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Vlado sintió alivio al comprobar que Torello seguía sentado en su despacho. Pero su primera pregunta fue precisamente la que Vlado no hubiera querido contestar.
– ¿Dónde está su compañero americano?
– El señor Pine está en el hotel.
Torello pareció pensar detenidamente en la respuesta. En circunstancias normales, habría sido una mala señal, un indicio de que tal vez Vlado estaba a punto de ponerlo de patitas en la calle, desenmascarado como el agente delincuente que ahora era.
Pero Torello no tenía el ceño fruncido, no estaba nervioso ni se disponía a llamar por teléfono. Si acaso, parecía contento.
– Dígame una cosa -dijo por fin-. No está autorizado a estar aquí, ¿verdad? Así, usted solo.
Vlado decidió ser sincero con él.
– Nos han apartado del caso. Parece ser que nos hemos convertido en un fastidio para las autoridades de Estados Unidos. De modo que no estoy aquí como representante del Tribunal. Ahora trabajo para mí, más que nada porque mi padre era compañero del sospechoso principal. Algo de lo que no tuve noticia hasta hace unos días, cuando el Tribunal echó mano de mí para este trabajo. Así que para mí es algo estrictamente personal.
Torello lo observó un instante.
– Un caso de personas desaparecidas, entonces. ¿Lo definiría usted así? Ya no es busca y captura por crímenes de guerra. Por si mis superiores preguntan después -dijo, al tiempo que comenzaba a esbozar una sonrisa.
Vlado creyó estar en presencia de un compatriota, aunque no estaba seguro de por qué.
– Exactamente.
– Está bien que coincidamos. ¿Café? Parece que lo necesita.
– Sí.
– Y, por favor, fume con toda confianza -dijo Torello, sacando una cajetilla de cigarrillos de su chaqueta-. Esto no es América, ya sabe.
– ¿No le gustan los americanos?
– Nada más lejos. Creo que los americanos son estupendos. Sobre todo sus mujeres, que parecen pensar que los hombres italianos son estupendos siempre que se tomen en dosis limitadas.
La sonrisa de Torello se amplió.
Sí, Vlado podía imaginárselo durante la temporada turística. La belleza morena que el resto del mundo esperaba de los hombres jóvenes italianos. Delgado y desenvuelto, con el cabello cruzándole perfectamente la frente, el inglés impecable y la cantidad justa de sol en el rostro para hacer pensar en un hombre de acción.
– Pero seamos realistas -continuó Torello-. ¿Cuántas veces personas como usted y yo, de países que por lo general se mantienen al margen, tienen la oportunidad de hacer lo que les venga en gana, sobre todo cuando gente de embajadas muy poderosas exigen que hagan otra cosa? Este fax, por ejemplo, aterrizó en mi mesa esta misma tarde -dijo y se lo pasó a Vlado.
Era un mensaje del Departamento de Estado de Estados Unidos instando a las autoridades policiales a consultar por favor con contactos de la embajada de Roma antes de cooperar con investigadores que afirmen buscar a los sospechosos Marko Andric y Pero Matek, debido a «irregularidades diplomáticas» no especificadas.
– Ellos gritan. Nosotros saltamos. Y mírenos a nosotros dos, hablando en su idioma. Pero me atendré a la letra de esta nota, desde luego. -Levantó el fax en alto-. Es decir que si, por ejemplo, telefonea un representante oficial del Tribunal, buscando a un compañero desaparecido, tendría que remitirme como es natural a estas instrucciones, y no le diría nada. ¿Pero un caso de personas desaparecidas para un policía de Bosnia que está de visita? Eso es algo totalmente distinto.
Vlado dejó pasar un momento, mientras evaluaba la gravedad del salto que se disponía a dar con la ayuda de Torello. Lo que más le preocupaba era su familia. Es probable que dispusiera de un día, quizá menos, antes de que dieran con él Pine o Harkness. También sentía preocupación por Pine: no quería arruinar la carrera de aquel hombre, aunque en cierto modo pensaba que podría aprobarlo. ¿Y si no lo aprobaba? Simpático o no, Pine y el Tribunal lo habían utilizado, y Vlado se había ganado su intento de rebelión.
– Pues bien -dijo Torello-. ¿Qué le trae aquí? ¿Busca ayuda?
– Estos nombres.
Entregó a Torello el papel en el que había escrito Giuseppe di Florio y Piro Barzini seguido de once números de teléfono de Di Florio.
