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VI. Como fugitivo: llenando el mapa (enero 1979 – septiembre 1981)

17

Y así, el beso me convirtió en fugitivo y concedió al hombre que me lo había dado libertad para matar con la facilidad y el estilo que yo había poseído antes.

En aquel momento, desde luego, no tenía ni idea de lo que Ross andaba haciendo. El pánico y un deseo sin nombre lo mantenían excluido pero cercano, como un viento seco en la espalda, un viento que me cegaría si miraba en su interior. Hoy, al ver el montón de páginas manuscritas y documentos policiales apilados sobre la mesa y mi recorrido marcado con alfileres en el mapa de la pared de mi celda, advierto que las líneas que conectan nuestros respectivos asesinatos subrayan la dicotomía: Ross elegía discretamente a sus víctimas, pertrechado con una placa y unas órdenes de extradición, y siempre regresaba a la seguridad del Wisconsin rural; Martin se movía a campo través para escapar del sexo real, buscaba al perfecto no-Martin en quien convertirse, pero se quemaba como una hormiga atrapada bajo una lupa que un niño sádico sostuviera al sol.

Quemaba mi camino de regreso a la infancia.

Alimentaba fuegos de sacrificio con un abuelo y tres hermanos.

.Saboteaba mi cautela de siempre con saltos al borde de las llamas…

Salí disparado de Huyserville y me dirigí hacia el este por enfangadas carreteras locales hasta Lake Geneva. El centro vacacional estaba lleno de jóvenes atléticos ataviados con ropa deportiva de llamativos colores y, después de lo de Ross, no me sentí capaz de actuar entre ellos. El 38 de cañón corto, guardado en el compartimento debajo de la carrocería, resultaba un pobre sustituto del Magnum y supe que, si ponía las manos en una víctima -masculina, femenina, joven, vieja, fea o atractiva-, mi presa me parecería Ross y no sería capaz de terminar el trabajo. No me quedaba más remedio que olvidar a ese hombre, su aspecto, su contacto con mi cuerpo, su estilo.

Aquella noche hice algo absolutamente impropio de mí.

Alquilé una suite en el Playboy Club de Lake Geneva y me pasé la velada celebrando una feliz ocasión sin nombre, durante la cual me obligué a actuar como un juerguista que quiere echar una canita al aire. Tomé una cena exageradamente cara en el Sultan's Steakhouse, dejé una generosa propina y asistí al espectáculo del Jet Setter's Lounge. Unas jóvenes camareras con escotados vestidos de conejita contemplaron con desaprobación mi indumentaria, totalmente ajena al estilo que allí se llevaba, pero cambiaron de opinión cuando les mostré la llave de mi habitación, que llevaba grabado «Piso del Potentado» en el reverso. Entonces aceptaron con adecuada humildad los billetes de veinte dólares que les tendí con sumo estilo y me acompañaron a una mesa de la primera fila en la zona VIP. Pedí champán Dom Perignon para mí y para los otros VIPS, y mi gesto fue acogido con aplausos. El hombre que estaba sentado a mi lado no tardó en ofrecerme cocaína y, ya que celebraba una ocasión sin nombre, la esnifé y bebí con avidez de la botella de mi mesa.

El espectáculo lo protagonizaba un vulgar bufón llamado Profesor Irwin Corey. El número consistía en dobles sentidos improvisados y despropósitos dirigidos a los espectadores de las primeras filas y, aunque al principio me resultó tedioso, a medida que esnifaba y bebía, se convirtió en lo más divertido que había visto en toda mi vida. Mi arraigado concepto de control no me permitió exteriorizar la risa hasta que Corey señaló a un gordo borracho que roncaba con la cabeza apoyada en la mesa. Con voz de sabio oriental, el Profesor dijo: «¿Bebes para olvidar, Papa San?», e instintivamente pensé en Ross y excavé en mi mente en busca de una imagen. Lo que encontré, en cambio, fue la cara de un chico guapo de un anuncio de Calvin Klein. Entonces me reí a carcajadas, rociando saliva y lágrimas al otro lado de la mesa, hasta que Corey se fijó en mí, se acercó y, con unas palmaditas en la espalda, me dijo: «Tranquilo, grandullón, tranquilo. Píllate un chute de metanfetamina, un par de conejitas y cuatro Excedrin, y mañana por la mañana llama a tu agente de bolsa. Tranquilo, tranquilo.»

No sé cómo conseguí regresar a la suite; la última imagen que vi estando despierto y consciente fue la de las conejitas abriendo, solícitas, una puerta que daba a un aire helado. Cuando desperté, me dolía la cabeza y estaba tumbado, completamente vestido, sobre una cama de satén rojo en forma de corazón. Pensé en Ross y vi la imagen de otro modelo, cuyo atractivo se me antojó vacuo, seguida del recuerdo de la juerga nocturna, rodeado de signos de interrogación y el símbolo del dólar. Esto me llevó a una serie de especulaciones de cuatro cifras seguidas de «???» y me consolé con la idea de que nunca más repetiría lo de la noche anterior. Luego, repasé mentalmente los saldos de mis cajas de seguridad y los lugares donde tenía escondidas las llaves, y descubrí que me faltaban tres.

Ross apareció con todo detalle, atusándose el bigote con extrema frialdad al tiempo que murmuraba: «Martin, eres un idiota de mierda.»

Golpeé la cama con los puños y las rodillas, mientras Ross decía: «Creías que podrías librarte fácilmente de mí, ¿no? Ay, queridísimo amigo, ¿quién puede olvidar una cara como la mía? El sargento Ross, qué gran tipo.»

Me levanté y revolví la suite hasta que en una mesa, junto al teléfono, encontré papel y bolígrafo. Con manos temblorosas anoté los nombres de los bancos, las cifras y los escondites, y obtuve un total de cinco cajas y 6.214 dólares. Una simple resta me informó del coste de mi prosaico desenfreno de la noche anterior: 11.470 menos 6.214 igual a 5.256 dólares.

«Nunca conseguirás ser un juerguista, Martin. Sin embargo, si te marchas sin pagar la cuenta, te ahorrarás unos cuantos dólares. Cuando alquilaste la habitación no vieron la furgoneta. Lo único que tienen es tu nombre… Y ESO SE PUEDE CAMBIAR.»

Al cabo de diez minutos ya estaba en la carretera y Ross, sin rostro pero enorme, era como un viento seco que me impulsaba por detrás.

Nunca recuperé el dinero perdido en el olvido y me pasé el resto del mes viajando por el Oeste para vaciar mis cajas de seguridad. Sólo puedo describir ese mes como algo salvaje. Circular por ciudades donde antes había matado era salvajemente estúpido; guardar el dinero en la guantera del Muertemóvil me parecía necesario, pero salvajemente arriesgado. Ross se cernía sobre mí como un consejero, sin rostro, pero salvajemente bello y peligroso cuando no le prestaba atención.

Había otras caras, siempre en la cuneta de la carretera. Hombres, mujeres, viejos, jóvenes, guapos, feos, todos tenían grandes bocas abiertas que gritaban: «Ámame, fóllame, mátame.» Ross, sin rostro, sólo una voz, me impedía que los destruyera y me grababa en la mente la idea de una nueva identidad. En el papel de consejero que antes desempeñaba la Sombra Sigilosa, me recomendaba que me tomara mi tiempo y evitase los asesinatos hasta que encontrara al hombre absolutamente anodino en quien convertirme, un hombre idéntico a mí y en el que nadie reparase. Sabedor de que Ross sólo seguiría siendo asexual si lo obedecía, esperé.

Después de vaciar mi última reserva de dinero, cambié de dirección y me dirigí de nuevo hacia el este, conduciendo todo el día y durmiendo en moteles baratos. La presencia de Ross me acompañaba constantemente y su obsesión en que matara para hacerme con una personalidad no-Martin Plunkett iba creciendo en mi cerebro, apuntalada por unas preguntas despiadadas:

«¿Y si descubren al muerto y su coche en Wisconsin?»

«¿Y si la poli estatal recuerda que estabas retenido al mismo tiempo que él desaparecía?»

«¿Y si relacionan los dos hechos?»

«¿Y si encuentran los casquillos que tiraste en el control de carretera?»

«¿Y si el Playboy Club te denuncia por impago y relacionan el hecho con otros y emiten una orden de búsqueda?»

Tales preguntas me infundieron el valor para actuar con independencia de Ross, el consejero sin rostro, y, sorprendentemente, la belleza que yo creía que me embargaría no lo hizo.

Pero, a solas, fracasé.

Pasé una semana en Chicago, recorriendo garitos de los bajos fondos con la idea de comprar identificaciones falsas. Nadie quiso vendérmelas y, después de seis intentos, comprendí que mi antiguo aire de criminal estaba colmado de miedo y que la gente me tomaba por un chivato o por un loco. Salí de la ciudad del viento perseguido por la risa burlona de Ross y sus «ya te lo había dicho».

