172822.fb2 El barco de los grandes pesares - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 32

El barco de los grandes pesares - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 32

29

– Era mi coordinador -dijo Torello cuando Vlado entró en el coche-. Ha habido un asesinato en una pensión de la ciudad. Creen que la víctima es Andric. Varón sano de cincuenta y tantos en posesión de tres pasaportes distintos. La cara concuerda con la fotografía de Interpol. Pero no hay mucho que ver ahí abajo. Dos disparos a escasa distancia, gran calibre, probablemente con silenciador.

Luego era cierta su teoría sobre las razones de Matek y Andric para acudir a la ciudad. Y ahora el aspirante más joven y fuerte había caído, dejando el camino libre a Matek. Vlado se dio cuenta de que debía ponerse en marcha, aunque sólo conocía un lugar en el que buscar. Se habría sentido mejor con Torello a su lado, pero Lia había insistido en que no dijera nada a la policía local. Aunque no creía que ella quisiera que se jugase el pellejo.

Pero al parecer Torello no estaba disponible.

– Voy a la pensión ahora -dijo-. Está cerca del puerto, no muy lejos de la oficina.

– Tal vez sea mejor que no llegue a la escena del crimen con usted -dijo Vlado, improvisando sobre la marcha-, teniendo en cuenta que ni siquiera debería estar aquí. Pero tendría que poner sobre aviso a Pine. Diga a su coordinador que lo llame al hotel. De ese modo podría enterarme del asunto por él y reunirme con usted en la escena del crimen.

– Haga lo que quiera. Pero no puedo perder tiempo llevándole al hotel. Tendré que dejarle por el camino.

– Está bien.

Unos minutos después llegaron a las afueras de la ciudad. Iluminado por el resplandor de una farola, Vlado vio un arco de piedra a la izquierda, tal como Lia había descrito.

– Déjeme aquí. Pero no se olvide de avisar a Pine.

– Más adelante sería mejor, mucho más cerca.

– Aquí está bien. Cogeré un taxi.

– Como quiera.

Torello pareció desconcertado, quizás un poco ofendido. Las calles de la zona estaban vacías, y era evidente que tardaría un rato en encontrar un taxi. Pero tenía demasiada prisa para hacer más preguntas, así que paró para que Vlado se bajara, se despidió con un movimiento de cabeza y un rápido «Nos vemos allí» y se alejó con un acelerón.

Cuando la luces traseras rojas del coche desaparecieron tras una curva con un chirrido de neumáticos, Vlado se dirigió rápidamente hacia el arco, con la esperanza de que no fuera demasiado tarde. Los establecimientos de los alrededores estaban cerrados. El único signo de vida era un pequeño café, pero también estaba débilmente iluminado y el frío obligaba a los escasos parroquianos a atrincherarse en el interior.

No vio a nadie al entrar, algo que le pareció una buena señal. Con un rápido vistazo al suelo comprobó que no había huellas de neumáticos. No creía que fuera posible transportar gran cosa de allí sin la ayuda de un camión. También podía suceder que estuviera en el lugar equivocado. Había cientos de escondites probables, desde las antiguas catacumbas de la época romana hasta las cuevas de las montañas. Y siempre existía la posibilidad de que Matek hubiera cavado su propio agujero, un lugar que sólo él pudiera encontrar. Aunque el suelo rocoso hacía que esa opción fuera improbable. Tenía la impresión de que Matek era de los que no se complicaba la vida si podía. Y qué forma más fácil de hacerlo que robar la tumba de tu hijo.

