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Tracy cerró la puerta y echo a andar calle abajo mientras silbaba. Por algún extraño motivo se sentía alegre. Tendría que estar hecho un basilisco, pero no era así. Era demasiado gracioso. ¡Wilkins! Santo Dios… ¡Wilkins! ¡Dineen y Wilkins!
Aunque era injusto. Decididamente injusto. En realidad no le importaba que una chica utilizara sus artimañas para abrirse paso en una profesión; era un privilegio de la mujer si deseaba sacarle partido. Pero, maldición…, tendría que estar en contra de las leyes sindicales, o algo por el estilo, el que encima de todo aquello fuera una luz escribiendo guiones. Cualquiera de aquellas dos características endurecían muchísimo la competencia, pero ambas…
Tendría que haber estado preocupado, pero no lo estaba.
Decidió que debía de estar borracho. Y eso le recordó qué se suponía que debía hacer.
En fin, ya había dado el primer paso. Había visto a Dotty. ¿Y qué sabía ahora que pudiera considerarse importante? ¿Qué sabia que podía haber conducido a un asesinato?
Ciertamente, no era la vida sexual de Dotty. Era posible que alguien hubiera matado a Dineen por celos. Pero no al tío de Dotty, al que ella jamás había conocido. Ni a Frank. No, eso no tenía sentido.
¿Por dinero, entonces? El tintero de plata…, se había olvidado de ese detalle hasta que Dotty lo mencionó. Quizás el hecho de que el asesino lo hubiera robado tuviera alguna importancia, siempre y cuando el asesino se lo hubiese llevado porque era un regalo que Mueller le había hecho a Dineen.
¿En qué circunstancias le habría hecho el regalo? Quizá la señora Dineen pudiera decírselo. Quizás ella pudiera decirle qué otros regalos, si los había, además del collar para el perro y el reloj, le había hecho Mueller a su marido. En un tintero se podían ocultar cosas, si el tintero hubiera sido hecho para ocultarlas. O en un reloj. ¿Habrían intentado robar el reloj? ¿Y qué clase de reloj sería? Sintió un leve entusiasmo, como si estuviera a punto de alcanzar los márgenes exteriores de una respuesta. ¿Qué hora era? ¿Sería demasiado tarde para ir hasta Queens a ver a la señora Dineen?
Tendría que haber ido de todos modos. Especialmente porque no había asistido al entierro. Todavía estaba a tiempo; le expresaría sus condolencias y después le haría unas cuantas preguntas.
¿Estaba lo bastante sobrio? En fin, lo estaría para cuando llegara a Queens. Según su reloj, eran sólo las ocho y media. Si lograba coger un taxi…
Se acercaba uno en ese momento, y lo paró.
– Al puente de Queensborough -le ordenó al taxista-. Le indicaré el camino cuando lo hayamos cruzado; sé cómo llegar, pero no sé la dirección.
El taxi se desvió hacia la Segunda Avenida y se dirigió al Norte, rumbo al puente. En una o dos ocasiones, Tracy notó que aminoraba la marcha sin motivo aparente. En la Calle 40, el conductor giró hacia el Este y después hacia el Norte, por la Primera Avenida.
Giró hacia el Oeste en la Cuarenta y Dos y volvió a aminorar la marcha.
– Nos están siguiendo -le informó el conductor, dándose la vuelta. Su voz sonaba un tanto asustada-. Quise asegurarme antes de decirle nada.
Tracy lanzó un juramento. Se había olvidado de que Bates le había advertido que lo estaban vigilando. Probablemente se habían pasado toda la tarde pisándole los talones…, habrían ido al bar de Barney y a casa de Dotty… Pues daba igual.
– Está bien -le dijo al taxista-. Que nos sigan.
– De eso, ni hablar -dijo el taxista-. No quiero líos, y no quiero que me sigan hasta Queens. Coja otro taxi o vaya en Metro.
– Está bien -dijo Tracy, lanzando un suspiro-. ¿Estamos en la Cuarenta y Dos? Lléveme a Broadway.