Primero, me detuve en Evanston, encontré una habitación amueblada y pagué dos meses de alquiler por anticipado. A continuación, me dirigí a la oficina local del Departamento de Vehículos a Motor y, con todo el descaro, les enseñé la licencia de Colorado y los papeles de registro de la furgoneta. Les dije que quería placas de matrícula de Illinois y, después de llenar varios impresos, el funcionario hizo exactamente lo que yo sabía que haría: fue directo al ordenador y comprobó mi nombre para ver si había órdenes de búsqueda. Mientras el hombre esperaba la respuesta de la máquina, empuñé el 38 recortado dentro del bolsillo y observé su expresión. Si me buscaban en Wisconsin o en otra parte, el funcionario reaccionaría; entonces yo le dispararía y mataría también a los otros dos empleados que estaban junto a la máquina de café, robaría uno de sus carnets y me marcharía.

No tuve que vivir tal melodrama, pues el hombre regresó sonriente; pagué el importe y presté atención mientras me comunicaba que la placa de matrícula provisional me llegaría al cabo de una semana, y la definitiva, en el plazo de un mes y medio. Le di las gracias y salí en busca de un taller de pintura de automóviles.

Encontré uno en Kingsbury Road, cerca del vertedero de la población, y maté el tiempo leyendo revistas mientras le hacían la cirugía estética al Muertemóvil, que pasó del plateado al azul metálico. Cuando salió del quirófano con un aspecto tan distinto, un joven latino sentado a mi lado, me dijo:

– Menudo coche, joder. ¿Cómo lo llamas?

– ¿Qué?

– Pues eso, tío. Su nombre. Como el Vagón del Dragón, el Picadero o la Cueva del Amor. Un carro tan bonito ha de tener un nombre.

Con la audacia que me había dado mi visita al Departamento de Vehículos a Motor, le dije:

– Lo llamo el Furgón de la Muerte.

– ¡Fantástico! -dijo el chico, dándose palmadas en los muslos.

Me instalé en Evanston. Era una población rica, próxima a Chicago, en la que abundaban las pequeñas universidades, que me proporcionaron el camuflaje del perpetuo estudiante graduado. Tras establecerme temporalmente, pensé cada vez menos en Ross y empecé a advertir que su presencia física y auditiva no eran sino formas especulares de amor por mí mismo: si estaba colgado de ese hombre era porque los dos destacábamos en nuestro quehacer y éramos espartanos en otros aspectos de la vida. Yo siempre cambiaba de escenario; él ejercía una profesión que, obviamente, conllevaba muchas horas de aburrimiento. Cuando mi reserva de amor por mí mismo se agotaba por las exigencias de vivir en la carretera, Ross acudía en mi ayuda como antaño hacía la Sombra Sigilosa en momentos de pánico. Simbióticamente, si yo le era igualmente útil, pues bien, pero si no, me daba igual. Además, había otras caras que mirar. Los campus de Evanston estaban colmados de ellas. Una vez determinado el simbolismo de la cara/voz de Ross, poco a poco me fui convenciendo de que se hacía imperioso abandonar a Martin Plunkett, que había estado en la cárcel por ladrón y que siempre estaba de paso, por otra identidad, y empecé a buscar un hermano gemelo al que matar.

La tranquila lucidez de la idea, concebida desde el terror pero corroborada por el tiempo a través de distintos estados emocionales, me permitió avanzar metódicamente hacia mi primer fratricidio. Construí un silenciador con un trozo de tubo de metal y alambre y lo probé en el 38 disparando contra boyas en el lago Michigan. Con el revólver en el bolsillo, recorría los campus a primera hora de la noche con la idea de disparar a mi presa en un rincón tranquilo, robarle la cartera y marcharme en silencio. Tenía localizadas a cuatro posibles víctimas y me hallaba en pleno proceso de selección cuando me fijé por primera vez en el idiota.

Enseguida supe dos cosas de él: que era deficiente mental y que su parecido físico conmigo, aunque destacable, iba más allá. Supe que estábamos vinculados hipotéticamente y que de haber crecido inocente, en vez de irremediablemente hastiado, yo habría sido como él.

Sin intención de hacerle daño, durante una semana seguida lo observé mientras jugaba en el vertedero. La casa de huéspedes en la que vivía estaba a tres manzanas del lugar, colina arriba, y con unos prismáticos veía a mi hermano híbrido lanzar piedras a los coches abandonados y buscar piezas oxidadas de automóvil para utilizarlas como juguete. Hacia el atardecer, una trabajadora del «Hogar» se lo llevaba y fue a ella a quien quise hacer daño.

Había reducido mi lista de objetivos a dos; me dirigía al campus de la Evanston Junior College para tomar la decisión final cuando de pronto me encontré cara a cara con el podía-haber-sido-Martin. Acababa de ponerse el sol y sólo una hora antes me había divertido viendo al tipo esconderse entre los arbustos, escapando de la desagradable mujer con pinta de solterona que acudía a privarlo de su diversión. Esta vez, cuando pasé despacio junto al vertedero, salió de entre las sombras y me hizo una señal para que me detuviera.

Lo hice y encendí la luz interior de la furgoneta. El hombre se acercó y asomó la cabeza por la ventanilla del pasajero. Al tenerlo tan cerca vi que sus rasgos eran una versión flácida y repugnante de los míos.

– Soy Bobby -se presentó con una voz chillona de tenor-. ¿Quieres ver mi casa de jugar?

No podía rechazar la oferta, habría sido como negar mi infancia. Asentí, me apeé de mi furgoneta y seguí a Bobby por el vertedero. Nuestros hombros se rozaron y lo noté blando y débil. Me descubrí deseando que alguien le enseñara a cultivar el cuerpo; de hecho estaba a punto de ofrecerle unos fraternales consejos al respecto cuando él señaló una luz que centelleaba más adelante.

– ¿Ves?-dijo-. Es mi casa.

La «casa» en cuestión consistía en dos coches podridos dispuestos uno frente al otro, con un quinqué en el medio. La luz iluminaba directamente hacia arriba y formaba un túnel que bañaba la cara de Bobby, cuya flacidez y defectuosa postura sugería que no podía mantenerse erguido sin ayuda.

Le apoyé las manos en los hombros; él se cuadró a lo militar y dijo:

– ¿Señor?

La cabeza parecía colgarle de lado. Bajé la vista al suelo y volví a alzarla para observar la cabeza torcida del idiota, que le confería un aspecto como de animal de juguete en la luna trasera de un coche.

– No tienes que llamarme así -dije, agarrándolo más fuerte-. Ni a mí ni a nadie.

Bobby sonrió y noté que su cuerpo de esponja temblaba entre mis manos. Su sonrisa, más amplia y torcida, expresaba una suerte de éxtasis de idiotez. Finalmente, consiguió coordinar los movimientos de lengua, paladar y labios, y dijo:

– ¿Quieres ser mi amigo?

Empecé a temblar; las manos con que agarraba a Bobby temblaban y el brillo del quinqué quemó las lágrimas que me corrían por las mejillas. Volví la cabeza para que mi hermano idiota no me creyera débil y le oí emitir unos sonidos húmedos, como si también llorase. Lo miré y vi que los sonidos procedían de la obscenidad de la gran O redonda que formaba con la boca; también vi que ondeaba un billete de dólar, como si fuera una bandera, delante de mí.

Aparté las manos de sus hombros y empecé a alejarme, pero oí sollozos entrecortados y un «por favor». Me volví y vi que seguía moviendo el dólar, suplicando amistad al tiempo que insistía en su espantosa insinuación. Saqué el 38 del bolsillo y Bobby intentó sonreír al tiempo que cerraba los labios alrededor del silenciador. Apreté el gatillo y mi hermano híbrido aterrizó en el suelo. Le robé la cartera sólo para guardarla como recuerdo de mi primer asesinato por compasión.

Robert Willard Borgie me fastidió mis planes en Evanston, de donde me marché después de un único interrogatorio rutinario por parte de la policía. De allí me dirigí hacia el oeste con matrículas de Illinois en el Muertemóvil azul, sin Ross ni la Sombra Sigilosa que me aconsejaran, sólo con un olor nauseabundamente dulzón, asqueroso, pegado a mi persona. Me sentía demasiado cerca de visiones de autoaniquilación y, mientras circulaba a toda velocidad por unos tramos brutalmente largos y llanos y calurosos de terrenos de cultivo, urdí planes, tuve ensoñaciones y hasta pasé viejas películas mentales para conservar el control.

«Borgie tenía una inteligencia subhumana y te quería de ese modo…»

«Lo elegiste como hermano y no tenías planeado matarlo, aunque se pareciera a ti…»

«Te hizo llorar…»

«Si te hizo llorar por empatía, eso significa que tu voluntad se desmorona…»

«Si te hizo llorar por ti, entonces estás acabado.»