Una vez dentro del cementerio, cerca del muro, había una pequeña casa de piedra, probablemente la vivienda del conserje. Mientras caminaba hacia la puerta volvió a preocuparle la barrera del idioma. Si el conserje no hablaba inglés, no haría más que levantar sospechas al llegar haciendo gestos frenéticos y sin compañía. Pero no parecía que hubiera nadie en la casa. Las ventanas estaban a oscuras y reinaba el silencio. Miró su reloj. Eran poco más de las nueve. Demasiado temprano para estar en casa para pasar el resto de la noche si se vivía en un cementerio. Siguió avanzando sin hacer ruido, dirigiéndose a lo que le pareció una caseta de mantenimiento de madera detrás de la casa. Estaba rodeada de una alta valla de tela metálica, cerrada con candado en la parte delantera, pero la valla era vieja y estaba suelta. Vlado consiguió retirar la cancela lo bastante para entrar. Abrió la puerta de la caseta y alumbró con su encendedor. Dos cortadoras de césped manuales estaban aparcadas una junto a otra con un revoltijo de palas, rastrillos y azadas. En un tosco estante de madera había más herramientas. Una era una larga y pesada palanca. Vlado la cogió. Había también dos linternas abolladas. Probó la primera y vio que las pilas estaban gastadas, pero la segunda funcionaba. Volvió a salir, deteniéndose un instante antes de continuar para asegurarse de que la casa seguía en calma. Sólo se oía el ruido de algunos coches al pasar por la calle. El extremo nororiental, había dicho Lia. Vlado se orientó dando la espalda a la montaña y mirando hacia el golfo de Nápoles, que quedaba al norte. Echó a andar hacia delante y a la derecha, y cuando había recorrido unos treinta metros encendió la linterna. La humedad de la hierba le había mojado ya los bajos del pantalón.

Se habría sentido mejor de haber contado con refuerzos, y por un instante pensó en volver a la calle para tratar de ponerse en contacto con Pine antes que Torello. Pero seguro que ya era demasiado tarde para eso, y su curiosidad podía más. Además, todo estaba en calma. Si alguien estuviera cargando unas cajas de lingotes de oro haría un ruido de mil demonios.

Avanzó cuesta abajo por un blanco pasillo de tumbas hacia el muro más lejano del camposanto. Allí, a su derecha, y a unos cien metros de la entrada, se alzaba un muro de la cappella que, como un bloque de apartamentos en miniatura, lindaba con un pliegue de la colina. Cada cappella era una minúscula capilla de mármol o granito, con nombres y fechas cinceladas en lápidas al lado de la puerta; pequeños templos de los muertos, donde los deudos del difunto podían entrar, resguardarse del ruido del tráfico y de los elementos. Las más nuevas tenían puertas de cristales ahumados, y a la luz de la linterna vio ramos de flores y verdor de plantas. También había flores en jarrones de latón.

Lia tenía razón. Había flores en el exterior de todas las cappellas excepto una, que estaba a unos veinte metros del comienzo de la hilera. Vlado alumbró con la linterna. El apellido «Barzini» estaba grabado en la piedra. La puerta era de acero, de aspecto pesado y tenía los cantos oxidados. El nombre del niño era Carlo: 1951-1952. Un año de edad como mucho.

La cerradura parecía sólida, lo que no era una sorpresa. Pero quedaba el espacio suficiente para meter los dientes de la palanca entre la puerta y la jamba. Después de cinco minutos de forcejear y resoplar, la puerta se abrió con un chirrido metálico, seguido de un sonoro chasquido, como el disparo de un arma pequeña.

Vlado miró hacia atrás antes de entrar, iluminando las tumbas con la linterna, pero no vio nada. El único ruido seguía siendo el de los pocos coches y camiones que subían por la calle.

Empujó la puerta, alumbró a través de la abertura y entró, sorprendido al ver la amplitud de la cámara. Sus pasos resonaban como si hubiera entrado en una cueva. Tampoco había flores dentro. En realidad, no había nada, salvo un olor a humedad como de hormigón mojado. De alguna manera todo le parecía familiar, y entonces se acordó del Fahrerbunker de su último día de trabajo en Berlín. La idea hizo que se le aflojaran un poco las piernas, y fue entonces cuando una brisa procedente del exterior comenzó a cerrar la puerta tras él, y durante unos segundos de nervios pensó que podía quedarse encerrado allí dentro. Pero eso era imposible porque había descerrajado la puerta, y se reprendió para intentar relajarse. La puerta había quedado tan estropeada después de su batallar con la palanca que no hacía otra cosa que golpear y rebotar en el marco antes de quedarse finalmente inmóvil, entreabierta unos centímetros.

Cuando reanudó la inspección a la luz de la linterna vio unos salientes de granito que discurrían a lo largo de ambos costados, quizá para hacer las veces de bancos. La principal atracción se hallaba en el centro de la cámara, un sepulcro de piedra de gran tamaño, de más de un metro de alto, casi un metro de ancho y dos metros de largo. Demasiado grande para un niño de pecho. De tamaño suficiente, en realidad, para un hombre grande. O para otras cosas.