Mientras iban hacia allí, miró por la ventanilla trasera. Sí, había un coche, un sedán «Chevie», con dos hombres en el asiento delantero. Hombres fornidos. Bates no había estado de broma.
Le pagó al taxista en la esquina más concurrida del mundo. Y entonces, por puro empecinamiento, inició un recorrido errático entre la multitud vespertina, se metió en el «Bar Astor», lo recorrió todo hasta el vestíbulo, salió por otra puerta y volvió a mezclarse entre la multitud.
En la esquina, cuando entró en el Metro, ni siquiera se molestó en volverse para comprobar si aún lo seguían. Uno de los hombres se habría visto obligado a aparcar el coche o quedarse dentro, y si el otro no lo había perdido en aquel jaleo, entonces se merecía un viaje en Metro hasta Queens.
De todos modos, por pura curiosidad, observó a las personas que iban en el mismo vagón. Ninguna tenía aspecto de policía.
Al llegar a Queens, cuando se bajaron con él dos mujeres y un señor mayor medio bebido, acabó de convencerse del todo. Los había despistado en el «Astor».
Mientras recorría las calles que conducían hasta la casa de Dineen, notó que estaba bastante sobrio. Volvió a mirar el reloj; eran las nueve; llegaría a las nueve y diez. Tendría que disculparse, y explicarle a la señora Dineen que había salido más temprano, pero que habían surgido inconvenientes.
Después, se iría al restaurante más cercano, siempre que en Queens hubiera restaurantes. Tendría que haber comido más temprano; al disiparse los efectos del alcohol, le estaba entrando un hambre feroz.
Vamos a ver…, aquélla era la manzana. Sería la cuarta o la quinta casa, contando desde la esquina. No se acordaba de cuál era exactamente; además, todas se parecían.
Se detuvo delante de la cuarta casa, y desde allí miró a la quinta y vuelta otra vez a la cuarta, tratando de recordar cuál era. La vez anterior él había venido durante el día; por la noche, las cosas tienen otro aspecto.
Pero la cuarta casa estaba a oscuras. Y en la quinta había luz. Si era la casa delante de la cual se encontraba, entonces no había nadie, a menos que se hubieran ido a dormir condenadamente temprano.
Ya que estaba, podía intentarlo en la quinta, la que tenía luz.
Llegó hasta las escaleras del porche y cayó en la cuenta que no tenía que avanzar más. Aquélla no era la casa. El porche y la puerta eran diferentes, y en la puerta no había llamador. Recordó que había admirado el antiguo llamador de bronce de la puerta principal de Dineen.
Entonces, la casa de Dineen era la otra, la que estaba a oscuras, y había hecho todo aquel viaje para nada. Retrocedió hasta la acera. Al pasar delante del sendero de entrada, volvió a mirar hacia la casa de Dineen.
Se detuvo, porque había visto una luz. Una luz tenue en una ventana del piso de abajo. Parecía una linterna. Se detuvo y se quedó mirando.
Era una linterna. Se movía, y se volvía cada vez más tenue cuando quien la empuñaba se alejaba de la parte delantera de la casa, haciéndose más intensa cuando regresaba.
Tracy se quedó allí, de pie, sin saber qué hacer. Podía tratarse de un ladrón. O podía ser alguien de la familia que utilizaba una linterna porque se habían fundido los plomos o algo por el estilo. No, no podía ser. Tendrían que haber tenido fusibles de recambio, y la linterna tendría entonces que haber estado en el sótano, donde estaría también la caja con las llaves de la luz. Al menos, las personas que llevaran la linterna tendrían que haberse dirigido hacia allí.
Volvió a verse la luz por un breve instante y después desapareció.
Entonces a Tracy le asaltó una idea; lo hizo con tanta fuerza, que se estremeció un poco. Si allí dentro había un ladrón, no se trataba de un ladrón cualquiera. Tenía que ser el asesino, el hombre que ya había matado a Walther Mueller, a Arthur Dineen y a Frank Hrdlicka.
