172822.fb2 El barco de los grandes pesares - читать онлайн бесплатно полную версию книги . Страница 5

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– Lleva más de una hora aquí -susurró Jasmina en cuanto Vlado cerró la puerta tras él-. He hecho café dos veces. Se me han acabado los temas de conversación hace veinte minutos.

Tenía la cara arrebolada y se limpiaba las manos con un paño de cocina. La hija de ambos, Sonja, no estaba a la vista. En el extremo opuesto del salón estaba el visitante americano sentado en el sofá, que dejó una revista alemana y miró expectante hacia donde ellos estaban.

– ¿Ha dicho qué quería? -susurró Vlado-. ¿Y de parte de quién viene?

– Nada más que trivialidades. La familia, el trabajo y el asqueroso tiempo alemán. Ha dicho que es una visita de negocios y no ha pasado de ahí.

El traje gris de aquel hombre olía a funcionario, pero era lo único. El visitante todo codos y rodillas, se doblaba sobre sí mismo como una caja de sorpresas, y tras un examen más minucioso ni siquiera su uniforme era lo que parecía. El traje tenía arrugas, los zapatos raspaduras y el nudo de la corbata estaba hecho con la habilidad chapucera del novio que llega tarde a la boda. Su rostro era imperturbable, probablemente tal como era su intención. Pero los ojos lo delataban, eran de un color castaño expresivo y brillante, vivos y escrutadores. De haber tenido cola, la estaría meneando, y Vlado se preguntó por qué. ¿Y por qué un americano? Hacía mucho tiempo que las autoridades, tanto nacionales como internacionales, habían perdido todo interés por Vlado tras su imprevista llegada hacía casi cinco años. Había aparecido sin previo aviso en una base militar estadounidense de Frankfurt en un avión de carga procedente de Sarajevo, saliendo de una caja de madera como el paquete mal cargado que era. En su calidad de agente de policía que había logrado salir clandestinamente de una zona de guerra sellada llevando consigo un rimero de documentos comprometedores, causó cierta sensación al principio. No de las que eran noticia de primera plana; en realidad, todo lo contrario, pues las consecuencias de su trabajo habían resultado embarazosas para más de un organismo internacional. Vlado había atraído a varios hombres de gris de kilómetros a la redonda, inquietos por saber qué secretos podían haberse escapado, a quién se podía haber puesto en una situación comprometida, quién podía necesitar que le reconstruyeran la credibilidad.

Más o menos todo el mundo quería escuchar la historia que había sacado a la luz, un relato de robos, contrabando, asesinatos y corrupción que habría resultado imposible de creer de no haber sido por el paquete de pruebas que guardaba en su cartera.

Había informado a todo aquel que parecía ser alguien en aquella parte del mundo, la ONU, la OTAN, el Consejo de Europa, la Interpol y la mitad de las embajadas acreditadas en Alemania. El protocolo exigió que los alemanes fueran los primeros. Después le tocó el turno a un equipo de relevos formado por norteamericanos y franceses, que discutían en voz alta quién tenía prioridad. A continuación llegaron los británicos, los más educados pero de alguna manera los más aterradores, con los modales fríos y cortantes de los verdugos. El desfile parecía no tener fin, y todos hablaban el cuidadoso idioma del control de daños.

Algunos hacían su papel en tono amistoso, ofreciendo cigarrillos y contando chistes. Un estadounidense bajo y jovial habló del baloncesto yugoslavo durante un rato, soltando la mitad de sus preguntas con risitas fuera de lugar, atacando cada vez que llegaba a un punto clave. Vlado, que sabía un par de cosas acerca de los interrogatorios, pensó que tal vez aquel hombre estuviera orgulloso de su estilo. Los que no eran buenos en ese cometido solían estarlo.

Los franceses y los alemanes eran glaciales y persistentes, parecían fruncir el ceño ante cada palabra que decía. Un vehemente alemán que fumaba como un carretero, llamado Rolf, no hacía más que preguntarle por otro alemán llamado Karl, que, a juzgar por la línea de interrogatorio, debía de ser un contrabandista de cierto éxito en los Balcanes. Cuando afirmó no conocer a Karl, Rolf se limitó a arquear las cejas, exhibir una sonrisita y dejar escapar lentamente el humo de su cigarrillo.

Aquello duró cuatro días, horas y horas en una pequeña habitación sin ventanas bajo el frío resplandor de un tubo fluorescente. Por la mañana le llevaban un café tibio en jarritas desportilladas que dejaban círculos pringosos en la formica blanca. Los almuerzos fríos llegaban en un tembloroso carrito. Después más preguntas, seguidas de una cena insípida y pasada y una noche de sueño deficiente en una cama con bastidor al fondo del pasillo. Al otro lado de la puerta, un guardia pasaba las páginas de los periódicos durante toda la noche mientras Vlado dormía inquieto, atrapado en sueños de largas caminatas entre multitudes voraces, y se despertaba agotado y sudoroso, con el sonido de los golpes que alguien daba en un radiador antes de que todo volviera a empezar. Sólo podía suponer cuáles habían sido las secuelas en Sarajevo; menos burócratas de los que preocuparse, quizá, pero probablemente poco más.

Al final, los alemanes lo consideraron no apto para la repatriación; demasiados enemigos en ambos bandos, especialmente en medio de una guerra, cuando a cualquiera le habría resultado demasiado fácil matarlo. Además, tenía una familia que ya vivía en Berlín. Llevaban allí dos años; de hecho, una esposa y una hija, que habían sido evacuadas en el primer mes de la guerra. Así que las autoridades realizaron el fácil y humanitario acto de dejarle que se quedara, y lo despacharon con viento fresco a Berlín con un billete de tren, un visado de residencia y un permiso de trabajo. Más tarde, cuando los alemanes comenzaron a mandar a casa a todos los refugiados bosnios que podían encontrar, descubriría hasta qué punto eran raros y valiosos aquellos documentos.

