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Fin de la cuenta atrás.
00.16 de la madrugada, 5 de junio de 1982.
Introduje la ganzúa en el cerrojo del apartamento de los Kurzinski. Noté que cedía levemente y empujé la puerta justo hasta donde sabía que la cadena la frenaría. Oí un chasquido y el tintineo de la cadena al tensarse, tiré de la puerta hacia mí para dejar la cadena floja y la hice saltar con el mango del cincel. El extremo suelto golpeó el marco y oí un inconfundible sonido procedente de la habitación de George Kurzinski: estaba amartillando su revólver del 32.
Cerré la puerta con cuidado y anduve a tientas por la sala a oscuras. Luego me arrimé a la pared opuesta, junto al pasillo, al lado del interruptor de la luz. Solté el hacha que llevaba colgada de mi cinturón para herramientas, la empuñé y esperé a oír pasos que se acercaban. Cuando capté el primero de ellos, me estremecí. Desde el dormitorio de George Kurzinski hasta donde yo estaba había exactamente nueve pasos, exactamente el número de segundos que le quedaba a su vida.
Los crujidos se oyeron más cerca y, al noveno paso, encendí la luz y descargué a ciegas un hachazo hacia el pasillo. El impacto y la rociada de sangre me indicaron, incluso antes de ver al muerto, que había alcanzado el objetivo. Avancé un paso, oí gorgoteos líquidos y noté que una mano fuerte tiraba de la hoja. Miré hacia el vestíbulo y allí estaba George Kurzinski, apoyado en una pared, intentando hacer con una mano un torniquete para detener la hemorragia del tajo que le abría el cuello de lado a lado. Trataba de gritar al mismo tiempo, pero la laringe seccionada no se lo permitía.
La sangre me salpicó el mono de trabajo de plástico negro; un chorro me alcanzó la cara y chupé el reguero que me bajó a los labios. George cayó al suelo, alzó la pistola y me disparó seis veces. Con el chasquido del último tiro fallado oí un débil «¿Georgie?, ¿Georgie?», procedente del dormitorio de Paula y, después, el ruido del cajón de la cómoda que la hermana abría en busca de su Beretta. Dejé a George agonizando en el vestíbulo y me aproximé al fascinante ruido metálico de una bala de fogueo al introducirse en la recámara para no conectar jamás con la aguja del percutor.
Paula me saludó desde la cama. Con orgullo y fuego en los ojos me soltó una advertencia estilo serie de televisión:
– No te muevas, mamón.
Desobedecí y me fui acercando a ella despacio, enseñando los colmillos como cuando la Sombra Sigilosa y Lucretia salían a por combustible. Paula apretó el gatillo y no ocurrió nada. Movió la guía y disparó de nuevo. Sonó otro clic. Miré los músculos de su cuello en busca del grito que estaba a punto de llegar y, saltando encima de ella, dije:
– Soy invulnerable.
Paula se resistió como una gata panza arriba, toda rodillas y codos, pero la agarré por el cuello en el preciso instante en que de sus labios surgía finalmente la primera sílaba de «madre». Apreté con todas mis fuerzas y vi colores. La mordí en el cuello con todas mis fuerzas y me corrí. Cuando se quedó flácida, la agarré por un tobillo y la hice girar por la habitación en círculos perfectos sin permitir que sus extremidades tocasen las paredes. Cuando dejé su forma laxa en la cama, sentí que mis indignidades pasaban a su cuerpo, un-dos-tres, con la misma naturalidad que un apretón de manos.
Puse mi reloj mental a las tres de la madrugada, saqué del bolsillo interior del mono los carteles de compañías aéreas y de conciertos de rock, y a continuación me miré en el espejo de la pared. Me devolvieron la mirada los rasgos severos y aguileños de la Sombra Sigilosa. Mi arte de maquillador era extraordinario, aún sin viñetas de El Hombre Puma como ayuda visual. Autotransformado, validado por la sangre, por fin el único álter ego que contaba, encontré unas chinchetas en la cocina y fijé los carteles a las paredes de la sala. Luego, hundí mis manos cubiertas con los guantes quirúrgicos en la sangre de George Kurzinski y escribí en la pared, encima de su cuerpo: «La Sombra Sigilosa Vencerá.» Diez minutos antes, al entrar en el apartamento, era un muchacho-hombre de treinta y cuatro años que esperaba resolver una crisis de identidad; al marcharme, me había convertido en un terrorista.
TITULARES:
Del Philadelphia Inquirer, 7 de junio de 1982:
HERMANOS BRUTALMENTE ASESINADOS
EN UN APARTAMENTO DE SHARON
Del Sharon News-Register, 7 de junio de 1982:
BRUTAL DOBLE HOMICIDIO CONMOCIONA A LA CIUDAD;
LOS AMIGOS Y LA FAMILIA, DESOLADOS
Del Philadephia Post, 10 de junio de 1982:
SIN PISTAS EN LOS BRUTALES ASESINATOS DE SHARON:
LA POLICÍA CREE QUE UN «MENSAJE DE SANGRE»
ES «LA CLAVE DEL MISTERIO»
Del Sharon News-Register, 13 de junio de 1982:
EL FUNERAL DE LOS KURZINSKI CONGREGA A UNA MULTITUD;
LOS GIMNASIOS LOCALES CIERRAN EN SEÑAL DE LUTO
Del Philadelphia Inquirer, 17 de junio de 1982:
AÚN SIN PISTAS DE LOS ASESINATOS DE SHARON;
LA CIUDAD DEL ACERO VIVE INDIGNADA Y ATERRORIZADA
Del Philadelphia Post, 19 de junio de 1982:
EL MÓVIL DEL ASESINATO DE LOS KURZINSKI SIGUE
DESCONCERTANDO A LA POLICÍA:
ABUNDAN LAS FALSAS CONFESIONES
Del Sharon News-Register, 14 de Julio de 1982:
SE FORMAN PATRULLAS CIUDADANAS PARA DAR CAZA
AL ASESINO DE LOS KURZINSKI
Del Sharon News-Register, 1 de agosto de 1982:
EL ASESINATO DE LOS KURZINSKI DESENCADENA UNA OLEADA
DE PÁNICO: UNA MUJER DISPARA A SU MARIDO POR ERROR
Del Sharon News-Register, 8 de diciembre de 1982:
TODAVÍA NO HAY PISTAS DEL ASESINO DE LOS KURZINSKI
Del Sharon News-Register, 6 de enero de 1983:
EL CASO KURZINSKI CONTINÚA DESCONCERTANDO
A LA POLICÍA LOCAL
Del Sharon News-Register, 11 de marzo de 1983:
UN AÑO DESPUÉS, EL CASO KURZINSKI SIGUE ABIERTO;
SHARON AÚN LLORA A LOS HERMANOS
Del Sharon News-Register, 14 de mayo de 1983:
EL RASTRO DEL ASESINO DE LOS KURZINSKI SE HA PERDIDO,
RECONOCE EL COMISARIO DE POLICÍA
Del Sharon News-Register, 20 de mayo de 1983:
LA POLICÍA NO REVELARÁ LA «PISTA DE LA SANGRE»
EN EL CASO KURZINSKI. «HAY QUE CONSERVAR
LA ESPERANZA», DICE EL COMISARIO
Del diario del inspector Thomas Dusenberry, del Grupo Especial del FBI contra Asesinos en Serie:
2215/83
Genio y figura, empiezo a escribir este diario un año más tarde de lo que me había propuesto. Si Carol no estuviese fuera, estudiando a esos floridos tipos del Renacimiento con universitarios a quienes dobla la edad, la tendría detrás de mí, observando lo que escribo. Y al ver la frase con la que empieza el diario, comentaría: «Como en todo lo demás de tu vida personal, querido.» Genio y figura, y yo no sabría si se trataba de una pulla o de una expresión de amor, porque Carol es un poco más lista que yo y mucho más competente en todo, salvo en dar caza a delincuentes y en ganar dinero. Y si alguna vez decidiera mover el culo (que, a los 44 años, conserva túrgido y curvilíneo) y se dedicara al negocio inmobiliario, también me superaría en lo segundo. Y si Mark y Susan decidieran dejar los estudios y convertirse en delincuentes, mejor ni pensemos en lo que pasaría.
Volviendo la vista atrás, hace unos diez años, inmediatamente después de la muerte de Hoover, todos los agentes en cautividad empezaron a escribir sus memorias. Alguna incluso llegó a publicarse. Todas estaban llenas de fantasías, de autobombo y de anécdotas sobre el Gran Hombre, al que el autor conocía de oídas. Yo envidiaba a los que habían conseguido publicar, pero me enfurecía que se calificaran de liberales sensatos, cuando la mayoría estaba más a la derecha que el típico dictador de república bananera que grita consignas anticomunistas y trafica con cocaína. Los miraba a ellos (diez mil, veinte mil dólares en concepto de anticipo, derechos de autor, versiones para películas y la gloria por algo que yo siempre he creído que podía hacer bien) y luego me veía a mí, viviendo por encima de mis posibilidades para compensar de alguna manera a mi familia por hacerla ir de acá para allá con mis cambios de destino y diciéndole a Carol: «No busques trabajo, cariño. Daré más clases en otra escuela nocturna», y pensaba: «Mierda, llevo años deteniendo a atracadores de bancos; escribiré un libro y ni siquiera mencionaré a J. Edgar.»
Pero la verdad es que los atracos a bancos son un aburrimiento, a menos que sientas una satisfacción personal al meter entre rejas a los atracadores. Yo la siento y éste es el quid de la cuestión. A los cabrones los detienen los departamentos de policía municipales y nosotros entramos en acción cuando ya se han inculpado. 0 bien, como criaturas previsibles que son, con unas pautas de conducta bien establecidas, van a donde sabemos que irán y entonces los pillamos. Aunque resultase satisfactorio en el plano personal e incluso a veces excitante, la mayor parte de mi trabajo consistía en leer informes en la oficina y en pensar adónde irían aquellos cabrones si de repente se hicieran ricos. «Escribe, pues, un best-seller sobre un brillante investigador de atracos de los federales. 0 escribe el libro sobre un tipo corriente de la brigada de Fraudes, donde uno trata con delincuentes de guante blanco.»
Creí que al trabajar en el Grupo Especial me resultaría más fácil llevar este diario (¿que se convertirá en libro algún día, quizá?). Mis esperanzas no se han hecho realidad y el Grupo ha cumplido ya un año. Pensé que Carol me apoyaría y que me ayudaría a corregir lo que escribo, pero está absorta en sus estudios y cada vez que menciono posibles cadenas de desapariciones infantiles, se congela por completo y nos pasamos una semana sin hacer el amor. Cuando intento ponerme intelectual y relacionar algunos de los monstruos que salen de Sally Serie con Van Gogh (pobre desgraciado) o con el Bosco, Carol me deja helado con almibarados paisajes de sus textos. La oculta verdad es que mi mujer lamenta no haber tenido una profesión y envidia mi dedicación a la mía. También ha empujado a Susan y a Mark hacia las artes, con lo cual nunca saldré de pobre y daré clases hasta que cumplan los treinta y se gradúen. Y por mí ya está bien así, aunque sospecho que Mark sería más feliz haciendo de carpintero o contratista de obras, y que Susan lo sería también como esposa y artista diletante.
Pero estoy yéndome por las ramas y lo que quería decir es que el Grupo Especial representa el trabajo más importante de mi vida, el más satisfactorio y problemático, y que me sigue resultando difícil escribir sobre el tema. Para ser sincero, es la frialdad de Carol lo que me ha permitido llegar hasta aquí. Regreso tarde a casa, todavía tenso, todavía con ganas de trabajar, y la nívea artista (soy injusto, querida, pero permíteme esta pequeña licencia) apila unos cuantos copos de nieve más. El Grupo Especial me lleva a pensar en la familia, por lo que utilizaré a Susan para pasar de un tema a otro.
Anoche, Susie nos llamó (a cobro revertido) para pedirnos dinero. Después de hablar un rato de tonterías le pregunté si tenía novio y cuál era su filosofía general acerca del matrimonio: «Bueno, papá -me dijo-, creo en la monogamia en serie y pienso seguir practicándola.»
Me puse hecho una furia y empecé a gritarle, algo que siempre procuro evitar. Fue por la expresión «en serie» y las connotaciones que implica, por supuesto. No fui muy coherente en la discusión y nos despedimos a los pocos minutos, pero esta mañana lo he encajado todo. Lo que me disgustó fue su falta de ilusión romántica. Susie tiene veintidós años y se acuesta con sus ligues, pero no es eso lo que me preocupa. Lo malo es que siempre parte de la base de que tarde o temprano la relación terminará; carece de ese sentimiento juvenil de «para toda la vida» que, de todas formas, uno pierde enseguida. Me gustaría que, en lugar de regirse por esa horrible expresión, siguiera el ejemplo de Gretchen, la secretaria ejecutiva del Grupo. Gretchen tiene treinta y un años, dos hijos de un matrimonio fracasado que ella había creído que sería para siempre, y mantiene aventuras con hombres inadecuados que al final se largan porque les dan pánico los críos. Es lista, es divertida, es una gran madre, tiene amigos gays que son más divertidos que Bob Hope, Jackie Gleason y Richard Prior juntos, y no ha perdido la esperanza. Nos abrazamos de vez en cuando y, si yo no fuera un perro tan fiel, llegaría a donde Gretchen parece desear que lleven los abrazos.
La expresión «en serie» significa que uno siempre pasa al siguiente. Ya se trate de amante o de víctima de asesinato, uno pasa al siguiente y punto. Esta mañana, mientras hacía acopio de valor para empezar este diario, he querido ver mi nombre en letra impresa y he hojeado un número del Law Enforcement Journal del año pasado. Allí estaba el inspector Thomas Dusenberry, utilizando el estilo verbal aprendido en el FBI, lleno de términos como «perpetrar» «incautar» y «circunstancial». También utilizaba mucho la palabra «pasmoso», lo cual me permite pasar al verdadero objetivo de este diario.
Es más que pasmoso. Soy un veterano investigador criminal y, por el bien de la realidad, me gustaría que hubiese adjetivos que superasen «pasmoso», «desconcertante», «increíble», etcétera. Hace dieciséis meses os habría dicho que lo único que merecía el mencionado calificativo era la altivez de mi esposa en el cóctel del Buró. Hoy pediría perdón a Carol y le diría: «Lo siento, pequeña, pero ahí fuera hay seres humanos con formación universitaria y trabajo de ejecutivo que matan a gente a palos, les roban los gemelos de la camisa como recuerdo y luego se van a casa, recogen a los niños y los llevan al entrenamiento de béisbol y, antes de volver al hogar, a la esposa y al tierno sexo conyugal, invitan a todo el equipo a tomar helado.» Si Carol protestase, le recordaría los tres asesinos en serie a los que ha detenido nuestra brigada en su año de existencia. Expediente federal 086-83: Whalen, William Edmund, alias el Homicida del Hudson.
Entre los años 1976 y 1982, Willy, ejecutivo de alto nivel en una agencia de publicidad de Nueva York, mató a un total de catorce personas en las afueras de Nueva York y en Nueva Jersey. Frecuentaba las zonas de parque a orillas del Hudson y buscaba a aficionados a la naturaleza solitarios (viejos, jóvenes, hombres, mujeres, blancos, negros: como asesino, Willy creía en la igualdad de oportunidades), los mataba golpeándolos con una piedra, les robaba algo como recuerdo y los tiraba al río. Lo pesqué por pura chiripa. Descubrí que todas las calles laterales en dirección al parque que él recorría tenían aparcamiento sólo en un lacio de la calzada, así que comprobé los tíquets expedidos en los días que el forense determinaba que habían muerto las víctimas y ¡bingo! De las catorce veces, Willy se despistó en tres.
Poseía una hermosa casa colonial en Chappaqua y su salario bruto el año anterior había sido de 275.000 dólares, más opciones sobre las acciones de la empresa. Cuando llamé a su puerta, no estaba seguro al cien por cien de que fuera culpable, así que le pregunté directamente: «Señor Whalen, ¿es usted el Homicida del Hudson?»
Su respuesta: «Sí, soy yo. Iré con usted sin oponer resistencia, pero ¿le importaría tomar primero un martini conmigo? Mi esposa y mis hijos tienen pensado ir al teatro dentro de un rato y no me gustaría aguarles la fiesta. Les diré que es usted de la agencia donde trabajo.»
Ahora Willy está en Lewisburg y viste el uniforme de la cárcel federal en vez de sus trajes de Paul Stuart. Le gente se reía con admiración cuando conté que me había bebido unos cuantos Beefeaters con él y que, en cierto modo, aquel hijoputa me había caído bien. Luego, enojado conmigo mismo por ello, revisé las fotos que el forense había sacado a las víctimas. Willy ya no me cae bien.
Tampoco lo comprendo.
Los otros dos arrestos fueron obra de mi colega Jim Schwartzwalder, que antes fue agente especial en Houston. Es un mago de la ciencia forense y pidió trabajar en Niños Desaparecidos (un destino que nadie más quería). Jim obtuvo datos de menores desaparecidos en el norte de Louisiana y de dos niños muertos (violados y cubiertos de marcas de mordiscos) cerca de Baton Rouge. Partiendo de la hipótesis de que el asesino era alguien de paso y, probablemente, un ladrón de coches, Jim estudió las denuncias de robo de automóviles de la zona de Shreveport, encontró uno que le pareció «perpetrado por pánico» y luego se hizo enviar el informe forense con las marcas de los dientes en los niños muertos, junto con expedientes de delincuentes reincidentes detenidos por robo de vehículo. Las marcas dentales coincidían exactamente con la dentadura postiza que le habían hecho en el talego al ex recluso Leonard Carl Strohner mientras cumplía condena por robo de automóvil a finales de los setenta. Tras emitir una orden de busca y captura, Strohner fue detenido al cabo de unos meses en Nuevo México. Confesó haber mordido, violado y asesinado a veintidós niños en los estados del Sur y del Suroeste, con la ayuda de Charles Sydney Hoyt, que había sido compinche suyo un tiempo. Hoyt cayó al cabo de una semana en una redada rutinaria de indigentes en Tucson, Arizona. Mientras confesaba sus crímenes, se reía, y cuando uno de los agentes que lo detuvo le preguntó por qué mordía a los niños, Hoyt dijo: «Cuanto más cerca del hueso, más tierna es la carne.»