Y hasta ese momento, aquella figura había sido una abstracción. Pero ya no lo era. Asesino. Una palabra concreta. Asesino: persona que asesina. No era una palabra bonita; tampoco era un bonito pensamiento, y mucho menos a esas horas de la noche.
Tracy se refugió bajo la sombra de un árbol entre la acera y el bordillo, y reflexionó sobre lo que debía hacer. ¿Entrar?
No, no estaba loco, por más que Bates pensara lo contrario. ¿Desarmado ante un asesino que probablemente llevaba un revólver? ¿Sin siquiera tener una linterna? Una locura.
Sólo le quedaba una cosa lógica y sensata por hacer: dirigirse a la casa iluminada de al lado y pedirles que telefonearan a la Policía. Aquello era un trabajo para la pasma, no para Bill Tracy.
Con amargura pensó en lo listo que había sido al despistar a los dos policías que lo habían estado siguiendo toda la tarde. En ese momento hubiera dado mil dólares por ver el sedán «Chevie» con los dos policías corpulentos en el interior.
Echó una última mirada hacia la casa de Dineen (ya no se veía la luz) y se dirigió a la casa de al lado.
Entonces, de repente, supo que era demasiado tarde para telefonear a la Policía. Era demasiado tarde para hacer nada, a menos que fuera una tontería. Porque en la tranquilidad de la noche oyó un sonido inconfundible: el abrirse y cerrarse de una puerta trasera en la parte posterior de la casa.
El asesino huía por la puerta trasera.
¿Daría la vuelta y aparecería por el frente? No, claro que no. Se marcharía por el callejón, si… Sí, había un callejón. Tenía que haber un callejón porque no existía una entrada para coches, y Tracy recordó que en la parte posterior había un garaje.
Probablemente el asesino había dejado su coche (sin duda tendría coche) en el callejón. Si lograra tomar nota de la matrícula…
Los pies de Tracy debieron de estar pensando por él, porque ya había echado a correr hacia la esquina y se dirigía hacia la entrada del callejón. Corrió sin hacer ruido por la franja de césped que había entre la acera y el bordillo.
Al terminar la franja de césped, él siguió corriendo sin hacer ruido; recordó entonces que esa mañana, al vestirse, se había puesto los zapatos deportivos con suela de goma. Se detuvo bajo la sombra de una catalpa, a unos pocos metros del final del callejón, y aguzó el oído.
Del callejón no le llegaba ningún sonido. ¿Se habría equivocado en lo del coche, o en la dirección en que huiría el asesino? No, oyó cerrarse despacio la puerta de un coche.
Bien; sólo tenía que esperar allí, en las sombras. El coche pasaría junto a él; esperaba poder tomar nota de la matrícula. Incluso podía llegar a reconocer al conductor cuando el coche pasara por ahí.
El zumbido del arranque, y el ronroneo de un motor. Estaba todo tan en calma, que llegó incluso a distinguir el sonido del cambio de marchas, y el cambio en el ruido del motor cuando el conductor soltó el embrague. El coche se había puesto en movimiento. Pero, ¿en qué dirección? No se le había ocurrido pensar en eso. Este lado del callejón estaba más cerca de la ciudad, del puente de Queensborough. Pero, si el coche había venido desde Manhattan, sería muy dificil que hubiera entrado en el callejón por ese extremo. Además…, si el sonido del motor parecía alejarse.
Salió corriendo hacia la entrada del callejón y se asomó. Sí, allá estaba la negra silueta del coche contra el sombrío halo de luz que provenía del fondo del callejón. No había encendido las luces, pero comenzaba a avanzar fácilmente y a alejarse de él.
Podía darle alcance fácilmente si corría tras él sin hacer ruido. Podía tomar nota del número de matrícula e incluso reconocer al conductor a través de la ventana trasera.
Se encontraba en mitad del callejón cuando se dio cuenta de lo equivocado que estaba. De repente se encendieron los faros del coche, iluminaron de lleno a Tracy y lo cegaron.
