172816.fb2 El Asesinato Como Diversi?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

El Asesinato Como Diversi?n - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 3

CAPÍTULO I

En los Estados Unidos hay pocas calles por las que un hombre puede pasearse llevando una máscara, sin llamar demasiado la atención. La calle de Broadway, en Manhattan, es una de ellas; Broadway ha llevado la sofisticación a los límites del candor.

El hombre de la máscara se había apeado de un coche aparcado justo a escasos metros de Broadway, en una de las calles Cincuenta. Muchos debieron haberlo visto bajar del coche, pero daba igual. Incluso si más tarde la Policía hubiera logrado seguirle la pista hasta ese coche, también hubiera dado igual. Era un coche robado; además, ese robo no habría sido denunciado durante varias horas.

En pleno diciembre nadie se hubiera fijado en su brillante traje rojo. Pero bajo el sofocante sol de agosto, apenas logró algunas miradas curiosas de los peatones que pasaban a su lado. Algunos se aventuraron incluso a girar la cabeza en su dirección, y preguntarse por qué no llevaba un cartel publicitario colgado a la espalda. Sin duda tenía que estar vendiendo o anunciando algo. Nadie que estuviera en su sano juicio llevaría un pesado traje de Papá NoeI en agosto, a menos que estuviera vendiendo o anunciando algo.

Pero incluso si el hombre disfrazado de Papá Noel no estaba en su sano juicio, al curioso ocasional era algo que le daba igual. Todo el mundo sabía que se trataba de algún tipo de montaje, y sólo a los tontos les llaman la atención las cosas que no les conciernen. No tardaría en detenerse en un portal y ponerse a pregonar; después resultaría que vendía, a veinticinco céntimos la barra, jabones de Papá Noel, garantizado para arrancarle la piel a las patatas, con lo cual uno no necesitaría de un cuchillo para pelarlas.

Pero el hombre disfrazado de Papá Noel no se detuvo ni a pregonar ni a pelar. Siguió caminando, no muy de prisa, pero con el ritmo eficiente de quien sabe a dónde va.

Como disfraz era perfecto. El traje rojo y la cara mofletuda, falsamente alegre, inducían a error en cuanto a su verdadero peso y constitución, y lo hacían de un modo tan perfecto, que a aquel hombre no le habría hecho falta atarse una almohada a la cintura para conseguir que muchos juraran que era bajito y rechoncho. Más tarde, la Policía localizaría a una decena de entre los miles de personas que habían pasado junto a él, y las declaraciones de estas personas resultarían conflictivas hasta los límites de lo absurdo. Para los testigos ortodoxos había sido gordo y rechoncho. Para unos pocos -los agnósticos- alto, y lo habrían calificado de delgado de no haber sido por la almohada. Por cierto, ¿había utilizado una almohada?

Altura: alto o bajo. Constitución: gordo o delgado. Color de los ojos: desconocido. Características destacables: ¿Está usted de guasa?

Ese fue el resultado final de la descripción obtenida por la Policía, la cual, por cierto, no les resultó de utilidad. Sin embargo, lograron rastrear sus pasos desde las calles Cincuenta hasta casi las Cuarenta. Y después del crimen, de vuelta hasta las Cincuenta y tantos. Pero nos estamos adelantando.

El hombre disfrazado de Papá Noel entró en un edificio de una de las calles Cincuenta. Un ascensor lo llevó, veloz, al tercer piso. El hombre se dirigió por el pasillo hacia un despacho, y abrió la puerta con el rótulo de ARTHUR D. DINEEN.

Inmediatamente detrás de la puerta, el despacho aparecía atravesado por una balaustrada. Al otro lado de ésta, una estenógrafa estaba sentada ante una mesa. Al entrar el traje de Papá Noel, la muchacha levantó la vista y sus ojos se llenaron de asombro.

– Tengo una cita con el señor Dineen -anunció la voz, detrás de la máscara.

– Ya… esto… -Los ojos de la estenógrafa se posaron veloces en el reloj de la pared, luego en la agenda de su escritorio, y luego en la máscara sonriente de mejillas como manzanas-. ¿Su nombre, por favor? -le preguntó con el aire presumido de quien no se deja engañar.

