172817.fb2
Por allí todo seguía igual: la misma decoración, el mismo ambiente, y las mismas mesas con los mismos tapetes a cuadros rojos y blancos que hacían pensar en alguna escena de El padrino. Conocía a los dueños desde hacía años, por mediación de otros amigos. Tere fue la primera que nos vio entrar. Salió a abrazarme y luego, al estar segura de que Julia iba conmigo, me dirigió una sonrisa de lo más cómplice. Intenté ser evasivo, pero entonces apareció Ángel. En el restaurante todos los que apuraban sus cenas estaban fijándose ya en Julia más o menos veladamente. Era imposible no llamar la atención. Ella, por costumbre o indiferencia, pasaba de todo el mundo, ajena a las miradas. No les hacía ni caso, era impermeable. Yo empecé a darme cuenta de que ir con una mujer de bandera no es sencillo, salvo que te guste la ostentación y que se fijen en ti. Algunas de las miradas masculinas eran del tipo: «¿Qué tendrá este imbécil para ir con una tía así?». Ni de lejos doy aspecto de rico.
Los prolegómenos fueron rápidos, por lo menos. Ángel se retiró a la cocina y Tere nos acompañó a una mesa del patio. No había mucha gente, media entrada, así que estuvimos lo suficientemente apartados como para gozar de intimidad. Nos sentamos y no necesitamos carta, porque Tere nos aconsejó lo más selecto de su menú. Esperé a que Julia pidiera. Para no tener hambre se despachó a gusto. Hice lo propio y nos quedamos solos.
– Son buena gente -le dije a mi compañera-. Y aquí se come muy bien, ya lo verás.
– ¿Cómo era tu mujer? -me preguntó de pronto.
No esperaba algo así.
– Pues… normal -manifesté inseguro-. Guapa, inteligente, vital…
– ¿Quién dejó a quién?
– Ella me dejó a mí, y no por otro -aclaré-. No le gustaba que prefiriera mi trabajo ni que me metiera en problemas sin venir a cuento.
– Como estás haciendo ahora.
– Como estoy haciendo ahora.
Tere regresaba con un aperitivo y unas tapas, para que fuéramos picando. Llegó por la espalda de Julia y me guiñó un ojo de forma descarada. Se marchó lo más rápido que pudo.
– ¿Se me nota que he llorado?
– No.
– ¿En serio?
– De verdad.
– Voy al servicio.
Se levantó y desapareció. Lo primero que hice fue mirar su bolsa y preguntarme qué habría dentro. El mismo morbo que en el caso de Laura. Estuve tentado de curiosear, pero no me atreví. Acerté porque Julia regresó casi de inmediato. Cuando volvió a sentarse ya no quedaban rastros de sus lágrimas. Ni siquiera tenía los ojos rojos.
– ¿Estás bien?
– Sí.
– ¿Preocupada?
– Un poco. Me vuelve loca pensar en Laura, allí, sola. -Se estremeció-. Si no me hubiera dado por seguirte, por hacer algo, no sé qué habría pasado.
– Hay muchos cabos sueltos todavía, y no sé qué pensar.
– ¿De qué? ¿De mí?
– Por ejemplo.
– Yo tampoco acabo de confiar en ti, qué quieres que te diga.
– ¿Por qué?
– Me desconciertas, eso es todo. -Lo dijo con absoluta sinceridad-. Creo que buscas algo.
– ¿Algo?
– Sí, algo, no sé. ¿Es que no te das cuenta? ¡Nadie hace nada por nada! ¡Todo el mundo va a sacar tajada de lo que sea!
– Te equivocas.
– ¡Y una mierda!
– Eres tozuda ¿eh?
– Realista, nada más.
– Entonces es que yo soy el último de los románticos o el primero de los idiotas. Y puedes tomarlo o dejarlo, porque no tengo argumentos a mi favor.
Me miró con aquellos enormes ojos, y llegué a sentirlos muy dentro de mí.
– ¿De verdad no tuviste nada que ver con Laura?
– Me has preguntado lo mismo cada vez que nos hemos visto, y la respuesta es la misma: no.
– En serio, ¿no lo intentaste?
– No.
– ¿Por qué?
– Tengo mi orgullo y no me gusta perder el tiempo.
– ¡Vamos, hombre! Eres de lo más normal, tienes una cara agradable.
– No me digas eso de que soy «un hombre interesante» porque me largo y te dejo plantada.