Pero a pesar del cuidado que pusieron en el papeleo, las autoridades nunca se molestaron en informar a su familia de que estaba en camino, ni siquiera de que había escapado. Por lo que Jasmina y Sonja sabían, él seguía en su apartamento asediado, esperando el momento oportuno para hacer su siguiente llamada telefónica mensual a Berlín, seguía haciendo frente a las bombas y a las balas. Por eso, cuando se presentó en la puerta del undécimo piso, al bajarse del tren, Vlado desencadenó una especie de conmoción, que contribuyó a algún que otro momento incómodo.

Desde entonces las autoridades internacionales se habían olvidado de él. No había recibido una sola visita, carta o llamada telefónica, ni para darle las gracias ni para comunicarle lo que había sucedido a causa de su intervención. Era como si se hubiera caído en uno de aquellos agujeros de la Potsdamer Platz.

Hasta ahora.

El americano levantó la vista del ejemplar de Der Spiegel y se dispuso a hablar.

– ¿Herr Petric? -dijo.

– Vlado Petric. Sí. Y, por favor, hábleme en inglés. Me falta un poco de práctica, pero me defiendo mejor que en alemán, señor…

– Pine. Calvin Pine.

Pine se levantó, alto y huesudo; a Vlado le recordó las grandes grúas de construcción que se cernían sobre su cabeza en el trabajo, como mantis religiosas en busca de alimento. Como buen americano, Pine sonrió y le tendió la mano para darle un fuerte apretón. Los únicos que sonreían más en aquella parte del mundo eran los turistas japoneses. Pero la sonrisa tenía algo de travesura en las comisuras de los labios, un algo infantil que hacía difícil sentirse utilizado. Su cabello castaño claro era tan hirsuto como la paja de una escoba, con varios sectores rebeldes. Y cuando hablaba, al menos no alzaba la voz, a diferencia de los ruidosos americanos a los que se veía bajar alborotando por Unter der Linden con ropas llamativas y zapatillas de deporte, filmando con su cámaras de vídeo todo lo que se movía, renegando de los tipos de cambio y de lo que acababan de pagar por el almuerzo.

A Vlado le habría gustado tener tiempo para asearse, le habría gustado haberse afeitado aquella mañana, le habría gustado no haber salido poco antes de un enorme y embarrado agujero en el suelo. Se preguntó qué impresión debía estar causando.

– ¿Es usted de la embajada? -preguntó.

– En realidad, no. De La Haya. Del Tribunal Internacional para Crímenes de Guerra. Soy investigador.

La curiosidad de Vlado se convirtió en preocupación. Sólo conocía un asunto, un nombre, que pudiera llevar al Tribunal hasta su puerta, y no tenía nada que ver con su trabajo en Sarajevo, donde los delincuentes con los que había tratado eran contrabandistas y estraperlistas, asesinos corrientes que sólo pensaban en el dinero, no en la matanza étnica. Lo único que sabía acerca del Tribunal lo había aprendido de un bosnio en Berlín, alguien cuyo nombre no deseaba pronunciar precisamente en ese momento, alguien, le pareció entonces, que le había metido en graves problemas. Si era por eso por lo que Pine había venido, aquella noche sería muy desagradable, tanto para Jasmina como para él.

– ¿Por qué necesita hablar conmigo? -preguntó Vlado, sabiendo que sus palabras debían de parecer ya las de un sospechoso.

Era probable que también su aspecto lo fuera, mientras alcanzaba los cigarrillos sin dejar de mirarse los pies.

Pine pareció notar el cambio. Vaciló.

– Porque necesitamos su ayuda. Tenemos un trabajo que pensamos que podría interesarle.

Aquella respuesta fue una agradable sorpresa. Vlado miró hacia Jasmina, como si pudiera ofrecerle una pista de qué pasaría después, pero ella se limitó a encogerse de hombros.

– Haré más café -dijo-. Vlado, ¿por qué no dices a nuestro invitado que se siente? Lleváis cinco minutos de pie. Parecéis pistoleros del Oeste americano.

Vlado tradujo la observación de Jasmina a Pine, que sonrió y se plegó de nuevo en el sofá. Tenía el estilo americano de la afabilidad informal, la habilidad especial del vendedor para las bromas, para meterse en el entorno. Mientras se sentaban, Vlado vio a Sonja asomar por un rincón.

– Ésta es mi hija, señor Pine. Sonja, a la que ni siquiera he saludado.

Le dijo que se retirase con una sonrisa, pero ella no estaba dispuesta todavía a perdonar a Pine, que había elegido su sitio habitual en el sofá. Era donde ella y su padre se sentaban siempre a aquella hora para leer, y traía un libro de cuentos en la mano derecha.

– Lo haremos más tarde -susurró Vlado, pasando a su lengua materna-. Vete ahora. Luego iré a verte.

La niña se dio la vuelta, lanzando una mirada de despedida y de fría evaluación hacia el sofá.

– ¿Tiene nueve años? -preguntó Pine.

– Acaba de cumplirlos.

Pine se había enterado por Jasmina o leyendo un expediente, y Vlado se preguntó incómodo si había sacado a la luz más información.

– Pongamos las cosas en orden antes de continuar -dijo Pine-. Tengo que pedirle que los detalles de nuestra entrevista permanezcan en secreto, al margen de lo que decida hacer. Por razones de seguridad operativa.

Aquí está, pensó Vlado, preocupado de nuevo.

– Supongo que puedo comprometerme a eso.

– Bien. En ese caso, ¿qué le parecería volver al trabajo? Al trabajo de verdad, me refiero. Trabajo policial, como el que hacía. Sólo un trabajo temporal, me temo. Pero podría terminar en algo permanente, si decidiera que eso es lo que quiere.