– Johan Smith -respondió el hombre del traje rojo-. El señor Dineen me esperaba a las diez y cuarto.

Sí, aquél era el nombre que figuraba en la agenda, y él no podía haberlo leído desde el otro lado de la balaustrada. La muchacha sentada a la mesa le dijo:

– Bien, señor Smith, puede usted pasar.

El hombre traspuso la portezuela que había en la balaustrada, y se dirigió hacia la puerta con el letrero de PRIVADO, que conducía al despacho interior.

Los ojos de la muchacha lo siguieron con aire especulativo. ¿Un excéntrico? En fin, en ese caso, no era problema suyo. La cita la había concertado el jefe. Recordó entonces que había sido acordada por teléfono, la tarde anterior. Evidentemente se trataba de un actor, ¿pero por qué iba a presentarse a la cita disfrazado, a menos que fuera un excéntrico?

El hombre del traje rojo no se volvió a mirar atrás. Traspuso la puerta y la cerró suavemente tras de sí.

El hombre sentado al escritorio del despacho interior, levantó la vista. Vio el traje y exclamó:

– ¡Qué diablos…!

Ante el tono de su voz, se oyó un gruñido al otro extremo de la habitación. Un enorme dobermann pinscher que había estado ovillado en el haz de sol que entraba por la ventana abierta, se puso en pie. Del pecho le salió un ominoso zumbido de sierra circular.

Los ojos que miraban a través de los agujeros de la cara postiza pasaron veloces del perro gruñidor, al hombre de cabellos grises que estaba sentado al escritorio. Desde el interior de la máscara, la voz dijo:

– Si no quiere que mate a ese chucho, dígale… -No malgastó más palabras para concluir con la amenaza; la pistola que empuñaba fue más elocuente que cualquier discurso; fue silenciosamente elocuente, podría decirse, porque la pistola llevaba silenciador.

Entrecerrando los ojos al comprobar que el arma llevaba silenciador, el hombre que estaba sentado al escritorio mantuvo las manos cuidadosamente quietas sobre el papel secante, y preguntó:

– ¿Qué es lo que quiere?

– No quiero problemas -respondió el hombre del traje de Papá Noel-. De modo que ordénele a ese perro que se eche. No sabia que estaría… -Se interrumpió de pronto, con la brusquedad de quien advierte que está diciendo algo indebido.

Con las patas rígidas, el doberman avanzó dos pasos, y el zumbido de sierra circular se hizo más potente. Echado, había lucido una belleza elegante; pero en ese momento su belleza era salvaje, amenazadora. Tenía los ojos fijos; los pelos cortos del cogote, alrededor del pesado collar con gruesos remaches bañados en oro, se erguían como una amenaza.

Las patas se le doblaron como resortes, incluso cuando el hombre que estaba sentado al escritorio giró la cabeza y le gritó:

– ¡Rex!

Pero demasiado tarde. O quizás el perro interpretó mal la orden. Saltó hacia delante.

Se produjo una explosión amortiguada (casi tan sonora como la de una pistola de fulminantes) cuando el hombre del traje rojo apretó el gatillo del arma. Se hizo a un lado mientras el cuerpo del perro completó su arco en el aire, aterrizó con un ruido sordo sobre la gruesa alfombra de la oficina, se retorció una sola vez y se quedó quieto.

El hombre que estaba sentado al escritorio se puso en pie de un salto, con el rostro crispado de ira.

– ¡Maldito sea! -exclamó. Aferró el único objeto pesado del escritorio, un tintero de plata, de exquisita artesanía, y lo levantó por encima de su hombro para lanzárselo al hombre del traje rojo. Al mismo tiempo, abrió la boca para pedir auxilio.

Pero el segundo disparo amortiguado de la pistola con silenciador, paró en seco el lanzamiento y el grito. El hombre de cabellos grises cayó de bruces sobre el escritorio; tenía un agujero en la frente, justo encima del ojo izquierdo. El tintero de plata era el centro de un negro charco de tinta que se extendía por la alfombra junto a la silla giratoria.

