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Tracy lanzó un juramento, se levantó del sillón y se paseó durante un rato por el cuarto. Volvió luego delante de la máquina de escribir, y encendió otro cigarrillo. La hoja amarilla seguía en blanco.
Recordó que la cinta estaba gastada; sacó del escritorio una nueva y la cambió. Se manchó los dedos de tinta y tuvo que ir a lavarse las manos.
Encendió otro cigarrillo y la hoja seguía en blanco.
Escribió unas cuantas palabras para probar la cinta. El mecanografiado siempre quedaba bonito, pensó, cuando la cienta era nueva. Claro, negro y bien destacado. Leyó lo que había escrito. «El Caballero Blanco se desliza por la lanza. Se balancea muy peligrosamente.»
¿Por qué diablos se le habría ocurrido aquello? Era de Alicia en el país… No. De Alicia a través del espejo. Una fantasía onírica sobre una partida de ajedrez. ¿Sería por eso que se le había ocurrido? «Y los peines…¿nunca has oido gritar a uno de ellos cuando…?»
Quitó el papel con tanta fuerza, que el rodillo emitió un chillido en lugar de hacer clic. Puso otra hoja de papel.
Se sentó a mirarla.
«Los millones de Millie, maldita sea; concéntrate en Los millones de Millie. En cómo meterla en un lío en el que no haya estado metida antes.
»¿La hago padecer un ataque de ictericia y que se ponga amarilla como esta hoja? Diablos.»
Sonó el teléfono. Lo cogió.
– ¿Señor Tracy?
– Le hablo del Star, señor Tracy. ¿Podría decirnos…?
– ¿El Star? ¿Quién habla?
– Kapperman. Editor de locales. ¿Podría…?
– ¿Quiere que el señor Tracy lo llame cuando regrese…?
– ¿Cómo? Creí que me había dicho que usted era el señor Tracy.
– Ah, no. Me pareció entender que preguntaba por la señora Tracy. Yo soy la señora Tracy.
Se produjo un segundo de silencio. Casi logró oír el ruido de engranajes al girar, que provenía del otro lado de la línea. Entonces, una voz le dijo:
– No sabía que estuviera casado.
– No lo estoy -respondió Tracy-. Está usted hablando con mi madre. -Y colgó el teléfono con sumo cuidado.
Regresó a la máquina de escribir y se sentó. La hoja de papel amarillo seguía igual. Completamente en blanco.
Encendió un cigarrillo.
Sonó el teléfono.
Lo dejó sonar un rato. Al diablo con el teléfono. Seguro que sería… Pero, ¿y si fuera Millie, o Dotty, o…?
Fue a contestar. Descolgó el auricular y con voz chillona dijo:
– Salón de belleza de Mamie.
– ¿Cómo? -inquirió una voz. Era una voz masculina que Tracy no reconoció.
Colgó y volvió al escritorio.
El teléfono volvió a sonar. No lo cogió.
Encendió otro cigarrillo y se quedó mirando la hoja en blanco. Al cabo de un rato, el teléfono dejó de sonar.
Advirtió que se había puesto a tararear La luna era amarilla… Pero lo único amarillo allí era el condenado papel, y no la luna, ¿y qué rayos tenía que ver todo aquello con Los millones de Millie? ¿Un viaje a la Luna? No. Las radionovelas no podían tener rasgos de ciencia ficción. Quizá si…, no.
Necesitaba un poco de café; eso era lo que no funcionaba. Quizá Millie hubiera vuelto a casa, quizá tuviera café preparado, o quizá le prepararía un poco. Salió al pasillo y llamó a su puerta.
No obtuvo respuesta.
Ya que estaba en el pasillo, podía bajar y ver si tenía correspondencia en el buzón. Bajó. No había correspondencia.
Volvió a subir y se sentó delante de la máquina de escribir.
La hoja de papel seguía siendo amarilla y seguía estando en blanco. Lo miraba socarrona. «Está bien, vamos a ver, los fondillos de los pantalones pegados al asiento de la silla…, ésa es la fórmula. Concéntrate.»
