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Cuando fueron a detenerlo el general estaba limpiando sus botas, un hombre metódico hasta el final. Eso era al menos lo que los soldados contarían a sus superiores y a los periodistas, tras haber encontrado las botas encima de la cama junto a un trapo sucio, el olor a betún todavía intenso en el aire.
Aquella mañana había llovido, y cuando los soldados comenzaron a apostarse entre los árboles un par de horas antes del amanecer, el general estaba dormido. Arrullado por el húmedo repiqueteo sobre el tejado de su búnker, soñaba con marchar, con un desfile nocturno que pasaba ante él: sus hombres, los hombres de ellos, los hombres de todos, al parecer, los muertos y los heridos en sus filas. Se cubrían con ropa de cama, advirtió sobresaltado, y sus pies removían nubes de polvo que cubrían su piel de un gris terroso. Quiso apartar la mirada, pero no pudo, hipnotizado por el pesado avance de aquellos pies, una fila tras otra de todos aquellos a quienes alguna vez había mandado o combatido.
La lluvia que caía sobre su tejado aflojó. Las legiones sonámbulas se desvanecieron. Y cuando sonó la pequeña alarma de su reloj de pulsera, unos minutos después, a las cinco de la mañana, el general se despertó con sabor a polvo en la boca. Se levantó de la cama y fue a beber agua, directamente del grifo, como si estuviera vivaqueando en el campo, agachado ante la fuente de una granja.
La luz gris del espejo le devolvió la imagen de un rostro demacrado con bolsas debajo de los ojos, profundas arrugas enmarcando una papada colgante. La barba comenzaba a aparecer. Con suerte sería una barba en toda regla al cabo de una semana, aunque no podía saberlo con certeza, porque nunca se la había dejado crecer. Tenía una frente alta y prominente, coronada por una mata de pelo gris que necesitaba un recorte, peinada hacia atrás y que olía a la pomada que siempre perfumaba su almohada. Pero el rasgo más llamativo eran sus ojos de color azul grisáceo, tan claros y fríos como las piedras de un arroyo, ojos que podían transmitir cólera o dar órdenes sin necesidad de pronunciar palabra alguna. Unos «ojos de mando», como los había llamado un coronel, que habían contemplado el ir y venir de decenas de ofensivas antes de que las armas callaran casi tres años atrás. No fue hasta más tarde, con la calma de los tiempos de paz, cuando gente que no era de allí decidió que su ejército había infringido las reglas, unas reglas hechas en otros países, donde nadie conocía los miedos y las historias que regían el suyo. Y en algún lugar, él lo sabía, en una sala con mapas y gráficos y archivadores con más información que cualquier orden de batalla, otros seguían combatiendo en su guerra. Seguían evaluando sus movimientos y sus órdenes, chascando la lengua y negando con la cabeza, utilizando una lógica sosegada para la que nadie había tenido jamás tiempo en plena batalla.
Recordó el calor de aquellos cinco días que ahora eran objeto de aquel escrutinio, la dureza de los caminos con las suelas desgastadas por cuatro años de andar de un lado para otro. Las cigarras cantaban entre la maleza espinosa mientras sus hombres vadeaban la espesura de matorrales y árboles bajos, llamándose unos a otros, y también al enemigo. La ciudad del valle oriental, que durante tanto tiempo fue un problema, había caído, por fin, después de meses de punto muerto, reventando como la correa gastada de un motor agotado, y durante la primera noche miles de enemigos aterrorizados se habían internado en el bosque formando una larga y sinuosa columna en la oscuridad. Por la mañana corrían, un rebaño suelto cuyo único guía era el miedo, y su ejército se sumó a la persecución como si fuera una cacería, en medio del incesante tableteo de los disparos.
Le había asombrado la habilidad de sus hombres, un ingenio tosco que florecía en la euforia de la persecución. Algunos llevaban en la cabeza cascos azules -la marca de fábrica de los «pacificadores» de la ONU- y atraían a los que se escondían en los árboles, gritando por los altavoces, prometiendo protección, comida, agua, una cama donde dormir. Otros se desplazaban lentamente en camiones hospitales por los senderos del campo, pasaban delante de manchas de bosque y hacían señas a los heridos para que salieran de su escondite. Nosotros os curaremos. Os salvaremos. Entregaos y poned fin a la lucha. Funcionó con más frecuencia de lo que él habría creído.
