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Lo del taxi fue prácticamente una casualidad.
Mi coche estaba a la izquierda. El taxi aparcado en la esquina, a la derecha, a unos quince metros.
¿Cuántas posibilidades existían de que en Barcelona hubiese dos hombres iguales con aquellos mostachos negros en mitad de la cara, taxistas, y que me los encontrase yo en el intervalo de un rato?
Era el taxista del paso cebra con la señora y su hijo. El mismo que casi se me había empotrado por detrás.
Y por si fuera poco, al verme desvió la cara y fingió indiferencia.
Me quedé perplejo. Estaba recopilando mentalmente todo lo que había aportado Andrés Valcárcel y perdí reflejos, no tomé la iniciativa. Entré en mi coche, desaparqué y eché a rodar. El taxi se colocó detrás de mí. Me resultaba imposible ver al ocupante del asiento trasero, sobre todo por las luces de cruce. No supe qué hacer, si pararme en un semáforo y bajar a verlo o seguir. Decidí hacer lo último. No tenía ni idea de cuánto tiempo hacía que me seguían, y mucho menos de quién lo hacía.
Era muy tarde y estaba muerto de hambre, pero continué con mi búsqueda y no me aparté de mis planes. Con el taxi pegado a mi trasero enfilé las alturas urbanas en busca de la calle Pomaret. Una y otra vez Álex se presentaba como el eje de la historia. Álex y nadie más que Álex.
Quedaban un par de horas para mi cita de medianoche.
Pensé en darle esquinazo al taxista, y hasta me pasé un semáforo en rojo para provocarle. Pero no se apartó de mí. Sudaba su propina. Al final opté por mantener la situación para saber quién me seguía. Mejor conocer a tu enemigo, siempre.
Llegué a Pomaret muy rápido y detuve el Mini en el vado de la puerta de la casa. Bajé mirando de reojo. El taxi apenas si asomó el morro por Inmaculada. Me despreocupé de él. No iba a moverse. En casa de Álex todo seguía igual, sin luz ni señales de vida. Tiempo perdido. Aun así era el mejor lugar para lo que tenía en mente. Primero entré, me acerqué a la puerta de la torre y llamé. Cuando me convencí de que nadie iba a abrirme rodeé la casa. Todo seguía igual. También la ventana del garaje.
Mi idea de romperla y colarme dentro ya no era una locura, al contrario. Pero no era el momento. No con alguien a mis espaldas. Me fastidió reconocerlo, pero…
Regresé a la parte frontal, a la cancela, y saqué la cabeza con disimulo para mirar hacia abajo. El taxi seguía allí, fiel en su espera. Aposté fuerte dispuesto a terminar con aquello. Tenía dos opciones: ir a su encuentro y jugármela o esperar para ver si mi perseguidor se ponía de los nervios. Opté por la segunda. Si conocía la existencia de Alex, y yo no salía, tal vez creyera que él estaba en su casa. No perdía nada por intentarlo.
Me oculté entre el follaje del jardincito, a la izquierda de la cancela. Pasaron algunos minutos, muy lentos. Dos veces saqué la cabeza y las dos vi el taxi en la esquina, sin luces, oscuro y silencioso.
Cinco minutos más. Y ya eran diez.
A la tercera vez que iba a sacar la cabeza, oí unos pasos quedos y regresé a mi escondite. Una persona entró en el jardín, despacio, con mucho cuidado. Todo estaba oscuro, pero su silueta era inequívoca, incluido el enorme bolso, o mejor dicho, bolsa, que colgaba del hombro. Pocas mujeres tienen tanta estatura, un cuerpo igual, aquel perfil hecho de curvas y contracurvas tan prodigiosamente repartidas en una anatomía de primera.
Julia.
Volvíamos a encontrarnos donde la última vez. La casa de Álex era el imán.
No supo si entrar del todo o volver a salir. Mi Mini seguía en el vado, pero en la casa no había luz. Debió pensar que me había colado dentro, porque no se marchó. Caminó en tensión, paso a paso, hasta llegar a la puerta. Aplicó el oído a la madera. Me imaginaba dentro.
Salí de mi escondite y la saludé:
– Hola.
Se llevó un susto de muerte. Me sentí sádico y me alegré. Emitió un pequeño gritito, dio un paso atrás, trastabilló y cayó de espaldas, haciendo una serie de ridículos movimientos con los brazos para evitarlo. Quedó sentada sobre su trasero mirándome primero desconcertada y después furiosa. En la oscuridad, sus ojos echaron chispas. Carbones encendidos.