Vlado intentó que no se notara su alivio. Encendió un cigarrillo y ofreció uno a Pine, sabiendo que el americano probablemente lo rechazaría.

– No, gracias. No fumo.

– ¿Trabajo de investigación? No tenía noticia de que les faltase ayuda en el Tribunal. Y tampoco puedo dejarlo todo sin más y trasladarme a La Haya, si es a eso a lo que se refiere. ¿De qué habla exactamente?

– No tendría que trabajar en La Haya. Volvería a Bosnia. Sólo por unas semanas, a lo sumo. Luego, más adelante, para siempre. Si así lo desea -Pine miró hacia Jasmina, que seguía en la cocina-. Tendría mucho tiempo para pensárselo, desde luego. Y le ayudaríamos a instalarse de nuevo. A encontrar vivienda. Y además un trabajo normal, haciendo lo que hacía antes. Investigaciones. En una jurisdicción que se alegraría de verdad de contar con usted.

– Pero sin trabajar para el Tribunal. Esa parte sólo sería temporal, ha dicho usted.

– Sí. Sólo en este caso en concreto.

Vlado se preguntó qué jurisdicción policial de Bosnia se alegraría de contar con sus servicios; dudaba de que ese lugar existiera. Pine exhibió una pequeña sonrisa, como si compartiera un chiste interno sobre la forma en que Vlado había dejado las cosas en Sarajevo. No se oía ningún ruido en la cocina, pero Vlado percibía la presencia de Jasmina escuchando al otro lado de la puerta. Tendría la boca cerrada con firmeza y los puños apretados, y se preguntaría qué estaría a punto de sucederle al pequeño mundo que se habían forjado en Berlín, que a fin de cuentas era bastante cómodo. Y también bastante seguro. Si iba a haber un problema para aceptar aquella misión, sería Jasmina. Como muchas mujeres bosnias dispersas por Europa a causa de la guerra, había florecido de alguna manera en el suelo yermo del abandono, echando raíces poco profundas pero resistentes en una tierra inhóspita. Vlado había visto aquello en muchas familias, las mujeres adquirían confianza mientras los hombres, de pronto a la deriva, deambulaban y bebían, deslizándose hacia la melancolía y el sueño de regresar a su país.

– Tal vez no tengamos demasiados deseos de regresar -dijo Vlado pensando en ella-. Y tal vez sea mejor que me cuente algo más de ese trabajo concreto.

Jasmina se había acercado a la puerta de la cocina, con una expresión que hacía saber a Pine que no deseaba volver a su país. Vlado, sin embargo, se había transformado. El hombre decaído de diez minutos antes escuchaba ávido en el borde de su silla.

– Por supuesto tendría libertad para quedarse aquí, una vez realizado el trabajo -agregó Pine, quizás actuando para el público de la cocina-. Los alemanes nos lo han asegurado. Y de un modo o de otro sería bien compensado. Si aceptase la misión.

Vlado exhaló una nube de humo hacia el techo. Había intentado pensar lo menos posible en su línea de trabajo de los últimos años. Quemar los puentes y casi dejarse matar puede tener esas consecuencias. Pero no era difícil recordar la excitación de ensamblar una investigación, de eliminar las envolturas hasta encontrar el premio en el centro; a veces no encontrar nada de nada. Conjeturar y discutir con los compañeros mientras se avanzaba, como un científico que espera a que el humo se disipe en la probeta. Aquella clase de asuntos parecía estar muy lejos de allí, en otra tierra lejana con sus propias colinas y valles, y más o menos había abandonado toda esperanza de regresar.

Suspiró. Si su vida estaba a punto de dar un giro, confiaba en tener la energía necesaria para ello. Recordó su sensación de premonición aquel mismo día, en el búnker. Cruzas el umbral de una puerta que conduce a 1945 y vas a dar a un salón donde un americano alto llega ofreciendo regalos, ofreciendo acompañarte hasta otra puerta que da a un lugar que no ves desde hace años.

– Hábleme de esa misión.

Pine recorrió la habitación con una mirada incómoda.

– Me temo que su esposa tendrá que marcharse antes. Parte de lo que le voy a decir debe quedar entre usted y yo. Al menos por ahora.

– Está bien -dijo Jasmina en tono enérgico, pasando ante ellos con una sonrisa forzada-. Iré a leer a Sonja.

Esperaron hasta que oyeron cerrarse con fuerza la puerta de la habitación de la niña. Sonja, que estaba escuchando a escondidas desde el pasillo, se quejó ruidosamente de la injusticia de la situación. Vlado y Pine se miraron, con un clima de conspiración en el aire, inclinados hacia delante, con los antebrazos apoyados en las rodillas.

– Hay un sospechoso al que queremos atraer -dijo Pine, casi con un susurro-. Queremos hacerlo desde hace tiempo. Un general serbio, Andric. ¿Lo conoce?

– Sí. Por la matanza de Srebrenica. Su nombre se oye por aquí de vez en cuando. Sucede con todos sus nombres, si se habla con las viudas. Y lo único que se conseguirá yendo tras él será que haya más viudas. Tiene protección. Sería un suicidio.

– Por eso vamos a dejar que sea el ejército francés el que se encargue de ello. Está en su sector y han prometido ocuparse del asunto. Él será su primera detención, pero al menos comenzarán a lo grande, al cabo de dos años de dejarle tomar café delante de sus narices.

– Atrapar a Andric sería todo un éxito.