Los caminos estaban secos. No había dónde llenar la cantimplora, y el polvo era tan denso que al anochecer del tercer día él y sus hombres estaban sucios, fantasmales en su blancura. Demasiado cansados para lavarse, dormían donde se detenían y tragaban polvo en su sueño, que por la mañana se había convertido en el sabor de la muerte, así que se enjuagaban y limpiaban con tragos de brandy, pasándose las botellas por la fila. Se obnubilaban con la euforia del alcohol y la promesa de otra persecución fácil; más combates que pondrían fin a aquella guerra. Acaba con cien hijos suyos y salvarás a cien hijos tuyos. Era una fórmula antigua, cerrada al debate. Con un poco de suerte acabarían con aquellos cabrones en una generación. Así que volvían a los caminos y entre los árboles, y montaban los cargadores de sus armas, un sonido que hacía moverse la sangre.
Cuando terminaba el último día llegó un mensajero con nuevas órdenes, y el general escogió a cincuenta de sus mejores hombres para dirigirse a una fábrica vacía a diez kilómetros hacia la retaguardia. Las tripas arrancadas de la maquinaria se oxidaban entre las altas hierbas en la parte delantera, y en el gran edificio resonaban voces, un sonido hueco salía por las altas ventanas. Cientos de enemigos estaban en el interior, extraviados y entregados, hombres y niños, con los ojos encendidos por el miedo y el agotamiento. El general entró despacio y estuvo a punto de sentir náuseas a causa del hedor, el sudor, la mierda y la mugre mezclados con los olores a metal y a aceite lubricante de la fábrica. El ruido también era insoportable, como los lamentos de terneros recién nacidos. Sus tropas formaron un cordón junto a uno de los muros, cerca de las grandes puertas corredizas, mientras un oficial con boina negra acompañaba al general hasta el extremo opuesto. Subieron a una pasarela levantada sobre un armazón de acero, cubierta de poleas y cadenas, y cuando el general se elevó a una altura desde la que podía ser visto, el ruido de la multitud pareció elevarse con él, una oleada de ecos que imploraba de forma incoherente su clemencia.
– Escúchelos, general Andric -gritó el oficial de la boina, haciendo oír su voz por encima de la barahúnda-. Deben de pensar que es usted el lord gran ejecutor.
El general miró fijamente a aquel hombre, examinando su cara picada de viruela. Apestaba a brandy, y una bandolera con munición le cruzaba el torso como un fajín, un alarde arriesgado por simple lucimiento. La boina ladeada se había desteñido y era marrón por un lado. Popovic, así se llamaba. Branko Popovic. Iba por libre. No rendía cuentas a nadie. Aquel hombre sabía combatir, a su manera. Era capaz de conquistar una población, limpiarla y seguir su marcha, y se sabía que de aquel lugar no volvería a proceder jamás una amenaza para los flancos. Pero sus métodos eran, en el mejor de los casos, poco ortodoxos, y el general guardaba las distancias siempre que podía, aunque últimamente le resultaba difícil. Desde su punto de vista, sus destinos se habían enredado demasiado.
La multitud se tranquilizó al cabo de más o menos un minuto, los hombres se empujaban, sentados o en cuclillas en el suelo manchado de aceite, agotados después de cinco días bajo el calor. Los rostros quemados por el sol se volvieron hacia él como si se dispusiera a pronunciar un discurso, y él miró a algunos a los ojos, y vio hijos y padres, con las manos ásperas de los labradores y los empacadores de heno, la gordura de los tenderos. Muchachos que necesitaban una regañina y mano firme.
Titubeó un instante, y Popovic debió de notarlo, porque enseguida apareció a su lado, con el arma lista. El coronel Popovic, eso era, aunque Dios sabe de dónde venía la graduación. Las profundas cicatrices de acné y la voz ronca. Dos días antes el general lo había visto en una aldea en llamas con una columna de hombres que reían, con los brazos cargados de equipos estereofónicos, aparatos de televisión, botellas de whisky. Algunos trasportaban sacos repletos a la espalda, como Papá Noel, con las mejillas cubiertas por el incesante polvo.