Me he ido por las ramas otra vez. Sueno, de perdidos al río: seguiré divagando un poco antes de volver al tema que nos ocupa. Divagación número uno: para ser policía, soy bastante liberal. La pobreza es la causa número uno de la criminalidad, y punto. Todo ese rollo sobre la corrupción moral y el fracaso de la familia es pura tontería. Aparte de la pobreza y de su correlación directa con el consumo de drogas duras, tenemos la motivación psicológica individual, que es prácticamente indescifrable, aunque los psicólogos forenses que trabajan con el Grupo Especial son muy competentes a la hora de extrapolar a partir de las pruebas materiales y de los exámenes diagnósticos. Como policía, la motivación psicológica siempre ha sido mi principal interés profesional. Willie Roosevelt Washington, un negro adicto a la heroína de la zona sur de Filadelfia, se hizo atracador de bancos. Los padres de Willie eran buena gente y no le pegaban nunca. El vecino de Willie, Robert Dewey Drown, recibía palizas regulares de sus padres, unos sádicos alcohólicos, y ahora es un brillante químico forense del Buró. ¿Qué sucedió?
Los polis metropolitanos suelen tener una respuesta estereotipada. Trabajando en colaboración con ellos durante muchos años, la he oído a menudo: «Es el Mal.» La relación de causa y efecto y los episodios traumáticos no significan nada; lo que es, es. Busca la causa y el efecto y lo que obtendrás es que lo que es, es; eso y el bien y el mal atenuados por distintos tonos de gris. Soy un hombre lógico y metódico que sólo cree en Dios nominalmente, y esa respuesta siempre me ha ofendido.
Divagación número dos: aparte de casarme con Carol contra el deseo de mis padres, el principal acto de rebeldía de mi vida ha sido repudiar la fe en la que me crié. Tenía diecisiete años cuando dejé de creer en los principios de la Iglesia holandesa reformada. La santidad de Jesucristo, el bien y el mal sin matices, y Dios en el cielo moviendo los hilos y haciendo su numerito de predestinación en el instante del nacimiento de los miembros de su grey, eran algo demasiado feo, demasiado malvado y estúpido para un muchacho metódico y lógico que quería ser abogado o policía. Así pues, me matriculé en una universidad de los jesuitas, fui a la Facultad de Derecho de Notre Dame y me hice abogado y policía; sigo siendo lógico y metódico y, a punto de cumplir los cincuenta, aún me obsesiona saber. Y tal vez -y ésta es la frase que remacha el clavo-, lo que es, es, y el bien y el mal son lo auténtico y los datos de los asesinos en serie con los que he trabajado constituyen la prueba irrefutable de ello.
He aquí algunos fragmentos de información que apoyan esta tesis:
En los asesinatos en serie en los que el robo fue, como dicen los psicólogos forenses, el móvil del momento, la cantidad total robada en 1981 no llegó a los veinte dólares por víctima.
Un hombre acusado de nueve asesinatos, perpetrados en tres estados durante un periodo de cinco años, fue objetor de conciencia durante la guerra de Vietnam y estuvo en la cárcel por organizar seminarios sobre la resistencia al reclutamiento, lo cual violaba la ley federal. En vista de ello, se le preguntó cómo pudo matar a sangre fría a nueve personas. «Adapté mi filosofía para que cupiera en ella mi deseo de matar», respondió.
Un hombre, detenido en el momento en que violaba a una mujer mayor a la que había matado momentos antes, resultó haber sido sospechoso de otros asesinatos y haber quedado libre después de pasar la prueba del polígrafo. Cuando le preguntaron cómo lo había logrado, dijo: «Es evidente; me gusta matar. No me siento culpable.por ello, conque ¿cómo va a delatarme un aparato que sirve para detectar la culpa?»
Ninguno de los seis asesinos en serie de niños juzgados en Estados Unidos durante el año 1981 había sufrido abusos durante su infancia.
Es frecuente que los asesinos en serie tengan relaciones sexuales monógamas normales.
Un último detalle chocante que aporta el doctor Seidman, jefe de psiquiatría del Grupo Especial: los sociópatas con un historial de violencia que se detiene antes del asesinato superan a los asesinos en serie condenados en las pruebas psicológicas destinadas a determinar la falta de control moral y la falta de conciencia criminal. El doctor Seidman dice que, mientras que el sociópata típico te robará hasta los ojos y abusará de ti de todas las maneras posibles, desde la más mezquina hasta la más brutal, porque experimenta un impuso patológico a actuar con absoluto egoísmo, los asesinos en serie no lo harán. Dice que a veces son capaces de sentir pasión y amor verdaderos. Ese «dato» me animó y se me antojó una buena herramienta de caza y un amortiguador contra la depresión. El hecho de leer informes de sodomía, descuartizamiento y asesinatos, asesinatos y más asesinatos puede hacer mella en ti. A veces, la pasión es lógica. Casi puedo explicar lógicamente por qué quiero tanto a Carol, pese a que muchas personas la consideren un mal bicho. Entonces, buscando más fundamentos lógicos, lo solté: «¿Cómo son capaces, doctor?»
«Tienen un sentido del estilo muy exaltado», respondió.
Así que aquí estoy, a vueltas con el bien y el mal, la emoción de la captura contra la depresión que conlleva el oficio, la causa y el efecto, y la pasión y el estilo del doctor. Se está haciendo tarde; Carol debe de estar a punto de llegar y quiero ser capaz de hablar con ella de sus cosas, por lo que anotaré las correlaciones que he establecido hasta aquí, junto con algunas observaciones puramente policiales:
1. Dos series diferentes de violación con descuartizamiento. La primera serie (tres adolescentes, todas morenas) ocurrió en el sur de Wisconsin a finales del 78 y principios del 79, y podría ser atribuida a un tipo de Chicago, Saul Malvin, que se suicidó inmediatamente después del tercer asesinato y muy cerca del escenario de éste. Malvin tenía grupo sanguíneo 0+, como el asesino (según las muestras de semen de éste recogidas en sus víctimas), pero no hay ninguna otra prueba material que lo relacione con los asesinatos. Circunstancialmente, encaja: estaba cerca del escenario del tercer crimen y se hallaba en su casa, solo, mientras ocurrieron los otros dos. Malvin no tenía antecedentes delictivos ni historial psiquiátrico, lo cual, en los asesinos en serie, no constituye un dato determinante. Los loqueros de la brigada dicen que el suicidio después de un asesinato especialmente brutal no es infrecuente y que es el resultado de un momento de claridad. (Está bien que lo tengan, lástima que sea demasiado tarde y que a la última víctima no le sirva ya de nada.)
2. Cuatro chicas de veintipocos años, violadas y descuartizadas de forma similar. Fecha de las muertes: 18/4/79, Louisville, Kentucky; 1/10/79, Des Moines, Iowa; 27/5/80, Charleston, Carolina del Sur; 19/5/81, Baltimore, Maryland. Las cuatro eran rubias, busconas con varias condenas por prostitución. El asesino/violador también era 0+ (un grupo sanguíneo muy común) y las pruebas materiales (marcas de cuchillo y dimensiones de la hoja de la sierra) eran idénticas en los cuatro casos. Las anotaciones interdepartamentales incluidas en los expedientes de los cuatro casos y el expediente general que crearon los cuatro departamentos de policía cuando formaron su propio «grupo especial» (de corta existencia) apuntan a que el asesino fue un policía auténtico o alguien que se hacía pasar por policía. De momento, sólo es una teoría, basada en las observaciones de un viejo borracho que declaró haber visto a un tipo «con pinta de poli» entrar en el vestíbulo del edificio de apartamentos de la víctima de Charleston la noche de su muerte, unas observaciones que no sé hasta qué punto son de fiar. Ahora quiero ver si podemos acusar a Malvin de ser el asesino de Wisconsin o si por el contrario podemos descartarlo y, en el caso de descartarlo, quiero comparar las pruebas materiales de los crímenes de Wisconsin con los otros cuatro. Pedí los expedientes a la policía estatal de Wisconsin hace cuatro semanas, pero todavía no han contestado. El contraste rubia-morena es interesante. Los asesinos en serie suelen resultar engañosos y si un mismo autor es responsable de las siete muertes, tal vez sintió la necesidad de cambiar de «estilo».
3. Jim Schwartzwalder tiene cinco eslabones sobre niños desaparecidos, todos en los estados del oeste, sur y sudoeste. Algunos de los nexos se cruzan y plantean problemas a la hora de determinar a cuántos perpetradores se enfrenta. Sin embargo… cuenta con la descripción del vehículo de uno de los eslabones y ahora se enfrenta a la verdadera mierda de trabajo que resuelve los casos: comparar los datos de los registros de automóviles con los movimientos del dueño del coche y con sus historiales delictivos y psiquiátricos. «Gracias por hacerte cargo de los chicos desaparecidos. Estoy en deuda contigo.»
4. Tengo eslabones de varios asesinatos cometidos por alguien de paso que se remontan a nueve años. Los modus operandi son distintos, pero se mueven de oeste a este cronológicamente y he relacionado dos de ellos. Retrocediendo: trece desapariciones/ asesinatos en la carretera en Nevada y en Utah, desde finales de 1974 a finales de 1975. Algunas víctimas murieron por disparos de arma de fuego, otras fueron apaleadas y a casi todas les robaron los objetos de valor. Los dos primeros eslabones de la cadena, un chico y una chica descubiertos por unos campistas en una zona rural de Nevada en diciembre de 1974, murieron por disparos de un 357 Magnum y fueron dispuestos, desnudos, en una postura sexual. A continuación, cuatro jóvenes de familia rica que hacían autoestop aparecieron muertos por arma de fuego (no se encontraron los casquillos), apaleados y estrangulados en Nevada y en Utah en enero de 1975. A todos les habían robado y las tarjetas de crédito de una de las víctimas se recuperaron en Salt Lake City. El hombre que las tenía, que fue descartado como sospechoso, declaró que se las había vendido un tipo alto y de aspecto corriente, de veintitantos años, conocido como el Sigiloso.
Salto a: cinco personas, hombres y mujeres, de edades comprendidas entre los 14 y los 71 años, desaparecieron de las carreteras de Utah y de Nevada en primavera de 1975. Sin pistas. Esfumados.
Salto a: Ogden, Utah, 30/10/75. Dos ciudadanos honrados, automovilistas, son vistos por última vez hablando con un joven alto, de raza blanca, en las afueras de Ogden. Luego, puf, desaparecen.
Con esto hemos sumado trece muertos y presuntamente muertos. Ahora, demos un gran salto, geográfico y de estilo de vida: ocho jóvenes desaparecen de Aspen, Colorado, entre enero y junio de 1976. Entre ellos hay dos parejas, gente rica.
Las desapariciones nunca llegan a vincularse, aun cuando tres de ellos son encontrados en la nieve, conservados, durante el deshielo de la primavera del 76. Están mutilados; dos de ellos, marido y mujer, son hallados desnudos y dispuestos en la postura del coito, mientras que al otro hombre desaparecido (¡visto por última vez ocho días después de la pareja!) lo descubren a pocos pasos de ellos, también desnudo.
Sumamos ocho y trece y tenemos veintiuno. Ahora, otro gran salto. Las letras S. S. marcadas en las piernas de las víctimas. Al principio, la policía local pensó que se trataba de un nazi; luego, un aficionado a los cómics dice que puede ser una referencia a la Sombra Sigilosa, un villano de cómic famoso en los años cincuenta. Relación: el que vendió las tarjetas de crédito se llamaba el Sigiloso. ¿Es posible que la Sombra Sigilosa lo inspirase a marcar esas iniciales en sus víctimas? He buscado ambos motes en los ficheros de todo el país y ahora estoy esperando las fichas de apodos de la policía local. La relación es muy tenue, pero merece la pena seguir investigándola.
Salto a: nueve estudiantes de raza blanca que desaparecen de distintas zonas de Kansas y Misuri entre abril de 1977 y octubre de 1978. Uno de los jóvenes es visto por última vez «hablando con un tipo robusto, de raza blanca, posiblemente propietario de una furgoneta» y sus tarjetas de crédito se recuperan en Saint Louis. El defraudador que intentaba utilizarlas es sometido a la prueba del polígrafo y declara: «El tipo al que se las compré dijo que se las había comprado a un tío con un nombre extraño, el Sigiloso.»
Con esto llegamos a las treinta víctimas y la relación ya es un poco menos tenue. Algunos asesinatos con trasfondo sexual y la recurrencia del hombre «alto», «robusto» y «de raza blanca», junto con el vendedor de las tarjetas llamado el Sigiloso, apuntan a un solo perpetrador. La línea de la Sombra Sigilosa es dudosa, pero voy a preguntar a la policía de Aspen por el aficionado a los cómics que los llamó para darles esa información. Quizás el tipo tenga algo más importante que contar. Todos estos datos los introducimos en Sally Serie y, por otra parte, los psiquiatras están leyendo mis informes sobre la cadena de asesinatos. Ellos llevarán a cabo sus propios estudios y comprobarán los expedientes de cárceles y hospitales psiquiátricos previos a la fecha de los primeros asesinatos, pues es posible que al Sigiloso lo hubieran puesto en libertad condicional o le hubiesen dado el alta de un hospital. La putada es que todo esto va a llevar tiempo. Afortunadamente, sin embargo, el Sigiloso se ha portado bien desde finales de 1978. Jack Mulhearn tiene una serie de cuatro asesinatos que en su opinión fueron perpetrados por alguien que se movía de un lado a otro, pero tanto cronológica como geográficamente quedan fuera del radio de acción del Sigiloso (Illinois, 8/5/79; Nebraska 15/12/79; Michigan 9/80; Ohio 5/81). Los cuatro hombres recibieron disparos en la boca con la misma pistola barata y el doctor Siedman dice que podría tratarse de un asesino homosexual, por lo que creo que no es el que yo busco. ¿Dónde estás, Sigiloso?
¡Aquí está Carol! Voy a decirle que hoy he escrito doce páginas y que la he mencionado, como mínimo, otras tantas veces.
El 5 de junio de 1983, un año después de mi momento culminante como asesino, salí de Sharon y conduje sin parar hasta el condado de Westchester, Nueva York. Al cruzar el puente de Tappan Zee, arrojé al río Hudson mis muy utilizadas y ya peligrosas tarjetas de crédito de Rheinhardt Wildebrand. Me dirigí al sur por la Ruta 22 en busca de clubes de campo y náuticos que ofrecieran empleos de verano, y me sentí como un adolescente que abandona una fiesta temprano para hacerse el interesante, sin darse cuenta de que no tiene adónde ir.
La «fiesta» era mi condición de ser lo más fuerte que había sucedido nunca en Sharon, Pennsylvania, y el motivo de que tuviera que abandonar la población era un lento y constante tictac que sonaba en mi cabeza. En la carretera o en el refugio seguro del área metropolitana de Nueva York donde pensaba establecerme, el sonido sólo sería el de mi reloj cerebral de siempre; allá, en Sharon, era el de una espoleta. Tarde o temprano, habría tenido que retomar mi transformación en la Sombra Sigilosa no por sed de sangre, sino para sentir una vez más el tronido del atemorizado asombro de la ciudad. Y, dada la vigilancia que había suscitado, el intento habría podido resultar suicida.
Como ocurrió en San Francisco después de Eversall/Sifakis, había oído lo que se decía sobre mí. Pero en Sharon, diez veces menor en tamaño y cincuenta en sofisticación, los ecos habían resonado diez mil veces más potentes. Los Kurzinski eran ampliamente conocidos, apreciados, envidiados y admirados; al matarlos, había destruido con ellos una parte de la ciudad. Mi presencia era, en sí misma, la ciudad, en un proceso muy similar a como la figura de un amado poderoso llena cada rincón del espacio que rodea al amante. Lo único que veía Sharon, Pennsylvania, era a mí; durante el año post-muertes que pasé allí, me erigí en el que regulaba sus latidos.
De día era Billy Rohrsfield, empleado de la biblioteca y levantador de pesas de gimnasio, mientras que de noche me convertía en la Sombra Sigilosa. Durante trescientos sesenta y cinco anocheceres consecutivos, efectué el cambio de identidad ritual: pantalones, camisa y chaqueta al cesto, sustituidos por un mono negro y una nariz aguileña formada y aplicada con un complejo maquillaje. Pómulos y cejas difuminados, de modo que todo mi rostro se viera anguloso. La radio, sintonizada en la frecuencia de la policía, hablaba de MÍ. Me preguntaba cuándo se dejarían de rodeos sobre una «pista misteriosa» y proclamarían al mundo mi nombre nocturno. Se me ponía dura cuando las viejas chismosas me adoraban con voces temerosas y me corría cuando los hombres hablaban de mí con rabia. Era el paraíso, hasta que algo comenzó a hacerme sss/tic, sss/tic, sss/tic en los oídos, y empecé a pensar en desconcertar a las patrullas de seguridad que yo mismo había provocado, infiltrándome en sus redes vecinales para acabar con una familia entera. Por debajo del sss/tic, sss/tic, sss/tic, comprendí que eso sería una estupidez, por lo que abandoné discretamente la ciudad, lamentando y al mismo tiempo agradeciendo el retorno del humilde tictac de siempre. Al sur de White Plains recogí a un joven que hacía autoestop; él me comentó que podía trabajar de caddie durante la temporada en cualquiera de la media docena de clubes de campo de Westchester. El único requisito era ofrecer un aspecto presentable y cordial. También mencionó una agencia de alquileres de Yonkers que buscaba alojamiento a temporeros en los apartamentos de los estudiantes del Sarah Lawrence College durante las vacaciones. Seguí el consejo en ambos asuntos y, al terminar el día, Billy Rohrsfield había encontrado acomodo en un pisito de soltero en el límite del Bronx con Yonkers y había cubierto nueve hoyos como caddie en el Club de Campo Siwanoy.
