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Por algún motivo no quería ir a casa. Tampoco quería emborracharse, pero sí deseaba ver a alguien conocido para charlar un rato. Mas, por desgracia, no se le ocurría casi nadie a quien quisiera ver.
Maldición, ¿por qué no habría tenido la precaución de tomar el número de teléfono de Dotty? Podría haberla llamado y quedar con ella para trabajar en los guiones. Aunque muchas ganas de trabajar no tenía, pero aquello le hubiera servido de excusa para verla, y después sugerir que fueran a tomar una copa a algún sitio.
Se metió en la primera taberna que encontró y telefoneó a Wilkins a su casa. Su jefe se puso al teléfono; incluso al decir «¿Dígame?», su voz sonaba tan pequeña, prolija y precisa como su dueño.
– Hola, señor Wilkins -lo saludó Tracy-. Pensé que sería una buena idea ponerle al corriente del estado de Dick Kreburn. Está sano y salvo, guardando cama, y según el médico no es algo tan grave como una laringitis. Volverá a trabajar la semana próxima, con la voz casi normal.
– Bien. ¿Ha vuelto a verlo?
– No. No quiero ir a verlo esta noche, porque insistiría en hablar. Me temo que la idea de escribir notas que utilizamos en el guión de hoy, no funcionaría.
– Quizá sería más sensato dejarlo solo, señor Tracy. Ah, por cierto, ¿qué le pasó esta tarde? Esperaba que regresase al despacho a trabajar en el guión de mañana. ¿O es que lo ha hecho en su casa?
– No, tuve un problema. Y estuve liado hasta hace poco. Pero no se preocupe, no será difícil arreglar el guión de mañana, Reggie casi no aparece. Sólo tendré que cambiar unas cuantas frases para introducir lo de su laringitis, y reescribir uno o dos diálogos en los que aparece. Será menos de una hora de trabajo.
– Bien. Dotty podrá echarle una mano si usted quiere. ¿O trabaja mejor solo, cuando no hay prisas?
– No, no. Me gusta trabajar con estenógrafa. Y Dotty es muy buena. Es agradable, me cae bien.
– Tengo entendido que está interesada en escribir guiones. Supongo que el hecho de trabajar con usted la ayudaría. No sé, quizá sería interesante que le explicara los motivos de los cambios que introduce. Y que la dejara hacer sugerencias para ver si vale. Cosas así.
– Encantado -repuso Tracy-. A propósito, ¿sabe dónde vive, o tiene usted su teléfono? Si no tuviera ningún compromiso, podríamos quitamos de encima el trabajo de mañana.
A Tracy le pareció oír una risita seca y ahogada.
– Vamos, señor Tracy, ¿para qué malgastar una velada, si mañana tardará menos de una hora en arreglar el guión? Además, no sé cómo podría ponerse en contacto con ella.
– Su dirección debería figurar en los archivos de la «KRBY», ¿no?
– Supongo. Podría usted telefonear y pedirla.
– Quizá lo haga -repuso Tracy-, pero, ¿cómo se apellida?
– No lo sé, señor Tracy. La contrató el señor Dineen, y yo apenas la vi un par de veces por el estudio.
– Bueno, gracias de todos modos. Nos veremos mañana por la mañana.
Colgó y volvió al bar a tomarse solitario una cerveza. No iba a hacer nada más, por supuesto. No quería quedar como un imbécil, telefoneando al estudio para averiguar el número de teléfono de una muchacha cuyo apellido ignoraba. No era cuestión de que hubiese malentendidos.
– ¡Qué asco pasar solo la Nochebuena! -le dijo al tabernero.
– ¿Cómo? -preguntó el tabernero.
– Tómese una copa -lo invitó Tracy, dejando un billete sobre la barra.
– Gracias -dijo el tabernero. Se sirvió una copa de una botella que tenía detrás de la barra-. Bueno, supongo que el año que viene no habrá Nochebuena, ¿no?
– No caigo. ¿Por qué no?
– Por Papá Noel. Para entonces, o lo habrán apresado, o seguirá escondido. Lo buscan por asesinato. ¿No leyó los diarios de ayer?
