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Pero Matek era un enamorado de Internet, le encantaba la idea de poder estar en un lugar de mala muerte como Travnik y aun así disponer de un mundo de contactos y de información. En momentos así siempre sonreía al recorrer con la mirada su oficina. En los últimos años había puesto un empeño especial en describirse para los extraños como un rey de provincias sentado en su rústico trono, apenas instruido y apenas presentable, un potentado provinciano al que se podía tener contento con una palmadita en la cabeza y una porción generosa de pastel.
Así que cuando la gente de la ONU y de las delegaciones de ayuda llamaban a su puerta, siempre les ofrecía el mejor espectáculo posible, desde la escenografía y las bebidas hasta su pose de palurdo deseoso de agradar. La farsa comenzaba con el rebaño de cabras que andaban sueltas por los campos, unos animales que de forma casi invariable se aglomeraban en torno a los automóviles de los invitados mientras estacionaban, intentando mordisquear todo lo que se movía, balando y escarbando en la hierba surcada mientras los visitantes sorteaban con finura las cagarrutas. En el interior, un linóleo marrón cubría el piso del vestíbulo, y en el techo había unos tubos fluorescentes. Se acompañaba a los visitantes por el vestíbulo hasta su despacho, donde se sentaban en voluminosos sofás marrones reliquias de la época comunista. Las ventanas estaban cubiertas de horrorosas cortinas estampadas en tonos naranja y marrón, y la alfombra de pared a pared estaba raída y lucía quemaduras de cigarrillos.
Pero el verdadero espectáculo era el propio Matek, sentado detrás de un escritorio barnizado del tamaño de un acorazado. Iba vestido invariablemente con una enorme chaqueta de poliéster marrón. Sus pantalones mostraban abigarrados diseños que desentonaban con los de sus camisas de cuello abierto, donde el vello del pecho proclamaba su perdurable virilidad y recordaba a las visitas que junto al encanto zafio y torpe había material más duro; aquél era su territorio, y un paso en falso podía dejarlos abandonados a su suerte en Dios sabía qué clase de valle o aldea. Lo más destacado del conjunto de Matek, sin embargo, era su cabello salpimentado, toda una cabeza de pelo peinado con las ondas a la Pompadour que eran tradicionales entre los señores balcánicos hechos a sí mismos.
Su despacho estaba en la habitación trasera de una casa de labranza construida en medio de unas cuantas hectáreas de tierras en pendiente en las que sólo crecían unos pocos ciruelos en una dispersión herbácea de pizarra y granito. Las cabras se encargaban de cortar el césped. Su complejo residencial -siempre le encantaba oír que los informes lo describían así- estaba enclavado al final de un serpenteante camino de grava, a media ladera de las montañas que se alzaban sobre la ciudad de Travnik como un portón de hierro de dos mil metros de altura que cerraba a cal y canto la vertiente norte del valle. La vista desde su dormitorio en la planta alta abarcaba no sólo el río Lasva, que reverberaba en el fondo del valle, sino también largos tramos de la carretera principal que llevaba a la ciudad, además del camino que conducía hasta su propiedad. Le gustaba ver a los visitantes antes de que ellos lo vieran a él. La mayoría de sus enemigos nunca tendrían iniciativa, y mucho menos resistencia, para acercarse a pie entre los árboles. Y aunque era posible que los organismos internacionales no lo supieran, en la zona tenía fama de no permitir que nadie lo sorprendiera, ni en un trato comercial ni en formas más rudimentarias de enfrentamiento. Aquellos que lo intentaban tenían tendencia a desaparecer.
A sus setenta y cinco años, Matek conservaba casi toda su vitalidad, y también le gustaba alardear de ella. Tenía un aspecto excelente para su edad, todavía esbelto, con la salvedad de la ligera bolsa de la barriga, la cara con pliegues pero sin arrugas, y seguían dándosele bien las mujeres cuando era necesario, lo que en su caso sucedía más o menos una vez a la semana. Siempre había una o dos rondando por las cercanías cuando visitaba su café preferido que no tenían inconveniente en pasar unos momentos con él en aposentos más privados, siempre que antes hubiera tiempo para tomar unos tragos de su botella. No era tan vanidoso para pasar por alto el poder de la riqueza en aquella ecuación, ni el de la botella a la hora de privarles de su voluntad. Su fajo de billetes era un signo más de su hombría, de su capacidad para derrotar a la competencia.