Esa misma noche, Billy se convirtió en la Sombra Sigilosa por primera vez en Nueva York.
Privado de fama local y de escucha de radio, no me quedaba nada que hacer excepto escuchar el tic tic tic tic tic, cada vez más potente, y preguntarme quién, cuándo y dónde. Así lo hice: Billy en el campo de golf de día; mi yo transformado de rasgos angulosos por la noche. El tictac continuó y una calurosa jornada a mediados de julio detuve el reloj en el mismísimo corazón de Manhattan: estrangulé a un borracho que se había quedado dormido en un banco de la catedral de San Patricio.
Los titulares del Post y del Daily News convirtieron el tictac en un lloriqueo y seguí siendo Billy/Sombra, Billy/Sombra, Billy/Sombra hasta agosto, cuando decidí emprender otra excursión por la Gran Manzana. En esta ocasión la alarma se disparó, BLAAAAAR, cuando andaba paseando por Central Park y un mendigo me pidió limosna. Rodeado de otros paseantes, lo llevé detrás de unos matorrales y le rajé la garganta. El retrato robot que adornó la segunda página del Post del día siguiente me hacía poca justicia y esa noche, como Sombra Sigilosa, me dispuse a instaurar un prolongado reinado de terror.
Del diario de Thomas Dusenberry:
17/8/83
Aquí estoy otra vez; he salido a respirar después de dedicarme durante tres meses a hurgar en papeles, ayudar a Jim Schwartzwalder a realizar entrevistas de campo en Minneapolis, reunirme con los psiquiatras y lo que equivale a reunirme con Carol (así de formal y severa se ha vuelto). Llego a casa tarde, agotado y nervioso de tanto café, y la encuentro estudiando. Cuando pongo reposiciones de la serie The Honeymooners o de Sergeant Bilko -agradables antídotos frívolos para los informes forenses llenos de destripamientos y de penes amputados-, ella me dice que la naturaleza frenética de las comedias de los cincuenta creó toda una generación de chicos propensos a la risa tonta, a la gratificación rápida y a la violencia. Como sus diatribas suenan programadas, supongo que las ha sacado de alguno de sus profesores. Es innegable que todo eso le está sentando mal; tendremos que hablar en serio, y pronto. Espero que toda esa cólera de Carol contra mí tenga una causa clínica: la menopausia sería una respuesta lógica y metódica que lo englobaría todo. Echo de menos su antigua manera de ser.
Hablando de englobar, el cotejo de vehículos llevó a Jim
Schwartzwalder al nombre de un sospechoso al que atribuye trece secuestros/asesinatos de niños en el Medio Oeste. Anthony Joseph Anzerhaus, de Minneapolis, un viajante de comercio de una compañía de artículos de escritorio. Acompañé a Jim a Minneapolis y el jefe de Anzerhaus nos comunicó que éste estaba de viaje y que esa noche probablemente se encontraría en Sioux Falls, Dakota del Sur. Llamamos al agente especial de Sioux Falls, le di el nombre del motel donde solía alojarse Anzerhaus y le pedí que lo esperase allí. Después, registramos el apartamento del sospechoso. Encontramos el cuero cabelludo de seis niños en una cubitera de hielo. Jim perdió el control por completo e hizo trizas el lugar, tirando muebles y rompiendo botellas. Al final conseguí calmarlo, pero justo entonces llamó el agente especial de Sioux Falls para informar de que Anzerhaus no había aparecido. Imaginé que su jefe lo había puesto sobre aviso, así que dejé a Jim en un bar para que se calmara y fui a ver al tipo, que admitió haberlo hecho. Entonces fui yo quien perdió el control y denuncié a aquel gilipollas por obstaculizar una investigación federal y por auxilio en la huida a un fugitivo de la justicia. Habría añadido una acusación de complicidad de haber creído que podría mantenerla.
Cuando volví al bar, Jim estaba borracho. Me dijo que si Anzerhaus mataba a otro crío antes de que lo pilláramos, él mismo se ocuparía de matar al jefe. Estoy seguro al 40 por ciento de que hablaba en serio. Jim se queda en Minneapolis a supervisar la investigación y tú, Anthony Joseph Anzerhaus, mi consejo profesional es que te suicides, porque te cogeremos y, entre Jim Schwartzwalden y esos muchachos del crimen organizado tan moralistas que mandan en los penales federales, te vas a ver metido en problemas muy, pero que muy serios.
Basta de hablar de eso: Anzerhaus no es un fugitivo profesional y no durará una semana más. La gran noticia, el gran salto, es que mis indagaciones sobre el Sigiloso y la Sombra Sigilosa están al rojo vivo. El 5 de junio pasado, dos hermanos, chico y chica, fueron asesinados en su apartamento de Sharon, Pennsylvania. Él murió de una herida en el cuello causada por un hachazo; ella fue estrangulada. El asesino escribió «La Sombra Sigilosa vencerá» en la pared con la sangre del hermano, y la policía de Sharon había ocultado el detalle para descartar falsas inculpaciones. Ninguno de los que se confesaron autores de los hechos (hasta 611 se presentaron) hizo referencia a las palabras escritas, y los agentes supieron mantener el secreto. Ahora dispongo del expediente entero del Departamento de Policía de Sharon sobre el caso: 1.100 páginas, 784 fichas de identificación, ni más ni menos, y voy a repasarlo con los loqueros y con Jack Mulhearn. Ninguno de los nombres de las fichas se corresponde con los de los expedientes de anteriores desapariciones/asesinatos que atribuimos al Sigiloso, y he llamado a los agentes de Aspen para obtener información sobre el tipo que hizo el primer comentario acerca de la Sombra Sigilosa. Allí nadie recuerda al individuo; no aparece en ningún expediente y han tenido un gran ajetreo de personal desde 1976. Especulando mucho sobre el tema, el doctor Seidman sugiere que el hombre que ofreció la información podía ser el propio Sigiloso, que tiene una inteligencia de genio y un ego enorme, y que probablemente sea bisexual con una ligera preferencia por los hombres. El doctor se agenció varios ejemplares de El Hombre Puma, el cómic que protagonizaba la Sombra Sigilosa. Dice que es pura basura de tono sadomasoquista y necrófilo. Más allá de lo anterior, cree que el Sigiloso tiene entre 32 y 37 años y que procede de un «entorno de cultura automovilista»: el Suroeste o California. El doctor se inclina por el sur de California porque El Hombre Fuma se distribuía principalmente allí y porque deduce que el Sigiloso viene de un ambiente en el que prima el atractivo y la buena forma física. Quien despedazó a la víctima masculina en Sharon era tremendamente fuerte, pues la víctima y su hermana eran culturistas, por lo que la teoría encaja con los indicios existentes.
¿Dónde estás, Sigiloso?
He ordenado a un equipo de Denver que vaya a Aspen y que no deje piedra sobre piedra hasta dar con la persona que aportó la información sobre el Sigiloso; otro grupo de la oficina de Filadelfia se desplazará a Sharon mañana para hacer entrevistas de apoyo. Por consejo del doctor, he solicitado información sobre homicidios sin resolver en California inmediatamente previos al primer crimen probable del Sigiloso, en 12/74. Si Aspen no aporta un nombre en el plazo de una semana, iré allí en persona. ¿Quieres que te halaguen ese enorme ego tuyo, Sigiloso? Entrégate y te convertirás en toda una estrella.
El doctor se encarga de la mayor parte del trabajo de teorizar sobre el Sigiloso, pero yo no me he mantenido ocioso respecto al vínculo/vínculos que ahora llamo «rubias/morenas». Es una hipótesis repleta de supuestos, de teorías y de hechos circunstanciales, pero doy por buena la impresión general que transpira.
En primer lugar, ahora me inclino por la existencia de un solo asesino policía para las siete víctimas. Revisando los expedientes, he visto que las cuatro rubias habían sido arrestadas poco antes por prostitución, lo que las convertía en blancos extremadamente susceptibles a la intimidación policial o pseudopolicial, lo cual explicaría por qué unas damas tan conocedoras de la calle dejaron entrar en sus domicilios a unos desconocidos. En segundo, no creo que Saul Malvin matase a las morenas. Acepto que lo suyo fuese un suicidio (el informe escrito por el agente que encontró el coche, primero, y después el cuerpo, era un modelo de claridad y de sagacidad policial, aunque un tanto excesivo en la exposición de sus propias teorías), pero el grupo sanguíneo 0+ es muy corriente e hice unas llamadas discretas al agente especial de Chicago, quien se enteró de que Malvin tenía un lío con una amiga de su mujer y que la amiga le exigía que se comprometiera con ella. Una situación suicida para cierta clase de hombres.
Tercero, un gran salto -grande e inconcebible- que resulta de lo más estimulante: la policía estatal de Wisconsin y los dos departamentos de policía locales que colaboran con ella en la investigaciones de los asesinatos de las morenas no encuentran los expedientes de estos tres homicidios, lo cual es una de las cosas más increíbles que he oído en mis veintidós años de investigador.
Creo que estamos ante un asesino-policía con base en Wisconsin, autor de los siete homicidios de rubias/morenas.
Y creo que ese hombre ha destruido los tres expedientes de las morenas para evitar que se establezca una relación, basada muy probablemente en la existencia de idénticas pruebas materiales. Y, destruidos los vínculos de las pruebas materiales desde un punto de vista legal (es probable que algún forense o patólogo de Wisconsin recuerde todavía las características del arma, etc., pero eso no se sostendría ante un tribunal), lo único que me queda es si tuvo la oportunidad de perpetrar los crímenes.
Así pues, cualquier policía del sur de Wisconsin que hubiese faltado al trabajo exclusivamente en las fechas de los cuatro asesinatos de rubias podía ser mi asesino. Ya he presentado solicitudes de investigación al Departamento de Asuntos Internos de la Policía del Estado de Wisconsin y el agente especial de Milwaukee está haciendo lo mismo con los directores de personal de las policías locales de Janesville y Beloit. Sólo me queda esperar. Jack Mulhearn opina que mi teoría no se sostiene; cree que algún policía vendió los documentos a los medios o a un autor de novela negra. Hemos apostado cien dólares al resultado de mis indagaciones. No puedo permitirme perder, pues se acerca el pago trimestral de los estudios de Mark y Susan, pero me siento totalmente seguro de la apuesta. Son las 11.23. ¿Dónde estás, Carol?
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Atardecer del 7 de septiembre de 1983. Cuando llegué a casa del campo de golf y de hacer unas compras en Bronxville, llevaba el ruido del reloj en la cabeza y, en la mano, una bolsa con nueve tortitas y maquillaje de teatro. Al abrir la puerta, impaciente por empezar mi transformación nocturna, estuve a punto de pasar por alto las hojas de un álbum de recortes esparcidas sobre mi cama.
Intuyendo lo que debía de haber ocurrido, contuve una exclamación y lancé un vistazo hacia el baño y detrás de las puertas del armario, los únicos lugares donde podía estar esperando. El tic tic tic tic tic tic tic tic no sonaba tan fuerte como la adrenalina que me estallaba en la cabeza. No sé cómo, conseguí contenerme y no correr hacia ninguno de los dos lugares, sabiendo que traicionar mi impaciencia sería una afrenta a mí mismo como Sombra Sigilosa. A punto de estallar en todos los niveles sensoriales, me obligué a leer el mensaje.
Era un artículo de prensa, fechado el 19 de febrero de 1979, donde se detallaban las brillantes maquinaciones que había llevado a cabo Ross Anderson para salvaguardarnos a los dos de ser descubiertos en nuestros últimos asesinatos. Leí y releí el relato en rápida sucesión y una visión en tecnicolor de todos los puntos clave me engulló por entero. Tuve que sentarme en la cama.
Ross al localizar el coche del muerto, al ver el carnet de donante con el grupo sanguíneo 0+, al gritar «¡Eureka!».
Ross, al volver a Huyserville en busca de un equipo de perros rastreadores, aunque ya sabía dónde estaba el cadáver.
Ross, al meter su propio dinero en la cartera del muerto y al ponerle mi vieja 357, sin silenciador, en la mano.
Ross, al profanar el pecho del hombre para que los patólogos no supieran que la causa de la muerte habían sido dos disparos.
El estallido se apagó y volví a la película mental. La pasé al revés y en cámara lenta. En todas las versiones se veía genio puro… y algo más.
– Y creías que yo sólo era otra cara bonita. El sargento Ross, qué gran tipo.
Me sobrevino una ola de calor que se extendió por mi cuerpo y me devolvió el equilibrio. Me levanté de la cama, di media vuelta y sonreí.
– Bravo, sargento.
Ross se atusó el bigote y acarició el emblema del cocodrilo de su polo azul. La ropa de paisano, cuatro años y medio y dos mil kilómetros no lo habían cambiado en absoluto: todos los fragmentos del hombre habían salido intactos del bucle temporal.
– Teniente -dijo-, pero gracias.
Tranquilo al ver su tranquilidad, contuve la andanada de preguntas que quería formularle y me limité a murmurar:
– Felicidades.
– Gracias -replicó, cerrando la puerta del baño-. Por cierto, soy el teniente más joven en la historia de la policía estatal de Wisconsin. Dale la vuelta a esos recortes. Lo de atrás te gustará.
Lo hice. Allí, pegados con cinta adhesiva, había otros artículos de prensa, acompañados de unas desvaídas fotos Polaroid de rubias descuartizadas. Mientras mis ojos leían el texto y mi mente pasaba una película en la que Ross viajaba y se arriesgaba y mataba por mí, él habló muy despacio y sus palabras flotaron en el aire como música de fondo.
– Ha sido fácil localizarte, querido amigo. Sé abusar del poder policial como nadie y aún soy mejor rastreador. El 38 que te di me ha servido para eso. Hice unas muescas dentro del cañón, la probé disparando en un depósito de balística y guardé los cartuchos gastados. Unas estrías y marcas muy distintivas: ni siquiera las iba a alterar el silenciador que sabía que te agenciarías. Sólo he tenido que buscar los informes sobre cadáveres archivados como «muertos por arma de fuego» y leer los informes de balística correspondientes para saber por dónde andaba mi viejo amigo Martin. He tenido que hacer muchísimas llamadas telefónicas, pero soy un hombre perseverante. Te he atribuido el retrasado mental de Illinois y el maricón de Nebraska. ¿Ya has salido del armario, queridísimo amigo? Ambos eran tipos morenos de tu misma edad y pensé: «Vaya, Martin quiere una identidad nueva porque sabe que Ross, qué gran tipo, lo tiene controlado.» Después te cargaste al viejo alemán de Michigan; habían pasado casi dos años. Supuse que si habías matado así a un viejo era porque ya tenías la identidad nueva de un fiambre que no habías matado tú o que la policía no había encontrado. También tuve la corazonada de que estabas volviéndote cauteloso y suspicaz, y que debías de tener alguna razón para liquidar al viejo, por lo que hice fotocopias del expediente del caso que tiene la policía de Kalamazoo.
»Lo que sí me sorprendió fue descubrir que eras un falsificador bastante bueno. ¿Doce mil pavos en cheques a compañías de tarjetas de crédito? Los idiotas de la pasma de Kalamazoo ni siquiera se molestaron en llamar a esas compañías, pero yo sí lo hice. ¿Transacciones futuras con tarjetas de crédito? Querido amigo, tienes unos huevos de platino… y he estado siguiendo esos huevos por todo el país, por cortesía de Telecredit. Ahí está Martin, en Ohio, y seguramente también pegando unos hachazos en Sharon, Filadelfia. Después, me entero de la existencia de ese informe sobre el cadáver de Rohrsfield, llamo al teléfono de la lista de alquileres de vehículos a la que tiene acceso la pasma para seguir la pista a quienes han violado la libertad condicional… y, oh sorpresa, descubro que un tal William Rohrsfield vive cerca de esa reunión familiar tan aburrida. El de Rohrsfield fue un buen trabajo, Martin, pero no deberías haberlo enterrado donde iban a levantar una tienda Seven-Eleven. ¿Quieres dejar esas fotos, amigo mío, y mirarme?
La petición me hizo apartar los ojos de los retratos de muerte. Sin más que admiración temerosa por la manera en que me había tendido la trampa, le dije:
– ¿Cómo has conseguido eso? ¿En diferentes ciudades? ¿Y espaciándolo en el tiempo?
– Gracias a las órdenes de extradición -respondió Ross, acariciando el cocodrilo del polo-. Iba a las policías municipales, presentaba mis documentos, pegaba la hebra con los agentes que llevaban la investigación y luego echaba un vistazo a los expedientes de Antivicio en busca de carne rubia y bonita con condenas recientes por prostitución. Un procedimiento sencillo: conseguir la información, llamar a la puerta de las rubias, decir que eres el sargento Plunkett o cualquier otro, hacer el trabajo, tomar las fotos y largarte. Espaciar las intervenciones y actuar en ciudades distintas. Después de cuatro actuaciones al final se estableció una relación, y entonces lo dejé. Una nueva raza de asesino, capaz de controlarse. También compré con nombres ficticios los billetes de avión para ir y venir de las ciudades donde tenía que hacer la extradición y luego entregaba documentos falsificados míos y del extraditado, así que no consto en ninguna lista de pasajeros. Saul Malvin se comió el marrón de las morenas y además me ocupé de destruir los expedientes sobre ellas, no vaya a ser que alguien relacione al Matarife de Madison con el «Asesino de Putas en Cuatro Estados» y decida empezar a comparar informes forenses. He pensado algo sobre nosotros dos, Martin. Al final, estamos empatados: tú ganas en cantidad y yo, en calidad.
