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Estaba como al principio: no tenía nada.
Un cadáver en mi rellano, una desconocida que me había tomado el pelo y los palos de ciego de una mañana con la que removía el pasado de Laura Torras, pero no su presente, salvo que cualquiera de los que acababa de visitar mintiese. Todo era posible: un novio despechado, un fotógrafo celoso y un rico amante humillado. Encajaban. Ninguno la olvidaba.
Era hora de regresar a casa.
A su piso.
Tardé menos de cinco minutos dada la proximidad. No metí el coche en el garaje, lo dejé en una de las rampas al ver un hueco. La calle estaba tranquila. Ni rastro de policía. Miré el balcón del piso de mi vecina, que daba a Juan Sebastián Bach. La cortina de la ventana que yo había abierto apenas se movía.
Busqué a Francisco, el conserje. Lo encontré comiendo el rancho en su pequeño habitáculo, junto al ascensor. Se puso en pie de un salto y se me acercó efusivo.
– Francisco -le pregunté-, ¿ha visto salir a una chica muy guapa, esta mañana, más o menos a las once? Llevaba una falda negra muy corta y un top amarillo muy ajustado.
Puso cara de lamentar no haberla visto.
– No -dijo-. Ni salir ni entrar. Debía de estar en la otra escalera.
– ¿Quién había de conserje esta noche?
Cambiaban, por rotación, así que no siempre venía el mismo dos días seguidos. Alguien había entrado para matar a Laura. Lo malo es que en una casa con dos edificios gemelos, dos escaleras… No era difícil esperar un descuido, una dormidita, una inspección en una escalera para colarse por la otra, aunque eso representaba tener una llave.
– Esta noche no había vigilante. Se puso enfermo y no les dio tiempo a enviar a nadie. Me lo han dicho esta mañana.
Una maldita casualidad.
Le di las gracias a Francisco y subí a mi piso. Me cercioré, primero, de que no me faltaba nada. Julia no era una ladrona. Tenía sentido, pero me quedé más tranquilo. Seguro que había salido por piernas nada más irme yo, asegurándose de no ser vista, o tal vez… había regresado al piso de Laura. Y me había enviado a El Figaró, lo bastante lejos, como para asegurarse un tiempo libre extra.
Si Julia, suponiendo que se llamase así, hizo esto último, debía de ser para ver, buscar algo o…
Volví a dudar.
¿Debía llamar a la policía o seguir?
No me gustaba la idea de repetir la experiencia. No quería ver aquel cuerpo destripado. Y sin embargo me resistía a rendirme. En cuanto la policía empezase a hacer preguntas, sabrían que yo las hice primero. Ya estaba metido en el lío, lo quisiera o no.
Y tenía una pequeña ventaja.
Las tres únicas personas que sabíamos aquello éramos el asesino, Julia y yo.
Saqué las llaves del piso de Laura y salí al rellano. Cerré mi puerta y abrí la suya con la segunda de las que probé. Entré sin hacer ruido y volví a dejarlas donde las había encontrado, colgadas detrás de la puerta. Ya empezaba a oler un poco. El calor no perdona. Laura se estaba descomponiendo con rapidez.
Eludí la mancha de sangre del recibidor y pasé a la sala. Puede que cometiera un error al abrir la puerta del balcón. Las moscas eran ya un enjambre, y sus zumbidos un eco estremecedor. Siempre he odiado las moscas, por lo pesadas que son. Ahora las vi como unas carroñeras hurgando entre los restos de ella. Daban vueltas y más vueltas, como idiotas, deteniéndose aquí y allá antes de volver a danzar zumbando. Era un sonido monótono, espantoso. Se introducían por entre los tajos carniceros, se paseaban por encima de las vísceras arrancadas. Volvieron los deseos de vomitar. Contuve la arcada y me concentré en lo que iba a hacer.
Desde luego, Julia había estado allí después de que yo me fuera. Las fotografías estaban movidas. Muchas las acababa de ver en el estudio de Luis Martín. Lo que no había tocado era el cadáver. Aparté mi asco y las ganas de empezar a matar moscas y me incliné para ver el vibrador que le habían introducido en la boca. El asesino lo había incrustado hasta la garganta, con violencia, llevándose por delante algunos dientes y las encías. Era un vibrador normal. No lo toqué por si había huellas. La botella de cava también había penetrado en ella con saña. Dado que el corte en canal iba desde los pechos hasta el sexo, el extremo de la botella surgía por entre la masacre del vientre, con la vagina completamente abierta. Era una botella de cava sin estrenar. Tenía puesto el tapón y la protección, de ahí que el peso la hubiese hecho caer hacia abajo forzando que el extremo se viera por la herida.