– Di Florio era el apellido de mi padre mientras estuvo aquí. Barzini era el de Matek. Es probable que llegasen en el verano de mil novecientos cuarenta y seis y se quedaran hasta el sesenta y uno. Después volvieron a Yugoslavia. No estoy seguro del porqué, pero me imagino que tuvieron que salir precipitadamente. Puede que gente de la Ustashi los encontrase finalmente. Y pudieron dejarse algo aquí. Algo que Matek podría haber vuelto a buscar. -Vlado hizo una pausa. Éste era el único dato sobre cuya revelación seguía sintiéndose incómodo, pero no parecía tener elección-. Puede que se dejaran dos cajas de lingotes de oro, además de algunos documentos que para Estados Unidos, todavía hoy, podrían resultar embarazosos, incluso perjudiciales.
Torello se recostó en su silla, irradiando un placer casi infantil mientras unía las manos y arqueaba los dedos apuntando hacia arriba.
– Fantastico -dijo en voz baja-. No es de extrañar que todo el mundo esté tan, cómo lo dirían ellos, nervioso. Histérico. Perfecto. -Su sonrisa se desvaneció-. Pero esos nombres. Me temo que sólo con eso no iremos muy lejos.
– También tengo esto -dijo Vlado, y depositó la vieja fotografía sobre la mesa de Torello y le explicó por qué había anotado los once números de teléfono.
– Iba a probar a llamar. Un palo de ciego, ya lo sé.
– Sí, un tiro al aire.
Torello parecía disfrutar tanto como Vlado recogiendo retazos de jerga.
– Pero, en fin, no hablo italiano. Sólo unas cuantas palabras.
– Podría hacer las llamadas por usted, desde luego, pero ¿de verdad queremos comenzar a hacer preguntas sobre este asunto a familias de toda la ciudad, para que chismorreen sobre quién sabe qué? No lo creo. Sería mejor consultar los archivos. -Miró el reloj-. Tengo un amigo en el ayuntamiento que nos dejará acceder fuera del horario habitual para echar un vistazo a las licencias de matrimonio, los certificados de defunción, esa clase de cosas. Archivos policiales. Si ese tal Matek es tan artero como parece, no puedo imaginar que fuera capaz de estar aquí quince años sin meterse en algún lío. Vamos. Al sótano.
Sólo tardaron veinte minutos. Torello abrió unos cuantos libros polvorientos de detenciones y atestados de incidentes de las décadas anteriores a 1970. Los demás habían sido informatizados. La primera línea que les llamó la atención fue un caso de contrabando de 1953. El sospechoso era Piro Barzini. Su fecha de nacimiento concordaba con la del pasaporte de la Cruz Roja. Los cargos se habían retirado.
– Pero mire -dijo Torello, pasando a otra página-. Esto es mejor.
Era una anotación de 1961, el atestado de unas muertes accidentales por ahogamiento. Dos víctimas: Giuseppe di Florio y Piro Barzini.
– Parece que se decidieron por la salida definitiva para volver a su tierra, una salida que no dejase expectativas de regreso. Una especie de accidente de barca. Sin que se recuperasen los cadáveres, por supuesto. Y mire. Los dos tenían esposa.
Así que su padre se había casado aquí. Aunque Vlado no esperaba menos, la noticia cayó como una bola de plomo. Torello seguía mirando el libro, ajeno al efecto de sus palabras. Pero el silencio de Vlado se prolongaba y se volvió para ver la expresión del bosnio.
– Lo siento -dijo-. Esto debe de ser duro para usted.
Vlado negó con la cabeza y carraspeó.
– ¿Cómo se llamaban? -preguntó en voz muy baja.
Torello volvió a mirar el libro.
– Lia. Y Gianna. Lia di Florio y Gianna Barzini. Y si Lia es esa mujer de la fotografía, es probable que siga creyendo que es la viuda de su padre.
– Si es que sigue viva.
– Veamos esos números de teléfono.
Lia di Florio era el séptimo nombre de la lista.
Su dirección es la misma que la del atestado policial. Sigue sin haber garantías de que esté viva. Sus hijos podrían haber conservado la entrada con su nombre.
– Hijos. Ni siquiera había pensado en ello.
– ¿Quiere que llame?
Vlado tragó saliva. Asintió.
– Vamos, pues. Volvamos a mi despacho.
Torello marcó el número y esperó. La comisaría estaba casi vacía. Sólo se oía el zumbido del fax. La luz de la lámpara del escritorio creaba a su alrededor un halo que les hacía parecer personajes en un pequeño escenario.
Vlado oyó el clic de la línea, seguido de un «¿Sí?» apenas audible.
– Buona sera -dijo Torello.
El resto fue un galimatías para Vlado, un rápido intercambio de palabras que por lo que sabía tenía que ver con un hijo o una hija, o bien con alguien distinto. Tal vez fuera mejor no saber lo que se decía. Enterarse de todo de una vez.