Pese a mi admiración temerosa y a ese algo más, su tono condescendiente me irritó y pregunté:
– ¿Y en el uno contra uno?
Ross sonrió y también capté en él un destello de admiración temerosa.
– No lo sé, amigo mío. Sinceramente, no lo sé. ¿Quieres que vayamos a dar una vuelta? ¿Te apetecería conocer a una parte de mi familia?
Ross había llegado en taxi, por lo que cogimos el Muertemóvil II para ir a la casa de veraneo donde estaba el grupo más joven de la reunión. Llevarlo a mi lado en el asiento del acompañante me excitó levemente. Mientras nos dirigíamos al norte por la autovía Saw Mill, lo oí hablar en tono apacible.
– De niño, pasaba los veranos aquí. La fiesta la dan los Liggett, que son la familia de mi madre. Gente de mucha pasta. Todos pensaron que mamá se había casado con un hombre que no estaba a su altura: Lars Anderson, un pueblerino guapo y estúpido, ebanista de un pueblo de Wisconsin, un hombre sin futuro. Me lo hacían saber de maneras sutiles, abrumándome de amabilidad al mismo tiempo. Cada septiembre por esta misma época, antes de que me mandaran de regreso a Beloit, me compraban un montón de ropa de otoño para la escuela y me acompañaban a la tienda Brooks Brothers como si fuera el pequeño lord Fauntleroy. Los vendedores me odiaban porque creían que era un rico heredero. Los Liggett se gastaban una fortuna para humillar a mi padre, y yo siempre lo compraba todo demasiado grande o demasiado pequeño para poder venderlo o librarme de ello en cuanto llegase a casa. ¿Te acuerdas de aquel colega mío, el difunto Billy Gretzler? Deberías haberlo visto con aquella chaqueta de cachemira de quinientos dólares cuando trabajaba de camionero. Al final, quedó tan negra y sucia de grasa que le dije: «Una broma es una broma, tírala», pero no me hizo caso. La cortó y utilizó los pedazos como trapos para limpiar la pistola. Casi hemos llegado a Croton. Toma la salida siguiente y dobla a la izquierda.
– ¿Qué se siente al tener una familia?-pregunté al tiempo que reducía la velocidad para enfilar la rampa de salida.
– ¿Tú no la tuviste, amigo mío?-Ross acarició el cocodrilo. -Me quedé huérfano enseguida -respondí.
– Pues yo te lo diré. Estoy de los Anderson, los Liggett y los Cafferty hasta el gorro; casi todos son gente transparente, que se ve cómo es. Mi madre y mis hermanas son débiles, mi padre es estúpido y orgulloso, y mi primo Richie Liggett, al que seguramente conocerás, es listo, pero con su concepción de la vida, propia de estudiante graduado, está más perdido de lo que podrías imaginar. Otra prima, Rosie Cafferty, es la típica adolescente salida aficionada a los italianos y a los coches potentes. Menos mal que es rica, porque si no sería puta. Mi pri…
– Pero ¿qué se siente?-insistí, mientras dejaba atrás la autopista.
Ross meditó la respuesta mientras, a lo largo de dos kilómetros, íbamos pasando por delante de unas enormes casas blancas. De las calzadas de acceso salían furgonetas llenas de gente con equipaje y en algunos patios delanteros había inquilinos devolviendo las llaves. Las luces de las casas me recordaron los robos con escalo.
– ¿Me lo dirás de una vez?-espeté.
– ¿Quieres una definición de familia?-Ross se rio-. Vale. Familia es sentirse más o menos cercano a unas personas porque sabes que están vinculadas contigo por la sangre, lo cual te obliga a soportarlas, al margen de lo que pienses de cada una de ellas. Así, con el paso de los años, al final acabas a acostumbrándote y resulta interesante observarlos y saber que tú eres más listo. Además, están obligados para contigo y pueden hacerte favores. Dobla a la izquierda en la esquina y aparca.
Reduje la velocidad, doblé la esquina y aparqué delante de una enorme casa blanca que sería de la época de la guerra de la Independencia.
– Bonita casa, ¿eh?-dijo Ross, señalando la montaña de juguetes tirados en el césped inmaculado-. Familia y dinero en un mismo paquete. En esta zona hay mucha pasta, pero los chicos todavía se comportan como salvajes. Vamos.
Cruzamos la hierba y el porche y entramos por la puerta, abierta de par en par. La casa estaba llena de alfombras y muebles caros que necesitaban que les quitaran el polvo, y había ropa deportiva, raquetas de tenis y palos de golf diseminados por el vestíbulo y el salón.
– Vaya pandilla de patanes. Richie y Rosie están aquí con sus amantes y yo tengo que alojarme en una habitación pequeña como un cuarto de limpieza. La reunión empieza mañana por la noche en el club náutico de Mamaroneck y los primos solteros se han instalado aquí para poder follar a sus anchas sin molestar al gran papá Ligget. ¡Eh! Achtung! ¡Aquí llega el gran Ross!
Oí pasos en el piso de arriba y, al cabo de unos momentos, dos parejas vestidas con prendas de tenis blancas bajaron la escalera. Los chicos eran la gimnasia integral personificada, uno al estilo blanco, anglosajón y protestante; el otro al estilo italiano. Las dos chicas eran una morena y una pelirroja sacadas de los anuncios de Ralph Lauren que había visto durante mis accesos de lectura. Los cuatro dijeron «hola» y «hola, Ross» al unísono y me miraron de soslayo, como si de entrada no hubiesen reparado en mi presencia. Ross estrechó las manos a los muchachos y abrazó a las chicas; luego, se llevó los dedos a la boca y silbó. El sonido agudo interrumpió todo el palique y Ross me presentó:
– Eh, chicos, un poquito de educación. Primos, éste es mi amigo Billy Rohrsfield. Billy, de izquierda a derecha tenemos a Richie Ligget, Mady Behrens, Rosie Cafferty y Dom de Nunzio.
Pensando en los modales, estreché las manos masculinas y besé las femeninas. Los muchachos se quedaron boquiabiertos y las chicas soltaron unas risitas. Al ver que Ross se acariciaba el polo, me caldeé de nuevo.
– ¿Dobles mixtos al aire libre y también bajo techo? -preguntó Ross con un guiño. Todos se rieron ante el ingenio de ese hombre al que era evidente que adoraban y, tras coger bolsas de deporte del suelo y raquetas, se marcharon. Cruzaron la puerta en una cacofonía de «hasta luego» y «adiós» y «ha sido un placer conocerte».
La escena terminó de una manera tan repentina que tuve que parpadear y hundir los pies en la alfombra para orientarme.
– El choque cultural -dijo Ross, al ver mi expresión-. Ven, te enseñaré la casa. Ahora la tenemos toda para nosotros solos.
Se tocó el cocodrilo del pecho y de pronto comprendí que lo hacía para no tocarme a mí.
– Primero enséñame tu habitación -pedí.
Los dos supimos a qué me refería.
– Connie la Cocodrilo. -Ross se tocó el pecho-. La única mujer que no me ha defraudado nunca; por eso la llevo tan cerca del corazón.
Señaló la escalera y me guiñó el ojo.
– Camina, queridísimo amigo -dije, haciéndole una reverencia, y Ross encajó de mala gana el tanto, riendo en voz alta y revelando un pequeño defecto en sus dientes casi perfectos que siempre quedaba camuflado bajo las tensas sonrisas y los pelos del bigote. Abrió la marcha y yo respingué ante la epifanía del amante.
Lo seguí al dormitorio sin sentir mis propios pasos, y cuando entró y buscó el interruptor de la luz, apenas me oí decir «No». El «adiós, Connie» de Ross retumbó en la oscuridad y luego se oyeron cremalleras y hebillas de cinturón y zapatos que golpeaban el suelo. Los muelles de la cama crujieron. Ya estábamos juntos.
Nos abrazamos, nos acariciamos, nos besamos. Sentimos el peso del otro y nos frotamos con las manos. Éramos impacto en vez de fusión, fuerza en vez de ternura. Nuestra fiebre aumentó al tiempo que crecía la presión de nuestros músculos. Nos debatimos en abrazos en los que cada uno trataba de ser más fuerte que el otro, y cuando ambos notamos que éramos unos combatientes iguales, nos concentramos en nuestras entrepiernas y nos empujamos hasta que hubimos terminado, acabado, ido más allá y muerto… juntos.
Permanecimos tumbados, jadeantes y sudorosos. Mis labios rozaban el pecho de Ross, que se movió para interrumpir el contacto. Yo quería establecer de nuevo el vínculo, pero noté en su respiración que Ross se recomponía, que buscaba una explicación racional, que huía de lo que aquello nos hacía, de lo que le hacía a él. Comprendí que pronto diría algo intrínsecamente amable para diluir la fuerza del «nosotros» y no me sentí capaz de escucharlo. Me encogí como un ovillo, me cubrí los oídos y cerré los ojos con fuerza hasta que quedé aturdido. Oía tenuemente los latidos del corazón de Ross, muy tenuemente lo oía murmurar elegantes desmentidos de lo que acabábamos de hacer. Pese a todo, las palabras sacudían mi cuerpo y las excluí con todas mis fuerzas, con mi músculo y con mi voluntad, enroscándome cada vez más hasta que perdí el control de los sentidos y mi propio control.
Tic/latido, tic/latido, tic/latido, la extraña música rítmica cuya cadencia me dice: «Esto es un sueño.» Enroscado en mi ovillo, sé que soy un niño, tengo cuatro o cinco años, estamos en 1953, en un mundo distinto. Estoy en la cama y una presión en lo que mi madre llama «ahí» me obliga a ir al baño y aliviarme. Me dispongo a volver a mi ovillo, pero unos pasos que suben la escalera me distraen y me quedo en la penumbra del pasillo, a la espera de ver los lugares secretos de mis padres. Cuando los pasos llegan al descansillo, veo que son un hombre y una mujer que llevan pelucas empolvadas y unos trajes sacados de mis libros de láminas del jardín de infancia, unas prendas como las que, en un mundo distinto, llevaban George Washington y la realeza europea. Huelo a licor y sé que el hombre es mi padre, pero la mujer es demasiado bonita para tratarse de mi madre.
Van al dormitorio principal y encienden la luz. Mi padre dice: «Está en San Bernardino, en casa de su tía, y el niño duerme.» La mujer dice: «¿Nos dejamos la peluca? Será más excitante. Siempre he querido ser rubia.» Mi padre alarga la mano para apagar la luz y la mujer dice: «No.»
Pesados corsés, zapatos y hebillas de cinturones caen al suelo produciendo unos ruidos sordos y mi padre y la mujer quedan desnudos. Ambos tienen pelo oscuro en los sitios secretos. Él tiene lo mismo que yo, pero más grande. Ella, sólo pelo. Las pelucas claras y el pelo oscuro quedan mal, lo que siento está mal, pero de todos modos me acerco de puntillas y miro.
Lo que veo es feo y agradable. Mi padre es fuerte y está en forma, tiene los hombros y el pecho anchos y la cintura fina. Él está bien, pero la mujer tiene las piernas gordas, los tobillos gruesos, unos grandes dientes de caballo, una cicatriz en la barriga, y lleva el esmalte de uñas picado. Se meten en la cama y ruedan de un lado a otro, y el colchón hace tic tic tic. La mujer dice «Métela», mi padre lo hace y lo que se ve es horrible, por eso cierro los ojos y escucho el tic tic tic. Oigo que están a gusto y yo también estoy a gusto allí, cada vez mejor mientras mi padre gruñe con el TIC TIC TIC. Mi padre gruñe cada vez más fuerte, TIC, TIC, TIC, TIC, TIC, TIC, TIC y yo también me toco. Cada vez estoy más a gusto y corro al baño porque sé que tiene que salir algo. No sale nada, pero la tengo grande.
Quiero más tics para que se me ponga más grande, pero ya no hay ninguno. Me acerco a la puerta del dormitorio y veo a mi padre dormido, roncando. La mujer me ve y me llama haciéndome una seña con el dedo. Orgulloso de lo que tengo, voy a enseñárselo.
Ella es fea y le apesta el aliento, pero su peluca es bonita y su mano me da gusto. Quiero que mi padre lo vea y alargo el brazo para tocarlo, pero la mujer me detiene poniendo la boca en ese sitio.
Tic tic tic tic al tiempo que ella se mueve en la cama, cerrando los labios alrededor de mí; tic tic tic tic cierro los ojos; tic tic tic tic me muerde, y abro los ojos, y mi madre está allí blandiendo una espátula de acero mate y una sartén, y yo me aparto y la mujer tiene sangre en los labios. Empuja a mi madre y echa a correr, se le cae la peluca. Mi padre ronca y mi madre me pone la peluca en la cara y yo me duermo, aplastado bajo un asfixiante aliento de licor que hace tic tic tic tic.
Todavía estamos en 1953, pero más adelante. Mi madre me da pastillas para que no recuerde. Las pastillas salen de un frasco con una etiqueta que pone fenobarbital sódico y, cada vez que me da una, introduce una nota en otro frasco. En las notas pide a Dios que me perdone por haber hecho lo que hice con la mujer de la peluca.
Unas manos ásperas me sacaron del ovillo de mi sueño y una voz, antes perfectamente encantadora, ahora destilaba agitación:
– ¡Eh! ¡Eh, tío! ¿Te estás poniendo gilipollas conmigo?
Salí del útero que yo mismo me había creado, llorando y agitando los brazos, y un manotazo de revés alcanzó a Ross en la mandíbula y lo tiró de la cama. Se puso en pie y vi que ya estaba vestido. Desnudo, me sentí con ventaja.
– Mejor así -dijo Ross, atusándose el bigote-. Llevaba rato preocupado por ti.
Nos quedamos donde estábamos. Ross hizo el numerito del cocodrilo y yo me enfrenté a lo que me había ocurrido treinta años atrás. El calor de la diminuta habitación me secó las lágrimas y la única cosa del mundo de la que estuve seguro fue que el siguiente ser humano perfecto que se cruzara en mi camino iba a morir de una manera tan horrible que no se podría describir con palabras… o se alejaría indemne, conmutada su pena de muerte por mi madre en su tumba y por el asesino que tenía delante de mí. Me vestí bajo la atenta mirada de Ross y pensé que lo único terrible sobre las dos posibles resoluciones sería esperar a conocer cuál era.
– Gracias -le dije, devolviéndole la mirada, y él me respondió con su mueca patentada de niño al que han pillado con la mano en la caja de las galletas.
– De nada. La juerga espartana es un buen deporte, de vez en cuando. ¿Has tenido pesadillas?
– Rollos del pasado. Nada importante.
– Yo no sueño nunca. Supongo que es porque llevo una vida llena de aventuras. Si me hubiera pegado cualquier otro hombre, lo habría matado.
– Podrías haberme matado, teniente. Podrías haberme matado y hacerlo pasar por lo que hubieras querido. Y podrías haber sacado provecho del acto.
Ross esbozó una ancha sonrisa, mostrando sus dientes imperfectos. En ese momento, lo amé.
– Lo dices porque sabes que yo nunca te haría daño, queridísimo amigo.
Un compasivo atajo para salir del dilema centelleó en mi mente y se lo transmití a Ross, pues conocía demasiado bien todas las implicaciones del plan.
– Conoces esta zona a fondo, ¿verdad?
– Como la palma de mi mano, amigo mío.
– Pues hagamos un trabajo juntos. Rubias, morenas, no me importa, siempre y cuando sean perfectas.
– Pásame a recoger mañana hacia mediodía -dijo Ross, acariciando a Connie-. Iremos a las actividades de verano del Vassar y del Sarah Lawrence. Ponte camisa y corbata para que parezcas policía y te garantizo una buena diversión.
Me acerqué a él y lo besé en los labios, sabiendo que si no podía matar a nuestra víctima perfecta, tendría que concluir mi viaje sangriento matándolo a él, mi libertador y único testigo. Aquel pensamiento me tranquilizó, deshice nuestro abrazo y me marché de la habitación. Mientras bajaba la escalera, la casa era un hervidero de charlas y risas, y lo último que oí antes de abrir la puerta de la calle fue una excitada voz de soprano que decía: «Richie, ¿no te parece que Ross tal vez sea gay?»
Del diario de Thomas Dusenberry:
8/9/83
1.10 horas
A bordo del vuelo 228 de la Eastern Flight
De Washington, D.C. a Nueva York
¡Tengo a uno!
Voy de camino a Croton, Nueva York. Un equipo de agentes de la oficina de Westchester vendrá a recogerme al aeropuerto de La Guardia y luego iremos a una casa de veraneo de Croton a arrestar a un teniente de la policía estatal de Wisconsin por los homicidios de las siete chicas rubias y morenas y, por increíble que parezca, también el de Saul Malvin.
Ha ocurrido así. El jefe de Asuntos Internos de la policía estatal de Wisconsin me ha llamado a Quantico hace tres horas. Me ha dicho que su único posible sospechoso era el teniente Koss Anderson, comandante de puesto de la subcomisaría de Huyserville. Como sargento encargado de extradiciones y búsquedas y capturas, estuvo en las ciudades donde murieron las cuatro rubias las noches de los homicidios y había llegado a ellas en avión entre uno y tres días antes de cada asesinato. En cada caso, regresó con su preso entre 24-48 horas después de la hora de la muerte de las víctimas, según estimaciones del forense. Y para colmo:
1.- El grupo sanguíneo de Anderson es 0+.
2.- Como sargento de patrulla a finales de 1978 y principios de 1979, Anderson trabajó en la zona donde se encontraron los cadáveres de las tres morenas.
3.- Anderson supervisó el despliegue de vigilancia para detener al asesino de las morenas.