Ya no pude más. Me levanté, me aparté y respiré, porque me di cuenta de que mientras la examinaba se me había detenido la respiración.
Fui al dormitorio.
El retrato de Laura seguía en su sitio, y volví a caer en su contemplación. Me lo habría llevado a mi casa, para pasarme los días y las noches haciendo de Dana Andrews, soñando con verla aparecer viva. Aparté tan masoquista idea y me concentré en el resto. La cama estaba revuelta. Encima de la mesita de noche vi un portarretratos caído y roto, boca abajo. Saqué un pañuelo para protegerme la mano y no dejar huellas y lo cogí. Alguien había roto el cristal a lo bestia para arrancar la imagen.
Y habría jurado que, por la mañana, aquel objeto estaba sano y salvo en su sitio.
Julia.
Tuve deseos de golpear algo. No la pared. La cama, por ejemplo. No lo hice. El hedor de la muerte todavía no llegaba hasta aquella parte y la habitación olía muy bien. Olía a Laura. Me imaginé registrando su ropa, sus braguitas, y me sentí peor. Pero aún así miré el armario, del que el asesino se había llevado casi toda la ropa a lo bestia.
Vi más fotografías.
No eran artísticas, sino familiares. Estaban en un cajón inferior del armario y también diseminadas por el suelo. Aquello tampoco estaba así por la mañana, casi podía jurarlo. Una mano nerviosa estuvo buscando algo concreto, una foto o un montón de ellas. Allí vi a Laura de niña, en El Figaró, y con sus padres, con la hermana muerta, con amigas, sola, en viajes, y hasta me encontré con un Robi jovencito y guaperas. Ninguna que comprometiera a Andrés Valcárcel. Ninguna presente.
Volví a la mesita de noche y ésta vez me senté en la cama. A un lado, en la pared, quedaba un gran espejo de un metro de alto por casi dos de largo. Laura tal vez estuviese enamorada de sí misma, o le gustase verse en la cama con… Agarré la almohada y la olí. Pero no era eso lo que quería hacer. Me olvidé de ella y del espejo. Mi objetivo era el contestador automático de la base del teléfono. Pulsé el dígito de recuperación de llamadas y al momento escuché una voz femenina:
– Laura, soy yo, Inma. Llámame.
La segunda era de otra mujer.
– Laura, soy Carol. ¿Te va bien un servicio para el sábado por la noche? Por favor, dime algo cuanto antes para concretar. Es un tío importante.
Vi algo detrás de la puerta. El bolso de Laura, no sabía si olvidado o caído allí por azar. Me levanté, lo cogí y regresé a la cama, porque lo que estaba escuchando era como una inmensa puerta hacia una nueva evidencia en la vida de mi vecina.
La tercera llamada procedía de un hombre:
– ¿Señorita Torras? Mire, por favor, la llamo de la floristería de Villarroel, ¿se acuerda? El talón con el que pagó la corona presenta una anomalía. ¿Sería tan amable de ponerse en contacto con nosotros? Gracias.
Ya tenía el bolso abierto. Su interior estaba densamente poblado. Una flora y fauna características en cualquier bolso femenino. Misterios inexplicables para un hombre. Me limité a verterlo sobre la cama para echar un vistazo.
El cuarto mensaje me hizo levantar la cabeza:
– ¿Álex? Oiga…, estoy dispuesta a negociar. Me lo he pensado… mejor, ¿de acuerdo? Por favor, llámeme cuanto antes. Por favor… yo… No, nada más. Adiós.
¿Álex?
Pensé en una equivocación, pero dadas las circunstancias llegué a la conclusión de que eso resultaba más que improbable. Cuando hay muertos de por medio, nada es un azar. Todo tiene sentido en el puzle previo. La voz de aquella mujer tenía demasiadas huellas dramáticas esparcidas por su tono nervioso y compulso.
Quedaba un penúltimo mensaje en el contestador:
– ¿Laura? Soy Carol, ¿qué pasa, por qué no me llamas? Es muy urgente y también tienes el móvil desconectado.