Terminé aquel tramo largo, llano y caluroso de mi viaje en Lincoln, Nebraska, donde alquilé un diminuto apartamento de soltero lleno de trastos y caluroso, en la parte norte de la ciudad. Encontré empleo como vigilante nocturno y mi trabajo consistía en sentarme en el vestíbulo de un edificio de oficinas del centro de la ciudad desde medianoche a las ocho de la mañana, con un uniforme de galones dorados, una porra y unas esposas en una funda de plástico. Aparte de las rondas por los pasillos cada hora, podía disponer del resto del tiempo. La noche anterior, un hombre había dejado una decena de cajas llenas de revistas y, en vez de volverme loco pensando en retrasados mentales muertos y en lo que presagiaban, devoré ejemplares de Times, People y Us.

Fue una educación completamente nueva a la edad de treinta y un años. Había transcurrido mucho tiempo desde que explorase por última vez la palabra escrita, y la cultura entre la que me movía había sufrido unos cambios tremendos, unos cambios que me habían pasado totalmente inadvertidos porque mi visión era muy limitada. Entre junio y finales de noviembre de 1979, leí de cabo a rabo cientos de revistas. Aunque los fragmentos de información que absorbía abordaban temas muy amplios, había uno que dominaba: la familia.

La familia había vuelto con fuerza, estaba de moda, de hecho nunca había dejado de estarlo. Era el antídoto contra las nuevas cepas de enfermedades de transmisión sexual, contra el comunismo, el alcoholismo y la drogadicción, contra el aburrimiento, la desazón y la soledad. Músicos andróginos y predicadores fascistas y payasos negros musculosos con la cabeza medio afeitada al estilo de los indios mohawk y cadenas doradas proclamaban que, sin familia, estabas jodido. Los filósofos mediáticos decían que, en Estados Unidos, los años de desarraigo habían terminado y que la familia nuclear era el viejo-nuevo electorado, y punto. Todos anhelaban una familia, trabajaban, se esforzaban y se sacrificaban por ella. Todos volvían a casa para estar con la familia. La familia era lo que todos tenían, excepto la escoria que vagaba por el país sufriendo pesadillas y matando y llorando cuando algún idiota de imagen especular le ofrecía mamadas por un dólar. La falta de familia era la raíz de todos los males y de todas las muertes.

La ira hirvió en mí a fuego lento, chisporroteó, burbujeó y se coció durante todos esos meses de lectura, y Ross aparecía de vez en cuando para ofrecer comentarios como un coro de tragedia griega.

«Martin, si creyera que eso iba a ayudarte, sería tu familia… Pero ya sabes… la sangre es más espesa que el agua.»

«Lo que ocurre con la familia es que no podemos escogerla.»

«Lo que ocurre con una soledad como la tuya es que puedes tomar lo que quieras de cualquiera.»

«Ohhh, pobre Martin, su mamá tomaba pastillas y su papá se largó, y ese deficiente asqueroso lo ha hecho llorar. Ohhh.»

«¿No te dije en enero que te procurases otra identidad?»

Empecé a buscar una genealogía que usurpar. La revista People decía que los bares eran «los nuevos lugares de encuentro para solteros con ganas de encontrar pareja» y, como yo quería establecer contacto con un hombre para matarlo, sólo me servía ir a bares donde los hombres solteros quisieran encontrar pareja masculina. La revista Christian Times llamaba a esos lugares «antros de perversión sexual que deberían estar prohibidos por la constitución», y la verdad estaba probablemente en algún lugar entre los dos extremos. En cualquier caso, no me importaba. Y la idea de andar por bares de gays en busca de una nueva identidad era mi antídoto contra la voluntad de matar. Así pues, leí revistas de moda masculina, me compré ropa elegante y me metí de lleno en el ambiente, que, en una ciudad como Lincoln, situada en el feudo de los fundamentalistas protestantes, estaba formado por dos bares en la zona este de un barrio industrial.

Me impuse un plan estricto: sólo cuatro noches de búsqueda, salir de los bares a las 23.30 y estar en mi trabajo a medianoche las tres primeras noches. Los paseos fuera de ese horario sólo estarían permitidos la cuarta noche, la del viernes, que era cuando libraba. Si durante las cuatro noches no daba con nadie adecuado, abandonaría el plan. Un artículo de prensa que había leído mencionaba que, con frecuencia, los universitarios recorrían la «calle de los maricas» para hacer pintadas en los coches de los clientes de los bares, por lo que aparqué el Muertemóvil II a un kilómetro y fui caminando. No tenía que dejar huellas en la barra ni en los vasos, y debía procurar que nadie, excepto mis objetivos, me viera la cara.

Acudía bien organizado en cuanto a la precaución y al control, pero me faltaba preparación para las distracciones que encontraría, las variaciones sobre Ross y la gente de pelo rubio. Tommy's y The Place eran salas cochambrosas con largas barras de roble, diminutas mesas de hierro forjado y gramolas, tugurios con una música disco tan fuerte que era prácticamente imposible entablar una conversación. Sin embargo, estaban llenos de rubios clones de Ross Anderson: músculos compactos que sólo se desarrollaban con el trabajo físico, pelo corto, bigote de cepillo y ajustada ropa masculina: camisas Pendleton, Levi's gastados y botas de trabajo. Tardé dos noches, en las que me dediqué a beber soda en la barra mientras buscaba a un tipo alto y moreno como yo, en darme cuenta de que en ese antro de homosexuales de clase obrera -camioneros, albañiles y estibadores-los rubios eran tipos del este de Europa, con los pómulos prominentes y gélidos ojos azules. Constituían una subcultura para la que ni mis viajes ni mi reciente fiebre lectora me habían preparado y, como blanco anglosajón protestante de cabello moreno, vestido con polo y jersey de cuello redondo, me sentí totalmente desplazado. Había esperado encontrar tipos afeminados que se sentirían atraídos hacía mí como mariposas nocturnas a la llama y que serían eliminados con la misma facilidad. En cambio, me encontré con palurdos fornidos que no me pondrían fácil un mano a mano.

Así pues, me dediqué a beber soda durante dos noches, como un florero asexual en una fiesta de gays. Los hombres altos y morenos a los que localicé eran demasiado delgados o demasiado jóvenes para mí: mis ojos, que patrullaban constantemente, eran rechazados en cuanto contactaban con otros; los Ross y los clones rubios me ponían nervioso y me descubría toqueteando el vaso para tener algo que hacer con las manos. Me había concienciado de que podría asustarme y enfadarme y, probablemente, sentir tentaciones, pero ahora algo más se asentaba en mi interior, una suerte de corriente subterránea en la música que vibraba constantemente. Era como un peso que se parecía al dolor. Los hombres que me rodeaban, frívolos pero masculinos, me hacían sentir viejo y aturdido por mi historial de experiencias brutales.

Al principio de mi tercera noche de misión, descubrí por qué me evitaban. Me estaba lavando las manos en el baño cuando oí voces al otro lado de la puerta.

– Es un poli, te lo aseguro. Ha estado aquí y en el bar de al lado estas últimas noches, haciéndose el simpático… Pero se le nota.

– Lo que te pasa es que te ha entrado la paranoia porque estás en libertad condicional.

– ¡No, no me ha entrado nada! Pantalones de algodón y un suéter. ¡Qué pasado de moda! Es de Antivicio, seguro. Tú mismo, ya sabes a qué te arriesgas.

– ¿Y crees que lleva esposas y buen pistolón? -Se oyó una risita.

– Sí, guapo, eso seguro. Y también tendrá mujer y tres hijos, aparte de dedicarse a incitar delitos.

Las dos voces se rieron y luego guardaron silencio. Pensando en Ross y en cómo habría reaccionado a la conversación, volví a mi taburete en la barra. Me preguntaba si mi misión seguiría siendo factible cuando noté que alguien me tocaba el codo. Me volví y allí estaba yo.

– Hola.

Era la voz de mi admirador. Bajé del taburete, vi que medía prácticamente lo mismo que yo, pesaba lo mismo, cinco kilos más o menos, y nuestra edad coincidía, dos años arriba o abajo. Entorné los párpados y advertí que tenía los ojos castaños. Le di la espalda, limpié la barra del bar y el vaso con la manga y me volví de nuevo con la gracia de un modelo masculino.

– Hola -dije.

– Me gusta cómo te mueves -gritó el tipo para hacerse oír por encima de la música. Ross se movió por mi mente y dijo «mátalo por mí». Me llevé la mano a la oreja y señalé la puerta. El hombre captó la insinuación y salió, precediéndome. Cuando llegamos a la acera, eché un rápido vistazo alrededor por si había testigos. Como no vi nada salvo una calle fría y vacía, me convertí mentalmente en el sargento Anderson y dije:

– Soy agente de policía. Puedes venir conmigo a dar una vuelta por los trigales o a la comisaría. Tú decides.

– ¿Es una incitación a cometer un delito o una proposición?-preguntó casi-Martin, riéndose.