– No será fácil. Sobre todo porque a los franceses les gusta pensar que Belgrado sigue teniendo debilidad por ellos. El momento también es delicado. Es un mal momento para ir a pinchar a los serbios cuando Kosovo está a punto de saltar por los aires en la puerta de al lado. Pero ahí es donde entramos nosotros. Damos el premio de consolación. Un sospechoso del otro bando, un croata del sector estadounidense, para ayudar a equilibrar un poco la balanza. Extraoficialmente, por supuesto. De esa manera los serbios no se sentirán tan señalados, lo que contribuirá a que los franceses sigan sintiéndose felices, hablando en términos diplomáticos. Y si los franceses continúan felices, tal vez más adelante persigan a más sospechosos. Nuestra parte del trato parece mucho más fácil que la suya, porque nuestro hombre está fuera de circulación desde hace cincuenta años.

Vlado sabía lo que aquello significaba.

– ¿Un sospechoso de la segunda guerra mundial?

– Sí. De Jasenovac. ¿Ha oído hablar de eso?

– Yo diría que sí.

Era como preguntarle a un alemán si había oído hablar de Auschwitz. En los Balcanes, Jasenovac era la mancha más oscura de la segunda guerra mundial, tal vez de cualquier guerra. Era un campo de concentración donde, según el libro de historia que se consulte, murieron entre 200.000 y 600.000 personas, judíos, gitanos y musulmanes, además de algunos miles de disidentes políticos y otros de variada condición incluidos en la lista de «indeseables» de Hitler. Pero la gran mayoría de las víctimas fueron serbios, que no murieron a manos de los alemanes sino de su colaborador local, la ultranacionalista Ustashi, una facción de croatas gobernados por el dictador títere Ante Pavelic. Todo lo cual explicaba por qué la cifra de víctimas seguía siendo objeto de debate. En aquella guerra, los croatas fueron los villanos del momento. En la última, los serbios eran los que tenían las manos más manchadas de sangre. Y en ambos conflictos, acerbas discusiones étnicas adoptaron a veces la forma de debate erudito sobre las cifras de víctimas y los grados de crueldad. Dependiendo del punto de vista étnico de cada cual, Jasenovac era la gran mancha de culpabilidad croata o la mentira ampulosa de la propaganda serbia. El mundo exterior se había decidido en gran medida por la primera versión.

Pero si el número de muertos seguía siendo dudoso, no había la menor duda en cuanto a la metodología. Los asesinatos de Jasenovac habían sido brutales y rotundos, un rudimentario antídoto balcánico contra la precisión industrial alemana. Los locales habían hecho las cosas a su manera, utilizando cachiporras, cuchillos, hachas, pistolas, en muchos casos tardando una cantidad desmesurada de tiempo. Fue un genocidio de fruición acuchilladora que había sorprendido incluso a los nazis, cuyos responsables habían escrito malhumorados a Berlín para quejarse de aquellas atrocidades. Pero sus cartas tampoco sirvieron para nada. A Hitler pareció agradarle la idea de tener un aliado dispuesto a tomar la iniciativa. Además, incluso la Iglesia católica local había respaldado tácitamente algunos aspectos del proyecto, con los sacerdotes y obispos de Zagreb alineados en apoyo del nuevo régimen.

– Por supuesto que he oído hablar de eso -dijo Vlado-. Mi madre era católica. Le interesaba más la religión que el nacionalismo, así que siempre estuvo dispuesta a admitir que Jasenovac fue algo horrible. Sus padres eran otra cosa. Su padre me sentó en sus rodillas para hablarme de todas las mentiras de los serbios antes de que yo supiese siquiera qué era un serbio. Señalaba a los sacerdotes ortodoxos con sus barbas y sus hábitos negros como si fueran vampiros que acabaran de salir de la tumba. Tenía pesadillas con ellos en las que me agarraban mientras dormía. Pero en su mayoría parecía un montón de gente mayor que se exaltaba demasiado por cosas que ya no importaban. Luego, en el noventa y dos, comenzaron a caer las bombas y me di cuenta de que tal vez tenía que haber prestado más atención.

– Usted y cualquiera con un mínimo de cordura. El tipo al que seguimos puede contarle todo lo que siempre quiso saber acerca de Jasenovac. Dirigió una unidad allí, donde estaba la acción. En La Haya hay un expediente interesante sobre él. No tardará usted en leerlo, espero.

– Me interesaría más averiguar cómo logró evitar que lo capturasen después de la guerra.

– Ésa tampoco es una mala historia. Atravesó Austria y llegó a Italia. Se escondió en granjas y monasterios durante algún tiempo. Luego, un campo de refugiados, un gran redil temporal para personas desplazadas, antes de terminar en Roma. Se quedó en Italia más de diez años, con la ayuda de algunos eclesiásticos, un grupo de sacerdotes croatas que dirigían una pequeña operación a orillas del Tíber. ¿Ha oído hablar de la Ruta de las Ratas? Dinero occidental blanqueado con el que se pagaban documentos falsificados y viajes en buques de carga rumbo a Argentina. Parece ser que a los británicos y a nosotros nos preocupaba ya más Stalin que unos cuantos nazis residuales. Suponemos que regresó a Yugoslavia en mil novecientos sesenta y uno. Que vivió con un nuevo nombre y sin apuros. Hoy es un hombre de negocios de bastante éxito. Estaciones de servicio. Cerveza y licores. Y continúa bastante activo. Últimamente le han adjudicado subvenciones de la Unión Europea para el desarrollo económico. Y como trabajo extra gestiona coches robados.

– ¿Por qué me necesita entonces? -dijo Vlado-. Este caso parece estar resuelto. Da la impresión de que lo que necesita es un escolta armado. Un guardaespaldas. Tienen un nombre para eso en Estados Unidos, estoy seguro.