Con fría lentitud, el hombre del traje de Papá Noel se metió en el bolsillo la pistola con la que había disparado dos veces. En voz más bien alta, por si desde fuera se habían oído los ruidos, dijo:

– Sí, señor Dineen, se lo agradezco. Pero… -Y continuó hablando mientras se dirigía al otro lado del escritorio y levantaba el tintero del suelo.

Lo sostuvo boca abajo durante un momento, hasta que cayeron las últimas gotas de tinta; luego bajó la tapa, lo envolvió con cuidado en un lienzo y se lo metió en el bolsillo.

Después, con calma, se dirigió a la puerta y la entreabrió.

– Adiós, señor Dineen -dijo-. Lamento que no le haya gustado mi propuesta…, en fin, quizás en otra emisora tenga más suerte.

Metió las manos en los guantes de algodón blanco que había usado hasta el momento de entrar en el despacho interior y, al salir, frotó con las manos enguantadas los picaportes de la puerta para borrar las huellas que pudieran haber quedado marcadas.

Atravesó a grandes zancadas la oficina exterior y pasó junto a la estenógrafa sin decir palabra, con la dignidad herida del hombre cuya idea preferida acaba de ser pisoteada.

Desdeñando el ascensor, bajó los dos tramos de escalera que lo separaban de la calle y se confundió entre la multitud de Broadway. Al verlo, un niño gritó:

– ¡Mamá! Mira, ¿no es…? -Pero su madre lo obligó a callar.

Su huida del lugar del crimen no atrajo ni más ni menos atención que su llegada.

La nota periodística del caso que la Prensa denominó como «El asesinato de Papá Noel», resultó de interés para el público en general. Pero nadie más la encontró tan condenadamente interesante como Bill Tracy, cuando compró una edición de la tarde y la leyó en su apartamento de dos habitaciones y cocina, antes de salir a cenar.

La leyó dos veces de prisa y una tercera muy despacio, como sopesando cada palabra y buscando tras ella un significado oculto. Al final, dejó el periódico y se quedó mirando durante un rato el casto dibujo del papel pintado. Al cabo de unos minutos pronunció una palabra que no podemos reproducir aquí, volvió a coger el periódico y leyó otra vez la nota.

Seguía allí y no había cambiado en nada.

Entonces, a Tracy se le ocurrió que lo único lógico que podía hacer era salir a emborracharse. Pero no a embriagarse ligeramente, como solía estar a menudo, sino a ponerse borracho perdido. Asquerosamente borracho.

No sólo porque conocía a Arthur Dineen, la víctima del asesino, tampoco porque conocía a Rex, el dobermann que casi había sido víctima del asesino, cuya bala le había agujereado el cráneo, pero no había logrado matarlo y pronto se recuperaría. Dineen le había caído más o menos bien a Tracy, y Rex le había caído muy bien, a pesar de que al perro lo había visto pocas veces, y al señor Dineen casi a diario durante seis o siete meses.

No, el vivo deseo de ponerse trompa no provenía del hecho de que conociera a las víctimas del crimen, sino del hecho, del hecho absolutamente increíble de que él, Bill Tracy, había planeado el asesinato.

Sencillamente no tenía sentido.

Aunque, claro, tampoco lo tenía el emborracharse por ello. Por lo tanto, para Tracy, las dos cosas parecían tener un fuerte y lógico nexo de unión.

Tracy os hubiera caído bien, a pesar de los extraños rumbos por los que su lógica lo conducía de vez en cuando. Pero os hubiera caído mejor cuando estaba ligeramente bebido.

Sobrio, os habría resultado un tanto cínico. Pero no se lo podía culpar por ello; escribir guiones para radio-novelas habría vuelto cínico al más santo, y Tracy no era un santo. Si se lo hubierais preguntado, os habría dicho que era un periodista venido a menos.

