Si Pine se hubiera quedado más tiempo hablando por teléfono podría haberse tropezado con Vlado, que no tardó en salir del edificio para hacer su propio recado de medianoche.
Vlado y Jasmina se miraron en cuanto Pine cerró la puerta. Estaban agotados, no sólo por lo tardío de la hora sino también por el peso de las preguntas a las que ahora tenían que dar una respuesta. ¿Debía aceptar Vlado la misión? En tal caso, ¿qué pasaría después? Estaban demasiado cansados para discutirlo, pero también demasiado agitados para dormir, y en el caso de Vlado había un asunto más acuciante del que ocuparse.
Agarró su chaqueta y se encaminó a la puerta.
– ¿Adónde vas? -preguntó Jasmina.
No era algo que pudiera decirle, no en ese momento. Tal vez nunca. A ella no, ni a Pine, ni a nadie.
– Tengo que averiguar una cosa antes de dar una respuesta -se le ocurrió como lo más parecido a una explicación que podía ofrecer-. Es… una cuestión de cumplimiento de la ley.
– ¿A medianoche? ¿En Berlín? -dijo Jasmina, frunciendo el ceño con incredulidad.
– Tiene que ver con la guerra. Con gente de casa. Tendrás que confiar en mí. Es un asunto suyo, no mío. Sólo tengo que asegurarme de que se ha resuelto antes de que pueda decirle algo a Pine. Por favor, eso es lo único que puedo decirte. No tardaré mucho.
– Vas corriendo para alcanzarlo, ¿verdad? Para alcanzar a Pine antes de que cambie de opinión.
– Por supuesto que no. No haría una cosa así sin hablarlo antes contigo.
Jasmina reflexionó durante unos segundos y pareció aceptarlo.
– ¿Cuánto tardarás?
– No más de una hora. Probablemente menos -confió en que fuera cierto.
Ella suspiró, todavía escéptica.
– Pero lo vas a aceptar, ¿no? Ese trabajo.
– Tal vez. No lo sé. Probablemente. Si crees que Sonja y tú podéis soportarlo.
– Sería mejor preguntar cómo lo soportaremos si tú no lo soportas. Estarás de un humor de perros el resto de tu vida. Lo que más me preocupa es lo que venga después, cuando esto se haya terminado y quieras volver.
– Tal vez no me sienta así. Tal vez siga estando tan mal como todo el mundo dice. Sólo con saber que puedo visitarlo ya está bien por ahora.
Ella negó con la cabeza, sonriendo.
– Lo único que necesitas es un paseo por las montañas. Por uno de tus antiguos senderos.
– Hasta que vea una mina en uno de mis viejos senderos.
– Eso es. Y después volverás corriendo directamente a tu fiel excavadora JCB. Vamos a ver. ¿Qué preferiría hacer Vlado en los próximos veinte años? ¿Cavar agujeros en el barro o ir por ahí haciendo preguntas impertinentes a la gente, y por un salario mejor? Estoy segura de que necesitarás mucho tiempo para decidirlo. Sobre todo con lo que te gusta esto. La comida de la que no paras de despotricar. El tiempo soleado.
Vlado sonrió.
– No te olvides del precioso campo llano.
Jasmina le devolvió la sonrisa.
– Yo también lo detesto. Algunas cosas. Ser siempre una extraña. No entender la mitad de lo que la gente dice por mucho que lo intente. Las miradas que nos dirige toda esa gente que desea que volvamos a casa. Si fuéramos nosotros dos solos volvería mañana -señaló hacia el pasillo con la cabeza-. Es Sonja la que me preocupa. Lleva aquí casi toda su vida. Aquí aprendió a hablar, a hacer amigos, a leer y a escribir. Éste es su hogar. Ella es alemana, Vlado, berlinesa, tanto si tú y los alemanes queréis admitirlo como si no. Le gustan las bratwurst y el doner kebab y esos pequeños huevos de chocolate con juguetes dentro. Tararea la melodía de Liebe Sandmann todas las mañanas en el desayuno, perdón, todas las Morgen am Frühstück o como quiera que se diga. Es probable que incluso le guste la idea de unas escuelas y unas zonas de juegos que no hayan sido voladas o arrasadas por el fuego. Y, en fin, aunque la mitad de la gente del U-Bahn la mire mal cuando se sienta, al menos la mayoría no la mataría si la ve deambulando por sus barrios sin permiso, que es algo más de lo que puedes decir de nuestro hermoso país.
– Lo sé. Todo eso es verdad. Ya hablaremos de ello más tarde. Cuando lo hayamos consultado con la almohada.
Vlado la atrajo hacia él y le susurró al oído.
– También es bonito no tener que preocuparme de ti cada día. Aunque detestes el trabajo. Al menos siempre sé que volverás a casa.
– No dirías eso si supieras dónde he estado esta mañana -dijo Vlado-. Fantasmas y viejos nazis bajo tierra. Ha sido un día extraño.
Y estaba a punto de serlo aún más, se temía.
Vlado salió a paso vivo del edificio. El U-Bahn dejaría de funcionar al cabo de menos de una hora, pero su destino estaba a sólo unas manzanas de distancia. El hombre se llamaba Haris, y a Vlado el estómago le seguía dando un vuelco cada vez que recordaba la primera vez que lo había oído. Había notado la presencia de aquel hombre casi desde el mismo instante en que regresó junto a su familia cinco años atrás.
Había llamado dos veces a la puerta del apartamento, sintiéndose más un cartero con un paquete certificado que entregar que marido y padre. Jasmina había abierto la puerta y dado un grito ahogado, después sonrió, estuvo a punto de desplomarse, mientras el aire cálido del apartamento salía al corredor. Sonja levantó la vista desde el suelo tal y como cabía esperar que lo hiciera una niña escéptica de cuatro años cuando aparece un extraño en su puerta. Ante ella se desplegaba una colección de animales salvajes compuesta por zebras y leones de juguete en una llanura enmoquetada. Los había recogido frunciendo el ceño, y después había dado un grito ahogado cuando su madre abrazó de verdad a aquel extraño, sollozando y haciéndole entrar en su casa.
Para ella, papá se había convertido en una voz al teléfono que llamaba una vez al mes desde un lugar llamado Sarajevo, en un programa de una radio privada que emitía para ella sola, una novedad que había envejecido con el tiempo. Aquel hombre que entraba en casa era algo totalmente distinto.
Unos minutos después Vlado había reparado en la presencia de la revista deportiva en la mesa, aquella en su lengua materna en la que venían los nombres de las estrellas futbolísticas a las que en otros tiempos había aclamado. No mucho después había encontrado dos cervezas en el frigorífico. Jasmina la detestaba.