Tracy frunció el ceño y repuso:
– Espere un momento. Quiero hacer una llamada más. Sirva dos copas.
Fue nuevamente hasta el teléfono y marcó el número de Millie. No contestó nadie. Colgó, enfadado consigo mismo por haber intentado llamar otra vez, cuando sabía que no la encontraría en casa. Maldición, ¿acaso no le había dicho que tenía una cita? Y, al fin y al cabo, ¿qué era él…, un Romeo solitario? Bueno, no exactamente, porque si hubiera tenido el número telefónico de Dotty…
Regresó a la barra. El tabernero estaba atendiendo a un cliente, pero había servido una copa para Tracy, y otra más pequeña, para él mismo, esperaba en la parte interior de la barra. Tracy esperó sentado hasta que el tabernero regresó; entretanto, fue sorbiendo su cerveza.
Se preguntó si debía seguir adelante y emborracharse. Se sentía mentalmente fatal. Maldición, a nadie le importaría si se emborrachaba. «¿Qué diablos me está pasando? -se preguntó-. Estoy sobrio y, sin embargo, poco me falta para echarme a llorar sobre mi copa de cerveza, porque a nadie le importa si me emborracho o si me mantengo sobrio.»
A menos que encontrara a alguien con quien conversar…
Sacó la agenda del bolsillo y empezó a hojearla para ver si surgía algún nombre interesante. Era una agenda con nombres apuntados al azar. Harry Burke; no, Harry no estaba en la ciudad. Helen Armstrong; ¿qué mosca le habría picado para apuntar su número de teléfono? Thelma; ¿quién diablos sería Thelma? Vaya. «M. intenta sacar lic. pil.» ¿Qué diablos era aquello? Ah, sí, «lic. pic.» era «licencia de piloto», y «M» era MiIlie Mereton, por supuesto. Se le había ocurrido hacer que se interesara en pilotar aviones, y después había decidido no utilizar la idea; la investigación necesaria para aprender las técnicas y la jerga le hubieran dado demasiado trabajo. Pete Ryland; no, trabajaba por las noches. «EACD: Hmbr strngld con su pro. corbata.»
Se quedó mirando la frase preguntándose qué significaría «strngld». Ah, claro, estrangulado. «El asesinato como diversión: hombre estrangulado con su propia corbata.» Había apuntado aquella idea hacía unos días; era un método de asesinato sobre el cual montar un argumento.
Arrancó la hoja, la arrugó y la lanzó a la escupidera. Para empezar, no era una idea demasiado brillante…, una forma no demasiado curiosa de cometer un asesinato. Una idea que jamás escribiría. Por lo tanto, una idea que no se verificaría en la vida real, como dos de las que ya había llevado al papel.
Levantó la cabeza y vio su rostro reflejado en el espejo, y se asustó un poco. Con cuidado, intentó cambiar de expresión.
Por un momento, casi había sentido que su propia corbata se apretaba en torno a su propio cuello. Si alguien estaba llevando a la práctica sus guiones, ¿por qué no podía ser él la siguiente víctima, si es que iba a haberla?
¿Intentaría alguien asesinarlo, tarde o temprano? Pero, ¿por qué? Nadie que no fuese un loco homicida tendría motivos serios para cargarse a Bill Tracy…,pero, ¿acaso no era lo más acertado pensar que el asesino desconocido era sólo eso, un loco asesino? Entre Dineen y Hrdlicka no existía ninguna relación posible, salvo que ambos habían conocido a Bill Tracy. Nadie que estuviese cuerdo habría tenido un motivo lógico para matarlos a ambos.
Y el único nexo entre ambos, el único nexo posible, era él, Tracy. Un golpe certero en medio de lo que fuera que estuviese ocurriendo y fuera a ocurrir.
– Basta -se dijo, y dio un respingo al caer en la cuenta de que había hablado en voz alta.
El tabernero miró en su dirección, recorrió el pasillo de detrás de la barra, y se le acercó.
– No lo vi regresar -le dijo-. Gracias por el trago. Salud.
