172822.fb2 El barco de los grandes pesares - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

El barco de los grandes pesares - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 11

8

Cuando Vlado llegó al hotel unos minutos más tarde, Pine lo estaba esperando a la puerta de su habitación, cruzado de brazos, exhibiendo una firme sonrisa con una carpeta en una mano. Siguió a Vlado a la habitación, arrojó la carpeta sobre la cama y cerró la puerta.

– Hay una última cosa que tienes que ver antes de que nos pongamos en marcha.

Su voz sonaba extraña, empañada, con un leve dejo de tensión.

– Me temo que no va a ser una lectura fácil. Yo te habría dejado que lo vieras antes pero, en fin, órdenes de arriba.

Vlado se dejó caer en la cama. Su excitación por estar en casa había desaparecido, apagada por el relato de Amira, y había sido sustituida por una creciente aprensión. Aquí llegaba la revelación que tanto había temido; el nombre de Popovic estaba a punto de alcanzarlo al fin. Pero lo que Vlado seguía sin poder entender era la relación que existía entre todo aquello y Matek. O quizá todo había sido un complicado pretexto para llevarlo hasta allí y encargarle una misión distinta, más peligrosa, con Popovic como palanca.

– Dime -dijo Vlado, señalando la carpeta-. Cuando lo haya leído, ¿vas a detenerme? ¿O a presentar alguna clase de cargos contra mi persona?

Pine lo miró entrecerrando los ojos, perplejo de verdad.

– ¿Detenerte? Creo que la mejor pregunta es si tú me vas a detener a mí. Por ocultación de pruebas. Pero lo más probable es que sólo quieras darme una buena somanta. Y si es así, me encontrarás en el bar del hotel.

Pine cerró la puerta tras él, dejando a Vlado más confuso que nunca. Abrió la carpeta, esperando todavía ver alguna clase de informe sobre sus recientes andanzas. Pero cuando comenzó a leer, su primera reacción fue de perplejidad, seguida de alivio.

El nombre que figuraba en la parte superior era «Iskric, Josip».

No significaba nada para él. Y por las fechas parecía claro que aquello era otro cuento de la segunda guerra mundial. Iskric había nacido en 1922, un año antes que Matek pero en el mismo rincón remoto del país. Vlado leyó por encima las líneas siguientes, buscando algo que le llamase la atención, algo que le permitiera resolver el misterio que Pine le había endilgado de pronto, pero no había nada extraordinario. Parecía ser un reflejo del expediente de Matek: educación en una academia para oficiales en el ejército yugoslavo. Adherido al movimiento ustashi. Castigado por el ejército por actividades nacionalistas. Incorporado al Ejército de Defensa Nacional de Croacia después de la declaración de la dictadura ustashi. Sirvió en la misma unidad que Matek. Participó en la ofensiva de los montes Kosarev a principios de 1942. Condecorado dos veces por su valor. Destinado al campo de concentración de Jasenovac en mayo de 1942. Ascendido a teniente. Puesto al mando de escuadrones de guardia. Aquello habría convertido a Iskric en un igual de Matek. Vlado siguió leyendo.

Huido de Croacia en abril de 1945. Capturado por fuerzas británicas en Wolfsberg, Austria, junto con otros dos fugitivos. Internado en el Campo para Personas Desplazadas de Fermo, Italia, liberado en junio de 1946 bajo custodia de la Comisión Pontificia de Auxilio. Sí, era la misma pista, con algunas variaciones de poca importancia. Quizás Iskric era un testigo en potencia, y tal vez iban a detenerlo también, un trabajito extra que Pine había esperado hasta ahora para adjudicarle. De hecho, tal vez había aún más sospechosos que él no conocía, y estaban condenados a quedarse allí semanas en vez de días. Pensó que era penoso, pero no insuperable.

A partir de 1946, la carrera de Iskric seguía la misma trayectoria que la de Matek. Los dos debieron de trabajar juntos en Roma. Incluso se repatriaron el mismo año, 1961. Pero para entonces Josip Iskric, al igual que Matek, tenía una nueva identidad.