– Jesús! -suspiró-. Encima picajoso. No me pareces un tipo tímido ni reprimido.
– Gracias.
– ¡Dios, qué tontos sois a veces los tíos!
Me pregunté cómo habíamos llegado a ese diálogo, de qué forma lo personal se había colado en la conversación y había detenido la lista de preguntas que volvían a amontonarse en mi cabeza. Y no me gustó descubrir que, en cierto modo, ella aún me podía. Una cría de poco más de veinte años, aunque aparentara más por su aspecto y por su forma de hablar, conseguía dominarme por el simple hecho de que estaba buenísima.
En el fondo, yo seguía nervioso.
Además, ella no era estúpida.
Se dio cuenta de cómo la miraba y recuperó su tensión.
– ¿Vamos a cenar como una pareja encantadora o también me vas a dar el coñazo?
– Creo que te voy a dar el coñazo. -No me rendí.
– No fastidies. -Puso cara de agotamiento.
– Todavía hay muchas preguntas que me dan vueltas aquí. -Me toqué la cabeza-. Y es necesario hacerlas.
– ¿Ahora?
– ¿Qué más da ahora que después? Luego no va a haber tiempo.
– Eres tenaz, ¿eh? No sueltas la presa si le has hincado el diente.
– Yo seré tenaz, pero tú eres muy difícil.
– Yo no soy difícil. ¿Has visto la escena de ¿Quién engañó a Roger Rabbit? en que la vampiresa dice: «Yo no soy mala, es que me han dibujado así»? Pues lo mismo. Cada cual es como es.
– Vas con pies de plomo, cubriéndote siempre.
– He aprendido.
– Es lo que creo.
– ¿Ah, sí? ¿Qué opinas de mí? Veamos.
– No soy un experto. Me cuesta encajarte.
– Pues mira que es fácil -manifestó con aplomo-. Nací aquí mismo, en Barcelona, en el barrio de Horta. Tenía una madre con delirios de grandeza, un padre infeliz y poca cosa, dos hermanos mayores que se largaron en cuanto pudieron hacerlo, y la hija desde pequeña ya oyó decir lo guapa que era, lo lejos que podía llegar, lo fantástico que sería el mundo cuando lo tuviese en sus manos. Según mi madre, iba a ser una reina.
– ¿Ya no crees que vayas a serlo?
– Trabajo en lo que me gusta, y tengo un futuro, pero sigo siendo realista. Ya no tengo diecisiete años, sino veintidós. Ya no seré una top, ni siquiera una reina de la pasarela, aunque tenga un buen campo en la publicidad. Soy escéptica y trato de no soñar. Cuando eres la reina de tu barrio, te crees que no hay nadie mejor. Luego vas a un casting y resulta que las doscientas tías que se presentan están como tú o mejor. Eso te hace tocar de pies en el suelo. Encima, este mundillo es duro, muy duro, diferente a lo que te imaginas cuando eres adolescente y te venden un cliché maravilloso en el que te comes el mundo porque eres guapa. Conoces gente, mucha gente, pero no se intima de verdad con nadie. Hay demasiado dinero, poder, sexo, sofisticación, drogas, y más oferta que demanda, así que es una selva. Los hombres sólo quieren llevarte a la cama. Si sales con el novio de siempre dicen que eres idiota, si sales con un modelo sabes que no hay futuro salvo pasarlo bien unas cuantas noches, si sales con un hombre mayor te conviertes en su fulana, si sales con un rockero acabas de adorno de lujo… Y mientras, debes mantener el equilibrio, ser tú, estar guapa, no engordar, trabajar el máximo…
– Todo eso está muy bien, pero lo único que indica es que tienes un pasado del que no quieres hablar, del que escapas.
– Siempre estamos escapando del pasado, ¿no crees?
– ¿Lo ves? Ésta es una respuesta muy adulta, idónea para una mujer de treinta para arriba. En ti suena muy fuerte.
– Vale, lo pasé mal de joven y no guardo buenos recuerdos de mi adolescencia, lo confieso. ¿Y qué?
– ¿Te hicieron daño?