– Salud -respondió Tracy. Tenía el pulso firme cuando cogió la copa de whisky y se la bebió de un trago-. Será mejor que me sirva otra, tengo que quitarme la borrachera.
– Hay formas y formas -comentó el tabernero.
Tracy lo miró, y se preguntó si debía intentar hablar con él. Quizás un extraño seria el más indicado. El tabernero parecía un buen tipo. Tenía una cierta pinta de extranjero, quizás, y un ligerísimo acento que podía haber sido ruso o polaco, o de algún sitio de los Balcanes; pero Tracy no conocía los acentos lo suficiente como para identificarlo.
El tabernero era un tipo corpulento y sólido; tenía unos hombros cuyo ancho era casi igual a la estatura del dueño. Los ojos eran tristes y las orejas grandes. Pero notó en él algo familiar. Una de dos, o se parecía a alguien que Tracy conocía, o bien había hablado con él en otras ocasiones, en algún otro bar. Jamás había estado en ése, pero los taberneros suelen cambiar mucho de empleo. Probablemente seria eso.
Tal vez, pensó, tendría que emborracharse lo suficiente como para que le entrasen ganas de hablar con un tabernero, y así quizá no se sentiría tan mal. No era la forma correcta de poner fin a su soledad y a sus miedos, claro, pero, al menos, de aquel modo, tendría algo que hacer. Era mejor que marcharse a casa. Pero lo malo era que, cuando se sentía de aquel modo, cuanto más bebía, más sobrio se encontraba…, hasta cierto punto, al menos.
Tal vez tendría que mantenerse sobrio y fingirse borracho. Al fin y al cabo, y bien miradas, las borracheras son sólo mentales. Quizá mereciera la pena que alguna vez intentara comprobar si lograba ponerse trompa de tanto pensar en sus problemas.
– Fíjese en el dinero que me ahorraría -le dijo al tabernero.
– ¿Con qué?
– Pues no bebiendo -repuso Tracy-. Tómese otra.
– De acuerdo. ¿Usted quiere?
– Póngame una a mi también -respondió Tracy. Se apoyó en la barra para estar más cómodo y, al levantar la vista, encima de la caja vio un letrerito. «En este momento, le sirve STAN», rezaba.
– Stan, tengo problemas -le dijo Tracy.
– Todos tenemos problemas. Anoche…
– Yo le he pagado la copa -le dijo Tracy con firmeza-. Usted todavía no me ha invitado. De modo que le toca escuchar cuál es mi problema.
Los ojos del tabernero se tornaron más tristes. No dijo palabra. Se quedó mirando a Tracy como si éste fuera un borracho más.
Aquello desconcertó un poco a Tracy. Se preguntó si todos los taberneros le mirarían de la misma manera cuando él estaba borracho de verdad y le entraban ganas de hablar con ellos. Probablemente. Era un pensamiento solemne. Los taberneros debían de oír cantidad de patrañas.
Y los tipos eran humanos. Ese tipo era humano; a pesar de las orejas grandes, los hombros anchos y demás, era un ser humano.
– Stan -dijo-, estaba bromeando al comportarme así. No estoy borracho. Estoy condenadamente sobrio. El par de copas que acabo de tomarme son las primeras del día. Pero, ¿qué me diría si le contara que planeé un par de asesinatos…, y que después ocurrieron tal y como los había planeado?
– ¿Por casualidad fue usted mismo quien los cometió?
Tracy negó con la cabeza.
– Vamos a ver, ¿diría usted que podría tratarse de una coincidencia si escribiera usted un guión de Radio sobre un hombre que se viste de Papá Noel para cometer un asesinato, y justo al día siguiente de haberlo escrito resulta que alguien lo hace tal como usted lo ideó?
– Claro que podría tratarse de una coincidencia. Vamos, si ni siquiera conocía usted al tipo…
– Conocía al tipo -lo interrumpió Tracy-. Al que mataron, quiero decir. Era mi jefe. Y también conocía al otro tipo que mataron.
– Está de guasa -le dijo el tabernero. Apoyó las manos, abiertas, sobre la barra. Eran unas manos enormes. Le lanzó una mirada ceñuda.