Su nuevo nombre era Enver Petric.

Vlado miró lleno de incredulidad. Calculó la edad de aquel hombre. Encajaba. Siguió leyendo, aturdido, sabiendo exactamente lo que venía a continuación. Enver Petric se había reasentado en Klanac, una aldea al sur de Sarajevo. Se había casado al año siguiente, y en 1963 su esposa dio a luz al único hijo del matrimonio, un varón al que pusieron el nombre de Vlado.

Vlado podía completar el resto, pero siguió leyendo de todos modos, petrificado de fascinación. Trasladado con su familia a Sarajevo en 1968. Empleado en un taller de maquinaria, ascendido a capataz en 1974. Fallecido en 1983, dejando esposa e hijo. Hijo graduado en la Universidad de Sarajevo en 1982. Al estallar las hostilidades en la primavera de 1992, entró a trabajar como inspector detective en la fuerza de policía municipal, destinado a la investigación de asesinatos. Esposa e hija evacuadas a Berlín, donde se reunió con ellas a principios de 1994 tras la investigación de la corrupción local.

Vlado cerró la carpeta, con ganas de vomitar. Necesitaba ponerse de pie, andar, gemir como un animal, pero lo único que pudo hacer por el momento fue mirar fijamente la carpeta y el nombre mecanografiado de forma tan cuidadosa en la parte superior: Josip Iskric.

Aquello era lo que sucedía cuando no se volvía a casa imponiendo uno mismo las condiciones, pensó, con las sienes a punto de estallar. Uno se enteraba de la muerte del hijo de una amiga, y del papel que se había representado en él. Después se enteraba del pasado genocida de su padre. Y lo que había hecho lo convertía, además, en el hijo negligente de un asesino, de un hombre cuyas acciones habían desembocado en la muerte de niños, además de un hombre que había ayudado a asesinos a ocultar y enterrar a sus víctimas, como él había hecho con Haris y Huso.

Se sintió acosado por la extraña sensación de que su historia personal se había alterado de improviso a modo de castigo por sus crímenes recientes, como si Pine fuera un mensajero cósmico que ahora desaparecería en el éter, junto con la misión y el Tribunal entero. Descender a aquel viejo búnker de Berlín le había hecho deslizarse a un lugar ignoto donde se saldan las cuentas pendientes y la justicia es absoluta.

El radiador colocado debajo de la ventana se puso en marcha con un silbido, y Vlado dio un salto, asustado. Volvió a abrir la carpeta, tocando los papeles como si de algún modo pudieran ser falsos, una falsificación. El policía que llevaba dentro pedía a gritos detalles, hechos, testigos. Pasó la mano derecha por el cubrecama calado y miró por la ventana, hacia un cielo azul en el que el sol brillaba y las colinas verdes se elevaban a lo lejos.

Todo era real, de acuerdo. Se acabaron sus preocupaciones por Popovic. Aquél era el gran secreto que le habían ocultado, su palanca para obligar a Matek a salir al descubierto. Contratar al hijo del antiguo camarada de aquel hombre, y después añadir una concesión de remoción de minas por si acaso. En el supuesto de que aquello fuera de verdad una parte de la operación. Tal vez lo único que tuvieran fuera la conexión familiar. Habían encontrado su nombre en un archivo y habían dado gracias al cielo por que estuviera disponible, aquel paria de Berlín que tanto deseaba volver a su país. Y encima, detective.

Recordó después su conversación con Pine sólo dos días atrás. Había hablado profusamente de la bondad y honestidad fundamentales de su padre mientras Pine se limitaba asentir con la cabeza, el estadounidense sonriente, dejándole que hablara sin parar como un imbécil. Y con aquel pensamiento su pánico se transformó rápidamente en cólera a punto de estallar, contra Pine, el Tribunal, cualquiera que estuviese a mano.

Se puso de pie respirando entrecortadamente, a punto de explotar, con ganas de hacer añicos una pared, de golpear un rostro. Bajaría los escalones de dos en dos, buscaría a Pine en el bar del hotel y caería sobre él como un depredador. Le golpearía la cabeza contra la mesa hasta que los dientes que exhibía su sonrisa rodaran por el suelo.