La tapa era una lápida de mármol, con el nombre grabado. Vlado pasó los dedos por debajo de los bordes que sobresalían. Parecía muy pesada, pero no daba la impresión de que estuviera sellada. Probó a levantarla con una mano, pero no se movió. Dejó la linterna en un saliente y tiró hacia arriba con las dos manos, logrando levantar la lápida unos centímetros y desplazarla mínimamente. Sería difícil, pero no imposible. Antes de ponerse manos a la obra hizo una última comprobación, escuchando atentamente para comprobar si había ruidos en el exterior. Todo seguía en calma.

Levantando con todas sus fuerzas, hizo girar lentamente un extremo de la lápida hacia el saliente que quedaba a su espalda. Cuando comenzó a separarse rechinando y raspando, el aire más caliente del interior de la sepultura salió entre sus dedos con una inquietante sensación de cosquilleo. Confió en que dentro no estuviera el cadáver de un niño, sin importarle qué otra cosa pudiera encontrar.

Se movió hacia un lado arrastrando los pies, sin soltar un extremo de la lápida, dejando en la arenilla las marcas de los zapatos. Soltó la tapa con la mayor suavidad posible para dejarla en el saliente antes de ir al otro extremo para repetir la operación, hasta que la tapa quedó haciendo equilibrio sobre el saliente, con casi la mitad de su anchura colgando en el aire precariamente. Al estar la linterna muy por debajo en la otra parte del recinto, el interior del sepulcro seguía sumido en la penumbra. Vlado estaba sudando y podía sentir la tensión en los brazos y los hombros. Pero llegaba el momento de la verdad.

Recuperó la linterna y dirigió el haz de luz hacia el interior. La vista fue electrizante: dos cajas de madera, cerradas con clavos, con asas metálicas pegadas a ambos costados. Las palabras escritas en negro con plantilla en la tapa estaban en la lengua de Vlado. «Banco Estatal de Croacia» No había ataúd. Ni cadáver.

Por un instante se sintió exultante como un pirata. Quiso gritar, darle palmadas en el hombro a alguien y reírse a carcajadas. Hacía mucho tiempo que no se sentía tan animado, pero era más importante que nunca permanecer en silencio. Las cajas estaban cerradas con clavos. Necesitaría otra vez la palanca, y la había dejado en la hierba antes de entrar.

Cuando abrió la puerta sintió en su cara el aire fresco y húmedo. Todo seguía en silencio. En ese momento el resplandor del haz de luz de una linterna estalló en su cara, cegándole durante un segundo, y antes de que pudiera dar otro paso vio surgir de pronto dos siluetas oscuras, una a cada lado. Una mano le tapó la boca y otra lo agarró del brazo derecho. Oyó un chasquido metálico, que le hizo saber que sus visitantes estaban armados, y después una voz hablando en inglés.

– Ha sido muy amable por tu parte comenzar el trabajo por nosotros -era Harkness-. Y muy cómodo encontrarte literalmente a la puerta de la muerte, que es hacia donde estás viajando desde el principio. Vuelve adentro, por favor, para que pueda terminar el asunto que me interesa y largarme de aquí.

Vlado se volvió y el otro hombre hizo girar la luz. Pudo ver entonces que era Matek. No dijo nada. Incluso en la oscuridad tenía algo que parecía distinto. Harkness sostenía la pistola. Antes de cruzar el umbral, Vlado pensó en echar a correr, cualquier cosa antes que volver a entrar a punta de pistola. Pero el golpe de un cañón en la espalda lo convenció de lo contrario. Un olor fuerte emanaba de Matek. A sudor, esfuerzo y preocupación. Y también a sangre. Respiraba pesadamente, un sonido bronco que decía que lo había pasado muy mal.

– Vamos. Adentro. -Otro empujón con el cañón-. Pon las manos a la espalda, donde yo pueda verlas.

En cuanto cruzaron el umbral, sus voces sonaron huecas, glaciales.

– Vacía tus bolsillos, despacio por favor, y pon lo que saques en el suelo, con cuidado. Sobre todo cualquier arma de fuego que puedas llevar.

Vlado sólo llevaba un lápiz, unos trozos de papel y algunas monedas. Al ver que eso era todo lo que sacaba, Harkness le metió la mano en los bolsillos para asegurarse.