– Un agente de seguridad, quiere decir, o un agente judicial. Sí, podríamos recurrir a unos cuantos miles de ellos. Por lo general no es nuestro cometido atrapar a tipos de esa clase. Nunca. Y se supone que tampoco nos ocupamos de casos de la segunda guerra mundial. Supongo que podría decirse que todo esto es un poco heterodoxo, incluso que no está en los libros. En circunstancias normales, la Fuerza de Estabilización de la ONU detiene a nuestros sospechosos, pero suelen decir no, gracias siempre que se lo pedimos. A la SFOR le gusta dejar las cosas como están, no removerlas. Ese tipo tiene más de setenta años, vive en un lugar apartado. Su seguridad es aceptable y tiene mucho cuidado; sin embargo, si nuestro plan funciona, el uso de la fuerza no debería ser un problema. Y ahí es donde entra usted.

– ¿Cómo?

– Sería un trabajo clandestino. Se hará pasar por un expatriado bosnio que acaba de regresar, algo que será totalmente cierto. Usted llevará el cebo. Le hará salir a campo abierto, donde podremos atraparlo sin mucho alboroto. A ser posible en su café preferido. De ese modo se presentará callado y tranquilo y nadie resultará herido, como nos gusta decir.

– ¿Por qué un expatriado? ¿Por qué no alguien que viva allí? Sobornen a alguien de su aldea en quien él confíe de verdad -Vlado se dio cuenta de que podía estar diciendo que no al trabajo, pero aquello no cuadraba-. De hecho, yo diría que hay unos cuantos millones para elegir sin tener que llevarme a ninguna parte, o a unos miles si sólo hablamos de policías. Un policía de la zona lo haría probablemente por unos cartones de cigarrillos.

– El policía de la zona es uno de sus principales distribuidores de cigarrillos.

– Algo que debería haber adivinado -dijo Vlado con una sonrisa-. No le quepa duda de que llevo demasiado tiempo lejos de casa.

– Mire -dijo Pine-, digamos que tenemos nuestras razones. Buenas razones. Algunas de ellas no se las puedo confiar ahora por cuestiones de seguridad.

Era una línea que puso de inmediato en guardia a Vlado. Pero Pine prosiguió sin pérdida de tiempo.

– Otra razón es el cebo. Tiene que venir de alguien de fuera, pero alguien que tenga algunas conexiones locales, y usted es la elección perfecta.

– ¿Cuál es el cebo?

– Una concesión para la remoción de minas. Eliminación de minas. Lleva algún tiempo esperando su parte del pastel.

– No parece que sea el trabajo más deseable del mundo.

– Le sorprendería. Es un negocio lucrativo. Todo el mundo quiere una parte. Señores de la guerra, señores del crimen, alcaldes, jefes de policía.

– Lo cual incluye a un mínimo de dos personas en cada municipio.

– Lo ha entendido. Pero ese tipo se ha mantenido siempre al margen de la política local, a menos que se cuenten los sobornos y el amaño de votos para alguno de sus amigos.

– Disculpe mi ignorancia, pero ¿cuánto dinero se puede ganar desenterrando unos cientos de minas, incluso unos miles?

– Más de lo que se imagina. Hay millones flotando por ahí. En parte es dinero de Estados Unidos. En parte es de la Unión Europea. El resto es de diversos benefactores internacionales. Piense en lady Di. Era su causa preferida. Le dio glamour, así que ahora se reciben donaciones de todas partes, de personas bienintencionadas que las entregan siempre que alguien las reciba. Y cuando alguien es el primer contratista local de la zona lo normal es que se pueda embolsar más o menos la mitad de la subvención, y después pagar el resto a un puñado de granjeros pobres y bobos que trabajarán por cigarrillos y unos pocos marcos. Las desentierran a la antigua usanza, con palos y palancas. Herramientas de mano. Más o menos una vez a la semana alguien salta en mil pedazos, pero ¿y qué? El jefe saca su tajada y los habitantes de la zona disponen de algunas divisas y de un gran funeral con dos corderos en un asador. ¿Y adivina quién se queda después con parte de las minas no explotadas si nadie presta la debida atención al programa de demoliciones?

– Ah. Un montón de dinero y además armas gratis.

– Por eso la ONU recela de entregar a nuestro hombre una parte del pastel. Usted se presentará como si fuera su ángel de la guarda, el nuevo representante de la Unión Europea para operaciones de remoción de minas en la región, con una nueva y brillante tarjeta de visita que hará que se le caiga la baba. Pensará que puesto que usted es bosnio podrá conseguir por fin un trato equilibrado, porque sabrá hacer negocios como a él le gusta.

– Con sobornos y mordidas, quiere decir.

– Algo así. Pero se enterará de todo lo que debe saber en reuniones en La Haya.

– ¿Cómo se llama ese sospechoso?

– Lo siento, pero aún es confidencial. Todo el mundo sabe que seguimos al general Andric porque su acta de acusación es de hace cuatro años. Esa acusación está sellada. No queremos correr el riesgo de darle el chivatazo y echar por tierra nuestro pequeño trato en el último momento. Pero no es nadie de quien haya oído hablar, eso se lo puedo garantizar.

– ¿Y un emplazamiento?

– Una pequeña ciudad en el centro de Bosnia. Es lo más que puedo concretar por ahora.

– Y usted, señor Pine. ¿Es investigador?

– Abogado, para ser exactos. Soy lo que la oficina del fiscal llama un funcionario judicial, que trabaja con un equipo de unos doce investigadores, más un tipo de inteligencia militar. Hago algunos interrogatorios, un poco de trabajo de campo, y después suelo ser uno de los abogados cuando el caso llega a la sala de vistas, el que puede relacionar todos los puntos. Pero si se fija en el último renglón de la descripción de mi puesto, que es lo que hizo mi jefe el otro día, también dice algo de «realizar las misiones especiales que puedan ser necesarias».

– Lo cual parece significar que preferiría no estar aquí.

– Digamos que estaba harto del aquí y ahora sin tener que pasar unas semanas en la segunda guerra mundial. Todo esto podría ser un tanto peliagudo si se mete la pata. Por eso no se puede hablar de ello.