Cuando Jasmina se hubo recuperado de su sorpresa inicial se apresuró a ordenar el salón, llevándose la revista al tiempo que recogía toda clase de cosas, ruborizada y no sólo por la excitación, supuso él. Entró primero en el dormitorio, llevándose su maleta, y mientras Vlado miraba hacia el pasillo desde el sofá, la vio meter rápidamente algunas cosas en una bolsa de plástico. Se sentó, agotado, abrumado al comprender que los dos últimos años habían terminado por fin. Su guerra había terminado de verdad. La idea de que hubiera otro hombre no debería haberle sorprendido, suponía, y por el momento estaba demasiado aturdido y cansado para sentirse furioso, ni siquiera dolido. Había estado fuera de la circulación durante tanto tiempo, sin posibilidad de escapar, y de pronto allí estaba, observando cómo su hija lo miraba a él desde la puerta de la cocina. Sabía por su propia experiencia que las personas que están solas en lugares desconocidos o hacían amistades o se volvían locas, y a veces las amistades se convertían en algo más. Aparte de eso, estaba demasiado agotado por los interrogatorios y el largo viaje para reencontrarse con su familia. Hacía menos de una semana que había salido de Sarajevo. Las emociones de los años bajo el fuego seguían pegadas a él como ropa mojada.
Jasmina nunca mencionó a nadie, ni le dio pista alguna, aunque había veces en que parecía titubear, contenerse en la conversación, ya fuera por no querer hacerle daño o por el dolor que le causaba una pérdida de la que no podía hablar y que no estaba segura de que él quisiera conocer.
Por suerte tenían a Sonja para distraerlos. Se acostumbró a Vlado enseguida, algún antiguo vínculo que se imponía, como si ella tuviera codificado su olor, su voz, sus sentimientos cuando se acurrucaba junto a él con un libro y le pedía que leyera para ella, y al cabo de una semana estaba tan apegada a él que no lo dejaría marcharse. Vlado adquirió la rutina de leerle un cuento en alemán por la tarde. Era un buen ejercicio para los dos, aunque no estaba muy claro quién enseñaba a quién. Él avanzaba por las páginas como un hombre con zancos, mientras ella corregía con delicadeza su pronunciación y señalaba con su manita la página mientras articulaba con destreza sonidos que parecían carraspeos. Su bosnio, si es que así se llamaba ahora su lengua, pues el término serbocroata se había convertido en un contrasentido, se diluía de día en día. Él y Jasmina lo utilizaban en casa, pero recurrir a su lengua materna comenzó a ser como trasladarse a otra época en un tranvía que chirriaba y se había quedado anticuado.
Su matrimonio dio la misma sensación durante algún tiempo. Habían perdido la sensibilidad para los ritmos del otro, el cómodo toma y daca con sus frases hechas y sus gestos. Era como volver a aprender una lengua, pero cada día volvían a ellos más palabras.
Vlado nunca quiso preguntar por ningún hombre, aunque sintió la tentación de sacar a colación el tema cuando hablaba con Sonja. Habría sido tan fácil preguntar por «los amigos de mamá». Sin embargo, cuando intentaba articular las palabras sentía aparecer al policía que llevaba dentro y que interrogaba a su hija, así que alejaba aquel pensamiento. Además, Jasmina no mostraba signo alguno de que nada hubiera continuado. No había largas ausencias sin explicar, ni momentos furtivos al teléfono, y sí, escuchaba para tratar de encontrarlos, con una atención que le daba vergüenza. Las únicas pistas que ofrecía eran aquellos momentos de vacío, cuando miraba hacia rincones en los que no había nada que ver. ¿De quién era el rostro que continuaba por allí?, se preguntaba.
Al cabo de unos meses todo había aflorado en cualquier caso, un día que Jasmina había salido a la compra. Sonja estaba jugando en el suelo con una pequeña jirafa de peluche con hilos de color naranja a modo de crin.
– Qué juguete tan bonito -dijo Vlado desde el sofá, sólo por entablar conversación.
– Me lo regaló Haris -respondió Sonja, y al principio él no reparó en esas palabras. Dio por supuesto que Haris era un amiguito, un niño generoso de la Spielplatz-. Cuando compró a mamá el agua de olor.
Entonces sí le dedicó toda su atención.
– ¿El agua de olor?
– Sí.
– Enséñamela -dijo, dejándose caer lentamente al suelo, moviéndose con sigilo hasta su hija como un conspirador, pero sin dejar que su voz se alterase-. Enséñame el agua de olor de mamá.
– Ya lo sabesss -la niña arrugó la nariz con una sonrisa, haciéndole sentir vergüenza de su ignorancia.
– No. No lo sé -dijo, sonriendo a su vez-. Tráemela.
Y como un pequeño y buen confidente se fue a toda prisa por el pasillo con el paso tembloroso de una niña de cuatro años. La observó a través de la puerta abierta mientras se ponía de puntillas en el dormitorio del matrimonio para hurgar en el cajón superior del tocador de Jasmina.
– Aquí está -dijo con dulzura, acercándose con la presa en la mano extendida.
Era un frasco de Chanel.
Vlado desenroscó el tapón y olió. Jasmina no había usado aquel perfume desde que él había vuelto, pero el frasco estaba usado. Lo puso a la luz, sintiendo la frialdad del cristal, admirando el color ámbar. Incluso las versiones piratas de aquellos artículos alcanzaban un buen precio en la calle. Con sus ingresos comprar algo así supondría un verdadero sacrificio. Atrajo a Sonja hacia él y la estrechó entre sus brazos, conteniendo las lágrimas.
– ¿A que es bonito? -dijo Sonja, con la voz ahogada contra su camisa.
Vlado esbozó con esfuerzo otra sonrisa.
– Sí, mi vida. Es muy bonito.
Así que ahora tenía un nombre. Haris. Y hojeó mentalmente un catálogo de rostros del edificio, del bar, del puesto de salchichas, del mercado, intentando recordar a Haris. Estaba el Centro Cultural Bosnio en Kreutzberg, un lugar donde sus compatriotas se reunían a veces, celebraban las fiestas, festejaban las bodas. Pero el único Haris que había allí era un anciano, con sopa en la pechera, que siempre hablaba entre dientes de sus hijos perdidos y de los crímenes de los serbios.
La puerta de la vivienda se abrió y apareció Jasmina, empapada, con dos bolsas de lona repletas de comestibles. Miró el frasco de perfume que él sostenía en su mano, después a Sonja, que estaba de nuevo en el suelo con su jirafa, ajena a la súbita tensión ambiental.