– Sí. Sí -dijo finalmente Torello, enérgicamente, moviendo en el aire la mano que tenía libre-. Prego. Ciao. -Colgó-. Es ella. Y está dispuesta a recibirnos. Esta noche.
Vlado asintió, sin estar convencido de lo que estaba pasando.
– Creo que en realidad siente tanta curiosidad como usted.
– ¿Qué le ha dicho? ¿Qué ha dicho ella?
– Le he dicho que era policía, desde luego, y le he preguntado si había estado casada con Giuseppe di Florio, el hombre que según los informes se ahogó en mil novecientos sesenta y uno. Ha dicho que sí. A partir de ahí lo demás no ha sido difícil. Le he dicho que teníamos nuevos datos sobre los hechos de aquellos años, pero que sobre todo quería preguntarle por un amigo de su marido de esa época. Piro Barzini. Más o menos se ha reído y ha dicho algo de que Barzini no era muy amigo. Y le he dicho que estaba con un colega mío de Yugoslavia que a lo mejor podía facilitarle más información. Me ha dado la impresión de que le ha parecido un poco extraño, como era de esperar. Incluso parecía tener algo de miedo. Pero yo no diría que estaba asustada. Luego nos ha invitado a visitarla, pero me ha pedido que le demos un poco de tiempo para prepararse. Eso quiere decir, estoy seguro, de que necesita tiempo para cocinar para nosotros. Es de esa clase de mujeres, estoy convencido. Podrían ser las tres de la madrugada y seguiría pensando que tenía que darnos de comer.
– Mejor así. Nunca como a mediodía.
– Después le querrá como a un hijo.
Torello se ruborizó al darse cuenta de que había pronunciado esas palabras sin comprender su trascendencia.
Pero a Vlado no le importó. El momento había llegado de forma tan irreal que nada le habría sonado discordante. Bueno, casi nada. Dudó antes de hacer la siguiente pregunta.
– ¿Tiene hijos?
– No se lo he preguntado. Vive sola, por si sirve de algo. Pero preferiría que fuera usted quien hiciera esa pregunta.
– ¿Le ha dicho… algo más sobre mí?
– Dejaré que lo haga usted también. Aun siendo difícil todo esto para usted, es probable que sea peor para ella, al enterarse de que su marido vivió, ¿cuánto, otros veintidós años? Será mejor que lleve esa fotografía. Tal vez necesite convencerse. Tenemos que irnos ya. Se tarda más de media hora. Vive en las colinas.
Las aceras de la ciudad estaban atestadas de gente que iba a cenar o que volvía poco a poco a casa. Cuando el coche comenzó a ascender, la carretera se estrechó, y al cabo de unos diez minutos pasaron por un bosque, después salieron a campo abierto, mientras la carretera serpenteaba sin dejar de ascender. Cuando estaban a la mitad de la subida salieron del denso banco de nubes que se había posado sobre la ciudad durante todo el día. Se veían las estrellas, y mientras miraba por la ventanilla, Vlado pensó: voy a la que fue la casa de mi padre. Se preguntó si aquella carretera había sido un día el camino diario que seguía del trabajo a casa. Se volvió para mirar hacia abajo, pero la ciudad había desaparecido, sus luces eran una pálida mancha amarilla contra las nubes.
Se encontró incómodo en cuanto entró en la casa. La anciana estaba nerviosa y preocupada, con harina en las manos, el delantal todavía atado a la cintura. La casa olía a especias y vapor, una olla de pasta hervía. Pero los sentidos de Vlado estaban en plena alerta por otras razones. Sintió vergüenza al verse como un sabueso, como un intruso. Era un espía olfateando y buscando algún indicio de una vida pasada, cualquier rastro de una presencia que se había desvanecido hacía treinta y siete años. Aquello significaba explorar las paredes en busca de fotografías y buscar cualquier signo de reconocimiento en los ojos de la mujer. Fordham había observado de inmediato el parecido de Vlado con su padre. Puede que ella también lo viera, aunque Fordham tenía la ventaja de conocer el apellido Petric y lo que eso podía significar. Era probable que ella no hubiera oído ese apellido en su vida.
La mujer los miró detenidamente mientras pasaban al salón, pero el examen se parecía más al de una persona poco acostumbrada a recibir visitas, al de un alma precavida que evaluaba a unos extraños que llegaban cuando ya había anochecido, y los dos policías.
No hablaba inglés, así que acordaron que Torello se encargaría de las preguntas y traduciría para Vlado.
– Le identificaré como un policía bosnio que tiene interés en algunos hechos de su pasado -había dicho Torello mientras subían la cuesta-. Podrá ser más explícito si lo desea.