– ¿Qué hacía en Estados Unidos, antes de estar en el Tribunal?

– Era ayudante de la Fiscalía Federal. Casos de drogas sobre todo. Formé parte de un grupo especial de la DEA durante algún tiempo. Casi siempre matones estadounidenses, con algún que otro sudamericano y nigeriano de propina. Algo parecido a trabajar en una cadena de montaje. Por eso me ofrecí voluntario para venir aquí. Un poco como usted, supongo. Otro proyecto de recuperación muy lejos de casa.

Pero Vlado no estaba seguro de querer que lo recuperasen, especialmente si eso significaba volver al trabajo policial en un país donde la economía se había ido al infierno y la mitad de la población seguía albergando rencores. Era la clase de trabajo que tendía a convertir la honestidad en un juego, en una serie de sesiones de negociación entre la integridad y el interés personal. Si no se tenía cuidado no se tardaba en estar dando palmadas en la espalda y pagando rondas a la gente equivocada.

Tampoco estaba convencido de que esa invitación no tuviera al menos algo que ver con aquello en lo que se había visto implicado allí, un papel que le hacía sentirse más culpable cada minuto que pasaba. Se acabó su reputación de policía limpio. Tendría que comprobar un par de cosas por sí mismo antes de poder decir que sí. También escucharía lo que Jasmina tuviera que decir. Podían esperar hasta más tarde para decidir si regresaban, porque ésa sería la parte dura, la de las discusiones y las lágrimas, sin importar quién se impusiera.

Pero sus entrañas le habían dicho que quería la misión, y si pasar unas semanas en Bosnia le costaba su trabajo de la construcción en la Potsdamer Platz, en fin, ya habría otros agujeros que excavar en el barro, en otras partes de la ciudad que condujeran a otras regiones del pasado.

Pine se quedó a cenar. Eso se daba por sentado a menos que Vlado y Jasmina quisieran transgredir todas las leyes de la hospitalidad balcánica. Hablaron del trabajo durante un rato e intercambiaron historias de antiguos compañeros y casos, relatos llenos de humor y en un lenguaje que debía ser corregido para los oídos de Sonja. Una vez retirados los platos, Jasmina acostó a Sonja. La niña no había dejado de dirigir una mirada hosca a Pine durante toda la cena.

Vlado y Pine estaban relajados, los dos percibían que, incluso sin tener aún una respuesta oficial, el futuro inmediato de ambos estaba decidido, y que había llegado el momento de comenzar a acostumbrarse a la compañía del otro. Vlado descorchó la inevitable botella de slivovitz -brandy de ciruela- y las copas circularon mientras hablaban de familiares, amigos y otros que recordaban en los lejanos paisajes de casa.

Pine dijo que su padre era advokat, un abogado que trabajaba en una pequeña ciudad del sur de Estados Unidos. El de Vlado había sido capataz de un taller de maquinaria. Metalurgia. Era capaz de hacer cualquier cosa con herramientas. Hacía cantar a los utensilios, pero nunca decía gran cosa de sí mismo. Dejaba que su trabajo hablara por él.

– ¿Vive todavía?

– No. Murió hace quince años.

– ¿Y su madre?

– Dos años después.

– ¿Hizo su padre la guerra? Me refiero a la segunda guerra mundial.

– Lo mismo que la mayoría de la gente, creo. Era eso o esconderse en un sótano. Estuvo con algunos voluntarios, aunque aquello nunca fue nada importante. En realidad no hubo muchos combates en la zona donde se crió, sólo tenían que cavar trincheras y hacer guardias hasta la saciedad, algunas marchas de noche por los bosques y hambre constante. En aquella guerra no había mucho margen para un musulmán, y ésa es probablemente una de las razones por las que no intentó hacerlo parecer más noble de lo que fue. Cuando yo era niño eso me molestaba, sobre todo después de oír a otros padres alardear de los héroes que habían sido. Ahora me doy cuenta de que era una virtud. Fueron las mentiras las que al final metieron a todo el mundo en problemas.

– Bueno, bien por él, entonces. -Pine levantó su copa-. ¿Él también era de Sarajevo?

– Más al sur y al oeste. De Podborje. Una pequeña aldea entre las montañas camino de la costa. Después de la guerra no pudo encontrar trabajo, así que se mudó a Sarajevo. Vivimos en un pequeño valle a unos kilómetros de la ciudad hasta que tuve seis años. Después nos mudamos al centro de la ciudad.

– ¿Hermanos y hermanas? ¿Tíos y tías?

– Yo era hijo único. Mis padres empezaron tarde. Eso, o fui lo único que podían aguantar. Algunos tíos y tías de Sarajevo, casi todos por parte de mi madre. Unos cuantos en pequeños lugares en el campo. Íbamos unas pocas veces al año, a bodas y funerales. La mayoría de la familia de mi padre había muerto para entonces. Sólo recuerdo a un tío, en una granja, con cabras que sólo querían comerse mis mangas. Él y mi tía vivían como ermitaños, así que sólo los vimos una o dos veces. Bebían brandy durante toda la noche en la parte de atrás de la casa. Era la única forma de conseguir que mi padre hablara.

Aquello era un eufemismo, pensó Vlado, recordando los perturbadores silencios de su padre. Como un pájaro en su percha, viendo cosas debajo que los demás no veían, pero sin molestarse nunca en compartir cuáles eran. Su madre siempre había sido la habladora de la familia.

