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En medio del barro del centro de Berlín era imposible saber lo que se podía encontrar. La semana anterior había sido una bomba estadounidense, tan larga y gorda como una bratwurst gigante. Un pobre hombre de Polonia la golpeó con una pala y el artefacto estalló. Otras cinco víctimas mortales que añadir a la lista de bajas de la segunda guerra mundial, cortesía de un B-17 que había dejado de volar hacía medio siglo.
Estaba también el cadáver, o más bien el esqueleto, que se elevó desde el suelo en los dientes amarillos de una excavadora mecánica. Probablemente nadie famoso. Sólo un ruso de 1945 que no volvió a casa, a juzgar por los botones, las botas y el casco herrumbroso. Dos hombres eficientes vestidos con americana y corbata se lo llevaron en una bolsa de plástico negra.
El alambre de espino también aparecía en aquel paisaje de arqueología accidental, pero era de una cosecha más reciente, abandonada por los alemanes del este junto a su largo y formidable Muro. Y a veces, cuando caminaba con dificultad entre el lodo, Vlado Petric cavilaba sobre todos los perros pastores alemanes que habían patrullado aquella estrecha franja de tierra, día tras día, año tras año. Mucha de la mierda que dejaron se mezcló con el fango, suponía, y por todas aquellas razones pasaba diez minutos al final de cada jornada de trabajo limpiándose las suelas con relieve de sus botas con un destornillador, desprendiendo el barro. Era el sedimento más rico de los sufrimientos del siglo xx que el mundo podía ofrecer, y no sentía el menor deseo de llevárselo a casa. Ya había llevado bastante hasta su puerta, casi cinco años antes, al ser uno de los cientos de miles de bosnios que habían escapado de su propia guerra en busca de un lugar más tranquilo en la otra punta del decadente parque temático de la historia de Europa.
Así que cuando Vlado y Tomas Petrowski se subieron a las excavadoras el lunes por la mañana para excavar en la mugre de Potsdamer Platz, sabían que siempre existía la posibilidad de desenterrar algún fragmento de historia, aunque eran obreros de la construcción, no arqueólogos. En realidad, eran los más simples esclavos, dos entre miles en un paisaje que se anunciaba como la obra de construcción más grande del mundo. Desde que Albert Speer desenrollara sus planos para Hitler, Berlín no había sido testigo de semejante alarde arquitectónico, y los turistas que no tenían nada mejor que hacer podían pagar unos marcos para subir las escaleras de un edificio rojo construido sobre pilotes en el corazón de todo aquello. En el interior podían verse fotografías, mapas y gráficos. Pero la verdadera atracción estaba allá, desafiando a los elementos, en lo alto de una montaña rusa de peldaños de metal ondulado. Era una plataforma de observación elevada en la que, bajo el viento y la lluvia, el espectador podía contemplar cómo la ciudad se transformaba de cabo a rabo. Era como si una nave espacial alienígena hubiera arrancado de raíz un fragmento de una torre de Dallas y lo hubiera dejado caer en el vientre de la vieja Europa.
Con unos prismáticos, aquella mañana de lunes en concreto se podría haber visto a Vlado y Tomas dirigirse a su trabajo, caminar hacia sus excavadoras, casi emulando el paso de la oca mientras se abrían paso entre el fango sonoro, los cascos amarillos oscilando. Estaban a unos cientos de metros del límite verde del Tiergarten, Tomas, un polaco bajo y robusto, de cabello dorado y barba de vikingo, y Vlado, de complexión mediana y expresión comedida, con el cabello oscuro y recortado sobre unos ojos castaños hundidos, un rostro que pugnaba afanosamente por no revelar nada. Los dos vestían tejanos y camisas de franela comprados en los tenderetes de metal abollado de mercados al aire libre en grises mañanas de sábado, y los dos sabían lo afortunados que eran al trabajar por doce marcos a la hora, y tener todos los papeles y documentos necesarios para que aquello fuera legal.
Ninguno hablaba la lengua del otro, pero los dos hablaban suficiente alemán para pasar la jornada gruñendo y asintiendo con la cabeza. Su tarea era muy sencilla. Otros hombres clavaban estacas y jalones en el suelo, y después Vlado y Tomas cavaban zanjas y hoyos entre ellos, por lo general trabajando sin parar hasta la hora del almuerzo. A mediodía iban con sus bolsas marrones hasta un húmedo claro entre los abedules del Tiergarten, tan tranquilo y verde como un prado alpino, y se comían sus sándwiches y sus manzanas mientras miraban pasar legiones de jóvenes alemanes con mochilas en sus bicicletas.
