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– No estuvimos mucho tiempo en el campo -dijo-. Un mes en total, más o menos. Debimos de ser de los últimos en llegar. Sólo un autobús proveniente de los combates en el este. Mi familia se trasladaba a otro pueblo con otras veinte personas cuando el Ejército de Defensa Nacional nos apresó. No se atrevieron a fusilarnos, y no creo que supieran qué otra cosa podían hacer con nosotros. De todos modos, en esas fechas la situación estaba ya muy deteriorada. Y cuando llegamos a Jasenovac había una gran agitación en el campo.
Estaban sentados en el comedor de Lia. En cuanto Vlado informó a Torello de las líneas generales de su revelación, acordaron hacer una breve pausa, en parte porque ella insistió en que tenían que comer algo antes de seguir hablando. Necesitaba combustible si tenía que hablar de aquellos tiempos, les dijo, y agregó que ellos también lo necesitarían.
Vlado dudó que tuviera apetito, pero una vez sentado ante los platos rebosantes de pasta y salsas, su estómago le recordó que se había saltado el almuerzo. Cuando Lia reanudó su relato había dado buena cuenta de la mayor parte de la comida.
– A la mayoría de las mujeres las enviaban a campos de trabajo, en Alemania y Austria -dijo-. Mano de obra esclava para las fábricas de municiones. Las que seguían allí sabían todo lo que pasaba. Pero los partisanos se acercaban. Y los rusos también. Los trenes que iban hacia el norte habían dejado de pasar y nadie iba a ninguna parte. Así que sólo quedaba el asesinato. Iban lo más rápido que podían, sobre todo con los hombres. Los sacaban por la mañana y los fusilaban, los apaleaban, los apuñalaban, los sacrificaban como si fueran cerdos. Los tiraban a un hoyo o los arrojaban sin más al río. Por la noche quemaban los cuerpos en grandes montones. Lo siento, sé que estás comiendo, pero si quieres oír la historia tendré que contarla a mi manera.
Vlado asintió, petrificado. Dejó el tenedor en el plato y no volvió a probar bocado hasta que pasaron varios minutos. Torello, al no comprender el idioma, miró con expresión anodina y engulló otro bocado de pasta.
– Podía verlo en parte desde los barracones. Antes, en nuestro pueblo, siempre se había oído decir que aquellas cosas pasaban, pero no creo que nadie se lo creyera de verdad. Antes ya se habían llevado a algunos eslovenos a la isla de Rab, un campo que los alemanes tenían cerca de la costa. Nadie sabía a ciencia cierta qué había sido de ellos, así que aquello era algo totalmente nuevo para mí, pero nunca olvidaré lo que vi. Si hubiera estado allí mucho más tiempo, no sé si me habría recuperado.
Pareció sumirse un momento en sus pensamientos, y Vlado se preguntó qué imágenes le estarían pasando por la cabeza.
– Me está hablando de la vida en el campo -dijo a Torello en inglés-. Su familia estuvo allí el último mes de la guerra.
Torello asintió, sin dejar de masticar.
– Algunos guardias también eran nuevos -continuó Lia-. Parecían casi tan asustados como nosotros. Josip era uno de ellos.
Ahí queríamos llegar, pensó Vlado, armándose de valor para escuchar lo peor sin dejar de esperar lo mejor.
– Era el encargado de las mujeres de mi grupo. Unas cien. Nos sacaba en formación a los campos donde ayudábamos en la siembra. Era abril y algunos agricultores habían pedido mano de obra. Pero todos los días mirábamos hacia el horizonte, hacia las carreteras que iban al oeste, para ver si llegaban los ejércitos. Había rumores de todas clases, así que naturalmente esperábamos que nos rescatasen.
– ¿Cuáles eran sus obligaciones?
– ¿Las de Josip?
– Sí.
– Darnos órdenes, más que nada. No perdernos de vista. Casi nunca era complicado. Sólo decirnos «en marcha. Alto. No os paréis. Contaos». Cosas así. Pero ya la primera mañana vi que me miraba, y podría decir que pensaba que era guapa. Y entonces lo animé, devolviéndole las miradas, sonriéndole. No porque pensara que era distinto de todos los demás, lo habría matado si hubiera podido, sino porque necesitaba sentir que hacía algo para sobrevivir. Cualquier cosa, aunque sólo fuera coquetear con un guardia. Porque todas las mañanas le mandaban escoger a tres o cuatro de nosotras para enviarlas con un destacamento al río, y todas sabíamos lo que allí pasaba. Las que se marchaban no volvían, y cuando terminase la siembra sabíamos que no nos necesitarían. Así que intentábamos trabajar todo lo despacio que podíamos.