Los colores aparecieron en las mejillas de Vlado, que dejó con suavidad el frasco en una mesa al lado del sofá. Jasmina entró en la cocina sin decir palabra, sin molestarse en quitarse los zapatos, dejando a su paso huellas húmedas en la moqueta. Vlado oyó las llaves sonar en la encimera, el clic del frigorífico al abrirse, el ajetreo de puertas de armarios cerrándose, botellas chocando, bolsas crujiendo. Deseó sentirse furioso pero sólo sintió frialdad, un dolor apagado y profundo.
Volvió a mirar el frasco. Ahora tenía la oportunidad de devolverlo al cajón, a cualquier cajón. Aquel paso les permitiría guardar las apariencias a los dos, ganar tiempo, un gesto a partir del cual construir. Podrían hablar de ello más adelante. Pero en cambio encendió la televisión y volvió al sofá, dejando el frasco bien a la vista, una acusación abierta. Prueba A de la acusación.
Esperaron hasta después de la cena, una vez que Sonja estuvo dormida. Después Jasmina preparó un té para ella y abrió una botella de cerveza para Vlado, que le llevó en un vaso. Aquello pareció un primer paso hacia el acuerdo, y él aprovecho la oportunidad, hablando despacio.
– Sonja me habló de alguien llamado Haris.
Jasmina se sentó con las piernas dobladas en el otro extremo del sofá, con la jarrita humeante en sus manos.
– Haris -dijo, haciendo una pausa- es un amigo. Mejor dicho, era un amigo. Un amigo y a veces… -titubeó, mirando a Vlado a los ojos con una expresión de cuidado y preocupación-. A veces algo más. Un compañero. Más para dar calor ante la soledad que otra cosa. Los días sin ti pasaban y pasaban. Entre una llamada y otra pensaba que habías muerto. A veces estaba convencida de ello, sabía que nadie te encontraría en el apartamento durante días, y que incluso cuando te encontrasen, nadie sabría a quién llamar, ni cómo. Y fue uno de esos días cuando conocí a Haris.
No necesitaba oír más. Lo único que necesitaba oír era que aquel hombre había desaparecido, que había terminado en la vida de Jasmina. De lo contrario, la conversación giraría hacia el punto muerto al que a menudo llegaban desde que había regresado. Los dos parecían decididos a demostrar al otro que habían sufrido más durante los dos años en que habían estado separados. Y era cierto que ninguno de los dos podía entender de verdad lo que el otro había soportado. Él nunca conocería la dureza de la vida en soledad en un lugar inhóspito sin otra cosa que tu hija y tus deseos de compañía, arrastrada por una corriente fría de parloteo indescifrable y funcionarios que siempre querían ver tus documentos, papeles y más papeles. Ella, por otra parte, no podía entender el miedo y el agotamiento de dos años dentro de una guerra claustrofóbica, donde los obuses y las balas formaban parte del tiempo, pavesas de ceniza en una atmósfera viciada que apestaba a cañerías atascadas, basura ardiendo y muerte.
Pero la mención del nombre de aquel hombre, oír la palabra «Haris» saliendo de los labios de Jasmina, pareció sacar a Vlado de su acostumbrada trinchera, y a ella de la suya, y a partir de aquel día ninguno de los dos insistió tanto en documentar los dos años que habían pasado separados. Poco a poco, las discusiones se desvanecieron, y con ellas el nombre de Haris.
Sin embargo, ésa no fue la última vez que oyó aquel nombre, y lo lamentaba más si cabe ahora que el americano, Pine, había aparecido en su puerta.
Había conocido a Haris más de cuatro años después, hacía en ese momento apenas un mes, en un lugar llamado Noski's. Era un bar, uno de los pocos donde un bosnio podía estar sin preocuparse de ser apaleado hasta estar en un tris de perder la vida por la pandilla de jóvenes gallitos del barrio. Vlado acudía allí a veces para leer periódicos y revistas atrasadas de Zagreb, incluso de Belgrado, amontonadas en un extremo de la barra. A veces había un ejemplar bastante reciente del diario de Sarajevo, Oslobodjene. Al encargado, un viejo tabernero de Prijedor, nunca pareció importarle que Vlado apenas gastase en bebida. Sabía que la mayoría de sus parroquianos no podían permitírselo, y los pocos que podían compensaban con creces a los demás bebiendo hasta perder el conocimiento, un día tras otro.
Vlado estaba sentado en su taburete de costumbre cuando una voz le habló a su espalda.
– Tú eres Vlado.
Se volvió y vio a un hombre delgado y entrecano, vestido con tejanos y una chaqueta de cuero negro ajada, con el cabello despeinado, unos ojos que habrían sido de un bonito y tranquilizador color azul de no haber estado inyectados en sangre. Pero eran unos ojos que no dejaban que se apartase la mirada de ellos, y Vlado supo exactamente quién debía de ser.
– Y tú eres Haris.
El hombre asintió con la cabeza.
– Te invito a una copa. Después te contaré una historia.
Se sentó en el taburete de al lado, oliendo a whisky. Pero parecía perfectamente sobrio, no se tambaleaba ni arrastraba las palabras.
– No quiero una copa -dijo Vlado-. Y desde luego no quiero que me cuentes una historia.
– Es una historia para un policía, y tú eres el único que conozco. De acuerdo, también es una historia para un marido. Un marido que sólo quiere leer los periódicos y volver a casa con su mujer y su hija. -Se volvió hacia el barman-. Una cerveza, por favor. Y un whisky. -Después, volviéndose de nuevo hacia Vlado, agregó-: Sólo tienes que escucharme esta vez. Es lo único que pido.
Sus ojos suplicaron desde alguna lejana y distante colina del pasado.
– De acuerdo. Sólo ésta.
Haris puso un billete arrugado en la barra para pagar las bebidas y esperó a que le sirvieran el whisky. Luego comenzó.
– Llegué aquí con mi hermana a finales del noventa y dos. Con mi hermana Saliha. De Bijeljina. Allí nos criamos. Allí fuimos a la escuela, conseguimos trabajo, hicimos amigos. La mayoría de nuestros amigos eran serbios. Cuando comenzó la guerra, sabía que todo iría bien, porque todo el mundo nos conocía. Nadie permitiría que nos sucediera nada.
Bebió un largo trago de whisky, hizo una mueca y se limpió la boca con la manga.