Si no se contaba a sus guardaespaldas, Matek vivía solo. Hacía mucho tiempo había probado brevemente el matrimonio, un secreto bien guardado, pero no lo había encontrado de su agrado, y en la actualidad las amantes ocasionales le venían bien. No había desorden femenino por la casa. Ni había voces que le dijeran al oído qué tenía que hacer y cuándo debía hacerlo. Estaba convencido de que ésa era la razón por la que las líneas de la risa alrededor de sus ojos seguían siendo joviales, no agobiadas por la preocupación. Y seguía teniendo reflejos para contar un chiste ruidoso o soltar una carcajada, los ojos castaños seguían siendo propensos a brillar ante una buena réplica o la evocación de un recuerdo. Todo ello venía muy bien cuando llegaba el momento de hacer de anfitrión parlanchín para los desconocidos que acudían subiendo y bajando montañas con su dinero y sus contratos. Había descubierto que si estaba a la altura de sus expectativas se resignaban a cierto grado de derroche, descuentos y excesos, incluso algún fraude, pero no en el sentido en que un contable podría entenderlo en Bruselas o Nueva York. Cuando inevitablemente regresaban seis meses después con sus gráficos de barras y sus diagramas de flujo, siempre había un clima de conferencia padre-profesor, una inevitabilidad suspirada de que siempre habían sabido que aquello formaría parte del trato. Así que en vez de levantar la alfombra, se limitaban a tirar de las esquinas y sacudirlas, haciéndole saber que podían seguir viendo sus contados signos de progreso. Y para entonces, desde luego, habían tomado nota de sus firmes conocimientos de las necesidades y situaciones locales, y de hasta qué punto su aplicación de los acuerdos podía ser severa, incluso brutal, en caso necesario. Así que tendían a andar con pies de plomo, incluso con admoniciones, y a respirar entrecortadamente entre sorbos de su fuerte licor casero, siempre servido en una bandeja turca de latón forjado, los vasos empañados lo justo.
El gran chiste de todo aquello era que lo que Pero Matek habría preferido en realidad era un par de tragos tranquilos de un chianti classico en copas de cristal reluciente. Pero esas botellas estaban guardadas bajo llave en la bodega, con controles de humedad y temperatura. Guardadas fuera de la vista como su ordenador de sobremesa Dell con su monitor Sony de 21 pulgadas.
En las contadas ocasiones en que podía convencer a las visitas de que se quedasen a cenar encargaba una gran parrillada variada sólo para destemplarles los dientes y revolverles el estómago, banquetes de carne balcánicos compuestos de cordero, ternera y salchichas, amontonados en fuentes rebosantes de grasa y carbón. Llenarles los platos como si fueran pesebres y verlos sonreír inexpresivamente, sabiendo que cambiarían impresiones más tarde en sus Range Rover y Mercedes SL, mientras se reían del rústico sin remedio. Un ayudante de la oficina del Alto Representante, quizá la visita más importante que había recibido nunca, le había llamado después «Pero el Bárbaro», y cuando Matek recibió el informe de uno de sus espías de oficina estuvo riéndose varios días, difundiendo el apodo por el pueblo como si fuera un folleto publicitario, consolidando su reputación de no ser demasiado refinado. Un inversor norteamericano que había estado una semana fisgoneando por el valle, un tipo de Oklahoma con botas altas y voz grave, lo había comparado con un destilador ilegal de bebidas de Ozark, aunque uno al que se podía domar y adiestrar siempre que recibiera su ración de pastel.
Así que dejaba que creyeran que era adiestrable y domable, y seguía recibiendo su parte, una y otra vez, de cualquier financiero o benefactor que tuviera divisas para quemar.
Lo irónico de aquella dinámica era que había comenzado a legitimarlo, incluso a los ojos de algunos de los más ingenuos lugareños. La organización de matones barriobajeros de sus mercados de la época de la guerra se estaban convirtiendo lentamente en un reino bien documentado de contratos firmados y concesiones de las fundaciones. Lamentablemente, su participación en la operación de coches robados había sido una víctima necesaria de la transformación. Había comenzado a sufrir una atención excesiva de los agentes de la ley, así que transfirió sin hacer ruido el control a unos pocos rivales menores y serviciales, que se emocionaron ante el súbito maná de material rodante que les caía de Alemania y Suiza a través de Polonia y Ucrania, sólo para su consternación cuando todo se les fue de las manos unas semanas más tarde gracias a una redada bien informada de su mercado de distribución al aire libre. Cuando comenzaron a sospechar del papel que Matek había desempeñado en el asunto, varios estaban ya en la cárcel, otros habían muerto y el mercado de automóviles había desaparecido. Volvería, desde luego, una opción que siempre existiría si Matek lo necesitaba. Pero por ahora el grifo internacional corría a raudales, y se conformaba con chapotear en el lucrativo caldo de la sopa de letras de Europa, las ONG y las subagencias de la UE que dirigían aquel país de una manera acorde con los Habsburgo o los otomanos.