– Ha estado bien que el Tribunal te enviase al mundo tan bien preparado -dijo-. Puedo decirte cuánto me duele verte aquí, Vlado. Testarudo y entrometido como siempre. Pero al menos te has ganado echar un vistazo al interior de las cajas, supongo. Además, necesito tu ayuda.

– Lo siento. No me pagan para esto.

– Muy bien. En ese caso te mataré. Tú eliges, padre de familia. Avísame cuando lo hayas decidido.

Vlado se desinfló. En los últimos segundos se había dicho que Harnkess no le haría daño de verdad; que aquel hombre podía ser implacable y manipulador pero no un asesino. Ahora sabía que no era así, y debería haberlo sabido desde siempre. Volvió a buscar un resquicio, una oportunidad para propinarle un puntapié o arremeter contra él, pero Harkness se mantenía fuera de su alcance, y parecía tan alerta como siempre. Con la pistola levantada. Apuntándole.

Matek, por su parte, no había abierto la boca todavía, y Vlado lo miró detenidamente en ese momento. Su expresión era de pesadumbre, de derrota, un semblante que sugería que aquella sociedad era cualquier cosa menos voluntaria.

– ¿Por qué no te agachas y desclavas la tapa de esta primera caja, Pero? Retírate, Vlado, y pon las manos en la cabeza. Como te muevas un centímetro te voy a hacer un agujero muy feo en el pecho. Más rápido, Pero, y nada de trucos. Ya has visto adonde lleva eso.

Cuando Matek se agachó gruñendo casi sin aliento, Vlado vio una mancha oscura y húmeda en su axila izquierda. Harkness se dio cuenta de que Vlado estaba mirando.

– No te preocupes por él. Intentó amenazarme con un cuchillo y tuve que poner las cosas en claro. No es mortal. Sigue enfadado por tener que repartir.

Como si Harkness estuviera dispuesto a cumplir de verdad ese acuerdo, pensó Vlado. Matek moriría en cuanto salieran de allí. Se preguntó si Matek se había dado cuenta de ello. Quizás el anciano esperase también un resquicio, una última oportunidad. En ese caso, serían dos contra uno, aunque sólo fuera por un momento.

Matek emitió un gruñido por toda respuesta, pero pareció recuperar en parte su energía. Fulminó con la mirada a Harkness, miró codiciosamente la pistola y comenzó a trabajar en la tapa de la primera caja con la palanca de la que se había apropiado Vlado.

– Levanta la tapa sólo de un lado. Volveremos a clavarla en cuanto hayamos visto lo que hay dentro.

La madera se desclavó con un ruido seco, y ni siquiera Matek pudo evitar una exclamación ahogada, aunque era indudable que sabía lo que había dentro. El haz de luz de la linterna hizo saltar destellos de los lingotes de oro cuidadosamente apilados que llegaban casi hasta el borde, una visión deslumbradora en la oscuridad.

– Tal como se había dicho -dijo Harkness, que después metió una mano en la caja, como si buscara algo que pudiera estar en los costados. La sacó vacía-. Muy bien. Vuelve a poner esa tapa. La clavaremos en un instante. La otra, por favor.

Matek, que seguía sin pronunciar palabra, trabajó concienzudamente en la segunda tapa. Harkness estaba como petrificado, y Vlado comenzó a bajar las manos de detrás de la cabeza. Un par de centímetros. Otros dos. Y dos más. Harkness levantó la vista rápidamente y giró el arma hasta que el cañón se detuvo a unos palmos de su pecho. El tono de su voz se elevó una octava.

– La próxima vez que hagas eso, estás muerto. Basta de pruebas.

Los clavos de la segunda caja rechinaron y crujieron y la tapa se abrió. Pero esta vez lo que vieron causó una conmoción, si bien Matek no mostró el menor signo de sorpresa. La caja estaba casi vacía. Sólo unas pocas hileras de lingotes de oro estaban depositadas en el fondo.

– Por el amor de Dios. Pero, viejo cabrón derrochador. ¿Qué hiciste? ¿Estuviste quince años intentando acaparar el mercado local de limoncello?

Sin embargo, Harkness parecía más divertido que disgustado. Le interesaba más un grueso sobre marrón ajado y con las esquinas dobladas, metido en posición vertical en un costado.