– Las dos cosas, encanto -respondí, riéndome como lo habría hecho Ross.

El hombre me pellizcó el brazo.

– Qué fuerte. Soy Russ.

– Yo, Ross.

– Russ y Ross, qué gracioso. ¿En tu coche o en el mío?

– En el mío -respondí, señalando calle abajo, donde esperaba el Muertemóvil II.

Russ se inclinó hacia mí con afectación, luego se apartó y comenzó a caminar. Yo me mantuve a su lado, pensando en entierros a medianoche y en si mi vieja pala sería capaz de hundirse en la tierra helada plantada de trigo. Russ permaneció en silencio y supuse que me estaba imaginando desnudo. Al llegar al Muertemóvil II, abrí la puerta, le pellizqué el brazo y él soltó un gruñidito de placer. La expectación y el regocijo se apoderaron de mí y, cuando me senté al volante, reventé de necesidad de conocer la historia de Russ/Martin.

– Háblame de tu familia -le pedí.

– Muy romántico, agente gay. -En esta ocasión le salió una risa burda y su voz fue un rebuzno del Medio Oeste.

Me enojó que me llamara «gay». Puse en marcha el coche, pisé el acelerador y dije:

– Soy sargento.

– ¿Forma parte de tus jueguecitos eróticos de policía gay? El segundo «gay» acentuó el tacto del 38 que llevaba en el cinturón y me contuvo de atacarlo.

– Exacto, encanto.

– Un hombre que me llama «encanto» puede oír mi relato de infortunio. -Russ tocó unas notas en una trompeta imaginaria, luego se rio y proclamó-: ¡Ésta es su vida, Russell Maddox Luxxlor!

El nombre completo me sentó como una declaración de libertad. El barrio industrial quedaba atrás, y en su lugar se abrían unas llanas praderas y un inmenso cielo estrellado.

– Cuéntamelo, encanto -cuchicheé, excitado.

– Bien, soy de Cheyenne, Wyoming. -El gangueo del Medio Oeste le salió teatral y socarrón-. Sé que soy gay desde siempre, y tengo tres hermanas encantadoras que me arroparon en los momentos más duros. Ya sabes, cuando la gente me criticaba y esas cosas. Mi padre es ministro de la Iglesia congregacionalista; es muy estricto, pero no tan fanático como los cristianos renacidos. Mi madre es como una hermana mayor y siempre me ha aceptado…

Debido a los tintes sexuales del monólogo, mi excitación se hizo desagradable y me produjo picor.

– Cuéntame más -pedí, conteniéndome para no gritar-. De Cheyenne, de tus hermanas, de cómo es tener un padre ministro.

– Pues imagínatelo -replicó Russ con una mueca-. En fin, Cheyenne era un aburrimiento y Molly es mi hermana favorita. Ahora tiene treinta y cuatro años, tres más que yo. Laurie es mi segunda favorita, tiene veintinueve y está casada con un granjero, un tipo nefasto que la maltrata; Susan es la pequeña, tiene veintisiete. Tuvo problemas con la bebida y se apuntó a Alcohólicos Anónimos. Papá es un buen tipo, no me juzga, y mamá dejó de fumar hace unos meses. ¡Oh, Dios, qué aburrido es esto!

Agarré el volante con más fuerza hasta que creí que los nudillos me iban a estallar.

– Cuéntame más, anda.

– Te morirás de aburrimiento. -El rebuzno decadente del muerto resonó en toda la cabina-. Mi familia aburriría a los corderos. Bueno, Susan es la más bonita y es dentista; Laurie es gorda y ha tenido tres enanos con su horrible marido, y yo soy el más listo y el más sofisticado y el más sensi…

– Enséñame las fotos que llevas en la cartera. -Pronuncié las palabras en el mismo momento en que se formaba la idea.

– Cariño, ¿no crees que estás llevando esto demasiado lejos?-preguntó Martin/Russ-. Tengo ganas de fiesta, pero todo esto me parece cada vez más raro.

Miré por el retrovisor, no vi nada excepto una oscura pradera, levanté el pie del acelerador y me detuve en la cuneta. El muerto me miró intrigado y yo saqué el 38 del cinturón y se lo puse delante.

– Dame la cartera o te mato.

La sacó del bolsillo trasero con manos temblorosas y la dejó en el salpicadero. Con manos tranquilas, dignas de Ross Anderson, dejé el arma en el regazo y busqué en los compartimentos de las fotos y las tarjetas de crédito. Al ver a tres jóvenes vestidas para la fiesta de graduación y a una pareja de novios de los años cuarenta, solté un bufido. Cuando encontré un permiso de conducir de Nevada sin fotografía, un carnet válido de reclutamiento y tarjetas Visa, American Express y Diner's Club, sonreí y le dije:

– Bájate.

Martin obedeció y se quedó junto a la puerta, temblando y murmurando plegarias. Me guardé la cartera en el bolsillo y me acerqué a él, al tiempo que saboreaba imágenes mentales de mis tres hermanas hasta que su hermano, a punto de ser excomulgado, se echaba a llorar. Entonces le clavé el cañón con el silenciador en la espalda.

– Camina -le ordené.

Lo llevé a sesenta y dos pasos exactamente, un paso por cada uno de los años de nuestra vida.

– Date la vuelta y abre la boca -exigí.

Obedeció, aunque le casteñeteaban los dientes; luego le metí el cañón y apreté el gatillo. El salto que dio hacia atrás casi me arrancó el arma de la mano, pero conseguí sujetarla.

El aire frío de la pradera me quemó los pulmones mientras me reorganizaba mentalmente. Pensé en buscar el casquillo, pero descarté la idea. El único asesinato que había cometido con la pipa de Ross había sido en Illinois hacía siete meses. Era imposible que relacionaran las muertes.

Me dirigía al Muertemóvil II en busca de la pala cuando vi los faros de un coche que se acercaba, procedente de Lincoln. Lo repentino de la aparición me sobresaltó, por lo que subí a la furgoneta, di un giro de ciento ochenta grados y me fui al trabajo. Llegué temprano y me pasé todo el turno memorizando las fotografías de mi nueva familia. Por la mañana las reduje a cenizas en el lavabo de hombres de la planta baja y, cuando tiré de la cadena sobre los restos ennegrecidos, supe que las caras habían quedado grabadas para siempre en mi banco de memoria.

18

«Para siempre» fueron once días.

Unos días felices, apacibles. Había ganado una familia con la que llenar vacíos de mi pasado y, aunque el cuerpo de Russell Luxxlor fue descubierto y ello me impidió robarle la identidad, continué teniendo a papá y a mamá y a Molly, Laurie y Susan como premios de consolación. Las tarjetas de crédito vendibles eran una ventaja añadida y decidí desprenderme de ellas cuando dejara Lincoln definitivamente, quince días después de la muerte, como había previsto.

La muerte de Luxxlor fue noticia en los medios locales y, según narraba un periódico, la policía especulaba con la hipótesis de que lo hubiesen matado para apoderarse de sus documentos de identidad; incluso se mencionó que me habían visto con él en el bar. De todos modos, no fui interrogado ni me inquieté; sería la comunidad homosexual la que soportaría el peso de la presión policial.

Así, durante once días, me moví en un mundo de fantasía realista, en el que no había violencia ni impulsos sexuales. Me reí con mi hermana favorita, Molly, y consolé a mi hermana Laurie cuando su marido la abroncaba; animé a Susan a que se mantuviera sobria y tomé el pelo a papá y mamá por su fervor religioso. Funcionaba con una mezcla compuesta por un 80 por ciento de fantasía y un 20 por ciento de un distanciamiento que conocía a qué estaba jugando el resto de mí. La proporción de los ingredientes se combinaba armoniosamente en mi interior y mi nueva familia se desenvolvía en mis sueños en un revoltillo que propiciaba que me parecieran conocidos de toda la vida.

La duodécima mañana después de la muerte, desperté y no logré recordar la cara de Molly. Ni exprimiendo la memoria fui capaz de recuperarla, y entregarme a tareas menores para aligerar mi mente no sirvió de nada. Al fantasear con otros miembros de la familia mi 20 por ciento de distanciamiento se amplió a más del 90 por ciento y, hacia el atardecer, cada vez que buscaba a Molly en mis recuerdos topaba con los rostros ensangrentados de antiguas víctimas femeninas.

Esa duodécima noche, fui presa del pánico.

La hermana Laurie empezaba a difuminarse y cargué todas mis pertenencias en el Muertemóvil II y me largué de Lincoln por la autovía Cornhusker. Recordé un artículo de periódico sobre la comunidad delictiva local y sus puntos de encuentro y me detuve en un bar de carretera llamado Henderson's Hot Spot. Allí intenté vender las tarjetas de crédito de Russell Luxxlor a dos hombres que jugaban al billar. Nervioso y crispado, no dije más que inconveniencias, de manera que acabé ahuyentándolos. Cuando fijaron en mí sus ojos impasibles y recelosos, corrí al Muertemóvil II y salí zumbando de Nebraska, a quince kilómetros por hora más del límite permitido.