Pero aquella mañana, si el observador hubiera tenido paciencia con los prismáticos en la plataforma de observación, podría haber advertido una interrupción en su rutina, poco antes de las diez, cuando apagaron los motores y se apearon.
Tomas había encontrado algo.
La boca dentada de su excavadora había chocado con un bloque de hormigón enterrado, y allí eso significaba que se había hecho un descubrimiento. Las reglas eran claras en cuanto a qué había que hacer, y los dos procuraban no ignorar las reglas.
– ¿Quién va a decírselo? -preguntó Vlado en su titubeante alemán.
Tomas se encogió de hombros. En algún lugar en el laberinto que formaban los remolques donde estaban los supervisores había un encargado de antiguos mapas que podía poner nombre a lo que habían encontrado. Y en algún lugar de un ministerio cercano, en una sala donde había planos amarillentos enrollados con esvásticas desvaídas, había una autoridad en aquella historia subterránea, un experto en nombrar y clasificar cada cámara de hibernación donde hombres de gris se habían acurrucado un día para esperar la derrota. Siempre era él quien decidía el modo de actuación, y hasta entonces sus decisiones nunca habían variado: volver a enterrarlo y seguir construyendo.
– Quizá no sea algo de lo que haya que informar -dijo Tomas, sabiendo mientras las palabras salían de su boca que estaba equivocado.
La respuesta de Vlado pareció coger a los dos por sorpresa.
– Creo que quizá tengas razón. Vamos a asegurarnos de que merece la pena informar. Vamos a investigar.
Medio siglo antes esa desobediencia les habría valido sendas balas en la cabeza. Pero ahora, según la reglamentación laboral, las consecuencias difícilmente irían más allá de una reprimenda siempre que los papeles de inmigración de ambos estuvieran en orden. Pocos alemanes trabajarían ya por aquellos salarios, sin importar lo elevada que fuera la tasa de desempleo, y por eso miles de polacos, irlandeses, escoceses, rusos y otros acudían cada mañana a aquel grandioso anfiteatro de barro. Los hombres se habían vuelto demasiado valiosos para desperdiciarlos en aquel frente, sobre todo cuando compañías como Sony y Daimler esperaban con ansiedad trasladarse allí.
Así que Vlado y Tomas subieron a sus máquinas y reanudaron su trabajo sonriendo mientras levantaban y empujaban la tierra para sacar a la luz una porción mayor del bloque de hormigón, con la angustiosa sensación de que podían darles el alto en cualquier momento. Al cabo de una hora habían descubierto la parte superior de una puerta. Al cabo de otra hora llegaron al fondo, y a la una de la tarde, olvidándose por completo del almuerzo, habían terminado una zanja en declive que les permitiría llegar a pie. Fue entonces, con el estómago gruñendo, cuando apagaron por fin los motores y se apearon de nuevo, sudando en medio del frío, aturdidos por el súbito silencio.
Miraron alrededor para asegurarse de que nadie los observaba, luego descendieron por el pasadizo embarrado y empujaron una pesada puerta de acero, una vez, dos veces y una tercera vez, dispuestos a abandonar cuando la puerta comenzó a abrirse, crujiendo al rozar con el piso de hormigón. Haciendo fuerza con los hombros, la abrieron un poco más, y el aire salió como el aliento añejo de una tumba. Después, respirando con rapidez, entraron en el húmedo frío de mayo de 1945.
Vlado alumbró con su encendedor y descubrió un mural en la pared opuesta, tan brillante y fresco como si lo hubieran pintado la víspera. La luz temblorosa jugaba con los rostros de duros hombres de las SS, atildados con sus uniformes planchados, vigilando a esposas rubias y niños de ojos azules, un soleado retablo de bienestar ario para aquel día gris de principios de noviembre.
Vlado y Tomas podían haber hablado, pero su nueva lengua tendía a fallarles en momentos como aquél, como si hubieran extraviado el manual de una herramienta de manejo especialmente difícil. Sin embargo, los dos sabían que habían ido demasiado lejos, y Tomas salió en busca del capataz. Vlado esperó en silencio, preguntándose qué clase de fantasmas podían seguir acechando en un lugar donde los muros de hormigón aún olían a húmedo y nuevo después de medio siglo bajo tierra.