– No estoy de guasa -replicó Tracy-. El otro guión trataba de un conserje al que apuñalaban por la espalda e introducían en la cal…
Tracy no se dio cuenta de nada. Notó que la mano del tabernero lo agarraba por la pechera de la americana y la camisa, y tiraba hacia delante hasta casi subirlo encima de la barra. Y vio cómo la cara triste del tabernero se acercaba a la suya, y después notó el súbito cambio en su expresión. Pero no vio cómo se acercaba el puño a su barbilla, y aunque lo hubiera visto, no habría podido esquivarlo.
Pero lo sintió durante la fracción de segundo que medió entre la explosión sobre su mandíbula y el apagón que se le produjo dentro de la cabeza.
Se encontraba en un coche y el coche avanzaba. Se sintió mareado y le dolía la mandíbula. Notó una extraña renuencia a abrir los ojos. Pero llevó la mano (no las tenía atadas) hasta la mejilla, y se la tocó con de delicadeza.
– Ha tenido suerte -le dijo una voz-, no le ha roto nada. -Era una voz amistosa, una voz conocida. Pero no lograba identificarla.
– ¿Eh? -dijo, y abrió los ojos.
Era el sargento Corey. Corey iba al volante, y en el coche sólo estaban ellos dos.
– Creí que un poco de aire fresco le sentaría bien, señor Tracy -le explicó el sargento Corey con tono de disculpa.
Tracy pensó en la escena de Alicia a través del espejo, en la que Alicia le habla a una oveja que hace punto, y, de pronto, las agujas de tejer se convierten en remos y aparecen sentadas en una barca y la oveja remando. Una de las mejores secuencias oníricas de la literatura.
Pero aquello no era un sueño…
– ¿Qué pasó? -inquirió Tracy.
– Pudieron haber pasado muchas cosas si yo no hubiera estado allí. El tipo pudo haberlo matado, señor Tracy. Hay que estar loco…, ¿por qué lo hizo?
– ¿Hacer qué?
– Pues ir allí y ponerse a hablar -repuso Core -.Pudo haberlo matado.
Tracy no dijo nada hasta que hubo movido con cuidado la mandíbula unas cuantas veces. No la tenía rota, pero le dolía muchísimo.
– Supongo que empecé mal. Volvamos al principio sargento. ¿Dónde estoy?
– En mi coche.
– ¿Y cómo llegué aquí?
– Yo lo subí, cuando vi que necesitaba un poco de aire fresco. Puede que un trago no le hiciera nada mal ¿eh?
– ¿Tiene algo?
– Llevo una petaca en la guantera. Adelante.
Tracy se sirvió. Volvió a enroscar la tapa pero guardó la botellita.
– Pasemos al siguiente punto -dijo-. ¿Por qué me pegó?
– Creyó que usted lo había hecho -le explicó Corey con tono razonable-. Iba a retenerlo y a llamar a la Policía, pero antes quería darle una paliza. De modo que supongo que fue una buena cosa que yo estuviera allí.
– Creyó que yo lo había hecho…, ¿que había hecho qué?
– Matar a su hermano, claro.
– ¿Quién?
– Stanislaus, el tabernero. Stan Hrdlicka. -Corey aminoró la marcha-. ¿No irá a decirme que estuvo ahí sentado todo el rato, y no sabía quién era ese tipo?
– No puedo creerlo -dijo Tracy.
– Pues no lo crea -gruñó Corey-. Era su hermano.
– No es posible. Ahora recuerdo que Frank me comentó una vez que su hermano servía en un bar. Pero, con todos los taberneros que hay en la ciudad, mire que ir a elegir a… ¡Oiga, Corey!
– ¿Sí?
– ¿Se da cuenta de lo que esto prueba?
– ¿Qué?
– Prueba que…, al menos para mi débil mente…, que es completamente imposible que lo de esos asesinatos y los guiones fueran una coincidencia.
– ¿Y cómo llegó a esa conclusión, señor Tracy?