Os habría dicho, además, que tendría que haber existido una ley que prohibiera las radionovelas como Los millones de Millie, de cuyo guión era responsable. Si hubiera una ley que las prohibiera, las emisoras de Radio no podrían emitirlas y, en consecuencia, no podrían contratar a tipos inteligentes como Bill Tracy para escribirlas, ¿está claro? En ese caso, él podría volver a ser periodista.

Pero, ¿acaso no podía volver a serlo de todos modos? Bueno, si… y no. El sistema capitalista impone una serie de obligaciones propias. Escribir Los millones de Millie le permitía ganar casi tres veces más de lo que sacaría como recolector de noticias en un periódico, y hace falta mucha fuerza de voluntad para rechazar semejante diferencia salarial.

Cuatrocientos dólares semanales, cada semana, era demasiado dinero para rechazarlo, incluso después de que hubiese averiguado lo que eran las radionovelas. En cualquier momento del día o de la noche, estaba más que dispuesto a contarte lo que eran de verdad las radionovelas:

– Un hito de la Radio, ¿vale? Cuando le das la vuelta a una piedra, ¿qué es lo que encuentras debajo? Pues bien, lo mismo pasa con las radionovelas. Los patrocinadores le dieron la vuelta a una piedra que nunca había sido tocada, y debajo de esa piedra encontraron un sector de la población que nunca había leído ni escuchado nada en su vida, porque hasta ese momento nunca se había emitido nada lo bastante bueno como para que lo escucharan.

»Pero hay un detalle: la gente compra cosas, como jabones y cosméticos. De modo que ahora tienen programas de Radio dirigidos a ellos. ¿Y los programas? Son obras interminables en las que unos personajes buenos, imposibles, si es que se les puede tildar de personajes, sufren, y sufren, y sufren. ¡Dios santo, cómo sufren!

»Para escribir el guión de una radionovela, te pasas las noches sin dormir tratando de imaginarte qué es lo que el Destino le puede deparar a tu heroína cuando ya ha pasado por terremotos, amores no correspondidos, chantajes; cuando ya ha sido raptada por malhechores y espías, y han tratado de asesinarla; cuando le ha pasado de todo menos que se le llenaran los pantalones de hormigas, que es justamente lo que necesita. Pero en la Radio no puedes hacer eso.

»Tienes -mejor dicho, tengo- que meterla en algún nuevo embrollo antes de sacarla del anterior, y esto continúa así por los siglos de los siglos. A veces me gustaría reunir una delegación de las mujeres estúpidas que escuchan el programa de Millie mientras lían sus tareas hogareñas, y me gustaría…

Bien, ésa era una de las versiones más leves de lo que a Tracy le gustaría hacer con sus seguidoras, pero aun así no puedo imprimirla. De vez en cuando se le ocurrían cosas extrañas y nuevas que habrían dicho mucho a favor de Torquemada. Pero, evidentemente, Tracy no lo decía en serio.

En el fondo, el hombre sentía una especie de cariño furtivo por Millie (aunque no por sus seguidoras), y quizás era por eso que lo amargaban los sufrimientos que la pobre debía padecer en cada guión. Y descargaba esa amargura en las oyentes que exigían esos sufrimientos.

En momentos de ecuanimidad, reconocía que la fórmula empleada por las radionovelas era la fórmula básica de las grandes obras literarias. En realidad, la única diferencia entre Los millones de Millie y, por ejemplo, La Odisea de Homero, era que Ulises sufría por un espacio limitado de tiempo, mientras que Millie era una eterna sufridora, debido a las exigencias de su público. No podía casarse felizmente y establecerse, y tampoco podía morirse y acabar con sus problemas. Ese es el verdadero motivo por el cual una serie de Radio debe convertirse en la perdición del oído discriminador; en lugar de ser una historia con un principio y un fin, sigue y sigue hasta convertirse en un absurdo palpable y palpitante.

Pero volvamos a Tracy. Después de haber mirado la pared durante un tiempo prudencial, se dirigió al teléfono y llamó al despacho de Dineen.

Le contestó la voz de Elsie.

– Habla Tracy -le dijo-, acabo de leer los periódicos. ¿Hay algo que yo pueda hacer?

– No…, supongo que no, señor Tracy -repuso ella.