El coche iba hacia él en lugar de alejarse, y el conductor pisaba el acelerador. Había pasado de segunda a tercera; el conductor no perdió tiempo en cambiar a cuarta. En tercera, el motor rugió y ganó velocidad mientras el coche iba directo hacia Tracy.
Corría demasiado de prisa para detenerse, y no tenía tiempo de darse la vuelta y llegar a la entrada del callejón. Sólo le quedaba una salida, y el cuerpo de Tracy, en lugar de su cerebro, eligió esa salida.
Se volvió y echó a correr hacia su izquierda, donde vio un seto de menos de un metro de alto que separaba ambos garajes. El coche giró también.
El parachoques casi le rozó la pierna, pero Tracy logró saltar por encima del seto.
Despatarrado y dolorido, permaneció tendido sobre el suelo duro, tal como había aterrizado. Oyó que el coche aminoraba la velocidad por un instante, cambiaba de marcha y continuaba. Llegó a la calle y continuó viaje.
El asesino no iba a regresar para acabar, con un revólver, lo que su coche no había logrado por tan escaso margen. Por apenas unos cuantos centímetros, el nombre de Tracy no figuraría aún en la lista de víctimas.
Atontado por lo repentino de los acontecimientos, Tracy se incorporó despacio. Le temblaban las rodillas, pero al parecer no tenía ningún hueso fracturado.
Bueno, eso era lo que le pasaba por tratar de ser Dick Tracy en lugar de Bill. Ahora no le quedaba más remedio que telefonear a la Policía, contarles cómo había liado las cosas, y aguantarse la mirada de desprecio que Bates le dedicaría. Al cuerno con Bates.
Se asomó al callejón y miró cuidadosamente hacia ambos lados antes de volver a saltar por encima del seto. No se veía a nadie. ¿Cuánto tendría que andar para conseguir un teléfono?
Bueno, podía ir a la casa de Dineen. ¿Por qué no? Evidentemente, la puerta trasera estaba abierta. Eso debía hacer, claro. Entrar, telefonear y esperar a que llegara la Policía.
Se aseguró de que se trataba de la cuarta casa, traspuso el portón y entró en el patio trasero. Llegó a la escalera del porche trasero y vaciló.
¿Y si había alguien en casa y dormía en el piso de arriba? No debía irrumpir de aquella manera sin asegurarse. Se dirigió al frente de la casa y utilizó el llamador de bronce. También había un timbre, y llamó. Oyó el eco, pero nadie acudió a abrirle, ni un solo movimiento por ninguna parte.
Entonces, la familia no debía de estar en casa. A menos que…
Intentó entrar por la puerta principal, pero estaba cerrada con llave. Fue corriendo a la parte trasera. Sí, la puerta trasera estaba sin llave. La abrió y se internó en la oscuridad de lo que debia de ser la cocina. Al pisar notó que el suelo era de linóleo, y percibió un ligero olor a cocina.
Distinguió otro olor más. También ligero. No logró reconocerlo hasta que hubo puesto la mano sobre el interruptor de la luz que había junto a la puerta y hubo cerrado ésta. A punto estuvo entonces de dar media vuelta y salir corriendo. Porque supo que aquel olor era el olor de la sangre.
Pero sus dedos le dieron al interruptor. Por un segundo, la luz lo cegó; después, logró ver.
Rex, el enorme dobermann pinscher, yacía en medio de la cocina, con la cabeza en un charco de sangre. Le habían destrozado una parte del cráneo con algo pesado. En esta ocasión, el asesino había acabado con Rex. Caído y empapado en sangre, estaba el vendaje que había cubierto la primera herida del animal, la herida provocada por la bala disparada en el despacho de su amo, el martes anterior.