– Verá, el hecho de que fuese a elegir al hermano de Frank, entre todos los taberneros de La ciudad, fue una perfecta coincidencia. No pudo ser otra cosa; nadie me condujo hasta ese bar. Iba caminando sin rumbo y entré, así, al azar. Ahora bien, si lo otro fue una coincidencia, entonces serían…, bueno, tres coincidencias…, si consideramos que cada uno de los dos asesinatos ocurrió exactamente como indican los guiones que escribí. Estoy dispuesto a admitir que hubo una coincidencia, no me queda otra alternativa, pero no se pueden dar tres coincidencias así en un lapso tan corto de tiempo. Es como apostar tres párolis seguidos en las carreras.
– Una vez lo intenté -le comentó Corey-. Y perdí. Pero, diablos, si se me hubieran dado, me habría forrado. -Hizo una pausa y luego agregó-: Aunque uno de ellos se me dio. Supongo que entiendo qué me quiere decir.
Tracy miró por la ventanilla y advirtió que se dirigían hacia el Sur, por Amsterdam. Y preguntó:
– ¿Adónde vamos?
Corey aminoró la marcha y repuso:
– Pues a ninguna parte. Sólo estaba dando una vuelta para que usted tomara un poco de aire, es todo. ¿Quiere ir a algún sitio en particular, señor Tracy?
– No… Oiga, sargento, ¿cómo es que estaba usted allí?
– Lo estaba siguiendo. Regresé a la Comisaría más o menos a la hora que usted se marchó y…, bueno, pues que… me puse a seguirlo.
– Ah.
– No era mi intención… Esto… -En la voz de Corey se adivinaba una cierta incomodidad. Tracy lo miró a la cara y constató que se sentía incómodo.
– No lo hice por trabajo -le explicó Corey-. Quiero decir, no le estaba siguiendo los pasos. Sólo quería hablar con usted.
– No lo entiendo -dijo Tracy, sinceramente sorprendido-. ¿Quiere decir que me estuvo siguiendo desde que me marché de la Comisaría? ¿Mientras comía, me hacía lustrar los zapatos y después, cuando entré en ese bar…?
Corey asintió.
– Estaba esperando. Iba a elegir el momento adecuado…, el momento psicológico. Era por algo personal, por eso estaba esperando.
– ¿Y hasta cuándo hubiera esperado? ¿Hasta que me pusiera trompa?
– No, no…, no se trataba de eso. Aunque tenía pensado esperar hasta que se detuviera a tomar una copa después de cenar. Entonces, fingiría un encuentro casual. Pero ocurre que usted se metió en el «Dólar de Plata», y yo sabia que Hrdlicka trabajaba allí, porque hablé con él esta tarde mientras usted estaba en la Comisaría con el inspector… Supuse que querría hablar con él en privado sobre lo de su hermano. Por eso esperé antes de entrar en el bar. Esperé un rato en la acera de enfrente y después me acerqué a la ventana para asegurarme de que no se hubiera usted marchado, y justo cuando estaba comprobándolo, él lo izó por encima de la barra y…
– No me lo recuerde -le pidió Tracy. Se frotó la mandíbula con suavidad y se preguntó si la barbilla iba a hinchársele demasiado como para poder afeitarse. Quizá tendría que dejarse perilla.
Sacó un cigarrillo, lo encendió y luego dijo:
– Bueno, sargento, no sé si éste es un momento psicológico o no…, pero, ¿de qué diablos quería hablarme?
– De la Radio. Verá usted, señor Tracy, yo…, bueno, siempre quise saber si algún día podría entrar en la Radio. Como actor, quiero decir. Mi mujer… – y mucha gente me dicen que tengo una buena voz. No para cantar, claro, porque soy incapaz de seguir una melodía.
»Pero de niño tomé clases de declamación, y se me daba muy bien lo de recitar poesías. ¿Qué opina usted, señor Tracy?, ¿le parece que podría conseguir una prueba?
– Bueno…, no se…
– Pues quería preguntarle eso…, y no es preciso que me conteste en seguida… Además, quería preguntarle sobre Los millones de Millie. Hablé por teléfono con mi esposa y se entusiasmó muchísimo cuando se enteró de que había conocido al guionista. Me pidió que le sonsacara para ver qué ocurrirá con el dinero que falta en el Banco. Y con otras cosas.