– Hay muchas formas de hacer daño. Unos me amaban, otros me odiaban. Iban tras de mí y, cuando yo los rechazaba, entonces me consideraban una engreída, una mujer ambiciosa que no se contentaba con poco. La gente cree que ser atractiva es tenerlo todo. Hay quien aún piensa que somos floreros, sin nada en la cabeza, y que nos servimos de eso. Pero cuando te entregas siempre se preguntan: «¿Por qué ése?». No es fácil administrar la belleza. Yo nací con ella, pero los demás te están juzgando siempre. Por más que me sienta normal, y que quiera ser una chica normal, ni puedo ni me dejan. Verás -jugueteó con la última aceituna del aperitivo sin llegar a cogerla, volcada ahora en sus explicaciones-, la que es guapa y nace y crece en un ambiente selecto, aún puede escoger, tiene clase y seguridad, una educación en una buena escuela. La que nace en un ambiente pobre, no. A mí nadie me abrió ninguna puerta, y si me la abrían, no era de manera desinteresada. Cuando tenía catorce años dejé de estudiar, busqué mi primer trabajo y lo encontré… Por Dios, Daniel, era una cría, pero mi jefe ya me insinuó todo lo que esperaba de mí. Primera lección. Te he dicho antes que nadie da nada por nada. Luché para ser independiente, por salirme de todo eso, y tuve que levantar no pocas paredes a mi alrededor. Aprendí a ser modelo, tuve una docena de trabajos, el tiempo justo para que alguien de arriba se fijase en mí y me prometiera el oro y el moro. No me dieron buenos consejos, y perdí tiempo… Así se me pasó lo mejor, la oportunidad de verdad, porque, hoy por hoy, en el mundillo de las modelos a los veinticinco años ya eres vieja, y a los treinta o has sabido administrarte bien o estás acabada. Vivo a salto de mata, dependo de que me llamen para algo o no, y sé que no voy a triunfar, pero al menos soy consciente de todo eso. ¿Has preguntado si me hicieron daño? Pues sí, mucho, y mucha gente, pero el peor daño te lo haces siempre tú misma si no eres consciente de quién eres de verdad, dónde estás, o qué puedes esperar de ti.
– Eso es madurez.
– Eso es egoísmo, dilo en plata. Sólo me preocupo de mí misma. Mi lema es: «Atrapa lo que puedas, cuando puedas y como puedas». ¿Querías sinceridad? Ya la tienes.
– No pareces tener muy buena opinión del mundo.
– ¿Y tú sí?
– Al menos creo en algunas cosas, ciertos valores.
– ¿Me vas a resultar un facha?
– No, por Dios. -Me sentí dolido por el término-. Quiero decir que creo en la vida, en algunas personas, en el trabajo, la voluntad, la esperanza, el individualismo…
– Tu mujer debía de estar loca para largarse -bufó-. ¡Eres un mirlo blanco! Empiezas a parecerme encantador.
– Vamos a dejarlo -la detuve-. Si quieres llevarme a la cama tendrás que pensar algo mejor.
Soltó una carcajada. Eso fue todo. Nos interrumpieron Tere y Ángel. Ella llevaba los dos primeros platos, y él las bebidas. No era usual que Ángel sirviera mesas, así que deduje que quería echarle otro vistazo a Julia. Empecé a entenderla. Al menos en lo personal.
La conversación no fue más allá de lo trivial. Nos quedamos con la cena, puras maravillas culinarias a base de pasta con un sinfín de detalles, y ellos se retiraron. Yo miré la hora. Charla incluida, teníamos el tiempo justo para llegar a mi cita a las doce. Nos llevamos los primeros bocados a la boca y saboreamos el arte de la buena mesa. Durante un par de minutos no hablamos. Yo ya no podía más del hambre que tenía.
– Debo hacerte algunas preguntas, lo siento -la preparé.
– Ya lo sé. Dispara.
– Álex. ¿Qué opinas de él?
– No hay mucho que decir. Es un tío guapo, con personalidad y las ideas bastante claras.
Lo de las «ideas bastante claras» era curioso.
– ¿Sabías que Laura y él se lo tenían montado de chantajistas?
– Pero ¡qué…!
– Espera -la detuve-. ¿No has registrado el piso de Laura como has dicho?
– ¡Sí, lo he hecho!
– ¿No has visto una puerta cerrada con llave al lado de la habitación de Laura?
– Sí.
– ¿La has abierto?
– No, no he podido. Ninguna de las llaves que me dio la abría. He pensado que tal vez la droga que pudiera guardar estuviese ahí, pero… ya me dirás. Bastante nerviosa estaba como para, encima, echar la puerta abajo. Eso habría sido difícil de explicar a la policía.
– Ahí dentro hay cámaras de fotos y de vídeo. Y un cristal que da a la habitación de Laura. Por el lado opuesto no es más que un gran espejo.