Pero empezó a desear que volviera a sonar el teléfono. Aunque llamara un periodista. Deseaba oír una voz humana. La de cualquiera. Deseaba que un vendedor llamara a su puerta.
¿Y si a Millie la atropellara un…? Qué tontería.
Maldición. ¿Estaría acabado como escritor? Antes había sido difícil, pero nunca tanto como ahora. Claro que en esta ocasión tenía muchas preocupaciones. Frank Hrdlicka no paraba de entrometerse, y Dineen…, y Millie Wheeler, y Dotty y Jerry Evers. ¿Estaba Jerry realmente loco por el hecho de querer convertirse en sospechoso? ¿O era listo? El mundo del espectáculo está lleno de chalados; después de todo, tal vez Jerry supiera qué se traía entre manos.
¿Y los viejos guiones y demás que guardaba en el fondo del último cajón? Quizás encontrase allí algo que pudiera utilizar en Millie. Uno de los cuentos de detectives que había escrito y nunca había logrado vender, quizá.
Los sacó e hizo un rápido repaso de los títulos, recordando vagamente los argumentos. Ni una idea en todas aquellas páginas, al menos para la secuencia de Millie. Aunque podría utilizar algunas cosas para la serie El asesinato como diversión, si llegaba a continuarla.
Pero le cambiaría el condenado título, incluso si llegaba a escribir otras historias. El asesinato no era divertido. Frank jamás se casaría con su rubita polaca; jamás escribiría el libro que iba a escribir…, y Tracy tenía la corazonada de que podía haber sido un buen libro. Jamás volvería a beber el bourbon de Tracy, ni a jugar con él una ruidosa partida de ajedrez. Jamás volvería a oir…
Aquello le recordó algo que había deseado hacer desde el domingo. Era una locura, pero quería hacerlo. Sacó el tablero y las piezas de ajedrez, y preparo una partida sobre la mesa de jugar a cartas.
Movió primero las blancas y después las negras. Una apertura corriente con los cuatro caballos, y después avanzó hacia la mitad del juego, hasta que tanto blancas como negras alcanzaron posiciones semejantes, como la mayoría de las piezas fuertes en juego.
Después se quedó sentado observando la jugada, estudiando y sintiendo las fuerzas de aquel ejército, las amenazas, los avances y equilibrios. El peón del rey blanco amenazado por un alfil negro; y un caballo protegido por el peón de la reina blanca y una torre.
No, en su caso no funcionaba. Sentía todas aquellas fuerzas; incluso podía convencerse a sí mismo de que podía -en sentido figurado- verlas como radiantes líneas de fuerza, diagonales para el caso de los alfiles, y rectas para las torres.
Pero, ¿oírlas? No. Resultaba extraño cómo los cerebros de dos personas podían funcionar de dos modos tan diferentes. Probablemente, a sus sentidos les ocurriera otro tanto. En realidad, resultaba difícil precisar qué olor y qué sabor y qué tacto podía llegar a tener una cosa para otra persona. Por ejemplo, no existen dos personas que puedan comparar las sensaciones gustativas que les provoca el pastel de manzana, para comprobar en qué difieren o se parecen.
Recordó un cuento de ciencia ficción que leyó una vez, uno descabellado, en el que un científico loco había operado a una víctima y le había provocado un cortocircuito en los nervios sensoriales, para que cada nervio se conectara con una parte del cerebro que no era la adecuada; de ese modo, el nervio óptico del pobre tipo se conectaba con la parte de su cerebro que registraba los olores, sus nervios auditivos con las papilas gustativas, y así sucesivamente.
El pobre tipo quedó hecho un horrible lío. Para él la oscuridad siempre olía a huevos podridos, y una luz brillante olía a bistec hecho; un do mayor sabía a pescado, y al beber agua fría se quedaba casi ciego; el tacto de una superficie suave tenía un tono agudo y el papel de lija sonaba como una tuba.
