172822.fb2 El barco de los grandes pesares - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 22

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19

A la mañana siguiente a Vlado lo despertaron unas voces, una conversación apenas audible. La sensación era tan vívida que se bajó de la cama medio dormido para ir a abrir la puerta, casi esperando encontrar fuera a una pareja de jóvenes vestidos con ropas de la década de 1940. Pero el descansillo del hotel estaba vacío, todas las puertas cerradas.

Apenas había luz, ni siquiera eran las siete, en su última mañana en Roma, la primera y también la única, recordó. Era hora de ponerse en marcha si no quería perder la pista del espíritu errante de su padre. Llévame hasta Matek, pensó. Enséñame el camino que lleva hasta tu viejo enemigo.

Cuando estuvo más despierto, se mojó la cara en el lavabo del cuarto de baño y cayó en la cuenta de que las voces que había oído eran los últimos retazos de la conversación de una ensoñación, el joven Fordham y el joven Enver Petric, en guardia en la desgastada habitación de su padre en algún lugar al otro lado de la ciudad. Durante un fugaz instante, mientras examinaba su cara goteando en el espejo, estuvo extrañamente seguro de que si subía al tejado del hotel, sería capaz de localizar con precisión el sitio donde había tenido lugar la conversación. Sobresaldría como un minúsculo faro en el horizonte, brillando entre las antenas de televisión en la neblina rojiza.

Pero Vlado tenía otro destino en mente, una última parada antes de partir con Pine rumbo al sur. Se vistió con rapidez, bajó las escaleras y salió a la calle. Se moría de ganas de tomar un café pero no quiso perder tiempo en el hotel. El extraño tiempo se mantenía, así que el fresco de la mañana era soportable, y al cabo de unas manzanas aflojó el paso. Se desabrochó el abrigo y aspiró los aromas del pan en el horno y el café haciéndose. Los romanos abrían los postigos a la mañana, mientras escuchaban la llamada dominical de las campanas de las iglesias.

Unas manzanas después cruzó el Tíber y miró desde arriba el agua marrón verdosa, salpicada de desperdicios. La misma corriente había erosionado siglos de imperio y conquista, sobreviviendo a todos los bárbaros y fascistas y ejércitos de ocupación. Su padre había dado un paseo como aquél, quizás, en una mañana como aquélla, un joven católico devoto de camino a misa. Pero había estado dispuesto a renunciar a su nombre y su religión para volver a casa. ¿Por qué, entonces, se había quedado en Italia quince años? ¿Y qué lo había impulsado finalmente a cruzar de nuevo la frontera?

Tardó diez minutos en llegar a la periferia de la plaza de San Pedro, donde la enorme cúpula de la catedral llenaba el cielo. Girando hacia la izquierda por un callejón llegó a una estrecha callejuela adoquinada que por su plano sabía que sería Borgo Santo Spirito. Mirando los números de las casas, llegó hasta el número 21, al final de la manzana, sólo a un tiro de piedra de la columnata que bordeaba la inmensa plaza vacía. El edificio seguía siendo un convento, cinco plantas de estuco beis y ventanas arqueadas, tal como Fordham lo había descrito. Aquí era donde había vivido Draganovic, pero había algo más importante, era allí donde se había visto por última vez a Matek y a su padre, escapando de Roma con un camión cargado con el botín de guerra de otros.

Enfrente, alguien acababa de regar la acera de ladrillo. Una verja de hierro debajo de un arco de piedra llevaba a un largo tramo de escalera de mármol hasta la entrada. Había una pequeña placa en el muro delantero: «Zona Extraterritoriale Vaticano». Tampoco hoy se podría hacer una detención allí, y Vlado sonrió al pensar en el joven Fordham de pie en aquel mismo punto, maldiciendo su suerte. Pero el edificio en sí era una decepción. Por alguna razón esperaba, irracionalmente, lo sabía, que pudiera ofrecer algún signo o mensaje. Sin embargo, los muros enlucidos estaban mudos, las ventanas miraban con expresión anodina. Lo mismo podía decirse del callejón que salía al fondo de la callejuela, donde Fordham debía de haber divisado el rostro sonriente de Matek en la ventanilla del camión que huía. No había portales hacia el pasado. Nada salvo el olor a agua de lluvia de los adoquines regados, el solitario gemido de una Vespa en la calle de al lado. Su excitación matinal se había agotado. ¿En qué había estado pensando? Cayó en la cuenta de que la clave de todo no era tanto el pasado como aquellos que habían sobrevivido a él y después habían distorsionado la historia a su conveniencia. Mira hacia delante y no hacia atrás, se dijo, a menos que quieras que te marginen.