– ¿Tenía que elegir él? -preguntó Vlado, agarrando el borde de la mesa.
– Sí -dijo Lia-. Lo hacía con rapidez, sin pensar demasiado. Escogía a las más viejas, las que tosían o las que estaban enfermas. Todas lo odiábamos por ello, claro está. Era el hombre más poderoso de nuestras vidas. En cuanto te señalaba con el dedo, estabas muerta. Nuestro verdugo. De modo que seguí sonriéndole, sonrisas discretas, para que las demás mujeres no se dieran cuenta. Yo sabía que otras hacían lo mismo. Pero a esas alturas muchas de ellas sólo eran piel y huesos. Yo tenía diecinueve años y estaba sana, y quería ser la última de su lista. Él siempre aparentaba no darse cuenta, pero yo sabía que sí. Y luego, más adelante, se lo perdoné todo. Después de lo que sucedió el último día. Cuando nos ayudó a huir.
A Vlado el corazón le dio un brinco. Se agarró con más fuerza a la mesa.
– ¿Él… él la ayudó a huir?
Hasta Torello pareció percibir algo trascendental en el aire; dejó el tenedor con todo cuidado en el plato y los miró atentamente.
– Sí. Él y otros guardias, los más nuevos. Fue unas semanas después, y sabíamos que los partisanos se acercaban porque se oían los disparos, todo el día. Los fusiles y la artillería rusa. De vez en cuando veíamos un avión, volando a poca altura, con distintivos rusos en las alas. Pero la matanza seguía. Estaban fuera de sí. Por fin una mañana estalló un motín. En la sección de los hombres. Todos sabían que la libertad estaba cerca pero que el asesinato podía llegar más deprisa, así que algunos hombres se abalanzaron sobre los guardias. Después comenzó el tiroteo. Nuestra reacción fue inmediata. De pronto todo el mundo corría, y todos los guardias disparaban. Menos los nuestros. Fue extraño. Creo que los de nuestro grupo fueron los únicos que no dispararon. Sólo nos gritaban. «¡Corred!», decían. «Hacia la parte de atrás. ¡Corred! Cortaremos la alambrada.» Sabíamos que podía ser una estratagema, una forma de dispararnos por la espalda, pero corrimos, y ellos vinieron con nosotros. Cortaron los alambres, y cuando pasamos por la abertura siguieron con nosotros. Debía de haber seis guardias en total, y parecían tan desesperados por escapar como nosotros.
»No lo consiguió todo el mundo. Los otros guardias nos vieron y dispararon. Creo que sólo pudimos escapar veinte, tal vez algunos más. Y sólo dos guardias. Josip y otro. Un chico que se llamaba Dario y que parecía tener unos quince años. Todas lo odiábamos también. Pero ahora corría como todo el mundo.
– ¿Y qué pasó con el resto de su familia?
– Los mataron -dijo ella sin cambiar el tono, pero sus ojos miraban fijamente a Vlado-. Mi madre pasó por la alambrada pero la alcanzaron los disparos. La vi en el suelo detrás de mí. No volví a mirar hacia atrás. Mi padre no debió de llegar a salir. Más tarde oí decir que los partisanos llegaron dos días después, pero entonces ya debía de estar muerto. No sé si murió aquella mañana o no, pero nunca lo volví a ver. Fue un milagro, de veras, que alguno de nosotros quedara con vida.
– ¿Adónde fueron?
– Caminamos durante tres días, hacia el norte y luego hacia el este. Queríamos escapar de los combates. Josip se deshizo del uniforme y la documentación, pero se quedó con la pistola. Entonces ya sabíamos que no iba a hacernos daño, pero creo que él se preguntaba si le haríamos algo a él. Unos días después sólo quedábamos seis. Los demás se habían ido en otras direcciones, intentando volver a sus pueblos. Había algunos eslovenos, pero la mayoría eran bosnios. Dos semanas después cruzamos la frontera de Italia. Medio muertos de hambre, pero lo conseguimos. Unos soldados británicos nos recogieron y nos montaron en camiones. Una semana después estábamos en un campo para desplazados, en Fermo.