El incidente me hizo caer en barrena y donde antes habría matado con atrevimiento para contrarrestar mis sentimientos de impotencia, ahora buscaba solaz, comodidad y saciar una curiosidad extraordinaria por ver cómo vivían otras personas.

Durante ocho meses, viajé poco a poco hacia el este. A veces me quedaba semanas seguidas en costosos moteles de carretera y exploraba el territorio local. Dormía en grandes camas blandas, veía televisión por cable y tomaba comidas caras que esquilmaban mis reservas de dinero. Los restantes miembros de mi familia de adopción desaparecieron de mi mente, uno detrás de otro, conforme yo cubría kilómetros en dirección este; para sustituirlos, recogía autoestopistas, los colocaba de marihuana y les pedía que me hablaran de sus familias. Cuando los dejaba marchar incólumes, después de haberme apropiado de su pasado en la habitual proporción 80/20, siempre me sentía un poquito más seguro, más a salvo. Ross empezó a resultarme una aparición lejana.

Entonces, el 80/20 se revolvió contra mí y se convirtió en un cien por cien de pesadilla.

Sucedió de pronto. Estaba durmiendo en la cama amplia y cómoda de un motel de Clear Lake, Iowa, y mi sueño estaba poblado de autoestopistas recientes, cuyos rostros iban cobrando nitidez paulatinamente. Mi expectación aumentaba al percatarme de que todos ellos eran rubios. Me acercaba a ellos y entonces advertía que llevaban pelucas empolvadas; a continuación, caía en la cuenta de que todos eran versiones infantiles de gente a la que había matado. Todos me mostraban unos colmillos largos y afilados y se lanzaban a mis genitales.

Desperté gritando. Al cabo de dos minutos, ya estaba de nuevo en la carretera.

Mientras huía de otra ciudad, volví a debatirme en un pánico inusitado.

Estuve despierto 106 horas seguidas; no me afeité; me corté el pelo. Fumé grandes pipas de mi propia marihuana, experimentando sus efectos por segunda vez; bajo su influencia, me reí atolondradamente y comí como un cerdo. Cuando, finalmente, comprendí que no podría seguir consciente, aparqué en una cuneta, pero lo único que conseguí fue que Ross Anderson se acurrucara a mi lado en mis sueños.

«Estás ablandándote, ablandándote, ablandándote cada vez más»;

«Estás ablandándote con la gente»;

«Estás ablandándote con la gente para no tener que matar»; «Si dejas de matar, morirás»;

«MATA A ALGUIEN ATRACTIVO POR MÍ»;

«MATA A ALGUIEN ATRACTIVO POR MÍ»;

«MATA A ALGUIEN ATRACTIVO POR MÍ»;

«MATA A ALGUIEN ATRACTIVO POR MÍ»;

«MATA A ALGUIEN ATRACTIVO POR MÍ.»

19

Al cabo de una semana de pesadillas, conocí a Rheinhardt Wildebrand y al final, soberbiamente revitalizado, lo maté sin un titubeo, pese a la admiración que me inspiraba su soberbia falta de atractivo.

El prólogo a mi abuelo simbólico fueron siete días de sueños intermitentes, en los que animales con las caras de las víctimas me increpaban y en los que Ross me incitaba constantemente a matar. Mi caída en picado estaba llegando a su nadir. Se me terminaba el dinero, la barba me crecía desigual y de un color incongruentemente claro, y el Muertemóvil II tenía problemas de motor, acompañados de ruidos chirriantes y de traqueteos que reflejaban mi propio diluvio interior/exterior. Al llegar a Benton Heights, Michigan, perdió un pistón y tuve que empujar la furgoneta hasta un taller cercano. Allí me gasté la mitad del dinero que me quedaba en un anticipo para que cambiaran las juntas y reparasen el motor. El jefe de mecánicos me tendió una lista pormenorizada de todos los problemas de la furgoneta y dijo:

– Has conducido muy mal, chico. ¿Nunca has oído hablar del cambio de aceite y de los líquidos de la transmisión? Has tenido mucha suerte de que no haya volado por los aires contigo dentro, joder.

Si el mecánico hubiera sabido…

En aquel momento, se trataba de encontrar un sitio donde instalarme y un trabajo para poder pagar la reparación del Muertemóvil. Con el 38 en el bolsillo, di un paseo por Benton Heights, que se alza sobre una plataforma rocosa que domina el lago Michigan, y la visión constante del agua oscura y encenagada me recordó a Bobbie Borgie, muerto en Evanston, a unos cientos de kilómetros al otro lado del lago. Sabedor de que su presencia me acosaría, subí a un autobús y fui a Kalamazoo, la ciudad grande más cercana.

Y allí, deambulando sin rumbo fijo por sus aledaños, me encontré con Rheinhardt. Yo salía de un supermercado con un paquete de leche cuando me vio y me soltó una de sus memorables sentencias:

– ¿Qué hace un subversivo como tú en un barrio tan aburrido como el mío?

– Ando en busca de víctimas -respondí, complacido por sus halagos. El tipo tenía un estilo brusco que me resultó simpático.

– Pues las encontrarás. -El viejo se rio-. Y eso que llevas en los pantalones ¿es un Colt o un Smith and Wesson?

Me miré el cinturón y vi que asomaba la empuñadura de la 38.

– Un Smith & Wesson Special -respondí, cubriéndolo para que no se viera.

– ¿Con un cañón tan largo?

– Es el silenciador -respondí, tras dudar un instante.

– ¿Y te lo has hecho tú?

– Sí.

– ¿Eres inventor?

– No.

– ¿Viajero?

– Sí.

– Yo soy inventor. Ven a mi casa. Tomaremos un trago y hablaremos.

Dudé de nuevo, pero el viejo insistió:

– No te tengo miedo, así que tú no debes tenérmelo a mí.

Lo seguí calle abajo hasta su casita de mazapán, un edificio viejo y algo rancio, lleno de recuerdos.

Y me quedé.

Años antes, el tío Walt Borchard me había aburrido con sus historias. Ahora, el abuelo Rheinhardt Wildebrand me cautivaba con las suyas. La dinámica de su relato resultaba simple: la necesidad de público de Borchard era indiscriminada, mientras que la de Rheinhardt era específica. Se estaba muriendo lentamente de una enfermedad cardiaca congestiva y quería que alguien tan idiosincrásico y solitario como él supiera lo que había hecho.

Así me convertí en su «sobrino», supuestamente motivado por las solapadas insinuaciones de Rheinhardt respecto a que me legaría sus bienes. En realidad, para mí aquella dinámica representaba un refugio. Mientras dormía en la casita de mazapán y escuchaba al viejo, no sufría pesadillas.

Rheinhardt Wildebrand había sido contrabandista durante la Prohibición y transportaba whisky en barca por los Grandes Lagos. Había vendido aparatos inventados por él a agentes del régimen de Hitler establecidos en Canadá, embolsándose el dinero, y luego había ofrecido la misma tecnología al ejército estadounidense. Había escondido a Dillinger en su casita de mazapán después del tiroteo entre el enemigo público número uno y la policía en el hostal Little Bohemia de Minnesota, y el Packard Caribbean de 1953 nuevo a estrenar que tenía en la calzada de acceso había sido un regalo del difunto dictador cubano Fulgencio Batista, en agradecimiento por unos favores. El mismísimo Meyer Lansky había subido el coche desde Miami.

Yo me creía aquellas historias al pie de la letra y Rheinhardt se creía las mías: que era un ladrón que robaba a mano armada y que había huido después de violar la libertad condicional y que había fallado un golpe en Wisconsin, donde había querido hacerme con la paga semanal de una empresa. Por eso, precisamente, compartía de buen grado su estilo de vida ermitaño; por eso toleraba que me creciera la barba irregular y mantenía la cara oculta de las insistentes miradas de los vecinos cuando hablábamos en el porche. Mi otra única mentira fue en respuesta a una pregunta directa que me hizo después de tomar un trago de Canadian Club.

– ¿Has matado alguna vez a un hombre?

– No -contesté.

Al cabo de dos semanas en su casita de mazapán, conocía las costumbres del viejo y sabía que iba a matarlo por la ventaja que me supondría apropiarme de ellas y utilizarlas. Guardaba varios miles de dólares en el sótano, y pensaba llevármelos. Compraba toda la ropa, los utensilios domésticos y los libros por catálogo, y pagaba con tarjetas Visa, American Express Oro y Diner's Club que tenían unos límites muy altos, mediante un cheque anual al 19,80 por ciento de interés de esos que a las compañías de crédito tanto les gusta. Como dichas compañías estaban acostumbradas a sus excentricidades, le vaciaría la cuenta enviando cuantiosos cheques falsificados por un año de futuras transacciones con las tarjetas, acompañados de notas falsificadas en las que declararía, en el inconfundible estilo de Rheinhardt, que «voy a hacerme a la carretera hasta que estire la pata y este cheque servirá para cubrir todos los posibles cargos, así no tendrán ustedes que importunarme». Limpiaría mis huellas de la casa, le daría un sedante al viejo, lo llevaría al lago Michigan, le pegaría un tiro y lo lanzaría al agua con un peso apropiado. Tardarían semanas en echarlo en falta y, para entonces, haría mucho que yo me habría marchado.