Vlado comenzó a volver gravemente sobre sus pasos en dirección al hotel. Un dolor sordo en la frente pedía a gritos cafeína, así que se detuvo en una pastelería que estaba abriendo para comenzar la jornada. Pidió un bollo y un espresso y se sentó a una mesa en la acera. Removió un terrón de azúcar y dio un sorbo de la pequeña taza, extrañamente abatido, mientras observaba a un sacerdote entrado en años y con hábitos negros avanzar despacio hacia San Pedro. Entonces oyó una voz detrás de él, fuerte y clara y muy americana.

– Es un verdadero error, ya sabes, ir a todos estos viejos lugares. El mundo de tu padre ya no existe, y él tampoco. Déjalo en paz.

Era Harkness.

Acercó una silla y se inclinó hacia delante, con la gran cara rosada a sólo un palmo de la de Vlado. Iba muy arreglado, con chaqueta de sport y pantalones planchados, tenía todo el aspecto de un caballero rural, como si ya se hubiera afeitado, duchado y leído los periódicos del domingo. Vlado comprendió que Harkness seguía yendo dos pasos por delante de ellos, exactamente donde debía de haber estado todo el tiempo.

– Lo digo sólo por tu bien, desde luego -dijo, ahora sonreía.

– Desde luego -contestó Vlado, demasiado impresionado para decir mucho más-. ¿Entonces por qué me sigues?

Harkness pasó por alto la pregunta.

– Te voy a dar un consejo, si tienes a bien escuchar. Y que nadie te ha dado hasta ahora. Nada de esto te ayudará a encontrar a Matek. Podría llevarte en la dirección correcta durante un tiempo. Pero al final se burlará de ti o te matará. O cuando estés listo para dar el paso, el Tribunal tirará de la cuerda. Los jefes de Pine no actúan en el vacío, ya sabes, y muy pronto se darán cuenta de que vosotros dos, como vuestra amiguita Janet Ecker, os habéis inmiscuido en asuntos que no tienen nada que ver con los del Tribunal y todo que ver con los míos.

El nombre de Colleton se formó en los labios de Vlado, pero resistió la tentación de pronunciarlo.

– ¿Entonces no quieres que se capture a Matek?

Harkness negó con la cabeza.

– Todo lo contrario. Nada me gustaría más. Pareces olvidar que fue idea mía detenerlo.

– ¿Qué importa entonces si lo perseguimos?

– Digamos sólo que las cosas se complicaron cuando se escapó al monte. Y tampoco ayudó mucho que Branko Popovic desapareciera de escena. Para siempre, me dicen ahora. Lo cual significa que tú, en particular, me debes una. Lo cual significa que sería una muy mala idea mencionar algo de esta conversación a Calvin Pine. -Se acercó más y bajó la voz-. Además, tú deberías estar en casa con tu familia, asegurándote de que la policía no se entromete demasiado. Leblanc ya está allí, ya sabes. Fisgoneando en Berlín.

Vlado había oído suficiente. Intentó coger la nota, pero Harkness fue más rápido.

– Permíteme -dijo, y se echó a reír cuando Vlado trató de arrebatársela-. No creo que Jasmina quiera que te gastes el sueldo en cafés caros para turistas. -Vlado se estremeció al oír el nombre de su esposa-. Lo cual me recuerda algo. La ha vuelto a llamar, ya sabes. Nuestro amigo Haris. Berlín puede ser muy solitario en esta época del año. Quién sabe, tal vez él vuelva allí antes que tú. A menos que alguien os gane a los dos por la mano. Branko Popovic tampoco actuaba en el vacío. Tenía muchos amigos. Creo sinceramente que deberías llamar a casa con más frecuencia, ya sabes. Y, por favor, no volvamos a tropezar el uno con el otro. La próxima vez no será tan agradable. Ciao.