Estaba demasiado oscuro para echar un vistazo al exterior de la casa. Estaba apartada de la carretera, en la cresta de la colina. Pero enfrente de un afloramiento rocoso a la izquierda había un huerto de árboles que parecían cítricos. A la derecha había una maraña de arbustos y brezos. En el interior, las paredes enlucidas estaban viejas y agrietadas, pero limpias y blanqueadas. La visión fugaz de la cocina cuando pasaron por la puerta reveló la presencia de un antiguo fogón que le recordó al de la tía Melania, con todos los quemadores en uso.
Mientras se sentaban en el sofá, Vlado vio una pequeña fotografía enmarcada en el rincón. Sin pensárselo, cruzó la sala para verla mejor. El corazón le dio un vuelco al ver, sí, que eran Lia y su padre. La fotografía podía haberse tomado más o menos un año después de la que llevaba en la cartera, pero en ésta estaban en la playa. Piedras redondas a sus pies, aguas claras detrás, con un transbordador humeante visible a lo lejos. Lucían el mismo aspecto de profunda satisfacción. Era la única fotografía que había en el salón. No había instantáneas de niños, ni de bebés, ni de nadie más.
– Scusi -dijo Vlado en su limitado italiano al darse cuenta de que Lia y Torello lo miraban fijamente, Torello con cierta inquietud.
Volvió al sofá y Torello comenzó a hablar. Vlado perdió enseguida el hilo de la conversación, pero oyó el nombre de Piro Barzini y vio que la mujer fruncía el ceño. Dijo unas palabras en voz baja y Torello se volvió para traducir.
– Me temo que no va a ser fácil, y puede que ni siquiera productivo. Parece muy reacia. Dice que sus recuerdos de esa época son confusos. Pero creo que más bien podría darse el caso de que los recuerdos no sean muy agradables. Al menos en lo que se refiere a Barzini. En cuanto he dicho que era él quien de verdad nos interesaba, me ha dado la impresión de no querer hablar. Pero si tiene alguna idea…
– Sí -dijo Vlado-. Quizá si le enseño la fotografía.
– No estoy seguro. Tal vez sea demasiado pronto.
– Nos dará cierta credibilidad.
– O quizá sólo le cause una gran impresión. Es una anciana. A lo mejor deberíamos dejarla en paz.
– Me temo que sea demasiado tarde. Si averigua de algún modo que Barzini sigue vivo, y, seamos realistas, acabará saliendo en los periódicos, de una forma o de otra, ¿cree que quedará en paz entonces, preguntándose si su marido podría estar vivo también?
Torello frunció el ceño.
– De acuerdo entonces. Adelante.
Vlado sacó la fotografía de su bolsa, sabiendo que se disponía a robar a aquella mujer una parte de su historia, una pérdida que él conocía vivamente. Se la entregó vuelta hacia abajo a Torello, que se la pasó a Lia di Florio. Su presión cambió de inmediato, del escepticismo pertinaz a la alarma.
Lia y Torello intercambiaron unas palabras en italiano y la anciana miró enseguida a Vlado con los ojos abiertos como platos y gesto de asombro.
– Quiere saber de dónde la ha sacado -tradujo Torello.
Y entonces la mujer volvió a hablar, pero esta vez Vlado entendió cada palabra.
– ¿De dónde la has sacado? -preguntó en un serbocroata fluido, y por alguna razón a Vlado no le sorprendió lo más mínimo-. Soy eslovena -dijo, dirigiéndose a Vlado. Eslovenia, otro fragmento étnico de Yugoslavia que se había desgajado en la reciente convulsión para formar su propio Estado al norte de Croacia y se había librado de prácticamente todos los combates. Pero no había sido así en la guerra anterior-. De cerca de la frontera -continuó-. No muy lejos de Trieste.
– Y por eso conoció… -Vlado se detuvo en seco, después de estar a punto de decir «a mi padre»-. ¿Por eso conoció a Giuseppe di Florio, porque hablaba su lengua?
Lia negó con la cabeza al tiempo que cerraba con fuerza la boca.
– No. Cuando lo conocí se llamaba Josip Iskric. Era guardia, y yo prisionera. En el campo de Jasenovac, durante la guerra. ¿Ha oído hablar de él?
– Sí. -Vlado tragó saliva, con la garganta seca-. He oído hablar. Pero tiene que contarme su historia. Y después yo le contaré la mía. Creo que tenemos algunas cosas en común.
– ¿Qué está pasando? -preguntó Torello.
– Es complicado -respondió Vlado lacónicamente en inglés-. Espero que no tenga ninguna cita urgente. Quizá tengamos que quedarnos aquí un buen rato.