– Voy a irme. -Dejó los cubiertos en el plato.
– No lo creo. Esto te interesa.
– ¿Por qué habría de interesarme?
– Era tu amiga. Es bueno saber qué les pasa a los demás. En algún lugar del camino, Laura se torció.
Respiraba con fatiga. No le gustaba oír la verdad. Por alguna extraña razón la molestaba mucho. O tal vez no fuese extraña.
– ¿Hablas… en serio?
– Laura te propuso entrar en la Agencia Universal. Puede que también te quisiera en su casa unos días para algo más.
– Eres un cabrón.
– No, el cabrón es Álex.
– Ella estaba loca por él.
– Lo creo, y él lo sabía, vaya si lo sabía. Un tipo con suerte: todas se le enamoran. Planta, labia, un gancho que no me explico…
Yo seguía comiendo. Ella se había detenido. Traté de convencerme a mí mismo de que era una simple chica joven, segura de sí misma, pero también asustada, con problemas. Algo en mi interior me dijo que no me dejara seducir, ni convencer. Me pregunté si era mi defensa ante la belleza.
¿Quién no tiene influencias, viejos clichés?
– Todo lo que me has dicho… ¿es verdad? -preguntó.
– Todo.
– Así que crees que Álex la mató.
– Yo no he dicho eso, aunque todo es posible.
– No, ahí te equivocas. Él no pudo haberlo hecho.
– ¿Por qué?
– La quería. Puede que te resulte extraño si la utilizaba, pero… la quería. Y, aun suponiendo que la hubiese matado, que no es el caso, ¿crees que la habría despedazado de esa manera? -Miró el plato y dejó de comer-. Álex no es así.
– Entonces ¿por qué ha desaparecido?
– No lo sé -reconoció.
– ¿Tenía Laura llaves de su casa?
– Ni idea, aunque es de imaginar que sí.
No quería volver a registrar el piso de Laura. Sería mejor romper la ventana del garaje de la calle Pomaret. De todas formas, esas llaves habrían debido estar en el bolso que yo registré por la mañana, y allí no había nada.
– ¿Conociste a otros amigos de Laura de un tiempo a esta parte?
– No, todo ha sido muy reciente.
– ¿Te habló de alguien?
– Sólo de su primer novio.
– ¿Robi?
– ¿Le conoces? -se sorprendió.
– Le he visto esta mañana.
– Menudo cerdo. Te habrás dado cuenta.
– Un infeliz. Sólo eso.
– ¡Y un cuerno! -saltó-. Ése sí es malo, retorcido, peligroso. ¿No sabes que estuvo aterrorizando a Laura al comienzo, cuando ella se vino a Barcelona? Me lo contó porque un ex mío también se puso algo idiota. El tal Robi estuvo persiguiéndola, acechándola, llamándola por teléfono a horas increíbles para saber si estaba sola, para pedirle que volviera. Cuando no se le echaba a llorar, la insultaba y le decía que la mataría.
– Pero de eso hace muchos años.
– ¿Y qué? Hay gente que no olvida. Puede que la viese un día de éstos y todo volviese a su mente.
– ¿No llamó a la policía la primera vez?
– No lo sé, pero seguro que no. Me dijo que le daba pena, que le había hecho daño y que seguro que lo estaba pasando muy mal. Luego me habló de un segundo encuentro, en Barcelona, tres o cuatro años después. Laura iba acompañada y Robi se puso a insultarla, así que el acompañante de Laura tuvo que darle. Eso fue todo.
Robi, Luis Martín, también el pasado contaba.
Reapareció Tere con los segundos platos. Puso cara de preocupación al ver que a Julia le había sobrado comida.
– ¿No estaba bueno?
– Oh, sí, perdón. No tengo mucha hambre.
– Prueba esto: se deshace en la boca.
Era carne, maravillosamente preparada.
Volvimos a quedarnos solos y la atacamos. Julia también. La boca se nos hizo agua.
Antes de que pudiera volver a hablar lo hizo ella:
– Por favor -me suplicó-. ¿Vas a seguir recordándomelo todo?
Me resigné. Tenía razón. Mi obsesión a veces mata.
– Volveremos a quedar, te lo juro, pero por ahora ya es suficiente, Daniel.
En sus labios, sonaba bien.
– Está bien -accedí-. Cenemos tranquilamente.
El silencio también fue hermoso de compartir.