Harkness se levantó, pagó la cuenta y se dirigió hacia San Pedro, desapareciendo debajo de las sombras de la columnata sin volver la vista atrás ni una sola vez. Vlado se quedó de pie al lado de su mesa, donde el bollo estaba intacto en el plato. Con un nudo en el estómago, caminó lentamente al principio, avivó el paso después, y antes de darse cuenta estaba corriendo, con gotas de sudor en la frente, a toda máquina en dirección al hotel.

Al cabo de un rato se paró, confuso. ¿De qué le serviría volver a toda prisa, cuando su línea telefónica estaría bloqueada, como antes en todas partes? Sacó la cartera y palpó el delgado fajo de liras. Entró en un pequeño tabacchi donde el propietario estaba levantando el cierre de rejilla metálica y compró una tarjeta telefónica de 10.000 liras, con la esperanza de que le permitiera hablar suficientes minutos con Berlín.

Jasmina descolgó a la primera seña, y pareció somnolienta y cálida, hablando desde la cama.

– Hola. Siento despertarte, pero tengo prisa. La tarjeta sólo me permite hablar durante unos pocos minutos.

– ¿Vlado? Por fin. -Pareció aliviada-. Qué bien poder oírte.

– Siento no haber podido llamar.

– Una secretaria me dijo que no te estaba permitido. Dijo que podrías tardar una semana o más, así que es una sorpresa agradable. ¿Estás en Sarajevo?

No parecía alarmada, que era algo, supuso Vlado. Quizás Harkness se estaba marcando un farol. En tal caso, había funcionado.

– Estoy en Roma. Desde ayer.

– ¿Y te has ido sin mí? Estoy loca de envidia. -Jasmina rió, pero Vlado creyó detectar un tono nervioso. ¿Estaba sola? Por supuesto que lo estaba. No hagas el imbécil por las bravatas de ese hombre-. Sonja también tendrá envidia. Te la pasaría si estuviera levantada.

Vlado miró el visor digital del teléfono. La tarjeta se agotaba con una rapidez alarmante.

Había bajado ya a 6.000 liras.

– No. Déjala que duerma. -Vlado se sentía ya culpable por dudar de Jasmina. Era Harkness el que había mentido-. Nos vamos hacia el sur hoy, salimos dentro de una hora. Sólo quería estar seguro de que todo iba bien.

Jasmina debió de detectar la tensión en su voz porque su tono también cambió.

– Se acuerda mucho de ti, Vlado. Y yo también. Se parece demasiado a la guerra.

– Lo siento. Y también me alegro. Está bien que te echen de menos.

El contador había bajado a 4.000. Tenía que encontrar alguna manera de avisarla, rápidamente, sin alarmarla ni tener que explicar demasiado. Pero ella se le adelantó.

– Vlado, ayer sucedió algo extraño. Me alteró.

– ¿Sí?

– ¿Te acuerdas de… Haris?

– Sí. Continúa.

– Llamó por teléfono. Desde Sarajevo. Cuando oí el ruido de fondo, al principio creí que eras tú. Tenía un mensaje para ti. En realidad era contigo con quien quería hablar. Pero parecía saber que estabas fuera del país.

El café estaba perforando un agujero en el estómago vacío de Vlado. El contador había bajado a 3.000. Pensó en Harkness, sonriendo, en algún lugar en las calles de Roma, esperando sin prisas su siguiente movimiento.

– ¿Cuál era el mensaje?

– Dijo que habían ido a buscarlo, y quería saber si era por ti. Le pregunté qué quería decir, pero dijo que lo sabrías, y que tenía que irse. Parecía asustado. Y después colgó.

Pues bien. No todo había sido un farol. Puede que nada lo fuera.

– ¿A quién se refería con «ellos»? ¿Quién lo está buscando?

– No me lo dijo. Pensé que tú lo sabrías. No he podido dormir desde que llamó. ¿Qué es lo que no me has contado, Vlado? ¿Qué deberíamos saber Sonja y yo?

Dos mil liras.

– Quédate en casa y no vayas a trabajar, durante unos días. Que Sonja se quede contigo. Tenemos más cosas de las que hablar, pero ahora no queda tiempo. Te he ocultado demasiadas cosas. Me parezco demasiado a mi padre. Lo siento, sé que esto no tiene sentido. Si necesitas ayuda, ve a casa de los Vrancic, al fondo del pasillo. Acude a la policía si es necesario. Pero procura no preocuparte. Todo debe salir bien.

– Vlado, ¿tienes problemas?