El plan era brillante, pero organizarlo destruyó mi afición por los relatos de Rheinhardt y las pesadillas regresaron.

Ahora eran los vecinos del viejo los que me atacaban, monstruos con pelucas empolvadas y dotados de poderes telepáticos. Sabían que iba a matar a Rheinhardt y decían que me dejarían escapar si les daba el dinero del viejo pirata. Yo me negaba y entonces adoptaban las caras de mis víctimas de Aspen, tentándome con la contención de la melodía de una big band: «¡Tengo un Karto-ffen en Kalamazoo! ¡Kalamazoo! ¡Kalamazoo! ¡Ka-lama-zoo-zoo-zoo!»

Nueve mañanas seguidas me desperté gritando y pataleando y agitando los brazos. De pie, pero aún soñando, cargaba contra los muebles de mi cuarto y volcaba sillas y mesitas de noche. La primera vez, Reinhardt acudió corriendo, preocupado. Luego, cada día se fue inquietando más y, a medida que las mañanas de pesadilla continuaban, éstas eclipsaban nuestras horas de contar historias. Finalmente advertí que la preocupación del hombre se convertía en disgusto. Yo no era el tipo duro que él había imaginado; Lansky y Dillinger me habrían considerado un mariquita y él también lo era por compartir sus secretos con alguien tan débil.

Rheinhardt pasó a contarme sus historias en un tono vago y Ross adoptaba los muchos rostros de sus personajes. Supe que había llegado la hora de cargarme al viejo o largarme de allí.

Como sabía que un episodio más de gritos y golpes en mi cuarto impulsaría a Rheinhardt a decirme que me marchara, desbaraté las pesadillas potenciales quedándome despierto para planificar. Al cabo de una noche sin dormir, había aprendido a imitar perfectamente la caligrafía del viejo; al cabo de dos, había escrito notas a Visa, Diner's Club y American Express. Mi tercera noche consistió en un viaje al lado sur de Kalamazoo, donde me agencié media docena de pastillas de Seconal de un gramo y medio. La cuarta noche, sucio, atontado, exhausto y aturdido por llevar 108 horas sin dormir, sería cuando atacaría.

Primero eché el Seconal en el vaso de leche con Canadian Club que Rheinhardt se tomaba antes de acostarse. Se lo bebió como cada noche y, al cabo de media hora, lo encontré dormido en el suelo de su habitación, con el pijama a medio poner. Lo dejé allí y recorrí la casa con un paño húmedo, limpiando todas las paredes y los muebles de las habitaciones en las que había estado. Después de haber destruido estas pistas básicas, bajé al sótano y me agencié el dinero de Rheinhardt, metiéndome los gruesos fajos de billetes en los bolsillos. Luego corrí los dos kilómetros cuesta arriba que llevaban a la terminal de autobuses de Kalamazoo y cogí el último autobús nocturno a Benton Heights, sin que me sobrara ni un minuto. Una hora más tarde, y con ochocientos dólares de Wildebrand menos, me hallaba sentado al volante de un Muertemóvil II que ahora circulaba suave como la seda, dirigiéndome de nuevo a la casita de mazapán.

Cuando volví a entrar en el edificio fue como si me frotaran las terminaciones nerviosas con papel de lija y el corazón empezó a latirme con tanta fuerza que temí que me estallara en pedazos antes de completar el asesinato. Notaba un nudo en la garganta, las manos me temblaban y el sudor me zumbaba en la piel como si yo fuera un cable cargado. Lo único que me impidió implosionar fue la necesidad de concentrarme en no tocar nada.

Subí corriendo los peldaños que llevaban al dormitorio de Rheinhardt. Éste seguía en el suelo y una venita que le palpitaba en el cuello me indicó que aún estaba vivo. Fui a mi habitación, cogí las tres cartas a las compañías de las tarjetas de crédito y volví al cuarto del viejo para registrar el escritorio y el armario en busca de los talonarios de cheques.

– ¡Impostor! -oí, cuando iba a cogerlos, y al volverme vi que Rheinhardt me apuntaba con un rifle de dos cañones-. ¡IMPOSTOR!

Nos acercamos el uno al otro. Agarré el 38 por el cañón y lo saqué del cinto. Rheinhardt apretó los dos gatillos. Los percutores golpearon las dos cámaras vacías y él me sonrió antes de caer muerto a mis pies. Al cabo de otra hora, en un saliente rocoso que dominaba el lago Michigan, le di la ejecución formal que su dignidad merecía: dos disparos en la cabeza y una sepultura. Con su legado en la guantera, me largué cumpliendo el límite de velocidad de cincuenta kilómetros la hora y sintiéndome fresco y descansado. Pensé en Ross y murmuré:

– Mira, papá, no temas.

Y seguí buscando a alguien con documentos de identidad apropiados a quien dar muerte.

20

Las siguientes máximas conforman un sumario de los meses posteriores y describen epigramáticamente ciertos peligros inherentes a rondar por Estados Unidos matando gente:

«Busca y encontrarás.»

«Es el viaje, no el destino.»

«Cuidado con lo que deseas.» «Puedes huir, pero no esconderte.»

El hombre perfecto apareció tambaleándose delante de mi parabrisas en un tramo desierto de la U.S. 6, al este de Columbus, Ohio, una tarde de abril de 1981. Al cabo de diez kilómetros, ya había oído toda la historia de su vida: las desavenencias familiares, los hurtos en tiendas, los robos, los reformatorios, la cárcel, la libertad condicional y la búsqueda del «gran golpe». Al anochecer, nos desviamos de la carretera para compartir una botella que yo aseguré tener y, momentos después, le pegué dos tiros en la cabeza. En los bolsillos encontré documentos de identidad pertenecientes a William Robert Rohrsfield, nacido un mes después que yo y que pesaba tres kilos más: lo único que nos diferenciaba. Enterré a Martin Plunkett bajo el duro suelo cerca de la Interestatal y me convertí en Billy Rohrsfield. La ironía de transformarme en un colega ladrón, combinada con el crédito infalible del abuelo Rheinhardt, me hicieron sentir relajado, engreído y elegante. De allí pasé a una euforia muda e insomne que era como un billete de ida permanente a Panacealandia, a la Ciudad de la Abundancia, a la Gran Satisfacción. De haber sido capaz de articular palabra en mi trance, me habría dicho a mí mismo que, a los treinta y tres años, todas mis necesidades estaban cubiertas, había alcanzado todos mis destinos, había saciado todas mis curiosidades y deseos. Y en lugar de aplicar los ingeniosos epigramas espirituales con los que arranca este capítulo, habría exhibido el ethos de un jugador de Las Vegas en racha: «Lo he conseguido.»

Pero sucedió algo.

Acababa de cruzar la frontera entre Ohio y Pennsylvania cuando me vi arrancado de la cabina del Muertemóvil. Transportado por los aires, tuve una visión del cielo azul, de la U.S. 6 y de la furgoneta continuando sin mí. Después, volví a estar en la cabina, zigzagueando a un lado y otro de la línea discontinua amarilla; después, rocé una valla metálica en la cuneta derecha; después, frené y me di con la cabeza en el parabrisas.

Cuando pasó el susto, rompí a llorar. «Demasiados días de dormir poco», me dije entre lágrimas. «Sé bueno contigo mismo», añadió otra voz. Dije que sí con el acento alemán que ponía cuando usaba las tarjetas de crédito de Rheinhardt Wildebrand, seguí conduciendo muy despacio hasta un motel y dormí.

La mañana siguiente, lo primero que encontré al despertar fue una perfecta imagen mental de mi «hermana», Molly Luxxlor, perdida desde diciembre de 1979. Lloré de gratitud y entonces recordé que era Billy Rohrsfield, no Russ Luxxlor, y que la hermana de Billy, Janet, era una arpía que maltrataba a los hijos. Molly se esfumó y ocupó su lugar un facsímil de Janet, con rulos en el pelo y un rodillo de amasar en la mano. Me reí de mis lágrimas, me afeité, me duché y me dirigí a la recepción del motel para devolver la llave. El encargado me despidió con un «Auf Wiedersen, Herr Wildebrand», y escapé del saludo a la carrera para montar en el Muertemóvil II, directo a otro vuelo por los aires.