– La familia siempre parece marcar la diferencia en su país -dijo Pine-. Las familias y el lugar donde uno se ha criado. Es algo que siempre me asombra. Se encuentra uno con personas de las aldeas más minúsculas que fueron desarraigadas durante los combates, que tal vez tuvieron que mudarse a treinta kilómetros valle abajo, pero podría pensarse que se habían mudado a otro país, por su forma de hablar. Su aldea era lo único que les importaba. Caray, cuando se ha nacido en una pequeña ciudad de Estados Unidos, lo que uno desea es salir de allí. Quedarse es morir poco a poco. Creo que ésa es una de las razones por las que no entendemos ni la mitad de lo que ha sucedido en Bosnia. Nosotros tuvimos la guerra civil, y por el camino expulsamos a unos pocos millones de indios, y tenemos problemas raciales y delincuencia y pobreza. Pero la historia es más o menos, en fin, historia. La gente está demasiado preocupada por su trabajo y sus equipos deportivos y por lo que pongan esa noche en la televisión por cable para liarse a tiros por algo que sucedió hace unos cincuenta años, y menos aún hace seiscientos.

– Eso es porque ustedes no crecieron oyendo a los mayores renegar de la última guerra. Diciendo que no te creas todas esas tonterías de la paz y la hermandad porque un día esa gente de la casa de al lado intentará hacértelo otra vez. En algunos lugares daba igual que fueras serbio, musulmán o croata. La desconfianza nunca llegó a desaparecer de verdad, y una vez que comenzaron los combates… ¡zas! Se acabaron la paz y la hermandad.

– Nosotros también tenemos un montón de viejos chochos que refunfuñan cuando se sientan a cenar. Pero pensaba que crecer era en parte no creer ni una palabra de lo que los padres te dicen. En América nadie escucha a los viejos chochos excepto otros viejos chochos. ¿Pero qué os pasó a vosotros, tíos?

A esas alturas Pine estaba borracho. Pero Vlado, también alegre, se dio cuenta de que aquel hombre había hecho una buena observación.

– Supongo que todos adquirimos algo más de lo debido de la «sabiduría de los mayores». Hasta yo lo hice. Y mire dónde nos ha llevado.

– Pero usted no se dedicó a cazar serbios durante la guerra, así que no es posible que estuviese demasiado envenenado. ¿Cuál era la sabiduría de los mayores de su casa?

Otra buena pregunta. Vlado se encogió de hombros, mientras lo pensaba.

– A mi padre le traía sin cuidado la política, así que tal vez sea por eso por lo que yo tampoco me preocupé mucho por ella. Lo que transmitía eran cosas pequeñas en su mayoría. Su forma de vivir. Sus hábitos de trabajo. Ser leal, una persona en la que se pudiera confiar. Demostrar que, incluso cuando venían mal dadas, era posible doblarse sin romperse.

– Nada de estrechez de miras, entonces. Nada de la mentalidad pueblerina en la que debió de criarse.

– También en eso, sólo pequeñas cosas. Viejas historias sobre sus primos o sus tías. Tradiciones los días de fiesta. La mejor manera de descuartizar un cordero para un banquete de boda. La mejor manera de reparar una junta universal rota. Cosas que se podían hacer con las manos. Algunos padres transmitían sus creencias, sus odios y pasiones. El mío me dio su forma de ver la vida. Y una caja de herramientas.

– ¿Una caja de herramientas?

– Es lo más importante que me dejó al morir. Eso y algunas fotografías antiguas.

Pine no tenía nada que decir a aquello. Se pasó la mano por la cara y se inclinó hacia la mesa.

– He bebido demasiado.

– Tal vez un poco -dijo Vlado con una sonrisa.

– Supongo que hemos obligado a Jasmina a acostarse.

La sonrisa de Vlado se hizo más amplia.

– Ahora somos nosotros los que actuamos como viejos chochos aldeanos. Bebiendo hasta las tantas una vez que las mujeres se han ido a la cama. Ahora es cuando se supone que debemos sacar una baraja, o comenzar a discutir y tirar al suelo la mesa.

Pero Jasmina no estaba dormida. Vlado miró hacia el pasillo y vio una línea de luz debajo de su puerta. Aquello le hizo recordar algo que le había estado rondando por la cabeza durante toda la noche. Antes de acabar la noche, tenía que ocuparse de ello, cara a cara. Pine habló en voz alta desde el otro lado de la mesa, rompiendo su ensoñación.

– Bueno, dele otros seiscientos años a América y tal vez nos quememos las casas unos a otros. Desde luego, entonces todos tendremos un número ilimitado de canales en el sistema de televisión por cable, así que nadie tendrá tiempo de empezar una guerra.

Entrechocaron las copas por eso, riendo.

– Tal vez toda Bosnia necesite perder un poco la memoria colectiva -dijo Pine-. Muchos de nosotros en el Tribunal pensamos que es la única solución verdadera. Un poco de terapia de electrochoque para todos y se acabaron los problemas.

Pine volvió a reír.

Vlado quiso hacerlo. Pero había algo vagamente perturbador en el pensamiento de todos aquellos americanos y europeos en sus elegantes apartamentos holandeses, que se reían mientras tomaban cócteles de la recurrente locura genocida de su país. Divirtiéndose a costa de todos aquellos rudos campesinos con su curiosa ignorancia, tan distantes de los europeos más modernos como de los campesinos con cara de pan de Brueguel.

Vlado aspiró profundamente de su cigarrillo y expulsó una nube hacia Pine. Si aquel hombre podía habituarse a la historia de los Balcanes, podía acostumbrarse al humo de los Balcanes.

– Mire, ese trabajo que me pide que acepte; se lo voy a decir ahora mismo, es probable que lo haga. Jasmina no querrá mudarse. Detesta el trabajo que hay por aquí, pero le gusta la paz, la estabilidad, así que eso es algo que tendremos que decidir más tarde. Pero me sigo preguntando en qué diablos me estoy metiendo. Tal como yo lo entiendo, ustedes quieren mi «pericia local» para ayudarles a echar mano a un anciano del que nunca he oído hablar, de una guerra que no conocí, en una ciudad que puede que nunca haya visto. Y le voy a decir ahora que nunca he trabajado en la clandestinidad. No estoy seguro de lo convincente que pueda ser haciéndome pasar por algún tipo de agente de concesiones de remoción de minas. Así que dígame, ¿qué parte del cuadro me estoy perdiendo? ¿Por qué yo?

