172822.fb2 El barco de los grandes pesares - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 29

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En una pequeña y lúgubre pensión a unos kilómetros de allí, en el extremo opuesto de la ciudad, el general Marko Andric decidió que era inútil aparentar que era un hombre de mundo. Había estado tres días viajando, pero ni aun así podía librarse de la desazón que le producía estar en tierra extranjera. En una palabra, echaba de menos su tierra. Y pensar en todas las ocasiones durante los últimos años que había intentado con tal denuedo ir a ese mismo lugar, sin conseguir nunca permiso. Había sido necesaria la ayuda del enemigo para hacerlo posible finalmente, pero ahora que estaba allí pasaba casi todas sus horas de vigilia sintiéndose a disgusto e incómodo.

En su opinión, la única forma de abarcar terreno nuevo era con un ejército, marchando en causa común. Y su paisaje preferido eran las colinas verdes y ondulantes, no aquellos riscos desnudos que caían directamente al mar.

El problema más molesto había sido el idioma, una sarta interminable de frustración que le producía dolores de cabeza y le hacía sentirse como un niño. Las palabras aquí eran como pelotas de goma, resbalaban y rebotaban con tal rapidez que sólo se podía captar una o dos cada vez. Cuando sacaba el diccionario de bolsillo, otras veinte habían pasado saltando.

La comida, por lo menos, merecía la pena, pero hasta eso era cada vez más tedioso. Lo que de verdad le gustaría ahora sería un trozo de carne, asado a la brasa hasta el hueso, un pedazo sustancioso, no una simple loncha o unos medallones como lo servían aquí. Sacó un cigarrillo. Éstos, al menos, eran los mismos en todas partes ahora. El vaquero americano que gobernaba el mundo. Después de unas caladas se sintió mejor, pero estaba agotado, tenía sueño. La rareza de su viaje le había causado pesadillas. O eso era lo que había escogido para culpar de las visiones que lo visitaban últimamente.

El día anterior se había despertado al anochecer en medio de la oscuridad creyendo que los muertos intentaban agarrarlo desde las paredes y el suelo, donde se retorcían como gusanos, con los dedos en estado de putrefacción extendidos, rozando sus brazos y sus piernas desnudos. Rostros retorcidos se habían cernido sobre él, maldiciendo de manera incomprensible. Hablando en italiano, sin duda. Volvió en sí, se sentó en la cama y encendió la lámpara de la mesita de noche, y le confortó ver las paredes desnudas y tranquilas. El techo era totalmente blanco. Los niños hacían explotar petardos en la calle. Ésa debía de ser la causa de todo, se dijo. Pero el sabor de su boca decía otra cosa. Le resultaba demasiado familiar. Las tierras, las lenguas y la cocina podían cambiar, pero el polvo terroso de Srebrenica seguía cubriendo su lengua, como si su organismo fuera incapaz de expulsarlo. Incluso ahora, después de un descanso a última hora de la tarde, le quedaba su regusto. Así que dejó el cigarrillo y se levantó para enjuagarse la boca en el lavabo del cuarto de baño.

Era una forma de vivir solitaria, y mientras se inclinaba sobre el lavabo, tragando, escupiendo, se preguntó durante cuánto tiempo tendría que soportarla. Sus pies descalzos sentían el frío al contacto con el suelo. Supuso que en el exterior el tiempo seguía siendo húmedo y frío, mientras abría las contraventanas para ver las nubes que se habían posado sobre la ciudad durante todo el día. Apenas quedaba luz del día. Bien. Dentro de unas horas, entonces, si todo iba según lo previsto, todo habría acabado. En cualquier momento recibiría una visita, alguien que hablaba su lengua, nada menos.

Aquel pensamiento bastó para que se pusiera en marcha. Se vistió apresuradamente y se permitió sentir cierta excitación. Sabía por experiencia y por una rígida formación que nunca debía esperar que no hubiera contratiempos, así que había tardado algún tiempo en comenzar a creer por fin que podía suceder, que todo podía salir de verdad a pedir de boca. Hacía ya unas horas que tenía esa sensación. Desde que había hecho su reconocimiento furtivo, dando un paseo por el lugar donde se decía que estaban guardados los objetos. Al recordar la caminata, se metió la mano en el bolsillo. No encontró nada, y eso le hizo sentir pánico momentáneamente. Pero después lo palpó, enrollado en un pliegue del tejido. La vieja llave. Era increíble, pensó, que siguiera encajando en la cerradura. La había probado, brevemente, girándola sólo lo suficiente para correr el cerrojo sin abrir la puerta. Después había vuelto a cerrar. Demasiados visitantes en los alrededores a esa hora para sentirse cómodo para hacer algo más. Sería aún más increíble que todo siguiera allí. Pero sabía que esas cosas eran posibles, pues había visto cómo pasaban en su tierra, secretos enterrados en un conflicto que se desenterraban en otro.