– Saliha fue violada en el primer mes de la guerra. Cinco veces, por un grupo de hombres, en una habitación donde la retuvieron durante dos días. A mí me llevaron al campo de concentración de Keratern. Nos cargaron a cincuenta en un autobús y nos metieron detrás de una valla. No nos dieron de comer durante cuatro días en los que nos sacaban, de dos en dos, nos pegaban en la cabeza, nos encadenaban a camiones. A algunos los mataron a tiros. A mí sólo me pegaron. En las piernas y en la cara. Nos dejaron cinco semanas detrás de la alambrada hasta que un día llegó un comandante y nos dejó en libertad. A todos los que no habían muerto. Pero se quedaron con nuestros papeles, con nuestro dinero, luego nos metieron en camiones y nos llevaron a las primeras líneas del frente, donde nos descargaron y nos dijeron que no volviéramos nunca.
»Los francotiradores mataron a dos de los nuestros mientras caminábamos hacia el otro lado, cruzando las líneas a trompicones. Otro pisó una mina. La ONU estaba allí y todo, pero no podían hacer nada. Creo que alguien presentó una protesta más tarde. -Bebió un sorbo de whisky, señaló con un gesto la jarra de cerveza llena de espuma-. Por favor. Necesitarás beber si vas a oír todo esto.
Observó a Vlado mientras éste levantaba la jarra y bebía.
– Encontré a mi hermana tres semanas después en el gimnasio de un colegio, donde dormía en el suelo. Aquel lugar estaba lleno de refugiados. Cientos. Familias enteras sobre toallas y mantas, con la ropa tendida entre los aros de baloncesto.
»Piojos, mala comida, todos los olores que puedas imaginar. Así era la vida en el gimnasio. Mi hermana no hablaba con nadie. Lo único que hacía era estar sentada todo el día en un catre, con los ojos abiertos. Dormí en el suelo a su lado durante una semana. Después, al octavo día, se levantó por fin y decidió dar un paseo por el exterior. Estaba nevando y ella iba descalza, pero siguió andando como si nada mientras yo la seguía, con miedo de decir algo. Después de dos manzanas se detuvo, se miró los pies y comenzó a llorar. La llevé de vuelta y en el camino me contó lo que había sucedido, me susurraba al oído como un niño que le cuenta a su padre que ha hecho algo malo. Conocía a aquellos hombres, a tres de ellos. Conocía sus caras y sus nombres. Uno enseñaba a nuestro sobrino en la escuela. Otro se había criado en una granja cercana a la de nuestro tío. Yo jugaba al fútbol con él en la escuela. El otro hombre era del pueblo, un panadero. -Hizo una pausa, negó con la cabeza-. Cinco meses después llegamos aquí. Fue a finales del noventa y dos. Durante tres años ella estuvo más o menos igual, sin ir a ninguna parte, tumbada en el apartamento, viendo la televisión.
»Un día soleado y cálido, una mañana de primavera después de que lloviera un poco, la llevé a dar un paseo, casi tuve que empujarla para que saliera por la puerta y bajarla en brazos por las escaleras. Pero comenzó a mirar a su alrededor. Se paró y se sentó un rato en un banco, frente a una parada de autobús. Luego decidimos coger un autobús, dar una vuelta. Cruzamos la calle y ella miró a la multitud, siete u ocho personas que esperaban el autobús. Y entonces fue cuando lo vio, a uno de los hombres, no uno de los tres a los que conocía, sino a su jefe, el más importante, el que tenía una cicatriz y llevaba una boina negra, el que se inclinaba sobre su cara con el aliento oliendo a brandy, el que sudaba encima de ella durante veinte minutos. Intentó gritar, intentó decirme quién era, pero de su boca no salió ninguna palabra hasta que el autobús se fue con aquel hombre dentro. Me dijo que se llamaba Popovic, y yo también lo había visto.
»Así que al día siguiente fui de nuevo a la parada de autobús a esperarlo. Estuve allí nueve horas. Y al día siguiente, y al siguiente. Tomé la decisión de ir todos los días hasta que él volviera, como si fuera mi trabajo, porque de todos modos no tenía un trabajo de verdad. Sólo trabajos en la construcción, sin papeles, tirando viejas paredes y enlucidos, y la mitad de las veces no nos pagaban. Así que seguí acudiendo a la misma esquina. Y así fue como conocí a Jasmina.
Oírle decir su nombre produjo un sobresalto a Vlado. Pero siguió en silencio, esperando que Haris continuase. Hizo una pausa para beber otro trago de whisky.
– Ella me había visto, supongo, me había visto en aquella esquina día tras día, como alguien obsesionado. Y es verdad que estaba obsesionado. Loco y sucio, con el mismo abrigo, lloviera o luciera el sol. La misma botellita de agua metida bajo el brazo con un periódico.
»Ella me abordó un día, por curiosidad más que nada, y me preguntó a quién buscaba. Después de días de ser ignorado por casi todo el mundo en Berlín, parecía una especie de revelación, como si hubiera sido invisible para todos menos para ella. Y cuando te sientes como yo me sentía, tan centrado en algo que no puedes ver nada más, cuando alguien advierte de verdad lo que estás haciendo, parece magia. Como si tuviera poderes que nadie más tiene. Así que hablamos. Y yo me relajé un poco. Me sentí casi normal durante aquellos minutos hasta que llegó su autobús. Y al día siguiente volvimos a hablar, y yo no le había dicho todavía por qué estaba allí, ni a quién buscaba. Pero ella me dijo que también esperaba a alguien. Creo que aquella mañana puede que hasta me hubiera afeitado. Que me hubiera cambiado de camisa. Que hubiera limpiado el abrigo. No lo recuerdo ya. Pero el quinto día ella me trajo una manzana. Debía de estar muy pálido. Y unos días después dejé de ir allí. Nos encontrábamos en otros lugares, lugares más normales, y nos hicimos amigos.
Aquello era todo lo que a Vlado le interesaba oír sobre la cuestión. Quiso hablar, pero Haris levantó una mano.
– Por favor. Otra cerveza. Yo invito, tú escuchas. He terminado con la parte de tu mujer, pero tenía que contarte hasta ahí, para que lo supieras.
El barman puso otra ronda, Haris otro billete arrugado.
– Más adelante me enteré de más cosas sobre aquel hombre, Popovic. No era ése el nombre que usaba aquí, y la gente que lo conocía decía que había vuelto, que había vuelto a Bosnia y a los combates. Tenía su propia unidad, sus propios hombres con sus propios uniformes negros y un sobrenombre, «Los Leones de Popi». Pero entonces yo volvía a tener una vida. Trabajaba en edificios antiguos, pintando o desprendiendo aislamiento. Me pagaban en efectivo al terminar cada jornada, o a veces no me pagaban. A mi hermana no le importaba. Estaba en casa, más callada que nunca, con la televisión encendida. Después de ver a Popovic aquella vez no volvió a salir de la casa. Pero seguí trabajando. Y, sí, a veces veía a Jasmina.
