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Una oleada de tiempo frío y gris llegó durante la noche desde el golfo de Nápoles. La falsa primavera huyó, y con ella la intensa luz dorada que limpiaba la ciudad de su edad y su pesadez. El mar estaba oscuro y picado. Las colinas que dominaban la ciudad parecían haber desaparecido, envueltas ahora en las nubes bajas. En otras palabras, era como una deprimente mañana de invierno que hacía difícil levantarse de la cama.
Pero mientras Vlado y Pine se reunían para tomar un temprano desayuno, Pero Matek, impertérrito ante el neblinoso frío, llegaba refrescado y renovado a la entrada del puesto de observación que había escogido esa mañana.
Estaba perfectamente situado, enfrente de un enorme arco de piedra que sería el centro de atención de su espera. Y como el mirador que había escogido era un pequeño y agradable café, no tendría que pasar el tiempo sin calor ni alimento. Tomó su primera taza de café mientras escudriñaba los alrededores. Además de la vista dominante, el café también satisfacía sus otras necesidades: una salida trasera, por si la necesitaba; una iluminación adecuadamente tenue, acentuada esa mañana por la oscuridad dominante; y una camarera tranquila y simpática, a quien tal vez no le importase dejar que un anciano monopolizase una mesa individual siempre y cuando le dejase propinas con regularidad y abundancia, y quizás incluso que coquetease un poco.
La víspera, Matek había ido de tiendas, se había comprado ropa como es debido, algo más parecido a lo que vestía la gente de la zona. Se acabó el atuendo de campesino, aquella imagen había desaparecido para siempre. Le daban un poco de vergüenza el ridículo sombrero y las grandes gafas de sol, sobre todo en un día tan nublado. Pero el camuflaje era el camuflaje, y quién sabía si la policía local había sido alertada, o quizás incluso le habían hecho llegar una fotografía.
Mientras abría el periódico, se preguntó fugazmente qué estaría haciendo ahora el pobre Azudin. Era probable que el chico fuera todavía presa del pánico por la explosión de las minas. Al menos había cumplido con diligencia sus últimas órdenes. Aunque aquello sería el fin de la carrera de Azudin, por supuesto. Tanto mejor. El chico nunca habría estado a la altura de aquellos matones de campo. Las tímidas autoridades del municipio de Travnik probablemente se sentirían envalentonadas y comenzarían a desmantelar sus actividades en expansión, después de asignar un porcentaje a sus superiores, naturalmente. Matek suspiró. Todo se había construido con tanta paciencia y habilidad. Ah, bueno. Nunca era demasiado tarde para construir algo nuevo, aunque en esta ocasión su fortuna llegaría ya lista.
Preguntó la hora a la camarera, pero sólo para más exactitud, para orientarse. Era demasiado pronto para dar nuevos pasos. Estaba allí sólo para vigilar y pasar el tiempo. Otras acciones podían llamar la atención de la competencia. Lo mejor era dejar que otro diese el primer paso. Después se ocuparía del asunto de preparar el terreno para su jugada final.
La otra obligación que tenía aquella mañana era hacerse con los servicios de un joven cómplice, algún chico con poco que hacer y que no pensase ir a la escuela, y no tuvo que pasar mucho tiempo para divisar un candidato con posibilidades merodeando por el exterior.
– ¡Chico! -dijo entre dientes, sintiéndose orgulloso de hablar italiano prácticamente sin acento-. Tengo algo para un muchacho como tú que esté dispuesto a tener un poco de iniciativa.
El niño debía de tener unos doce años. Edad suficiente para tener la resistencia necesaria, pero probablemente demasiado joven todavía para temer un tono de autoridad. Tenía los ojos grandes, era flacucho y también un poco receloso. Precisamente de los que apreciarían una forma fácil de ganarse unos miles de liras con un mínimo de esfuerzo.
– ¿Qué te parecería hacerme un favor y ganar un poco de dinero? -El chico se retiró de la mesa un palmo-. Nada que ver conmigo, claro. -No tenía sentido que el chico pensara que era una especie de viejo mariquita-. Sólo necesito que alguien me ayude a vigilar esa vieja puerta de piedra de allí. El arco al otro lado de la calle. ¿Sí?
Le tendió dos billetes de diez mil liras. Más dinero de lo que el chico vería probablemente en un mes. Los ojos se le iluminaron. Perfecto.
– Sí -dijo el niño con entusiasmo.
– Estoy esperando a un hombre -dijo Matek, bajando la voz para que el chico se acercase-. Un hombre que llegará por esa entrada y después se marchará también por ella cuando haya hecho lo que tiene que hacer. No tendrás necesidad de reconocerlo porque yo lo estaré mirando. Pero puede tardar horas en llegar. Hasta puede que no venga. Pero si viene, y cuando se marche, me gustaría que lo siguieras. Yo soy viejo y no puedo hacerlo solo, así que necesito un par de piernas nuevas como las tuyas. Vendrá de fuera de la ciudad, así que tendrá que volver a una pensión o a un hotel. Sólo necesito saber cuál, y qué habitación. Para mí es muy importante. -Matek desdobló cinco billetes más de diez mil liras, pero esta vez se las quedó-. Y esto será para ti si consigues averiguarlo. ¿Podrás hacerlo? ¿Tienes el día libre para ganarte un bonito sueldo como éste?
El muchacho asintió con solemnidad, como si estuviera demasiado aturdido por aquel cambio de su suerte para hablar.
– Muy bien -dijo Matek, con una sonrisa cordial-. Eso está muy bien. Entonces cada vez que un hombre pase por debajo del arco, miras hacia mí. Y cuando sea el que busco, te haré una seña con la cabeza y levantaré el periódico. Así. ¿Lo ves?