Mil liras.

– Podría ser. No lo sé. Pero habré acabado aquí dentro de unos días. Volveré a casa en cuanto pueda. Tengo que dejarte, la tarjeta del teléfono se agota.

– Te quiero. Adiós.

La conexión enmudeció antes de que pudiera responder.

– ¡Maldita sea!

Su grito atrajo una mirada de desaprobación de una monja que pasaba cuando él colgaba de un golpe el auricular. Allí estaba, en una ciudad donde los teléfonos móviles chillaban desde todos los bolsillos y él no podía concertar siquiera una llamada decente a su casa. Maldijo a Pine, al Tribunal, a la ciudad de Roma. Luego maldijo a Harkness, pero al pensar en el rostro de aquel hombre la cólera dio paso a la aprensión. Su primer impulso fue subirse en el siguiente avión con destino a Berlín. A la mierda todos los demás.

Pero eso era exactamente lo que Harkness quería. Y no importaba lo implacable que pudiera ser aquel hombre, Vlado dudaba de que fuera esa clase de gente. Sus amenazas habían llegado a casa, pero su sensación era que había exagerado expresamente el asunto. A lo mejor había encontrado a Haris y lo había obligado a hacer la llamada. ¿De qué otra manera habría descubierto ya que Popovic estaba muerto? ¿Seguía teniendo Popovic matones allí? Probablemente. Pero se estarían peleando por las sobras, más peligros cada uno para los demás que para él o su familia. O eso esperaba. ¿Cómo había dicho Harkness durante la reunión en Sarajevo? «Silbar al pasar por la tumba.» Otro modismo americano que parecía ir como anillo al dedo.

Sintió una aguda sensación de urgencia, como si el contador del teléfono siguiera con su cuenta atrás. Debía tener más cuidado que nunca, y ser más rápido y eficaz. Si no encontraban a Matek en el plazo de más o menos un día, no podrían hacerlo nunca, y todos los secretos que aún quedaban por descubrir seguirían enterrados.

Al volver a la habitación del hotel, comprobó que Pine había metido una nota por debajo de su puerta.

«Vlado: Voy a alquilar un coche. Volveré a las 9. Calvin.»

Menos mal. En el camino de vuelta se le había ocurrido una idea, y aquello podía darle tiempo para llevarla a cabo. Si era cierto que su padre y Matek habían robado efectivamente a Draganovic, no habrían utilizado las identidades falsas de San Girolamo para ayudarles a viajar hacia el sur. Y si su botín incluía algunos de los secretos más embarazosos para Angleton, tampoco habrían querido utilizar las identidades proporcionadas por los americanos. El expediente sólo hablaba de otra fuente fiable de documentos falsos en aquellos tiempos, de la Cruz Roja. Por una vez, tenía una fuente interna. Sacó la tarjeta de Amira de la cartera. Ojalá tuviera un teléfono.

Comprobó la línea, por si acaso, pero estaba bloqueada. Salió con sigilo de la habitación y vio a una camarera salir de una puerta del pasillo. La puerta estaba abierta. Cerrando suavemente su puerta, avanzó hacia el carrito de la ropa, donde la camarera cogía un montón de toallas limpias.

– Scusi -dijo Vlado, pasando rozándola como si la habitación fuera suya.

Esas cosas se hacían con seguridad en uno mismo o no se hacían.

– ¿Signore? -dijo ella.

– Saldré dentro de un instante -dijo en tono enérgico-. Luego podrá terminar.

Cerró la puerta tras él, puso la cadena de seguridad y vio unas prendas de hombre y un periódico abierto en una cama sin hacer. Descolgó el auricular, marcó el 8 para pedir línea internacional. El tono de marcar surgió a la vida.

Marcó el número de la casa de Amira, dando gracias de que lo hubiera anotado en su tarjeta, y cuando oyó la señal se sintió como si hubiera vuelto a su vida durante el asedio: su esposa se había convertido en una voz infrecuente y lejana en Alemania, y él estaba solo y necesitaba un favor de aquella mujer de Sarajevo que había pagado un precio tan alto por ayudarlo la primera vez.

– ¿Sí? -la voz de Amira era somnolienta y lánguida.

La había despertado, igual que había despertado a Jasmina.

– Soy Vlado. Vlado Petric.