Fue la única vez que Haris estuvo a punto de alzar la voz, en una breve nota de desafío.
– Después, a principios del noventa y cuatro, la persona a la que ella esperaba volvió a casa. Y, para mí, aquello fue el fin de Jasmina. Me llamó, una sola vez, y me dijo adiós, me deseó buena suerte. Y durante algún tiempo me pareció que la vida se acababa allí. Así que volví a trabajar. Intenté encontrar trabajo. Gané algo de dinero. Y me olvidé de las mujeres, me olvidé hasta de Popovic. Hasta hace tres semanas, cuando lo volví a ver. Había oído algunas cosas sobre él, como mucha gente. Alguien me había dicho que en el último año de la guerra había estado en Srebrenica cuando la ciudad cayó, de nuevo al mando de su unidad, ayudando a reunir hombres y niños. Saqueando, matando, haciendo lo que hiciera. Otras personas dijeron después que debía de haberse marchado a Belgrado, o incluso a Kosovo.
»Pero ahora eran tiempos de paz y allí estaba cerca de la misma parada de autobús que antes, esta vez cruzando la calle en dirección al U-Bahn. Caminaba deprisa. Siempre me había preocupado que no pudiera reconocerlo si lo volvía a ver, que su cara pudiera haber desaparecido de mi cabeza para siempre, sólo para atormentarme, pero incluso después de más de cuatro años lo reconocí de inmediato, y supe que no me había visto observarlo. Así que lo seguí, monté en el U-Bahn un vagón detrás del suyo. Lo observé a través de las ventanillas y me bajé en la misma parada. Un largo trayecto, un par de trasbordos. Luego media hora a pie y llegó a la Ku'damm. Y para entonces él parecía ya fuera de lugar, estoy seguro, un mugriento bosnio en aquella calle elegante de tiendas y teatros y berlineses occidentales con todo su dinero y expresiones de aburrimiento. Yo lo seguía media manzana por detrás, intentando no perderlo. Entramos en Ka De We, los grandes almacenes, y durante unos minutos no pude verlo. Pensé que me echaría a llorar allí mismo en la tienda si lo perdía después de todo aquello. Entonces vi su cabeza al otro lado de los mostradores, dirigiéndose a una escalera mecánica. Iba al café, que estaba en la parte superior del establecimiento, donde había todas aquellas plantas bajo un techo de cristal. Se sentó. Esperaba a alguien, así que fui a otra mesa. Tuve que pedir algo o me habrían echado a patadas. Cinco marcos de mi bolsillo me costó un café que me dejó sin blanca para el resto de la semana.
Vlado no pudo menos de pensar en el frasco de Chanel, que debió de dejarle sin blanca para un mes entero.
– Lo observé mientras disfrutaba de su Schnitzel, sus pastelitos, su Coca-Cola y su café. Gastó algo así como veinte marcos sólo para tomar un refrigerio, y no dejó de mirar su reloj hasta que por fin llegó una mujer y se sentó con él. Guapa. Probablemente bosnia, pero no pude asegurarme porque no pude oír lo que decían. Iba muy elegante. Un bonito vestido y medias negras. Los labios pintados. Muy guapa, y era suya. Pertenecía al violador, al asesino. Ella le dio un beso, hablaron un rato, muchas sonrisas y sonrisitas de suficiencia de él. Y después ella se despidió. Creo que debía de trabajar allí. Y él volvió sobre sus pasos, por el mismo camino que a la ida. Las mismas estaciones de U-Bahn. La misma parada al final, y ahora yo estaba excitado. Porque sabía que volvía a su casa. Entró en un portal. Un edificio como el tuyo. Y casi me entró el pánico porque no sabía qué hacer con el ascensor. Si subía con él me reconocería, estaba seguro, o vería algo en mis ojos y sabría que estaba lo bastante loco para matarlo. Pensé que estaba a punto de perderlo después de todo aquello. Y entonces, mi día de suerte. Unos trabajadores de mudanzas estaban utilizando un ascensor. Cargando un mueble de gran tamaño. El otro estaba averiado. Kaput. Así que subió por las escaleras, y yo lo seguí un tramo por detrás, andando de puntillas para no hacer ruido. Oí abrirse una puerta en el cuarto piso y subí corriendo mientras se cerraba. Miré hacia el corredor a tiempo de ver una puerta cerrándose tras él, y vi el número y busqué el nombre en la puerta y en el buzón. Era falso, por supuesto, porque yo conocía su verdadero nombre. Lo había oído muchas veces, incluso lo había leído en los periódicos.
»Y bien. ¿Qué hacer entonces? Primero se lo conté a mi amigo Huso, porque era de Srebrenica. Había estado cuatro días corriendo por los bosques, intentando salir de allí. Y había visto a aquel hombre, Popovic con las muchedumbres de chetnik, metiendo a la gente en autobuses, haciendo salir a hombres y niños de los bosques. Sus dos hermanos salieron, pero él siguió corriendo. Llegó a Tuzla, pero ellos nunca lo lograron. Se subieron en los autobuses. Nadie los ha vuelto a ver.
»Huso dijo que lo único que teníamos que hacer era acudir a la policía. Se lo contamos a ellos, dijo, luego ellos se lo contarán al Tribunal para Crímenes de Guerra, y después alguien vendrá a detenerlo. Así lo hicimos, al día siguiente. Esperamos dos horas en la comisaría de policía y podía haberse pensado que éramos ladrones por la forma en que actuaban, como si estuviéramos sucios y sólo quisieran meternos en la cárcel o mandarnos a casa, de vuelta a Bosnia. Pero al final aceptaron nuestra información. Dijeron que harían una llamada telefónica.
– ¿Y después? -preguntó Vlado.
Para entonces el policía que llevaba dentro estaba enganchado. Tragó un poco de cerveza, sin apartar la mirada de Haris.
– Y después, nada. Pasaron dos semanas y yo lo controlaba todos los días, sólo para asegurarme de que seguía aquí. Todos los días iba a ver a la misma mujer, pero en lugares diferentes. A veces pasaba la noche con ella. A veces ella volvía con él. Iba siempre bien vestido y gastaba sus marcos como si no tuvieran ningún valor. Pero nadie había ido a detenerlo, ni a llevárselo. Y Huso y yo habíamos comenzado a pensar que nadie iba a venir nunca.
Haris hizo una pausa, como si le costase continuar. Pidió otro whisky y miró fijamente a Vlado.
– Así que ahora quieres que yo haga algo al respecto -dijo Vlado-. Porque antes era policía.
– Porque sabes cómo se hacen esas cosas. Practicar detenciones. Poner a la gente a disposición judicial. Has formado parte de todo eso.