Sacó el sobre del que sobresalían los papeles por un extremo. Parecía contener al menos cien hojas. Vlado las miró con más fascinación que la que le había causado el oro. En algún lugar de aquel fajo de papeles, con toda probabilidad, estaban los documentos que habían cambiado la vida de su padre. Los que habían contribuido, a su manera, a llevarlo hasta aquel mundo. Y que entonces tal vez pudieran sacarlo de él.

– Esto es lo que tenías que habernos entregado desde el principio, viejo ladrón irresponsable. -Harkness dejó la linterna en el suelo por un instante, sin dejar de apuntar con la pistola que seguía en su otra mano. Apoyó el sobre en el abrigo, lo dobló a lo largo con una mano y se lo guardó en un ancho bolsillo-. Y bien, caballeros. Ha llegado el momento de trabajar de verdad. Pero, ve a buscar el camión.

Por increíble que pareciera, Matek hizo exactamente lo que se le mandaba, y desapareció durante varios minutos antes de que Vlado oyera el motor cuando el camión entraba por las puertas del cementerio y comenzaba a avanzar lentamente. Sólo su codicia podía mantener a Matek en marcha de ese modo, pensó Vlado. Cualquier otro hombre habría enfilado hacia la otra dirección con el vehículo y habría desaparecido. O bien creía de verdad que Harkness repartiría el botín, o seguía teniendo esperanzas de burlarlo, como si le quedara una estratagema en la reserva. O tal vez no fuera más que el fatal orgullo desmedido de un hombre al que nunca habían burlado.

Vlado, que había esperado en silencio hasta ese momento, decidió ir al grano.

– Dime, ¿vas a matarme cuando termines con esto?

– Tú limítate a echar una mano y estar callado, Vlado. Ya sabes que no soy nada sentimental. Pero ¿quieres saber cuál es la verdadera lástima en todo esto? Yo ni siquiera estaría aquí de no haber sido por ti. Era Popovic quien tenía que estar aquí, haciendo el trabajo sucio. Pero llegaste tú y lo echaste a perder, ¿no es así? Y después Matek se desmandó y todo se fue al infierno. Aunque es divertido ver cómo acaban funcionando las cosas. Aquí estás tú, a mano para levantar grandes pesos, mientras que Matek me había complacido al ocuparse de las tareas más desagradables.

– Como matar a Andric.

Harkness pareció desconcertado por un momento. Pero se recuperó y esbozó una sonrisa forzada.

– De modo que han encontrado el cadáver y ya lo han identificado. Impresionante. -Había desaparecido el tono de suficiencia de su voz; miró su reloj-. ¿Qué cuerpo de la policía?

Estaba bien enterarse de que había algunas cosas de las que no tenía noticia, como Torello, por ejemplo. No tenía sentido decírselo ahora.

Vlado se limitó a encogerse de hombros.

– Espero que no sean los carabinieri, porque en ese caso se presentarán aquí con unidades blindadas. Más motivo para darse prisa.

Matek había terminado de recorrer el camino de servicio cubierto de hierba y detuvo el vehículo al lado de la entrada de la cappella. La entrada del cementerio podía verse a través de la puerta abierta, pero la casucha del conserje seguía a oscuras y en silencio.

– Entra aquí, Pero. No tenemos mucho tiempo. -Harkness estaba centrado en su trabajo. Se acabaron las bromas-. Vosotros dos agarrad esa primera caja. Con las dos manos. Si la dejáis caer estáis muertos. Si soltáis una mano antes de que yo lo diga estáis muertos.

Se inclinaron sobre el sepulcro, agarraron las asas metálicas que había a ambos lados de la caja y tiraron hacia arriba. Matek en particular pugnaba con el peso, por un momento se miraron por encima de la caja, y algo pareció cruzarse entre ellos, aunque sólo fuera un reconocimiento compartido de su sufrimiento. El momento pasó. En cuanto la caja franqueó el borde superior del sepulcro comenzaron a avanzar con ella hacia la puerta arrastrando los pies. El asa se le clavaba dolorosamente a Vlado en las manos, pero no se atrevía a parar para descansar.

– Muy bien. Seguid avanzando. Con cuidado. Pasad despacio por la puerta y mirad dónde pisáis.

Salieron al aire nocturno, un alivio después de la claustrofobia de la cappella. Seguía sin haber más ruido que el zumbido y el rechinar de neumáticos del escaso tráfico. Vlado lanzó una mirada a ambos lados y estuvo a punto de dar un traspié.