Sólo dio un paso hacia la puerta, luego se detuvo, se dio la vuelta, impulsado por una emoción más profunda y sin nombre contra la que sabía que no podía luchar. Se dirigió a la ventana y miró hacia el horizonte y las montañas que tan bien conocía. Allá estaba su padre, enterrado, muy lejos y sin tener que rendir cuentas ante nadie, mudo ante aquellas monstruosas acusaciones.

Vlado levantó el puño derecho, como un martillo, después gritó, un rugido sofocado que terminó con un golpe en el cristal coloreado de marrón. Se oyó un crujido sordo, la habitación entera pareció temblar, y de pronto la ventana apareció sombreada por mil minúsculas grietas, que irradiaban como las cuadrículas de un mapa a partir del punto de impacto. Igual que en la guerra, pensó, observando con una extraña fascinación, cuando todas las ventanas habían quedado hechas añicos y habían desaparecido, cubiertas por plásticos. Y por un instante extraño e inquietante se vio transportado de nuevo al asedio, solo en una habitación individual, separado de su esposa y su hija, con el fuego de artillería por única compañía.

Una vez apagada la detonación de su ira, ahora comenzaba la implosión. ¿Cómo podía haber dejado que su padre lo engañara durante todos aquellos años?, se preguntó. ¿No habría habido alguna señal, algún momento revelador? Pensó en todos los degolladores o asesinos a los que había detenido, y en la certeza sobrada con la que se había acercado a ellos, creyendo a veces que de verdad podía ver la culpabilidad en sus ojos. Pensó que incluso había detectado aquella cualidad en Haris. Pero en el más culpable de todos se le había pasado por alto.

Trató de encontrar un recuerdo de su padre, el hombre tranquilo que siempre parecía tan racional. Cuando era un niño, Vlado acudía todos los días al taller, para acompañar a su padre de regreso a casa para cenar. Recordaba las chispas que saltaban de un molinillo, el zumbido de los motores y las correas girando, el olor a aceite caliente, y su padre, una presencia sólida y tranquila, abstraído en su trabajo. Infundía respeto; era evidente en la manera en que los demás se dirigían a él, lo respetaban, y se notaba su orgullo callado. Aquellos momentos le habían dicho a Vlado mucho más que su padre, y habían permanecido como su juicio definitivo sobre los valores básicos y el sentido común de su padre. Hábil con las manos, le había dicho todo el mundo. Pero ahora aquella frase se había distorsionado y convertido en algo terrible por obra de aquel nuevo conocimiento.

Se sentó en la cama, acabado, observando el horizonte oscurecerse a través del cristal agrietado. Se sentía como si acabara de correr quince kilómetros. Se apoyó en la espalda, dobló los brazos sobre el estómago, en actitud de espera. Cerró los ojos. Estaban secos, pero tan doloridos como si hubiera estado sollozando toda la tarde. Mientras escuchaba los sonidos cotidianos del tráfico que subían desde la calle, sintió que un aturdimiento de privación descendía como una pesada manta, y se dejó llevar a una agitada antesala del sueño, en busca de cualquier refugio que estuviera disponible.

Soñó. Nada coherente al principio. Sólo rostros y lugares de su pasado. Amigos a los que no había visto desde hacía años, cruzando la ciudad. Y ahora está entre la muchedumbre con ellos, caminando con paso firme para asistir a un partido de fútbol, un partido que debió de ver de verdad hace mucho tiempo, porque ya conoce el resultado, y se lo oculta a los demás. Conoce el final de cada jugada desde que comienza a desarrollarse. El campo es de color verde esmeralda, una superficie emocionante a la que afluyen camisetas rojas y verdes, cada jugador ocupa su puesto, la excitación sube en su garganta mientras grita. El balón suena al pasar del pie a la cabeza con el toque elástico del cuero, la multitud se levanta, de modo que por un instante no puede ver el campo; nada ante sus ojos salvo un abrigo de lana y el sombrero de alguien, el olor a sus cigarrillos y su cerveza barata. Ahora es un niño, demasiado pequeño para ver por encima de nadie, y sus amigos han desaparecido, pero unas manos fuertes y hábiles lo agarran desde atrás por debajo de las axilas, lo levantan, lo llevan a la luz del sol. Es su padre, lo sabe, aunque no puede verle la cara, no quiere mirar. Aterriza fácilmente en los anchos hombros, ahora mira hacia abajo y todos los sombreros y las cabezas calvas flotan en ese mar de excitación.