Se la notaba muy cansada-. El señor Wilkins se ha hecho cargo de todo. ¿Quiere hablar con él?

– No necesariamente. Pero…, sí, ponme con él, así acabaremos de una vez. Espera, dime una cosa. He comprado una de las primeras ediciones de la tarde y acabo de leer el periódico. ¿Ha ocurrido algo nuevo desde entonces? Quiero decir, ¿ha logrado la Policía encontrar al asesino?

– No, señor Tracy, no hay novedades. Espere un momento, le pasaré con el señor Wilkins.

Poco después, la vocecita precisa del señor Wilkins se oyó a través del teléfono.

– ¿Diga?

– Soy Bill Tracy, señor Wilkins. Nos hemos visto, pero no sé si me recuerda… Ah, ¿me recuerda? Bien. Llamaba para saber si hay algo que yo pueda hacer.

– Me alegra que telefonee, señor Tracy. Los programas deben continuar, claro, y estoy tratando de tomar las riendas y… seguir adelante. Veamos, escribe usted el programa de Millie. ¿Cuántos guiones tiene adelantados?

– Tres -repuso Tracy, contento de, por una vez, haberse adelantado al juego-. Es decir, tres más, aparte de los cinco que normalmente se exigen. El contrato me exige que lleve una semana de adelanto, pero ayer entregué una tanda que me dejará más tiempo libre. Los tiene Crawford. De manera que durante tres días estaré libre de deudas.

– Estupendo. Esto…, ¿conoce a la familia de Dineen?

– No demasiado -replicó Tracy-. Los he visto en una o dos ocasiones.

– En ese caso, no querrá enviar flores por su cuenta. Los empleados del estudio han organizado una colecta para comprar una corona. ¿Le apunto con…, digamos…, dos dólares?

– Desde luego. Que sean cinco, si no le parece fuera de lugar. Mañana pasaré por el estudio.

Colgó el teléfono y notó que sudaba un poco. Se preguntó cómo habría reaccionado Wilkins si él le hubiera dicho:

– Oiga, señor Wilkins, tengo que confesarle una cosa. Yo planeé ese asesinato.

Si le hubiera dicho eso a Wilkins, se habría acabado Millie. Bueno, en realidad, Millie no se habría acabado. Sino que otra persona distinta de Tracy habría guiado su desdichada vida.

Tracy entró en la cocina y se sirvió una copa de la botella del armario, después añadió a la copa agua con gas, de la botella que guardaba en la nevera. Esas dos botellas, dicho sea de paso, eran las únicas provisiones de su cocina, aparte del paquete de galletas enmohecidas que todavía no se había decidido a tirar. Hasta aquella fecha, Tracy nunca se había preparado una comida en la cocina de su apartamento. Tampoco tenía la más mínima intención de hacerlo.

Bebió tranquilamente unos sorbos y después se despachó la mitad de la copa de un solo trago. Volvió a llenar el vaso, y esta vez se lo llevó a la sala y se sentó en el sillón «Monis» de respaldo inclinado.

Era una coincidencia, por supuesto, se dijo.

Pero menuda coincidencia. ¿Debía informar a la Policía? Si lo hacía, cabían dos posibilidades: que lo trataran de loco perdido, o que sospecharan que trataba de pasarse de listo. Incluso era factible que pensaran que se trataba de un truco publicitario. Incluso podían llegar a pensar que él mismo había asesinado a Dineen y que trataba de disipar las sospechas fingiendo exponerse.

¿Tenía motivos como para haber matado a Dineen? Vaya, no, salvo que el hombre había sido su jefe.

No era un motivo demasiado bueno. ¿Y los medios? No poseía ni un traje de Papá NoeI ni una pistola con silenciador, pero resulta un tanto difícil probar que uno no posee una cosa. El verdadero asesino ya se habría desprendido de esos artículos.

¿Y la ocasión? El asesinato había sido cometido poco después de las diez de aquella mañana. A esa hora él estaba en la cama durmiendo a pierna suelta. Solo. No se había levantado hasta mediodía, y no había salido a desayunar hasta la una. Vaya coartada más pobre.