El móvil estaba en el bolso, pero sin carga, o apagado.
Todavía escuché un mensaje más: el mío. Alguien había colgado al escuchar la voz y ése era yo.
Estudié el contenido del bolso. Unas gafas de sol caras, un tubo de Valium, un estuche de maquillaje pequeño, dos peines de distintos tamaños, horquillas, una agenda de teléfonos electrónica de bolsillo, un paquete de Winston, un encendedor de oro, otro de plástico barato y una caja de preservativos.
Laura era precavida.
Seguí. Un bolígrafo de marca, un calendario de bolsillo, un manojo de llaves de coche, un talonario de cheques, varias tarjetas, todas de hombres…
Guardé la agenda electrónica. Ojeé el talonario. Las tres últimas anotaciones correspondían a los dos días anteriores. La más reciente era de 360 euros. Junto al importe anotó: «Flores». La penúltima, de 183 euros, constaba como «hospital». La antepenúltima era la más alta: 1.350 euros. Como justificante, una palabra aún más evidente: «Entierro». Más allá de eso, poca cosa: «Peluquería», «Compra», «Reparación coche»…
O Laura no usaba tarjeta de crédito o…
Aún quedaban más cosas encima de la cama. Un llavero sin llaves, unas monedas sueltas, dos postales sin escribir, media docena de mondadientes envueltos individualmente, un spray de defensa para violadores…
Pensé en marcharme de allí de una vez cuando sonó el teléfono.
Un zumbido.
Me asusté. Lo miré con recelo.
Segundo zumbido.
Tal vez el que llamase dejase el mensaje y pudiera oírlo. Tal vez no, y si colgaba me lo perdería.
Tercer zumbido.
Mi maldita curiosidad.
Cuarto zumbido.
Al quinto saltaría el automático, como antes.
Quinto zumbido.
Descolgué el auricular envolviéndolo con mi pañuelo. No sabía qué voz poner ni qué decir. Yo no era Laura. Claro que si quien llamaba se extrañaba, con mencionar que se habían equivocado, listo.
– ¿Sí? -anuncié lo más neutro posible.
– ¿Es usted? -preguntó una voz de hombre en un tono de lo más seco y misterioso.
– Sí, soy yo -no le mentí.
– De acuerdo entonces -pareció rendirse la voz-. Usted gana. Ya lo tengo todo.
– Bien.
– ¿Dónde quiere que nos veamos? Quiero acabar con esto cuanto antes.
– Me da lo mismo. Escoja.
– Está muy seguro de todo, ¿verdad?
– Depende.
Al otro lado, mi interlocutor pasó de la rendición a la ira. Fue como si masticara cada palabra para no dejarse llevar por ella y estallar.
– Escuche…, no quiero ninguna sorpresa, ¿entiende? Yo cumpliré mi parte y usted la suya. Ha de quedar todo zanjado de una vez. No jueguen conmigo.
– Así será, por supuesto.
– No se deje ninguno. Los quiero todos.
– Los tendrá -seguí aventurando.
Eso pareció calmarle un poco. Escuché un suspiro. Aún así, la voz siguió siendo dura.
– A las doce de la noche en la plaza de John F. Kennedy, de bajada a la derecha. Estaré en un coche blanco, un Audi.
– A las doce -repetí.
Colgó.
Me quedé mirando el auricular sin saber exactamente qué clase de tontería había hecho. Si era una equivocación, alguien se iba a llevar un hermoso plantón en su cita nocturna. Pero las llamadas del contestador no dejaban mucho lugar a dudas, aunque no tuviera ni idea de qué iba la última ni la de la mujer pidiendo por el tal Álex.
Laura Torras tenía algo más que su vida de modelo.
Y aunque vivía sola, la persona con la que acababa de hablar no se había extrañado por que respondiera un hombre.
¿Álex?
Yo nunca había visto a mi vecina con nadie. Claro que yo no tenía muchos tratos con mis vecinos, y mis horarios no eran como los de los demás.
Guardé todos los objetos del bolso de nuevo en su interior salvo la agenda que ya estaba en mi bolsillo, y lo dejé donde lo acababa de encontrar. Miré la cama, el retrato, y se me ocurrió decirle en voz alta:
– Nadie es lo que parece, ¿verdad, cariño?
Acababa de decirlo cuando sonó el timbre de la puerta.