4.- El 11/3/76, en el cumplimiento de su deber, Anderson disparó contra un traficante de marihuana armado. El hombre, William Gretzler, era amigo suyo de la infancia.
5.- El expediente de la policía estatal de Wisconsin sobre los asesinatos de las morenas estaba archivado en la sala de la brigada de detectives de la subcomisaría de Huyserville, donde Anderson había desempeñado distintos trabajos durante seis años, los últimos ocho meses como comandante de puesto.
6.- Desde su ascenso a teniente, hace ocho meses, Anderson ha sido visto a menudo en las salas de brigada de los departamentos de policía de Janesville y de Beloit, de donde han desaparecido los expedientes de las otras morenas.
7.- Anderson fue visto leyendo los expedientes de las brigadas Antivicio de Louisville y de Des Moines veinticuatro horas antes de los homicidios ocurridos en esas ciudades.
8.- El no va más: Anderson fue el agente que descubrió el coche, el carnet de donante y, más tarde, el cadáver de Saul Malvin, a quien la policía estatal de Wisconsin consideraba, extraoficialmente, el asesino de las morenas.
¡Asombroso, joder! En una página anterior de este diario, escribí que el informe de Anderson sobre el descubrimiento del cadáver de Malvin me parecía «un modelo de sagacidad policial». ¡Menuda audacia la suya!
He aquí mi reconstrucción del asesinato de Malvin. Anderson acaba de matar a Claire Kozol, su tercera víctima morena. Continúa su patrulla, ve el Cadillac de Malvin en la cuneta de la I-5 y se acerca a investigar. Malvin está en el coche y Anderson, al buscar los papeles del vehículo en la guantera, encuentra el carnet de donante del grupo 0+. Piensa «cabeza de turco» y le dice a Malvin que lo llevará al pueblo de al lado. Le indica que vaya al coche patrulla y luego, haciendo que parezca accidental, empuja el Cadillac fuera de la carretera.
Nieva mucho y circulan pocos coches. Tal vez Anderson interroga sucintamente a Malvin sobre su paradero cuando ocurrieron los dos primeros asesinatos; o tal vez no lo hace y decide dejar el tema abierto y confiar en el factor suerte. En cualquier caso, tiene el 557 en el coche patrulla (así llevó a cabo el asesinato, ahora presumiblemente premeditado, de William Grezler) y con algún pretexto detiene el coche y obliga a Malvin a internarse en el bosque. Le dispara en el pecho y luego le pone la pistola en la mano, sabedor de que la nevada tapará los dos rastros de pisadas e impedirá que alguien descubra el cadáver, al menos esa noche.
Al día siguiente, cuando deja de nevar, Anderson realiza el falso descubrimiento del coche de Malvin con la tarjeta de donante, expone su brillante e improvisada hipótesis, hace la comedia de ir a Huyserville a buscar un equipo de perros rastreadores, «encuentra» el cadáver de Malvin y, a partir de ahí, interpreta hasta el final al policía joven y listo. Le acompaña la suerte en cuanto al paradero de Malvin en el momento de los dos primeros homicidios y todo le sale a pedir de boca.
Asombroso, joder.
Mientras escribo, los agentes de Milwaukee están consiguiendo una orden para registrar el apartamento de Anderson en Huyserville. Si confiesa esta noche o los agentes de Milwaukee encuentran armas que coincidan con las que mataron a las rubias, está muerto y enterrado. Sólo me queda una pregunta: ¿qué ha estado haciendo el muy hijo de puta en los dos años transcurridos desde el ultimo asesinato? Miedo me da pensarlo.
Y, para colmo, tengo una lista de seis nombres que el agente especial de Denver me ha dado por teléfono hace menos de una hora. Un poli de Aspen ha localizado unas notas antiguas del compañero que atendió la llamada del hombre que dio información sobre la Sombra Sigilosa. Ese agente murió el año pasado y las notas que dejó están escritas en una suerte de taquigrafía extraña, pero en una columna, bajo un encabezamiento que reza «S. 5.», se leen seis nombres: George Magdaleno, Aaron BeauJean, Martin Plunkett, Henry Hernández, Steven Hartov y Gary Mazmanian. Ahora mismo los están rastreando en todas las bases de datos del país y Jack Mulhearn llamará más tarde a la oficina de Westchester con el resultado.
Siento un hormigueo especial. La detención de Anderson va a ser cosa del Buró, sólo nosotros, cuatro agentes con escopetas. Él es el teniente más joven de la historia de la policía estatal de Wisconsin. ¿Qué sucedió?
Y el cerco al Sigiloso se va estrechando. Dos de los nombres son latinos y cuatro son lo bastante infrecuentes como para que no salgan veinte posibles sospechosos por cada uno. Si le añadimos fuerte, alto, de pelo oscuro y de entre treinta y cinco y cuarenta años, la lista aún se reducirá más: queda enviar la foto de la ficha policial o del carnet de conducir de los sospechosos a los agentes de las ciudades donde están los testigos del fraude de las tarjetas de crédito, y apuesto tres contra uno a que confirmarán y no negarán. Ya he ganado cien dólares a cuenta de Anderson y todavía me dura la racha de suerte. ¿Quién eres, Sigiloso? ¿Dónde estás? Ven aquí. Nosotros te detendremos, te acusaremos, te llevaremos ante el juez y, cuando te condenen, te buscaremos una buena celda en una buena prisión federal. Si tienes suerte, a lo mejor coincides con el ex teniente Ross Anderson. Estoy seguro de que los dos tendréis mucho de qué hablar.
Nervioso como el sheriff de Solo ante el peligro a la espera del duelo, me pasé la mañana preparando el gran momento.
En primer lugar, fui a Brooks Brothers, en Scarsdale. Ross quería que pareciese un poli y, como no tenía trajes ni combinaciones adecuadas de chaqueta y pantalones, decidí comprar un atuendo convenientemente elegante para mi debut como policía. Al entrar en la tienda, caí en la cuenta de que no llevaba traje y corbata desde que era niño y, cuando le pedí a un vendedor que me enseñara las chaquetas cruzadas de verano de talla extragrande, experimenté la misma sensación de humillación que Ross en su juventud. Con aire de superioridad, el vendedor replicó que las chaquetas cruzadas venían por tallas numeradas y sugirió que me probara alguna de la 52. Irritado ahora, le hice caso y me decidí por una chaqueta de lino azul marino que a mi entender tenía suficiente clase para desarmar a una alumna de Vassar. El vendedor hizo un gesto de impaciencia ante mis modales y cuando le dije «pantalones, cuarenta y ocho», señaló unas hileras de percheros metálicos y se alejó. Encontré unos azul claro que combinaban con la chaqueta y los cogí; camino del cajero, escogí una camisa blanca y la primera corbata que vi, roja oscura con un estampado de palos de golf cruzados. El precio total de mi indumentaria para el reto definitivo fue de 311 dólares y cuando dejé la tienda me sentí como si saliera de la cárcel.
Me cambié en la parte de atrás del Muertemóvil II y solté una maldición cuando descubrí que no recordaba cómo se hacía el nudo de la corbata. Me la colgué del cuello abierto de la camisa, conduje hasta una armería de Yonkers y me gasté noventa dólares en algo útil: una pistolera de cintura, de cuero negro, para mi 38 de cañón corto. Dediqué el resto de la mañana a pasar el arma del compartimento de seguridad del Muertemóvil II a mi hermoso y flamante complemento, que me ajusté al cinturón para poder sacar el arma con la mano contraria. Hecho esto, me dirigí a Croton.
El caserón de veraneo parecía distinto a la luz del día y cuando llamé a la puerta advertí la causa: todo en mí, desde mi ropa a mi pasado y mi futuro, estaba cambiando a una velocidad tan desbocada que modificaba sutilmente cuanto veía.
Mady Behrens abrió la puerta, modificada hasta resultar casi irreconocible: la rubia burbujeante en ropa de tenis del día anterior se veía ahora ojerosa y suspicaz, una arpía al acecho envuelta en un albornoz empapado.
– Anoche detuvieron a Ross -soltó-. Unos policías armados se lo llevaron. El padre de Richie dice que es por un asunto muy grave.
El porche se volvió arenas movedizas bajo mis pies y la boca abierta de la arpía pareció una invitación a la resolución más fácil del mundo. Me disponía a echar mano a la pistolera cuando ella me fastidió el objetivo:
– Sabía que Ross tenía una vena ruin -espetó-, pero no puedo creer que…
Eché a correr al Muertemóvil II. Mientras volaba a esconderme, unos monstruos danzaban en el parabrisas.
Transcripción del interrogatorio inicial de Ross Anderson. Realizado en la sede central del FBI del condado de Westchester, New Roch, Nueva York, 14.00 horas, 8/9/83. Presentes: Ross Anderson; su abogado, John Bigelow, contratado por Richard Ligget, tío del teniente Anderson; el inspector Thomas Dusenberry y el agente especial John Mulhearn, del Grupo Especial Federal contra Asesinos en Serie; agente especial Sidney Peak, agente a cargo, oficina de New Rochelle:
Sospechoso retenido en custodia desde las 03.40 horas, 8/9/83; informado de sus derechos en presencia del abogado, 12.00 horas, 8/9/83; accede a ser interrogado tras consulta con el señor Bigelow, 13.30 horas. El interrogatorio queda grabado en cinta y transcrito en taquigrafía por Margaret Wysoski, estenógrafa, División 104, Tribunal Superior del Condado de Westchester.
INSPECTOR DUSENBERRY: Señor Anderson, empecemos por…
ROSS ANDERSON: Llámeme teniente.
DUSENBERRY: Muy bien, teniente. Empecemos por aclarar un punto, si le parece. ¿Ha realizado voluntariamente alguna declaración desde su detención, la pasada madrugada?
ANDERSON: No. Sólo el nombre, graduación y número de serie.
DUSENBERRY: ¿Ha sufrido malos tratos físicos en algún momento, sea en el transcurso de su arresto o durante el período de detención?
ANDERSON: Me ha traído usted un café instantáneo al calabozo. Vulgar. La próxima vez, lo trae recién molido o me voy a otro hotel.
JOHN BIGELOW: Menos bromas, Ross.
ANDERSON: No bromeo. Usted no lo ha probado, abogado. Una auténtica mierda.
BIGELOW: Esto es muy serio, Ross.
ANDERSON: ¡Vaya si lo es! Soy un adicto al tueste francés. Pronto empezaré a tener el mono y entonces lo lamentarán.
BIGELOW: Ross…
DUSENBERRY: Teniente, ¿le ha explicado el señor Bigelow las acusaciones que pesan sobre usted?
ANDERSON: Sí. Asesinato.
DUSENBERRY: Exacto. ¿Tiene idea de cuál o cuáles asesinatos?
ANDERSON: ¿El de Billy Gretzler? Me lo cargué en el cumplimiento del deber allá por el 76. Es la única persona que he matado.
DUSENBERRY: Vamos, teniente. ¿Cuánto tiempo lleva en la policía?
ANDERSON: Diez años y medio.
DUSENBERRY: Entonces, sabrá que los homicidios dentro de una única jurisdicción policial municipal no son delitos federales.
ANDERSON: Lo sé.
DUSENBERRY: Entonces, estoy seguro de que sabrá que, según los estatutos federales, para que nos interesemos por usted tiene que haber matado a un empleado del gobierno federal o haber cruzado la frontera de un estado después de haber matado a un ciudadano corriente.
ANDERSON: Soy un tipo interesante en general.
DUSENBERRY: Desde luego. ¿Sabe usted qué trabajo desempeño en el FBI?
ANDERSON: No. Cuéntemelo, haga el favor.
DUSENBERRY: Estoy al mando del Grupo Especial contra Asesinos en Serie, en Quantico, Virginia. ¿Sabe qué es un asesino en serie?
ANDERSON: ¿Un psicópata que asesina bajo la influencia de las palomitas de maíz?
BIGELOW: ¡Ross, maldita sea…!
DUSENBERRY: Está bien, señor Bigelow. Teniente, ¿le suenan los nombres de Gretchen Weymouth, Mary Coontz y Claire Kozol?
ANDERSON: Corresponden a tres víctimas de asesinatos cometidos en Wisconsin a finales de 1978 y principios de 1879.
DUSENBERRY: Exacto. ¿Quién cree usted que las mató?
ANDERSON: Creo que fue un hombre llamado Saul Malvin. Yo descubrí su coche abandonado y, más tarde, su cuerpo. Se suicidó.
DUSENBERRY: Ya. ¿Le suenan los nombres de Kristine Pasquale, Wilma Thurmarm, Candice Tucker y Carol Neilton?
ANDERSON: No. ¿Quiénes son?
DUSENBERRY: Son unas jóvenes que murieron asesinadas de idéntica manera que las de Wisconsin.
ANDERSON: Es una lástima. ¿Dónde las mataron?
DUSENBERRY: En Louisville, Kentucky; Des Moines, Iowa; Charleston, Carolina del Sur; y Baltimore, Maryland. ¿Ha estado alguna vez en esas poblaciones?
ANDERSON: Sí.
DUSENBERRY: ¿En qué circunstancias?
ANDERSON: Me desplazaba en cumplimiento de órdenes de extradición y para custodiar a varios presos en el viaje de vuelta a diversas ciudades de Wisconsin.
DUSENBERRY: Entiendo. ¿Recuerda las fechas exactas en las que estuvo en cada sitio?
ANDERSON: De memoria, no. Entre principios del 79 y finales del 81, eso sí. Fue el periodo en que estuve a cargo de las extradiciones. Si quiere las fechas exactas, busque en los registros.
DUSENBERRY: Ya lo he hecho. Usted estaba en esas ciudades en el momento en que las cuatro mujeres fueron asesinadas.
ANDERSON: Vaya, qué coincidencia.
DUSENBERRY: También estaba de patrulla y cerca de la zona en el momento en que mataron a Claire Kozol.
ANDERSON: Vaya…
DUSENBERRY: Y patrullaba usted la zona donde fueron descubiertas las dos primeras víctimas de Wisconsin, y también fue usted quien encontró el cuerpo de su presunto asesino.
ANDERSON: Inspector, me considero un tipo paciente, pero todo eso ya es mierda muy rancia. Los dos somos hombres con formación y agentes con galones, de modo que le daré mi opinión informada de lo que tiene usted. ¿Preparado?
DUSENBERRY: Adelante, teniente.
ANDERSON: Ha estado cruzando datos cronológicos de los dos grupos de homicidios y ha compilado listas basadas en si los sospechosos tuvieron la oportunidad de actuar. Yo estuve involucrado en la investigación del Matarife de Madison y parece que me encontraba en las demás ciudades cuando mataron a esas otras chicas, por lo que encajo en su patrón, de forma circunstancial. Pero tendrá que conseguir mucho más si quiere presentar una acusación formal. Con lo que tiene, lo echarían del juzgado con una carcajada.
DUSENBERRY: Jack, ¿tú o yo?
AGENTE MULHEARN: Tú, Tom. Es todo tuyo.
DUSENBERRY: Teniente, desde anoche, un equipo de diez agentes está poniendo patas arriba Huyserville. Han registrado su apartamento…
ANDERSON: Y no han encontrado nada que me incrimine, porque no he hecho nada delictivo.
DUSENBERRY: ¿Conoce a un tal Thornton Blanchard?
ANDERSON: Claro, el viejo Thorny. Es guardagujas jubilado de la línea de los Grandes Lagos.
DUSENBERRY: En efecto. También es aficionado a dar paseos por los bosques contiguos a Orchard Park. ¿Conoce la zona?
ANDERSON: Claro.
DUSENBERRY: Anoche, el señor Blanchard le contó a uno de los agentes de Milwaukee que lo vio cavando entre los árboles en tres o cuatro ocasiones. Indicó la zona aproximada a los agentes y, hacia las tres de la madrugada, instalaron allí unos focos y empezaron a excavar. Hacia las once, han encontrado dos bolsas de plástico. Una de las bolsas contenía un cuchillo Buck y una sierra. Hemos encontrado una huella latente en el mango del cuchillo. Es suya. En los dientes de la sierra había una sustancia pardusca y otros residuos que están analizando ahora mismo. Sin duda, la sustancia es sangre y ahora intentaremos averiguar a qué grupo pertenece para compararlo con los de las siete chicas. Las dimensiones de la hoja del cuchillo y de los dientes de la sierra se corresponden exactamente con las dimensiones de las marcas encontradas en las cuatro últimas víctimas. En la otra bolsa había fotografías de las cuatro chicas, desnudas y descuartizadas. Hemos encontrado semen seco en tres de las fotos y lo estamos analizando. Tenemos un total de cinco latentes viables en las fotografías. Todas son suyas.
BIGELOW: ¿Ross? ¿Ross? Maldita sea, llamen a un médico.
DUSENBERRY: Ve a buscarlo, Jack. Que conste en la transcripción que, a las 14.24, el teniente Anderson sufrió un ataque de náuseas y se desmayó. Lo dejaremos aquí, por el momento. Señor Bigelow, hable con su cliente. Lo acusamos de huir del estado para evitar el proceso por asesinato. Mañana por la mañana lo llevaremos ante el juez. En este momento vuelan hacia aquí representantes de las fiscalías de Louisville, Des Moines, Charleston y Baltimore para tratar conmigo las acusaciones por asesinato y los trámites de extradición, de modo que si Anderson decide hablar, quiero su declaración esta tarde, ¿entendido?
BIGELOW: Sí, maldita sea. ¿Dónde está el médico? Este hombre está enfermo.
DUSENBERRY: Sidney, quédate con Anderson. No dejes que se le administre ninguna pastilla y, cuando lo lleves de vuelta al calabozo, ponle las esposas y los grilletes. Señorita Wysoski, finalice la transcripción. Son las 14.26.