– Si nos los cargamos ahora, señor, nunca más tendremos que combatir contra ellos -exhortó Popovic-. Acabemos de una vez, señor.
Al general le entraron ganas de reírse de todos aquellos «señor», como si de pronto Popovic se considerase un soldado de verdad y ésa fuera su forma habitual de combatir. Por un momento, la insolencia de aquel hombre fue más desagradable que pensar en la muchedumbre que esperaba a sus pies. Pero las órdenes eran claras, así que asintió con la cabeza sin volverse, sin dar a Popovic la satisfacción del reconocimiento verbal.
Los hombres que estaban debajo debían de estar esperando una señal, porque comenzaron a ponerse de pie, con los ojos en blanco, presas del pánico. Los padres agarraron a sus hijos, y los gemidos se reanudaron. Los hombres más jóvenes empujaron, sin poder ir a ninguna parte en el tumulto de cuerpos. Entonces un oficial, quizá Popovic, dio una voz, y los disparos comenzaron, cercanos y rápidos, sin que las balas tuvieran otro destino que la carne y las ropas sucias, los alaridos y el estrépito de toda aquella muerte encerrada bajo el techo de metal. La mayoría de los recuerdos del general acerca de aquel momento se habían desdibujado. Lo único que no había perdido su intensidad era la imagen de un rostro, el de un granjero o un peón que se destacó de la multitud durante una fracción de segundo, con la boca abierta como si le costara respirar, después inundada de sangre, la barbilla cubierta de rojo, una boqueada de dolor angustiado. Todo lo demás era confuso, un miasma de sonido y fetidez. Pero el recuerdo del polvo perduraba, y su sabor seguía allí cada mañana con la misma claridad que si se hubiera tragado una cucharada cada noche antes de acostarse.
El general se agachó debajo del grifo para beber de nuevo. Volvió a mirar su reloj: las 5:08. La sincronización era importante. No debía retrasarse, desde luego. Eso sería el fin. Pero actuar demasiado pronto también podía ser fatal. Se acercó a la ventana alta, la que siempre dejaba abierta sin importarle la estación, cualquier cosa con tal de librarse del olor a hormigón húmedo de una prisión. Comenzaba a clarear, la luna brillaba entre los altos y esbeltos pinos como un reflector. Lo único que se movía era una vaca, desplomada contra una sombría mancha de maleza. Incluso los centinelas estaban en silencio, el habitual murmullo de su conversación se había acallado para variar, aunque podía oler el humo de los cigarrillos, podía oír el chirrido de un encendedor.
Contempló las estrellas, buscando augurios en la profundidad del cielo. No salía luz de ninguna casa del valle, pero notó su presencia, los tejados rojos que ascendían por la suave ladera como un sendero embaldosado. Inhaló profundamente, oliendo a tierra removida, el penetrante y resinoso aroma de los pinos.
En momentos como aquéllos, al general le resultaba fácil imaginar que las colinas estaban encantadas, un lugar donde simples agricultores y campesinos mudaban de piel por la noche para convertirse en ogros y caballeros, que se internaban ente los árboles para competir en justas y dar estocadas en secreto, y escribían nuevos capítulos del saber prohibido. En aquellos campos y bosques había tesoros para quienes supieran dónde buscar: viejos fardos envueltos en hule, aletargados bajo las coles y las calabazas, o acaso ocultos en la oscuridad de los establos. Había tantas cosas enterradas, no sólo en su valle sino en todos, conspiraciones y secretos hasta más allá de donde alcanzaba la memoria. Si se esperaba el tiempo suficiente, quizá, la luna lo pondría todo al descubierto, fundiendo la cubierta como si fuera nieve, al menos hasta que llegara la mañana, cuando todo volvería a quedar oculto bajo la blanca luz del amanecer.
Pero un soldado podía envejecer y morir mientras esperaba que la luz de la luna le hiciera el trabajo. Y los viejos soldados no morían, caviló, ni se esfumaban sin más, como había proclamado aquel arrogante americano en célebres palabras. Sólo se volvían lentos y gordos mientras esperaban el juicio de la historia, escuchando a solas la llamada del veredicto en las puertas de su búnker.
Él no, pensó el general, tan seguro de sí mismo como siempre. Él no.