Pine sonrió, entrecerrando los ojos en medio del humo del tabaco. Vlado lo vio tambalearse ligeramente, quizá por el agotamiento del largo viaje en tren, la comida fuerte y las cinco copas de brandy. Después Pine se enderezó en su silla, como si se hubiera dado cuenta de que había bajado la guardia. Tenía cuidado cuando debía tenerlo, observó Vlado. Tal vez aquello era parte de su formación como abogado.

– Buena pregunta. Pero tendrá que reservarla para mi jefe. Lo conocerá esta misma semana. Sólo diga que sí y lo sabrá muy pronto. Lo único que puedo decirle es que, basándome en su expediente, es usted lo que se suele llamar «el último policía honesto de Bosnia».

Aquello mereció otras risas, y Vlado sirvió una última copa. La respuesta de Pine debería haber activado una alarma, Vlado lo sabía, pero tenía sus propios medios para responder a las preguntas que seguían inquietándolo, sin importar lo tardío de la hora.

Por el momento, sin embargo, su impulso dominante era hacer el equipaje, sentarse ante un montón de notas sobre casos y comenzar a hacer el trabajo que hacía antes. Si lo hubieran presionado, incluso se habría subido a un coche en aquel mismo instante para viajar hacia el sur durante dieciocho horas, cruzar la frontera y ascender a las verdes colinas, con los oídos destapándose, las ventanillas abiertas, sintiendo en la cara el aire fresco de las hayas, los álamos y los pinos. Estaba listo para ir a casa; cuanto antes, mejor.

Se despidieron en la puerta unos minutos después. Jasmina se unió a ellos, con los brazos cruzados. Cuando las puertas del ascensor se abrieron en la planta baja, Pine se dirigió a una cabina telefónica que había en la calle.

En general, pensó, había sido una velada productiva, aunque había costado un rato animar a aquel hombre. Había leído el expediente de Vlado en el largo viaje en tren desde Amsterdam y le había causado buena impresión. Las evaluaciones de sus años como detective habían sido especialmente destacadas: brillante, inquisitivo, independiente hasta convertirlo en defecto, algo que a Pine no le importaba porque esa misma clase de palabras aparecían siempre en sus propias evaluaciones. Algo aún mejor, aquel hombre había permanecido alejado de la bebida, toda una proeza cuando alguien es un exiliado que trabaja en un empleo mal pagado y muy por debajo de sus aptitudes.

Sin embargo, la primera impresión de Pine en persona había sido discordante. Vlado le había parecido uno de aquellos jóvenes cultivadores de tabaco de su país, en el condado de Lasser, a quienes su padre había desahuciado por cuenta de un terrateniente, o a quienes había demandado hasta el último centavo por cuenta de la compañía de electricidad. Adoptaban la pose de duros y decididos, pero en realidad eran ingenuos, siempre creían que vendrían tiempos mejores, hasta que una mañana se despertaban y se encontraban viejos y pobres, y se daban cuenta demasiado tarde de que sólo trabajar con denuedo no asegura la salvación.

Pero Pine se había equivocado antes al aplicar allí las normas americanas, así que hizo una nueva valoración y cambió a la velocidad europea -después de más de cinco años fuera de su país se le daba bastante bien- y percibió un rostro balcánico clásico, con los rasgos pegados a los huesos, los ojos oscuros y escrutadores y el cabello negro muy corto que se veía por todas partes allí. Vlado, conjeturó, tardaría en sonreír, tardaría en confiar. Aquel hombre tenía algo vagamente germánico, un imperturbable sentido del orden, de que todo estuviera en el lugar adecuado. O tal vez había sacado aquella conclusión del apartamento, muebles sencillos, pero bien cuidados y de líneas limpias. No había desorden. Los suelos y las paredes estaban impecables. Los zapatos formaban una línea ordenada junto a la puerta.

Pero era otra parte más oscura del expediente de Vlado lo que había llevado a Pine a cruzar media Europa, sombrías nimiedades que hacían que aquel hombre fuera extrañamente perfecto para el trabajo que había entre manos. Aquellas revelaciones vendrían más tarde, y Pine no deseaba ser quien las hiciese. Ahora era el momento de llamar al jefe; metió unos marcos en la ranura.

Era casi medianoche. Spratt estaría dormido, pero que se fuera al diablo, aquello había sido idea suya. Además, querría saber.

– ¿Diga? -dijo una voz somnolienta con un aplanado acento australiano.

– Soy Pine. Misión cumplida.

Aquello pareció despertarlo.

– Buen trabajo. ¿Así que se incorpora?

– No oficialmente. Tiene que hablar con su esposa. Pero ten la seguridad de que está enganchado.

– Y nuestra arma secreta; ¿sigue siendo un secreto?

– No por elección mía.

– Entendido. No te preocupes.

– Dejaré que se lo digas tú.

Una risita ahogada.

– Tendré mucho gusto en hacerlo cuando llegue el momento. No te preocupes, la herida no será mortal. Ahora duerme un poco, Pine. Y déjame dormir a mí. Pareces bebido, por cierto. Espero que no tengas que conducir.

– ¿Con cargo a nuestro presupuesto? Transporte público. Y me queda un trayecto de cuarenta minutos de S-Bahn hasta mi hotel barato.

– Entonces no te pases de parada. Y asegúrate de traer al señor Petric a La Haya contigo cuando vuelvas. Hay mucha gente deseosa de conocerlo.