En el caso de sus otras actividades ilegales, ¿por qué vender gasolina de contrabando en botellas de vino y cartones de plástico para leche cuando se podían regentar seis estaciones de servicio de INA, abastecidas directamente desde Zagreb a precios subvencionados? ¿Por qué seguir vendiendo bebidas en los callejones cuando su distribuidora de bebidas alcohólicas y cerveza era ya la primera en cinco municipios de los alrededores? Lo era desde la primavera anterior, cuando su principal competidor pisó una mina antitanques. No importaba que los vecinos de aquel hombre siguieran preguntándose por qué su vehículo circulaba fuera de la carretera por aquella zona concreta de bosque. Iría de caza, tal vez, pues ésa era su afición, aunque nadie llegó a averiguar quién lo había invitado. Y tampoco importaba que la propiedad en cuestión se hubiera limpiado supuestamente de minas, ni que su dueño fuera Pero Matek, aunque la escritura había pasado por tantos poderes, cláusulas adicionales y socios silenciosos que podían pasarse semanas estudiando minuciosamente los papeles de los rematadamente pequeños archivos del municipio sin aclarar nada.
Y no es que a Matek le preocupase establecer su procedencia, si hacía falta. Todos los documentos originales estaban cuidosamente archivados en su caja fuerte, la descomunal caja de caudales empotrada en un rincón de su despacho, detrás del mueble donde estaba el Dell, donde en ese momento estaba sentado aporreando el teclado con sus manos de labrador, con el ritmo acompasado poniéndolo de buen humor, tan relajante como debe de ser el repiqueteo de una caja registradora para un tendero de pueblo. Aquél era el sonido del comercio actual, se dijo para sus adentros. «Incluso para un bárbaro», musitó en voz audible, echándose a reír después. Se podían buscar los precios de los artículos y las tarifas del transporte, y después aplicarlos a los presupuestos y las listas de precios. Se tecleaban unos cuantos números de serie, un par de contraseñas, y los pedidos se actualizaban, la situación aparecía en la pantalla desde seis lugares distintos. Se podía enviar un mensaje por correo electrónico a Emilio en Trieste, un duplicado a Francisco en Madrid, una confirmación con un anexo extra de una fotografía pornográfica, sólo por diversión, a un proveedor de Bulgaria al que sólo conocía por el nombre de Christo.
Nunca había visto a ninguna de esas personas porque, francamente, seguía siendo un riesgo viajar al extranjero, y quizá siempre lo sería. Era su único gran pesar en la vida. Era probable que cruzar la frontera nunca fuese seguro, teniendo en cuenta lo que habían hecho con sus papeles y su pasaporte hacía todos aquellos años. Tenía otros, desde luego, dos juegos distintos que estaban mejor guardados donde nadie los viera, y en ninguno de los dos figuraba su antiguo nombre, su verdadero nombre. No se había fabricado todavía una caja fuerte o caja de caudales lo bastante segura para guardar aquella información, así que sólo la guardaba en su cabeza, en lo más profundo, por si acaso asomaba en un momento inoportuno.
El juicio racional le decía que debería poder viajar al lugar que más le agradase, teniendo en cuenta el paso del tiempo. ¿Quién lo iba a reconocer ahora, después de todos esos años? Pero se había quedado, aun cuando seguía añorando aquellos tiempos de las villas italianas y las pequeñas ciudades en las colinas, un paisaje soleado donde todo el mundo bebía vino a mediodía acompañando a grandes cuencos de pasta y platos de pescado, y después daba una cabezada hasta las tres.
Un golpe en la puerta interrumpió su ensoñación.
Era su ayudante, Edin Azudin.
– Sí, Azudin. Entra.
Azudin tenía la tez blanca y era delgado. Matek no se cansaba de decirle que comiera más, y luego se reía cuando el hombre se ruborizaba y avergonzaba. Matek había decidido hacía mucho tiempo, simplemente por las apariencias, que Azudin debía de ser homosexual. Tanto mejor. Menos tentaciones, al menos por aquel valle. Era preferible ser sorprendido con una cabra que con otro hombre, dadas las actitudes locales, así que Matek nunca se preocupó de que su silencioso ayudante pudiera causarle problemas. Era más o menos como tener a su propio eunuco en la corte. Si Matek hubiera sabido la verdad, se habría reído a carcajadas: el sumiso y pequeño Azudin mantenía a dos amantes en Travnik, lo cual no era tan sorprendente si se pensaba en el suministro de divisas en efectivo que percibía de Matek. Pero era también su actitud, una tranquila reverencia timorata, practicada a diario, lo que apaciguaba a las mujeres por su forma de ser, y él era lo bastante discreto en sus idas y venidas para asegurar que los negocios nunca se complicasen. Si se tenían secretos, estaban seguros con Azudin, y ésa era la razón de que Matek valorase sus servicios.