– ¿Por qué no volvió a su casa?
– No tenía adonde volver. Nuestro pueblo había sido incendiado y mis padres habían muerto. Mis hermanos estaban en la guerra, no sabía dónde, hacía más de un año que no sabíamos nada de ellos. Pensé en ir a Liubliana, en busca de una tía mía, pero no sabía cómo estaba la situación allí, y me daba demasiado miedo viajar sola. Además, ya estaba con Josip. Sé que puede parecer una locura. Estar con tu carcelero. Pero él nos había liberado, y había cuidado de mí durante el camino. Cuando llegamos al campo para desplazados viajábamos ya como marido y mujer, no porque estuviera enamorada de él, sino porque las cosas eran más fáciles si se estaba casado, si se formaba parte de una pareja. Si una estaba sola podían dejarte en el campo para siempre. Con un marido te reasentaban antes. Y a Josip le preocupaba que descubrieran que había trabajado en aquel campo. Mientras yo estuviera con él, nadie sospecharía. Pero fue por mediación de Josip como conocí a Rudec, o Matek, como ya decía llamarse. El que después se llamó Barzini.
– ¿En Fermo?
– Sí. Era del mismo pueblo de Josip, un pueblecito de Herzegovina, y se vieron en el comedor. Josip me dijo que Matek había estado antes que él en Jasenovac, aunque apenas me contó nada de lo que hacía, pero que lo habían trasladado a Zagreb, no mucho antes de que llegara mi familia.
Por supuesto, pensó Vlado. ¿De qué otra manera iba a terminar Matek en el convoy que salió rumbo al norte con todo aquel oro? El inteligente oportunista había encontrado una vez más la manera más fácil de escapar. Y fue Matek quien organizó la salida de los tres de Fermo, le dijo Lia, que pensaba que había sido una forma inteligente de mantener a Josip en deuda permanente con él. Lo primero que hizo fue conseguir documentos de viaje para los tres, despojándose del apellido Rudec mientras tanto.
– Nunca dijo cómo lo había hecho. Apareció una mañana en nuestro barracón con todos los papeles, y nos dijo que no faltásemos a la misa del domingo para conocer al padre Draganovic, que se ocuparía de nosotros.
A partir de entonces, las cosas sucedieron deprisa.
– Entonces nos fuimos a Roma. Josip quería volver a Yugoslavia, pero Matek siempre tenía algún plan, algún proyecto, y sabía convencer a Josip para que hiciera lo que él decía. Y una mañana Matek apareció con más papeles para nosotros. Pasaportes de la Cruz Roja. Dijo que nos mudábamos aquí, a Castellammare. Así que a partir de entonces fui Lia di Florio. Hasta entonces había sido Lea Breza. Josip era ahora Giuseppe, y Matek era Piro Barzini. Yo sabía ya que estaba enamorada de Josip, y quería estar donde estuviera él. De modo que nos mudamos aquí, y durante quince años fuimos felices, aunque nunca pudimos tener hijos. O todo lo felices que podíamos ser, sabiendo que no podíamos volver a casa, y que en cualquier momento alguien podía averiguar quiénes éramos de verdad. Y siempre estaba Matek, con sus planes y sus proyectos. Hasta la noche en que salieron en la barca. Matek dijo que sólo tardarían unas horas. Pero nunca regresaron.
– ¿En el sesenta y uno? -preguntó Vlado.
Muy pronto tendría que contarle él su historia, y se preguntaba cuál sería la mejor forma de hacerlo. Ahora estaba seguro de que Lia nunca había oído el nombre de Enver Petric, de que Matek y su padre debieron de mantener siempre en secreto esa identidad.
– Sí, en mil novecientos sesenta y uno -dijo ella-. Una noche clara con el mar en calma. Las autoridades llegaron a la conclusión de que se habían ahogado, pero nadie encontró jamás sus cuerpos. Sólo quedó la barca, que apareció en la orilla más adelante. Pero entonces… -Se encogió de hombros-. Yo no tenía adonde ir, así que me quedé. Pero siempre me pregunté si de verdad habían muerto. Si de verdad llegaron a subir en la barca. Y ahora tengo la sensación de que lo voy a averiguar. Y de que la noticia no va a ser precisamente alegre. ¿Estoy en lo cierto? -preguntó y miró a Vlado en actitud de súplica.