– Claro -como si no fuese ninguna sorpresa. Debió de tapar el auricular con una mano, porque la oyó hablar con otra persona, unas palabras que no pudo distinguir. Probablemente su novio extranjero. Y Vlado sintió de nuevo la puñalada irracional de los celos, seguida de un arrebato de culpabilidad-. Adelante -continuó ella, muy profesional ahora.

– Estoy en Roma. Pero necesito una información que tal vez tenga la Cruz Roja. Material antiguo, de hace cincuenta años.

– Y has pensado que quizá yo pueda echar un vistazo.

No parecía contenta, pero tampoco furiosa.

– Pero es que, en fin, no estoy seguro de que sirva de mucho seguir los cauces oficiales. No es algo de lo que estén orgullosos.

Amira se echó a reír. Las reservas que pudiera tener se habían desvanecido.

– ¿Y qué será la próxima vez, Vlado? ¿Necesitarás que entre por la fuerza en un edificio por ti? Adelante. Dime lo que necesitas. Después decidiré si te lo mereces. ¿Es para el Tribunal?

– Sí. Pero también es personal.

– Esas cosas suelen pasar en nuestro país.

Le dijo que buscaba los registros de dos pasaportes de la Cruz Roja expedidos en Roma durante la última semana de junio o la primera semana de julio de 1946, más o menos en la fecha del robo en San Girolamo. Con toda probabilidad habrían sido expedidos con la misma fecha, a varones de 23 y 25 años. Después le dio sus fechas de nacimiento.

– ¿A qué nombres?

– Eso es lo que intento averiguar. Habrían querido nuevas identidades. Evidentemente era algo de lo más habitual entonces.

– Ahora también es habitual. Al menos en algunos lugares de la Cruz Roja Internacional. Pero esto yo nunca te lo he dicho, por supuesto. Digamos solamente que algunos empleados no siempre mantienen su espíritu altruista cuando se enfrentan a la perspectiva de una ganancia imprevista por sólo unos pocos documentos. Sobre todo durante la guerra. Sobre todo en un culo del mundo como éste.

– Si tú lo dices.

– ¿Tienes una nacionalidad?

– Eran dos yugoslavos, de etnia croata. Pero si tuviera que adivinar diría que querían ser inscritos como italianos, para poder quedarse algún tiempo. Tal vez con un domicilio cerca de Trieste, en algún lugar cercano a la frontera de Eslovenia, para que no fuera inverosímil tener acento eslavo, o saber serbocroata.

– Muchos de los materiales más antiguos se han informatizado. Han dejado que los suizos digitalicen todos los registros posibles. En cuyo caso es una suerte que me hayas llamado en domingo. Podré navegar en el ordenador de la oficina sin que nadie de la administración me pregunte qué estoy haciendo. Lo cual no garantiza que lo encuentre. Si sólo está en formato de papel, quizá no pueda dar con ello hasta el lunes, si acaso. Pero tienes razón en lo de ir a través de los cauces oficiales. Una pérdida total de tiempo. ¿Cómo es que has ido a parar a Roma?

– Es una larga historia. Y salimos hacia el sur dentro de media hora.

– ¿Sigues con el americano?

– Sí. ¿Y tú, sigues con el alemán?

Amira se rió.

– Haré lo que pueda, Vlado. Llámame mañana cuando haya terminado la jornada de trabajo. Aquí, no a la oficina.

– De acuerdo. Y gracias.

– No hay de qué. Cuantos más cabrones puedas encerrar, mejor. Hablamos mañana.

Vlado salió al pasillo. La camarera había desaparecido en el interior de otra habitación.

Se reunió con Pine en el vestíbulo unos minutos más tarde. Faltaba poco para las nueve, y el coche de alquiler estaba estacionado en la acera de enfrente. Vlado se preguntó que debía decir, en su caso, sobre los acontecimientos de la mañana. Nada, supuso, teniendo en cuenta todas las advertencias. De alguna manera parecía más seguro guardarlo todo para sí mismo, aunque le hacía sentirse culpable.

– He llamado para reservar habitaciones en un hotel de Castellammare di Stabia -dijo Pine-. Pero no tengo ni la más remota idea de qué haremos cuando lleguemos allí, además de gastar un poco más de dinero del Tribunal. -Sonrió y cogió sus bolsas-. Aunque supongo que tenemos tres horas para dar con una respuesta. Vamos. Andando.