– Mira, Vlado. ¡Mira!

Es la voz de su padre, años más joven que la última vez que lo recuerda, excitado, llamando su atención de nuevo hacia el juego.

– ¡Vamos a ganar!

Vlado vuelve la mirada hacia el campo y ve a más de un centenar de personas con pañuelos y harapos oscuros, largos abrigos, gorras de lana con visera. Es un ejército de campesinos, todos vueltos hacia el extremo opuesto del estadio. Guiando a la muchedumbre hay soldados tocados con cascos y vestidos con uniformes grises, hombres que portan largos fusiles con bayonetas que relucen a la luz del sol. Y allí delante, dándoles órdenes apresuradas, moviendo los brazos con vigor, está su padre, cuyo rostro es ahora claramente visible. Parece impaciente, grita órdenes que Vlado no puede oír entre el barullo de la multitud.

La gente se mueve hacia la portería de la parte opuesta, apiñándose cerca de los postes blancos y la red amarilla, donde ahora la cabecera del cortejo desciende hacia la tierra, en una gran abertura marrón de suelo removido, marcado en los bordes con cruces y medias lunas, e incluso desde su posición privilegiada en la tribuna Vlado nota el frío y la humedad de esa abertura, como si la tierra exhalara desde las profundidades bajo la superficie.

Comienza a oírse un ruido atronador, un redoble de tambor, constante e insistente, y una voz lo llama por su nombre.

– Vlado. Vlado, ¿estás ahí dentro? ¿Vlado?

Vlado se dio la vuelta en la cama, parpadeando en la oscuridad de la habitación del hotel. Era Pine, llamando a la puerta.

– Me había quedado dormido -dice con voz ronca por toda respuesta.

Se puso en pie lentamente, sintiéndose como si hubiera estado dormido durante horas, luego abrió la puerta a un rostro surcado por arrugas de preocupación, incluso de alarma.

– Lo siento -dijo Pine, hablando rápidamente, uniendo las palabras-. Estaba preocupado por si… por si te hubieras marchado o algo así. Pensé que tal vez, no sé. También he venido a pedir disculpas. He intentado imaginar en los últimos tres días qué te diría exactamente cuando llegase este momento. Lo mejor que se me había ocurrido era que yo sólo cumplía órdenes, que me decían todo lo que necesitaba saber sobre aquello en lo que participaba.

– No gastes saliva inútilmente -dijo Vlado, más despierto.

– Está bien.

– Y no intentes explicarte.

Pine asintió con la cabeza, sin decir nada.

– No puedo hacerlo, ya lo sabes. No después de la forma en que se ha llevado a cabo.

Pine volvió a asentir con la cabeza, mordiéndose el labio, todavía de pie torpemente en el umbral de la puerta abierta, pues Vlado le impedía el paso.

– Vale. Supongo que imaginé que esto podía pasar. Vale. -Hizo una pausa, como si esperase que Vlado dijera algo más, o al menos que se hiciera a un lado. Como ninguna de las dos cosas sucedía, siguió hablando, aunque sólo fuera para llenar el silencio-. Veré si hay un vuelo de regreso a Berlín mañana. No voy a intentar convencerte de lo contrario. Se te pagarán los dos últimos días, desde luego.

Vlado frunció el ceño.

– Pero haz otra cosa por mí, ¿quieres? O hazla por ti.

Vlado no dijo nada, pero asintió, como si le diera permiso para hablar.