He ahí algo que no le había ocurrido a Millie. Sólo que a Remilgado Wilkins no le gustaría. Y tampoco al queridísimo público de Millie, Dios lo maldiga.
Guardó las piezas y el tablero, plegó la mesa de jugar a cartas, y regresó a la hoja amarilla que había en la máquina de escribir. A ese paso, no conseguiría acabar su trabajo.
Intentó ejercitar los dedos escribiendo unas cuantas veces «Ha llegado el momento de que todos los hombres de bien acudan en auxilio de la fiesta»; después quitó la hoja y puso otra.
Se quedó mirándola, tratando de concentrarse. Encendió un cigarrillo.
«Imagínate a Wilkins con un látigo de cuero trenzado.» Wilkins quería un resumen de la próxima secuencia. Y era mejor que el resumen fuera bueno, porque Wilkins se pondría furioso por la nota publicada en los periódicos. Wilkins con un látigo de cuero trenzado…
– Sí, señor, estoy trabajando.
«Venga, esfuérzate y quizá se te ocurra algo.» Era preciso, o sería su fin como escritor. Un cascarón quemado.
¿Quién rayos habría tenido motivos para cargarse a Frank y a Dineen?
«Olvidate de eso y concéntrate en Millie. Millie Mereton.»
Colocó las manos sobre el teclado. Pulsó la tecla tabuladora para sangrar un párrafo. Despacio, escribió «Millie» y dejó las manos en el teclado, esperando que le saliera la siguiente palabra. Pero no llegó. Empezaron a dolerle las muñecas y tuvo que bajar las manos.
Se levantó y se paseó un rato por la habitación. El cigarrillo se le había caído del cenicero y había dejado un agujero marrón en la alfombra. Lo recogió y frotó el agujero con la punta del zapato. Apagó el cigarrillo en el cenicero, encendió otro y volvió a sentarse.
Se preguntó qué impresión sensorial le habría producido al tipo del cuento de ciencia ficción la contemplación de una hoja de papel amarillo. «Veamos; la vista estaba conectada con los centros olfativos. El papel tendría, para él, un olor. Quizás oliera como el perfume de Dotty, o como…»
«Basta ya. Ponte a trabajar.» Quizá pudiera pensar con los dedos. Los posó sobre el teclado y empezó a escribir «Milliemilliemilliemilliemilliemillie» en la primera línea y en la siguiente.
Quitó el papel de la máquina y puso otra hoja. Encendió otro cigarrillo. «Mantén los fondillos del pantalón pegados al asiento de la silla y…»
Del pasillo le llegó el ruido de unos pasos. Un taconeo de zapatos de mujer.
Tracy estuvo a punto de caer al suelo con las prisas por llegar a la puerta y abrirla. Millie Wheeler -la verdadera Millie- se disponía a meter la llave en la cerradura de su puerta.
– ¡Millie! -gritó Tracy.
La chica se volvió, un tanto sobresaltada. Tracy la aferró del brazo y la obligó a entrar en su apartamento.
– Entra, por el amor de Dios, entra y háblame antes de que me vuelva loco. Creí que era yo la última persona que quedaba en la Ti… No. Vayamos a tu apartamento. Quiero salir del mío. -Se estremeció.
– Tracy, ¿has estado bebiendo?
– No, pero es una buena idea. ¿Qué te parece?
Millie abrió su puerta y él la siguió. Ella se dirigió a la cocina.
– Café?
– Sí, estupendo.
– ¿Tienes hambre?
– No lo sé. No lo creo.
– Está bien, haré un poco de café. Después te sentarás y le contarás a mamá qué es lo que te preocupa. Oye…, ¿no está sonando tu teléfono?
Logró cruzar el pasillo y llegar a tiempo para cogerlo.
– Tracy al habla.
– Habla el inspector Bates, Tracy. ¿Conoce a un hombre llamado Walther Mueller? ¿Alguna vez oyó mencionar ese nombre?
– Hummm…, no sé, me suena levemente familiar. Quizás haya oído hablar de él o me lo hayan presentado; pero no creo que haya conocido nunca a nadie con ese nombre. ¿Quién es?