Transcripción del segundo interrogatorio y declaración formal de Ross Anderson, efectuados en la sede del FBI en el condado de Westchester, New Rochelle, Nueva York, a las 21.30 del 8/9/83. Presentes: Ross Anderson; John Bigelow, abogado del señor Anderson; Stanton J. Buckford, fiscal general jefe de la Oficina Metropolitana del Distrito de Nueva York; inspector Thomas Dusenberry; agente especial John Mulhearn; y agente especial Sidney Peak. Este interrogatorio-declaración se grabó en cinta magnetofónica y fue transcrito en taquigrafía por Kathryn Giles, estenógrafa, División 104, Tribunal Superior del Condado de Westchester.
INSPECTOR DUSENBERRY: Teniente Anderson, ¿el facultativo que lo ha tratado del desmayo le ha administrado algún medicamento que altere la conciencia?
ANDERSON: No.
DUSENBERRY: ¿Ha sufrido usted maltratos físicos o amenazas desde nuestra primera sesión de esta tarde?
ANDERSON: No.
DUSENBERRY: ¿Ha hablado con su abogado durante este rato?
ANDERSON: Sí.
DUSENBERRY: ¿Está dispuesto a prestar declaración?
ANDERSON: Sí.
DUSENBERRY: Señor Bigelow, ¿ha tratado el asunto de la declaración del teniente Anderson con el señor Buckford?
JOHN BIGELOW: Sí, lo he tratado.
DUSENBERRY: ¿Con qué fin?
BIGELOW: Con el de conseguir inmunidad para mi cliente en las acusaciones de asesinato en Kentucky, Iowa, Carolina del Sur y Maryland.
DUSENBERRY: ¿Pero no de las posibles inculpaciones en Wisconsin?
BIGELOW: En Wisconsin no hay pena de muerte, inspector. En dos de los otros estados, sí.
DUSENBERRY: Señor Buckford, ¿tiene alguna declaración que hacer?
STANTON J. BUCKFORD: Sí. He solicitado una transcripción de este proceso de acuerdos con el fiscal, con agentes federales como testigos, por si más adelante surgen disputas. Sólo tengo una ligerísima idea de lo que se propone decir el teniente Anderson, pero si sus pruebas son tan concluyentes como afirma el señor Bigelow, y si dan por resultado otras detenciones, estaré dispuesto a acusar al teniente sólo de los delitos de Wisconsin y del delito federal de huida del estado. Como muestra de su buena fe, señor Bigelow, requeriré una declaración previa del teniente Anderson; si éste confiesa, y si la sentencia que dicta el tribunal de Wisconsin es inferior a tres cadenas perpetuas consecutivas sin posibilidad de libertad condicional, pediré al juez que presida el juicio por el delito de huida del estado que imponga él dicha condena. ¿Queda entendido, señor Bigelow?
BIGELOW: Sí, señor Buckford. Entendido.
BUCKFORD: Teniente Anderson, ¿lo ha entendido usted?
ANDERSON: Sí.
BIGELOW: Haz tu declaración, Ross.
ANDERSON: El 16 de diciembre de 1978 violé y maté a Gretchen Weymouth. El 24 de diciembre de 1978 violé y maté a Mary Coontz. El 14 de enero de 1979 violé y maté a Claire Kozol. El 18 de abril de 1979 violé y maté a Kristine Pasquale. El 1 de octubre de 1979 violé y maté a Wilma Thurmann. El 27 de mayo de 1980 violé y maté a Candice Tucker. El 19 de mayo de 1981 violé y maté a Carol Neilton. Esta declaración la hago por mi propia voluntad.
DUSENBERRY: Jack, dale un poco de agua.
BIGELOW: Ross, quiero que te tomes tu tiempo para el resto.
BUCKFORD: ¿Está dispuesto a continuar, señor Anderson?
ANDERSON: (Pausa larga) Sí.
BUCKFORD: Proceda, pues.
ANDERSON: No maté a Saul Malvin, ni éste se suicidó. Inmediatamente después de matar a Claire Kozol, iba en mi coche patrulla por la carretera de doble sentido que corre paralela a la I-5. Vi que un hombre inspeccionaba el Cadillac abandonado de Malvin, se metía en su furgoneta y conducía despacio hacia el norte. Seguí el vehículo por radar y tuve la sensación de que aquel hombre buscaba al conductor del Cadillac para robarle. Me quedé unos seiscientos metros más atrás y, cuando la furgoneta se detuvo, yo también lo hice, busqué un lugar adecuado entre las peñas y observé el vehículo con los prismáticos. Al cabo de unos cinco minutos, vi que el conductor volvía de la espesura, portando un revólver. Guardó el arma en algún escondite, debajo de la furgoneta, y continuó su marcha hacia el norte. Yo…
DUSENBERRY: Dígame cómo se llamaba el hombre, Anderson.
BUCKFORD: Deje que lo cuente a su manera, inspector.
ANDERSON: En aquel momento, recibí aviso por la radio de que se había descubierto el cuerpo de la chica y de que estaban estableciendo controles de carreteras en la I-5. Yo me quedé en la de doble sentido y vi que la furgoneta se acercaba al primer control, situado en una curva. Cuando estaba a unos doscientos metros, el hombre frenó y arrojó algo a la nieve de la cuneta. Esperé mientras él pasaba los trámites; ya sabe, registro del vehículo, comprobación de posibles órdenes de busca y captura, traslado a la comisaría de Huyserville para un análisis de sangre y más preguntas si resultaba que ésta era del grupo que buscaban. Cuando se calmó el revuelo en el control de carreteras, pasé a la I-5 y busqué lo que el hombre había arrojado por la ventanilla. Eran (pausa) fotos hechas pedazos de un hombre muerto, tirado sobre la nieve. Verán, entonces supe que debía conocer a ese hombre. Fui a Huyserville, encontré la furgoneta en el aparcamiento de la estación y di con el 357 Magnum que guardaba en un escondrijo del chasis. Terminé encontrándome con él cara a cara; hablamos y me dijo que había matado a un gran número de personas, sin motivo alguno o por el dinero y las tarjetas de crédito, y…
DUSENBERRY: ¡Su nombre, Anderson! Por favor, señor Buckford, hay un motivo para esto.
BUCKFORD: Está bien. ¿Cómo se llama ese hombre, señor Anderson?
ANDERSON: Martin Plunkett. Es…
DUSENBERRY: Dios del cielo, que me jodan… ¡Plunkett es el Sigiloso, Jack! Está en la lista de sospechosos de Aspen. Da aviso a todos.
AGENTE MULHEARN: ¡Joder!
BUCKFORD: Conténganse, caballeros. Esto es un documento federal. ¿Y de qué coño están hablando, por todos los santos?
DUSENBERRY: Es que no me lo puedo creer… Plunkett es un asesino en serie con un largo historial, cuyo rastro llevamos siguiendo desde hace meses. Es demasiado complicado para abordarlo aquí y quiero más confirmación. Descríbalo, Anderson.
ANDERSON: Blanco, 1,88, 95 kilos, cabello castaño oscuro, ojos pardos.
DUSENBERRY: Es él. ¿Vehículo?
ANDERSON: En el 79, tenía una furgoneta Dodge plateada.
DUSENBERRY: ¿Cuándo lo vio por última vez?
BUCKFORD: Deje que termine a su aire.
DUSENBERRY: Ya termino yo. Fingió que encontraba el cuerpo de Malvin y le puso en la mano el Magnum de Plunkett con el fin de tener un cabeza de turco para lo de las chicas y para que la policía no se acordara de su compinche y lo relacionara con la muerte de Malvin, ¿verdad?
ANDERSON: Verdad.
BUCKFORD: Siéntese, inspector.
DUSENBERRY: ¿Por qué, Anderson?
ANDERSON: «¿Por qué?» ¿A qué se refiere?
BUCKFORD: Siéntese y guarde silencio, inspector. Éste es un documento federal.
DUSENBERRY: ¿Dónde está, Anderson?
ANDERSON: No lo sé. Fue hace mucho…
DUSENBERRY: Acabas de salvarte de la silla eléctrica. Dímelo, cabrón.
BUCKFORD: Siéntese ahora mismo, Dusenberry, o lo suspendo del caso. (Pausa) Así, eso está mejor. No acabo de entender ese detalle, señor Anderson. ¿Está en lo cierto el inspector? ¿Simuló el suicidio de ese tal Malvin para que Plunkett pudiese escapar?
ANDERSON: Para que los dos pudiéramos escapar.
BUCKFORD: ¿Por qué Plunkett?
ANDERSON: Porque me gustó su estilo.
BUCKFORD: ¿Lo ha vuelto a ver desde entonces, desde 1979?
ANDERSON: No. Se esfumó cabalgando hacia el sol poniente, como el Llanero Solitario.
BUCKFORD: ¿Tiene idea de dónde está ahora?
ANDERSON: Estoy cansado. Quiero dormir. Plunkett y yo fuimos un ligue de una noche. No sé dónde está, así que déjeme en paz.
BUCKFORD: Acabemos, pues. Inspector, tengo que hablar con usted de todo esto. Rubrico el final de esta transcripción a las 21.15 horas del 8 de septiembre de 1983.
Pasé la noche aparcado en un terreno de acampada de Upper Westchester. Enroscado en un ovillo, dormí y soñé con Ross; cada vez que el duro suelo de metal me despertaba con una vibración, en los primeros momentos de conciencia pensaba en él y sentía su cuerpo. Al amanecer, después de haber pasado tantas horas en posición fetal, tenía los músculos agarrotados y doloridos. Cuando me incorporé, tenía las piernas tan débiles como las de un bebé y tiritaba, a pesar de que la furgoneta parecía un horno. Me pregunté cómo había terminado todo… sin que yo estuviese presente siquiera.
Con calambres en los músculos, avancé hasta la cabina y le di a la llave de contacto. Luego puse la radio, busqué una emisora de noticias y oí: «… y en las investigaciones realizadas en Wisconsin, las autoridades han descubierto, envueltos en plástico y enterrados en el bosque, cerca de su apartamento, un cuchillo y una sierra con las huellas de Anderson. Los agentes federales creen que se trata de las armas que utilizó para matar y descuartizar a sus siete víctimas. Aquí, en Nueva York, hemos grabado unas declaraciones hechas por una prima de Anderson, Rosemary Cafferty, de diecisiete años: "Me… me alegro de que Ross esté en la cárcel, donde no podrá hacer daño a nadie salvo a otros criminales. Debe de ser… muy malvado. Me cuesta creer que sea miembro de la familia. Podía… podía habernos hecho daño a cualquiera de nosotros. Todos…"»
Apagué la radio, ahogando aquel trino de soprano que había tratado de reducirnos a Ross y a mí a un vulgar estereotipo con las palabras «Richie, ¿no te parece que Ross tal vez sea gay?» Entonces supe que ella y sus colegas vestidos de tenistas habían traicionado a mi amigo. La palabra FAMILIA apareció impresa en mi campo visual y me dispuse a convertirme en la Sombra Sigilosa a plena luz del día.
En una tienda de artículos deportivos de Mt. Kisko compré una navaja de gran tamaño y una funda de cuero. Después, entré en una ferretería cercana y me hice con una sierra de dientes afilados como cuchillas. En un viaje a una tienda de punk-rock de Yonkers, me agencié un mono negro de vinilo; la chica de pelo verde que me lo vendió se fijó en el traje de Brooks Brothers que llevaba y dijo:
– A eso se le llama cambio de estilo.
Desde Yonkers, me acerqué en un salto a Lord & Taylor de Scarsdale, donde compré una capa de mujer de seda negra y maquillaje. Con el resto del equipo de maquillaje de teatro ya en la guantera, tenía todo lo necesario.
Al salir de Lord & Taylor, vi un coche patrulla de la policía de Scarsdale aparcado junto a la acera.
– Joder, el teniente más joven de la historia de su departamento -le decía el poli del asiento del copiloto al conductor. Después, dio unos golpecitos al fajo de papeles que tenía encima del salpicadero y añadió-: Y ahora los federales han emitido la orden de búsqueda de un compinche suyo.
En lo que fuera el movimiento más audaz de mi vida, me acerqué al coche, miré fijamente a los ojos al poli que había hablado y dije:
– Perdone, agente. ¿Está hablando de Ross Anderson, el asesino?
– Sí, señor -replicó el poli, observando sin interés mi aspecto de alumno de una universidad elitista.
Al ver que los papeles del salpicadero eran carteles de «Se busca», con la tinta todavía fresca, le pregunté:
– ¿Puede darme uno? Mi hijo los colecciona.
El poli soltó un cloqueo y me tendió el primero del fajo.
– Gracias -dije y me dirigí a la sombra del Muertemóvil II a saborear mi presentación pública oficial.
El gran recuadro de tinta negra rezaba: «Se busca. Asesinato y huida del estado.» Debajo había dos fotos mías de cuando me habían arrestado por robo con escalo en 1969. Se me veía inexperto y sensible. Debajo de mi descripción física, las palabras de la jerga policial me produjeron un cosquilleo: va armado, es extremadamente peligroso y existe riesgo de fuga; es posible que conduzca una furgoneta Dodge plateada, un modelo anterior a 1980; sospechoso de múltiples asesinatos en numerosos estados.
Sólo lo de «riesgo de fuga» sonaba falso. Todo había terminado; no había escapatoria posible. Pensando en Ross, añadí unas bolsas de plástico a la lista de la compra. Fui al supermercado del otro lado de la calle y compré un paquete de una docena. Al volver al Muertemóvil II, consulté el reloj del salpicadero y vi que era casi mediodía. Me pasé todo el trayecto a Croton cantando «No me abandones, querida, el día de nuestra boda», una y otra vez.
En los jardines delanteros de todo el bloque de casas de veraneo, las fiestas cerveceras estaban en pleno apogeo juerguista y circulé despacio en busca de los primos de Ross y sus parejas. No los vi y me dirigí a un centro comercial; allí encontré un teléfono público y llamé a Información. La telefonista me dio los números de Richard Liggett en Croton y marqué el de la casa de veraneo, dejando que la señal sonara veinte veces. El tono parecía más un tictac que un zumbido. Colgué y regresé a la calle de la juerga.
Aparqué a una manzana de distancia, pasé a la parte trasera de la furgoneta y me quité el traje de universitario. Desnudo, sostuve el espejo con una mano mientras con la otra me aplicaba la cara de la Sombra Sigilosa, convirtiendo mi nariz chata en aguileña con masilla de maquillaje, mis pómulos planos en angulosos con colorete y las cejas en dos trazos oscuros y amenazantes con máscara de ojos. Me alisé el pelo hacia atrás con saliva, envolví el cuchillo y la sierra en una bolsa de papel y me puse el mono negro y la capa. Recordé que tenía un par de mocasines negros gastados debajo de la rueda de repuesto, los saqué y me los calcé. Luego, goteando sudor y oliendo a vinilo y a maquillaje, salí de mi armario de Sombra Sigilosa para que el mundo me viera.
Los niños de los coches que pasaban me hacían gestos y un viejo que bebía cerveza sentado en su porche exclamó: «¡Falta un mes para Halloween, compadre!» Hice una reverencia y abrí la capa en un gesto dedicado a todos mis admiradores y, cuando me volví hacia la manzana de casas de veraneo, los fiesteros me señalaron y me recompensaron con pequeñas salvas de aplausos y estallidos de risas. Mientras cruzaba el patio delantero de los Liggett, un chico que asaba perritos calientes en el jardín de la casa contigua gritó:
– ¡Eh, Alex! ¿Eres tú, tío?
– ¡Sí, tío! -grité yo.
– ¿Esa ropa te la han hecho poner los de la fraternidad Delta, tío?
– ¡Sí!
– ¡Entra un momento, hombre! Richie y Mady están en el club, pero en el frigorífico hay cerveza.
– Sí, tío -grité y, haciendo ondear la capa, crucé el porche y entré. En la casa, el ambiente era fresco y tranquilo, y fui de habitación en habitación memorizando el desorden y recordando lo mucho que había ofendido a Ross. Los ceniceros rebosantes, las camas sin hacer, la ropa por el suelo y los juegos de ordenador amontonados en los sofás y las sillas me fascinaron y me enfurecieron a la vez. Continué recorriendo la casa, arriba y abajo, buscando más pruebas de la ruina conocida como VIDA FAMILIAR FELIZ.
Pelos de barba y espuma de afeitar en maquinillas desechables, un tubo de pasta de dientes aplastado y enrollado hasta arriba, un diafragma en su estuche. Bodegón tras bodegón tras bodegón, viví en un torbellino durante horas, hasta que las sombras, cada vez más alargadas al otro lado de la ventana, me proporcionaron una tenue conciencia del paso del tiempo. Entonces, cuando estaba examinando unas novelas de bolsillo que se desparramaban de una estantería, oí una voz:
– Alex, ¿estás aquí?
Era Richie Liggett, que hablaba desde la planta baja. Miré a mi alrededor en busca de la bolsa que contenía el cuchillo y la sierra, la vi sobre un tocador del dormitorio y grité:
– ¡Estoy aquí arriba, Richie!
Unos pasos atronaron en la escalera y, cuando llegaron al descansillo del primer piso, yo ya tenía el cuchillo en la mano derecha, oculto a la espalda.
Richie Liggett apareció en el umbral y se echó a reír.
– Dios, Alex. ¿Delta? Tu familia siempre ha sido Sigma O. Se te está corriendo el maquillaje, por cierto.
– ¿Dónde está Mady?-pregunté, disfrazando la voz con un gruñido de monstruo de película.
– En la cocina. ¿Te has enterado de lo de Ross?