Vlado no quería herir sus sentimientos, pero sabía que eso no sería posible. Le había contado una historia de redención que nunca había creído posible, y lo único que podía ofrecer él a cambio era el conocimiento de una traición. Respiró hondo, con la mirada de Lia fija en él, y comenzó a hablar, lentamente, con parsimonia.
– Hay tres cosas que debe saber antes que nada. La primera es que Pero Matek está vivo todavía, y es muy posible que esté aquí, en Castellammare di Stabia.
Lia no se inmutó, como si no esperase menos.
– La segunda es que Josip Iskric vivió hasta mil novecientos ochenta y tres. Llegó a Yugoslavia en mil novecientos sesenta y uno, es muy posible que porque Matek no le dejara otra opción que regresar y guardar silencio al respecto. Cruzaron el Adriático, pasó a llamarse Enver Petric y se instaló cerca de Sarajevo.
»La tercera… -Vlado hizo una pausa, sintiéndose sin aliento, como si apenas quedase aire en la estancia para los tres-. La tercera es que soy el hijo de Enver Petric, su único hijo.
Lia se llevó una mano al corazón y pareció tambalearse. Pero sus ojos estaban secos. Se levantó vacilante de la silla y se dirigió hacia Vlado, que ya se había levantado para recibirla. Ella le puso las manos en los hombros, le miró a los ojos y le abrazó lentamente, primero con timidez, después con fuerza. Vlado la abrazó también, sintiendo una extraña mezcla de emociones. No era su madre, pero era algo parecido, la única persona parecida a un pariente que le quedaba por la parte de su padre, exceptuando a la tía Melania. Sintió sus sollozos, un temblor que le sacudió el esternón, y reaccionó como si fuera una suerte de señal, liberando por fin sus emociones. Una densa bola de calor pareció fundirse en su pecho, y las lágrimas brotaron de sus ojos.
Torello seguía sentado; se limpió la boca con una servilleta, tosió y miró hacia el extremo opuesto de la sala. Sólo se oía el ligero jadeo de Lia, como un nadador cansado que acabara de salir a la superficie en busca de aire.
Al cabo de unos instantes ella dejó de abrazarlo y retrocedió con paso inseguro. Vlado dejó caer lentamente los brazos en los costados; tenía la pechera húmeda. Lia humedeció una servilleta en un vaso de agua y se la pasó por la cara llorosa y después por la de Vlado, moviendo las manos arrugadas con ternura, casi como una caricia.
– ¿Cuánto tiempo has dicho que vivió? -preguntó, con la voz ya firme.
– Hasta mil novecientos ochenta y tres. Yo tenía diecinueve años cuando murió, la misma edad que usted cuando entró en el campo. -Lia asintió-. No encontré la fotografía hasta hace unos días -dijo, mientras señalaba con un gesto la fotografía en blanco y negro que estaba sobre la mesa-. Mi padre se la confió a su hermana hace mucho tiempo, cuando yo era un niño. Mi madre, por lo que yo sé, nunca la vio. Murió hace unos años. Pero no he sabido de verdad quién era usted hasta ahora. Hasta esta noche.
Ella volvió a asentir, ya fuera por estar demasiado afectada o por estar demasiado estupefacta para articular palabra.
Torello carraspeó.
– Tengo la impresión de que se ha revelado la verdad sobre su padre -dijo en voz baja en inglés.
– Sí. Y supongo que ahora deberíamos pasar a las preguntas sustanciosas. Y no porque yo tenga muchas ganas de hacerlas.
– Entonces utilizaremos ese método de las películas americanas de policías -dijo Torello sin alzar la voz-. El policía bueno y el policía malo. Yo me ocuparé de las cuestiones impertinentes, de las preguntas entrometidas. Ella espera que me comporte así de todos modos. Usted puede ponerme al corriente de lo que le ha dicho y descansar un rato. Parece que lo necesita tanto como ella.
– De acuerdo -dijo Vlado mientras se sentaba, agotado, pero todavía transportado por una nueva ligereza.
Miró a Lia, que le sonreía, y le devolvió la sonrisa.