Pero no fue el policía que había en Vlado el que respondió. Fue el marido, súbita e irracionalmente furioso porque aquel hombre que había encontrado consuelo en su mujer quisiera encontrar consuelo también en él. El policía que llevaba dentro le habría dicho: «Deja que las cosas sigan su curso. Denúncialo otra vez si quieres sentirte mejor. Da la lata si tienes que hacerlo, o llama por teléfono directamente a La Haya, y desde luego ofrécete como testigo, y si no permanece al margen del asunto. Sólo te estarás buscando problemas».
El mando que llevaba dentro dejó a un lado tales aspectos prácticos.
– Si la policía fuera a hacer algo, lo habría hecho ya. Alguien como Popovic no debe de figurar en los primeros puestos de su lista. A los alemanes les preocupan más los asiáticos que venden cigarrillos libres de impuestos, o los turcos que trafican con heroína. Lo único que quieren de los bosnios es un visado de salida y una rápida despedida. La única forma de hacer que se interesen por alguien como Popovic es llevárselo a la puerta. Si Huso y tú queréis que se haga algo con Popovic, tendréis que hacerlo vosotros.
En cuanto hubo dicho esto, Vlado se sintió avergonzado, incluso un poco nervioso, como un niño que ha encendido la mecha de un enorme artilugio pirotécnico y ahora debe arrojarlo, sin saber dónde caerá. Una imagen absurda se le vino a la mente, de Haris y Huso atando a Popovic con metros de cuerda y descargando a aquel hombre en una comisaría de policía con una mordaza en la boca y una nota prendida a su camisa, garabateada en un bosnio gramaticalmente incorrecto.
Haris seguía mirándolo, como si esperase más instrucciones.
Vlado lo complació, incapaz de resistir la tentación de hacer avanzar la llama un poco más en la mecha.
– Mira, si Popovic vive aquí con otra identidad, con otro nombre, ¿quién crees que echaría de menos al verdadero Popovic? Nadie. Echarían de menos al otro hombre. Pero el otro hombre no existe, excepto en documentos falsos. Algo que las autoridades descubrirían en cuanto registrasen su casa o investigasen sus antecedentes. Suponiendo que se molestasen en hacerlo.
Tomó un sorbo de cerveza y sintió la espuma fría en sus labios.
– Y si no has tenido noticias del Tribunal, ¿cuánto dice eso de su interés? Da la impresión de que Huso y tú sois los únicos que os preocupáis del asunto. Es posible que ni siquiera haya sido acusado, y si ése es el caso, puede que nunca lo sea.
– Pero Huso lo vio, vio lo que hacía en Srebrenica. Mi hermana también lo vio. Debe de haber testigos que hayan mencionado su nombre.
– Tal vez los investigadores nunca hayan hablado con ninguno de ellos. Además, ¿estás seguro de que es eso lo que quieres hacerle pasar a tu hermana? ¿Que suba al estrado para contestar a las preguntas de un abogado de Popovic, que no parará de decirle a ella cuánto lo deseaba, cuánto lo había pedido? Le preguntará qué vestidos llevaba, qué clase de perfume usaba, con cuántos hombres se había acostado. ¿Es eso lo que quieres?
Haris no respondió. Sólo bebió whisky de nuevo y dejó su vaso con fuerza en la mesa, asintiendo con la cabeza una vez, con una mirada de determinación en los ojos, y por un momento Vlado deseó volver atrás, decirle: «Cálmate. Haré algunas llamadas. Deja que me ocupe de esto».
Pero el momento pasó, y Haris se levantó, depositando un último billete arrugado en la barra.
Haris no tardó mucho tiempo en seguir sus consejos. Cuatro noches más tarde sonó el teléfono. Por suerte fue Vlado el que contestó.
– Soy Haris.
La cólera nació en Vlado casi de inmediato, pero Jasmina y Sonja estaban en la habitación contigua, así que no gritó.
– No quiero oír hablar nunca más de tus problemas -susurró-. Quiero que salgas de nuestras vidas.
– Entonces baja a la calle y tu deseo se cumplirá. Te lo prometo. Huso y yo estamos aquí abajo.
– ¿Qué habéis hecho? -preguntó lacónicamente.
– Tú ven. No tenemos mucho tiempo.
Los encontró en un rincón poco iluminado del vestíbulo, junto a un teléfono público al lado de los buzones, intentando no llamar la atención y por lo tanto haciendo exactamente eso, una pareja sudorosa y de aspecto nervioso que apestaba a esfuerzo y agotamiento, con las miradas vidriosas por un desenfreno apenas contenido y por más de una copa.
– Vamos afuera -susurró Haris-. Síguenos.
Caminaron hasta un rincón apartado del aparcamiento, que daba a una pequeña arboleda. Las dos farolas de aquel rincón estaban apagadas. Los cristales rotos crujían al pisarlos. Su coche era el único en un radio de veinte metros, y Vlado estuvo a punto de echarse a reír al ver que era un Yugo marrón, como el final de un chiste elaborado y burdo, dos expatriados incompetentes y algo expatriado e indigno de llamarse coche.
Se detuvieron junto a la parte trasera del coche, formando un corrillo nervioso, Haris mirando a Huso, que buscaba las llaves. A Vlado se le revolvió el estómago cuando la puerta del maletero se alzó con un chasquido, abriéndose a la oscuridad con un chirrido agudo. Allí había un hombre encajado y hecho un ovillo, presumiblemente Popovic, con las manos atadas a la espalda. Vlado esperaba desesperadamente que estuviera vivo, pero tenía la boca abierta, sin mordaza, y el olor que salía de aquel exiguo espacio oscuro era de sangre, sangre enfriada y coagulada en la ropa y en la piel.
– Está muerto -dijo Haris.
Huso miró a Vlado. Era la primera vez que Vlado lo veía. Cara ancha y plana y cuerpo bajo y rechoncho, y los ojos marrones y asustados de un perro que acaba de mordisquear el periódico de la mañana. ¿Qué querían? ¿Que los detuviera? La situación era desesperada, y flaqueó ante la magnitud de lo que habían hecho, de lo que él había hecho. Los haces de luz de unos faros los iluminaron brevemente cuando un coche giró para dirigirse al extremo opuesto del estacionamiento.
– Por el amor de Dios, ciérralo -dijo Vlado.
Estaba tratando con idiotas. ¿Pero por qué estaba tratando con ellos? ¿Qué estaba haciendo allí en el aparcamiento con aquellos dos hombres y aquel cadáver?
– Quiero contarte cómo pasó -dijo Haris-. No queríamos matarlo. Y ahora no sabemos qué hacer.