– ¡Traidor! -dije con un gruñido de monstruo, y entonces agarré a Richie por el pelo, saqué el cuchillo y, con un solo movimiento, le rajé el pescuezo hasta la tráquea. Se llevó la mano al cuello y se precipitó hacia delante en otro único movimiento, al tiempo que yo me apartaba para evitar mancharme de sangre. Cayó al suelo de golpe, empezó a gorgotear y lo puse boca arriba. Siguió intentando hablar y la boca se le movía en un contrapunto espasmódico con las sacudidas de sus piernas. Cogí una almohada de la cama y se la arrojé a la cara. Pisé los dos extremos de la almohada sobre su cabeza y mantuve firme la máscara funeraria con todo mi peso. Cuando el movimiento cesó y la tela blanca empezó a empaparse de sangre, limpié el cuchillo y me dirigí a la cocina.
Mady Behrens estaba friendo hamburguesas. Cuando me vio, soltó un gañido femenino.
– Tú no eres Alex -dijo.
– Tienes razón -repliqué y le hundí el cuchillo en el estómago, en el pecho y en el cuello. Con los últimos estertores, tiró la sartén del fogón y lo último que sintió antes de cerrar los ojos fue la rociada de grasa ardiente que le salpicaba las piernas bronceadas de jugar a tenis.
TIC/LATIDO TIC/LATIDO TIC/LATIDO TIC/LATIDO TIC/LATIDO TIC/LATIDO.
Subí las escaleras tropezando, respirando sangre y vinilo. Richie Liggett era ahora una pieza de desorden inanimado que hacía juego con el resto de detritus de la VIDA FAMILIAR FELIZ. Le marqué SS en las dos piernas, luego se las corté con la sierra y las arrojé sobre una silla polvorienta llena de pelotas de tenis. El olor a sangre superaba ya cualquier otro; agarré las herramientas y bajé a la cocina a hacerme cargo de Mady Behrens. Cuando también estuvo marcada y mutilada, tiré las piernas al fregadero con los platos sucios.
LATIDO/TIC LATIDO/TIC LATIDO/TIC LATIDO/TIC LATIDO/TIC
Exhausto, paseé la mirada por la cocina. El desorden que había creado me pareció delicado y bonito; el calendario y los aforismos enmarcados, que colgaban torcidos en las paredes, desmerecían mi arte y me zumbaban como abejitas furiosas. Enderezarlos me llevó a pensar en Ross y con su imagen llegó una nueva descarga de energía. Empecé a ordenar la casa.
Pasé horas recogiendo, ordenando y cambiando cosas de sitio, dejando la MORADA DE LA FAMILIA FELIZ en un orden que ponía de relieve la presencia de la Sombra Sigilosa y su venganza. Con las luces de todas las estancias encendidas, me dediqué al trabajo, obligando a mi cerebro a alejarse de Ross, y sólo hice una pausa para consultar el reloj y recordarme que Dom de Nunzio y Rosie Cafferty estaban a punto de llegar. Cuanto más recogía, más cosas veía que era preciso ordenar, y cuando oí voces en el porche pasada la medianoche, todavía me faltaba mucho para terminar.
Los liquidé en el vestíbulo, en una barahúnda de tajos y chillidos, penetrando con el cuchillo entre los brazos con que se protegían hasta alcanzar el rostro de los traidores. Rosie Cafferty ya estaba muerta y yo alzaba el arma para darle a su novio un tajo final en el gaznate cuando recordé que Ross me había presentado como Billy Rohrsfield, lo cual significaba que había sido otra persona quien nos había traicionado a los dos. Dudé y, durante una fracción de segundo, Dom de Nunzio, inmovilizado bajo mis rodillas, me pareció absolutamente perfecto… y perfectamente parecido a Ross.
– Lo siento -susurré con voz ronca, y le cerré los ojos al tiempo que lo acuchillaba, acuchillaba y acuchillaba hasta matarlo.
Mientras grababa SS en dos pares más de piernas bonitas con zapatillas de tenis, no se produjo ningún tic ni tic/latido. Las serré y luego me acerqué a la pared de la sala y dejé mis huellas ensangrentadas en ella, manchando toda la zona con sangre para que ni siquiera al poli más lerdo le pasaran por alto las pruebas. Recogí la sierra y el cuchillo y regresé al Muertemóvil. La capa ondeaba en el nocturno viento estival y, ya en la furgoneta, volví a ponerme el traje de Brooks Brothers, me restregué la sangre de las manos y me arranqué la Sombra Sigilosa de la cara. Con pulso firme, apreté los dedos en el mango del cuchillo y del hacha para que quedasen las huellas bien marcadas y metí las armas en tres bolsas de plástico. Busqué entre las herramientas de la furgoneta hasta encontrar una pala, la llevé a la cabina conmigo y después fui a buscar un sitio donde dejar los instrumentos que servirían para administrar una justicia rápida.
Enterré la sierra al pie de un árbol, junto a la biblioteca de Bronxville, y el cuchillo junto al lago de Huguenot Park, en New Rochelle. Recordé una casa de huéspedes que varios caddies habían mencionado, conduje hasta el número 800 de South Lockwood y llamé a una puerta, sobre la cual había un cartel que rezaba: «Se alquilan habitaciones por semanas.»
La vieja que respondió a mi llamada fingió enojo por lo intempestivo de la hora, pero cuando le dije que quería una habitación y que le pagaría dos meses por anticipado, se deshizo en amabilidades y señaló un escritorio con un gran libro de registro. Le tendí un fajo grande de billetes de cien. A mí ya no me servían de nada.
– Me llamo Martin Plunkett. No lo olvide: Martin Plunkett.
Tardaron tres días en dar conmigo.
Pasé la mayor parte de aquellas setenta y dos horas durmiendo, saciando el cansancio provocado por una de las giras más largas de la historia, y cuando oí que los helicópteros daban vueltas justo encima de mi cabeza, me sentí aliviado por que todo hubiera terminado. Miré por la ventana y pude ver las luces de una decena de coches patrulla; al cabo de un momento, unos cuchicheos, unos gruñidos soñolientos y unos pasos apresurados me indicaron que la casa de huéspedes estaba siendo desalojada. Después, se dejaron oír las pisadas de unas botas recias, tic/tump, tic/tump, tic/tump, a mi alrededor, y el aviso ritual sonó por el megáfono:
– ¡Estás rodeado, Plunkett! ¡Ríndete o entraremos por ti! Anduve hasta la puerta y, a través de ella, grité:
– ¡Estoy desarmado! ¡Quiero hablar con el jefe antes de entregarme!
Retrocedí, dispuesto a arrojarme al suelo, y me llegó la respuesta: eran unas voces discutiendo. «Está usted loco, inspector», conseguí entender, y una réplica: «Es mío.» A continuación, echaron la puerta abajo y un hombre de mediana edad y de aspecto corriente, con un traje gris, me apuntó directo a la cabeza con una 38.
No dijo «¡No te muevas, hijo de puta!», ni «¡Contra la pared, cabrón!» Solamente se limitó a presentarse: «Me llamo Tom Dusenberry», como si acabáramos de conocernos en un cóctel. «Martin Plunkett», respondí. Y cuando desamartilló el arma, sonreí.
No me dio la impresión de que estuviera decidiendo si debía dispararme; parecía un hombre concentrado en sí mismo que se preguntara hasta dónde podía permitirme llegar. Sonriendo todavía, le dije:
– ¿Es de la policía de New Rochelle?
– Del FBI.
– ¿Las acusaciones concretas?
– Para mí, delito de huida del estado tras el asesinato de Malvin; para los demás, lo de los cuatro de Crown.
Hubo en aquella declaración algo que me golpeó bajo y con fuerza, pero no conseguí determinar qué. Traté de concretarlo, procurando ganar tiempo, y entretanto evalué a Dusenberry. Empezaba a antojárseme un tipo extraordinario… y no sabía por qué.
Permanecimos en silencio casi un minuto: yo, pensando; él, mirando. Por fin, dijo: «Por qué, Plunkett?», y lo comprendí. El hombre era, simplemente, la moderación en persona: voz, cuerpo, ropas, alma. Era algo que no podía haber cultivado; era así, y punto.
– ¿Por qué qué, señor Dusenberry?
– Por qué todo ello.
– No sea tan ambiguo.
– Seré concreto. ¿Por qué ha matado a tanta gente y ha causado tanto dolor, joder?
En ese momento capté que estaba perdiendo la calma, impaciente por que sucediera algo enseguida. El sudor le oscurecía el cuello de la camisa y le obligaba a entornar sus insípidos ojos azules. Pronto las piernas empezaron a temblarle de tensión y el único reducto de tranquilidad en su persona fue el dedo que se apoyaba el gatillo. Estaba poniéndose febril en su deseo de respuestas francas.
– Haré una declaración formal -dije-. Entonces lo sabrá. Y no haré esa declaración a menos que sea divulgada al público en general, al pie de la letra. ¿Entiende lo que digo?
– Lo deja usted muy claro.
– Lo dejo muy claro porque sé que usted quiere saber y, a menos que me deje confesar a mi manera, nunca podrá averiguarlo.
Dusenberry bajó el arma y sentenció:
– Hace mucho que desea contarlo. Lleva años dejando pistas.
Si creía que acababa de jugar una baza ganadora, se equivocaba; no se me había pasado por alto que dentro de mí venía creciendo desde hacía mucho tiempo el deseo, cancerosamente autodestructivo, de alcanzar la gloria.
– ¿Por eso ha dado conmigo?
– En parte -respondió Dusenberry y sonrió; la insipidez de su dentadura perfecta me dejó helado mientras aclaraba su desconcertante declaración. La acusación por huida del estado estaba relacionada con la muerte de Saul Malvin… y eso sólo lo conocía Ross.
– ¿Y el resto?-susurré.
Ahora, los dientes eran afilados y puntiagudos: el insulso agente federal se había convertido en un tiburón.
– Anderson te ha delatado para librarse de la pena de muerte -anunció-. Te ha arrojado a manos del fiscal federal más voraz y ambicioso que ha existido nunca… para salvar su propio culo de marica, sádico y depravado. -El tiburón dio paso a un monstruo que abría las mandíbulas de par en par para engullirme con sus palabras-: Tú le querías, ¿verdad, cabrón? Has matado a esos cuatro porque sabían lo que Anderson y tú erais y no podías tolerarlo. ¡Tú lo amabas! ¡Reconócelo, maldita sea!
Di un paso adelante y Dusenberry alzó el arma. La boca del cañón ya estaba a dos dedos de mi nariz y el gatillo a medio recorrido cuando lo comprendí: si lo atacaba él saldría ganando; si me retiraba vencería yo. Sonriendo como Ross en su momento más radiante y hablando como Martin Plunkett en su momento más resuelto, mascullé:
– Lo utilicé a él y te utilizaré a ti; al final, yo venceré.
Dusenberry bajó el arma y yo le presenté las manos para que me esposara.
Del New York Times, 4 de febrero de 1984:
EL JUICIO DE PLUNKETT LIQUIDADO
EN UN DÍA; CONTINÚAN LAS INTRIGAS LEGALES
Y DE LA INVESTIGACIÓN
El juicio de Martin Michael Plunkett, asesino confeso de cuatro ciudadanos del condado de Westchester, apenas ocupó cuatro horas de la jornada de ayer, pero la controversia legal que lo rodea puede ser tan compleja y trascendente como breve ha sido su paso por el tribunal… y parece estar tomando cuerpo cierta mística en torno al propio acusado.
Detenido en New Rochelle el pasado 13 de septiembre por el asesinato con arma blanca de Dominic de Nunzio, Madeleine Behrens, Rosemary Cafferty y Richard Liggett, Plunkett se negó a hablar con los investigadores, con los psiquiatras designados por el tribunal y con el abogado que se le asignó. De hecho, no habló con nadie ni realizó ninguna declaración escrita hasta dos semanas antes del juicio de ayer, cuando reconoció ser autor de las cuatro muertes en un documento notarial que dirigió a los investigadores a los lugares donde había enterrado las armas letales. Ayer, renunciando a la asistencia legal, repitió la declaración ante el juez y el jurado y fue condenado tanto como consecuencia de esta declaración como por las pruebas materiales correspondientes. El jurado emitió su veredicto tras deliberar apenas diez minutos y el juez, Felix Cansler, lo sentenció a cuatro condenas de cadena perpetua consecutivas sin posibilidad de libertad condicional. A continuación, Plunkett fue conducido a la prisión de Sing Sing y encerrado en una celda para presos protegidos, donde guarda silencio sobre los detalles de sus cuatro asesinatos y sobre todo lo demás.
Plunkett fue capturado como resultado de la declaración prestada por otro asesino reconocido, Ross Anderson, de 33 años, ex oficial de la policía estatal de Wisconsin y primo de los asesinados Richard Liggett y Rosemary Cafferty. Anderson, que afrontará la próxima semana en Wisconsin el juicio por tres acusaciones de violación y asesinato que se remontan a 1978 y 1979, no fue llamado a declarar contra Plunkett porque las autoridades lo consideraron «logísticamente complicado». Stanton J. Buckford, fiscal federal jefe para el área metropolitana de Nueva York, declaró a los periodistas la semana pasada: «Si Plunkett no hubiera presentado su declaración y no la hubiese respaldado con pruebas que la corroboraban, habríamos requerido el testimonio de Anderson. En la presente situación, sin embargo, no vamos a necesitarlo. El testimonio de Anderson guarda relación con un asesinato que atribuye a Plunkett, cometido en Wisconsin en 1979, y como Plunkett recibirá, muy probablemente, la condena máxima en Nueva York, no queremos que viaje a Wisconsin, un estado sin pena de muerte, sólo para que lo condenen a más años de cárcel. Este hombre tiene una gran inteligencia y es sumamente peligroso y, en mi opinión, presenta un importante riesgo de fuga. Mi deseo es que permanezca en un recinto de máxima seguridad en Nueva York.»
El presunto asesinato de Wisconsin lleva a la pregunta más apremiante sobre el caso: ¿a cuántas personas ha matado Martin Plunkett? Dado que las primeras sospechas acerca de él surgieron como resultado de investigaciones llevadas a cabo por el Grupo Especial del FBI contra Asesinos en Serie, la pregunta se la están haciendo ahora agentes de policía de todo el país.
El inspector Thomas Dusenberry, jefe del Grupo Especial, a quien se debe la resolución de la cadena de homicidios perpretados por Anderson y Plunkett, considera que serán muchos más. «Yo diría que Plunkett ha matado a cuarenta personas, por lo menos, y que sus primeros asesinatos se remontan a 1974, en San Francisco. Creo que mató a George y Paula Kurzinski en Sharon, Pennsylvania, en 1982, un caso que estaba abierto, y que si se incluyen desapariciones no denunciadas, sus asesinatos pueden alcanzar el centenar. Cabe pensar que, una vez entre rejas y enterrado legalmente, carece de importancia el número exacto de personas que haya matado, pero sí la tiene. Por un lado, a los familiares de los desaparecidos les aliviaría su zozobra saber con exactitud qué ha sido de ellos; por otra parte, y más importante, si los homicidios que se atribuyen a Plunkett todavía están siendo objeto de una investigación activa, podremos cerrar los casos pendientes y ahorrar muchas horas de trabajo a los agentes. En el momento de la detención, Plunkett dio a entender que expondrá todos los hechos relativos a sus asesinatos. Sólo espero que lo haga pronto.»
Los departamentos de policía municipales de cuatro estados, por lo menos, están instruyendo investigaciones sobre Plunkett. Las autoridades de Aspen, Colorado, sospechan que fue autor de ocho asesinatos/desapariciones en 1975 y 1976, y las policías de Utah, Nevada y Kansas lo consideran sospechoso de entre quince y veinte asesinatos más en sus jurisdicciones.
La semana pasada, el inspector Dusenberry declaró: «He compartido los datos que poseo sobre Plunkett con todos los departamentos que lo han solicitado. Merecen conocer lo que tenemos. Pero los fiscales están presentando acusaciones con demasiada alegría y eso es ridículo. Sin una confesión de Plunkett, todo queda en el aire. No hay testigos, ni pruebas materiales. He hablado con los dos hombres a los que Plunkett vendió tarjetas de crédito de las víctimas hace años. No han podido hacer una identificación positiva basada en su aspecto actual. Todo es demasiado antiguo y demasiado vago y, en el fondo, está motivado por la indignación y por la ambición personal. Plunkett será juzgado en un estado sin pena de muerte y ningún juez de Nueva York permitirá que sea extraditado y ejecutado en otra parte, por mucho que lo merezca y por mucho que un puñado de fiscales voraces quieran ajustarle las cuentas.»
En cuanto al caso Anderson, el ex policía será juzgado esta semana en Wisconsin. Se ha declarado culpable en un acuerdo con el fiscal y se espera que reciba la sentencia máxima que permite la ley del estado: tres cadenas perpetuas consecutivas. Anderson ha reconocido haber violado y matado a mujeres en cuatro estados más (dos de ellos con pena de muerte), y los fiscales de Kentucky, Iowa, Carolina del Sur y Maryland están buscando resquicios legales que permitan procesarlo.
Anderson ha guardado silencio sobre sus crímenes y sobre su relación con Plunkett y, a través de su abogado, ha respondido con un «sin comentarios» al ser interrogado por agentes de policía y fiscales de distrito de otros estados. «Ellos tienen la palabra -ha dicho el inspector Dusenberry-. Si alguno de los dos quiere hablar, mucha gente, entre la que me incluyo, seremos todo oídos.»
Del Post de Milwaukee, 12 de febrero de 1984:
ANDERSON, CONDENADO A CADENA PERPETUA
Ross Anderson, el ex teniente de la Policía del Estado de Wisconsin que también ha resultado ser el asesino conocido como «el Matarife de Madison», fue declarado culpable de la violación y asesinato, en 1978-1979, de Gretchen Weymouth, Mary Coontz y Claire Kozol, en un breve juicio celebrado ayer ante el Tribunal de Distrito de Beloit. El juez Harold Hirsch condenó a Anderson, de 33 años, a tres cadenas perpetuas consecutivas sin posibilidad de libertad condicional, determinando que sea recluido en una institución que ofrezca «custodia protectora plena», término empleado para referirse a cárceles de alta seguridad que cuentan con instalaciones especiales para delincuentes de «alta visibilidad», como agentes de policía, famosos y figuras señaladas del crimen organizado, que podrían ser objeto de ataques si se los alojara entre los internos comunes.