Respiró profundamente, y después, alumbrándose de nuevo con su encendedor, cruzó el piso de hormigón hasta una segunda dependencia, donde encontró una hilera de camas de hierro bajas con colchones delgados. La pared opuesta estaba cubierta de armarios de acero, pero a Vlado le llamó la atención una inscripción amarilla y negra en la puerta, un distintivo en forma de relámpago de las SS. Encima de la puerta había unas palabras alemanas en caracteres góticos. Tardó un segundo en traducirlas: «Hay mucha gente, pero pocos hombres buenos».
Vlado caminó despacio, como si pudiera haber alguien dormido a la vuelta de la esquina. No llegaba ningún ruido de arriba, y sintió un peso en el pecho, un cambio en la presión del aire, o quizá todo fueran imaginaciones suyas. Su camisa de franela estaba húmeda de sudor, sudor que se enfriaba pegado a su piel.
Había una última sala, y entró en ella. Desprovista de muebles, también allí había un mural, pero éste era un mapa detallado del imperio nazi en su apogeo. Alemania estaba en el centro en rojo, y sus fronteras a modo de tela de araña abarcaban Austria, Checoslovaquia y la mitad de Polonia. Más allá, franjas rojas inclinadas cubrían los territorios capturados: Hungría, Escandinavia, Bélgica, los Países Bajos, así como gran parte de Francia, la Unión Soviética y los Balcanes. Encontró su país, el viejo nombre de «Jugoslavia», y en la parte superior izquierda «Kroatien», el estado títere de la Croacia de la guerra, cuyas fronteras abarcaban la mayor parte de lo que ahora era Bosnia. Su ciudad natal, Sarajevo, merecía un puntito, y tocó la cuidadosa escritura de «Sarajewo», el hormigón frío, cuya superficie era lo bastante irregular para imaginar que las propias montañas estaban bajo las yemas de sus dedos. Qué extraño sentir una punzada de añoranza ante aquel mapa de conquista, pero si cerraba los ojos, sabía que vería ancianas con pañuelos en la cabeza y largas faldas dimije barriendo los caminos de tierra, hombres encorvados con gorras de algodón sentados en carretas de mulas cargadas hasta arriba de heno, oiría el chirrido de las ruedas. Vlado había vivido la mayor parte de su vida en la ciudad, pero las granjas y las aldeas nunca estaban a más de un valle de distancia, y aquéllos eran los lugares que le llamaban ahora. Qué extraño, pensó, sobre todo allí abajo, en ese pozo de oscuridad cautiva que bastaba para hacerle sentirse como un viejo campesino nostálgico que nunca se había alejado más de diez kilómetros del cobertizo donde ordeñaba.
Una voz le hizo dar un salto, pero venía de la entrada, no del pasado. Una columna de hombres parloteando se acercaba a la puerta que se abría al final de la pendiente de la zanja embarrada, y volvió sobre sus pasos hasta la entrada del búnker justo a tiempo de ver a un capataz con casco metiéndose por la abertura, con aspecto apresurado y turbado, que hablaba deprisa en alemán y cuya voz sonaba más hueca a medida que entraba. Lo acompañaba un hombre alto y medio calvo, vestido con traje, calzado con mocasines italianos cubiertos de barro. Tomas venía detrás, con aspecto de haber recibido una reprimenda, sin decir nada. El segundo hombre desenrolló un plano bajo el haz de luz de la linterna del capataz, mientras el aliento de todos se convertía en vaho en el aire antiguo. El hombre no necesitó más que un vistazo para encontrar lo que buscaba. Pasó el dedo por una esquina de la parte superior del plano mientras negaba lentamente con la cabeza, como si todos le hubieran decepcionado.
– Ja -dijo el encargado de la construcción-. Hier -y de sus expresiones Vlado dedujo que se trataba de un lugar conocido.
– Der Fahrerbunker -dijo entre dientes el hombre del traje.
– ¿Führerbunker? -preguntó el capataz, con las cejas levantadas en gesto de pánico. Parecía a punto de huir.
– ¡Nein, du blöder Idiot! Fahrer.
En otras palabras, de los conductores. Los chóferes. Aquél había sido el hogar de los hombres de las SS que trasladaban en coche a los generales y a los jefes del estado mayor. Pero cuando no quedaba nadie a quien llevar entre los escombros de la primavera de 1945, la mayoría se quedó allí, esperando el final. Vlado había oído hablar de aquel lugar. Lo habían desenterrado unos años antes y lo habían vuelto a precintar, por si acaso se convertía en un santuario para los neonazis. No era la clase de atracción turística que los berlineses deseaban en el corazón del nuevo Berlín.