– Piensa en lo que estás haciendo. No vas a ir a ninguna parte sin una bala en la espalda. Y no pienses en despertar al conserje. Se lo está pasando estupendamente en la ciudad, por cortesía del Tesoro de Estados Unidos.

Con otro empellón, cargaron la caja en un pequeño camión cuya parte trasera estaba cubierta con una lona. No llevaba placas de matrícula. Empujaron la caja para meterla unos palmos y se encaminaron de nuevo hacia la cappella. Si Vlado iba a hacer algo, ése era el momento.

– Muy bien, volvamos adentro. Y respondiendo a la pregunta que has hecho antes, Vlado, no, no te voy a matar. Así que respira tranquilo.

¿Una artimaña? Era probable, pero surtió el efecto deseado al dar a Vlado la esperanza suficiente para no intentar ninguna tontería, como correr o abalanzarse sobre Harkness. Era posible que entre él y Matek fueran capaces de desembarazarse de aquel hombre, pero el que hiciera el primer movimiento lo pagaría, y ninguno de los dos quería dar su vida por el otro.

Cargaron la segunda caja y Matek cerró la trampilla del camión.

– Volvamos adentro otra vez -dijo Harkness, que los siguió hasta el interior de la cappella-. Vlado, date la vuelta y mira hacia el muro que tienes detrás, luego pon despacio las manos a la espalda. Muy bien. Pero, coge esto. -Vlado oyó que Harkness sacaba algo del abrigo, sin dejar de pensar que tenía que haber aprovechado la ocasión mientras estaban fuera. Había pagado su momento de duda-. Átale las manos con este alambre.

Matek trabajó despacio, el alambre cortaba las muñecas de Vlado. Se estaba asegurando de apretar bien. Se acabó la esperanza de recibir ayuda del viejo y de cualquier clase de trabajo en equipo. Era demasiado tarde para intentar nada. El estómago le dio un vuelco y se le vino a la mente la imagen de Sonja y Jasmina, su silueta en la puerta vivamente iluminada, mientras movía lentamente sus manos para decirle adiós.

– Ahora vuélvete despacio y entra en el sepulcro.

No era fácil hacerlo con las manos a la espalda, pero lo consiguió.

– Retírate, Pero, y no te muevas. Vlado, ponte de rodillas.

– Dijiste que no me ibas a matar -le temblaba la voz.

Se odió por ello, por hacer lo que se le decía, por hacer aquellos estúpidos comentarios. Toda aquella gente entrando en tropel como corderos en los campos de la muerte. Había hecho exactamente lo mismo, engañado al final, pensando que ayudaba a su familia.

– Digo muchas cosas que no son verdad, Vlado. Forma parte de la diplomacia.

Allí estaba, pensó, con el alambre cortándole las muñecas y el frío del suelo de piedra del sepulcro perforándole las rodillas. Había ayudado a Harkness a dejar todo en orden, rebajándose a meterse en un lugar donde su sangre se vertería en la oscuridad y donde quedaría encerrado para la eternidad, un enterramiento hermético con la colaboración expresa de la víctima. Cuando Harkness adelantó la pistola, Vlado decidió hacer una última jugada, sin importar lo inútil que pudiera ser.

– Échate hacia atrás, Pero, por favor -ordenó Harkness.

Sus palabras quedaron casi ahogadas por el estruendo de un motor. Un parpadeo de linternas se metió por la abertura de la puerta.

– Pero, ve a ver qué demonios es eso -dijo lacónicamente-. Si es el condenado conserje, se va a meter ahí dentro con Vlado.

Matek abrió la puerta de par en par mientras Harkness miraba por encima del hombro. Vlado avanzó lentamente sobre sus rodillas, pero Harkness le puso el cañón en la cara, a menos de un palmo.

– ¡No te muevas! -dijo entre dientes-. ¿Quién es, Pero?

– Dos coches. Vienen hacia aquí.

– ¡Joder!