Bates se mostró evasivo.
– Es sólo un nombre que surgió en el curso de nuestra investigación. ¿Ha escrito algún otro guión policíaco?
– Diablos, no.
– Quizá sea lo más inteligente. Yo, en su lugar, no lo haría, al menos hasta que averigüemos algo más de lo que sabemos.
– ¿Y qué es lo que saben?
Bates lanzó una risita ahogada.
– Confidencialmente, todavía nada. Por cierto, ¿de dónde sacó Dineen ese dobermann? ¿Lo sabe usted? Su mujer dice que lo llevó a su casa desde el estudio, que alguien se lo había regalado cuando era cachorro.
– Habrá sido antes de que yo trabajara en la Radio. Un momento… Pudo haber sido Pete Meyer. Pete tiene un perro de policía…, supongo que es un dobermann. Y es una perra; lo más probable es que ésta haya tenido cría y él se anotara un tanto regalándole un cachorro al jefe.
– ¿Pete Meyer? Es el héroe de Los millones de Millie, ¿no?
– El mismo. Dale Elkins en la vida real, aunque los de la Radio nunca le llamamos así. Pero lo de Pete es sólo una idea que se me ha ocurrido, pregúntele a alguien que lleve trabajando allí más tiempo, si quiere asegurarse.
– Probaré con la secretaria de Dineen; lleva cuatro años en la emisora y el perro sólo tiene dos. Por cierto, ¿pasará a ser secretaria de Wilkins?
– Ni idea -repuso Tracy-. Oiga, ¿cómo está el perro?
– Me han dicho que bien. Sigue en un hospital veterinario, porque creen que es mejor dejarlo allí hasta que acabe lo del entierro. Según el veterinario, estaba hecho polvo. Oiga, Tracy, ¿dónde estuvo usted durante la primera semana de junio de este año? ¿En Nueva York?
– Déjeme pensar…, creo que sí. En junio me fui dos semanas de vacaciones a Cape Cod, pero fue a partir del diez, creo. O sea que la primera semana estuve en Nueva York. ¿Por qué?
– Es un control -respondió Bates-. Por aquel entonces ocurrió algo que podría estar relacionado con…, esto…, los acontecimientos posteriores. Por cierto, ¿ha recordado algo que no me hubiera comentado ya y que pudiera guardar alguna relación con el caso?
– Sí, un detalle. Estuve pensando en la pregunta que me hizo sobre si en el estudio había alguien que pudiera tenerle manía a Dineen. El más indicado sería Jerry Evers. Hace papeles de hombre mayor en Millie y otras series. Tuvo una discusión con Dineen por un contrato. Dineen lo tenía metido entre ceja y ceja, de modo que siempre que tenía ocasión se metía con Jerry. No creo que sea nada importante…, desde el punto de vista del asesinato, claro. Pero, si quiere asegurarse, hable con Evers.
– Eso haremos. ¿Algo más?
– Hummm. Quizás esto tampoco tenga mucho sentido. Pero recuerdo que el domingo Frank me contó que había conocido a una chica con la que esperaba casarse cuando consiguiera definitivamente la ciudadanía.
– No lo sabíamos -comentó Bates-. Su hermano tampoco lo sabía. Le preguntamos si Frank salía con alguna mujer, y nos dijo que no. ¿Le dijo cómo se llamaba?
– No, no me contó nada sobre ella. Sólo me dijo que era menuda, rubia y que creía que tenía antepasados polacos. Supuse que todavía no era un romance correspondido.
– Intentaremos encontrarla. Gracias, Tracy. Ya nos veremos.
Después de colgar, Tracy se quedó allí de pie durante un rato, tratando de recordar dónde había oído el nombre de Walther Mueller. Pero no lo logró.
Se volvió, le hizo un palmo de narices a la máquina de escribir con la hoja amarilla en blanco, y después cruzó otra vez el pasillo y se fue a tomar café en compañía de Millie.