Tracy inspiró hondo y rodeó el cadáver despatarrado del perro, cruzó el cuarto de servicio y entró en la sala. El teléfono tenía que estar allí, en alguna parte. Ahí estaba la escalera…
Un momento, antes de seguir buscando el teléfono, ¿no convendría que mirara en el piso de arriba, para asegurarse de que los Dineen habían salido de veras, y no estaban muertos en sus camas? ¿O desmayados y atados? El pobre perro ya no tenía remedio, pero, ¿y si había seres humanos que necesitaban ayuda? Quizá fuera más necesario llamar a un médico o una ambulancia, que a la Policía, y podía conseguir a los dos primeros con una sola llamada.
Subió la escalera encendiendo las luces a su paso, y recorrió toda la planta superior. Había infinidad de detalles que indicaban la presencia del ladrón (cajones cuyo contenido aparecía esparcido por el suelo, armarios registrados a fondo), pero ahí arriba no vio a ningún Dineen, ni muerto ni vivo.
Respirando más aliviado, volvió a bajar y encontró el teléfono en un cuartito, cerca del pasillo, junto al pie de la escalera. Tendió la mano para cogerlo, y después pensó que, ya que había inspeccionado la casa hasta ese punto, podía también ir a mirar en el único cuarto que quedaba antes de telefonear. Entonces tendría la plena certeza de que sólo habían matado al perro.
El único cuarto en el que no había entrado era el de delante, a través de cuyas ventanas había visto la linterna. Recorrió el pasillo, traspuso el vano de la puerta y encendió las luces.
Se había producido un asesinato.
Tendido de espaldas encontró el cuerpo de un hombre desconocido. Era un hombre corpulento, con un traje de sarga. Tenía pinta de detective, de detective de la Policía. No cabía duda de que lo habían mandado a vigilar la casa. La Policía debió de haberse anticipado a la posibilidad de un intento de robo. Creyeron que un policía y un perro policía juntos habrían bastado para impedirlo.
Pero se habían equivocado; el asesino se los había cargado a los dos y había huido. A punto había estado de conseguir una víctima extra, allá en el callejón.
Todos estos pensamientos pululaban en la capa inferior del cerebro de Tracy; eran cosas para reflexionar y resolver más tarde. Por encima de todos ellos dominaba un terror paralizante.
Aquel pánico no era debido al hecho de que se hubiera cometido el asesinato, sino a cómo había sido cometido.
En el pecho del detective se veían un agujero de bala y una mancha roja, pero se encontraba en el costado derecho, no encima del corazón. Ese disparo lo había derribado y puesto fuera de combate. Pudo haber desembocado en su muerte más tarde, puesto que debía de haberle perforado el pulmón derecho. Pero no le había producido la muerte instantánea.
Por la cara del hombre, por sus ojos y su lengua, no cabía ninguna duda de la causa de la muerte: la estrangulación. Los ojos horrorizados de Bill Tracy se clavaron en el cuello y la corbata de aquel hombre.
La corbata no estaba dentro del cuello de la camisa; se la habían deslizado un poco más arriba y la habían utilizado a manera de garrote, retorciéndosela mediante la inserción de un trozo de madera redondeado y pulido (parecía un travesaño arrancado de una silla), como si fuera un torniquete.
En sí mismo aquel método de asesinato no era más horrendo que otros, salvo por dos hechos. Primero, que fue realizado a sangre fría, mientras el hombre estaba inconsciente por la herida de bala. Y segundo…
El hecho de que se trataba de la cuarta idea de Tracy para El asesinato como diversión, puesta en práctica de una manera letal.
Un hombre estrangulado con su propia corbata.
Mientras Tracy seguía allí de pie, mirando hacia el suelo, oyó ruido de pasos en la acera. Pasos que se detuvieron y volvieron a andar para acercarse, como si se internaran en el sendero que llevaba a la parte trasera de la casa.
Eran unos pasos pesados, con un ritmo oficial. Era el andar pesado de un agente de Policía que cubría su ronda. Probablemente sabría que los Dineen no estaban en casa y que dentro había un detective montando guardia. Se habría preguntado por qué estarían encendidas todas las luces de la casa…
Los pasos llegaron al porche y retumbaron sobre la madera.
Y el pánico se apoderó de Bill Tracy, se apoderó de él con todas sus fuerzas.