– Enterradlo -ordenó el hombre en alemán, mientras enrollaba su plano con un ademán despectivo-. Y la próxima vez -añadió, mirando a Vlado-, venid a decírmelo antes de llegar tan lejos. Ya conocíamos este lugar. No era necesario todo esto.
Volvieron lentamente a la superficie en fila de a uno, Vlado de mala gana. Habría querido quedarse un poco más, no sólo para husmear entre los vestigios sino para captar el clima, la atmósfera. Esas lecturas parecían importantes cuando se habían pasado recientemente dos años de asedio, con la muerte cayendo del cielo como pavesas de una chimenea. Él y sus vecinos lo habían superado de un modo u otro, subsistiendo con las dádivas de pan y alubias del mundo, dos inviernos sin calefacción, dos años sin electricidad ni agua corriente ni cristales para las ventanas, sin café para el desayuno, sal para la comida, jabón para el baño, velas para la oscuridad. Dos años sin que la esposa y la hija le hicieran compañía. Y allí abajo en el búnker le había parecido estar de pronto muy cerca otra vez de las sensaciones de aquellas noches de soledad, el estado de ánimo de una ciudad donde incluso un funeral se convertía en una invitación a los disparos de unos francotiradores que en otros tiempos podían haberte llamado por tu nombre.
Haber sobrevivido a aquello le capacitaba como una suerte de experto en desastres provocados por el hombre, pensó, y qué mejor lugar para hacer lecturas comparativas que aquel húmedo escondrijo. Comprobar la presión barométrica, la humedad relativa. Recoger las motas de polvo. ¿Cómo era posible meter aquel aire en los pulmones y no ser cambiado ni siquiera un poco? ¿Quién sabía adónde podía llevar aquello?
O tal vez aquello era sólo la ilusión de un hombre que, a pesar de su alegría y alivio al escapar de una guerra y reunirse con su familia, suspiraba por volver a casa, o, como mínimo, suspiraba por un cambio. Cuatro años, diez meses y lo que le faltaba en aquel país de horizontes planos, haciendo trabajos que lo entumecían hasta los huesos. Las montañas de su tierra habían comenzado a parecer algo sacado de un viejo atlas cubierto de polvo, un cuento de hadas de un lugar con todos sus incomprensibles problemas adheridos a los pliegues de las colinas.
Pero cuando el capataz se marchó, Vlado tuvo la vertiginosa sensación de que quizás el cambio estaba por fin en marcha, de que un día tan distinto ya de los demás no haría sino volverse aún más distinto.
Al cabo de una hora habían vuelto a nivelar el barro para dejar una pulcra superficie plana encima del búnker. Otros obreros vertieron después una capa de hormigón nuevo, los cimientos de otra torre de apartamentos. Vlado y Tomas observaron guardando un escarmentado silencio mientras comían con retraso sus sándwiches, marcando el emplazamiento con otros puntos de referencia, trazando el mapa en su cabeza para la posteridad. No importaba lo que se construyera allí, siempre sabrían lo que había debajo, como una célula aletargada de una plaga en otros tiempos virulenta.
Así terminan las ruinas de la guerra, reflexionó Vlado mientras miraba el hormigón húmedo, y se preguntó si su casa en Sarajevo habría sido derribada ya y reconstruida en su ausencia. O su café preferido. La casa donde había crecido. ¿Y su oficina? Eso estaría bien, teniendo en cuenta que tanta gente en ella lo había traicionado en última instancia. Después pensó en sus amigos, algunos de ellos muertos, y en una mujer a la que sólo había tratado durante un breve periodo, pero a la que creía conocer bastante bien. Y cuando se sentó en un bordillo para limpiarse las botas en el anochecer que se acercaba, puso un cuidado especial en quitar el barro de ese día. Luego se sacudió las manos y caminó un kilómetro hasta el largo andén de piedra de la estación de U-Bahn de Unter den Linden. Subió a un tembloroso tren de cercanías para hacer un trayecto de cuarenta minutos en dirección a la periferia oriental de la ciudad, hasta un lugar donde, si se seguía andando, las llanuras llevarían directamente a los bosques de Rusia.
Cuando llegó a su parada había oscurecido, y tardó veinte minutos a paso ligero en llegar a una torre de apartamentos alta y gris donde tomó el ascensor hasta el piso undécimo. Al abrir la puerta al final del pasillo se encontró a un americano vestido con traje que le esperaba en el sofá del salón.