Estaba oscuro y caía una fría llovizna. Tracy se quedó mirando mientras la farola de la esquina se encendía y se formaba a sí misma un halo amarillo que no merecía. No hay nada sagrado, pensó, en una luz eléctrica: un filamento brillante que logra, a pesar de su calor amarillo, despedir un resplandor frío e impersonal, una luz para alumbrarse, pero que no servía como guía.
Se preguntó qué diablos le habría hecho pensar aquello. Maldición. No era ningún romántico. Era…
¿Qué rayos era?
En ese momento, pensó con ironía, era un tipo que estaba de pie en un portal, bajo una fina llovizna, preguntándose dónde ir y qué hacer, ahora que Millie se lo había sacudido de encima para poder vestirse y acudir a una cita. Una cita de trabajo, le había dicho. Y a él, a Tracy, ¿qué papel le tocaba desempeñar? El de una ovejita negra que se ha extraviado, beee, beee. -. Bah. ¿Por qué justamente esa tarde tendría Millie que ver a un fotógrafo?
¿O por qué la cita que tenía con Dotty Toda Hoyuelos no sería esa noche y no a la noche siguiente?
Tenía que hacer algo. ¿Comer? No, no tenía hambre. ¿Tomarse una copa? En realidad no le apetecía, pero, al diablo, tenía que hacer algo o, de lo contrario, enfrentarse al hecho de que debía regresar a su apartamento y plantarse ante el folio con ictericia que tenía en la máquina de escribir. Esa sí que era una idea horrenda.
Era mejor ponerse a beber. Incluso iría andando si no aparecía un taxi. Y con toda probabilidad no aparecería ninguno; los taxis siempre se esconden en cuanto caen cuatro gotas.
Mucho mejor que…
– Disculpe -le dijo una voz a su lado- – ¿No es usted el señor Tracy?
Tracy se volvió y se encontró con una mujer desaliñada y regordeta que lo miraba con ojos enormes escudados tras unas gafas salpicadas de lluvia. Llevaba sobre la cabeza un pañolón de color verde moteado, y el pelo grasiento que le asomaba por delante estaba perlado de lluvia.
– Sí, señora -repuso Tracy.
– Pensé que tenía que ser así, porque conozco a casi todos los inquilinos del edificio salvo a usted, y cuando leí su nombre en el diario y esta dirección, pensé… Bueno, no puede ser el señor calvo del quinto piso porque es imposible que sea escritor, con ese aspecto de tonto que tiene, y tampoco puede ser el gordito del dos dieciocho, que tampoco sé cómo se llama, porque está casado, o al menos me parece que lo está, y aunque en el diario no decía que usted no estuviera casado, pero no sé, me dio esa impresión al leer el artículo, y además, él tampoco tiene aspecto de escritor, y yo lo había visto a usted en el vestíbulo y siempre me imaginé que sería periodista o algo por el estilo. Entonces, tenía que ser usted.
– Maravillosa deducción -comentó Tracy-. Pero no…
– Soy la señora Murdock, señor Tracy.
– La señora… ¡Ah! ¿Es usted la que encontró…?
– El cadáver, sí. ¿No es horrible? Casi me desmayo cuando abrí la puerta de esa caldera y…, no se puede imaginar qué terrible impresión, pero, como dice siempre mi marido, nunca se sabe. La muerte acecha en plena vida, ¿no le parece? El señor Murdock vende pólizas de seguro, ¿sabe usted? Y el mes pasado le sugirió al señor Hrdlicka que debería suscribir una póliza, aunque fuera pequeña, puesto que lo de conserje no le daría para mucho; no sé cuánto ganaría, porque, claro, el trabajo incluía la casa y todo; dijo que lo pensaría, pero no lo hizo. Y, fíjese usted ahora, se ha muerto sin haber suscrito la póliza.
Hizo una pausa para respirar; fue una pausa breve. Tracy abrió la boca, pero llegó demasiado tarde. La mujer había arrancado otra vez.