Con sumo cuidado repasó, hora a hora, las cosas que había hecho desde las siete de la tarde del día anterior. Había estado sentado a su escritorio escribiendo hasta las ocho y media. A las ocho y media había bajado a tomar una copa. Bebió rápidamente un trago en «Joe’s», y después había andado unas cuantas manzanas más hacia el Norte y se había encontrado con unos tipos del estudio; juntos habían estado bebiendo y charlando en aquel bonito bar que estaba cerca del callejón…, el «Oasis», se llamaba…, y habían jugado a dados apostando las copas, y él había llegado a casa a la una y media; había leído durante un rato y después se había acostado. Y había dormido hasta mediodía.

Maldición, no había estado borracho. Un poco alegre quizá, pero no lo bastante borracho como para haber hecho o dicho nada que no pudiera recordar. En realidad, incluso cuando estaba muy trompa, jamás hacía o decía nada que después no lograra recordar. Podía comportarse como un perfecto imbécil, pero siempre recordaba hasta el más mínimo detalle todo el proceso. En ocasiones no era una facultad cómoda, pero, en ese caso en particular, era bueno saberlo.

No le había contado a nadie lo de su guión; estaba segurísimo. Apostaría la vida por ello.

Fue al cuarto de baño, encendió la luz que había sobre el botiquín y se miró en el espejo. Tenía un aspecto bastante normal. No daba la impresión de estar viniéndose abajo. Aparentaba exactamente los treinta y siete años que tenía, aunque sabía que tarde o temprano tendría que dejar la bebida o empezarían a notársele los efectos. Pero en ese momento, en aquella mañana de agosto, no tenía cara de chalado.

Apagó la luz y se dirigió otra vez al teléfono. Se volvería loco si no comentaba aquello con alguien.

Pero, ¿con quién? Harry Burke no estaba en la ciudad. Hacía menos de una semana que se había marchado al Norte a pasar quince días de vacaciones, de modo que seguiría allí. Lee Stenger había dejado momentáneamente la bebida. ¿Qué tal Dick Kreburn? Dick era uno de sus más recientes amigos, pero sabía escuchar y jugaba bien al ajedrez, y quizá lograra encontrar una solución a aquel problema, si es que la había.

Marcó el número de Dick y permaneció de pie, con el auricular en la mano, esperando que Dick contestara. Un tipo callado, ese Dick Kreburn, pero que cuando hablaba, lo hacía con sentido. Hacía el papel de Reginald Mereton en Los millones de Millie, y Tracy había introducido aquel personaje especialmente para darle trabajo a Dick. Había escrito el papel ciñéndose tanto a las posibilidades de Dick, que al hombre no le había costado nada conseguir el puesto, aunque toda su experiencia la había hecho en el teatro y no ante un micrófono.

Pero no le contestó nadie, de modo que volvió a colgar. Pensando, llegó a la conclusión de que, con toda probabilidad, Dick estaría camino de su casa desde el estudio, pues figuraba en el guión de hoy.

Tracy se puso la chaqueta y el sombrero para salir, y entonces cayó en la cuenta de que no se había terminado su copa; volvió para poner remedio al descuido. Antes de que lograse llegar a la copa, llamaron a la puerta.

Tracy fue a abrir y recibió una agradable sorpresa.

– Hola, Millie.

No era la Millie de Los millones de Millie. Esa Millie era un personaje de ficción, mientras que Millie Wheeler no lo era. Millie Wheeler ocupaba el apartamento que estaba al otro lado del rellano. La ligera coincidencia en lós nombres era una de esas cosas que hacen la vida dificil.

Cuatro meses atrás, cuando Tracy había alquilado el apartamento en el Smith Arms, había visto, junto a su buzón, el nombre de MILLICENT WHEELER, pero no le había dado importancia. No más de la que le había dado al nombre del edificio mismo.

Pero el ver aquel nombre -Smith Arms- escrito encima del portal cada vez que entraba al edificio, y el encontrarlo en la correspondencia que sacaba de su buzón, se había convertido ya en una definitiva fuente de fastidio.