– Hay una llamada para usted -dijo Azudin-. Dice que se trata de un nuevo contrato de remoción de minas para el municipio. Cree que usted podría ser el hombre adecuado para ello.
Matek se animó.
– ¿Ya lo sabe? Bueno, entonces déjalo en espera. Durante… -pensó el tiempo-. Durante exactamente noventa segundos. Luego vuelve al teléfono y dile que no estaré disponible durante un rato. Pero que te dé su número. Y dentro de una hora lo llamas y conciertas una reunión para mañana. Por la mañana. A las diez, si es posible. Si no puede a esa hora, consúltame. Y la reunión tiene que ser aquí. ¿Entendido?
– Sí, señor, pero…
Azudin hizo una pausa, sin saber si debía excederse en sus responsabilidades habituales.
– Continúa.
– Ha insistido en que me asegure de que usted supiera con quién estaba haciendo negocios. Vlado Petric, el hijo de Enver Petric.
Y por primera vez desde que Azudin podía recordar, Pero Matek se quedó sin habla. Matek sabía que su aspecto debía de ser todo un poema, allí sentado y boquiabierto, preguntándose por aquel extraño y súbito grito desde un lugar tan profundo de su pasado.
Matek sabía de la existencia de Vlado, desde luego. Sabía que Enver, en quien seguía pensando como Josip, se había casado, había tenido un hijo, y que había muerto sin haber llegado a ser gran cosa, lo que no era sorprendente, teniendo en cuenta su pasado. Enver siempre fue demasiado serio para su gusto. Sus talentos sólo eran eficaces si se sabía encauzarlos; de lo contrario, habría sido demasiado inflexible para ser de gran utilidad. El hijo de Enver, según había oído Matek, se había hecho una especie de policía, incluso había tenido que salir del país, algo relacionado con el contrabando y la corrupción. ¿Había sido un policía sucio o demasiado idealista? Probablemente un aficionado, en cualquier caso, como su padre. Pero él también podría ser útil si se lo encauzaba. Matek había oído rumores de cambio en los mecanismos de la gestión de las concesiones de remoción de minas, pero la selección de un bosnio parecía demasiado buena para ser verdad. De pronto percibió nuevas posibilidades, aun cuando el nombre del chico le hiciera sentirse inquieto. Lo que más le desconcertaba de todo aquello era cómo Vlado podía haber averiguado su paradero, o su relación en el pasado con Enver. Enver y él habían acordado hacía tiempo seguir cada uno su camino, jurando no volver a ponerse en contacto. Pero allí estaba el hijo de Enver al teléfono. Era desconcertante, y algo más que preocupante. ¿Había revelado Enver algo en su lecho de muerte hacía tiempo, alguna confesión de padre a hijo, con pelos y señales? Tenía sus dudas. Y al menos el chico no se había referido a su padre con el nombre de «Josip».
– ¿Lo mantengo en espera, señor?
Azudin seguía esperando una respuesta, con aspecto demasiado curioso para el gusto de Matek.
– No. Pásame la llamada. ¿Y por qué no bajas a ver a Silovic y recoges la comisión de esta semana? Si refunfuña por hacerlo con un día de antelación, dile que es una prueba. Que estoy asegurándome de que no está limpiando la registradora y amañando los libros en el último instante, ni tomando préstamos de media semana a mi costa. Dile que es un concurso popular. Lo que quieras. Y llévate el móvil por si te necesito.
Asunto arreglado, pensó Matek. Azudin detestaba aquella clase de tareas. Le impediría pensar en aquella llamada. No tenía sentido despertar el interés de Azudin por alguien llamado Petric.
– Vete ya. Y pásame la llamada.
– Sí, señor -dijo Azudin, saliendo con la expresión de impotencia del conductor de un coche pequeño que está a punto de ser aplastado entre dos camiones que van a toda velocidad.