Policía malo o no, Torello supo manejar la situación, pensó Vlado, a juzgar por cosas tan simples como el tono o el ritmo. Pero también estaba claro que las respuestas de Lia di Florio a la mayoría de sus preguntas eran escuetas, y diez minutos después Torello le dijo que sabían poco más que cuando habían llegado, sobre todo en relación con las cajas que Matek o el padre de Vlado podían haber traído con ellos a la ciudad. Habían viajado a Castellammare di Stabia por separado, le había dicho Lia, Matek y Josip habían llegado unos días antes que ella, en un camión. Ella viajó en tren, un trayecto lento y lleno de paradas que había durado días.
Ni Josip ni Pero -Vlado era incapaz de pensar en ellos como Di Florio y Barzini- habían mencionado nunca que hubieran traído consigo algo de Roma, ni un escondite donde pudieran haber ocultado objetos de valor, y no conocía ningún lugar al que Matek pudiera acudir si regresaba.
¿La creía Vlado? No estaba seguro. Pero seguía sintiendo, por alguna razón, que los ayudaría, a su manera, si podía.
Cuando Torello terminó de informar a Vlado sobre su última tanda de preguntas, todos quedaron en silencio, agotados. Los hombres encendieron sendos cigarrillos, y Lia se inclinó para coger uno de la cajetilla de Vlado.
– Lo dejé hace años, pero esta noche no puedo evitarlo -dijo.
– ¿Dónde está la tumba de mi padre? -preguntó Vlado, pensando que quizá mereciera la pena hacer una visita.
Aun sabiendo que estaba vacía, parecía un monumento adecuado a la parte de la vida de su padre que no había conocido.
– No muy lejos de aquí, bajando por la colina. Yo sigo visitándola para pensar. Para hablar con él de las cosas que hago. Es un lugar muy tranquilo. Pero ahora… -Se encogió de hombros débilmente, mientras su voz se apagaba-. Si hubiera tenido dinero le habría comprado una cappella, un sitio grande que pudiera visitar de verdad. Pero no tenía suficiente dinero.
– Disculpe -dijo Torello, que pareció recuperar el interés-. ¿Ha dicho algo de una cappella?
– Sí -dijo Vlado-. ¿Es una especie de tumba?
– Es una capilla, pero cuando está en un cementerio es un panteón, como una capilla en miniatura. Sería un escondite perfecto. ¿Ha dicho que Matek, o Barzini, compraron una?
– No. Me ha dicho que le habría gustado comprar una para mi padre, pero no pudo permitírselo. Sólo consiguió una sepultura y una lápida. Y no la compró hasta después de que Matek y mi padre desaparecieran, de modo que la fecha no sirve.
– Sí, tiene razón. Estoy empezando a cansarme.
Torello frunció el entrecejo, la luz de sus ojos había desaparecido.
– ¿Qué te preguntaba de una cappella? -dijo Lia a Vlado, que comenzaba a sentirse como un mediador internacional, con todo aquel ir y venir en dos idiomas, mientras los demás hablaban un tercero entre ellos.
– Pensaba que si Matek había comprado una para su familia, podría haber guardado allí las cajas por las que le ha preguntado.
– Pero es que sí compró una -dijo ella, con una repentina luz en los ojos-. Para su hijo.
Vlado dejó lentamente su cigarrillo en el borde de su plato.
– ¿Matek tenía un hijo?
– Sí. Murió muy joven, por la gripe. Y Matek compró para él una cappella enorme. Demasiado grande para un niño pequeño, pero Matek era así. Le gustaba hacer grandes gestos, alardear. Está en el mismo cementerio que la lápida de Josip.
– Seguro que ni siquiera Matek utilizaría la tumba de su único hijo como escondite -dijo Vlado, sin tenerlas todas consigo.
– El Pero Matek que yo conocí sí lo haría -dijo Lia con firmeza.
Vlado se volvió hacia Torello para traducir, pero Lia le detuvo.
– No -dijo, levantando una mano, un gesto que sólo sirvió para despertar el interés de Torello-. No quiero que lo sepan. Las autoridades locales, no. Por favor.
– ¿Qué la ha disgustado? -preguntó Torello-. ¿De qué está hablando?
Vlado miró sus ojos suplicantes y asintió ligeramente con la cabeza. Quién sabía por qué actuaba así, pero por ahora accedería a su petición. Le debía por lo menos eso.