Le sonrió de pronto y añadió:
– Es mi excusa para llegar tarde esta noche, si es que llego tarde. Mi esposa creerá que estoy en buena compañía si estoy con usted, ¿me explico? Es decir, si le paso algún dato sobre lo de Los millones de Millie. Es un programa estupendo, señor Tracy.
– ¿Usted también lo escucha?
– Siempre que puedo. No siempre puedo, por tengo unos horarios enrevesados; a veces trabajo una noche entera y al día siguiente tengo el día libre, de modo que si a esa hora estoy en casa, lo escucho siempre que no esté durmiendo. Si llego a perderme algún episodio, como ocurrió hoy, mi esposa me cuenta lo que pasó. Por cierto, ¿qué pasó hoy?
– Reggie tiene laringitis.
– ¡Maldición! -exclamó Corey-. Eso complica mucho las cosas. No sé, con el dinero que falta en el Banco, y la auditoría que se avecina. ¿Está muy mal?
– Se pondrá bien la semana próxima -respondió Tracy-. En mi casa me oyó usted hablar con el médico por teléfono. ¿No se acuerda?
Tracy se echó a reír y le explicó:
– Era una broma, sargento. Me refería al actor que hace el papel de Reggie. Él es el que tiene la garganta inflamada, y por eso en el guión tuve que hacer que Reggie Mereton enfermara de laringitis. No podía hablar si el actor que hace su papel no puede, ¿me explico?
– Sí, claro. Pero, si está enfermo, ¿cómo aclarará lo del Banco, incluso si él y Millie logran reunir la pasta para reponerla?
– Bueno…, oiga, sargento, ¿adónde vamos?
– Pues me dirigía hacia «Mamie’s Place». Es un sitio tranquilo para charlar, y el licor está bien. ¿Qué tal?
– Pues vamos a «Mamie’s Place». Adelante, Macduff.
– Pero, ¿cómo logrará devolver la pasta al Banco antes de que vengan los auditores?
– Entre nosotros, sargento, no tengo ni idea.
– ¿Que no tiene idea? ¿Y usted es quien lo escribe? Me está tomando el pelo, señor Tracy. Apuesto a que sé cómo continúa. En el Banco andan escasos de personal, entonces Millie se ofrece a ayudar mientras Reggíe está de baja, porque de todos modos no está haciendo nada, y tiene algo de experiencia como cajera…, de eso hace más o menos un año, ¿no?… Pues ella remplaza a su hermano. Entonces trata de reponer el dinero. Entonces… ¡Supongo que ya sabrá usted los problemas que pueden surgir de esto!
»El otro cajero, al que Reggie detesta, apuesto a que pesca a Millie cuando trata de devolver el dinero o de arreglar los libros, y ya sabemos que está colado por Millie, ¿no? ¿Qué le parece esta idea? Tratará de chantajear a Millie para que se case con él a cambio de no delatar a Reggie y enviarlo a la cárcel. Y así empezará el próximo problema de Millie, incluso antes de que logre solucionar el anterior. ¿Le parece que he adivinanaldo bien, señor Tracy?
Tracy inspiró hondo y soltó el aire despacio. Buscó otro cigarrillo y lo encendió.
– Sargento Corey, es usted un genio.
– Vamos, señor Tracy, no me tome el pelo.
– Olvídese del señor, sargento, llámeme Tracy. ¿Falta mucho para llegar a «Mamie’s Place»?
– Dos manzanas. Ya casi estamos.
– Entonces, pise el acelerador a fondo. Nos espera una larga velada. Cuando llegue usted a casa, su mujer no lo reconocerá.
– Estupendo.
– Eso mismo. Y yo averiguaré a fondo sobre sus lista de posibilidades de entrar en la Radio, y cómo enfocar la cuestión. Y usted, sargento, siga adivinando tan bien las cosas que van a ocurrir en Los millones de Millie.
– Y ésa fue la noche del segundo día.
Al día siguiente era jueves. El despertador de Tracy sonó a las nueve de la mañana. Lanzó un quejido y mantuvo los ojos abiertos, porque sabía que si volvía a cerrarlos estaría perdido. Fuera llovía a cántaros.