Harkness dejó de mirarlo otra vez, pero entonces Vlado estaba lo bastante cerca para arremeter contra él; intentó atacar como una serpiente torpe, incorporándose y doblándose por la cintura al tiempo que empujaba con los pies en la parte posterior del sepulcro para tomar impulso. Golpeó con la cabeza los muslos de Harkness, sus dientes chocaron con la lana de su abrigo, pero el impacto no fue suficiente para derribarlo. Harkness dio un traspié y se volvió, con el rostro furioso y el negro cañón listo de nuevo mientras inclinaba ligeramente la cabeza para apuntar. Apretó el gatillo y se vio un resplandor cegador en el mismo instante en que un brazo caía sobre el arma desde un costado: Matek, aprovechando su momento. Una llamarada rozó la mejilla izquierda de Vlado, que sintió el escozor de las esquirlas de mármol al golpear en su frente mientras la bala crepitaba y rebotaba entre el eco del estruendo, como si alguien hubiera lanzado un rayo dentro de la cappella. Harkness recuperó la pistola de las garras de Matek y salió corriendo hacia la puerta, irrumpiendo en el cementerio como un caballo que escapa de su establo, con los faldones del abrigo flotando en el aire.

– ¡Fermi! ¡Polizia! -gritó un altavoz.

A Vlado le zumbaban todavía los oídos por el disparo. Los haces de luz de los reflectores oscilaban ahora en dirección a él; se apoyó en el bajo muro del sepulcro y se puso de pie torpemente, con la adrenalina al máximo, aunque sus manos seguían atadas dolorosamente a la espalda. A través de la puerta pudo ver a Matek alejarse hacia un lado en la oscuridad. A veinte metros de distancia hacia la izquierda una forma oscura se movía entre las lápidas, en el límite de los haces de luz.

– ¡Fermi! ¡Fermi! -volvió a ordenar el altavoz.

Pero Vlado había eludido ya la luz cegadora y corría detrás de Harkness, inclinando la cabeza hacia delante para mantener el equilibrio con los brazos atrás. Notó la presencia de unas figuras oscuras en algún lugar a su izquierda y hacia atrás que venían tras ellos. La hierba estaba resbaladiza y estuvo a punto de perder el equilibrio al golpear con un pie un indicador pegado al suelo. Harkness apenas era visible, pero Vlado seguía viendo la pistola que llevaba en una mano. Estaba en buena forma, pero ser más joven ayudaba, y Harkness dio un ligero traspié al tropezar también con una piedra. Debió de oír a Vlado resoplar más cerca, porque miró por encima del hombro, con la cara pálida en la penumbra. Las voces de la policía parecían retroceder. Debían de haber rodeado el camión, quizá persiguiendo a Matek, o preocupados por la cappella.

Habían llegado a una cuesta y Vlado avanzaba formando un extraño ángulo, manteniendo a duras penas el equilibrio, pero a diez metros de Harkness, impulsado por la cólera. Vio que Harkness se detenía y se volvía con el arma dispuesta, cambió de dirección bruscamente y dio un traspié hacia la derecha al tiempo que veía salir el fogonazo de la pistola, acompañado de un estruendo que resonó en las colinas. Se abalanzó hacia los tobillos de Harkness mientras perdía el equilibrio, sabiendo que seguramente el próximo disparo sería desde demasiado cerca para que errase. Sintió que las piernas de Harkness se doblaban bajo su pecho al desplomarse, todavía intentando seguir adelante. Cayeron los dos con fuerza en el suelo húmedo; Vlado se quedó sin aliento, y trató de incorporarse torpemente, con las manos atadas todavía a la espalda, mientras Harkness buscaba algo a tientas, quizá la pistola. Vlado se estremeció con un segundo fogonazo, pero éste era mucho más pequeño, y vio que Harkness había sacado un encendedor y lo acercaba al borde del sobre marrón, que estaba un poco más allá sobre la hierba. La llama iluminó la escena con un resplandor ámbar que le permitió ver el blanco de los ojos de Harkness. La esquina del sobre comenzaba a prenderse mientras Vlado avanzaba hacia él de rodillas. Harkness avanzó retorciéndose detrás de él hasta que consiguió agarrar el sobre y lanzarlo un palmo más allá. Pero el movimiento apagó la llama, y mientras el sobre caía al suelo girando, Vlado cayó desplomado, con el pecho sobre la cabeza de Harkness. El humo con olor a humedad se le metió en la nariz.

– ¡Maldito imbécil!

La voz de Harkness era un grito apagado bajo el estómago de Vlado. Harkness se revolvía como un animal enterrado que intentaba volver a la superficie. Vlado se separó rodando y miró rápidamente a su alrededor en busca del arma, pero no la encontró.