Matek se reclinó en su silla, preparándose y, tenía que admitirlo, con la sensación de estar ante un trato inminente. Si el hijo de un viejo compañero era el responsable de un nuevo contrato de remoción de minas, aquello era una buena noticia en un frente en el que intentaba obtener beneficios desde hacía meses. Pero el hecho mismo de que el nombre de Enver se hubiera pronunciado en su teléfono era alarmante. Aunque, ¿por qué preocuparse? Azudin no tenía la costumbre de leer los panfletos antiustashi que divulgaban los nombres y sacaban a la luz viejas historias. Tenía veintiséis años y la historia le interesaba tanto como a cualquier hombre joven que intentaba sacar tajada, es decir, nada en absoluto. Y aunque así fuera, los relatos más pormenorizados que se habían publicado y que estaban disponibles nunca mencionaban a jóvenes oficiales que habían estado tan abajo en la jerarquía. Matek había consultado los libros y los folletos, buscando siempre los apellidos Rudec e Iskric, por si acaso, escudriñando con un frenético latido en el corazón que al final siempre se calmaba.
Era probable que al día siguiente pudiera volver a usar su antiguo apellido sin llamar la atención, si así lo deseaba. O tal vez no. Siempre había que tener en cuenta a los maduros, las mujeres grises de las calles o a los hombres apoyados en sus bastones. Era divertido pensar en ellos como viejos cuando eran de su misma edad, y un par de veces en sus viajes por el país creyó percibir que algunos lo observaban de forma extraña, probablemente sólo por pura curiosidad, pero nunca se podía saber a ciencia cierta. Recordó aquella película americana sobre los viejos judíos recorriendo las calles de Nueva York, con los dedos huesudos extendidos, pronunciando el nombre de un nazi avejentado que intentaba escapar. Un horror tener que terminar así, y ésa era una de las razones por las que nunca se arriesgaba a salir de su región, y casi nunca viajaba a lugares donde vivían muchos serbios. La guerra se lo había puesto más fácil, gracias a Dios, al enviar en tropel a su propio gueto y enclave, las medias lunas y las cruces una vez más encerradas en sus propios cantones. Ahora podía recorrer kilómetros sin miedo a encontrarse con un rostro inoportuno llegado de su pasado.
Azudin le pasó la llamada. Matek levantó el auricular, preguntándose si comenzaría a temblar, por preocupación o por anticipación. Pero su pulso era firme, su voz sosegada.
– Matek -dijo.
Su interlocutor era el que estaba tembloroso, por la cólera, los nervios, la consternación. Vlado había marcado rápidamente, en cuanto Pine y él hubieron analizado el enfoque que debía adoptar, pero al oír la voz de Matek se dio cuenta de que tenía que haber esperado, aunque sólo fuera una hora, para dar tiempo a que sus emociones se calmaran.
Al oír al hombre pronunciar su nombre le entraron ganas de gritar «¿Quién es usted?», aunque sólo fuera para calmar el revuelo del estómago, la presión en las yemas de los dedos. En cambio, se ciñó a los formulismos, esforzándose para que no le temblara la voz.
– ¿El señor Matek?
– Sí. ¿Y tú eres el chico de Enver?
– Sin duda.
Curiosa elección de las palabras, pensó Matek.
– Pero no le llamo para revivir viejos tiempos, porque francamente mi padre nunca me contó gran cosa de ellos. Hasta hace poco no me enteré de que lo conocía, de que los dos habían crecido juntos. Pero ya podremos hablar más sobre todo eso cuando nos veamos. Son los negocios los que me llevan hasta su puerta.
– Estás enganchado a la Unión Europea, ¿no es así?
– Sí. Contratos de remoción de minas. Usted está en el mercado, por lo pronto, y yo soy el nuevo administrador regional.
– Pensaba que la Unión Europea estaba convencida de que yo no estaba a la altura de las circunstancias.
– Eso era con los anteriores administradores. Ahora soy yo el responsable.
– Me alegro de saberlo. Y con un nombre en el que puedo confiar. Deberías hacerme una visita.
– Cuanto antes mejor.
– Mañana, entonces. Temprano, si te es posible. ¿A las ocho? Podemos desayunar juntos.
– Tendré que viajar desde Sarajevo.
– Entonces a las diez. Una hora más civilizada. Tomaremos café, tal vez una copa de vino. -Por un instante Matek se quedó sin saber qué decir a continuación. No utilizaría el festín al uso, no lo haría con alguien de la zona, mucho menos con alguien que era prácticamente de la familia. No había necesidad de grandes poses con éste, pero necesitaría hacer alguna comedia, dadas las circunstancias-. Tenemos otras cosas de las que hablar además de los negocios, desde luego. Así que cuenta con quedarte un rato.
– Lo estoy deseando.
Con éste tendré que andar con cuidado, pensó Matek. Tenía que evaluar qué sabía exactamente el chico antes de comprometerse. Tenía que pensar un poco entre aquel momento y la mañana del día siguiente.
Dio indicaciones a Vlado y se despidieron. Mañana sería un día de lo más interesante.