Llegó al estudio a las diez y cuarto, una hora bastante buena para el estado lamentable en que se hallaba.
Wilkins parecía preocupado.
– Tracy, acabo de llamar a su casa. Al ver que no contestaba nadie, supuse que estaría usted de camino hacia aquí.
– Hay bastante tiempo -lo tranquilizó Tracy-. Tengo a una idea estupenda, señor Wilkins…, aunque ni se me ocurrió a mí. Un amigo mío me la sugirió anoche. Escuche. -Le ofreció un breve resumen de lo que Corey le había sugerido la noche anterior.
Wilkins se quitó los quevedos, los limpió con aire pensativo y luego repuso:
– Me temo que no podemos usarla, señor Tracy.
– ¿Cómo? ¿Por qué no?
Millie es nuestra heroína. No puede cometer un acto ilegal, como manipular los libros del Banco o devolver el dinero. La convierte en…, esto…, en cómplice del delito que cometió su hermano. A nuestro patrocinador no le gustaría.
– Qué tontería. La chica está devolviendo el dinero, no se lo está robando.
– Pero tendría que manipular las cuentas. Usted ha revelado ya que Reggie falsificó algunas para ocultar temporalmente su…, su malversación. Millie no arreglaría nada al devolver el dinero, a menos que pudiese arreglar también las cuentas. Y la heroína de una radionovela no puede hacer algo así, por supuesto. Por cierto, ¿qué le pasó en la barbilla?
– Me llevé por delante un poste -repuso Tracy amargamente-. Al diablo con mi barbilla, Wilkins. Creo que se equivoca en esto. Maldición, ¿acaso Millie no está implicada de todos modos, si intenta reunir el dinero para que Reggie lo devuelva? Sabe que fue él, eso la convierte de todos modos en cómplice. Es una cuestión de grados, maldita sea.
– Por supuesto, pero el grado puede ser importante. No existe la perfección absoluta, claro, pero la heroína de una radionovela debe acercarse lo más posible a la perfección. No hay nada absolutamente perfecto.
– Salvo el producto de nuestro patrocinador.
– Hablo en serio, señor Tracy. Tomemos, por ejemplo, el impulso biológico…
– ¿Qué? -Tracy abrió los ojos como platos para mirar al director de programación. Jamás se le había ocurrido que Wilkins diferenciaría un impulso biológico de un mono de opio. De hecho, si existía algún pequeño Wilkins, cosa que por lo que a él le constaba, no era así, Tracy se habría sentido inclinado a considerarlos un producto de la partenogénesis-. ¿El qué?
– El impulso biológico -repitió Wilkins con firmeza-. Hablo en sentido amplio, claro, y aplicado a las heroínas de radionovelas, para ilustrar lo que quería decirle sobre la cuestión de los grados. A lo que me refería era que, besar a un hombre y…, esto…, tener con él relaciones más íntimas, es también una cuestión de grados.
– De unos cuantos grados.
– Sin embargo, ambos son manifestaciones del…, esto…, del impulso biológico, y la heroína sólo puede hacer una cosa y no la otra.
– ¿Incluso si está casada? -inquirió Tracy con una Sonrisa.
– En ese caso -le explicó Wilkins con seriedad-, las relaciones más íntimas podrían suponerse, pero no podrían…, ¿cómo decírselo…?, no podrían radiarse.
– Supongo que no. Pero ¿ qué tiene eso que ver con lo del Banco?
– Es sólo una analogía, señor Tracy. Si estuviera menos interesado en hacerse el chistoso y quisiera comprenderme habría captado a qué me refiero. Reunir el dinero para dárselo a Reggie es una cosa, pero tratar de falsificar unos asientos en los libros del Banco, es otra. ¿No ve usted la diferencia de grado?
Tracy suspiró y repuso:
– Veo a qué se refiere, pero no puedo decir que yo esté de acuerdo. ¿No podemos planteárselo a nuestro patrocinador?
– Me temo que no; se ha ido a Maine de cacería. Me temo que tendrá que aceptar usted mi palabra.