– Yo hablando, y usted ahí, bajo la lluvia. A mí no me molesta la lluvia; me encanta la lluvia. Me gusta dar largos paseos cuando llueve, incluso cuando llueve mucho. Mi marido dice siempre que, en cuanto se nubla, salgo a la calle. Ay, señor Tracy, yo aquí entreteniéndole. ¿No le gustaría subir a nuestro apartamento para conocer a mi marido? Comentábamos que nos gustaría conocerlo. Vivimos en el cinco quince. El está en casa ahora; cenamos y después yo salí a dar un paseo bajo la lluvia; a él le encantaría si subiera usted conmigo. Los dos somos grandes admiradores de la Radio, ¿sabe usted?, y escuchamos el… ¿Cómo se llama el programa que usted escribe, señor Tracy?
– Los millones de Mi…
– ¿Los millones de Millie? Vaya, pero si lo escucho cada día. Mi marido, no; a esa hora está trabajando, además a él le gustan los programas de misterio, y los de terror, le chiflan. Como Suspense. A mí me dan grima; no me gustan las cosas así, pero tuve que ser yo la que abriera la puerta de la caldera y viera…, cielos, si fue igual que en los programas que le gusta escuchar a mi marido, y que yo también tengo que escuchar, porque cuando una radio está encendida, no puede usted dejar de escucharla, y, además, como él no está mucho en casa, porque, claro, cuando uno vende pólizas de seguro tiene citas a últimas horas de la tarde, y, claro, no puedo negarme a que escuche los programas que le gustan cuando está en casa, puesto que yo tengo la radio para mí sola el resto del día. ¿No le parece?
– Claro -repuso Tracy de forma vaga, sin saber a ciencia cierta con qué estaba de acuerdo. Se apresuró a añadir-: Señora Murdock, me temo que no puedo conocer a su marido ahora. Tengo una cita y…
– ¡Vaya, qué lástima! No sabe cómo se alegraría de conocerlo. Y le juro -sonrió tontamente- que no intentará venderle una póliza de seguro. Se lo digo, porque tenía la costumbre de hablar de seguros con la gente que venía a visitamos. Pero me puse firme. El trabajo es el trabajo, y el hogar no es sitio para hablar de trabajo, aunque, naturalmente, a mí me interese el dinero que gana. ¿No le parece? En fin, es una lástima; y dado que usted lo escribió, y además, quería contarle exactamente cómo encontré al señor Hrdlicka y comentarle las circunstancias y demás. Entonces sabría hasta qué punto adivinó.
– ¿Hasta qué punto…?
Claro. En su guión para la Radio. Ay, pero, fíjese, yo aquí dándole charla, y usted bajo la lluvia. No sabe cuánto siento que no tenga tiempo de subir y pasar la velada con nosotros. Mi marido estaría tan…, señor Tracy, ¿ha bajado usted al sótano desde que ocurrió? Quiero decir, a la sala de la caldera, donde lo encontré. Fue tan horrible y emocionante. Me pregunto si le gustaría que le enseñara cómo estaba y demás; quiero decir, una persona como usted que escribe sobre esas cosas, en una de ésas, logra deducir qué pasó, incluso mejor que la Policía. Ese tal Corey no me gusta nada, ¿y a usted? Además, en las novelas que uno lee, y en la Radio, la Policía nunca descubre qué pasó realmente, ¿verdad? Siempre quieren detener a alguien que no tuvo nada que ver con el crimen…, como usted o yo. ¿Le gustaría?
– Disculpe -dijo Tracy- – ¿Me gustaría qué?
– Que le explicara cómo ocurrió todo en la sala de la caldera.
– Lo siento, pero…, un momento, creo que sí. Si fuera usted tan amable, señora Murdock, creo que me gustaría bajar.
La cogió firmemente por el brazo y la condujo al interior del edificio.
– Entonces, bajaremos en el ascensor -le dijo ella-. No es que un tramo de escalera sea demasiado para ir andando, pero es que así fue como bajé ayer cuando lo encontré. Bajé unos papeles para quemarlos y, claro, como eran cinco pisos, utilicé el ascensor y…
Las luces del sótano estaban encendidas.
