo que es un mérito, superior al título de licenciado, y eso nos basta. Grecia es un enorme mercado de valores donde todo el mundo compra y vende títulos, desde paquetes de acciones hasta títulos universitarios, desde másters a doctorados, que garantizan posiciones sociales distintas y aportan suplementos al sueldo, sin que nadie sepa cuál es su valor real. Así, te puedes topar con un licenciado en Derecho trabajando en un observatorio astronómico y un licenciado en Física en la policía. No importa, aquí lo que cotiza es el título, como en la Bolsa.

Son más de las cinco cuando nos vamos de casa de los Uzunidis. La comida y el tsipuro me han amodorrado y me acomodo, medio dormido, al lado de mi mujer, mientras oigo el leve murmullo de Katerina y Fanis, que conversan en los asientos delanteros. Cuando llegamos a Levendi, Fanis nos propone parar a tomar un café, pues teme dormirse mientras conduce.

No sé qué mosca me ha picado, pero yo inicio la conversación en la cafetería de Levendi, en medio de largas colas de gente que aguarda frente a la barra, niños que chillan y padres de familia a la caza y captura de alguna mesa libre, con las bandejas del sel fservice pegadas al pecho como si fuesen escudos.

– ¿Cuándo prepararás los papeles para presentarte a la judicatura? -pregunto a Katerina.

Adrianí y Fanis no se esperaban una pregunta así, después de un total de cinco horas de viaje, con banquete en Volos incluido, y me miran sorprendidos. Katerina se muestra algo incómoda. Quiere decirme algo y busca la manera de hacerlo con suavidad.

– Petrópulos, el profesor de Derecho penal, me ha propuesto entrar en su grupo de trabajo -me dice finalmente-. Me contratará como colaboradora científica, y cuando se convoque la plaza de interina me presentaré.

La noticia me cae como un jarro de agua fría. Si la primera fase de mi sueño era que se sacase el doctorado, la segunda, que era a más largo plazo, era verla convertida en juez en lo alto del estrado y a mí sentado abajo, entre el público, orgulloso de ella. Nunca se lo había dicho a las claras, pero lo habíamos mencionado infinidad de veces y ella lo sabía.

– ¿Crees que te va más el mundo de la investigación? -Me muerdo la lengua en el último instante y digo «mundo» por no decir «infierno».

Katerina continúa su explicación pronunciando lentamente las palabras, como si también ella las buscase:

– Mientras hacía el doctorado, he descubierto que me gusta la investigación. Y cuando el profesor de Derecho constitucional me propuso desarrollar el tema de mi tesis en un curso, vi que me gustaba dar clases. -Hace una breve pausa y prosigue-: ¿Qué futuro me espera si me presento a juez? Dedicarme toda la vida a bregar con talones sin fondos, fraudes y divorcios, y esperar pacientemente hasta llegar a ser magistrado del Constitucional o del Consejo del Poder Judicial, ¡eso si tengo suerte y me puedo contar entre las pocas mujeres que acceden a esas plazas!

– Sí, pero ¿el sueldo de juez no es más alto que el de una profesora, Katerina? -pregunta Adrianí.

Katerina se encoge de hombros.

– No lo sé, pero supongo que cuanto más alto sea el cargo, mayor será el sueldo.

– Vaya por Dios, ¿tantos años de estudio y esfuerzo para acabar con un empleo con el sueldo más bajo?

El sentido común de Adrianí no puede aceptar que alguien curse estudios de mayor nivel y escoja el sueldo más bajo. Y ya que hablamos de esto, yo tampoco lo entiendo.

– ¿Tú qué dices? -pregunto a Fanis, que hasta ese momento ha seguido la conversación sin participar en ella.

Fanis levanta los brazos para expresar su incertidumbre.

– Creo que ha de decidirlo ella sola. Es una decisión muy personal, y unas veces el dinero desempeña un papel muy importante y otras no tanto -añade, mirando a Adrianí-. Yo, por ejemplo, después de estudiar para médico rural, decidí que quería ser médico de hospital. Cuando se lo dije a mis padres, se llevaron una gran decepción. Soñaban con que abriera una consulta en Volos o en Almiros y que estuviese muy solicitado. «¿Por qué no te quedas a trabajar aquí, hijo mío?», me preguntó mi madre, «¿sabes que en Volos hacen falta buenos médicos? Te adorarán.» Un amigo mío acabó la carrera a la vez que yo y luego abrió una consulta en Velestinos. Tiene dos pisos en Volos y una casa en Tasos, sin contar la consulta, que también es suya. Lleva un BMW y su mujer un Audi, e incluso tiene un fueraborda. Alguna vez me llama y me consulta: «Tengo un paciente con un problema grave, ¿conoces un buen médico?». «¿Y tú qué eres?», le digo. «Para mí», me contesta, «la medicina acaba donde llegan los medicamentos que me traen los representantes de las empresas farmacéuticas. Gano dinero a espuertas. Pero cuando se me presenta un paciente con un problema grave, le busco un buen especialista. No quiero quedarme con un cargo de conciencia.»

Todos nos echamos a reír, porque Fanis sabe cómo distender el ambiente y hacer que la gente se relaje. Katerina me coge la mano y me mira con ternura.

– ¿Lo dejamos fifty-fifty?

– ¿Qué quieres decir?

– Aceptaré la propuesta de Petrópulos y, a la vez, me inscribiré para las oposiciones a la judicatura. De todos modos, tanto la plaza de la universidad como la de justicia van para largo. Ya veremos qué sale primero, y entonces decidimos.

Tal como ella ha dicho, fifty-fifty. En la era de los pagos a plazos y de los créditos, quien pide en préstamo todo el dinero que necesita, es que no está en sus cabales.