– Subid al coche -dijo Vlado-. Contádmelo mientras conducís. Pero no os quedéis aquí llamando la atención. Si aparece un policía ahora, ésta es la primera zona del aparcamiento que inspeccionará. Vamos. Subid.
Obedecieron, dóciles y cansados. Huso se sentó al volante, acelerando el quejumbroso motor, los mecanismos fabricados en algún lejano rincón de la patria, años atrás, antes de la guerra, cuando ser dueño de un Yugo no era algo tan malo, y la vida en una aldea entre las montañas era pobre pero tranquila. Los que vivían allí estaban olvidados, al igual que el país. Pero ahora los problemas se habían esparcido por todas partes, una diáspora de enemistades y venganzas. Habían llevado la guerra al Spielplatz y al puesto de wurst, pequeñas Bosnias por todas partes.
– Busca una calle más transitada -dijo Vlado desde el asiento trasero, tomando el control como policía-. Y no aceleres, no hagas nada para que te paren.
Huso iba rígido al volante, con la postura de un alumno de autoescuela que teme hacer algo distinto de lo que el profesor le ha dicho.
– ¿Cómo diablos ha sucedido?
Haris se volvió en el asiento del pasajero.
– Lo seguimos hasta su casa esta tarde. Había ido a Ka De We. A ver a esa mujer. A la vuelta se detuvo en un parque y dio un paseo. Se metió entre unos arbustos para mear, y Huso lo agarró. Huso llevaba un cuchillo.
– ¿Dónde está el cuchillo?
Haris pareció quedarse en blanco. Huso negó con la cabeza.
– No estoy seguro -dijo-. Puede que en el maletero. No lo sé.
Así era como la cagaban siempre los aficionados. Algún detalle importante que se pasaba por alto. Vlado había visto ya todo los indicios en su trabajo. Ahora estaba allí en un coche con aquel par de imbéciles, inextricablemente unido a ellos.
– Nos pusimos uno a cada lado de él y le dijimos que viniera con nosotros -continuó Haris-. Huso le enseñó el cuchillo. Le dijimos que era una cuestión de dinero. Que si venía con nosotros y escuchaba nuestra oferta todos podíamos ganar un montón de dinero. Aquello no le gustó pero vino con nosotros. Creo que pensaba que el cuchillo era algo de lo que podía ocuparse. Así que caminamos hasta el coche. Huso había pedido prestado uno, y estaba a sólo una manzana de allí. Huso seguía llevando el cuchillo debajo de la chaqueta.
– ¿Así que este coche ni siquiera es de Huso?
– No.
– ¿Encima de qué está ahí atrás? ¿De una manta? ¿Algo?
– Hay una gran sábana de plástico.
A veces los aficionados acertaban, a pesar de sí mismos. Vlado se preguntó cuánta sangre llevaban en sus ropas. Recordó lo mugrientos que parecían a la tenue luz del aparcamiento del edificio. No era una buena señal.
– Sigue adelante. ¿Qué pasó después?
– Fuimos con el coche hasta una obra. Un nuevo centro comercial donde Huso había trabajado alguna vez, pintando. Paramos en la parte trasera. Huso sacó el cuchillo y le dijo que se diera la vuelta. Le até las muñecas. Le dijimos que lo íbamos a llevar a nuestro alijo de drogas.
A Vlado le asombraba que Popovic hubiera accedido a todo aquello. O era demasiado tonto o demasiado codicioso. Probablemente las dos cosas. O tal vez sólo estuviera asustado. La gente acostumbrada a dar órdenes casi nunca sabe actuar cuando las recibe.
– No íbamos a matarlo -dijo Huso desde el asiento delantero-. Lo único que queríamos era una confesión. Luego íbamos a entregarlo a la policía.
– ¿Una confesión?
– De todo lo que había hecho -dijo Haris-. Iba a tomarle declaración.
Metió la mano debajo del asiento y sacó un cuaderno de espiral con dos bolígrafos introducidos en las espirales de encuadernación. Como si fuera un policía haciendo un atestado. Haris había creído de verdad que ellos iban a resolver el asunto, pobre desgraciado. Sobre todo porque un policía de verdad había sido tan negligente que les había dicho que podrían hacerlo.
– Continúa -dijo Vlado, con la voz poco más alta que un susurro.
– Se rió de nosotros. Dijo: «¿Eso es todo lo que queréis? ¿Una confesión? ¿No hay negocios? ¿Sólo gilipolleces sobre la guerra?». Así que Huso le pegó. Le pegó en la cara y le preguntó por sus hermanos. Le dijo que había violado a mi hermana. Él siguió callado, no decía nada. Creo que empezaba a estar un poco asustado, pero no iba a admitirlo, no iba a decir nada. Así que le dijimos que le llevaríamos a la policía, que sabíamos su verdadero nombre y que lo detendrían.
– Y él dijo que adelante.
– Sí. ¿Cómo lo sabes?
– ¿Por qué iba a decir otra cosa? La policía no habría sabido qué hacer con él, salvo que era un bosnio sin los papeles en regla. Lo habrían deportado y él se habría alejado de vosotros dos, y se lo habría pensado dos veces antes de volver a Berlín. Me parece increíble que fuera tan tonto para desafiaros. O para reírse.
– Decidimos que no tenía sentido. Mejor dicho, yo lo decidí. Le dije a Huso que no podíamos llevarlo. Comenzamos a discutir en el coche. Entonces fue cuando Popovic abrió la puerta de golpe con la rodilla. Se bajó y echó a correr, hacia la calle. Lo cogimos y lo inmovilizamos, lo llevamos a rastras de nuevo hasta el coche. Lo llevamos a empujones hasta uno de los muros traseros del edificio. Luego le escupió en la cara a Huso. Dijo: «A la mierda tus hermanos, se merecían morir». Y entonces fue cuando Huso lo apuñaló. Lo apuñaló una vez y después ya no pudo parar.
Haris hizo una pausa. Huso suspiró profundamente en el asiento del conductor, como si recordase alguna lejana situación desagradable.
– Todo fue muy rápido. Como matar a un animal. Todas las sacudidas y los resuellos, el aire y la sangre saliendo de su cuerpo, el cuchillo entrando y saliendo con aquel ruido, como apuñalar un saco de arena.
– Y luego lo metisteis en el maletero.
– Y fuimos a verte. No sabíamos qué hacer después. Dónde llevarlo. Qué hacer con su cadáver.
Vlado se tomó su tiempo. Circulaban por una carretera de cuatro carriles que llevaba hacia el este, fuera de la ciudad, y los edificios eran cada vez más escasos.