Aunque con ciertas diferencias, le ocurría lo mismo con Millie Wheeler. La chica le caía bien. Era amistosa como un cachorro de pastor escocés -al menos hasta cierto punto-, y uno no podía evitar que le cayera bien. Sus enormes ojos azules habrían tenido un éxito formidable en televisión, si ella hubiese tenido la nariz un poco más pequeña y si se hubiera preocupado un poco más por la forma en que llevaba el pelo. Además, tenía una sonrisa demasiado amplia o, al menos, eso parecía hasta que uno la conocía lo bastante bien como para saber que era sincera hasta el último milímetro, entonces, uno no se percataba de la anchura de aquella sonrisa.

El problema radicaba en que, una vez que se la conocía, resultaba completamente imposible llamarla Millicent, incluso utilizar ese nombre para pensar en ella. Era y tenía que ser Millíe.

Tracy solía sentarse a escribir un guión para Los millones de Millie, y descubría que Millie Mereton se le confundía en los pensamientos con Millie Wheeler. Millíe Mereton, que era un producto de su imaginación, comenzaba entonces a hacer y decir las cosas que Millie Wheeler, la Millie de carne y hueso, haría o diría.

Y aquello le estropeaba el guión, y entonces él tenía que arrancar la página de la «Underwood» y empezar; de cero. Millie Wheeler no encajaba en absoluto en el papel de heroína de una radionovela. Millie Mereton había nácido para sufrir para ejemplo de su público -para sufrir, y sufrir, y sufrir. Pero Millie Wheeler, maldita sea, era perfectamente capaz de reírse de las cosas que más hacían sufrir a Millie Mereton.

No, estaba claro que el público que sufría con Millie M. jamás iba a tolerar, ni por un instante, la actitud de Millie W. ante la vida. Era impertinente. Era fresca.; Era casi todo lo que una heroína de radio no se atreve a ser.

Pero en aquel momento Tracy se alegró como nunca de verla. Se quitó el sombrero y se hizo a un lado.

– ¿Ibas a salir? -le preguntó ella.

– No -repuso-. Quiero decir, sí. -Le sonrió-. Me has pillado. En estos momentos, no sé si vengo o si voy. Pero pasa, anda. Tómate una copa.

Millie entró y se sentó en el brazo del sillón «Morris», mientras Tracy volvía a la cocina. En la botella quedaba lo suficiente como para dos copas. Las preparó y las llevó a la sala.

– Salud -dijo Millie, y bebió un sorbo-. He venido sólo para devolverte los cigarrillos que te robé anoche. No son los mismos, claro, pero son de la misma marca y están igual de buenos.

– ¿Anoche, Millie?

– Sí. Ayer por la noche. -Sacó un paquete de cigarrillos del bolso y lo lanzó sobre el escritorio-. Atraqué tu casa. Justo después de que te marcharas.

– ¿Qué quieres decir con eso de que atracaste mi casa? -Tracy se puso muy serio. Dejó la copa sobre el escritorio, se levantó y la miró fijamente-. ¿Quieres decir que no eché el cerrojo? Cuando volví a la una y media de la madrugada encontré la puerta cerrada.

Millie abrió los ojos como platos cuando le devolvió la mirada.

– ¡Tracy! Te juro que jamás soñé que te molestarías, de lo contrario… No me mires de ese modo. Si de veras te ha molestado, te pido perdón. No volveré a hacerlo.

Tracy apartó la copa y se sentó en un rincón del escritorio.

– Escúchame, Millie. Anoche ocurrió algo raro…, quiero decir, hoy. Rayos…, quiero decir que existe una extraña relación entre algo que escribí anoche y algo que ocurrió hoy. Millie, no me importa si entraste en mi casa ni qué te llevaste, puedes venir cuando gustes. Pero cuéntame exactamente qué pasó cuando estuviste aquí.

– ¿Te robaron algo, Tracy?

Intentó mostrarse un poco menos sombrío, sonreír de modo reconfortante. Al fin y al cabo, era una tontería pensar que Millie podía tener algo que ver con el asesinato.