Aerotransportado, vi carteles de viales y anuncios de los Jook Savages y de Marmalade; aterrizado en el asiento del conductor, vi a los sheriffs del condado de L. A. cacheando a un joven asustado. Al principio, éste se asemejaba a Billy Rohrsfield; luego, se pareció a Russ Luxxlor. Después me instalé automáticamente en mi juego 80/20 por ciento fantasía-distanciamiento y vi lo que sucedía.

Puedes huir, pero no esconderte.

Mi primer impulso lúcido fue destruir las tarjetas de crédito de Wildebrand y los documentos de identidad de Rohrsfield. Un segundo pensamiento, más lúcido, me detuvo: deshacerme de tan valiosas herramientas sería un reconocimiento implícito de que no era capaz de controlar mi propia personalidad. Una tercera idea, más persuasiva, se impuso a partir de ahí: eres Martin Plunkett. Seguí camino y, detrás de la letanía que me permitía sujetar el volante con firmeza y mantener el Muertemóvil II a unos constantes 80 por hora, se acumularon colores. Las palabras eran «Soy Martin Plunkett» y los colores me decían exactamente lo mismo que en San Francisco en 1974.

Aterricé en Sharon, Pennsylvania, logré articular palabra más allá de la letanía y tomé el control de mi destino. Los días de colores me habían infundido lucidez y me habían dado el coraje para aceptar ciertas cosas y para llegar a conclusiones sobre cómo restaurar el orden en mi vida. Antes de hacer una declaración formal al respecto al aire estival, quise dejar resueltos los asuntos prosaicos de volver a situarme y compré tres habitaciones llenas de mobiliario de precio medio con la tarjeta Visa de Rheinhardt Wildebrand y alquilé un piso de tres habitaciones en el lado oeste de la ciudad, utilizando el nombre de William Rohrsfield. Los juegos malabares con las dos identidades falsas no me produjeron momentos de esquizofrenia ni de euforia perturbadora y, cuando estuve a solas en mi nueva casa, hice la declaración:

«Desde Wisconsin, no has hecho más que huir de tu singular vena de sexualidad, de naturaleza guerrera; has estado huyendo de antiguos miedos y de viejas indignidades, con lo cual has experimentado alucinaciones casi psicóticas; has perdido la voluntad de matar fríamente, brutalmente y con tus propias manos; matar simple y anónimamente te ha convertido en una no entidad, te ha privado de tu orgullo y ha relajado tus costumbres. Te has convertido en un ser acomodaticio de la ralea más despreciable y el único modo de invertir esta tendencia es planificar y llevar a cabo una serie perfecta, metódica y simbólicamente exacta de asesinatos sexuales.

»Puedes huir, pero no esconderte.»

Cuando terminé la confrontación conmigo mismo, me caían por las mejillas unas lágrimas de alegría y lloré sobre el objeto que tenía más a mano: una caja de cartón llena de platos y utensilios de cocina.

Durante los cuatro meses siguientes, me hice con los elementos simbólicos que necesitaba: carteles de líneas aéreas y anuncios de rock idénticos a los que adornaban las paredes del picadero de Charles Manson en 1969, un juego de herramientas de ladrón y un equipo de maquillaje de teatro. La tecnología de las cerraduras había mejorado desde mis tiempos de ratero, así que compré e instalé una serie de cerrojos que abarcaban el nuevo abanico tecnológico, y ensayé la forma de neutralizarlos. Horas de práctica delante del espejo del baño me hicieron experto en maquillaje y en narices postizas, que me proporcionaban unos rasgos no-Martin Plunkett, y conforme avanzó el verano en mi ciudad de acero, lo único que quedó por hacer fue encontrar a las víctimas perfectas.

Fue más fácil decirlo que hacerlo.

Sharon era una población industrial tosca, de composición étnica básicamente rusa y polaca, y de estilo de vida tosco. Por la calle se veían muchos rubios que proyectaban auras de «mátame», pero después de andar todo un verano deambulando en busca de una pareja rubio-rubia, no conseguí nada más que dolor de ojos. Para combatir la frustración y mantenerme en contacto con la realidad mientras me dedicaba a ello, di otro paseo por la cultura popular, por cortesía de People y Cosmopolitan.

La familia todavía constituía un gran tema, como la religión, las drogas o la política de derechas, pero lo que parecía estar haciendo furor entre los norteamericanos era la forma física. Los gimnasios eran lo último en «nuevos lugares de encuentro» para solteros; el cuidado del cuerpo había generado el «nuevo narcisismo», y el equipo y las técnicas de musculación habían progresado hasta el punto de que un gurú del «nuevo fitness» declaraba que las sesiones de levantamiento de pesas eran «el nuevo servicio religioso», mientras que las máquinas de tonificación muscular se habían convertido en «los nuevos tótem, objetos de culto, porque liberan en todos nosotros la perfección física divina». Toda aquella locura apestaba a la excusa de los que quieren resultar atractivos para follar con los de clase superior, pero si era allí donde se reunían los guapos…

En Sharon había tres gimnasios: el Now & Wow Fitness, el Co-Ed Connection y el Jack La Lanne European Health Spa. Una serie de llamadas por teléfono me puso al corriente de sus respectivas virtudes: el centro de Jack La Lanne era para levantadores de pesas que iban en serio; los otros dos eran tugurios de ligoteo donde hombres y mujeres hacían ejercicio con equipamiento Nautilus y tomaban saunas juntos. Mis tres interlocutores telefónicos me invitaron con voces estimulantes a acercarme por su local para una «sesión introductoria gratuita» y acepté la oferta de los dos últimos.

Now & Wow Fitness, en palabras del aburrido hombre de color que me entregó una toalla y un «equipo cortesía del gimnasio» a la entrada, era «un eliminagrasas. Todas las chicas polacas quieren estar delgadas para deslumbrar a algún obrero de una fábrica de acero y, en cuanto se casan, vuelven a engordar a base de comer». Las dos salas llenas de mujeres rechonchas en mallas de colores pastel confirmaban la opinión del hombre y me largué de inmediato. «Ya se lo dije», comentó cuando le devolví la toalla y el equipo de gimnasio, sin estrenar.

El Co-Ed Connection, a una manzana del anterior, desde el primer instante me produjo la sensación de ser un filón. Todos los coches del aparcamiento eran últimos modelos ostentosos, a juego con los instructores de ambos sexos que esperaban en el vestíbulo para recibir a los posibles futuros miembros. Armado de nuevo de toalla y el consabido «equipo de ejercicio», me condujeron a una sala del tamaño de un campo de fútbol llena de relucientes aparatos metálicos. Sólo unos cuantos hombres y mujeres se esforzaban bajo poleas y barras, y la instructora, al reparar en mi mirada, comentó: «La hora punta a la salida del trabajo empieza dentro de un rato. Es la locura.»

Asentí; la esbelta joven sonrió y me dejó a la entrada del vestuario de hombres. El esbelto joven asistente que encontré dentro me asignó una taquilla y me cambié de ropa. Me puse los pantalones cortos de gimnasia y una camiseta que llevaba grabado el logo del Co-Ed Connection: una esbelta silueta masculina y una esbelta silueta femenina asidas de las manos. Estudié mi aspecto en uno de los numerosos espejos de cuerpo entero del vestuario y vi que yo era más robusto que esbelto, más tosco que estilizado. Satisfecho, crucé la puerta y me puse a levantar pesas.

Me sentí a gusto y me complació comprobar que todavía era capaz de levantar ciento diez kilos veinte veces. Me moví de máquina en máquina experimentando agradables dolores, entrando en sincronía con el rechinar del metal, el siseo de las poleas y el olor de mi propio sudor. La sala empezaba a llenarse y pronto habría colas delante de los diversos aparatos. Machos de poderosa presencia daban estímulo a mujeres de similar poderío que levantaban pesas, hacían flexiones y trabajaban en las máquinas a mi alrededor, y me sentí un visitante de otro planeta que asistía a los pintorescos rituales de apareamiento de los terrícolas. Entonces los vi a ELLOS, dejé de hacer cargas de hombros y me dije: «Muertos.»

Eran hermanos, no cabía duda. Los dos enfundados en uniformes púrpura satinados de monitor, los dos rubios y con unas figuras soberbias que seguían los cánones clásicos masculino/femenino, los dos algo más que fatuamente guapos, transpiraban una larga historia de intimidad familiar. Viéndoles instruir a un esmirriado adolescente acerca de una de las máquinas, observé que los gestos de uno se acomodaban a los del otro. Cuando él bajó una mano como si diera un tajo para subrayar lo que decía, ella repitió el movimiento, aunque con más suavidad. Cuando él levantó las palmas rectas para mostrar cómo funcionaban las poleas, ella lo imitó, un poco más despacio. Estudiándolos, enseguida comprendí que mantenían relaciones incestuosas y que esto era lo único de lo que nunca hablaban.