– Continúa -dijo-. Conozco un lugar. Un sitio donde trabajé nada más llegar aquí. Unos dos kilómetros más, luego continúa hacia el norte. Ya te diré cuándo.
Era demasiado tarde para echarse atrás. Demasiado tarde para hacer otra cosa que no fuera seguir conduciendo y hacer lo que pudieran con los medios que tenían. El hombre que iba en el maletero estaba muerto, y para Vlado siempre sería una baja que él había causado, la primera. Sería algo que ocultar a su mujer y a su hija y a cualquier otra persona que conociera. Siempre estaría el cadáver de aquel hombre, persiguiéndolo.
Tardaron otros veinte minutos en llegar al sitio. Vlado había descargado tuberías usadas, las tripas de un edificio que había ayudado a vaciar durante su primer mes en Berlín, antes de encontrar trabajo en la construcción. El terreno estaba cerrado, igual que entonces, con candados rotos en todas las vallas, lo que lo convertía en un lugar ideal para los vertidos ilegales. Había una antigua laguna de aguas residuales en la parte trasera, fango y productos químicos y carritos de supermercado abandonados que sobresalían del lodo.
Ataron un trozo de la cuerda que llevaba Huso a unos bloques de hormigón y a una parte desechada de un pesado andamiaje de hierro, luego ataron a Popovic a todo ello, anudándole la cuerda alrededor del pecho. Tuvieron que emplearse los tres para pasar el cuerpo y todo su peso por encima del borde de la laguna. Popovic se hundió lentamente en la oscura y burbujeante suciedad. Durante un instante se quedaron allí, limpiándose las manos en los pantalones, mirando hacia aquel punto como si el cuerpo pudiera aparecer de nuevo en la superficie en cualquier momento.
Nadie habló en el viaje de vuelta, y Vlado no había mencionado una palabra de aquello a nadie en las escasas semanas transcurridas desde entonces. Pero ahora Pine esperaba una respuesta y Vlado tenía que ver a Haris una última vez. Tenía que preguntarle si alguien había andado husmeando y haciendo preguntas, o si alguien había respondido a su primera denuncia ante la policía. Quería saber sobre todo si Haris había tenido noticia de alguien del Tribunal. Por lo que Vlado sabía, aquella misión podía tener algo que ver con Popovic. O puede que sólo fueran los enrevesados pensamientos de una conciencia culpable.
Subió en ascensor hasta el sexto piso. El edificio estaba en silencio a aquella hora. Era un calco del suyo, uno de aquellos bloques que los alemanes orientales habían construido a toda prisa para sustituir los escombros de la segunda guerra mundial. Vlado llamó, sin esperar el momento del enfrentamiento, preocupado por lo que había aprendido. Incluso con todo lo que había pasado, seguía sin acostumbrarse a la idea de hablar con alguien que se había acostado con su mujer. Llamó por segunda vez, preocupado porque no hubiera nadie en la casa. Pero finalmente oyó un chirrido y la puerta se abrió un poco, hasta donde permitía una cadena de seguridad. Le devolvió la mirada el rostro demacrado y delgado de una mujer, con el cuerpo encorvado prematuramente. Debía de ser Saliha, la hermana de Haris.
– He venido a ver a Haris -dijo-. Dile que soy Vlado. Vlado Petric.
Su nombre pareció activar un interruptor, y una sonrisa asomó lentamente, aunque era difícil recordar una sonrisa más amarga.
– Entonces ya sé por qué debes de estar aquí -dijo Saliha, sin moverse de la puerta-. ¿Qué quieres de él?
– Hablar con él. Sólo un par de minutos. ¿Está en casa?
– Sí, está en casa -aquella chispa de nuevo en sus ojos-. En casa en Bosnia. Él y Huso, los dos. Deberían de haber ido a matarte a ti en vez de irse, pero Haris dijo que no, que estaba harto de muertes. Volvieron hace unos días. Y ahora estoy aquí, sola, porque yo no volveré. Me ha abandonado, gracias a lo que tú le obligaste a hacer.
– En fin -dijo Vlado, sintiendo la necesidad de redimirse, de excusar su visita a aquella hora tan tardía-. Sólo quería asegurarme de que estaba al margen de la situación. Asegurarme de que las autoridades no lo habían arrestado. Pero supongo que no lo han hecho.
– Hubo uno -dijo ella, con una mirada inquisidora que poco a poco se convirtió en una sonrisa mientras observaba la reacción alarmada de Vlado.
– ¿Uno?
– Un hombre. Hace tres días. El día en que Haris se marchó. Vino buscando a Haris -hizo una pausa-. Preguntó también por Popovic. El diablo en persona.
– ¿Quién era ese hombre? ¿De dónde era?
– No lo dijo.
– ¿Del Tribunal para Crímenes de Guerra?
– No lo dijo. Ya se lo he dicho.
Ahora la sonrisa era abierta. Puede que no disfrutase tanto desde hacía siglos.
– ¿Era alemán? ¿Llevaba uniforme?
– No. No llevaba uniforme. Y no era alemán. Ni bosnio tampoco. Extranjero.
– ¿Americano?
– No lo sé. Hablaba nuestra lengua. Bueno, unas pocas palabras, y no como lo haría un alemán. Pero la hablaba. Suficiente para decirme que quería ver a Haris. Para preguntarme por Popovic.
– ¿Qué más dijo?
– Nada. Cuando le dije que Haris se había ido, se marchó.
– ¿Era alto? ¿Bajo? ¿Gordo? ¿Delgado? ¿Joven o viejo?
– Más o menos de tu edad, pero puede que no. Estaba oscuro. Más alto que tú, pero quizá sólo un poco. Y llevaba un abrigo grande, así que no puedo decir si era delgado.
Entonces podía ser Pine o podía no serlo. Vlado no tenía la menor idea de si Pine hablaba bosnio. Debía de haber aprendido un poco si llevaba cuatro años yendo y viniendo de allí.
– ¿Qué más dijo que quería saber?
– Si Haris iba a volver. Dónde podía encontrarlo. Si había visto a Popovic.
– ¿Y?
– Le dije que no sabía nada de todo eso. Dije que Haris había vuelto porque echaba de menos su país. Que había estado enamorado pero que el marido de su novia había vuelto. -Su sonrisa se amplió de nuevo-. Pero eso fue todo, y no me preguntó más.
– ¿Dejó su nombre, te dio un número de contacto? ¿Tal vez una tarjeta de visita?
– Nada de eso. Se fue sin más. Y no lo he vuelto a ver.
Y Dios quiera que yo tampoco lo haya visto, pensó Vlado mientras ella cerraba la puerta, corriendo el cerrojo con un fuerte chasquido.