Bajó un poco el tono de voz y se lo dijo:

– Te contaré toda la historia, Millie. Tenía ganas de sincerarme. Pero, antes, dime cuánto tiempo estuviste aquí y a qué hora viniste. ¿De veras no eché el cerrojo?

– Serían alrededor de las ocho y media, Tracy. No lo sé con exactitud. Iba a tomar un baño antes de salir, y me di cuenta de que me había quedado sin cigarrillos y tenía ganas de fumar. Me puse la bata para venir a tu casa a pedirte tabaco. Abrí la puerta de mi piso y, justo cuando salí al pasillo, te vi cerrar la puerta del ascensor.

– Ya veo. Eran más o menos las ocho y media cuando salí.

– Te llamé -continuó Millie-, pero la puerta del ascensor se cerraba en ese momento y no me oíste. Y yo ahí, sin tabaco. Pensé que, si no habías echado el cerrojo, no te importaría si cogía prestado un paquete. Sabía que guardabas un cartón en el cajón de tu escritorio.

– Pero, ¿no eché el cerrojo?

– Quisiste hacerlo. Lo habías echado, pero, como no habías cerrado bien la puerta antes, no quedó enganchado. Por eso entré un momento, te quité los cigarrillos y, al salir, tiré bien de la puerta para que el cerrojo quedara echado. Por eso la encontraste bien al regresar. ¿A qué viene todo esto, Tracy?

Tracy suspiró. Tomó un buen trago de su copa y después volvió a mirarla.

– Ojalá la puerta hubiera permanecido sin cerrojo durante más tiempo, así habría podido entrar alguna otra persona y yo me sentiría mejor. Maldición, sé que estuvo cerrada a partir de un minuto después de marcharme hasta que llegué acasa. ¿Lo ves?

– ¿Qué cosa?

– Mira, estaba trabajando en un guión. No era para Los millones de Millie, sino para otra cosa. Había una hoja en la máquina de escribir. ¿Por casualidad no le habrás echado un vistazo?

Millie se sonrojó un poco, justo por encima del escote.

– Bueno, la verdad es que leí una o dos líneas. No era mi intención, Tracy, pero no pude evitarlo.

– ¿Leíste lo suficiente como para enterarte de qué iba?

Millie asintió.

– Era el resumen de una novela policíaca. -Frunció los labios un momento, y reflexionó-. Se trataba de un tipo que se disfrazaba de Papá Noel, para presentarse en el despacho de una persona y matarla sin que después pudieran identificarlo. Buen truco, Tracy. Me gustó la idea.

– Parece que no eres la única.

– ¿Qué quieres decir?

– Millie, ¿has leído el periódico de hoy?

– Una edición de la mañana. Aunque no leí mucho,• sólo los titulares y los cómics.

– Entonces, prueba con una edición de la tarde -le sugirió Tracy-. Aquí tienes. -Le entregó la primera sección del diario que había sobre el escritorio, y le señaló la nota de la segunda columna.

Millie la leyó despacio hasta el final. Levantó la vista.

– Dineen -dijo-. Es tu jefe, ¿no es así, Tracy?

– Era mi jefe. Escúchame bien ahora, porque aquí viene lo más duro. La idea de ese guión se me ocurrió ayer a las siete de la tarde. Creí que era la única persona que la conocía y ahora resulta que somos dos…, espera… ¿Le has contado a alguien lo del guión? Piensa bien, ¿lo has comentado con alguien?

Millie sacudió la cabeza con decisión y respondió:

– Con nadie, Tracy. Te lo juro. De verdad.

– Yo tampoco.

– Pero, Tracy, tiene que tratarse de una coincidencia. No podría ser otra cosa, ¿no?

– Millie, si le hubiera ocurrido a un extraño, te habría dicho que era una coincidencia. Pero le ocurrió a alguien que yo conocía, con quien yo estaba relacionado…

Maldición…, de todos modos, tiene que tratarse de una coincidencia. ¿Qué otra cosa podría ser? Voy a salir a ver si me olvido un poco de esto. ¿Te vienes conmigo?

Millie se fue con él.