Desmonté de la máquina de cargas de hombro y me dirigí al vestuario. Sudando -en esta ocasión, de regocijo- me quité el atuendo de gimnasia y me vestí de calle; entonces, volví a la zona de ejercicio. Los hermanos explicaban el desarrollo muscular a un grupo cerca de la cinta de andar, señalándose mutuamente laterales y pectorales, al tiempo que sus dedos tocaban los puntos que indicaban. Al tocar los mismos puntos de mi propio cuerpo, sentí que mis músculos doloridos vibraban y que, luego, latían con la palabra «Muertos». A la entrada de la sala había un tablón con las fotografías y nombres de los instructores del club. George Kurzinski y Paula Kurzinski sonreían, uno al lado del otro, desde la fila superior. Programé su muerte para nueve meses después: el 5 de junio de 1982, fecha en que se cumplirían catorce años del día que vi a mi primera pareja haciendo el amor. Al salir del Co-Ed Connection, puse en marcha mi cronómetro mental. Complacido con el sonido de sus resortes en movimiento, dejé que corriese mientras activaba mi plan paso a paso.

Tic tic tic tic tic tic tic tic tic.

Septiembre de 1981:

Averiguo que los Kurzinski viven juntos, duermen en habitaciones separadas y visitan a su madre viuda en el sanatorio todos los domingos. Tic tic tic tic.

Noviembre de 1981:

La vigilancia desplegada revela que Paula Kurzinski duerme en casa de su amigo los miércoles y viernes; esas noches, la novia de George Kurzinski duerme con él en el piso de los hermanos. Tic tic tic tic tic.

Enero de 1982:

Consigo el plano del piso de los Kurzinski en la Oficina de Planificación Urbanística de Sharon. Tic tic tic tic tic tic. Febrero de 1982:

Me hago experto en abrir cerraduras idénticas a la deslustrada Security King de la puerta del piso de los Kurzinski. Tic tic tic tic.

Abril de 1982:

Me procuro disfraz, drogas y armas; trazo una ruta de huida y cuatro alternativas. Tic tic tic tic tic tic tic tic.

15 de mayo de 1982:

Realizo con éxito una inspección del piso de los Kurzinski. Guardo armas blancas auxiliares bajo las alfombras del dormitorio y del salón. Encuentro una Beretta de calibre 25, cargada, en el cajón superior de la cómoda de Paula. Localizo un revólver Smith & Wesson del 32, cargado, bajo el colchón de George. Tic tic tic tic tic.

28 de mayo de 1982:

Segunda inspección del piso de los Kurzinski. Cargo cartuchos de fogueo en las dos armas; como seguridad añadida, fuerzo los percutores dos milímetros a un lado para asegurarme de que las armas no disparen como es debido.

Tic

Tic

Tic

Tic

Tic

Tic

Tic

Tic

Tic…

Del Law Enforcement Journal del 30 de mayo de 1982:

UN GRUPO ESPECIAL DEL FBI «ATACARÁ»

A LOS ASESINOS EN SERIE MEDIANTE

UN PLANTEAMIENTO ESTRATÉGICO DIVERSIFICADO

Quantico, Virginia, 15 de mayo:

Los fenómenos delictivos, por antiguos que sean, no quedan realmente certificados hasta que reciben un nombre. Los términos «asesino en masa» y «asesino aleatorio» forman parte de la jerga policial y del lenguaje corriente y se emplean para designar, respectivamente, a gente que mata a más de una persona en un único acceso de violencia y a los que (casi siempre hombres) matan sin razón aparente. A partir de revelaciones recientes, y principalmente del caso Ted Bundy (ver L. E. J. 9/10/81), se ha acuñado un nuevo término, una expresión de moda, que parece haber cautivado la imaginación humana. El FBI, conocedor del problema desde hace algún tiempo, será probablemente el medio que populizará dicho término, pues se dispone a ser la primera agencia de seguridad nacional que «ataque» concertadamente al tipo de criminales al que hace referencia: los Asesinos en Serie.

Según el inspector del FBI Thomas Dusenberry, el asesino en serie se define como: «Un homicida que mata repetidamente, eligiendo una víctima o grupo de víctimas cada vez. El prototipo de asesino en serie es un varón, blanco, de inteligencia superior a la media y de entre veinticinco y cuarenta y cinco años. Lo anterior es una constante, mientras que todo lo demás relacionado con este tipo de homicida difiere, por lo que resulta muy difícil detenerlos.

»Para empezar, los asesinos en serie suelen cambiar su modus operandi para adecuarse a la víctima en cada ocasión. Pueden matar a una persona por gratificación sexual y a otra por dinero. Pueden estrangular a una y matar a tiros a otra. Se sabe de asesinos en serie que han violado a media docena de sus víctimas femeninas y, a continuación, han ignorado sexualmente a otra media docena.

»Además, estos hombres tienden a viajar y a deshacerse de sus víctimas de modo que no se encuentren los cuerpos. Aparte de la compleja psique del asesino en serie y de los cambios en el modus operandi, su estilo de vida errabundo contribuye a que resulten tan escurridizos, pues aprovechan las deficiencias en la comunicación entre los cuerpos de seguridad.

»En este país hay cincuenta estados, a los que sirven incontables cuerpos policiales. La comunicación entre cuerpos dentro de cada estado hace ya bastante tiempo que es la adecuada, en cuanto a identificaciones. En cambio, la comunicación de información entre diversos estados se halla en una situación lamentable y constituye la principal dificultad en la investigación de posibles correspondencias entre diversos homicidios y desapariciones.»

Así pues, ¿cómo se propone afrontar el problema este nuevo Grupo Especial del FBI contra los asesinos en serie?

Según el inspector Dusenberry, «cuando un asesino cruza una frontera estatal después de cometer un homicidio, se convierte en delincuente federal. Así pues, lo que haremos será comparar en el ordenador los datos estadísticos de homicidios y desapariciones sin resolver de los cincuenta estados durante los últimos diez años. Si se establecen vínculos entre crímenes cometidos en diferentes estados, solicitaremos a los cuerpos policiales correspondientes los expedientes completos de los casos y mantendremos comunicación telefónica con los agentes que realizaron tales investigaciones. Tendremos registros comparativos de modus operandi, de pruebas materiales, de probabilidades circunstanciales y de media docena de características más, recogidas de los informes realizados por los psicólogos forenses adjuntos al Grupo Especial. Es probable que de toda esta información surjan pautas y sobre ellas plantearemos hipótesis que nos lleven a iniciar investigaciones concretas, de las que se encargarán experimentados agentes de la División Criminal».

Este Grupo Especial ocupa hoy un ala entera de un edificio del complejo de la Academia del FBI en Quantico. Los despachos están abarrotados de resmas de papel en blanco, de escritorios y terminales de ordenador conectadas a un superordenador central que recoge datos de las policías de los cincuenta estados. Conocido por los agentes como «Sally Serie», este cerebro artificial será el punto de partida de todas las posibles investigaciones. Programada ya con datos de veintisiete casos resueltos de asesinos en serie, «Sally Serie» contará con la ayuda de media docena de destacados psicólogos forenses con amplia experiencia de campo, tres patólogos forenses especialistas en indicios criminales y cuatro agentes de la división criminal, hombres con quince años de experiencia y bien relacionados con el Buró, que serán los encargados de rastrear vínculos, conexiones y pistas.

«Estoy impaciente por empezar -declaró a L. E. J. el inspector Dusenberry, de 47 años, agente al cargo del Grupo Especial-. Ya he leído un informe preliminar sobre el tema. Resulta un asunto deprimente y las cifras son pasmosas. Un hombre de Alabama mató a veintinueve mujeres en dos años; Gacy, en Chicago, mató a treinta y tres. Está nuestro amigo Ted Bundy, por supuesto, y luego tenemos las estadísticas de niños desaparecidos y presumiblemente asesinados. Éstas son más que pasmosas. La policía de Anchorage, Alaska, tiene un sospechoso al que acusa de sesenta y una muertes, perpetradas en un plazo de dieciocho meses. El dolor que todo esto implica es pasmoso y creo que el problema de los asesinos en serie es la prioridad principal de las fuerzas de seguridad en Estados Unidos.»

El inspector Dusenberry, que ingresó en el FBI en 1961, es licenciado en Derecho por la Universidad de Notre Dame y cuenta con dieciséis años de experiencia en la División Criminal, dedicados principalmente a investigaciones de robos a bancos. Casado y padre de un chico y una chica, los dos universitarios, se alegra de que la asignación al Grupo Especial haya llegado en un momento de su vida en que sus hijos ya son mayores y su mujer ha vuelto a la facultad para sacar un título avanzado en Historia del Arte. «Tendré que dedicar muchas horas a ello -declaró a L. E. J.-. Mis hijos y mi mujer van a clase, y la naturaleza burocrática del trabajo me facilitará mucho la labor. Si pasara tanto tiempo en la calle, haciendo investigaciones de robos, me preocuparía que ellos se preocuparan por mí.»