Una vez pronunciado el veredicto, el fiscal de distrito de Beloit declaró ante la prensa: «Es una vergüenza. Tres chicas de Wisconsin están muertas mientras su asesino pasa el resto de su vida jugando a golf en una prisión privilegiada.»
Del artículo editorial del Milwaukee Journal, 3 de marzo de 1984:
¿EL SALARIO DEL ASESINATO?
Ross Anderson asesinó a siete personas. Su amigo Martin Plunkett asesinó a cuatro, por lo menos, y algunos policías que conocen el caso afirman sin vacilar que el número de sus víctimas asciende a unas cincuenta. Los dos individuos han tenido la fortuna de ser juzgados en estados que no contemplan la pena capital y son considerados criminales tan espantosos que no se les permite convivir con otros delincuentes, pues incluso los más endurecidos atracadores y traficantes se tomarían tan a mal su presencia en el patio de la prisión que su seguridad estaría en peligro.
Así pues, Ross Anderson, alias el Matarife de Madison y asesino de mujeres en cuatro estados, se halla recluido en una sección para presos bajo protección especial, donde levanta pesas, lee novelas de ciencia ficción y construye caras maquetas de aviones. El preso de la celda contigua es Salvatore DiStefano, el jefe de la mafia de Cleveland que cumple quince años por extorsión. Él y Anderson charlan de béisbol durante varias horas al día, hablando de celda a celda.
Martin Plunkett se encuentra en la prisión de Sing Sing, en Ossining, Nueva York. No habla con nadie, pero se rumorea que está pensando en escribir sus memorias. Mantiene correspondencia con varios agentes literarios de Nueva York, todos los cuales han mostrado interés en representar cualquier libro que escriba. También llegan ofertas de Hollywood: se rumorea que algunos estudios le han ofrecido hasta cincuenta mil dólares por una semblanza biográfica de veinte páginas. Cincuenta mil dólares divididos por cincuenta víctimas sale a mil dólares por cabeza.
Es una obscenidad.
Plunkett no podría quedarse el dinero, pues las leyes del estado de Nueva York prohíben que los delincuentes condenados obtengan beneficios económicos de la publicación, escrita o filmada, de sus crímenes. Sin embargo, no parece que sea esto lo que busque; desde su detención, ha manipulado brillantemente al estamento legal y a los medios para tenerlos esperando a que él contara su historia a su manera. Parece que eso es lo único que quiere y tanto a juristas bienintencionados como a voyeurs literarios se les cae la baba de expectación.
Todo ello es obsceno y contrario a los conceptos norteamericanos de justicia ciega y de castigo adecuado al delito. Todo ello es obsceno y subraya las perfidias de llevar la libertad de expresión al extremo. Es obsceno y apunta a la necesidad de que exista un Estatuto Nacional de la Pena de Muerte.
Del diario de Thomas Dusenberry:
13/6/84
Hace ya nueve meses que retiré de las calles a Anderson y Plunkett. He estado muy atareado trabajando -nuevos eslabones y cadenas-y tratando de reconstruir sus vidas. Del primero no he sacado nada y del segundo, todo lo que sale es malo.
Actualizando: Buckford fue el artífice de la acusación contra Plunkett. Elaboró una lista de testigos, a los que no hubo necesidad de recurrir debido a la declaración del reo, y estableció las estrategias de ataque del mediocre fiscal de distrito de Westchester. Se guarda un gran as en la manga por si otros estados emiten alguna vez órdenes de extradición: acusaciones por huida del estado que le garantizan, a él, mantenerse bajo los focos y a Plunkett, seguir a salvo de la silla eléctrica. Este hombre y sus maquinaciones me provocan sentimientos contradictorios. Él sabe, y yo también, que la pena capital no disuade de los crímenes violentos, y el aristócrata de Southampton que lleva dentro la considera vulgar. Bien, pero Buckford también es una promesa del partido Demócrata, se lleva entre manos una operación de gran alcance contra la extorsión que le dará popularidad, y procura mantener sus credenciales liberales impolutas para aspirar en algún momento a un escaño en el Seriado. A mí, y a otra media docena de agentes, nos ha dicho: «Estados Unidos oscila entre el calor y el frío, entre el yin y el yang, entre la izquierda y la derecha, y la próxima vez que se incline hacia la izquierda estaré preparado para saltar a la arena y aprovecharlo.»
Así pues, Ducky Buckford es un oportunista; yo también lo sería, si no estuviese tan deprimido. Después de la detención de Anderson y Plunkett, recibí un telegrama de felicitación del propio director del Buró. Calificaba mi labor de «magnífica» y terminaba con una pregunta: «¿Piensa continuar en el servicio activo hasta la edad máxima de jubilación?» En mi respuesta me mostré evasivo, aunque la pregunta era un ofrecimiento velado de una dirección adjunta y, tal vez, del mando de toda la División Criminal.
¿Y a qué vienen estos sentimientos contradictorios y esta depresión?
A que deseo ver muerto a Plunkett.
Anderson no me molesta como Plunkett; ¡si hasta se echó a llorar cuando le comuniqué que dos de sus primos habían sido asesinados! Plunkett, en cambio, no puede albergar tales sentimientos, ni ninguno que no sea su propia intransigencia. Parece como si me estuviera justificando, de modo que voy a hacerlo. No soy un hombre vengativo, ni de ideología ultraderechista, y sé distinguir entre la necesidad de justicia y la sed de venganza. No me atenaza ningún sentimiento de culpabilidad irracional por no haber puesto bajo vigilancia la casa de Croton, pues di crédito a Anderson cuando me dijo que no había visto a Plunkett desde 1979. Pese a ello, sigo queriendo que Plunkett muera. Lo quiero muerto porque nunca sentirá remordimiento, ni culpa, ni la menor pena o ambivalencia respecto al dolor que ha causado, y porque ahora se dispone a escribir su biografía, representado por un agente literario que le aportará documentos oficiales de la policía para ayudarle a contarla. Lo quiero muerto porque está explotando aquello en lo que más creo para dar satisfacción a su propio ego. Lo quiero muerto porque ahora ya no me pregunto por qué. Ahora, sencillamente, lo sé: el mal existe.
Un mes antes del juicio de Plunkett, Ducky Buckford y yo mantuvimos una charla con el director del Buró. Éste comentó que me veía muy agotado y me ordenó que me tomara unas vacaciones y viajara. Carol no podía acompañarme porque tenía clases, de modo que me marché solo. ¿Dónde estuve? En Janesville, Wisconsin, y en Los Ángeles, donde crecieron Anderson y Plunkett. ¿Qué descubrí? Nada, salvo que lo que es, es, y que el mal existe.
Hablé con unas cuarenta personas que los conocían. Siendo adolescente, Anderson obligaba a chicos de menor edad a practicar actos homosexuales; también torturaba animales. Plunkett merodeaba por el vecindario mirando por las ventanas. El traficante de marihuana al que Anderson mató en el cumplimiento del deber era un antiguo amigo suyo convertido en enemigo y estoy seguro de que lo hizo premeditadamente. La primera muerte de Plunkett tuvo lugar, casi con certeza, en 1974, en San Francisco: el DPSF lo interrogó tres días después de que un hombre y una mujer que vivían delante de su casa apareciesen asesinados a golpes de hacha. Revisando sus informes escolares, encontré al típico chico americano y al chico extraño de inteligencia superior, pero ninguna mención de nada parecido a un trauma significativo, de los que se arrastran toda la vicia. De regreso a casa, en el avión, me emborraché y brindé por la Iglesia holandesa reformada. El mal existe, preempaquetado desde el nacimiento, predestinado desde el útero. Si, como sugiere el doctor Seidman, Plunkett y Anderson son homosexuales sádicos, su mutua pasión no se basa en el amor, sino en el reconocimiento del mal por parte de un mal equivalente. Mamá, papá, reverendo Hilliker, Calvino, teníais razón. Por más que me pese, os la concedo.
Ya en casa, enseguida que llegué, hice algo que no había hecho en veinticuatro años de matrimonio. Inspeccioné los cajones de la cómoda de Carol. Descubrí que el diafragma no estaba en su caja y empecé a tirar cosas por todas partes. Cuando me serené un poco, volví a recogerlas y en ésas llegó Carol. No dijo una palabra y yo no le pregunté nada, y últimamente se ha mostrado tan cariñosa y atenta que todavía no puedo decirle nada. Es evidente que algo ha de pasar, pero temo que si doy el primer paso, nos llevemos una buena sorpresa.
Unas reflexiones finales sobre Plunkett:
A veces pienso que lo único bueno que ha salido de lo que ese monstruo me ha enseñado es mi decisión de continuar mirando al mal cara a cara. Si mi destino es convertirme en un típico policía de Homicidios implacable, sea. Si Plunkett ha sido un indicador de dirección, un villano preempaquetado que me mandaba Dios para impulsarme a seguir buscando asesinos, sea. Si todo eso es verdad, seré capaz de reconciliar mi propia faceta lógica y metódica con la parte mística y desilusionada para seguir adelante.
Lo único que no está a la altura de todo ello soy yo mismo. Tengo casi cincuenta años y no me considero con la energía necesaria para volverme frío, duro y motivado. Eso queda para los jóvenes… y para Plunkett.
15 de junio de 1984.
Estaba tumbado en el camastro cuando oí movimiento en el pasillo de delante de la celda. Pensé que se trataba de otro funcionario o de un administrador curioso por ver al asesino silencioso en carne y hueso y no aparté la vista del techo. Entonces olí a alcohol, miré hacia fuera y vi a Dusenberry agarrado a los barrotes.
– Háblame -ordenó.
Decidí no hacerlo. Había roto mi silencio durante la contratación de mi agente literario y había hablado con los administradores de Sing Sing presentes en el acto, pero el agente del FBI que me había capturado, borracho a las dos de la tarde, no merecía respuesta. Continué mirando al techo y pasando películas mentales de colores.
– ¿Le diste por culo a Anderson, o te dio él a ti?
Los remolinos que veía eran rosa pastel y beis.
– Seguramente lo segundo. Van a por ti, muchacho. Ronnie ha llenado el Tribunal Supremo de jueces despiadados. Colorado ha formado un equipo de los mejores abogados para que encuentren la manera de freírte el culo.
Ahora, el marrón oscuro y el rojo se fundían suavemente.
– Si te fríen, nunca llegarás a escribir el libro. Serás olvidado. El marrón y el rojo se convirtieron en azul y éste se volvió más intenso.
– ¡Mírame, hijo de puta!
Los colores seguían intensificándose y se separaban lentamente para regresar a los tonos originales, sólo que más bonitos.
– ¡No permitiré que me vuelvas como tú!
Más intensos, más tenues, más bonitos.
– ¡Hijo de puta! ¡Nunca, nunca! ¡No seré nunca una mierda como tú!
Mientras oía a los carceleros que se llevaban a Dusenberry, los colores se difuminaron, más bellos que nunca.
Del diario de Thomas Dusenberry:
19/6/84
Lo sucedido con Plunkett llegó a oídos del Director. Éste envió una reprimenda vía Ducky Buckford. «No permitas que vuelva a suceder nada parecido.» Ducky recomienda que me mantenga en segundo plano y algún resultado rápido y espectacular en el Grupo Especial, aunque haya de hurtarle el mérito a otro agente. Esto no puedo hacerlo, por supuesto; sería demasiado pragmático, al estilo Plunkett.
Anoche me encaré con Carol. Reconoció que tenía una aventura con uno de sus profesores. Fui capaz de mantener la calma hasta que empezó a racionalizar por qué había ocurrido. Tenía razones lógicas para todo y, cuando comenzó a enumerarlas, le pegué. Lloró y lloró y, al cabo de diez minutos, recuperó la lógica y la racionalidad y me dijo: «Tom, no podemos seguir así.»
Yo lo sabía antes incluso de que lo dijera.
Una buena noticia, si así puede decirse: ayer, Anthony Joseph Anzerhaus, el que arrancaba el cuero cabelludo a los niños, murió de un disparo cuando cruzaba la frontera mexicana para entrar en Tejas. Un agente de fronteras lo reconoció y fue a sacar la pistola. Al verlo, Anzerhaus metió la mano bajo el asiento y el agente, creyendo que escondía un arma, le disparó. No era un arma; era un oso panda de peluche. Anzerhaus murió acunándolo como un bebé.
Llamé a Jim Schwartzwalder, le di la noticia y se derrumbó; entonces se puso al teléfono Su esposa y repetí la historia. Cuando le pregunté por qué Jim se lo había tomado tan mal, me contestó: «No quieras saberlo.»
Tiene razón. No quiero saberlo.
Lo que sí quiero saber es si alguien honrado puede sacar provecho del punto muerto al que he llegado con Plunkett. En cuanto logre determinarlo, me olvidaré para siempre de ese maldito hijo de puta.
Del New York Times, 24 de junio de 1984:
EL JEFE DE LA INVESTIGACIÓN PLUNKETT-ANDERSON
ENCONTRADO MUERTO
CERCA DE SU CASA: ES UN SUICIDIO
Quantico, Virginia, 23 de junio:
El inspector Thomas Dusenberry, de 49 años, jefe que fue del Grupo Especial del FBI contra Asesinos en Serie y agente responsable de las capturas de los asesinos múltiples Martin Plunkett y Ross Anderson, fue encontrado muerto ayer, en el bosque cercano a su casa de Quantico. En la mano derecha tenía un revólver del calibre 38 con un silenciador de tosca factura y una sola herida de bala en la cabeza. Los agentes que investigan el caso han encontrado una nota de suicidio, escrita de su puño y letra, en la mesa del comedor de su casa y la muerte ha sido oficialmente catalogada de «homicidio autoinfligido».
Los agentes del FBI expresaron su perplejidad ante la muerte de Dusenberry, pero no quisieron especular acerca de los motivos que lo llevaron a quitarse la vida. La policía de Quantico reveló que, junto con la nota de suicidio, había dos cheques de veinticinco mil dólares cada uno, extendidos a nombre de los hijos del inspector. Dusenberry había comentado a un colega, el agente especial James Schwartzwalder, que había vendido -por la cantidad que dejaba a sus hijos- un diario que escribía sobre el caso Plunkett al mismo agente literario que representa a Martin Plunkett en la venta de su autobiografía.
«Tom me habló del trato hace tres días -ha dicho el agente Schwartzwaler a los periodistas del Times-. Parecía feliz por ello. Yo no tenía ni idea de lo que estaba planeando.»
Dusenberry será enterrado tras un funeral que se celebrará en la capilla de la Iglesia holandesa reformada la próxima semana. Deja esposa, Carol, de 45 años, un hijo, Mark, de 22, y una hija, Susan, de 23.
Salvo este epílogo, mi relato está completo. Llevo catorce meses en Sing Sing; Dusenberry lleva nueve muerto. No se han cursado órdenes de extradición contra mí y en el mapa que adorna la pared de mi celda hay clavados sesenta y dos alfileres. Ayer cumplí treinta y siete años.
Milton Alpert está leyendo las primeras páginas de mi manuscrito en una celda enfrente de la mía, al otro lado del pasillo. Llevo una hora observándolo y parece asustado.
Ya se ha acabado. Estoy tan muerto e inanimado como esos alfileres de cabeza roja que adornan mi mapa. Al repasar estas cuatrocientas y pico páginas, veo que estuve, sucesivamente, asustado y enfurecido, que fui atrevido y cobarde, depravado y poseído de una nobleza de guerrero. Luché y huí y, cuando amé, mi emoción respondió a una voluntad de poder similar a la mía. Que él resultara débil y traidor carece de importancia; como todos los seres humanos, me uní a un amante bien parecido que llenó de gracia mis propios espacios en blanco, dejando partes de mi voluntad en suspiros y abrazos. Pero, a diferencia de la mayoría de los seres humanos, no permití que mi deseo me destruyera. Mis últimas muertes fueron por él, y por él estuve a punto de dejar con vida a mi última víctima, pero al final mi voluntad se mantuvo intacta. Poseí la experiencia, pero no pagué el precio final.
Otros lo pagaron por mí.
Al quitarles la vida, los conocí en los momentos más exquisitos de su existencia. Al acabar con ellos cuando eran jóvenes, ardientes y llenos de salud, asimilé una impetuosidad y un sexo que habrían languidecido de no haberlos usurpado para mi propio uso. Lo que hice fue en parte para acallar mis pesadillas y calmar mi rabia terrible, y en parte por la pura emoción y la sensación de poder de alto voltaje que me proporcionaba el asesinato. No puedo resumir mis impulsos con una perspectiva mayor que ésta.
Así, busca causa y efecto; participa de mi brillante recuerdo y de mi absoluta sinceridad y llega a la conclusión que quieras. Construye montañas de elipses y bastiones de lógica de interpretaciones de la verdad que te he dado. Y si he ganado tu credibilidad retratándome abiertamente, con fragilidades incluidas, créeme si te digo lo siguiente: he alcanzado puntos de poder y de lucidez que no pueden medirse por ningún parámetro lógico, místico o humano. Tal era la santidad de mi locura.
Ahora se acabó. No me someteré a la duración de mi sentencia. Completada esta despedida en sangre, mi tránsito en forma humana ha llegado a su punto culminante; subsistir más allá resulta inaceptable. Los científicos dicen que toda la materia se dispersa en una energía irreconocible pero penetrante. Me propongo averiguarlo volviéndome hacia adentro y cerrando mis sentidos hasta que implosione en un espacio más allá de toda ley, de toda carretera, de todo límite de velocidad. De alguna forma oscura, continuaré.