Tracy volvió a suspirar y dijo:
– Usted es el jefe. De acuerdo. Deberemos reescribir los guiones que ya tenemos, y retrasar las cosas hasta el regreso de Dick. Tendré que hacer que los auditores posterguen su visita…, cosa que es un caso absolutamente fortuito, y lo odio. En fin, de todos modos el guión de hoy será fácil.
– Por supuesto. ¿Cuál será su próxima secuencia, cuando se aclare lo del Banco?
– No tengo ni idea. En cuanto acabe con el guión hoy, pondré una a cocer a fuego lento. Quizá logre hacer encajar, a pesar de todo, la idea del chantaje, si el malvado cajero pesca a Reggie con las manos en la masa en lugar de a Millie. Aunque perderá fuerza. Por cierto, ¿cuándo es el entierro de Dineen?
– Mañana por la tarde. Saldrán de su casa en Queens. ¿Sabe dónde queda?
– Sí, estuve allí en una ocasión. Intentaré asistir al entierro. A propósito, ¡está Dotty por aquí! Será mejor que acabe con el guión de hoy.
Dotty ya estaba esperándolo. Tracy se la llevó al mismo despacho que habían usado el día anterior, y se pusieron a trabajar.
Retocar el guión no resultó tan sencillo como había imaginado, pero no había tanta prisa, de modo que no importó.
En algunos puntos dudosos, Dotty hizo un par sugerencias. Eran inteligentes. Al cabo de tres del mismo estilo, Tracy la miró con cara de sorpresa.
– Wilkins me comentó que querías escribir. Pero no me dijo que podías hacerlo. ¿Puedes?
Al sonreír, a Dotty se le formaron hoyuelos.
– Eso espero, señor Tracy. Es mi verdadera ambición, escribir guiones de Radio, por eso conseguí este trabajo, para estar cerca de los escritores de verdad. como usted, y aprender de ellos. Me gustaría saber si en algún momento podría usted echarles un vistazo a los guiones que escribí por mi cuenta, y así, darme su opinión.
Tracy le dijo que lo haría encantado.
Todos los escritores tienen una cosa en común, al menos los de menos de ochenta años, ya sea que escriban ficción, no ficción, seriales, o lo que sea: siempre están dispuestos a echarle una mano al neófito, especialmente si es una neófita y tiene una figura que permitiría ocupar la primera fila de los Follies.
Y Tracy, que no era una excepción a la regla, se encontró con una cita para la noche siguiente, y una sensación de ligera alarma dentro de la cabeza que pudo haber interpretado como un gong de advertencia, pero no lo hizo.
Terminaron poco antes de las once y media, y Tracy llevó el guión al despacho de Wilkins.
Wilkins lo hojeó velozmente. Cuando terminó, asintió.
– Está bien -dijo-. ¿Le hizo Dotty alguna…, esto…,sugerencia? Me refiero a alguna buena sugerencia.
– Sí -repuso Tracy-. Me hizo varias sugerencias y todas eran buenas. Quizá pueda llegar a escribir. ¿Ha visto alguna cosa de ella?
– No, pero el señor Dineen me dijo que la muchacha ha vendido unos cuantos cuentos…, me parece que a unas revistas románticas. De modo que algunas habilidades ha de tener ya. En su caso, será cuestión de que aprenda la técnica de radio. Los trucos del oficio, como se suele decir.
– Haré todo lo posible -le dijo Tracy. Se volvió para marcharse.
– Ah…, un momento, señor Tracy. Hay una cosa que sin duda sabe, pero espero que me perdone por recordársela.
– Haré lo posible. ¿Qué es lo que debo perdonarle?
– La «KRBY» es muy estricta en…, esto…, en un punto. No aprobamos que ningún empleado, actor o escritor, se aproveche…, esto…, socialmente…, de cualquier contacto que haga dentro del estudio.
Por un instante, Tracy no captó la idea. Luego preguntó:
– Señor Wilkins, ¿debo suponer que se refiere usted al impulso biológico? Puedo asegurarle que ningún personaje de ninguno de los programas de Radio que escribo pensaría en semejante cosa.
Al salir cerró la puerta suavemente, pero con firmeza.