– Intenta pensar en cómo vas a sentirte por todo esto dentro de una semana. Es horrible, sobre todo enterarse así. Pero no se puede dar marcha atrás, y sólo quiero que pienses en si podrías sentir de otra manera o no después. Porque si cambias de opinión, bueno… Entonces, toda la operación habrá terminado. Será demasiado tarde.

– Iréis a por él de todos modos, quiero decir. A por ese hombre, Matek. Ese… amigo de mi padre.

– No tenemos elección. Me haré pasar por el tipo de la remoción de minas. Ya tengo las tarjetas de visita falsas, por si acaso.

– Tu plan B secreto -dijo Vlado con desdén.

No funcionaría, y los dos lo sabían. No funcionaría con alguien que conocía las confabulaciones y las estratagemas tan bien como Matek. El engaño era su medio de vida.

Así que deja que se malogre, pensó Vlado. Que el viejo cabrón siga siendo un viejo cabrón un poco más. Dentro de unos años estaría muerto de todos modos.

– ¿Y qué me dices de Andric? -preguntó-. Supongo que harán la operación en cualquier caso.

– Eso creo. En el supuesto de que pueda limar asperezas a estas alturas.

Vlado suspiró. Podía ver ya lo que iba a suceder. El acuerdo se iría al traste, Andric seguiría en libertad, y él habría desempeñado un papel. Haciendo honor al buen nombre de su padre.

¿Y qué pasaría con Matek, en realidad? Aquel hombre moriría de acuerdo con sus condiciones. Peor, moriría con sus secretos, que Vlado quería conocer ahora más que ninguna otra cosa. Mandar al infierno al Tribunal sería tirar por la borda su única oportunidad de saber algo más acerca de lo que en realidad había sucedido, y por qué.

Por qué no seguir trabajando entonces, se preguntó. No como un buen soldado, ni siquiera como un oportunista que busca reasentamiento y un nuevo trabajo, sino como un hijo que busca pistas vitales sobre el pasado de su familia. Participaría en el interrogatorio de Matek, les gustase a los demás o no. Era probable que Pine se lo permitiese, aunque sólo fuera por su sentimiento de culpa. Si sus preguntas fastidiaban a los demás, podían despedirlo. Su carrera en el Tribunal iba a ser breve pasara lo que pasara. Y por el momento no deseaba pensar en llevar a su familia de nuevo a Bosnia. La información del expediente lo había cambiado todo. No quería que su hija siguiera en modo alguno las huellas de las botas de su padre.

Se volvió hacia Pine, furiosamente resignado.

– Ya sabes lo que voy a hacer, ¿no es así?

– No, no lo sé. Dímelo tú.

– ¿Cuándo debemos ponernos en contacto con Matek?

Pine frunció el ceño, dejando la mirada perdida.

– Acaban de cambiar esa parte, casualmente. Ahora dicen que esta noche. Los franceses se estaban poniendo nerviosos, así que han adelantado un día la operación de Andric. Quieren que ajustemos nuestro calendario en consecuencia.

– Así que en cuanto yo esté listo, en otras palabras.

Pine asintió gravemente con la cabeza.

– Tú lo has dicho.

– Antes quiero una copa.

– No hay problema. Tómate dos. Todas las que quieras, siempre y cuando sigas acordándote del nombre de ese hombre. Bajaremos al bar.

– No -dijo Vlado, decidiéndose ahora por un enfoque distinto-. Nada de copas. Sólo la llamada por el móvil a Matek. Vamos a hacerla ahora. Luego me tomaré la copa, pero sin ti. Solo.

– Mira, si quieres…

– Tú dame el número de teléfono, ¿vale? Dime qué tengo que decir. Y después déjame solo. Ya te avisaré cuando termine.

– Como tú digas. -Pine tendió las manos como para pedir calma-. Es tu número.

Mi número, pensó Vlado mordazmente. Pues claro que lo era. Un cabaré macabro inspirado en el pasado de su padre, y él estaba a punto de entrar en escena. Luces, por favor. Después el libreto. Que empiece el espectáculo.