Quiso levantarse por sí sola, haciendo caso omiso de la mano que le tendí. La falda se lo impidió. No vestía como por la mañana, pero llevaba una blusa color fucsia tan ceñida como la primera y una falda muy corta y ajustada, de cuero negro. Respiraba de manera agitada, haciendo subir y bajar la apretada blusa que marcaba todos sus detalles. El miedo debía de excitarla, porque tenía los pezones firmes y duros. Insistí en mi gesto y acabó cediendo. Se cogió de mi mano y tiré de ella. Una vez de pie se arregló más por inercia que por coquetería.
– Eres un mierda -me soltó.
– Soy yo quien debería estar molesto, ¿no crees?
– ¿Ah, sí? -me desafió-. ¿Por qué? ¿Por seguirte? ¿No me seguiste tú antes a mí?
– De acuerdo, estamos en paz. -Evité que continuara con la contienda dialéctica-. ¿Por qué lo has hecho?
– Sigues moviéndote mucho.
– Y rápido, lo sé, pero me estoy hartando de la situación.
– ¿Me lo dices o me lo cuentas? -continuó igual de provocativa.
– ¿Vamos a estar gritándonos el uno al otro?
Pensó en ello. El susto ya se le estaba pasando. Acabó llegando a la misma conclusión que yo.
– Está bien, ¿qué quieres?
– Una tregua.
– Conforme -se rindió-, pero con una condición: que a partir de ahora no me des esquinazo. Si vas a ver a alguien más, vamos juntos. Esto me interesa tanto como a mí.
– ¿Por qué?
– Porque Laura era mi amiga…, es decir… no la conocía tanto como creía, pero la sentía como amiga. No sé en qué andaba metida, quizá fuese algo turbio, lo ignoro, pero dijo que me ayudaría y eso es más de lo que nadie ha hecho nunca por mí. Le cogí cariño.
La nueva Laura, la que estaba descubriendo a lo largo del día, era incapaz de cogerle cariño a nadie, así que me callé lo que pensaba. Julia tenía los ojos un poco más encendidos, pero ahora era porque estaba a punto de llorar. Creía que era más fría. A lo peor era uno de tantos seres humanos viviendo en perpetua guardia. Llorar lo justo por los muertos, pero recordar de inmediato que el mundo es de los vivos.
Aunque nunca he sido un experto en mujeres.
– Vámonos de aquí. -Asentí con un movimiento de cabeza.
– ¿Sigue sin haber nadie? -preguntó mientras señalaba la casa.
– Así es.
La ventana del garaje debería esperar.
Salimos fuera y abrí el Mini. Sus siguientes palabras me hicieron recordar algo.
– ¿Cómo te has dado cuenta de que te seguía?
– El taxista. -Miré hacia él-. Otra vez escógelo menos guapo y sin signos distintivos.
– Voy a pagarle.
– Ya lo hago yo -me ofrecí-. Ponte cómoda.
La dejé entrar en mi coche y caminé hasta el taxi. A veces soy imprudentemente generoso. Cuando el taxista me vio aparecer, se quedó blanco y ambos lados del bigote cayeron hacia abajo. Salió de su coche como si creyera que yo iba a emprenderla a golpes.
– Oiga, que yo no… -Se puso nervioso.
Le hice un gesto conciliador.
– Descuide, no pasa nada. ¿Qué le debe?
Se calmó, aunque no bajó la guardia. Me miró de reojo, metió la cabeza dentro del taxi, paró el contador y me lo soltó.
– Veintinueve euros con quince.
– ¿Cuánto?
– Es lo que marca el contador, véalo.
– ¡Joder! -exclamé.
Mucha persecución era aquélla. Saqué mi dinero y le pagué. Tres de diez. Imprudentemente generoso, sí.
– ¿Qué le ha dicho? -quise saber.
– ¿Quién?
– Ella.
– Que se la estaba pegando.
– ¿Yo?
– Sí, ¿no es su marido?
– ¿Cree que si fuese mi mujer tendría ganas de pegársela?
Pensó seriamente en la alternativa y llegó a una conclusión obvia.
– No, desde luego -reconoció.
Di media vuelta y regresé al Mini. Me deseó buenas noches y sin volverme levanté una mano en justa correspondencia. Antes de que yo llegase a medio camino ya se había marchado. Al entrar en mi pequeño automóvil la observé. Era lo más bonito que había estado allí dentro, aunque ahora pareciese una estatua de sal, muy seria.
– Desde luego has estado siguiéndome desde tu casa.
– ¿Te lo ha dicho él?
Puse el coche en marcha.
– No, no hace falta -suspiré-. Soy muy intuitivo, yo.