No supo por qué echó a correr. Sabía que era una tontería. Sabía que debía esperar allí, dejar entrar al policía y explicarle las cosas, y después esperar hasta que llegaran los de homicidios. Y después volver a explicarlo todo y dejar que lo interrogaran durante el resto de la noche.
Era un miedo irracional que le impidió pensar. Era un terror ciego. Fue presa de aquel miedo porque los pasos se habían acercado muy poco después de que él hubiera visto cómo había sido utilizada la corbata. Antes de que le diera tiempo de asimilar y digerir aquel horrible hecho.
Si llegaban a encontrarlo allí…
Hasta ahí le alcanzó la coherencia para expresar su miedo. Pero echó a correr.
Tan de prisa como pudo correr sin que lo oyeran. Atravesó la casa y salió por la puerta trasera, mientras el eco del llamador de bronce de la puerta principal ahogaba el escaso miedo que pudo haber producido con su carrera.
Atravesó el patio trasero y se internó en el callejón. Lo recorrió todo, cruzó la calle y se internó en el callejón siguiente. Entonces dejó de correr y fue andando hasta la estación del Metro.
El pánico caminaba a su lado. La noche misma parecía cernirse sobre él mientras andaba, y cuando recuperé el aliento, tuvo que realizar un esfuerzo para no volver a echar a correr.
Por suerte, en la estación del Metro no había nadie cuando él entró. Atisbó su imagen en el espejo de la máquina expendedora de chicles. Se detuvo, se obligó a esperar allí como para encender un cigarrillo con manos temblorosas y recomponer la expresión antes de dirigirse al andén.
El tren tardó una eternidad en llegar.
El viaje de regreso a Manhattan fue algo irreal. En el vagón viajaban otras personas, pero tenían más aspecto de fantasmas que de verdaderos pasajeros. Incluso la ancianita que tenía sentada justo enfrente, y le sonreía afablemente, no parecía del todo real.
Fue un viaje de pesadilla. Trató de no pensar, pero fue peor, porque en lugar de pensar, sentía.
No recuperó algo parecido a la calma hasta que llegó a su apartamento en el Smith Arms.
Se preparó una copa y su sabor le pareció espantoso. Las manos seguían temblándole. Se las metió en el bolsillo y se sentó en el sillón Morris. Miró hacia la puerta y se preguntó si la habría cerrado con llave. Creía haberlo hecho, pero se levantó para cerciorarse y volvió a sentarse en el sillón. Las manos le temblaban un poco menos.
Recordó que tenía hambre y después decidió que estaba inapetente. Al cabo de un rato, cambió de parecer. Al menos, si salía a tomarse un café y un bocadillo, tendría algo que hacer. No se le ocurría ninguna otra cosa. Al menos por una vez, no le apetecía tomarse una copa.
En el bar de Thompson tomó café y dos bocadillos.
Se preguntó si por casualidad Millie no estaría en casa y levantada. Quería hablar con alguien. Al regresar miró hacia la ventana de su casa, pero no había luz.
¿Dick? No, en realidad, si no podía hablar con Millie, no le apetecía hablar con nadie.
«Si acabo asesinado o encerrado en la cárcel -pensó-, ella tendrá la culpa. Ella y Lee Randolph. Malditos sean los dos por convencerme de que fuera a hacer el idiota.»
Regresó a su apartamento, se sentó en el sillón Morris e intentó pensar.
Fuera, un reloj dio la medianoche.
Eso significaba que ya no era domingo; había terminado su primer día de vacaciones, su primer día de maravillosa libertad.
¿Iba a pasarse toda la noche ahí sentado, carcomido por los nervios? ¿Por qué cuernos no se iba a la cama si no se le ocurría nada mejor que hacer?
Se levantó, se quitó la corbata y se desabrochó el cuello de la camisa. Iba a sacar la percha de corbatas cuando la idea le asaltó.
De repente, así como así, supo la respuesta. Supo quién era el asesino. Sólo una persona podía ser el asesino.