– ¡Vlado! -gritó otra voz a su espalda.

Era Pine, que venía hacia ellos y estaba ya a unos veinte metros.

– Por aquí. He cogido a Harkness.

– Tengo una pistola -dijo Pine-. De modo que nada de movimientos bruscos.

Vlado se incorporó lentamente, mientras Harkness permanecía boca abajo, jadeando pesadamente y maldiciendo entre dientes. Pine se arrodilló en el suelo y recogió algo.

– Mira -dijo-. Ahora sí que tengo un arma. Debe de ser suya. Levantaos despacio los dos. Y si piensas que no voy a disparar, Harkness, piénsatelo dos veces.

– Sois unos malditos imbéciles los dos si creéis que las cosas se hacen así. Sobre todo tú, Pine.

Pine no hizo caso.

– ¿Estás bien, Vlado? ¿Es sangre lo que tienes en la cara?

– Sólo es un rasguño. Estaré bien si me quitas el alambre de las muñecas. ¿Dónde está Matek?

– ¿Está aquí?

– ¿No lo has visto?

– No. Los policías están histéricos con las cajas. Tu amigo Torello las ha encontrado en el camión.

– Matek está herido. No puede haber ido muy lejos.

– Será mejor que vayas a decírselo a los demás. Yo me ocuparé de éste. Date la vuelta y deja que te quite esto. Harkness, no te muevas.

Harkness seguía en el suelo, agotado. Un policía corría hacia ellos entre las lápidas, y Pine le dejó gustoso que cortara el alambre de Vlado, que se frotó las muñecas; tenía los brazos doloridos. Vlado recogió el sobre chamuscado de los documentos y se dirigió deprisa hacia la cappella. Había otros dos policías junto al camión, y uno de ellos era Torello.

– Encontramos una escritura de la cappella en la habitación de Andric -dijo-. Pensé que lo mejor era darnos prisa. Pero no pensé que te encontraríamos aquí.

Había un leve tono de desaprobación en su voz, pero Vlado tenía preocupaciones más importantes en ese preciso momento.

– ¿Dónde está el otro hombre? -preguntó apresuradamente.

– ¿Tu colega, el señor Pine?

– El otro sospechoso. Matek.

– No he visto a nadie. Sólo a ti y a ese otro americano.

Hizo una seña en dirección a Harkness, que cruzaba el cementerio con Pine y el policía detrás. Caminaban en fila de a uno, tan lentos como si portaran un féretro.

Vlado miró en el interior de la cappella, pero sólo encontró a otro policía husmeando en el sepulcro. Junto a la puerta recogió la linterna de Harkness. Seguía encendida, y trazó con su haz de luz un amplio arco en la lejanía. Nada. Después de todo aquello, Matek había logrado escabullirse otra vez, un superviviente a través del tiempo. Vlado sintió una tremenda decepción. Por lo menos había podido salvar los documentos. ¿Pero dónde estaba Matek? No podía haber ido muy lejos en el estado en que se hallaba, pero si había llegado a la carretera podía haber parado un taxi.

Vlado recorrió unas hileras de tumbas, escudriñando en la oscuridad pero sin ver otra cosa que ángeles de piedra, panteones y losas de mármol. Nada estaba vivo, nada se movía. Entonces la poscombustión de su adrenalina le hizo derrumbarse sobre una de las lápidas. Apagó la linterna mientras pensaba en su siguiente movimiento, preguntándose hasta qué hora circulaban los trenes.

El motor de uno de los coches de la policía se puso en marcha. Era probable que estuvieran deseosos de difundir la noticia del hallazgo del oro. Al amanecer toda la ciudad estaría enloquecida, y sería más difícil que nunca conseguir que alguien buscara a Matek. Pero por ahora al menos podían alertar a la estación de ferrocarril y a las centralitas de taxis. Vlado se levantó cansinamente en medio de la oscuridad. Volvería a ser una caza lenta y meticulosa, en la que seguramente no le dejarían participar.

El coche de la policía comenzó a moverse, y al maniobrar, el haz de luz de sus faros barrió el lugar en el que estaba Vlado e iluminó el espacio que se extendía ante él. En aquel breve instante un nombre se destacó en la primera hilera de tumbas: «Di Florio».