El niño asintió con gravedad una vez más.
– Pues muy bien. Y recuerda, esto puede tardar horas, incluso todo el día. A ti te parece bien, ¿no?
– Sí -dijo el chico, recuperando la voz.
Y, sin más indicaciones, ocupó su puesto al otro lado de la calle, bajo una marquesina de autobús de plástico que le protegía de la lluvia y la neblina pero le permitía ver sin dificultad en ambas direcciones. Sacaba su nuevo dinero de vez en cuando, examinándolo como si tuviera miedo de que desapareciera o se transmutase en simple papel. Pero al cabo de un rato pareció convencerse de que la ganancia imprevista de aquel día no tenía nada de ilusorio, y se dispuso a esperar estoicamente la llamada a la acción.
Convencido de que había elegido bien, Matek se recostó en su silla y volvió a hacer que repasaba el periódico, e incluso leyó un par de líneas. Valdría la pena encontrar alguna manera de pasar el tiempo. Pero si había una cosa que un anciano conocía, era la paciencia. Y después de cincuenta y dos años de espera, ¿qué importaba un día más?
A primera hora de la tarde, Matek se había quitado las gafas de sol, tras decidir que en un día nublado llamaban la atención más que desviarla. El ridículo sombrero seguía en su sitio, aunque sólo fuera porque parecía casar a la perfección con el que llevaba la gente del lugar. Había leído seis periódicos distintos de la primera a la última página, y su joven cómplice al otro lado de la calle pareció correr el peligro de quedarse dormido en varias ocasiones. Matek estaba harto de su mesa, harto de la vista, harto del viejo y desgastado arco que le devolvía la mirada sólo con un color gris. Estaba harto también del repiqueteo aparentemente interminable que salía de la cocina del café. Pero la camarera que lo atendía había sido tolerante y cortés, aunque no fuera todo lo atractiva que a él le habría gustado. Pensó que sólo a un anciano le habrían dejado hacer aquella especie de acampada, mientras encargaba sólo unos pocos cafés, un almuerzo ligero y una botella de agua mineral. O tal vez fueran sus generosas propinas las que habían obrado el milagro.
De vez en cuando había experimentado fugaces accesos de pánico. Quizás había llegado demasiado tarde. Tal vez su presa había llegado y se había ido. O peor aún, quizá los objetos por los que había venido habían desaparecido por completo. Descubiertos por casualidad y robados hacía años. Había oído hablar de suertes peores, desde luego. Pero esos momentos habían pasado con rapidez. Lo había planeado demasiado bien y durante demasiado tiempo para que lo eclipsara siquiera la mala suerte.
Entonces, al levantar la vista una vez más del periódico, mientras sopesaba si podría tolerar otra taza de café, vio un rostro que desvaneció todos sus pensamientos de fracaso. El hombre estaba al otro lado de la calle, caminaba despacio, dirigiéndose hacia el arco. Él también llevaba sombrero, aunque el suyo no estuviera tan bien elegido, nadie de esa ciudad se pondría ese sombrero ni loco. De hecho, a juicio de Matek, toda la apariencia de aquel hombre, desde sus ropas hasta sus movimientos, decían a gritos Balcánico con B mayúscula, aunque dudaba de que alguien por allí tuviera una mirada de igual capacidad de distinción.
Por suerte, el niño estaba prestando atención, y se puso en pie de un salto en el mismo instante en que Matek le hizo la seña, asintiendo y levantando el periódico enrollado como si se dispusiera a regañar a un perro.
El hombre se detuvo durante un momento y después pasó por debajo del arco. El cabello se le había puesto gris, y parecía más redondo en la parte central del cuerpo. Matek había visto suficientes fotografías en los periódicos para saber qué cambios debía esperar. Sabía que los ojos serían los mismos, aquella frialdad azul grisácea que, hacía tantos años, lo había alertado de la probabilidad de que aquel tipo fuera un negociador duro, pero un negociador de todos modos.
Matek se inclinó de pronto por encima de la mesa. ¿Quién era aquel que seguía la estela del general, flotando en su retaguardia como si fuera atado a una larga correa, sin que el primer hombre tuviera el sentido común de darse cuenta? Aquél era uno de los riesgos de ser general, supuso Matek. Se adquiría la costumbre de que otros cubrieran las espaldas. Porque estaba claro que aquel segundo individuo utilizaba demasiados viejos trucos para estar haciendo otra cosa que seguirlo, un hombre que intentaba sacar tajada, que ahora se detenía para encender un cigarrillo, después esperaba sin más, igual que el chico, con la mirada fija en el arco.
El hombre se alejó del arco, mucho antes de que su presa hubiera salido. En realidad caminaba en su dirección, mirando hacia el café. Se detuvo ante el expositor de periódicos, y durante un breve instante pareció mirar hacia Matek, que se parapetó detrás de su periódico. Cuando se asomó por encima para mirar, el hombre seguía junto al quiosco, mirando los titulares. ¿Era de la ciudad? Quizá. ¿O británico? Eso era lo más probable. Entonces la figura se volvió y se fue por donde había venido, deteniéndose alguna que otra vez para mirar un escaparate, pero siguiendo inexorablemente sin ser visto.
Una falsa alarma, al parecer, pero Matek podía haber pasado sin ella.
Pasaron otros quince minutos antes de que el primer hombre volviera a pasar por el arco, y el muchacho lo seguía como un gato, como si hubiera nacido para hacer ese trabajo. Matek sonrió, pensando brevemente en darle una propina cuando volviera con la información.
Pero no, concluyó. Un trato era un trato. Además, no tardaría en tener asuntos más urgentes que atender.