– Está preocupada por Matek -dijo Vlado a Torello, mientras trataba de pensar con rapidez-. Le preocupa que venga aquí. Que intente esconderse aquí, o que la obligue a ayudarlo.
– No es probable -dijo Torello quitándole importancia-, pero puedo mandar a alguien para que vigile la casa si así se siente mejor.
– Dígaselo, entonces.
Torello habló y Lia pareció calmarse; miró a Vlado al tiempo que hacía un gesto de agradecimiento con la cabeza. Después, volviendo de nuevo a su lengua materna, le dio apresuradamente indicaciones para llegar al cementerio. Estaba en el camino de vuelta a la ciudad, dijo, a sólo diez minutos en coche, y había un gran arco de piedra en la entrada. Pero el mejor camino -más rápido y más directo- era a pie, bajando directamente la colina entre los árboles por un estrecho sendero que salía al otro lado de la carretera. Cinco minutos como mucho.
Transmitió la información sin emplear ni una sola vez la palabra «cappella» ni otra expresión que pudiera alertar a Torello. Después dijo a Vlado que el panteón de Matek estaba en el extremo nororiental, a sólo unas hileras de la lápida que señalaba la tumba vacía de su padre.
En ese instante sonó el buscapersonas de Torello, y éste se excusó y salió para telefonear a su despacho desde el coche.
– Saldré enseguida -le dijo Vlado-. Creo que más o menos hemos terminado aquí.
Cuando Torello salió, Vlado puso sus dos manos sobre las de Lia y las agarró mientras se ponía de pie.
– Tengo que irme -dijo-. Pero espero volver.
Ella asintió.
– La cappella de Matek será la única del cementerio en la que no haya flores -dijo-. La madre del niño dejó de ir hace años. Ni siquiera sé si está viva todavía. No quiso saber nada de mí desde que desaparecieron. No creo que el tiempo que pasó con Matek fuera muy feliz. Y recuerda, el nombre es Barzini.
Estaban ya en la puerta. Vlado pudo ver a Torello sentado ante el volante, hablando por teléfono con la luz interior encendida. Cuando Vlado se volvió para despedirse, Lia le puso una mano en la cara y presionó ligeramente, casi como si fuera una médium que intentara detectar algún rastro del alma de su padre.
– Estoy cansada -dijo-. Hablar de aquellos tiempos siempre me deja rendida. Pero esta vez más que nunca. -Y después, casi con timidez, preguntó-: ¿Has dicho que se llamó Enver cuando volvió a Yugoslavia?
– Sí. Enver Petric.
Lia sonrió, bajó la vista y dejó caer la mano en el costado.
– Desde luego no tenía nada de Enver. Sólo de Josip. Hasta de Giuseppe. ¿Pero Enver? Debía de darle vergüenza cada vez que lo pronunciaba.
– No sabría decirle -dijo Vlado, sin saber qué contestar.
Ella levantó la vista, sonrojándose.
– Pero puede que eso cambiara cuando tú naciste. Seguro que tener un hijo hizo que llamarse Enver mereciera la pena, ¿no crees?
– Eso espero -dijo Vlado con una sonrisa vacilante, sintiéndose incómodo.
– ¿Tienes hijos?
– Sí. Una hija de nueve años.
Su sonrisa se amplió al pensar en Sonja, y se preguntó qué pensaría de todo aquello.
– A ti no te importaría cómo te llamase. Cualquier nombre que escogiera te parecería bien, ¿no crees?
– Sí. Claro.
– Muy bien, entonces.
Aquello pareció darle cierta paz; volvió a ponerle una mano en la mejilla y la dejó allí durante unos segundos. Vlado sintió la aspereza de la piel arrugada, pero también su calor. Por el rabillo del ojo vio a Torello, que en ese momento estaba de pie junto a la puerta abierta del coche, esperando.
– Tengo que irme -dijo Vlado.
– No dejes de informarme de lo que averigües -dijo Lia-. Prométemelo. Y entonces, a lo mejor tengo algo más que contarte.
Aquello parecía ser todo lo que quería decir al respecto en ese momento, de modo que reprimió el impulso de hacer más preguntas. Se despidieron, y Torello y él volvieron a montar en el coche para hacer el largo trayecto de regreso descendiendo por la estrecha carretera que desaparecía entre las nubes.