Mientras se dirigían a la caldera, la señora Murdock no paró de hablar.
– …los papeles apretados contra el brazo y abrí la puerta de la caldera principal. Esta puerta. Así. Y ahí estaba. Sólo que al principio creí que se trataba de un par de zapatillas que alguien había querido tirar, y que no habían entrado bien y habían quedado enganchadas justo al borde de la puerta, ahí. Entonces vi unos tobillos desnudos que salían de las zapatillas, y dejé caer los papeles y me puse a gritar… ¿Lo puso así en su guión?
– ¿Eh? -inquirió Tracy. Estaba contemplando la puerta abierta de la caldera.
– Vaya, no me refiero a que se me cayeron los papeles y me pusiera a gritar. Sé que no pudo haberme puesto a mí en el guión porque…, bueno, usted no me conocía. Quería decir, si acertó usted en cómo iba vestido él, y si puso que llevaba zapatillas.
Tracy apartó los ojos y los pensamientos de las fauces de la caldera, y la miró con aire interrogativo. ¿Estaría loca?
Ella le sonrió. Supuestamente para infundirle ánimos, pensó Tracy.
– No tiene por qué fingir con nosotros, señor Tracy. Conmigo y con mi marido, quiero decir. Esta tarde, en cuanto leímos los diarios y nos enteramos de lo de sus guiones, le dije: «Es una artimaña para conseguir publicidad, ¿no, Wally?» Y él me contestó: «Y qué bien se la han pensado. Me encantaría conocer a ese tipo, cariño. Si es capaz de engañar a la Policía para que ventilen una historia así, es un tipo muy listo.» Entonces pensé, y se lo dije a mi marido, que ojalá lo hubiera conocido para poder darle los detalles exactos de cómo estaba vestido el cadáver y…, bueno, y cosas por el estilo.
Tracy se limitó a mirarla. Cuando paró de hablar, él le dijo, con toda tranquilidad:
– Señora Murdock…
– Tal vez no debería haberlo dicho de ese modo, señor Tracy. No era mi intención acusarlo de…, quiero decir, no era mi intención herir sus…
Se quedó sin palabras; durante un segundo se hizo un profundo silencio en el sótano.
Hasta que Tracy sonrió y dijo:
– Señora Murdock, olvida usted que podría existir otra explicación.
– ¿Otra explica…? ¿Se refiere a…?
– Podría no ser un truco publicitario. ¿Por casualidad no se le ocurrió pensar que yo podría haber…?
Dejó la frase a medias y volvió a sonreír. Ella dio un rápido paso atrás. Se llevó el dorso de la mano a la boca y retrocedió otro paso. Después, dio media vuelta y echó a correr. Tracy oyó el sonido metálico de la puerta del ascensor.
La sonrisa de Tracy perdió su ligero fulgor y adquirió un aire socarrón. Por increíble que pareciera, había dicho la última palabra. Todo un triunfo tratándose de esa dama. No le sorprendería nada saber que había sido el primer hombre que conseguía semejante hazaña.
La sonrisa se apagó del todo cuando volvió a la puerta de la caldera.
Era una caldera enorme y antigua. Carecía de cargador. Y la puerta era lo bastante grande como para que pasara por ella un hombre.
Al contemplarla, se preguntó por qué había bajado al sótano. Se estremeció y cerró la puerta de la caldera. Sí, había sido una tontería bajar hasta allí…, pero ¿cómo podía nadie pensar de modo coherente, con una mujer como aquélla, que no dejaba de hablar?
Aun así, ya que había bajado y se encontraba solo ¿no podría, quizás, entrar en las habitaciones que Frank tenía a la izquierda de la sala de la caldera. Probablemente, no; la Policía las habría cerrado con llave. Pero se volvió y echó un vistazo.
La puerta de la habitación externa estaba entornada, abierta casi hasta la mitad, y dentro había luz.