Durante un rato en su paseo había creído ver a su contacto, su benefactor, por así decirlo, aunque no era como si los servicios de aquel hombre fueran gratuitos. Había sido una mirada brevísima, una extraña e inquietante sensación de pisadas que parecían coincidir con las suyas. Pero cuando se volvió para mirar sólo había visto a un niño y a un hombre que curioseaba ante un expositor de periódicos.

Aquel momento lo había puesto lo bastante nervioso para pensar si continuar con su paseo. ¿Y si alguien lo reconocía, o comenzaba a hacerle preguntas? Estuvo nervioso desde que cruzó la frontera, demasiado agitado incluso para leer un periódico o sintonizar las noticias en la radio, por miedo a ver su propio rostro. Era mejor tratar de pasar inadvertido, ahora que se acercaba el momento. Tanta planificación, y todo había quedado reducido a una sola noche.

Y entonces, como respondiendo a sus pensamientos, oyó un golpe en la puerta. ¿La camarera, quizás? ¿O era alguien a quien esperaba?

– ¿Sí? -dijo, mientras se acercaba a la puerta y buscaba el arma que sobresalía de un bolsillo de la chaqueta colgada de una percha de latón.

– ¿Marko? Soy yo.

Así que de verdad era él, entonces, hablando en su misma lengua, aunque con una mínima diferencia de tono y timbre respecto a cómo sonaba por teléfono. Habría jurado que buena parte del acento de aquel hombre también había desaparecido. Tal vez sólo fueran los nervios. Pero era tal el alivio que sentía al oír palabras que podía entender que no se acordó de coger el arma del bolsillo. Su invitado llegaba temprano, pero cualquier buen general sabía que incluso los planes más meticulosos se modificaban y cambiaban.

Así que abrió la puerta desarmado, su primer y último error. Le devolvió la mirada un rostro totalmente distinto del que esperaba, aunque también le resultaba extrañamente familiar. ¿Quién era aquel anciano?, se preguntó, pero antes de que pudiera responder se encontró ante el cañón de una pistola, una cosa abultada y fea con algo pesado ajustado en su extremo. Un silenciador. No era una buena señal, ni siquiera para alguien tan abierto a cambios de planes.

– Le conozco, ¿verdad? -dijo, dándose cuenta mientras pronunciaba esas palabras de quién era exactamente-. ¡Oh, Dios mío! Sí. De la frontera.

El anciano asintió. Parecía respirar con dificultad, ligeramente falto de aliento.

– Sí, ahora lo recuerdas -dijo el anciano-. Y has venido aquí a robarme. Así que se me ha ocurrido pasar a buscar mi llave. Dámela, por favor, si no te importa. Dime dónde está. Y no intentes meter las manos en cajones o bolsillos, por favor, si no quieres que nuestra breve charla termine prematuramente.

El general seguía intentando recordar el nombre de aquel hombre. ¿Matek? ¿O era Petric? No podía recordar cuál de los dos había hablado, el que había trazado el plan, el que en última instancia había presentado el plan que mereció su aprobación. Pero aquel hombre esgrimía ahora una pistola de una manera muy desagradable, y el general Andric sintió que se le revolvía el estómago, que se escoraba sobre el costado como un barco que pugnaba por mantenerse a flote. Quiso eructar, o algo peor; podía sentir ya el sabor de la bilis subiendo por la garganta, sazonada con el infernal polvo terroso. Se pasó la lengua por los labios, haciendo un ruido pegajoso.

– Está en el bolsillo del pantalón -respondió, avergonzado por el temblor de su voz.

Su actuación era deshonrosa, y el general imaginó que su estado mayor contemplaba la escena desde la puerta, mirando al suelo mientras eran testigos de su humillación, el viejo guerrero derritiéndose hasta convertirse en un montón de gelatina. Fue aquel pensamiento, finalmente, el que lo revivió, y con una súbita arremetida intentó agarrar el odioso cañón, de nuevo un soldado a la ofensiva.

Murió como un soldado, abatido en el frente, el impacto demoledor y con sordina de las dos balas lo lanzó contra la ventana, donde la parte posterior de su cabeza golpeó el alféizar con un fuerte estrépito. Al desplomarse en el suelo, con la espalda pegada a la pared, miró hacia abajo y vio sus entrañas salir retorciéndose como un nido de serpientes húmedas. Hicieron un horrible sonido, como un gorgoteo, más surrealista si cabe por su falta de dolor. Sólo sintió una inmensa y vacía frialdad ahí abajo. Después, fluyendo a la cabeza, una gran ráfaga de calor y oscuridad, como si alguien hubiera abierto, destrozándola, una puerta en lo más alto de la columna vertebral. La diestra pinza de una mano se introdujo en el bolsillo de su pantalón, explorando frenéticamente, y lo último que el general oyó fue la voz de un anciano jubiloso, como un viejo gnomo en el bosque.

– Aquí estás -dijo una voz ronca-. Tal y como te dejé.